¿La cara norte de las Grandes Jorasses? Es difícil y, sobre todo, hermosa. Está construida como una catedral, tiene una altura de mil doscientos metros, una anchura de mil quinientos y culmina a cuatro mil doscientos metros. Bajo ella el glaciar se retuerce como una cinta. Erguida al fondo de un amplio circo glaciar, no es visible desde el valle; pero como es atractiva, se sube para verla. El turista que va al refugio del Couvercle la descubre, majestuosa, a medida que escala los Égralets. Desde la Aiguille du Moine o la Aiguille Verte, el alpinista la contempla en toda su grandeza: un bloque de granito leonado y gris, como cuatro torres Eiffel. Maciza y bien labrada, tiene mucha energía a pesar de su peso: su cresta se yergue en el cielo. Parece vivir. No es piedra gastada, muerta, opaca, que se desmorona. Al contrario, se endereza mientras hunde sus raíces bajo el glaciar de Leschaux, en el planeta cálido y lleno de vida.
¡Cuántas noches he pasado contemplándola, desde la terraza del refugio del Couvercle, a la hora en que el sol poniente ilumina sólo las altas cumbres! Mientras en el valle reina la noche y oscurece en media montaña, allí arriba aún quedan rescoldos, el fuego fermenta y, en pocos momentos, la cara norte de las Grandes Jorasses se incendia. Abajo todo está tranquilo y glacial. La frescura se eleva por las canales, y los últimos rayos, estremecidos de frío, huyen lentamente de la pared para después abandonarla en la noche. Entonces, llega un tiempo muerto en el que la vida parece suspendida; los débiles ruidos no son más que murmullos. Pero después de esta vacilación, empieza otra nueva vida: una a una las estrellas revientan la gran bóveda, palpitan, centellean y reinan, innumerables y fraternales.
Hace frío; todo se resquebraja y se acurruca. Como otros montañeros, me encuentro en la terraza del refugio y, aunque conozco el espectáculo de memoria, estoy muy atento y un poco emocionado. ¡El misterio de la piedra y de la noche! Luego, mientras la tierra gira y los hombres duermen, a algunos de ellos se les aparece en sueños la gran cara norte.
Como la mayoría de las otras montañas, las Grandes Jorasses fueron escaladas por primera vez por la cara sur, soleada y acogedora. La cresta cimera, de cerca de un kilómetro y situada a más de cuatro mil metros, tiene diferentes puntas: Young (4000 metros), Margarita (4065 metros), Michel Croz[4] (4108 metros), Whymper (4196 metros) y la cumbre, la Punta Walker (4208 metros). Cada nombre es una etapa de la difícil conquista de esta montaña.
Después de la cara sur, se atacaron las aristas; la arista de las Golondrinas, limpia como una parábola, no fue escalada hasta el año 1927, por los italianos Matteoda, Ravelli y Rivetti, conducidos por los guías Adolphe Rey y Alphonse Chenoz. Pero la cara norte permanecía virgen. Los asaltos se fueron multiplicando. Por momentos, la gran pared se convertía en un desafío, y tras haber inspirado el deseo, después provocó el temor, y finalmente ¡el terror! Los mejores alpinistas rondaban a sus pies: con guías, sin guías, ingleses, alemanes, austriacos, italianos, suizos, franceses… Muchos murieron allí.
G. Winthrop Young y Joseph Knubel habían hecho ya una exploración en el año 1907. Fueron los primeros en sentir la gran tentación de escalar la más hermosa cara norte de todos los Alpes. Pero las verdaderas tentativas empezaron en 1928, a lo largo del espolón de la Punta Walker. Gasparotto, Rand Herron[5] y Zanetti, conducidos por Armand Charlet y Evariste Croux, se elevaron hasta el pie de la primera barrera de placas, a unos tres mil trescientos metros.
Después de una interrupción de tres años, las tentativas se reanudaron en 1931, y se hicieron sistemáticas, hasta alcanzar el éxito. El 1 de julio, dos alemanes, Heckmair y Kroner, intentaron subir por el corredor central. Algunos días después, otros dos alemanes, Brehm y Rittler, salieron en la misma dirección, pero, arrastrados aparentemente por un desprendimiento de piedras o por algún alud, cayeron y se mataron. Sus cuerpos fueron hallados una semana más tarde por Heckmair y Kroner, que atacaban de nuevo.
La cara norte de las Grandes Jorasses se convirtió en la ascensión más codiciada, y los mejores alpinistas del momento desfilaron por el refugio Leschaux, que preside el circo de las Jorasses, para lanzarse al ataque de la pared: los alemanes Franz Schmid, vencedor de la cara norte del Cervino; Steinauer, Welzenbach[6]; los italianos Binel y Crétier, Boccalatte y Chabod, Carrel y Maquignaz; los franceses Dilleman y Couturier, conducidos por Armand Charlet. Ninguna de estas cordadas logró atravesar la primera barrera de placas.
En 1933 se intentó un nuevo itinerario; abandonando el Espolón Walker, los italianos Gervasutti[7] y Zanetti se elevaron hasta tres mil quinientos metros sobre el Espolón Central, que desemboca en la Punta Michel Croz. Un año después, el 5 de julio de 1934, Armand Charlet y Robert Gréloz alcanzaron los tres mil seiscientos metros en el mismo espolón durante una tentativa que tuvo cierta repercusión.
Apenas Charlet y Gréloz descendieron, atacaron los suizos Loulou Boulaz, una mujercita de aspecto frágil y voluntad excepcional, y Raymond Lamberts.[8] Luego les tocó el turno a los alemanes Meier y Steinauer. El 30 de julio, cuatro cordadas consecutivas se hallaban escalonadas en el espolón: una cordada francesa, muy rápida, formada por Armand Charlet y Fernand Belin; una cordada italiana: Gervasutti (que había abierto la vía el año anterior) y Chabod; una cordada austriaca y una cordada alemana: Peters y Haringer. Ante las condiciones poco favorables y la meteorología dudosa, todos los alpinistas abandonaron, salvo los alemanes. Pero después de haber franqueado el principal obstáculo, un resalte vertical, debieron, también, dar media vuelta. En el curso del descenso, que se había tornado muy peligroso a causa de la nieve fresca y el verglás, Haringer resbaló en el hielo y cayó sobre el glaciar, quinientos metros más abajo. Peters regresó solo a Chamonix, después de haber pasado cinco días y cuatro noches en la pared. En el lugar de Peters, cualquier otro hubiera renunciado, pero al año siguiente fue el primero en asediar la pared. Meier reemplazaba a Haringer. Después de una tentativa detenida por las caídas de piedras, los dos alemanes lograron la gran primera el 28 y 29 de junio de 1935. Algunos días después la ascensión fue repetida, primero por Gervasutti y Chabod, Loulou Boulaz y Raymond Lambert, y después por Messner y Steinauer.
Se había dado un gran paso en la conquista de la cara norte de las Grandes Jorasses, pero el auténtico problema aún no estaba resuelto. La Punta Michel Croz (4108 metros), donde desemboca el Espolón Central, sólo es una de las puntas de la arista cimera, mientras que la cumbre de las Grandes Jórasses es la Punta Walker (4208 metros). Y el sueño de una vía directa, elegante, que uniera sin interrupciones el glaciar y la cumbre, se apoderó de nuevo de los alpinistas. Las tentativas se reanudaron. El mejor escalador francés, Pierre Allain, efectuó un reconocimiento con Édouard Frendo, en 1937, y una tentativa con Jean Leininger al año siguiente. En 1935 había conseguido realizar la primera ascensión de la cara norte de los Drus en compañía de Raymond Leininger; el Espolón Walker era la continuación lógica, a la medida de las cualidades de Pierre. De hecho, fue el primero en conseguir franquear la primera barrera de placas que había detenido todas las tentativas, pero después de dominar este obstáculo, renunció. Era el 1 de agosto de 1938.
El mismo día, tres alpinistas italianos, desconocidos en los Alpes occidentales, pero que habían realizado grandes primeras en las Dolomitas, atravesaban la frontera por el Col du Géant (3370 metros), bajaban por la vertiente francesa del macizo del Mont Blanc, se detenían en el refugio del Réquin y preguntaban sin rodeos al guarda:
—Por favor, ¿dónde se encuentra la cara norte de las Grandes Jorasses?
Sorprendido, y después bromeando, al tomar a los italianos por unos graciosos, el hombre les indicó con un vago gesto:
—Es por allí.
Dos noches después el guarda del refugio del Couvercle creía soñar, viendo una lucecita a tres mil cuatrocientos metros, en el Espolón Walker, y, en la noche siguiente, la misma lucecita situada cuatrocientos metros más arriba, en el tercio superior de la pared. Los alpinistas pasaron la tercera noche en la cumbre, envueltos por una tormenta. De este modo, sin bombo ni platillos, los italianos Riccardo Cassin, Esposito y Tizzoni, gracias a su voluntad, su decisión y su moderna técnica, acababan de realizar la primera ascensión por la vía directa de la cara norte las Grandes Jorasses: la ascensión más hermosa de todos los Alpes.
En esos mismos días de agosto del año 1938, tuve la suerte de ir por primera vez a la alta montaña; me sentía tan feliz por celebrar mis diecisiete años en los Écrins y en la Meije que no deseaba nada más. Pero durante los veranos siguientes, después de haber realizado varias ascensiones y algunos recorridos excepcionales, el proyecto más hermoso se instaló en la cabeza de este escalador entusiasta: ir a la cara norte de las Grandes Jorasses. Para un muchacho, tener un proyecto es algo maravilloso y, tal vez, indispensable. Sin duda, la Punta Walker es una gran cumbre y su ascensión por el Espolón Norte la más dura de todos los Alpes, pero estas definiciones son meras fórmulas. Para mí ésta es la montaña de mis sueños, y esta ascensión la ilusión de mi juventud.
Qué extraña velada la que pasamos esta noche en el pequeño refugio de Leschaux, al pie de la cara norte, cumpliendo un deseo largamente codiciado, para el que nos habíamos preparado día a día. Con los ojos completamente abiertos en la oscuridad, tendidos sobre las literas, esperamos la liberación del amanecer.
En el momento de partir, mi compañero Édouard Frendo parece despreocupado, pero sé que está ansioso: ya ha hecho varias tentativas de ascensión. Yo, que lo ignoro todo, simplemente me siento inquieto por la espera. No consigo conciliar el sueño. Con mi inquietud se mezcla el recuerdo de mi primera noche en alta montaña y de mi primera ascensión, seis años antes. Extraño parentesco. Era como una especie de bautismo. Vivaqueábamos al aire libre, bajo las estrellas, en el Col des Avalanches; al día siguiente iríamos a hacer la Barre des Écrins, con la que soñaba desde hacía años. Yo tenía diecisiete años y era frágil, pero a pesar del frío y de la tensión me quedé dormido.
Hoy ya no soy tan frágil. En mi cabeza y en mi cuerpo siento ese vigor que necesitaba para vivir allí abajo, en el valle; seguro que lo sentiré fluir por todo mi ser en los próximos días, en los que escalaremos sin descanso. Muchas veces, abajo, he oído pronunciar la palabra inutilidad, refiriéndose al alpinismo, y yo contestaba: «No podéis entenderlo». A veces me preguntaban si me sentía realizado, al ser tan feliz.
Hace muy poco era todavía un chiquillo. Paseaba mi despreocupación, pero también deseaba una revelación. A los diecisiete años me preparaba para afrontar la alta montaña, que había podido ver a medias cuatro años antes, gracias a una escapada. Saliendo de Ailefroide, donde estaba de vacaciones, había seguido a cierta distancia, y sin decirles nada, a tres alpinistas que subían al refugio Caron. Así pude echar una mirada a la Barre des Écrins. Por primera vez en mi vida estaba frente a una gran cumbre.
Por la noche regresé corriendo al valle. Los niños se prometen cosas imposibles. Yo debí esperar cuatro años, ¡con una enorme impaciencia!
Había escalado ya algunas rocas —todos los chiquillos escalan para jugar—, pero nunca en una montaña de verdad (este de verdad entrañaba ya el deseo). La arista de los Écrins, de cuatro mil metros, no era solamente una cumbre marcada en un mapa; también ocupaba el espíritu de un muchacho.
Yo no decía nada a mi madre, por miedo a que se opusiera a mis proyectos, pero ella me encontraba distraído: estaba lleno de oscuros anhelos. Tenía la edad de los entusiasmos que impulsan, la edad en que se crece demasiado deprisa dentro de trajes siempre demasiado cortos. Por fin, un día, por medio de bastantes astucias, conocí a un alpinista: Henri Moulin. Escondía su extraordinaria bondad tras un recio cuerpo y un gran vozarrón. Mis primeras visitas no fueron completamente desinteresadas, entre otras ascensiones, Moulin había hecho los Écrins. Rápidamente se convirtió en un amigo y en una especie de hermano mayor. Recuerdo que después de varias conversaciones, un día me dijo:
—El año que viene podríamos subir juntos la Barre des Écrins, y tal vez la Meije.
Me sonrojé de felicidad. Cuando salí de su casa, completamente entregado a mi sueño, no existía nada a mi alrededor. A los diecisiete años, los Écrins representaban para mí el mayor atractivo de la vida. Leí y releí varias veces todo lo que pude encontrar sobre aquella venerable montaña, y no me atrevía a volver a casa de Moulin por miedo a que hubiera cambiado de opinión. Viví una primavera de temor y de alegría pensando en el verano que se aproximaba. Confeccionaba programas que un momento después me parecían castillos de naipes. Limitaba mis ambiciones a un proyecto accesible, pero bastaba una tormenta en el día de la ascensión o que la nieve no se hubiera helado durante la noche, para que el proyecto quedase fuera de nuestro alcance. Una tarde no pude contenerme más y corrí a casa de Moulin.
—Siéntate. ¿Qué es lo que te preocupa?
—Me preocupa todo. Estoy inquieto. ¿Y si la nieve no se hiela? ¿Y si hay una tormenta…?
Pero fuerte como un roble, Moulin rebosaba confianza. Conseguiría helar la nieve y alejar la tormenta. Podríamos salir tranquilos; nuestros crampones morderían una nieve dura. Me marché aliviado, y en la escalera recordé que me había olvidado de hacerle una pregunta. Volví a subir y le dije desde el umbral de la puerta:
—¿Y la rimaya? ¿Podremos atravesarla aunque esté muy abierta?
Moulin se echó a reír, me sentí ridículo. Fingió reflexionar y luego me dijo:
—La pasaremos por la izquierda. Pero hay que procurar ir ligero. Y más arriba…
Me marché de allí completamente tranquilo.
Llegó julio. Salimos hacia La Bérarde. Dos días después vivaqueábamos sobre las piedras del Col des Avalanches. La noche fue dura y fría a tres mil trescientos metros. Sin vacilar, habíamos preferido vivaquear en plena montaña, en vez de pernoctar en un refugio; nos parecía que debía ser así. Frente a nosotros se erguía la pared sur de los Écrins, aquélla que deseábamos escalar.
Al amanecer caminábamos en silencio perfilando el ataque. Nuestra presencia no turbaba nada; la montaña nos ignoraba, lo que me decepcionó un poco. Me sentía tan feliz que hubiera querido que todo participara de nuestra felicidad; pero el sol se arrastraba indiferente.
Moulin escaló la placa, luego me tocó el turno a mí. Me esforzaba, resoplando, y me pelaba las rodillas y los dedos, pero no vacilaba demasiado: a los diecisiete años la escalada es todavía algo instintivo. Subía tímidamente, con el corazón satisfecho. Por primera vez saboreaba la dura alegría de una auténtica ascensión. Al mismo tiempo descubría este cuerpo que acababa de arrancar de la tierra y que se sostenía solamente con la presión de dos dedos; me parecía no haber existido hasta aquel momento. En un paso delicado, sentí miedo, ese miedo que avergüenza y paraliza. Pero allí arriba mi compañero me devolvía la confianza. Abajo, el vacío se ahondaba…
¡Cuántas cosas importantes hay en una ascensión! Antes, igual que hoy, encontraba poco placer en vencer el peligro; al irme acostumbrando al vacío, que aumentaba lentamente, me sentía cómodo sobre aquella arista de roca gris, entre cielo y tierra. Lo recuerdo con deleitación, y me parece volver a ver el hilo de cáñamo que se elevaba a lo largo de la pared, ligando, en la expresión de su vida a dos jóvenes que descubrían la existencia de su cuerpo.
En la cumbre, permanecimos mucho rato de pie, con el corazón lleno de orgullo, sintiendo una gran felicidad al contemplar el mundo que nos rodeaba, el cansancio de nuestros músculos, las sonrisas que nos intercambiábamos. Aquel mediodía, en la cumbre de los Écrins, sentí que nacía por segunda vez: ¡había descubierto tantas cosas en unas horas! Moulin me presentaba las cumbres de alrededor, imágenes para soñar en los próximos inviernos: el Pelvoux, el Ailefroide, la Meije; al fondo, el Mont Blanc, el Cervino…, detrás, muy lejos, el Himalaya… Envidiaba a mi compañero, que había escalado ya varias de aquellas cumbres; pero la Barre des Écrins, después de cuatro años de sueños y de esperanza, después de cuatro años de anhelos, me daba en un solo día más de lo que necesitaba el corazón de un muchacho.
A ésta le siguieron muchas otras ascensiones, pero ninguna me proporcionó una alegría comparable, hasta el mes de agosto de 1941, en el que el gran sueño entró en mi cabeza. Entonces era monitor de Jeunesse et Montagne, y hacíamos ascensiones saliendo del refugio del Couvercle. Durante más de diez días tuve constantemente ante los ojos la cara norte de las Grandes Jorasses. El desmesurado deseo fue insinuándose poco a poco. La juventud necesita siempre llevar consigo un secreto.
En 1942, obtuve un permiso y saqué el título de guía. Vivía en Chamonix y me quedé en Jeunesse et Montagne como instructor. Cada verano hacía unas cincuenta ascensiones; todas me entusiasmaron, pero no las consideré más que una etapa. En la escuela de Jeunesse et Montagne, al cual fui destinado, los mejores guías del valle me dieron preciadas enseñanzas sobre la vida en la montaña, la nieve, el viento y las estrellas. Dejé de ser un atento y apasionado espectador para ser de la montaña y de los elementos como se es de un país.
Durante el otoño y la primavera volvía a «entrenarme» en las Calanques. Cassin y sus compañeros habían triunfado donde todos los demás habían fracasado porque conocían la técnica de la escalada artificial. Cuando una placa no ofrece ni la menor presa, cuando un desplome es demasiado… desplomado (como ocurre a menudo en el Espolón Norte de la Punta Walker), la escalada requiere procedimientos llamados artificiales: pitones. Los italianos habían descubierto esta técnica en las Dolomitas. Como muchos franceses, yo la aprendí en las grandes paredes calcáreas, entre Marsella y Cassis.
A las tres de la mañana nuestra linterna anima un desierto de nieve: el glaciar de Leschaux. Hace frío, es buena señal. Caminamos aprisa y nuestros pasos crujen sobre la nieve, que se congela.
Estoy feliz. ¡Va a nacer el esperado día! Ante nosotros, recortando su negra masa sobre la noche, claveteada de estrellas, la pared norte de las Grandes Jorasses nos aplasta. Dentro de un rato, mañana, pasado mañana, estaremos aferrados a la muralla. Es imponente y, por momentos, me impresiona. ¡Qué desproporción entre nuestra vacilante linterna y este enorme cubo de roca helada! A pesar de todo, me introduzco en mi papel; me oriento en medio de la oscuridad, salto o rodeo grietas, mis dedos anudan una cuerda…
A nuestra izquierda empieza a amanecer, es el momento más frío de la noche, la hora sin color y sin sombra, la hora en la que el acero del piolet se pega a los dedos. Atravesamos la rimaya y escalamos el espinazo de rocas heladas que emerge del glaciar.
En lo alto, los primeros rayos del sol irrumpen a través de las brechas. Frendo realiza la travesía; luego soy yo quien encabeza la cordada. Mientras la cuerda corre tras de mí, me apropio lentamente de este reino de piedra. Experimento una secreta alegría que viene de mi cuerpo bien entrenado y de mi espíritu, que está satisfecho por realizar su sueño: estoy en la Walker. Mis movimientos son precisos y eficaces. Subo treinta metros; Frendo se reúne conmigo, vuelvo a subir y él me alcanza de nuevo: ésta es la maniobra que repetiremos constantemente durante varios días, alternando de este modo los momentos de compañía y de soledad. Somos dos hombres en una muralla vertical, que nos encontramos de vez en cuando, a merced de los largos de cuerda.
Pronto llegamos a la primera gran dificultad: una barrera de placas rayada por escasas y delgadas fisuras. Su escalada es un placer exquisito. Pero para mí no es tan intenso porque las alpargatas que calzo no se adhieren. Sin embargo, hoy me siento tan feliz que esta contrariedad no me preocupa mucho. Escalo, encadeno movimientos; mis pies y mis manos se colocan donde desde hace tiempo debían colocarse. Me siento en mi lugar, y esa impresión me produce una gran serenidad. En una hora, he escalado la fisura de treinta metros. Mi compañero sube, recupera los clavos que he tenido que poner y se reúne conmigo.
Atravesamos las bandas heladas y, tras tres largos de cuerda, llegamos al pie del diedro, de setenta y cinco metros. Resulta hermoso por su sobriedad: dos placas dispuestas como un libro abierto, como la esquina de un muro, pero de setenta y cinco metros de alto, con dos desplomes a veinticinco y a cincuenta metros. Éste es el momento tan esperado: voy a escalar el gran diedro de la vía directa. Para conseguirlo he aligerado este torpe cuerpo. Entre mis piernas se abre un vacío de cuatrocientos metros, pero no pesan. El granito es a veces tan compacto que debo recurrir a la escalada artificial para progresar. Luego, a tope de cuerda, bajo el desplome —un auténtico tejado—, coloco un pitón y me anclo; izo las mochilas y aseguro a Frendo, que al subir recupera los preciados pedacitos de hierro. Éstos son nuestros familiares movimientos. Al llegar junto a mí se instala lo mejor posible, poniendo un pie en una pequeña presa y el otro en un estribo de cuerda. Me subo sobre sus hombros para ganar dos metros, formando una extraña pirámide pegada a la gigantesca pared, que se estira para reagruparse de nuevo.
De pronto, mientras estoy escalando el tercio superior del diedro, empiezan a caer gotas. Como tantas otras veces, no nos hemos dado cuenta de que se nublaba, preocupados por la difícil ascensión. No se trata de una tormenta violenta y pasajera, sino de que el mal tiempo que viene del oeste arrastra una seria tempestad. El granito, hermoso hace cinco minutos, se transforma en una placa resbaladiza, y por el fondo del diedro corre una pequeña cascada. Aferrado a la roca y con los brazos en alto, mis mangas son dos embudos y mi anorak un canalón. Estoy empapado. ¿Qué hacer? Permanezco tranquilo, como lo estaba al salir. Sé que sobre esta roca resbaladiza tendré que incrementar mis esfuerzos. El diedro se estrecha, formando chimenea; escalo en oposición, me sujeto gracias a que mi espalda y mis pies, que empujan al contrario, parecen querer ensanchar esta hendidura. Mis alpargatas, planas sobre la placa vertical, desprenden, como la proa de un barco, el agua que chorrea. La tristeza me invade mientras subo para alcanzar la reunión. ¿Las Jorasses? ¿La Walker? Se acabaron por hoy.
¡Media vuelta! No encontramos ningún rellano para detenernos y debemos bajar, en tres grandes rápeles de veinticinco metros cada uno, el diedro de setenta y cinco metros que trabajosamente acabamos de escalar. ¡Cuántos esfuerzos anulados en un momento! Ahora nieva. Las cuerdas mojadas se hielan y se endurecen. Al pie del diedro hay una pequeña repisa que parece suspendida. Barremos la nieve que la recubre y nos preparamos para el vivac. Son las siete de la tarde. Colocamos dos clavos para anclarnos durante la noche. La nieve va recubriéndolo todo, y lentamente consume la vida. Miserables, acurrucados, hechos un ovillo en nuestro minúsculo cuadrado de piedra inclinada, permanecemos mudos… ¡La Walker se nos escapa, y también la alegría de escalar! La nieve, al caer sin ruido, parece establecer un eterno silencio. Cuesta acostumbrarse al contacto de las ropas mojadas, a las que el frío da una rigidez de armadura; cuesta acostumbrarse a castañetear los dientes, a mover los pies para evitar que se congelen, a quitar sin pereza la nieve que se acumula entre la espalda y la pared, haciendo que se introduzca la menor cantidad posible por el cuello; cuesta cantar para no dormirse…
Al amanecer sigue haciendo mal tiempo. Se impone la retirada a lo largo de este blanco y helado espolón en el que parecemos trapos puestos a secar en una mañana de enero; interminables descensos en rápel sobre las heladas cuerdas; un resbalón es parado inmediatamente: Frendo me ha detenido. El glaciar…, el refugio…, la escuela de Jeunesse et Montagne, a la que llego tarde. No había pedido permiso por miedo a que me lo negaran. Si hubiese regresado vencedor, solamente se me hubiera amonestado, pero hoy se me dice que es preciso castigarme. Poco importa; hay días en los que nada puede molestarnos. Me pesa la retirada forzada, pero no estoy triste. ¡De todos modos, he tocado con mis dedos el hermoso granito de la Walker! Esta aventura nos ha encantado: además de la escalada difícil acabo de enterarme de lo que representa un desagradable batacazo en las Jorasses. Hemos luchado bien; hemos renunciado, no porque seamos malos alpinistas, sino a causa del mal tiempo. Algunos fueron detenidos por una placa o por un desplome, otros perecieron. Nosotros regresábamos sanos y salvos. Durante mis ocho días de riguroso castigo me prometí que volvería. Mi sueño volvió a apoderarse de mí.
Hemos tenido que esperar dos años para que la pared estuviera en buenas condiciones. Las caras norte, frías y verglaseadas, atraen y retienen la nieve mucho más que cualquier otra vertiente: ¡ven tan poco el sol!
El 14 de julio de 1945 emprendemos de nuevo el ataque. Esta vez no siento ningún temor. Como hace dos años, pero con más desenvoltura, dejamos el refugio Leschaux para deslizarnos en la noche con grandes zancadas. Frendo está pesimista, pero yo tengo optimismo por los dos.
Hace dos años medimos nuestras fuerzas, pero esta vez queremos tener éxito. Sé que otros alpinistas codician ahora esta ascensión. Sin duda, las montañas no cambian y permanecen igual de hermosas: tal como las ven nuestros ojos, pero sobre todo nuestro corazón. La Walker continúa siendo todavía la ascensión más seria de los Alpes. Pero he soñado demasiado con esta pared, durante varios años, para conformarme con una simple ascensión; lo que deseo es descubrirla. En cualquier ascensión no cuenta solamente la escalada y el paisaje, existe también el misterio.
Es verdad que hace siete años Cassin, Esposito y Tizzoni hicieron la primera ascensión, pero la pared ha conservado casi el mismo encanto que si fuera virgen. ¿Cassin? No se sabe nada de él, sólo que es muy fuerte. Cassin, un escalador extraordinario de las Dolomitas que sólo pasó por aquí. En cambio, si unos escaladores de nuestro país redescubrieran la pared, destruirían el misterio. Algunos clavos en las fisuras no hacen que las Jorasses dejen de ser bellas; sin duda siguen teniendo su encanto, pero algo velado. A veces basta con rozarla para que una flor se marchite.
El cielo es puro, ligeramente negro: ¡hará buen tiempo! Reencontramos el ataque y vamos de lugar de referencia a lugar de referencia: el espinazo de rocas, la pendiente de nieve, la travesía, la primera barrera de placas. Me siento en plena forma. Es un placer hacer sólo lo estrictamente necesario para progresar. Es como si no gastase energía. Como si la extrajera de una fuente inagotable, acumulada durante años.
Alcanzamos la pequeña repisa donde hicimos vivac en nuestra tentativa, pero allí no queda más que un poco de papel de plata. Recuerdo la noche blanca… Es como si hubiera sido la noche anterior: ruidos escamoteados, piedras rodando por el corredor, nieve tan suave que parecía un decorado. Una noche de largas horas que no traían el sol. Hoy el cielo es tan limpio que detrás se adivinan las estrellas. Por encima de nosotros está el diedro de setenta y cinco metros. Escalarlo es una delicia. En su parte superior termina el recorrido por terreno conocido. Aquí está nuestro último pitón; lo encontramos como si se tratase de otra etapa.
Deberíamos comer: son las tres de la tarde. No hemos tomado nada desde las tres de la mañana. Pero el pan y el chocolate que intentamos masticar no quieren bajar. Nuestra mirada se ha fijado allí arriba, en las grandes placas de la Torre Gris. Nos volvemos a poner en marcha rápidamente. Escalar nos tranquiliza, y no nos detendremos hasta la noche. A las nueve preparamos el vivac sobre un minúsculo relieve de la Torre Gris: un rellano pequeñísimo, pero que vemos con gran alegría. Hacía horas que no encontrábamos ninguno. ¿Un rellano? Espacio apenas para sentarse, con las piernas colgando, sobre el gran corredor central. Más o menos sentados, anclados a los pitones, pasamos una noche penosa y glacial, pero eufórica: estamos en la Walker, hace frío; ¡el buen tiempo está asegurado!
Por la mañana retomamos la ascensión. La roca está helada y nuestros movimientos carecen de flexibilidad. La dificultad es extrema: hemos alcanzado las placas lisas de la Torre Gris. Ayer la rodeamos por su base gracias a una travesía ascendente. Hemos subido como hormigas alrededor de la corteza de un árbol, pero ahora la corteza se adelgaza. Cada largo de cuerda, cada metro, cada paso, a veces cada centímetro, plantean un nuevo problema. Mi cuerpo, mi vida, todo mi ser, deben adaptarse a esta roca indiferente, pero que los transforma. A la perfección de la roca debemos oponer la eficacia de nuestra técnica y voluntad. Recuerdo especialmente una fisura desplomada: una fina hoja de sable que corta el abombado granito. Es de veras repelente. He probado por un sitio y por otro, pero no hay más fisuras. Subir por ella es la única solución. Abajo, Frendo me llama, pero ¿qué puedo decirle?
La cordada es algo maravilloso por su espíritu caritativo. Sin embargo, estoy solo para llegar al final de esta fisura, estoy solo para escalarla. Mi compañero se encuentra veinte metros más abajo. ¡Qué caída, si resbalase! Allí está la cuerda, hermosa y, no obstante, inútil. Pero no sabría escalar sin ella, sin amistad; esta cuerda calienta el corazón. Me decido, con todo el cuerpo echado hacia atrás por el desplome, cogido a la roca con las manos, que se aferran a la fisura. Querría hacerlo deprisa, pero esta escalada es muy atlética. Mis pies se sujetan poco, su adherencia es precaria, insignificante y al mismo tiempo de suma importancia. El cuerpo se dobla bajo el desplome. Las manos se agarran, se crispan, deben permanecer en la fisura.
Y cuando llego a la reunión y Frendo me alcanza, volvemos a encontrar otras fisuras y otras placas. Hasta las tres de la tarde no llegamos a la parte alta de la Torre Gris. En primer lugar tenemos sed; no hemos bebido nada desde anoche. También tendríamos hambre si no tuviéramos tanta sed. Frendo explora el lado izquierdo del espolón, en donde puede haber quedado un poco de nieve, y vuelve agitando alegremente la cantimplora, llena de agua. Pero se mueve con tanta alegría que el aluminio mojado se escurre entre sus dedos. Éste es sin duda el momento en que más sufrimos, llenos de impotencia: ¡tener aquella cantimplora que contenía nuestra dicha, verla caer, rebotar, perderla de vista, pero seguir oyéndola todavía un poco, adivinarla engullida por el vacío! Luego el silencio, indiferente.
Los bizcochos, el chocolate, todo lo que intentamos comer seca un poco más nuestra sedienta garganta. No tenemos otro remedio que escupir lo que en vano tratamos de tragar, y volver a coger las mochilas. Afortunadamente, la escalada sigue siendo muy bonita y, aunque menos dificil, es lo bastante delicada para necesitar toda nuestra atención. Hacia el mediodía llegamos debajo del gran resalte, a una altura de cuatro mil metros, y debemos emplearnos de nuevo a fondo. Después de un corredor de hielo y un nevero triangular, una chimenea nos detiene. Su roca es quebradiza. Frendo, que está más acostumbrado que yo a las montañas de roca mala, intenta escalarla. Atraviesa cuatro metros hacia mi derecha, luego penetra en la depresión. Pone un clavo, parece que no entra mucho. Cuando está casi al final de la chimenea, intenta subir sobre un gran bloque empotrado que forma desplome, quince metros más arriba de donde estoy yo. Duda un momento y luego se decide. En el instante en que se agarra al bloque para escalarlo le veo caer hacia atrás con él entre los brazos. Su caída dura lo que tarda en producirse un relámpago, pero tengo la sensación de que ha ocurrido bastante lentamente. Desde que veo caer a Frendo recupero extremadamente deprisa la cuerda que hay entre los dos, para limitar su caída. Luego, cuando pasa a mi nivel, ligeramente a la derecha —el clavo se ha salido— me digo: «No debo tirar más de la cuerda que nos une, porque se me deslizará entre los dedos y no podré retenerle». Paso rápidamente la cuerda alrededor de una laja de roca que tengo ante mí y cojo con la mano derecha un poco de la que aún está floja para amortiguar el choque y evitar que se rompa al detenerse brutalmente y ponerse en contacto con la laja. Todo ha salido bien. Frendo queda detenido diez metros más abajo, después de una caída, casi libre, de unos veinticinco metros en total. Sigue un gran silencio, turbado sólo por un ruido: el del martillo, que se ha liberado de las manos de mi compañero y que cae, rebotando, a lo largo de la pared.
Frendo recupera la serenidad y se da cuenta de su caída. Se ha hecho relativamente poco daño: se ha torcido el tobillo izquierdo, erosionado la punta de los dedos y la sacudida de la cuerda que le ha retenido le ha producido un violento dolor en las costillas. Se reúne conmigo. Como podemos, curamos todo aquello. Luego le paso las cuerdas y, tranquilamente, vuelvo a reanudar la escalada. No vale la pena que intente pasar por donde mi compañero acaba de caer. Escalo hacia la izquierda, por una placa. La dificultad es extrema, y además la roca está mojada por una fina lluvia que empieza a caer. No creo exagerar si digo que hubieran bastado dos o tres centímetros cuadrados menos de presas para impedirme pasar. Llego a una pequeña plataforma, coloco un sólido pitón y aseguro lo mejor que puedo a mi compañero.
Todas estas maniobras nos han hecho perder mucho tiempo. Son las ocho y tenemos que vivaquear allí mismo. Penosa noche, sobre todo para Frendo. Al amanecer volvemos a emprender la escalada, que enseguida se hace extremadamente difícil, vertical y endiabladamente aérea. Escalamos envueltos en una ligera niebla, pero experimentamos de todos modos una gran alegría, una alegría un poco salvaje, la que corresponde, creo yo, a esta necesidad que el hombre lleva dentro de sí: la necesidad de superarse, al menos una vez en la vida. Al mismo tiempo, la cumbre se aproxima. A pesar de la niebla, la sentimos muy cerca de nosotros. A mediodía del tercer día franqueamos la cornisa terminal y desembocamos en la Punta Walker, la cumbre de las Grandes Jorasses.
Así, de los sueños, nacen las grandes alegrías de nuestra vida. Los sueños son siempre necesarios. Los prefiero a los recuerdos.