La cara norte del Eiger brota como un aguafiestas de las suaves praderas que rodean la pequeña Scheidegg; es sombría, fría y no desprende ninguna maravilla. No la separan del planeta ningún glaciar ni ningún nevero; es un adoquín en un campo de flores. Siempre está a la sombra, no participa en el gran viaje cotidiano de la tierra en torno al sol; sólo algunos rayos lamen su cresta y la calientan un poco. El Eiger obstruye el horizonte de este paisaje tan bucólico. Tiene mil seiscientos metros de altura, cóncava como el pecho de un enfermo, frecuentemente velada por nieblas o rodeada de nubes, su vida es totalmente diferente a la de las flores o los animales.
Es una montaña altiva, no por suprema elegancia, sino porque respira el terror, y su estructura, formada por losas compactas y tortuosos caminos marcados por el hielo, no resulta sencilla. A sus pies se arrastran sus restos: inmensos escombros. Luego, una pequeña barrera, a modo de cinturón, soporta sus ruinosas cornisas, que llegan hasta los dos mil ochocientos metros: es el tercio inferior de la pared. El tercio medio está constituido por la zona de las tres pendientes de hielo; el tercio superior se yergue verticalmente, como una pared dolomítica, hasta la cresta de nieve de la cumbre.
De vez en cuando, la gigantesca pared, torturada por el hielo, se resquebraja: entonces enormes aludes se precipitan por el corredor. Es la forma en que la cara norte del Eiger llama la atención, mientras en los alrededores los pastores de Alpiglen hacen sonar melopeas en sus cuernos y sus trompas. De piedra negra y de hielo vítreo, toda ella revienta de soledad: nadie la quiere. A pesar de esto, ha habido hombres que han muerto por conquistarla.
Las primeras tentativas datan de 1935. Peters y Meier acaban de escalar el Espolón Central de la cara norte de las Grandes Jorasses, y los austroalemanes dirigen su atención hacia la cara norte del Eiger. Dos escaladores de Munich, Mehringer y Sedlmeier, atacan el 22 de agosto. Cuatro días después son vistos por última vez escalando el tercer nevero. El mal tiempo aparece y se desencadena, transformándose en tormenta. Los equipos de rescate no pueden salir. Cuando vuelve el buen tiempo, la pared está recubierta de nieve reciente y las huellas de los alpinistas han desaparecido. Algunos días más tarde un aviador se acerca a la pared y acaba por descubrir un hombre tieso, congelado, de pie, contra una roca. Su compañero ha caído y él deberá esperar al invierno para bajar, arrastrado por un alud.
En 1936, numerosas cordadas alemanas se encuentran al pie de la pared, pero el tiempo es muy malo y la mayor parte se retira. Unicamente persisten algunos jóvenes escaladores: dos alemanes, Hinterstoisser y Kurz, y dos austriacos, Angerer y Rainer, reúnen sus fuerzas y atacan la pared el 18 de julio. Con inteligencia, Hinterstoisser descubre el paso clave de la parte baja de la pared: una travesía oblicua, que será su perdición[12].
El segundo día la niebla oculta la pared. Al amanecer del tercero un claro permite verlos: no saben si deben continuar, pues uno de ellos está herido en la cabeza, el tiempo es gris y el día anterior no han podido avanzar más que doscientos metros. Al llegar al lugar donde Sedlmeier y Mehringer hallaron la muerte, deciden por fin retirarse, pero es demasiado tarde. Bajan tan lentamente que la noche les sorprende; hacen un tercer vivac en deplorables condiciones. En la mañana del cuarto día llegan al paso clave, pero no consiguen franquear en sentido inverso la famosa travesía, que se convierte en una ratonera.
Los guías salen para rescatarlos. Saliendo de la galería de la vía del tren de cremallera que, atravesando la montaña, conduce al Jungfraujoch, Adolf y Christian Rubi, Schlunegger y Glatthard atraviesan horizontalmente en dirección a los escaladores. A pesar de las malas condiciones, consiguen llegar hasta un centenar de metros de Kurz, quien les informa de la muerte de sus compañeros: Hinterstoisser se ha caído, Angerer se ha congelado y Rainer cuelga por debajo, asfixiado por la cuerda. La noche llega sin que los guías hayan conseguido llegar hasta Kurz, que ha de soportar un cuarto y espantoso vivac. Al amanecer del quinto día los guías renuevan sus tentativas de salvamento. Se acercan hasta unos cuarenta metros de Kurz, justo por debajo de él, y le gritan sus instrucciones: «Corta la cuerda de Rainer». A duras penas, consigue hacerlo. El cuerpo cae. «Coge la cuerda y desenrédala.» Kurz recupera la cuerda, deshace los helados nudos y separa los tres cabos de la rígida cuerda. «Ata uno a otro los tres cabos.» De este modo la cuerda, tres veces más larga, puede llegar hasta los guías, que atan en ella material y alimentos.
Dadas las horribles condiciones de la montaña, recubierta de nieve, y el agotamiento de Kurz, la maniobra dura un tiempo considerable. Kurz todavía tiene fuerza suficiente para subir todo e instalar su rápel. Después de horas de esfuerzos, empieza por fin el descenso. Pero de repente, la cuerda queda bloqueada, por culpa de un nudo, en el mosquetón de rápel. Los guías le animan. Un alud cae sobre él y sobre sus salvadores; el viento le separa de la pared, mientras Glatthard, subido sobre los hombros de Rubi, llega incluso a tocarlo. Kurz exhala algunos gemidos y muere.
En 1937 se renuevan las tentativas, llevadas a cabo siempre por austroalemanes. La más importante es dirigida por Rebitsch y Vorg. En dos días de escalada llegan hasta el lugar donde murieron Sedlmeier y Mehringer. El amanecer del tercer día confirma las previsiones del día anterior: llega el mal tiempo. Deciden retirarse. Tras ciento doce horas en la pared, son los primeros en regresar vivos de la parte alta con pendientes de hielo.
1938 es el año de la victoria. Pero antes, tiene lugar todavía otra catástrofe: dos italianos, Sandri y Menti, atacan la pared a principio de temporada y perecen, víctimas de la tormenta.
En julio, diferentes cordadas de austriacos y alemanes se observan al pie de la pared. El 20, dos muniqueses, Heckmair y Vorg, empiezan el asalto; vivaquean por encima del segundo pilar. Al día siguiente, en el preciso momento en que deciden dar media vuelta, aparecen dos austriacos, Kasparek y Harrer, luego otros dos, Fraisl y Brandovsky. El tiempo es inseguro; a pesar de ello los cuatro austriacos siguen adelante, mientras los dos alemanes renuncian. Al terminar la jornada, Fraisl y Brandovsky también bajan, lo que incita a Heckmair y Vorg a ponerse de nuevo en marcha. Atacan al amanecer del 21; aprovechando las huellas dejadas por los austriacos, consiguen alcanzarlos hacia las once, luego, tras dudar un momento, se unen a ellos, relevándose a la cabeza. A las dos de la tarde llegan a la parte alta de las pendientes de hielo, donde murieron Sedlmeier y Mehringer. Por la noche instalan su vivac en un nicho de la gran chimenea llamada la Rampa. Al día siguiente la escalada se hace muy difícil; al final de la jornada el tiempo se estropea, mientras los alpinistas escalan el último nevero, incrustado en la parte rocosa terminal y bautizado como la Araña, debido a su forma. Por poco son arrastrados por los aludes. Poco después se hace de noche: es el segundo vivac de los alemanes y el tercero para los austriacos, a una altitud de 3750 metros.
A la mañana siguiente, la pared está revocada de nieve. Gracias a una voluntad feroz, los escaladores remontan las últimas dificultades y, a las tres y media, alcanzan la cumbre de la cara norte del Eiger.
A las ocho de la noche, el trenecito cremallera de Lauterbrunnen nos deja en la estación de Eigergletscher a Jean Bruneau, Paul Habran, Pierre Leroux, Guido Magnone y a mí. En poco tiempo, nuestras mochilas, rebosantes de material, bloquean el vacío restaurante de la estación.
Después de cenar, el guarda nos acompaña al dormitorio. Antes de marcharse, desde el umbral de la puerta, nos pregunta:
—¿A qué hora quieren que les despierte?
—A las dos.
Inmediatamente adivina adónde vamos y nos dice:
—¿Van ustedes a la cara norte del Eiger? —Y sin esperar respuesta, risueño y compungido a la vez, añade, sin consultar siquiera el cielo ni la temperatura—: Si van a la cara norte del Eiger, el tiempo se estropeará. Es una tradición.
Pero no le creemos, y seguimos siendo el alegre equipo que ha salido de Chamonix esta mañana. Escogemos el material y las provisiones para la ascensión, cada cual prepara su mochila y luego nos acostamos.
Las noches que preceden a nuestras grandes batallas son siempre extrañas. Somos cinco, y todos estábamos alegres, pero ahora, antes de conciliar el sueño, cada uno piensa en silencio en la inmensa pared que, indiferente, está tan próxima a nosotros. ¿Tendremos más suerte mañana que durante nuestra primera tentativa? Leroux y yo vinimos ya hace quince días. Estábamos en una forma excelente, pues sabíamos que para esta ascensión hay que ir mucho más aprisa que para cualquier otra, porque la tradicional tormenta puede desencadenarse de improviso sobre la pared, con inaudita violencia, y es imposible protegerse de ella. En tres horas habíamos escalado un tercio de la pared, incluso la famosa travesía Hinterstoisser, cuando, de repente, unos brutales desprendimientos de piedras detuvieron nuestro impulso. Estudiamos de dónde procedían y vimos que se desprendían de mil metros más arriba, de la arista cimera, calentada por los rayos del sol. Esperamos un rato, con la esperanza de que cesaran; no caían sin cesar, pero sí regularmente. Por un momento nos dijimos: «Probemos y ya veremos. Otros han pasado en condiciones semejantes. Tal vez no podamos volver… Ambos somos guías y tenemos muchos compromisos». La tentación de continuar era, de todos modos, muy grande… Durante unos instantes dudamos. Luego decidimos renunciar. Primero experimentamos la sensación de desencanto del niño al que se le arrebata su juguete preferido; después sentimos una gran paz interior, conociendo una virtud diferente que la de la sola conquista de una gran montaña.
Está previsto que mañana haga frío y que por eso no haya desprendimientos de piedras. El alpinista puede intentar vencer una dificultad, aunque sea de sexto grado, pero no puede hacer nada contra un peligro que no depende de él. Todas estas ideas me preocupan esta noche y no me dejan dormir. Sin embargo, después de esta tentativa, hemos vuelto a hacer las paces con la suerte. Pierrot ha hecho la Walker; Guido, la cara oeste de los Drus; Jean está en plena forma, Paul y yo hemos estado en las Grandes Jorasses hace unos días. Estas escaladas que hemos hecho son la razón de que esta vez seamos cinco, en lugar de dos, los que venimos a escalar la cara norte del Eiger. Cinco es un número demasiado grande para una escalada así, pero practicar el alpinismo ¿no es un pretexto para la amistad? Y mientras me duermo, feliz, sueño con las Grandes Jorasses, donde hace unos días he guiado a Paul. Al pie de la Walker, durante los primeros largos de cuerda, Paul se impresionó, me lo dijo más tarde; es normal, y para su propia satisfacción es mejor que así sea… Luego, poco a poco, la duda fue desapareciendo, dando paso a una felicidad grande y ligera a la vez. Sabía que la travesía de las bandas de hielo era delicadamente aérea, que poco después se gozaba de una fantástica vista sobre el diedro de setenta y cinco metros, cuya escalada correspondía perfectamente a las aptitudes de escalador de Paul. No le decía nada, pero esperaba su sonrisa. Sabía que, acostumbrado a la caliza de las Ardennes, donde va a entrenarse cada domingo, le gustaría este tipo de escalada, y pensaba: «¡Le encantarán las placas lisas de la Torre Gris!». Más arriba me decía también a mí mismo: «Paul no ha pasado todavía ninguna noche en una gran pared, pero es demasiado aficionado a la naturaleza como para no saber apreciarla». Antes de caer la noche, habíamos instalado nuestro vivac a cuatro mil metros. El aire limpio prometía buen tiempo. Hacía mucho frío. Una gran paz reinaba sobre la tierra y el cielo. El sol volvía a dorar el planeta cuando nos despertamos; la escalada volvió a comenzar, como un himno a la vida. Paul estaba feliz, y yo me sentía satisfecho. Para mí, también las Jorasses eran nuevas. No había venido para revivir un recuerdo. Mi placer no era sólo descubrir y escalar; estaba en la alegría de mi compañero y en la felicidad de poder ejercer una de las profesiones más hermosas del mundo.
¿Por qué no íbamos a tener la misma suerte mañana?
A las tres de la madrugada salimos de la estación de Eigergletscher, deseando solamente una cosa: que persista el frío, que promete un hermoso día y retiene a las oscilantes piedras en su trampa de hielo. Una hora después, al pie de la pared, realizamos las venerables maniobras, mil veces repetidas: sacar la cuerda, desplegarla, encordarse, empezar a escalar. Nuestras dos cordadas, en excelente forma, avanzan a buen ritmo; sabemos perfectamente que en esta pared rapidez es igual a seguridad.
A las seis llegamos a la travesía Hinterstoisser. A pesar de un ligero verglás, la franqueamos rápidamente: Leroux y yo la conocemos bien, ya que en nuestra tentativa de hace quince días la escalamos en los dos sentidos. Pero de pronto, por encima de mí, oigo unas voces. Esto no es posible… Subó rápidamente, y cuarenta metros más arriba veo, efectivamente, a dos alpinistas, y luego a otros dos. De modo que en esta pared, que se escala tan pocas veces, ¡estamos nueve! Ni siquiera en la época de las primeras tentativas hubo tanta gente a la vez en ella.
Paul se reúne conmigo. Agotados, nos detenemos para reflexionar y ver escalar a las dos cordadas que nos preceden: progresan muy despacio; como hemos salido por la mañana temprano acabamos de cogerles, aunque ellos ya han vivaqueado una vez en la pared. Nuestra felicidad se ha diluido. Ya no existe ni el placer de estar solos ni el de buscar el camino. Ir detrás de las dos cordadas no resultará muy agradable. ¡Se acabó la rapidez! A menos que nos dejen pasar. Más de una vez he cedido el paso a cordadas más rápidas o con más prisa que la mía.
Hay que probar. Volvemos a reanudar la escalada y, exactamente dos largos de cuerda por encima de la travesía Hinterstoisser, alcanzamos a los cuatro alpinistas. Nos presentamos. Ante nosotros, dos alemanes muy jóvenes, los hermanos Otto y Sepp Maag. Éstos nos señalan con la mano a los otros dos escaladores: Buhl y Jochler, austriacos. Como a Buhl le conozco de nombre, saludo alegremente al primero de cuerda, pero con gran sorpresa por mi parte es el segundo quien responde. Poco después, Paul Habran y yo manifestamos a los alemanes nuestro deseo de pasar, pero es en vano. No insistimos porque de todos modos, tras nosotros, Jean Bruneau, Pierre Leroux y Guido Magnone no podrán adelantarles nunca, ya que forman una cordada de tres.
Seguimos y, más arriba, en la segunda pendiente de hielo, nos mantenemos a distancia, pues no cabe duda de que los dos jóvenes alemanes aman la montaña y la cara norte del Eiger, pero su técnica de cramponaje deja mucho que desear. No han atacado con Buhl y Jochler, pero están muy satisfechos de haberlos encontrado en la impresionante pared, y siguen sus pasos como perros fieles. Su equipo es rudimentario. Ni ellos ni los austriacos llevan ropa suficiente ni muy caliente: visten unos pantalones de tela o paño delgado y unos anoraks muy ligeros. Mientras esperamos, nos da cierto apuro ponernos nuestras chaquetas de plumón. Sepp lleva botas de esquí, y sus calcetines, demasiado cortos, no le llegan al pantalón; desde luego, resulta simpático que estos jóvenes hermanos, de dieciocho y veintitrés años, hayan deseado escalar la cara norte del Eiger, pero su material parece de escuela de escalada. Jochler, con un curioso pasamontañas y armado de su piolet, tiene mejor aspecto; parece un lansquenete[13].
Hacia el mediodía llegamos al pequeño balcón donde murieron Sedlmeier y Mehringer en 1935. ¡Mediodía ya! Cansados de seguir, nos detenemos y almorzamos tranquilamente. Cuando atacábamos la pared al amanecer, pensábamos que podíamos vivaquear no lejos de la cumbre. Cuando alcanzamos a los austroalemanes, nos pareció que no sería posible; ahora estamos seguros de ello. Es comprensible que los dos alemanes no progresen muy deprisa, pero no nos explicamos la lentitud de los austriacos: Hermann Buhl posee una gran experiencia, ha escalado la Walker en condiciones difíciles y tiene fama de ser rápido, pero hasta ahora es a Jochler a quien hemos visto casi siempre ir en cabeza de la cordada.
Mientras esperamos se nos va un tiempo precioso, ahora desperdiciado. En esta pared siniestra y asesina, todo parece recordar que, desde el momento en que no se avanza hacia la cima, el éxito y la seguridad están comprometidos: estos pitones oxidados, estas cuerdas podridas que datan de anteriores tentativas, este murito de piedras que nos rodea mientras almorzamos y que protegió un poco la última noche de Sedlmeier y Mehringer, antes de que murieran en esta plataforma, de la que después los arrancaron los aludes… Y esto no es sólo una impresión penosa y deprimente, es una realidad. Uno se siente perdido en el hueco de esta pared cóncava y demasiado vasta, en donde el camino es tortuoso: se pierde un tercio del tiempo en travesías horizontales donde no se gana más que un metro de altitud. Por fin nos ponemos otra vez en marcha. Atravesamos el tercer nevero y llegamos a la Rampa, franja rocosa que sube oblicuamente hacia la izquierda. Los austriacos y los alemanes están allí, y tenemos que volver a esperar.
Seguimos sin apresurarnos, pues sabemos que aunque los primeros largos de cuerda son fáciles, más arriba hay un estrechamiento muy delicado donde tendremos que esperar de nuevo. Nos paramos en un angosto rellano; luego, viendo que no avanzan demasiado, nos decidimos a ver lo que sucede. A la derecha de la canal, Buhl está batallando, clavando clavijas, yendo y viniendo. El paso está a la izquierda, pero se encuentra recubierto de verglás, y sin duda Buhl lo ha querido evitar. Un poco hacia la derecha es posible pasar, como lo hicieron Lachenal y Terray en 1947, pero Buhl se ha desviado demasiado. Nos reunimos con los alemanes al pie del estrechamiento. Justo en ese momento, algunos rayos de sol desbordan la cresta de la cara norte del Eiger, calentando la pared y fundiendo el verglás. Pero esto no representa para nosotros ninguna ventaja, ya que por el estrechamiento se desliza una pequeña cascada que proviene del agua del deshielo de un nevero, situado treinta metros más arriba.
Nuestros compañeros Bruneau, Leroux y Magnone se reúnen con nosotros, y, pese a todas las contrariedades, formamos un alegre equipo. Una cordada de dos puede tomarse en serio a sí misma, pero cinco franceses no pueden adoptar una actitud dramática, a pesar de la siniestra pared, la interminable espera y la tradicional promesa de mal tiempo. En donde se halla Bruneau es imposible no estar alegre.
Jochler se ha reunido con Buhl, y éste se lanza, en una travesía acrobática, todavía más hacia la derecha. Estoy convencido de que se ha metido en un callejón sin salida y que el único camino posible es la cascada. Los alemanes están dudosos, pero cuando yo me adelanto para intentar esa escalada, también se deciden. Sepp ataca y franquea el obstáculo con esfuerzo. En el momento en que le toca escalar, su hermano Otto se vuelve hacia mí y sin pronunciar ni una palabra —no habla francés y yo no sé alemán— me tiende la punta de la cuerda con una sonrisa. No comprendo, y me indica por serias que me ate a la cuerda. Vacilo un momento, sorprendido; luego cojo la cuerda y la anudo alrededor de mi cintura. Otto empieza la escalada, visiblemente feliz de que yo no haya rechazado su gesto de hermandad.
Es mi turno para atacar. El paso no es extremadamente difícil, pero salgo de allí mojado por completo. Paul me alcanza rápidamente. Luego llegan Buhl y Jochler, que han abandonado su tentativa de la derecha. No han utilizado la cuerda de los jóvenes alemanes, y esta pequeña demostración de orgullo parece decepcionarles. Mientras le doy un jerséi seco al mayor, que para gran estupefacción mía no lleva más que una fina camisa y un anorak de esquí, Buhl y Jochler, de pronto, rápidos como el aire, pasan sin decir nada y se precipitan sobre el siguiente paso para volver a tomar la delantera. Treinta metros más arriba llegamos al final de la Rampa. Desembocamos en un empinado nevero situado en el centro de un anfiteatro. Es tarde. Cada equipo busca un emplazamiento de vivac. Los austriacos y los alemanes, que habían subido demasiado, vuelven a bajar. Por nuestra parte, preparamos una pequeñísima plataforma. Magnone maneja el piolet con frenesí para allanar aquello un poco; Leroux, siempre ingenioso, construye un murito con piedras que se mueven; yo coloco los clavos que asegurarán al equipo. Habran habla y, cuando le deja, Bruneau suelta alguna palabra. Mientras, todo el mundo ríe. Veinte metros más arriba, los austriacos y los alemanes, cada cual en su rincón, permanecen silenciosos y un poco tristes.
La noche desciende sobre la montaña. El cuerno de los Alpes ha callado su bucólico refrán. El encendedor de faroles ha empezado su ronda en el cielo. Leroux prepara una cazuela con bebida caliente, mientras el salchichón, el tocino, la mermelada y las pastas secas pasan de mano en mano. «Disfrutamos de una inseguridad muy suculenta», dice Habran, citando a su autor favorito. Es verdad. La amistad nos conforta, y estos cigarrillos, fumados bajo el estrellado cielo, vagamente sentados en nuestros sillones de piedra, tienen un incomparable sabor.
Durante la noche me despierto varias veces. Me sorprende e inquieta que no haga más frío. Las estrellas parecen estar al alcance de la mano y la Vía Láctea brilla con demasiada crudeza. Más tarde me vuelvo a despertar: el aire es húmedo en lugar de ser seco y glacial. Más tarde todavía, un ligero velo se dibuja al oeste; las estrellas se esfuman y nos abandonan. Y al llegar la mañana, el día sucede a la noche por rutina, sin alegría. Cargamentos de pesadas y negras nubes acuden detrás del horizonte. El cielo negro se dirige hacia nosotros y nos invade.
Siempre recordaré este amanecer que pasa de la muerte a la vida.
Ayer atacamos la cara norte del Eiger con un tiempo espléndido; pero esta mañana no es más que un trampolín hacia el vacío… ¡La tradición! Sin duda no se puede estar seguro de haber hecho la cara norte del Eiger sin la condición de haber sido atrapado por una seria tormenta. Estamos a trescientos metros de la cumbre, pero con numerosas travesías intermedias. Sabemos que esta pared es una ratonera. Todos los que han sido sorprendidos por una tormenta y han intentado bajar, están muertos: la salvación está en la cumbre. Pero, en el fondo, ¿por qué hablar de esto? Ninguno de nosotros piensa bajar; todos nos preparamos para la escalada. Los austriacos acaban de ponerse en marcha y los alemanes les siguen, encordados con ellos. No nos apresuramos porque, si vamos deprisa, pronto tendremos que esperar. En lugar de pasar por la roca como ellos, tallo peldaños en la pendiente de hielo y experimento un maravilloso sentimiento de libertad, al abrir camino. Poco después alcanzamos a los alemanes. La pared tiene el color de la cera. Y en el momento en que Jean Bruneau declara que «va a despejarse», empieza a nevar.
—Voy yo —le digo a Paul, quien me asegura.
—Ve, hijo mío, y que tus cerillas se enciendan siempre.
La escalada a lo largo de un pilar vertical resulta difícil; la roca helada se cubre de nieve, que el viento del oeste trae en grandes copos; pero estoy satisfecho de pasar a la acción. La espera y la amenaza eran penosas; ahora sabemos a qué atenernos, y de todos modos esta tormenta no nos desagrada tanto. Forma parte de la cara norte del Eiger. Entra en las reglas del juego, no es la primera vez. Estamos en plena forma. Lanzo una mirada amistosa a Jean Bruneau, el último de la caravana, que está cuatro largos de cuerda detrás de mí; no nos veremos más hasta la noche.
La roca caliza hiela los dedos bajo su cubierta de nieve. Tras una gran zancada, el pilar se abomba como un vientre. Calculo mi progresión por la de Otto, que sube un poco rabiosamente, intentando hacerlo deprisa, unos cinco metros por encima de mí. Encuentro un clavo dejado por los primeros escaladores. Introduzco un dedo para sujetarme. De golpe, oigo un crujido. Levanto la cabeza: un bloque, grande como un mojón, acaba de ceder bajo los pies de Otto. Mi dedo se aferra al pitón y, suspendido de él, me aparto hacia la derecha para esquivar el bloque, pero éste rebota por encima de mi cabeza y se fracciona, alcanzándome alguno de los pedazos. La cabeza me da vueltas, todo oscila a mi alrededor… Mi dedo, enganchado al clavo, no se ha abierto, pero me duele mucho, como si me lo hubieran serrado. Poco a poco se restablece el orden a mi alrededor. Siento correr algo pegajoso por mi cara, y como un gran peso sobre los hombros. Miro mi dedo, que todavía sigue en el pitón. Experimento cierta felicidad y una especie de agradecimiento a este dedo mío por no haberse soltado. Desde arriba, los alemanes me envían una cuerda. Instintivamente me ato y prosigo la escalada. Un poco de sangre que cae de mi gorro enrojece la roca cubierta de nieve. Me duele el codo derecho. Penosamente llego a la reunión, donde encuentro a Otto y Sepp afligidos por este accidente. Aseguro a Paul, que se reúne conmigo. Poco después estoy feliz al sentirle a mi lado. Sigue nevando sin parar. Los alemanes, encordados a los austriacos desde esta mañana, vuelven a emprender la escalada. Desde allí es necesario efectuar una travesía horizontal de cuatro largos de cuerda, para llegar a la última pendiente de nieve incrustada en la pared: la Araña.
Descanso un momento para recobrar ánimos y después salgo. Ya no veo a los alemanes: la visibilidad está limitada a algunos metros y el techo de nubes, que pesa demasiado, se apoya sobre la tierra y la aplasta. Todo está blanco: la roca, Otto, que se encuentra delante de mí y al que acabo de alcanzar, y Paul, que está detrás. Los otros han desaparecido, ocultos por este muro casi tan blanco como la nieve, que cae, espesa, inagotable. Esta mañana casi me alegraba de que la tradicional tormenta acabara por estallar. Ahora avanzo sin entusiasmo, con la cabeza pesada y el codo anquilosado. Aquí, el infierno es blanco, silencioso y frío. La bestia no está contenta; la nieve penetra por los puños y por el cuello; los dedos están maltrechos; los pies se hielan; las ropas, mojadas, se han convertido en una coraza crujiente. En mis compañeros adivino los mismos pensamientos, las mismas inquietudes, y en los alemanes y austriacos también. La pasta humana es la misma aquí también. Pero poco a poco el hombre se adapta, es su obligación. Ha empezado por ser espectador de un mundo al que no está acostumbrado, y este mundo se ha convertido poco a poco en suyo. Y llega el momento en que ante el despliegue de obstáculos nacidos de la unión entre la montaña y los elementos, siente de pronto surgir una potencia, un equilibrio y una fraternidad que tenía en reserva en el fondo de sí mismo, un poco escondidos, un poco adormecidos, pero que se revelan. Entonces afronta serenamente aquellos obstáculos. Un momento antes, sus movimientos carecían de espontaneidad, y el animal penaba por el esfuerzo. Ahora sigue haciendo frío; la nieve se arremolina, el viento es cortante, pero al llegar ante un paso más difícil, la unión entre la vira y la Araña, la vida vuelve poco a poco. El calor renace en nosotros, y en nuestro ser fluye una fuerza incorruptible que hay que distribuir convenientemente contra el viento, la nieve y el frío. No es una exaltación momentánea. El hombre descubre que este viento, esta nieve y este frío no son enemigos, sino obstáculos. Gracias a esa fuerza, resuelve prudentemente las cosas más audaces. Aunque los aludes sigan precipitándose sin descanso, descubre, fijándose bien, que la rigola que se los canaliza está interrumpida como un trampolín y aprovecha esta brecha para introducirse por ella. Durante un momento desaparece por completo bajo el arroyo de nieve que le pule; la cuerda que le liga a sus compañeros se tensa, mientras se debate, perdiendo el aliento, y sus dedos se remachan a la roca: esta presión de los dedos contiene la vida. Y al llegar al otro lado, emerge de la masa de nieve polvo que no cesa de fluir. Para reducir el peligro, Otto me da su cuerda y me pide que le asegure. En esos momentos, los elementos están especialmente desencadenados: los aludes se suceden a un ritmo increíble. Al llegar a un lugar un poco menos expuesto, el alemán me asegura esta vez a mí. De este modo, atravesamos más o menos por el medio la pendiente de hielo ligeramente abombada de la Araña, que está menos barrida por los aludes que sus orillas. Pero el agujero que se abre cincuenta metros por debajo de nosotros es escalofriante. Los islotes humanos derivan lentamente hacia arriba. De vez en cuando un alud desborda de la canal. La larga cordada que se escalona a lo largo de la pendiente se crispa sobre el cristal de hielo, y cada hombre lucha mudamente para no ser arrastrado.
Necesitamos muchas horas para subir seis largos de cuerda. Buhl está cien metros más arriba que yo; Bruneau, cien metros más abajo. Gran batalla individual y colectiva a la vez. Cada uno de nosotros avanza imperceptiblemente al mismo tiempo que la cordada.
En la parte alta de la Araña, los austriacos han tenido que pasar unos cuarenta metros a la derecha del itinerario normal, que está barrido por los aludes. Pero cuando una hora más tarde llego a la parte superior de la pendiente de hielo en donde estaba Buhl una hora antes, los aludes se van debilitando hasta cesar por completo. La calma ha vuelto. Entonces, cansado de esperar y de seguir, me desencuerdo de los alemanes, atados a su vez con los austriacos, y me dirijo hacia la izquierda, por la vía de los primeros ascensionistas. Tallo vigorosamente algunos peldaños, y esto me produce gran alegría. Al llegar al final de la cuerda coloco un clavo: a medida que lo introduzco, oigo que canta, cosa rara en este calcáreo helado, pero me maravilla: ¡se mantiene sólidamente! Habran me alcanza. El corredor sigue estando pacífico; lo alcanzo y lo atravieso. Es casi vertical y brillante como una pista de bobsleigh. Subo todavía unos metros más. El resalte rocoso que hay por encima de mí está tieso y verglaseado pero no es imposible, y sé que dos clavos dejados por los alpinistas de las ascensiones precedentes deben facilitar la salida. Más arriba, la pendiente se suaviza… Pero cuando comienzo el ataque oigo el silbido de algo rápido que cae, me proyecto dos metros a la izquierda del eje del corredor, y un alud que viene de lo alto me ahoga con su fino polvillo. La calma renace un momento; luego otro alud me absorbe de nuevo en su nube. Después, una riada menos vaporosa llega pesadamente: una enorme masa de nieve me sacude, me cepilla los hombros, se amontona sobre mi cabeza, me hiela los pulmones y corre inagotable. Para no ser arrastrado, debo apretarme contra la roca vertical y usar los crampones. Entre dos aludes, Magnone se reúne conmigo. Paul permanece en el sólido clavo para asegurarnos. Pero los aludes se suceden a un ritmo acelerado. Nunca, ni siquiera en el Annapurna, me he encontrado con un espectáculo semejante. En primer lugar, llega hasta nosotros un soplo potente que nos sacude; luego nos sentimos sumergidos en olas de nieve polvo, y toneladas de una masa blanca nos rozan al pasar. Somos como ramitas, retenidas por nuestros dedos, crispados sobre presas redondas y heladas. Entre dos aludes, Guido y yo podríamos volver a bajar junto a Habran, Leroux y Bruneau para pasar por la derecha, pero esto exigiría mucho tiempo y se nos hace tarde; dentro de una hora será de noche. Entonces llamamos a los alemanes y a los austriacos. No los vemos, pues un abombamiento de la roca los oculta, pero sabemos que están veinte metros más arriba que nosotros, hacia la derecha. Por mucho que gritemos, se oye muy mal, a causa del estruendo de los aludes y del viento. Finalmente nos entienden y vemos bajar una cuerda, pero hay que ir a buscarla al otro lado del corredor y luego subir por ella. Pensaba que los alemanes y austriacos podrían ayudarme un poco, pero con este ruido, y sin vernos, resulta imposible. La cuerda no es más que un cable rígido y helado, recubierta de hielo, como los hilos eléctricos están recubiertos de cinta aislante. Es imposible que pueda dar una vuelta sobre mi mano ¿Conseguiré subir veinte metros a fuerza de muñecas a lo largo de la pared lisa, sin ningún descanso, para evitar el fondo del corredor, por donde fluyen los aludes? Dudo durante un largo momento, mientras los aludes continúan deslizándose. Luego, más calmado, me decido. Tengo miedo, pero debo hacerlo. ¡Ya está! En cuanto cesa un alud, empuño esta cuerda de hielo, no de cáñamo, atravieso el corredor y rápidamente me elevo. No me soltaré, lo sé; pero debo escalar muy deprisa, pues es imposible resistir mucho tiempo en esta posición. Todo mi ser está en una tensión desesperada, y, sin embargo, lúcida, con el fin de atenazar mis dedos a lo largo de esta helada cuerda, terriblemente resbaladiza. Mi cuerpo entero está suspendido de estos dedos, que se cansan, y sé que la voluntad se debilita cuando los músculos se niegan a obedecer. Subir veinte metros a lo largo de una cuerda seca de dos centímetros de diámetro ya no resulta fácil, ni siquiera con buen tiempo. Y esto no es una cuerda, sino un hilo de hielo, y hace dos días que escalamos sin descanso. Debajo de mí, en el corredor, los aludes continúan cayendo.
Cuando llego a la reunión, donde Jochler y Sepp Maag sostienen la cuerda, les doy las gracias, y ellos sonríen, dándome palmaditas amistosas en la espalda. Otto, que estaba unos metros más abajo, viene a reunirse con nosotros, mientras Jochler sube hacia Buhl. Ahora hacemos subir lo más aprisa que podemos a Magnone, Habran, Leroux y Bruneau. Les aseguramos bruscamente, casi tirando de ellos, ¡sé a qué me refiero! Nuestra cuerda de nailon no ha perdido su flexibilidad, y esto facilita las maniobras a unos y a otros. Satisfechos por haber sido extraídos de aquel miserable pozo, van llegando, uno a uno, junto a nosotros. Y cuando todo el equipo se halla reunido otra vez, la felicidad es completa. Ahora hay que preparar el vivac. Sigue nevando.
Los austriacos se instalan un largo de cuerda más arriba. Los dos jóvenes alemanes, calados hasta los huesos, permanecen junto a nosotros y nuestra relativa comodidad de chaquetas de plumón mojadas… No tienen material de vivac ni más prendas de vestir que sus ligeras camisas, su anorak de tela, un chaleco corto y el chandal que le di a Sepp el día anterior. Y además, no han comido nada desde ayer por la noche. Nosotros también estamos completamente empapados; hace mucho rato que la nieve se ha fundido en contacto con la piel y se desliza a lo largo de la espalda y los brazos.
No pensábamos vivaquear más que una vez y nuestras provisiones empiezan a escasear, aunque por suerte las habíamos calculado muy abundantes. Estamos sentados los siete con las piernas colgando o puestas en los estribos de cuerda helada, sobre dos míseros rellanos: dos escalones gastados, redondeados, inclinados hacia el vacío, suspendidos por casualidad de la colosal pared. Uno de ellos, el superior, es relativamente grande: tiene una anchura de treinta a cuarenta centímetros por una longitud de un metro cincuenta, y conseguimos estar cinco en él. Jean Bruneau en el extremo de la derecha, los dos alemanes entre él y yo, y Pierre Leroux, a mi izquierda, quien también ha logrado sentarse. En el pequeño escalón de debajo, Paul Habran y Guido Magnone se apretujan uno contra otro y apoyan su espalda contra nuestras piernas. Para no caer, en el caso de que uno de nosotros resbale o se duerma, cada uno está atado a un clavo, como una cabra a una estaca. Nos hemos tapado con la pequeña tela de vinilo que Guido tuvo la buena idea de traer: fijada a los pitones y colocada sobre nuestras cabezas, nos hace como de techo. Los aludes siguen precipitándose por el corredor, pero aquí son más escasos y ligeros; crepitan y resbalan sobre la tela impermeable, pero parte de la nieve consigue amontonarse entre nuestra espalda y la pared. De vez en cuando, el viento del oeste trae una capa de nieve polvo que se filtra por todas partes: en el cuello, a pesar del cagoule; en los bolsillos, en las mangas, entre la ropa, en los guantes, en las botas… Nuestro vivac parece un pueblo destruido por la tempestad. Sin embargo, algo de alegría reina entre nosotros, a pesar de nuestra inquietud y de esta promiscuidad: somos muchos y todavía nos sentimos fuertes. Paul y Guido hacen el inventario de nuestras provisiones. Pierrot, con movimientos de equilibrista, coloca un cazo de nieve sobre el hornillo, que sostengo trabajosamente sobre mis rodillas. Las cajas de cerillas están mojadas, pero después de muchos fracasos una pequeña llamita duda, vacila, hace un agujero a través de la humedad y como una pequeña reina siembra un poco de alegría entre los hombres. Otto y Sepp se sienten felices con nosotros. Jean nos anuncia, con voz tranquila y risueña: «La tradición ha sido superada».
Compartimos, como buenos hermanos, algunos bombones, algunos terrones de azúcar, trozos de galletas y un poco de agua tibia que hemos conseguido fundiendo la nieve.
Hacia las dos de la madrugada hay un cambio brutal en la atmósfera: la nieve deja de caer, pero el aire que se ha levantado es glacial. Hace un momento, el alboroto que había sobre nuestras cabezas se ha terminado: el viento del oeste ha cedido y el del norte ha ganado, rechazando las nubes, amontonándolas en el valle y volviendo a instalar las estrellas en el cielo, pero también un frío mordaz sobre la tierra. Mañana hará bueno, pero, de momento, cada soplo de viento es como un hachazo; como una bofetada, golpea contra la pared sacudiendo nuestro campamento de porcelana. Tiritamos violentamente, las mojadas ropas se ponen rígidas, los pies se hielan, todo se vuelve duro y quebradizo, el frío cincela nuestros cuerpos, acurrucados, encogidos, soñolientos. Los aludes espaciados que se deslizan todavía son inmediatamente dispersados y convertidos en polvo por el brazo glacial que trae la esperanza, pero nos desgasta lentamente. La pared, completamente blanca, casi brilla en la noche. ¡Sobre todo es preciso no dormirse! Porque si uno se duerme, deja de luchar, y si se deja de luchar hay peligro de dormirse definitivamente. ¡Cuánto tarda en atravesar el horizonte este día tan esperado! Estas horas son las peores. Muertos de cansancio, es preciso velar, como en la grieta, bajo la cumbre del Annapurna. Y la noche es eterna. Sin embargo, como nos hemos negado a dormir y a morir, llega un momento en que vemos nacer un paisaje blanco de silencio y de luz. Es el tercer día. La cara norte del Eiger, montaña de piedra negra, se ha vestido de nieve inmaculada. El sol permanece todavía escondido tras la arista Mitteleggi, pero su presencia nos tranquiliza. El frío es muy intenso. Debe de hacer diez grados bajo cero. La pared es lívida, pero no carece de belleza. Ha terminado la mala noche de inactividad y la escalada volverá a reanudarse. Mañana, para desayunar, tendremos croissants y café con leche.
Hoy, más aún que los otros días, me gustaría abrir mi camino en este difícil y extraño mundo por el que siento simpatía: el mundo de las cumbres y los elementos. Pero veinte metros por encima de nosotros los austriacos se preparan para escalar el resalte que nos domina. Previendo que la lucha será dura, nos piden clavos. Aseguran a Sepp, que les sube todo el material que tenemos. Luego, Buhl ataca, y se halla enseguida en un terreno muy dificil: bajo la nieve, la roca está recubierta por una brillante ganga: un verglás duro y denso que la tapiza de modo uniforme. Los pies patinan, las manos resbalan, las fisuras están obstruidas, las presas niveladas, los clavos entran mal, el martillo golpea, introduce lo que puede, se cansa, golpea al lado, escama como puede el denso verglás; todo el cuerpo resbala, queda suspendido de un pitón, recupera el equilibrio, se restablece, con la respiración jadeante, que se suspende por un momento; el martillo descubre una presa, hace caer una capa de nieve que recubría una placa, limpia otra presa; el pie clava una punta de crampón en el verglás; los dedos, entumecidos, liberan una hendidura del hielo que la recubre y clavan en ella otro pitón… Buhl gana cincuenta centímetros, un metro; sus pies resbalan una vez más, pero todo va bien; los clavos aguantan. El frío es terriblemente intenso; el cielo está despejado; los dedos, insensibles; los pies, helados; los músculos, rígidos; la máquina está anquilosada; las ropas parecen una coraza; la cuerda, un vástago de hierro. Pero el corazón y la voluntad velan incorruptibles. Buhl avanza lentamente, y con una tenacidad maravillosa consigue franquear el resalte. Jochler se reúne con él y continúa de primero. Los alemanes les siguen, y yo me pongo en marcha cuando me toca. Todos nos agarramos a las cuerdas para ir más deprisa. Un espolón rocoso, separado de la pared como la proa de un navío, permite descansar unos instantes. Vista desde aquí, la pared es fantástica. Pierrot y Jean están todavía en el vivac: un frágil nido perdido en este gigantesco tablero de nieve. ¿Cómo hemos podido sostenernos los siete en ese mísero rellano donde ellos dos solos parecen tan incómodos? Esto nos inspira confianza para lo que pueda suceder después; venimos de allí y nada podrá detenernos por arriba.
Un rápel pendular nos deposita en un corredor, pero está al sol, y la nieve, calentada por él, se desmorona; arrastrando piedras, los aludes vuelven a comenzar, pero ya no son de nieve polvo, sino de nieve húmeda y pesada. Guido pierde un crampón en la travesía; en el corredor, un piolet se escapa de las manos de uno de los alemanes. Un pitón asegura a los escaladores cada largo de cuerda.
Progresamos lentamente, pero poco a poco la pendiente es menos empinada y vamos más aprisa. Hay que poner mucha atención en este peligroso corredor. Una piedra hiere a Guido en el labio, pero Paul le asegura eficazmente. Por fin, llegamos a la pendiente terminal; la parte baja es de nieve suelta; la alta, de hielo vivo. Con ardor y placer, tallo pequeños escalones para el pie izquierdo de Guido, desprovisto de crampones. Esto nos retrasa un poco, pero no importa. Los alemanes y los austriacos ya han alcanzado la cumbre y empezado el descenso cuando alcanzo la cornisa de la arista Mitteleggi. Ya no les veo. Mis compañeros se reúnen conmigo. Es encantador escalar los últimos cien metros de esta arista. Hacia las seis de la tarde estamos en la cumbre del Eiger. El aire es fresco, pero tiene un agradable sabor: el sabor de la cumbre. Fuera de nuestra vista, el mar de nubes hace ondular sus olas de blanca espuma. Las altas cumbres tienen un bonito aspecto, con su adorno de nieve reciente. Solas, como continentes eternos, emergen de una marea que inunda la tierra.
Paul nos reserva una sorpresa. Anoche, en el vivac, hizo trampa en la distribución y no nos dio todo lo que había; ahora vacía su mochila y nos entrega las últimas reservas: algunos bombones, terrones de azúcar, trozos de galletas… «Había guardado esto por si teníamos que vivaquear otra vez», nos dice satisfecho. Pero la lucha ha terminado. Nos miramos unos a otros con cierta emoción; durante estos tres días nadie se ha desmoralizado y el buen humor no ha dejado de reinar: hemos seguido siendo un equipo alegre. ¿Por qué nos sentimos tan felices después de una ascensión tan dura? Durante tres días sólo hemos encontrado dificultades, frío y tormenta, todas las cosas que rechazan al hombre. No eran solamente los desplomes aéreos y los diedros acrobáticos; ¿acaso por sí solos hubieran podido procurarnos semejante alegría? No lo creo, y ahora me parece medir la insignificancia de un Eiger escalado con buen tiempo. No hemos hecho ninguna locura, ninguna imprudencia; estábamos preparados para tener éxito. A través de esta ascensión, de esta nieve, de esta tempestad, acabamos de sentir una gran plenitud en el fondo de nuestras entrañas y de nuestro corazón: una vida desbordante conviviendo con los elementos, un sentido del compañerismo, un amor hacia cosas que, una vez disfrutadas, no pueden reemplazarse por nada.
Durante unos momentos contemplamos todavía este mundo aparte que es la alta montaña. Todo el cansancio ha desaparecido. Abajo, el mar de nubes arquea el lomo bajo la mano del viento, como un gato al que se está acariciando. Pero es tarde y hay que pensar en abandonar esta cumbre. Sólo nos quedan dos horas para alcanzar la estación de Eigergletscher antes de la noche. Corriendo, descendemos por la vía normal. Como esta mañana, como ayer, como anteayer, la vida hierve en nosotros.
¡La vida, este lujo de la existencia!