CARA NORTE DE LOS DRUS

El tren del Montenvers se pone en marcha perezosamente, engrana su cremallera, empieza a subir, traqueteando su cargamento de turistas, que gritan o dormitan. Penetra en un túnel, luego en otro, llega a Caillet y se detiene: la locomotora tiene sed…

El viento de las alturas empieza a soplar. El tren se pone de nuevo en marcha; poco después, tras una curva, aparece una brecha: son los Drus… Una flecha de piedra. Los turistas se precipitan a las ventanillas, luego vuelven a sentarse. Los alpinistas los contemplan con cariño; los Drus son siempre la primera cumbre que les muestra el tren del Montenvers. Lo saben, la esperan y se encuentran con ella como con un rostro amigo. Sobre la terraza de la estación, al lado de la extenuada locomotora, el cicerone declama: «Delante de ustedes, los Drus, en donde se sitúa el drama del libro El primero de cuerda; a la izquierda, de perfil, la pared norte, con su Nicho, ese enorme agujero a media altura. Enfrente, la pared oeste, atravesada por numerosos desplomes; a la derecha, la arista de las Flammes de Pierre…».

El nombre de Franz Lochmatter está ligado a esta cara norte. Ya en el año 1904 se atrevió a atacarla, en compañía de su hermano Josef y del capitán Y. J. E. Ryan; los tres escaladores lograron elevarse hasta setenta metros del Nicho, lo cual constituía una hazaña notable para la época.

En 1930, Félix Batier y Arthur Ravanel escalaron un tercio de la pared. Dos años más tarde, durante una tentativa alemana, Krinner y Kofler perdieron la vida al caer cien metros por encima de la rimaya, ante los ojos de sus compañeros, Bratschko y Schreiner, quienes se retiraron.

Unos días después, el 21 y 22 de julio de 1932, los suizos Robert Gréloz y André Roch, que habían subido por la vía normal, hicieron el primer y único descenso de la pared; un descenso vertiginoso, con interminables rápeles.

En 1935, los ginebrinos Dupont, Gotch, Lambert y Mussard consiguieron súbir unos cincuenta metros por encima del Nicho, después se retiraron. Tres días más tarde, entre el 31 de julio y el 1 de agosto, Pierre Allain y Raymond Leininger realizaron la ascensión. ¡Una gran primera!

El guía está diariamente en la montaña con compañeros diferentes. Hace unos quince días que el tiempo es bueno y escalo sin cesar. Pero esta tarde, mientras bajamos de las Aiguilles du Diable, el sol se diluye lentamente y se oculta entre las turbias nubes que aparecen al oeste. Mi compañero, Michel del Campo, casi parece alegrarse del mal tiempo que se anuncia: sus vacaciones se han terminado y le pesará menos dejar Chamonix. Pero pienso en René Mallieux, con quien tengo que vivaquear mañana al pie de los Drus para escalarlos al día siguiente, el 14 de agosto. Es imposible retrasar la ascensión, porque el 15 de agosto es la fiesta de los guías, y no puedo faltar. Ese día, tanto si el tiempo es bueno como si no, el macizo del Mont Blanc está desierto; los guías de Chamonix y de Courmayeur se quedan en sus respectivos valles para celebrar su fiesta anual; en ambos lugares existe la misma regla y la misma tradición.

Por la noche, encuentro a René en la plaza de Correos. Erramos por Chamonix, mirando los barómetros, para no perder la costumbre, pero en todas las estaciones de montaña estos instrumentos científicos son siempre acusados de prometer un cielo despejado, aun cuando el oeste libere su reserva de nubes.

Al día siguiente llueve. René está afligido; sé que desde hace años desea escalar esta cara norte. Por la tarde se despeja y el sol sale un poco; incluso se intuyen las cumbres. Por suerte no ha nevado en altitud. Lamentamos que no nos hayamos marchado pero, poco después, vuelve a cubrirse y, esta vez, el barómetro baja. Vamos de pastelería en pastelería y de la oficina de los guías al café de enfrente. Una idea ronda por mi cabeza, pero no me atrevo a formularla. De todos modos, le pregunto a René:

—¿Estás en forma? ¿Podrías escalar deprisa?

—Muy deprisa, si hace falta. —René duda un momento, luego añade—: ¿Por qué?

—Podemos intentar una cosa. Si mañana hace bueno, cogemos el primer tren del Montenvers a las ocho y media, y tratamos de hacer la ascensión por la tarde.

Hay instantes llenos de alegría; veo que el rostro de René se ilumina con una sonrisa: ¡la ascensión ha comenzado! Nuestra felicidad niega la evidencia de un crepúsculo plomizo: «Hasta mañana por la mañana, a las ocho y cuarto, en la estación del Montenvers». Así nos despedimos. Pero cuando me quedo solo, el cielo nublado no me deja lugar a la esperanza; no se ve ni una estrella.

Ceno con Michon y, más tarde, los amigos me llevan al Outa, donde quieren celebrar su despedida. A las dos de la mañana, cuando salimos, se ven brillar algunas estrellas. A las siete y media, cuando suena mi despertador, el tiempo es magnífico. ¡René ya debe de esperarme en el tren! Preparo mi mochila, monto en mi bicicleta, y llego a toda prisa a la estación. Allí está René, impaciente y feliz. Desayuno en el tren, un turista me presta su periódico, ¿de verdad vamos a la cara norte de los Drus? Una curva después de Caillet, los Drus aparecen más bellos que de costumbre: ya son un poco nuestros.

A las nueve y cuarto llegamos al Montenvers. El cicerone empieza su charla. Los «piratas» van a esperar a los turistas al pie del camino. Nos apresuramos a atravesar la Mer de Glace. A las doce y media almorzamos sobre la hierba de las últimas terrazas. Tres cuartos de hora después nos encordamos y atravesamos la rimaya; allí empieza la deseadísima escalada…

La naturaleza está formada de tradiciones: la rueda de las estaciones, de la noche y el día, del sol y de la tempestad. El alpinismo también: el despertar difícil, la ojeada al cielo a través de la ventana del refugio, el desayuno engullido sin apetito, la marcha con la linterna, la salida del sol, los mil y un detalles de la ascensión, el regreso hacia el mediodía, el descanso en la terraza del refugio…

Hoy, a la hora en que la gente sensata toma su café, a la hora en que los alpinistas suelen haber acabado su ascensión, siento cierta inquietud por el ataque; una especie de temor, como el que debía de turbar a los hombres en la época en que la montaña estaba hecha solamente para los demonios y los dioses.

Pero el buen tiempo ha vuelto, como un regalo, había que aprovecharlo, y aquí estamos en mangas de camisa, a una hora insólita, en la cara norte de los Drus. Sin embargo, esta tarde de agosto es agradable. La pared se halla a la sombra, pero la suavidad del ambiente respira alegría, en lugar de la severidad y del frío de cualquier amanecer. Un extraño hechizo se desprende de la montaña, que parece querer confiarnos sus secretos; esta tarde tiene la belleza del otoño.

Escalamos deprisa, muy deprisa incluso; ¡es preciso! Mañana por la mañana debo estar en Chamonix para la fiesta de los guías. Esto da un nuevo aliciente a nuestra ascensión. Ir deprisa por el gusto de hacerlo nos ha parecido muchas veces una idiotez, pero hoy es diferente: sólo tenemos algunas horas para subir los ochocientos metros de la pared. René no ha exagerado al decir que se sentía capaz de ir aprisa, pues constantemente me pisa los talones. Hacia las tres de la tarde llegamos al Nicho, marcado por el pulgar de un gigante en la arcilla de nuestra montaña. Nos detenemos para mirarlo, así como a la cara oeste, que se levanta hasta el cielo como una tromba de piedras de la morrena: «De aquí a diez años la habrán escalado», le digo a René.

Comemos algunos dátiles, pasas de Corinto, una naranja —frutos de sol en el aire fresco de las caras norte—, luego reanudamos la escalada. Escalamos fácil y placenteramente, encadenamos movimientos como fluye el agua de una fuente. El efecto que producen todas las técnicas sobre un cuerpo bien entrenado es el de abolir la dificultad y procurar solamente la alegría de un trabajo bien hecho y para el cual se está preparado. De niños, trepábamos a los árboles; ¿no habremos sabido, tal vez, conservar ese instinto? Y me parece que se detiene bruscamente para formularnos la inevitable pregunta: «¿Por qué vais a la montaña?». Hoy responderíamos enseguida: «Estamos hechos para ello». Instinto, amor por la roca, técnica… Escalamos sin que nos afecten los problemas de la escalada. Así todo son beneficios; sin dejar de vigilar la ascensión, nuestro espíritu alegre puede vagabundear. ¡Qué tarde tan deliciosa! En esta ascensión, en la que todo es agradable, no hay incidentes ni accidentes.

El aire es fresco, benévolo, fraternal. El sol, escondido tras la cara oeste, nos ahorra su calor sofocante, pero su proximidad esparce serenidad. Allí abajo, el tren del Montenvers sigue royendo su cremallera, el torrente continúa corriendo, el glaciar avanzando imperceptiblemente y la cascada desgarrando su cortina de agua en una franja desmelenada… Junto a nosotros, la roca tiene un agradable olor a roca, y sus innumerables granos de granito se incrustan amistosamente en nuestros dedos y en nuestras suelas vibram. Todo esto es grato y tranquilizador, como la sombra de una encina. Este mundo está hecho para nosotros. Nos sentimos en paz, en este rincón del planeta. Escalar una muralla de piedra nos gusta, desde luego, pero la inteligencia y las facultades físicas son amargas y no proporcionan ningún placer, si el corazón está seco. Subo delante, porque éste es mi trabajo, como de René es el de la cuerda. Casi siempre escalamos juntos: para ir más deprisa y porque la confianza es recíproca.

Seis meses antes, cuando fui a Bruselas para dar a los miembros del Club Alpino Belga una conferencia, solicitada por su vicepresidente, René Mallieux, ya adiviné en él este antiguo deseo: ¡escalar la cara norte de los Drus! René es mayor que yo y estaba en Chamonix en 1935, el año de la «primera». Desde entonces, la idea de escalar la pared le rondó, pero la guerra le obligó a renunciar a ella. Este deseo dormía en el fondo de su corazón y yo lo desperté el invierno pasado. ¡Qué simples y poco estridentes son los momentos en que nacen la felicidad y la amistad! Son tan naturales, que no parecen evidentes.

Ahora estamos en la pared y, desde hace un momento, mientras subimos, algo me regocija. ¿Qué es? No sabría precisarlo. Al principio pensaba que provenía de la escalada, pero este canto íntimo nace también de otra cosa. Percibo todos estos pequeños estremecimientos de la atmósfera y del planeta, que recibimos como una confidencia; el sabor del aire, el oro del sol en torno a nuestra montaña. Pero todo esto es sólo un perfume. Somos dos hombres sobre una patria de roca y caminamos hacia la misma estrella. La alegría de René es realizar este proyecto, que ya tiene nueve años; la mía consiste en ayudarle. Estoy contento de hallarme en los Drus, pero tanto allí como en cualquier otra parte, mi felicidad está en llevar a un compañero. ¿Qué sería el guía sin aquel a quien conduce? Con buen o mal tiempo, sea fácil o difícil, necesito cantar el mismo himno que él. Éste es el mejor regalo de nuestras montañas. Al subir a una cumbre, un hombre realiza su trabajo; el otro está de vacaciones, y el premio a sus esfuerzos es su amistad.

Ahora, estamos sentados el uno junto al otro sobre una terraza de granito. Es de noche y nieva ligeramente. Mientras terminábamos la ascensión se ha desencadenado la tormenta. Hemos pasado bajo la cumbre por la vira de cuarzo para alcanzar la vía normal y empezar el descenso. Pero después de dos rápeles hemos tenido que detenernos y ponernos los cagoules. Esta nieve contraría nuestros proyectos, pero no nos desagrada. La lluvia es desagradable; pero la nieve forma parte de la montaña, lo mismo que el sol y un cielo despejado. Las nubes no deben de ser muy densas, porque no hay demasiada oscuridad; estamos bañados en una delicada luminosidad, y sabemos que detrás de las nubes resplandece la luna llena.

Hacia las diez, el frío empieza a apretar. La capa de nubes se estira, lo mismo que la niebla sobre los ríos, cuando el sol de la mañana la disuelve; luego llena el valle de Chamonix y nos separa del mundo. La luna aparece, dorada, en el cielo negro; bajo su luz, la nieve fresca centellea como si fuera polvo de estrellas. Ahora hace más frío. Acurrucados en nuestros sacos de pluma, estamos sentados uno junto a otro, y los «huesos de la tierra» nos sirven de cuna. El cielo entero está en nuestro corazón; seguimos el camino de las innumerables estrellas. Sopla una ligera brisa. Pensamos en los primeros hombres que escalaron las montañas. Mil ochocientos metros más abajo, en el borde del glaciar, los laguitos del Tacul tienen reflejos de piedras preciosas. A nuestra derecha, en el valle, el mar de nubes, estremecido por el viento, incuba a Chamonix, adormecido.

A la mañana siguiente, cuando llegamos al valle, la ceremonia del cementerio y la bendición de los piolets ya habían concluido; debería pagar una multa por llegar tarde. Por la tarde escalo en los Gaillands, haciendo una demostración de escalada en la fiesta de los guías.