El Piz Badile se encuentra en el circo de montañas más hermoso que pueda existir: el Val Bondasca, en el Tesino. Allí todo está maravillosamente distribuido, desde el fondo del valle hasta las cumbres, que son de un fino y claro granito. Mezcla de orden suizo y de fantasía italiana, Promontogno y Bondo son dos auténticos pueblos de montaña y no una de esas aglomeraciones híbridas y feas, con pretensiones de ciudad, como suelen ser muchas veces las estaciones de alpinismo y de esquí.
El camino que conduce a las cumbres se abre paso, lo mismo que el torrente, a través del espeso y oloroso bosque. Después de atravesar las gargantas, tapizadas de musgo, se accede a un vasto circo, un reino de paz. Allí no hay más rumor ni otro movimiento que el de los torrentes y cascadas, nacidos del vientre de los eternos glaciares, que corren como personas apresuradas en un mundo de silencio que vive al ritmo de las estaciones. Por aquí y por allá se abren, a cada lado del torrente, unos salvajes thalwegs, profundos y tortuosos, gastados y pulidos cada primavera por los aludes; entre los árboles que yacen caídos, cada verano resucitan arbustos. Un paisaje infinitamente romántico… Da gusto sentarse, mirar y respirar. El aire tiene un delicado aroma de verdor, de resina y de viento fresco. Allí el hombre lo olvida todo, incluso que ha venido para escalar.
El Piz Badile tiene una altitud modesta: 3308 metros. No le rodean amplios glaciares; las cumbres que le circundan no son majestuosas. Pero su cara nordeste presenta, en novecientos metros de desnivel, una pared lisa, recta, regular, que da una idea de cómo puede ser la perfección.
Como muchos otros macizos, el Piz Badile y las cumbres vecinas, Piz Cengalo, Pizzi Gemelli, Aiguilles de Sciora, son la frontera entre Suiza, al norte, e Italia, al sur. Al igual que en las Grandes Jorasses, las vertientes norte son tan duras como fáciles, soleadas y acogedoras son las vertientes sur.
También es Riccardo Cassin quien se siente atraído por la pared norte del Badile, después de sus grandes ascensiones en las Dolomitas de la Torre Trieste y de la cara norte de la Cima Ovest di Lavaredo. Después de haber venido una primera vez para estudiar la pared, Cassin y sus compañeros, Esposito y Ratti, la atacan el primer día de buen tiempo, el 13 de julio de 1937. A la vez que ellos, pero por un itinerario distinto en la base, dos jóvenes escaladores de Como, Molteni y Valsecchi, la atacan igualmente. Esta pared está muy codiciada. Por la noche, las dos cordadas se encuentran en la pequeña plataforma de vivac. Al día siguiente, Molteni y Valsecchi están cansados. Durante los días de lluvia que han precedido al ataque, han permanecido en el refugio Sciora en condiciones difíciles; durmiendo en el suelo de la cocina, porque no tienen la llave del dormitorio, y ahorrando las provisiones para atacar cuando fuera posible.
La noche del segundo día, los escaladores vivaquean al pie de la gran placa clara. La noche es muy dura porque se ha desencadenado una tormenta. Al día siguiente la roca está en malísimas condiciones. Finalmente, gracias a la tenacidad y a la prodigiosa resistencia de Cassin, de Esposito y de Ratti, los cinco alpinistas desembocan en la cumbre, el tercer día, a las cuatro de la tarde y en plena tormenta.
El regreso se realiza por la vía normal, en la vertiente italiana. Con buen tiempo es fácil, pero los remolinos de nieve, las ráfagas de viento helado y los elementos desencadenados hacen muy duro este descenso. Molteni muere de agotamiento casi enseguida. Los demás prosiguen trabajosamente, pero cuando llegan por fin a la última dificultad, una pequeña barrera de roca, la visibilidad es tan limitada que Cassin duda, busca el camino… Si consiguen atravesar o rodear la barrera, están salvados: el refugio Giannetti está muy próximo. Cassin se afana; se aleja un instante y vuelve. Los cuatro alpinistas están agrupados. Entonces Valsecchi, que no se había dado cuenta de la muerte de su compañero, busca a Molteni con la mirada. Se da cuenta de lo que ha sucedido, llora y muere.
Lo mismo que otras montañas, el Badile ha hecho pagar cara la victoria de los hombres. Durante doce años, se abandona la cara norte del Piz Badile: la gran dificultad, el alejamiento, el ambiente de la primera ascensión, hacen que los alpinistas se aparten de ella. ¿Por qué yo me sentía atraído por esa pared? Hay cosas que se encadenan, se suceden, se imponen. En el fondo, siempre existen el necesario deseo y el amor; el resto llega a su tiempo. Pero el fruto maduro hay que cogerlo. Resulta fácil y agradable juntar las manos para sentir el peso y el sabor de algo que llega en su momento. Esto sucedió con el Badile.
Como en 1945, en la Walker, volví a decidirme por un itinerario de Cassin, sin saber nada, o casi nada, del mismo: en la Walker no sabía nada; del Badile tenía un croquis, pero era un macizo extranjero, alejado y completamente desconocido para mí. Así, mejor que volver a sentirme Cassin al pie de las grandes paredes que ha escalado, tenía su deseo de conquista y su voluntad, pero también, y antes que cualquier otra cosa, su amor. Todo lo demás llegaría por añadidura: el placer de la escalada en todas sus formas, y la victoria.
A menudo he buscado, la víspera de una gran ascensión, y de modo particular en la Walker, sentirme alpinista-la-víspera-del-ataque-a-una-pared-virgen, para experimentar el placer duro y egoísta de la vía por descubrir; primero para vagar por el pie de las grandes placas, para contemplarlas mejor, con una especie de ternura, para adivinar las líneas, para conocerlas, para saber de ellas de antemano. Antes que nada hay que descubrir las cosas; luego, éstas tienen que hacerse. Y además, este año, el placer fue diferente. Hubo todo eso, pero no hubiera bastado. Mucho más que la escalada en sí (con un buen entrenamiento la técnica tiene respuesta para todo), había una cosa de esta ascensión que me gustaba: comprobar que era dueño de mi oficio y, además, ser testigo, durante tres días, de la felicidad de mi amigo Bernard en el Badile: «¡Ya está; podemos emprender la marcha!». En cualquier caso, una mirada lo paga todo: las largas noches de indecisión, en las cuales se ha tenido que separar penosamente el amor por la montaña de la dificultad de la ascensión y colocar sobre el tapete el deseo y la realidad, obligando a la conciencia a decidir fríamente: «¿Es razonable ir al espolón central con los cursillistas, o al Badile con Bernard, cuya experiencia alpina es tan escasa?».
Al principio no existía ninguna duda; era con Jean Deudon con quien debía ir. ¿El Badile? Qué hermoso pretexto para nuestra amistad. Habríamos ido, de igual a igual, nos habríamos mirado y luego enamorado de estas grandes placas; habríamos atacado, Jean hubiera cogido la gran mochila y, como es habitual, me habría dado paso con sus hombros, ¡qué buena base son sus hombros! Habríamos vivaqueado y, como siempre, habría caído sobre nosotros la lluvia y la tormenta; pero yo no me hubiera atrevido a decir nada y, como siempre, Jean no se hubiera quejado; simplemente me hubiera pedido cigarrillos para calentar su enorme corpachón, y puede ser que hubiera dicho: «¿Sabes?, en el campamento V del Hidden Peak…».
Al día siguiente emprenderíamos de nuevo la escalada, yendo de primero de cuerda a veces uno y a veces otro. Teniendo a mi lado al invulnerable Jean Deudon me hubiera sentido capaz de hacer séptimo u octavo grado. Pero el lluvioso verano ha cambiado nuestros planes: ha sido preciso esperar y luego escoger otro momento. Ya que Jean Deudon no puede venir, lo más natural es que vaya con Bernard Pierre. En Pascua, atravesábamos juntos las Aiguilles du Diable, y hace poco tiempo estábamos encordados los tres en la gran pared de la Aiguille de la Brenva.
Ayer por la noche, en la mesa, mientras reflexionábamos sobre el buen tiempo que se ha establecido desde hace tres días de este verano especialmente lluvioso, el deseo y la necesidad de una gran ascensión, incluso de una pequeña expedición, renacía en nosotros. Resulta divertida la efervescencia que reina en estas cenas. Estábamos desanimados, pero las estrellas volvieron, y salimos a mirarlas, esperando encontrar en ellas un mensaje. Volvimos a entrar, satisfechos, y apenas nos sentamos la inquietud nos invadió de nuevo: ¿siguen brillando todavía? Dormimos, felices, pero queriendo velar esas duras y frías estrellas que nos devuelven la vida. La noche es corta, y alegre el despertar ante un buen tiempo asegurado.
¡Podremos salir! Esta mañana tengo que subir la cara del Brévent, y por la tarde debo acompañar a unos clientes a los Gaillands. Como siempre, después de llenar mi mochila, corro hacia el teleférico, y más tarde, aunque compruebe que el cliente no va bien, sigo de buen humor. Sin embargo, la buena señal es que este cliente que duda viene en este preciso momento para anunciar el buen tiempo.
Bernard ha preparado las mochilas y el coche nos espera. ¡Adiós Clochetons, Brévent, Gaillands, que recorro desde hace ocho días bajo aguaceros! Siento hacia vosotros un agradecimiento mezclado con una pizca de menosprecio. Son las cinco y nos marchamos. Aún no sabemos dónde dormiremos, pero esto no tiene ninguna importancia cuando uno se siente feliz. Tampoco sabemos dónde vivaquearemos dentro de dos o tres días, cuando estemos en mitad de la pared.
Anoche sólo hablamos de la arista Furggen del Cervino. Ni siquiera pronunciamos el nombre del Badile; Promontogno está demasiado lejos y el buen tiempo acaba de empezar. Pero esta mañana, al despertarme, me siento bondadoso, alegre y distraído; vuelve a insinuarse el proyecto del invierno: el Badile.
¿Quién ha bautizado las montañas? Acabamos de pasar quince días en las Dolomitas, y los nombres bien pronunciados nos causan deseos. Promontogno, Sciora y Badile resuenan en nuestra cabeza y nos persiguen. Una conquista vuelve a poner todo en juego y plantea nuevos problemas. Es así de simple: la arista Furggen —que ya ha sido escalada— no es más que un hermoso recuerdo.
En Viége nos decidimos. No dejamos el valle del Ródano y proseguimos hacia el este, a lo largo de las grandes rectas de álamos. A mi lado siento a Bernard, lleno de deseo, como corresponde al día anterior a una gran batalla.
El refugio se ha quemado durante la guerra; dormiremos entre las recias sábanas de hilo de la pensión Sciora. Esta pensión tiene un aspecto de vieja posada bien cuidada. Esta mañana, a las tres y media, la corpulenta y graciosa patrona nos trae los bocadillos de jamón y nos grita buona fortuna, antes de cerrarnos en las narices la enorme puerta con una mano.
Un obrero del futuro refugio nos acompaña durante la marcha de aproximación; con la linterna en la mano, nos enseña el camino que sigue cada día. Pienso en Cassin, que subía a descubrir esta pared, hace ya once años. Cuando llegamos al pie de la pared son las ocho y media. A la derecha identificamos el ataque de los Comasques; durante un momento sentimos la tentación de ir más hacia la izquierda, al pie del gran corredor central, pero el sol calienta la parte alta de la pared y provoca desprendimientos de piedras que ennegrecen el pequeño glaciar. Nos encordamos y repartimos la carga. Siempre que podamos, yo subiré con una mochila muy ligera y Bernard con una muy pesada.
El glaciar está muy bajo, y las placas de ataque, muy lisas; buscamos el puente de nieve, lo encontramos, y en el momento de desempeñar su función se desmorona, para entretenimiento del porteador, que se ha quedado allí para vernos atacar. El comienzo es muy delicado. Finalmente, me subo sobre los hombros de Bernard, que se reúne luego conmigo, y seguimos juntos la gran vira hasta el primer diedro. Éste nos sorprende; todo ha sido muy fácil hasta entonces. Lo escalamos y seguimos otras viras que nos llevan hacia la izquierda, al pie de un gran bloque desprendido de la pared. Ése es el auténtico comienzo. Allí empieza el Piz Badile. Al principio es repelente. Sin embargo, un poco más arriba, un pitón me indica el camino. Mientras Bernard me pasa el material, miro estos diedros estirados en diagonales ascendentes hacia la izquierda: uno plano en forma de techo, y otro abombado, casi vertical, hundiéndose cincuenta metros por debajo. No puedo dejar de pensar otra vez en Cassin al llegar aquí, recordando que emprendió esta atractiva escalada, repentinamente convertida en dificilísima, con la misma naturalidad con que acababa de subir por las fáciles repisas.
Sin duda los escaladores de las Dolomitas tienen mucha suerte de haber aprendido a esperarse cualquier cosa constantemente y de tener un estado de ánimo que acepta cualquier cosa y tolera todo lo que pase: los diedros que echan para atrás y los techos que impiden el paso, las travesías seguidas de rápeles, la falta de puntos de reunión y las reuniones de clavos, los pasajes por donde se avanza a diez metros por hora, los que sólo pueden solucionarse con un péndulo y los que se atacan, aunque no se vea más allá de cinco metros. Sin embargo, al llegar a las Dolomitas hay una cosa que sorprende y que decepciona un poco: estas placas, estos diedros de hermoso granito, son menos verticales y menos expuestos que las placas y los diedros calcáreos; a pesar de esto resulta imposible escalarlos sin clavos; la roca es demasiado compacta y no hay presas, ni siquiera pequeñas. ¿Dónde están los volados de treinta metros del Sass Pordoi o del Spigolo Giallo, donde la cuerda colgaba sin tocar la roca? Los estribos aquí no quedan colgados, sino que se apoyan contra la placa. Pero eso sí, este diedro resulta difícil porque hay que poner los clavos con la mano izquierda y los cortes de la roca están todos invertidos. Hay que fiarse de un clavo colocado al revés, luego de otro que está cabeza abajo, y esto resulta desagradable; este pitonaje es largo, fatigante, y no me gusta.
No es sólo la falta de repisas fáciles y el tener que contar con que el regreso sería casi imposible a lo largo de estos diedros oblicuos, es que me parece descubrir cierta inutilidad en mi acción de colocar clavos. Escalando este diedro, adelanto diez metros por hora en esta pared de novecientos, lo que me resulta ridículo. Puede entenderse el clavar clavos por clavar en la placa de la cara este del Crocodile, pero hoy, con un tiempo tan hermoso, es tonto pasar el rato poniendo una hilera de clavitos. Y sin embargo —tal vez por las cosas de la técnica—, escojo, entre mis «trastos», el pitón adecuado, lo fijo en la roca, lo escucho cantar y confío mi cuerpo, con todo lo que encierra de amor y de esperanza, a este pedacito de hierro… Acabo de ganar un metro, me agacho para franquear el ángulo del diedro —que de oblicuo se convierte en recto—, luego me estiro para ganar veinte centímetros y encuentro una fisura para un ángulo «extraplano». Lo clavo y gracias a los estribos gano dos metros más. Ya no veo a Bernard, pero éste puede darse cuenta de mi avance por el ruido de los clavos y el pequeño movimiento de las cuerdas.
Entre mis piernas, las placas huyen, y aunque no son completamente verticales, cien metros más abajo se abomban como un trampolín. Gracias a algunas presas continúo más rápidamente en escalada libre y llego a la reunión. Izo la mochila grande con la tercera cuerda, mientras Bernard escala con la pequeña. Noto que sube, por las sacudidas de la cuerda. Con mucha fatiga y acrobacia mi compañero recupera los clavos y me los trae. Estos pedazos de hierro son, al menos, la excusa para una sonrisa cuando el segundo se los entrega al primero. Con la chatarra, y alentado por una sonrisa, puedo volver a marcharme y clavar los pitones que sean necesarios.
Siguiendo otros diedros y otras placas, llegamos al vivac de los italianos, pero no nos detenemos. El itinerario atraviesa en diagonal muy ascendente hacia la izquierda, por unas bonitas placas con presas pequeñas pero sólidas: bella escalada libre y exterior, donde todo es placer. De reunión en reunión, de largo de cuerda en largo de cuerda, llegamos al nevero situado a media altura de la pared y de sus cornisas. Aquí, el Badile parece descansar para erguirse después con más brío.
Son las seis y cuarto de la tarde. Dejo la mochila y salgo de exploración. Estas inmensas placas lisas tienen poco relieve y debajo de nosotros todo es tan desplomado que nos preguntamos bajo qué techo se guarecería Cassin. Igual que al iniciar el ataque, me tienta el gran corredor central, ochenta metros a la izquierda, pero las piedras, los pedazos de hielo y la cascada, que se precipita desde arriba a una velocidad endiablada, me hacen olvidarlo. Atravieso la pared y encuentro el diedro de Cassin, dominado por un enorme desplome: ésta es la vía. Pero esta noche sólo haremos un reconocimiento; ahora son las seis y media (estamos a 28 de agosto, en una pared donde no llegan las últimas luces del día), demasiado tarde para acometer este resalte. Escalo los treinta primeros metros, que son muy duros, equipo el paso y vuelvo a reunirme con Bernard. Son las siete y media; la noche se acerca. Bajamos unos veinte metros más y preparamos el vivac. Hace bueno, pero frío. A pesar de la oscuridad que se acerca, no apresuramos demasiado nuestra instalación para evitar que la noche se alargue demasiado; clavamos el pitón de anclaje, nos colocamos las chaquetas de pluma. Desplegamos con cuidado los cagoules[10], que la noche anterior habíamos pensado no traer, encendemos el farolillo y ponemos el fogón de alcohol en marcha; ahora, en las placas del Badile viven dos hombres.
Después de todos estos preparativos, miramos nuestros relojes: no son más que las ocho. Es el principio de una noche de inactividad y de insomnio. Encogidos por el frío, colgados del Badile por un clavo, como un cuadro en la pared, hemos de esperar la llegada del sol. El cielo es tan bonito como un traje de noche.
El alba en la montaña es siempre muy fría y lenta en llegar. El sol se pasea unos cien metros sobre nuestras cabezas, pero dada la orientación nordeste de la pared, ningún rayo llega hasta nosotros. Vamos a su encuentro. El nevero está duro y el agua de fusión se ha verglaseado. Son las ocho de la mañana y estamos al pie del diedro. Helado de frío, escalo bruscamente por la cuerda instalada el día anterior. Al cabo de diez metros alcanzo la roca blanca y calentada por el sol; la vitalidad, que parece encogida en mi interior, renace nuevamente. Mis movimientos se perfeccionan. Procuro apresurarme; abajo, Bernard sigue tiritando. Llego rápidamente a la reunión y le hago subir, luego le paso las cuerdas y continúo.
Ayer nos sorprendían los diedros, ahora quedo maravillado por la audacia del itinerario. Este resalte es vertical como una pared caliza. La escalada es todo lo aérea que se puede desear. Hay justo lo que un hombre necesita para poder seguir avanzando. No escalamos placas, sino una placa inmensa, en la que poco habría que cambiar para que fuera perfecta. Nos entregamos por completo al placer de escalar. Sin darme cuenta, siento vagamente que al subir por esta pared del Badile descubro un sentido a nuestra ascensión. No es la proximidad de la cumbre ni la escalada en sí misma lo que nos llena de alegría y serenidad, sino la sensación de que nuestras cabezas y nuestros músculos cumplen un deber para el cual han sido hechos y preparados. Nos hallamos en el lugar que nos corresponde.
¡Cuánto debió de gozar Cassin al trazar la vía por esta muralla! La certeza de pasar por todas partes debió de darle la fuerza para vencer el temor que provoca, cuando se levanta la cabeza, la barrera de techos. Llegar a ella ya resulta difícil… Subimos por una hendidura apenas marcada. Alrededor, no hay más que un bloque monolítico, hasta el momento en que se choca con el desplome. Entonces hay que colgarse de los clavos colocados del revés y de los estribos que flotan en el vacío para atravesar horizontalmente hacia la izquierda, debajo del techo, y alcanzar el siguiente diedro. Esto casi resulta sencillo porque no hay otro camino que escoger. El diedro es largo y difícil. Las cuerdas se deslizan con dificultad, frenadas por el techo. La salida es delicada, sobre presas redondeadas, y los treinta metros de nuestra cuerda sólo me permiten alcanzar un pequeño rellano que sirve de reunión. Y la eterna tarea: izar las mochilas. Luego Bernard se pone en camino. ¡Cuántas acrobacias debe hacer para recuperar los clavos! Pronto emerge junto a mí y me tiende, como un preciado trofeo, el material, que volveremos a usar.
Aquí la amplitud de la pared es formidable, acentuada aún más por la altura ganada. Después de un muro delicado y una fisura horizontal, alcanzo un rellano minúsculo en el que vivaquearon los italianos por segunda vez. Ya hemos escalado el gran resalte. Por encima de nosotros la gran placa clara, perfectamente reconocible. A la derecha, el principio de la fisura.
Es mediodía. Nos detenemos para comer un poco en esta plataforma, pobre en recuerdos. En otros sitios los clavos son la huella del hombre, pero estos emplazamientos de vivac están llenos de alegría o de gravedad. Aquí los hombres cantaron porque tenían frío… Sin tener hambre, sólo porque sus fuerzas se consumían, comieron un poco antes de abandonar esta placa que una noche calentaron. No nos entretengamos: el cielo se nubla y se oscurece. Tomamos la fisura que, más arriba, se ensancha, convirtiéndose en canal, para acabar en la arista norte. Sin ser difícil, la escalada es delicada: fisura y canal están bañadas por una capa de agua que se escurre de los neveros superiores. Subimos con precaución, pero es preciso apresurarse. El mal tiempo, que suele acompañar a las grandes empresas, parece dar señales de vida: las nubes están más bajas, la luz se apaga, las rocas no tienen relieve. Entonces me oprime la angustia de que nos sorprenda una tormenta en esta garganta, porque la capa de agua se transformaría en cascada. El miedo me da alas. Escalo deprisa, muy deprisa, un poco salvajemente. Detrás de mí las cuerdas pesan por el agua que transportan. En la parte alta la canal está atravesada por difíciles paredes verticales; hay que emplearse a fondo. La roca está resbaladiza bajo la película de agua. Llueve, pero, sobre todo, tenemos la impresión de avanzar dentro de un baño de vapor inmóvil, helado, tangible, difícil de romper. Esta parte ya no tiene nada de etérea, pero a pesar de esto me siento tan ligero como si me hubiera despojado de una caja pesada: llego incluso a correr un poco sobre la roca. Un chorro de agua se desliza de las presas a las que me agarro, se insinúa a lo largo del brazo y me hiela hasta el hombro. El hombro ya se había empapado con las cuerdas mientras aseguraba a Bernard. Éste escala muy deprisa. Cogemos altura rápidamente. Pero este corredor, que desde el vivac de Cassin parece tan corto, tiene una longitud de doscientos metros: siete u ocho largos de cuerda, ¡cuánta cuerda para recuperar!
Por suerte, ha aclarado un poco, y hay que aprovecharlo. Pero la parte alta es más tiesa y debo colocar clavos, lo que me hace perder tiempo. Estoy completamente lúcido, a pesar de mi angustia y mi exaltación; tengo miedo de la tormenta, mis fuerzas se multiplican y oigo cantar al clavo que necesito. Bernard sube con su gran mochila, y además con la mía. Cuando, para ir más aprisa, sube por la cuerda saturada de agua, una fuentecita se desliza por sus mangas. «Si me viera mi madre…», me dice.
La escampada dura poco y la lluvia vuelve a caer con más intensidad. Felizmente, termino la escalada del último resalte y pongo los pies en un rellano. Mientras aseguro a Bernard, voy estudiando el terreno, pero la visibilidad está limitada a algunos metros. Intuyo que nos hallamos en el nivel de la vira que ha de seguirse hacia la izquierda, al salir del corredor. Sin embargo, resulta tentador proseguir en línea recta para salir a la arista norte. Pensamos en Cassin, retrasado por condiciones desfavorables, por su larga cordada, y que no quiso renunciar a la pared. Tememos que con el mal tiempo este corredor se convierta en una trampa y dudamos un instante, antes de empezar a seguir la vira apenas marcada, pero finalmente la proximidad de una gran tormenta nos hace temer mucho la cascada. No son más que las cinco de la tarde, tendríamos el tiempo justo para llegar a la cumbre esta noche. Atravieso veinticinco metros. La repisa se ensancha, pero está obstruida por la nieve. La tormenta estalla con violencia. Bernard se reúne conmigo. Los rayos caen muy cerca de nosotros. No hay ningún saliente, así que coloco un pitón. Nos ponemos los cagoules y, ante la imposibilidad de proseguir, esperamos para ver qué va a pasar. La situación se pone fea. Está muy oscuro y una densa lluvia cae sobre nosotros. Con un estruendo que se repite constantemente los rayos caen muy cerca, deslumbrándonos con su insana y vívida claridad, que hiere los ojos. Estamos calados hasta los huesos y sentimos frío. Bernard mira su reloj: son las seis. Esta noche también dormiremos en la pared. Entonces empieza la interminable espera. Si escampase diez minutos, ese tiempo nos bastaría para avanzar un poco hacia la cumbre. Pero no es esto lo que deseamos de momento, sino movernos un poco, hacer algo que no sea sólo esperar, mientras estamos anclados a nuestro pitón. Tenemos los músculos duros y fríos. Esta inactividad nos destruye lentamente. Somos escaladores, estamos hechos para escalar, y no para permanecer horas y horas postrados bajo la tormenta. Escalaríamos cualquier cosa, una chimenea, una fisura, una placa. Escalar…, sencillamente escalar, movernos, enderezarnos. Si yo escalase, Bernard sentiría deslizarse entre sus dedos la cuerda de nailon mojada. Hacer solamente un largo de cuerda, como de costumbre. No es un capricho, esto nos sentaría muy bien: lo que sentimos es casi una necesidad. Entonces, al llegar arriba le diría a Bernard: «Estoy en la reunión. Sube», y él cogería las dos mochilas, sin decir que eran pesadas. Estaría satisfecho de salir de esta vira… Pero en este momento ese sueño no es posible. Son las siete y media y se ha despejado. Ahora se hace de noche. Esta vira nos pertenece. A nuestro alrededor continúan las descargas eléctricas. De vez en cuando graniza. Bernard mira su reloj; los rayos caen cada tres minutos, asustándonos siempre. El alpinista puede luchar contra el viento, que abate y le duerme lentamente, contra el frío, que le acobarda y paraliza la sangre, contra la nieve, que quema y siembra la muerte; puede luchar contra todo eso para no perder la vida, pero el rayo te deja seco de golpe, y mientras lo vernos blanquear la noche durante un segundo, nos apretujamos contra la roca, como endebles sombras de vida. Cómo deseo que llegue esa nieve que cae después de las tormentas, cuando éstas se han calmado, la que lo cubre todo apaciblemente. Me acuerdo perfectamente: fue hace dos años, con René Mallieux. La tormenta nos sorprendió mientras tirábamos el rápel de la Aiguille de Roc —a las seis de la tarde, a finales de septiembre—, y nos vimos obligados a vivaquear en la brecha. Había nevado toda la noche. Estábamos mojados, pasmados de frío; la nievecilla se filtraba por todas partes. En primer lugar era preciso no dormirse. Luego, de vez en cuando, tenía que sacar la mano para barrer la nieve, que nos cubría como un abrigo. Al amanecer, cincuenta centímetros de nieve reciente lo cubrían todo. Metía la mano medio helada en mi bolsillo, mojado por la nieve derretida, y dudaba si sacarla de nuevo. Pero me decía: «De nosotros dos, el guía soy yo; y el guía debe ser invulnerable». Entonces sabía que no se me helarían los dedos, pero ante el rayo me siento desvalido e impotente.
El frío nos atraviesa cada vez más. Para no permanecer inactivos decidimos hacer té. Sacamos el hornillo, lo instalamos como podemos entre ambos, echamos alcohol en el interior del paraviento y llenamos de nieve el recipiente. Todo esto es sólo un juego de niños. En cuanto encendemos las cerillas, el viento las apaga de inmediato, y si alguna prende el alcohol, es éste el que se apaga. Una vez agotadas todas las cerillas, nos quedamos atontados ante nuestro inútil hornillo. Bernard saca unos cigarrillos para matar el tiempo. Pero como ya no tenemos cerillas nos quedamos con las ganas de fumar. Los relámpagos van espaciándose. Tenemos la impresión de que la tormenta se desplaza y sube hacia el Bernina, iluminando de un modo extraño el lago de Silvaplana. Desdoblamos nuestras piernas, las estiramos y las dejamos colgar en el vacío. Hace muchísimo rato que estamos acurrucados contra esta roca, sobre esta estrecha repisa, sin movernos. Debajo de nosotros, en línea recta, las placas del Badile. Bernard deja caer un guante sin querer. Vuelve a caer un poco de granizo. Comemos un poco. A lo lejos, los relámpagos caen sobre Saint-Moritz.
Cuando los rayos se alejan, hacemos proyectos. Mañana… Llueve todavía y estamos tiritando, pero ya pensamos en mañana. Si la roca no está demasiado mojada… Si un rayo de sol… Todavía nos falta la travesía, muy expuesta, que Cassin marca en su croquis. Debemos tomar algunas precauciones para no encontrarnos en un estado de inferioridad cuando llegue el momento de volver a emprender la escalada; movemos los pies dentro de las botas y nos friccionamos un poco. Pero toda nuestra ropa, hasta la camisa, chorrea agua: la lluvia, templada al contacto de la piel, se convierte, al parar el viento en una coraza de hielo. Los rayos y truenos se han alejado y oímos el ruido de las piedras que se precipitan frente a nosotros por la pared del Piz Cengalo. Pero ya no son los fuegos artificiales de la noche anterior: era tan bonita esa lluvia de centellas en medio de la noche. Instintivamente hemos escondido la cabeza entre los hombros, doblado nuestras piernas junto al pecho y contenido la respiración. Relámpagos, otra vez. El rayo blanquea la roca a nuestro alrededor. He visto la lluvia, blanca como la leche, la espalda redonda de Bernard, su brillante cagoule. Primero, he oído un ruido suave, como si se arrugara papel de seda, y enseguida el estruendo ensordecedor del trueno. Todo el circo se conmueve; el eco rueda de muralla en muralla. Sólo había sido una tregua. Tengo miedo y me siento desvalido. Los rayos caen, restallan y nos rodean con su luz y su ruido. Bernard me dice la hora; aún no es medianoche. Hace ya seis horas que dura esto. En cuanto vuelve a reinar la noche, que descansa los ojos, relajando la crispación de nuestros desmirriados cuerpos, haciendo perder un poco el miedo, una nueva bola de fuego rebota sobre la roca.
Muchas otras veces hemos soportado los rayos, hemos sido sacudidos, agitados, e incluso estado a punto de despeñarnos, pero teníamos esperanza de poder huir. Saltar de roca en roca a través de las placas de nieve, instalar los rápeles y bajar a toda velocidad, perder altura lo más aprisa posible, hacer los movimientos precisos en un tiempo determinado; esto resultaba casi embriagador. Pero esta noche no podemos movernos, debemos conformarnos con hacer acto de presencia, clavados en el sitio. Parece que esta noche no va a acabar nunca.
Al amanecer, calmada la tormenta, hacemos la travesía horizontal de la que habla Cassin en su nota. Luego dos rápeles nos depositan en el gran corredor central. Desde allí, una arista poco marcada, protegida de la caída de piedras, nos conduce a la cumbre. Es mediodía. Allí encontramos a dos alpinistas italianos que han subido por la vía normal de la vertiente sur. Después de tanta lucha, esta presencia humana nos hace felices. Todo parece tener un nuevo sabor, la roca, el sol, los hombres, los colores, el tabaco y una naranja que nos ofrecen. Recorremos el macizo con la mirada. El tiempo vuelve a estar despejado y las montañas vuelven a ser acogedoras. Luego bajamos alegremente, todos juntos, por la vía normal hacia el refugio Giannetti.
He obtenido la mejor recompensa. He vencido al Badile como guía, desde luego; pero sobre todo —y es lo que tiene mayor valor de mi profesión— he podido comprobar que la confianza depositada en mi compañero estaba justificada. El guía no sería lo que es si no hiciera esto; Bernard, que empezó hace dos años, supo estar a la altura en las placas del Badile.