Capítulo 7

ÉL no estaba allí cuando Sarah llegó al cenador sumido en la quietud de la noche. Aguzó el oído, pero no oyó ningún ruido de pasos acercándose sino solamente el suave discurrir del agua en el embalse.

Sarah entrelazó las manos y se obligó a calmarse, inspirando profundamente e intentando aclarar sus pensamientos a pesar del nudo de anticipación y ansiedad que la envolvía. La joven intentó pensar, razonar, centrarse con firmeza, recordándose a sí misma cuál era su objetivo y cómo tenía intención de conseguir sus propósitos.

Cómo pretendía obligar a Charlie a enseñarle lo que había más allá de su deseo por ella.

Estaba pensando en ello cuando el sonido de una bota resonó en la grava del camino, y de repente lo vio, subiendo los tres escalones de un salto, una elegante figura masculina que cruzó el suelo de madera con unas largas y rápidas zancadas.

Al instante Sarah se vio envuelta entre sus brazos, rodeada por su fuerza, antes de que él tomara posesión de su boca y la besara. Se sintió devastada, consumida por un fuego que sólo podía ser alimentado por aquel deseo mutuo.

Un deseo que cada noche se hacía más ardiente, que cada día abrasaba los sentidos de ambos; un deseo que se veían obligados a contener hasta caer la noche, con lo que solo conseguían atizar todavía más las llamas de la pasión hasta que el deseo se volvía casi insoportable.

Hasta que el día daba paso a la noche y, al fin, podían aliviar el fuerte latir de sus venas, satisfacer la pasión tanto tiempo contenida.

Por lo cual, Sarah no puso objeción alguna cuando él invadió su boca y devastó sus sentidos, cuando la estrechó contra su cuerpo y le pasó la mano en una suave caricia por la curva de la cadera y el trasero, acariciándola luego con más firmeza, amasándole la carne provocativamente.

Sarah contuvo el aliento cuando él la moldeó contra sí, y sus gemidos amenazaron con explotar cuando la dura cordillera de la erección de Charlie se apretó contra su vientre. El fuego siguió creciendo cada vez con más fuerza, como una ardiente caldera que provocaba un doloroso vacío en lo más profundo de su interior.

Y entonces Charlie la arrastró consigo sobre el sofá, dejando a la joven sin respiración; Sarah aterrizó de costado debajo de él, y los dos quedaron con las piernas enredadas y las manos entrelazadas.

Charlie le abrió el corpiño con un ágil movimiento. Ella le abrió la chaqueta y le deslizó las manos por los hombros para quitársela. Él masculló una maldición y se apartó lo suficiente para que ella pudiera despojarle de la prenda. Entonces Sarah bajó las manos a los botones del chaleco; Charlie masculló otra maldición.

Pero la besó de nuevo y la apretó contra el sofá, deshaciéndose con rapidez del corpiño y la camisola de la joven. Luego le ahuecó un pecho desnudo con la mano y Sarah jadeó de nuevo, con más fuerza esta vez, sintiendo una opresión en los pulmones. Se quedó sin aliento cuando notó que él deslizaba la palma de la mano sobre el seno, acariciándoselo, luego cerró los dedos cuando comenzó a juguetear con el pezón, agudizando las sensaciones de la joven, provocándole un placer abrasador que la atravesó por completo. Era una tentación envolvente, una llamada al deleite. Sarah dejó que el placer fluyera por su cuerpo, hasta que logró recuperar el sentido.

Hasta que logró hacerse dueña de sus actos y recobrar parte del control mientras le devolvía el beso. Entonces, levantó una mano y ahuecó la cara de Charlie, buscando su lengua con la de ella con la intención de distraerle un poco.

El tiempo suficiente para poder desabrocharle los botones de la camisa y deslizar la mano bajo la prenda para tocarle a placer.

La reacción de Charlie fue instantánea. Dejó de besarla y tomó aliento. Se le endurecieron los músculos y se quedó inmóvil. Pero no se apartó. En medio de la oscuridad, Sarah no podía ver su expresión, pero sí que tenía los ojos cerrados y la mandíbula tensa. Parecía como si la mano de ella le quemara, como si su caricia fuera algo que le provocara una dolorosa e intensa agonía, pero era el propio Charlie quien estaba en llamas.

La piel masculina era como lava ardiente sobre roca sólida, suave, casi fluida, aunque él seguía permaneciendo inmóvil.

Decidida a aprender, a saber, Sarah siguió acariciándolo. Tras un rato, cedió a sus sentidos y le exploró los poderosos músculos del pecho con ambas manos, luego las deslizó por el abdomen tenso hasta más abajo y las metió bajo la cinturilla del pantalón para poder sentir la piel desnuda y ardiente bajo las palmas.

Por un instante, Sarah se deleitó en él, recreándose en su perfección, luego él interrumpió su exploración. La apretó contra los cojines del sofá, se inclinó sobre ella y volvió a capturarle la boca, vaciando la mente de la joven de cualquier pensamiento.

Sin voluntad para pensar, Sarah se dejó llevar por las sensaciones, por su reacción a las acciones de Charlie, inmersa en un nivel diferente de ávido deseo.

Era una necesidad más explícita, más aguda, menos controlada. Maravillada, se abandonó a ella. Cautivada y fascinada dejó que aquel intenso deseo fluyera por su cuerpo.

Eso era lo que quería aprender, saber, y luego analizar. Eso —el deseo de Charlie— era lo que necesitaba explorar.

Charlie la mantuvo presionada contra el sofá sin dejar de besarla, arrebatándole el sentido mientras él se enfrentaba a un enigma que jamás había encarado antes, no en esa lid ni con ninguna otra mujer. Se encontraba sometido a unas contradictorias compulsiones, cada una de ellas implacable y exigente, y sentía un instintivo deseo de aplacar la pasión de la joven, de satisfacer de buena gana el deseo ardiente que la consumía y enseñarle todo lo que ella quería saber, de animarla a llegar todavía más lejos. Pero sus planes le dictaban otra cosa. Le exigían seguir una línea de ataque diferente.

Las pequeñas manos de Sarah se habían deslizado por su espalda debajo de la camisa. Le arañaba y acariciaba la piel. Con urgencia, con necesidad.

Un toque inocente que le hacía arder, que lo reclamaba con voracidad, despertando a la bestia hambrienta que ella tanto deseaba y necesitaba conocer.

Cada instinto de Charlie lo instaba a reclamarla, a poseerla, a terminar con aquel extraño cortejo que habían seguido hasta ese momento, pero si le mostraba todo el misterio, si se unía a ella esa noche, ¿estaría Sarah lo suficientemente encandilada por los placeres de la carne para aceptar ser suya para siempre?

Si se unía a ella esa noche, ¿estaría dispuesta a casarse con él al día siguiente? Con cualquier otra dama no hubiera tenido ninguna duda de que la respuesta sería sí, pero Sarah no era como las demás mujeres y ya le había sorprendido en múltiples ocasiones.

No. Por ahora era mejor ajustarse al plan original y utilizar su tiempo y su experiencia para que ella pudiera apreciar el deseo en todo su esplendor. Para que aprendiera a saborear los placeres en los que él se proponía introducirla y, por consiguiente, gozar con ella durante el resto de sus vidas.

¿Cómo iba a valorarlo Sarah si realmente no lo conocía? Si no entendía cuáles eran los elementos del placer.

Enseñarle, introducirla en el deseo paso a paso como había planeado desde el principio, era lo más seguro. La manera inequívoca de convencerla de que aceptara su propuesta y consintiera ser su esposa.

A pesar de lo atrayente que pudiera parecerle el cuerpo flexible que se extendía debajo de él —sin duda, la quintaesencia de la feminidad—, a pesar de lo caprichoso de su beso, de la manera en que se rendía a su boca, de cómo salía a su encuentro y lo desafiaba, tentándolo y jugueteando con él, no era Sarah quien mandaba allí, sino él, y tenía que acordarse de hacer lo que era más sabio. No podía permitirse el lujo de olvidarlo.

Por encima de todo quería que ella estuviera ansiosa y dispuesta a ser su esposa.

Así que Charlie refrenó su deseo, reprimió implacablemente sus instintos y se resistió a la lujuria de Sarah, a la manifiesta invitación que ella tan tentadoramente le ofrecía. Centró sus pensamientos en eso y dejó de besarla, deslizando sus labios más abajo, trazando un sendero de besos por la garganta femenina.

Continuó por la clavícula de la joven y, abriendo el corpiño del todo, accedió a las rosadas puntas de sus senos. Luego se dispuso a mostrarle a Sarah lo que era el placer. O, por lo menos, una parte de él.

Las respuestas de la joven eran compulsivas y vertiginosas, cada noche más intensas que la noche anterior, acrecentadas por la frustración del día. Bien. Charlie se centró en ella, en sus reacciones, mientras con labios, boca, dientes y lengua se concentraba en sumergir los sentidos de la joven en un deleite adictivo y cegador.

Como siempre, el sabor del despertar de Sarah provocaba en él una profunda admiración. Cada pizca del placer que él le daba era correspondida por la joven de una manera que Charlie jamás hubiera imaginado.

Ella se contorsionó debajo de él, envuelta en el placer que le proporcionaban sus experimentadas caricias, el toque firme de sus manos, el húmedo calor de su boca, el roce de su lengua mientras le arrancaba un jadeo tras otro a aquellos labios deliciosamente hinchados. Cuando la oyó gritar, después de que él bajara la cabeza y capturara un pezón tenso y dolorido con su boca, sintió que lo invadía una cálida sensación de orgullo. No sólo porque él fuera el hombre afortunado que la iniciaba en los placeres de la sensualidad, su mentor sexual, el único que educaría los sentidos de la joven en ese campo, sino porque era ella quien lo había invitado. Era a él a quien ella había escogido.

Y aunque realmente fuera él quien la hubiera elegido como esposa, una parte desconocida de su razonamiento le decía que él era a quien ella había estado esperando, que si Sarah hubiera tenido oportunidad, le habría escogido como esposo.

Y allí, en ese ruedo, lo había hecho.

Charlie había descubierto que era un honor inesperado ser elegido por ella, un honor concedido por el deseo que ella mostraba. No había sabido que tal cosa pudiera significar tanto para él, que a pesar de sus frustradas necesidades, disfrutaría de esos instantes. Jamás podrían volver a vivir ese momento en el que él estaba abriendo los ojos de Sarah a la pasión.

A pesar de sentirse embelesada, casi absorbida por las sensaciones, Sarah era consciente del paso del tiempo. En algún momento, él pondría fin a la cita, y ella seguiría sin haber hecho ningún progreso real. Sólo habría tenido un breve vislumbre antes de que él hubiera cerrado de golpe la puerta de su deseo. Pero ella necesitaba más.

Mucho más.

Aunque la única manera de conseguirlo era haciéndose de nuevo con el control.

Obtener la fuerza de voluntad necesaria para hacerlo requirió un esfuerzo supremo pero, finalmente, logró recuperar el suficiente sentido común para que las placenteras sensaciones que la atravesaban revirtieran en él.

Le deslizó las manos por la espalda, intentando llegar más abajo, pero descubrió que no alcanzaba más allá de la cintura. Apretándole los costados, lo urgió a subir un poco más, pero Charlie ignoró sus suaves demandas.

Intentó distraerla succionando su pecho con más fuerza; Sarah tuvo que detenerse e inspirar profundamente para, a duras penas, mantener el raciocinio ante la aguda y poderosa sensación que amenazaba con arrebatárselo. Y tuvo éxito, contuvo el aliento mentalmente y, con más determinación, lo intentó de nuevo.

Apartando una mano del cálido torso de Charlie, le ahuecó la mandíbula y, suave pero insistentemente, tiró de él hasta que por fin alzó la cabeza y llevó sus labios a los de ella.

Sarah estaba preparada para recibirlos, permitió que sus bocas se unieran, que sus lenguas se batieran en un duelo. Luego ella se retorció y se deslizó debajo de él de manera que sus cabezas quedaran a la misma altura. En ese mismo movimiento, la joven retiró la mano de la espalda y la introdujo entre sus cuerpos, buscando su erección dura y rígida bajo los pantalones.

Lo acarició con atrevimiento, luego cerró la mano en torno a él para explorarlo.

La reacción de Charlie fue inmediata. A pesar de que la otra mano de Sarah todavía le sostenía la mandíbula, interrumpió el beso y soltó una maldición. Medio incorporándose sobre ella, le cogió la muñeca con fuerza de un torno y apartó la mano femenina de su carne excitada.

—No. —Levantó la mano de Sarah por encima de su cabeza y la apretó contra los cojines del sofá. Entrecerrando los párpados, la miró directamente a los ojos.

Ella le lanzó una mirada feroz.

—¿Por qué?

—Porque…

Charlie se interrumpió con un siseo cuando ella se retorció bajo su cuerpo y logró acariciar su parte más sensible —e útil para los propósitos femeninos— con el muslo. Él cerró los ojos, pero apretó los dientes con fuerza. Maldiciendo de nuevo, agarró la otra mano de Sarah y la sostuvo junto a la anterior por encima de su cabeza mientras cambiaba de posición y se inclinaba sobre ella con todo su peso, atrapándola con su cuerpo.

Inmovilizándola debajo de él.

A Sarah le llevó sólo un segundo darse cuenta de que eso no era necesariamente algo malo. Charlie había colocado una pierna entre las de ella y su rodilla se hundía en los mullidos cojines, de tal manera que el músculo duro del muslo se apretaba contra el lugar más sensible de la joven.

Eso la hizo perder momentáneamente el hilo de sus pensamientos.

Pero luego recordó.

—¿Por qué? —exigió saber con los ojos entrecerrados.

Charlie le tenía apresadas las dos manos con una de las suyas y se las apretaba contra los cojines, con un brazo a cada lado de su cabeza. Tenían las caras muy cerca. Él la miró directamente a los ojos.

—Porque no estás preparada para esto —escupió las palabras con sombría frustración.

Sarah consideró todo lo que aún tenía que aprender, lo que podía sentir en el duro, tenso y definitivamente excitado cuerpo masculino que tenía encima.

—¿Por qué no?

Era más una pregunta sincera que una exigencia desafiante y no pudo evitar que algo de su nerviosismo se le reflejara en la voz.

Charlie estudió su mirada y luego su expresión. Pasó un rato en el que sus cuerpos ardientes no se enfriaron ni una pizca, en el que la pasión que crepitaba en el aire no disminuyó en lo más mínimo; después él curvó los labios y esbozó una mueca de resignación.

Un extraño pensamiento inundó la mente de Sarah; estaba convencida de que tal resignación no era real. ¿Charlie rindiéndose? No parecía probable.

—No puedes… No debes dejarte llevar sin más. No deberías considerarlo como un acto simple, sino como un arte. No sólo importa la ejecución, sino también el placer que se alcanza. Y eso es algo que necesitas aprender paso a paso.

Aunque podía verle los ojos a través de la penumbra, no podía leer en ellos. Pero Sarah no era tonta, Charlie quería tener el control de cada uno de esos pasos. Era evidente. Se movió un poco bajo él, solo un poco, pero fue suficiente para que la atención del hombre se centrara en los desnudos, hinchados y firmes pechos.

—Entonces, ¿cuál es el paso siguiente?

Una vez más, la voz de Sarah tenía un tono seductor.

Charlie le sostuvo la mirada un instante, luego inclinó la cabeza, susurrando la respuesta a su desafío sobre sus labios.

—¿Crees que estás preparada?

Ella le miró a los ojos.

—Oh, sí —dijo, y luego le besó, ¿o fue él quien la besó a ella? Daba lo mismo. Lo único que realmente importaba era que sus labios se sellaron de nuevo y que, al instante, resurgieron unas chispas de deseo que volvieron a avivar las llamas de la pasión que ambos habían creído tener bajo control mientras hablaban.

Ahora esas llamas ardieron con más fuerza, impulsándolos, apremiándolos a satisfacer el deseo.

«¿Cuál era el paso siguiente?». La pregunta parpadeó en la mente de Sarah mientras la invadía la urgente necesidad de aprender más. Sin dejar de besarla, Charlie le alzó aún más los brazos y le sujetó ambas manos con una de las suyas. Se movió de manera que su muslo quedara entre los suyos, pero sin echar todo el peso de su cuerpo sobre ella. Sarah sintió cómo él alargaba la mano libre y le subía el vestido por encima de las rodillas.

Luego metió la mano debajo, deslizando la dura palma por el suave muslo femenino.

Sarah se estremeció.

Él se detuvo un instante. Dejó la mano quieta, aunque ella pudo sentir el esfuerzo que tuvo que hacer para detenerse, justo antes de dar el paso siguiente.

Charlie suavizó el beso, pero antes de que él pudiera dejar de besarla y hablar —para preguntarle si estaba segura una vez más—, Sarah se arqueó y le besó con ferocidad, respondiendo de esa manera a la pregunta no formulada.

La mano con la que le sujetaba el muslo se aflojó, la caricia se volvió al instante más seductora, más peligrosa. La lengua de Charlie tanteó inquisitivamente la de ella, luego se retiró. Con sólo la presión de los labios masculinos distrayéndola, los sentidos de Sarah se centraron en aquella mano. Charlie deslizó los dedos más arriba, provocando unas envolventes sensaciones en la ingle. Trazó esa línea fina con un dedo, luego retrocedió de nuevo. Sarah estaba completamente atrapada, apenas podía respirar, esperando ansiosa ver qué hacía él a continuación.

Necesitaba saber más.

Charlie deslizó la palma por su cadera, entonces tomó impulso y rodó a un lado, llevándola consigo. Le soltó las manos. Sin pensar, Sarah las posó en sus hombros, aspirando sobresaltada cuando sintió que él deslizaba la mano por su trasero desnudo. Con la mano libre, la tomó de la nuca, haciendo que acercara la boca hacia la suya, adueñándose lánguidamente de su voluntad mientras que con la otra mano seguía explorando por debajo de sus faldas.

Sarah se vio sometida a la voluntad de Charlie. Bajo su completo y absoluto control.

A pesar de las apremiantes y absorbentes sensaciones que la embargaban, del hechizo al que eran sometidos sus sentidos, de la oleada de estremecimientos cada vez más intensos que la atravesaban y que la hacían temblar de anticipación, Sarah era consciente de la intensa concentración de Charlie. De la firme contención que ejercía sobre sí mismo en ese momento. Un compromiso no sólo de mantener un férreo control —su baluarte y defensa— sino el de ella, de darle placer para, como le había dicho, educarla en ese arte.

Para educar sus sentidos, para enseñarle que se sentía mientras aquella mano masculina le acariciaba sin prisa el trasero desnudo, trazando con sus dedos la hendidura entre los tensos hemisferios gemelos para luego juguetear íntimamente con el nicho entre sus muslos.

Sarah se estremeció y se apretó contra él. Removiéndose sobre el cuerpo de Charlie le deslizó la mano en la nuca y le pidió más a través del beso.

Él vaciló, luego sus dedos abandonaron aquella zona tan sensible y bajaron por la parte trasera de los muslos de Sarah hasta alcanzar su rodilla. Se la agarró y la alzó, doblándole la pierna para que le rodeara la cadera con ella. Por un breve momento le acarició la rodilla, luego trazó suavemente la línea del muslo, hacia donde estaba abierta y expuesta, para que sus dedos acariciaran la delicada carne de su entrepierna.

Sarah se estremeció de nuevo, pero él no se detuvo. La tocó, rozándole ligeramente los rizos, dibujando figuras concéntricas sobre ellos. Luego se acomodó para explorarla más profundamente, delineando el contorno de su sexo. Las suaves caricias de Charlie hicieron que las terminaciones nerviosas de Sarah se erizaran de expectación, provocando que ella siguiera mentalmente sus movimientos, que rastreara cada caricia hasta el final, pero cada una de ellas la dejaba anhelante, deseosa de más.

Deseosa de que satisficiera con su tacto algo que ahora sabía que era deseo. Le calentó la carne hasta que esta empezó a palpitar. Se sintió embargada por una extraña inquietud. El anhelo de que la tocara más íntimamente floreció y creció.

Hasta que se vio consumida por un deseo ardiente.

Charlie pareció saber el momento exacto en el que ella estaba a punto de rendirse y pedir más. Dejó de besarla y deslizó los labios por la mandíbula de Sarah hacia su oreja.

—Cuando nos casemos, te abrirás a mí de esta manera, separarás las piernas y me rodearás la cintura con ellas, y yo te llenaré con mi carne —le murmuró al oído.

Las palabras —y la imagen que estas conjuraron— estremecieron a Sarah. En medio de la oscuridad, enfocó la atención en la cara y los labios de Charlie, tan cerca de los suyos, en sus ojos entornados. Se humedeció los labios con la lengua, un gesto que capturó la mirada de él.

La voz masculina estaba llena de pasión, de un deseo incontrolable.

—Colmaré ese extraño vacío que sientes en tu interior —le dijo lentamente, pronunciando las audaces palabras con una cadencia deliberada—. Te penetraré, repetidas veces, y tú me suplicarás que siga haciéndolo, pues para entonces habrás perdido la razón.

Charlie regresó a sus labios, lamiéndolos durante un buen rato.

—Como tanto necesitas y deseas. Así será.

«Mía».

Charlie oyó la palabra resonándole en la cabeza, pero no la repitió en voz alta. Había luchado y había logrado que la inesperada insistencia de Sarah se convirtiera en una ventaja. Pero ya era suficiente. Antes de que ella pudiera liberarse de la neblina de sensualidad en que la había envuelto, retiró la mano de debajo de la falda, le tomó la cara y la besó profundamente. Tan profundamente como la deseaba.

—Por esta noche es suficiente. —El gruñido con el que habló era un fiel reflejo de que no era eso lo que su cuerpo deseaba, ni tampoco el de ella. Sin embargo, su mente, se mantuvo firme.

Ella lo miró con el ceño fruncido.

—¿Por qué?

Las palabras favoritas de Sarah. Charlie consiguió no devolverle el ceño.

—Porque si nos permitimos desbocarnos, iremos demasiado rápido y te perderás un montón de cosas. —Selló esas palabras tan lógicas con una declaración que resultó imposible de refutar—: Y los dos queremos que todo salga bien porque sólo hay una primera vez.

A la tarde siguiente, Charlie se encontraba de pie en una esquina del alto vallado que bordeaba el césped de la vicaría sosteniendo una taza de té entre sus manos y considerando, con la expresión más impasible que podía adoptar si tenía en cuenta que su futura esposa estaba sentada tomando otro té en la esquina opuesta, y lo lejos que estaban el uno del otro.

¿Quién habría pensado que aquello saldría tan mal? Charlie maldijo el impulso que le había hecho aceptar una invitación para el té dominical que cada mes se ofrecía en la vicaría. Había oído, que la señora Duncliffe iba a invitar al señor Sinclair, y pensó que podría distraerse departiendo con él sobre inversiones sin tener que perder a Sarah de vista.

Por desgracia, Sinclair tenía otros compromisos. Y para mayor infortunio, Charlie había subestimado el efecto acumulativo de las citas nocturnas con Sarah, y dicho efecto había hecho su aparición en el momento en el que la joven y él habían estado lo suficientemente cerca para tocarse.

Sólo una mirada, un roce de manos, y los dos habían sentido la irritante sacudida, el profundo estremecimiento. La abrumadora y poderosa necesidad de estar juntos en el sentido físico de la palabra.

Buscando seguridad, ambos se habían retirado a las esquinas contrarias del césped para así poder mantener una fachada de respetabilidad y no correr el riesgo de escandalizar a los presentes, casi todos vecinos de la zona además de sus respectivas madres, cediendo a alguna acción atrevida, imposible de malinterpretar.

Charlie se había refugiado con Jon, Henry y un grupo de caballeros. Y Sarah estaba rodeada de otras señoritas, aunque la mayoría de los ojos femeninos, tanto jóvenes como viejos, estaban puestos en ellos, preguntándose por esa repentina separación, en especial ahora que todo el mundo suponía por dónde iban los tiros.

Sin tener en cuenta tales especulaciones, estar juntos en público ya no era inteligente.

¿Qué era lo más difícil de aceptar para él? Que jamás en su vida se había visto afectado hasta ese punto por una mujer. Por conseguir a una mujer. En ese momento se parecía más a un adolescente babeante ante su primer amor, que al afable, gallardo y sofisticado hombre de mundo que era. ¡Por el amor de Dios, tenía treinta y tres años! Un caballero de su clase, de su edad y experiencia, no debía sentirse como si su vida dependiera de introducir una erección demasiado activa en el cálido refugio de un cuerpo femenino en concreto.

No debería sentirse como si poseer a Sarah lo fuera todo para él, el objetivo final de su existencia.

Pero le gustase o no, era así como se sentía.

Aceptó otra pasta de té del platito que le tendían y la mordisqueó mientras volvía a posar la mirada en Sarah, preguntándose pensativamente por qué se torturaba de esa manera. Estaban en la vicaría y no había ninguna posibilidad de que pudiera aliviar aquella picazón ardiente mientras siguiera allí. Desvió la vista a la rosaleda de la señora Duncliffe mientras volvía a revivir los acontecimientos de la noche anterior.

Había abandonado el cenador aliviado y satisfecho. Aliviado porque había superado el reto, satisfecho porque la batalla que había disputado con Sarah no sólo no le había hecho perder el control, sino que había logrado establecer una base, una justificación razonada que ella comprendía, para seguir adelante con su plan.

Si bien el alivio había desaparecido, no había dudas de que seguía satisfecho.

Lo que suponía una pequeña victoria.

Pero sin importar cómo tergiversara los hechos, lo que él no podía comprender o explicar, ni mucho menos negar, era que, mientras había estado seduciendo a Sarah —con éxito, todo hay que decirlo—, había acabado siendo seducido a su vez.

No podía echarle la culpa a ella. Dadas las diferencias de edad y experiencia, sencillamente no cabía la posibilidad de que ella pudiera seducirle. Pero, una y otra vez se había encontrado con que perdía el control. Y una y otra vez había tenido que adaptarse y cambiar de táctica. En cuanto trazaba una línea decidido a no traspasarla, ella le presionaba y él se encontraba teniendo que reajustar sus planes.

Puede que hubiera sido ella quien había planteado sus exigencias, pero había sido él quien había accedido a ellas.

Sarah no podía ser capaz de controlarle, y no había nada ni nadie más involucrado, así que tenía que ser él, algo en su interior, que por alguna extraña razón lo empujaba, seduciéndole, instándole a hacer cosas que hacían que ese cortejo fuese mucho más duro todavía. No lo comprendía, pero estaba resuelto a ganar. Y lo haría.

Volvió a mirar a Sarah. Ella lo percibió y, por un instante, le retuvo la mirada desde el otro lado del césped; luego le dio la espalda. La vio levantar la taza y dar un sorbo; le temblaba la mano cuando dejó la taza sobre el platito. Charlie apartó los ojos.

El tiempo que se había propuesto para llevar a cabo su plan finalizaba el martes por la noche. Hasta esa noche la tomaría un poco más, la tentaría, pero sin dejar de estar en guardia a cada paso del camino.

Contra lo que fuera que estuviera invadiéndole la mente.

La luna relucía sobre el embalse cuando Sarah acudió a la cita de esa noche. Charlie y ella estaban hambrientos, demasiado hambrientos, algo implícito en el beso que se dieron con voracidad y que precedería a muchos más.

Muchísimos más.

Sarah ardía de deseo, pero no eran sólo los placeres físicos los que ella buscaba. Quería saber por qué, y si bien comenzaba a entender que no eran unas razones frías y lógicas lo que había detrás del evidente deseo de Charlie, se le escapaban los motivos reales que lo provocaban.

Y aun así, aquel efímero deseo físico estaba ligado a esos motivos y era consecuencia de ellos. Si llegaba a saber la razón de uno, comprendería los otros.

El plan de la joven se había reducido a eso. A permitir que él le mostrara lo que haría, y luego instarle a que le mostrara aún más. Hasta que ella aprendiera y finalmente entendiera.

Y si se estremecía cuando Charlie cerraba la boca sobre su pecho, si gritaba, con un gemido primitivo cuando él comenzaba a chuparle el pezón con ferocidad, si se le derretían las extremidades y se le erizaban las terminaciones nerviosas cuando él le levantaba las faldas y la acariciaba, tocándola y ahuecándola, explorando ligeramente aquella parte de su feminidad hasta que las llamas le bajaban por la columna y le inundaban el vientre con un fuego hirviente, entonces, se dijo a sí misma, era necesario hacer un intercambio.

Si quería aprender más de él, tenía que entregar más de sí misma.

Cuánto estaba dispuesta a ofrecer no lo supo hasta que una vez más estuvieron echados en el sofá con las extremidades enredadas, apasionados y ardientes, hambrientos y deseosos. Hasta que hundió las manos en el sedoso pelo de Charlie, totalmente cautivada, con los labios separados, sensuales y ansiosos bajo los de él, con la lengua entrelazándose con la suya, desafiándolo y jugueteando, exigiéndole todavía más. Hasta que sintió las manos masculinas cubriendo su cuerpo, rozándole con los dedos la unión de los muslos, acariciándole una y otra vez la carne hinchada de su entrada secreta.

Sarah necesitaba más. Ahora, no más tarde. Necesitaba lo que venía a continuación más de lo que necesitaba respirar. Necesitaba… No estaba segura de qué necesitaba, pero sí de que él lo sabía.

Cuando Charlie intentó mantenerse firme en la línea invisible que había trazado y le negó más intimidad, ella le rogó en silencio, con sus labios y su lengua, con sus manos y su cuerpo, que la traspasara.

Charlie descubrió que no era capaz de resistirse a aquella súplica sensual. Si ella deseaba, él le ofrecía. Alguna parte incontrolable de su mente había hecho de esa máxima su lema y la había grabado a fuego en su cerebro. Sin importar lo dispuesto que estuviera a mantener un absoluto control y a dictar cada caricia, cada súplica, cada deleite que ella descubría, no podía reprimirse de aplacar la explícita necesidad de Sarah.

No podía negarse a disfrutar de ese placer.

Guiado por esa pasión que él seguía sin reconocer del todo, por esa necesidad para la que no tenía nombre, le rodeó la entrada resbaladiza con la punta del dedo. Luego, cuando ella le imploró más, él presionó en su interior sólo un centímetro. Pero cuando Sarah lo recibió cálida y ansiosa, arqueándose contra su mano, invitándolo, tentándolo, Charlie se rindió y le dio lo que deseaba.

Sintió sobre su boca cómo ella contenía el aliento cuando deslizó el dedo profundamente en esa apretada funda. Notó la tensión de aquella carne virgen que se contraía en torno a su dedo, bañándolo con sus fluidos ardientes. Estudió su respuesta, esperando a que ella asimilara la primera sacudida para comenzar a acariciarla con una lentitud deliberada al principio, permitiendo que los vertiginosos sentidos de la joven absorbieran el impacto de aquella primera e íntima penetración. Luego el deseo de ambos se fue incrementando gradualmente, palpitando con más rapidez, con más fuerza, hasta que adoptó el ritmo de sus corazones, el correr de la sangre por sus venas.

Sarah se retorció, se removió debajo de él, alzando las caderas de una manera instintiva hacia aquella íntima caricia. Guiado por ella y por su propia necesidad compulsiva, Charlie capturo la boca de Sarah, y entonces se reacomodó para sentir la escalada y la innegable pasión de la joven.

La guio hasta la cima, cada vez más rápido, hasta que ella alcanzó el pico más alto, se tensó y clavó los dedos en el brazo de Charlie, hasta que estalló en miles de fragmentos y se deshizo entre sus brazos.

La oleada fulgurante que había atravesado a Sarah murió, se desvaneció y la abandonó, dejándola sin fuerzas. La joven se relajó bajo él con el cuerpo totalmente laxo. Charlie retiró la mano de su cuerpo, dejando caer la falda. Esperaba que Sarah hubiera quedado satisfecha.

Luego interrumpió el beso, que en el último momento se había vuelto más suave, levantó la cabeza y la miró a la cara, pálida a la luz de la luna. Era la cara de un ángel, uno que escondía una voluntad semejante a la suya.

«Esa es una de las razones por las que la deseo».

Aquel pensamiento irrumpió en su mente, luego desapareció.

Sarah parpadeó y abrió los ojos. Lo miró y frunció el ceño.

—Te quiero dentro de mí —se quejó ella de manera provocativa. Aunque no llegó a hacer un puchero, parecía estar a punto de hacerlo.

Charlie suspiró y se echó hacia atrás. Se obligó a cerrar la puerta a sus demonios internos, muerto de deseo por ella, preparado y dispuesto a seguir tal sugerencia.

—Todavía no. —Su voz sonó entrecortada y tensa.

Se obligó a enderezarse. Tomó entre sus brazos el cuerpo laxo de la joven y la acomodó en su regazo.

La cadera de Sarah presionaba contra su erección, pero él no pudo hacer otra cosa que apretar los dientes y aguantar. Y negarse a escuchar sus más bajos instintos, que le decían que estaba tan duro que se arriesgaba a sufrir una lesión permanente.

Tenía que pensar, pero con ella en sus brazos, aquello parecía una tarea demasiado difícil. Intentó concentrarse con todas sus fuerzas, pero lo único que llenaba su mente, lo único de lo que era consciente, era del tacto de aquella mejilla contra su pecho desnudo.

Sarah había logrado despojarlo del abrigo y el chaleco, le había vuelto a abrir la camisa para deslizar las manos por su torso desnudo, piel contra piel. Quizá fuera ese gesto lo que le había arrebatado la capacidad de pensar, aunque no podía imaginar cómo había llegado a ocurrir tal cosa, jamás había sido susceptible a algo parecido con ninguna otra mujer, pero con ella… susceptible se había convertido en su segundo nombre.

Cerró los brazos en torno a ella, abrazándola. Acunándola.

De repente, Sarah soltó una risita seca y ligeramente cínica.

—Después de nuestra representación en la vicaría, mi madre me ha preguntado si nos había pasado algo.

La madre de Charlie no había preguntado, aunque lo había mirado intrigada.

—¿Qué le has dicho? —preguntó con curiosidad.

—Que nos parece demasiado desconcertante ser el centro de atención de todo el mundo.

A pesar de todo, Charlie sonrió.

—Una respuesta perfecta. Y además se ajusta a la verdad. —Tomó nota mental por si tenía que recurrir a ella más tarde.

Siguieron sentados en el sofá mientras la luna se deslizaba por el cielo y una acogedora oscuridad los rodeaba.

Un momento después ella se removió. Levantando la cabeza. Sarah le tomó la mejilla con una mano.

—Charlie…

—No. —Él capturó los dedos de la joven, se los llevó a los labios y le sostuvo la mirada mientras se los besaba. Por fin había recuperado la cordura. Había comenzado a darse cuenta de que había ocurrido de nuevo—. Todavía no —murmuró—, tenemos que ir paso a paso.

Paso a paso.

Que Dios le ayudara.

A la mañana siguiente, Charlie se encontraba sentado en el escritorio de la biblioteca con la barbilla apoyada en una mano, mirando ensimismado la alfombra Aubusson, sin ser capaz de comprender cómo había podido llegar hasta ese punto.

Su plan había estado claro desde el principio y lo había ejecutado con gran precisión, pero de alguna manera la continua interacción con Sarah y la intención de esta de ir más allá con rapidez habían minado su voluntad y se había visto incapaz de parar.

Y aunque sabía muy bien que tenía que poner límite a aquel aprendizaje sensual, una parte de él —una parte muy poderosa— no quería más que dejarse llevar. Quería zambullirse en la pasión que ardía entre ellos, quería atiborrarse de aquella creciente lujuria, saciarse y luego deleitarse y recrearse en ella.

A pesar de la caminata en la fría noche después de haber acompañado a Sarah a casa, a pesar de la larga cabalgada entre los campos desolados por el invierno, apenas había logrado pegar ojo la noche anterior, incapaz de liberar la mente y los sentidos de la promesa de pasión que ella representaba.

Por su experiencia sabía que podía hacerlo, pero no sabía qué ganaría con ello.

Era aquel elusivo y tentador sabor de la inocencia.

Era eso, decidió, lo que había invadido sus pensamientos, lo que lo había convertido en un adicto. El sabor de la inocencia. Y las adicciones, como las obsesiones, podían llevar a los hombres a hacer cosas que normalmente no harían, a comportarse de manera ilógica. Pero las adicciones, gracias a Dios, podían vencerse. Como acabaría sucediendo con esta.

En cuanto ella hubiera aceptado casarse con él y fuera suya para siempre. Una vez que estuvieran casados, aquella inocencia se desvanecería gradualmente. En unas semanas —un mes a lo sumo— aquella curiosa fascinación que Sarah ejercía sobre él quedaría saciada, y se disiparía por sí sola.

Así que no tenía de qué preocuparse. Esta no era una obsesión, como sí podía serlo el amor. Sólo era un adictivo encaprichamiento.

Reflexionó sobre esa conclusión y no encontró nada en ella que pudiera rebatir. Por lo tanto no había ningún problema para seguir adelante con su plan.

Pero era lunes, el día que Sarah pasaba en el orfanato.

A pesar de la auténtica compulsión que sentía de ensillar a Tormenta y cabalgar hasta la granja Quilley, y de las indudables oportunidades que surgirían ese día de aliviar la picazón de abrazarla, besarla, tocarla, mientras disimulaba sus reacciones ante todos los demás, bastaba con imaginar la cantidad de veces que tendría que apretar los dientes y los puños para aplacar a los demonios que lo inundaban, para mantenerse quieto en la silla.

Y ese pensamiento hizo que finalmente se centrara en los diversos documentos de la hacienda que tenía delante. Haciendo una mueca, recogió una pluma y se obligo a tratar de resolver todos los asuntos legales durante el día, y dejar los auténticos retos para la noche.

—Ha venido a verla un caballero, señorita.

Sarah levantó la vista hacia Maggs, que había asomado la cabeza por la puerta. La joven había estado doblando y ordenando la ropa recién lavada de la guardería del orfanato, una manera perfecta de evitar que su mente se fuera por otros derroteros infinitamente más divertidos.

—La señora Carter me ha dicho que le diga que lo ha hecho pasar al despacho y que si puede bajar a hablar con él. —El muchacho esbozó una amplia sonrisa—. Parece el vivo retrato de Shylock[2].

—Ya veo. —Sarah acabó de doblar un par de calcetines rosa de lana y se dirigió a la puerta—. Gracias por el mensaje, regresa a tus clases… y no te entretengas por el camino.

Maggs le lanzó una mirada ofendida que Sarah le sostuvo con firmeza y que hizo que el chico soltara un suspiro.

—De acuerdo. Iré directo a clase.

Sarah le siguió escaleras abajo. Observó cómo Maggs se encaminaba cabizbajo al pasillo que conducía a la habitación donde Joseph daba sus clases y sonrió ante la evidente renuencia del adolescente, luego se dirigió al despacho.

Joseph había estado enseñándole a los chicos mayores la obra de Shakespeare. Aunque dudaba mucho que algún prestamista hubiera ido a verla, no la sorprendió abrir la puerta del estudio y descubrir a un caballero delgado y de facciones angulosas vestido de negro riguroso. Tenía los ojos pequeños, hundidos y oscuros, y la nariz aguileña, algo que respondía claramente a la imagen que Maggs tendría de Shylock.

Ocultó su diversión tras una sonrisa de bienvenida.

—Buenas tardes. Soy la señorita Conningham.

El hombre, que se había levantado de la silla que había frente al escritorio cuando ella entró, le hizo una educada reverencia.

—El señor Milton Haynes para servirla, señorita. Soy un abogado de Taunton y he venido a hacerle una oferta en nombre de uno de mis clientes.

Sarah le hizo un gesto con la mano para que volviera a sentarse en la silla mientras ella se dirigía al otro lado del escritorio y tomaba asiento.

—¿Una oferta?

—Así es, señorita. —El señor Haynes levantó una cartera de piel sobre su regazo, la abrió y extrajo un documento doblado—. ¿Me permite? —Ante el asentimiento de Sarah, puso la cartera en el suelo y, con gran teatralidad, extendió el documento encima del escritorio—. Como voy a mostrarle a continuación, señorita Conningham, mi cliente quiere hacerle una generosa oferta por la casa y las tierras que se conocen como granja Quilley por la suma que puede ver aquí. —Señaló el importe con una uña pulcra—. Ahora, si me permite aconsejarle…

Con el ceño fruncido, Sarah cogió el papel y lo deslizó bajo el dedo del abogado. El hombre pareció renuente, pero al final levantó el dedo y dejó que cogiera el documento.

Aunque Sarah estaba poco familiarizada con tales documentos, una rápida ojeada a las complejas frases legales bastó para confirmar que alguien le estaba haciendo una oferta por la granja Quilley, por las tierras y la casa, y que la cifra era lo suficientemente grande como para hacerla parpadear.

El señor Haynes se aclaró la garganta.

—Como acabo de decirle, esta oferta es muy generosa, sin duda más elevada de lo que podría esperar en el mercado inmobiliario de la zona, pero mi cliente está muy interesado en esta propiedad, por lo que está dispuesto a pagar una cantidad mayor a la de su valor en el mercado. —Se inclinó hacia delante—. En efectivo, debo añadir. Todo legal, se lo puedo asegurar.

Sarah levantó la mirada a la cara de Haynes.

—¿Quién es su cliente? —Según los documentos, la oferta había sido hecha a través de las oficinas de Haynes.

El hombrecillo se reclinó en la silla, con expresión remilgada.

—Me temo que no puedo decirle su nombre. Es un hombre un tanto excéntrico, y prefiere conservar su intimidad.

Sarah arqueo las cejas.

—¿De veras? —Ella no tenía ni idea de qué hacer con eso. ¿Eran habituales tales transacciones anónimas? De cualquier manera, no era algo en lo que estuviera interesada—. Me temo, señor Haynes que su cliente ha sido mal informado. —Se puso en pie, dobló la hoja y se la tendió a Haynes, que, con cara larga, se vio obligado a levantarse también—. No tengo ningún interés o intención de vender la granja Quilley.

La sorpresa asomó a los angulosos rasgos de Haynes. Algo comprensible dada la cantidad de dinero que ofrecía su cliente, así que Sarah añadió:

—En realidad, la granja es un orfanato y me fue legada con la condición de que siguiera como tal. No puedo romper la confianza que se ha depositado en mí.

Haynes abrió la boca y la cerró.

—Oh —dijo tras un momento.

Desanimado, dejó que Sarah lo acompañara fuera del despacho hasta la puerta principal.

Una vez allí se volvió hacia ella.

—Por supuesto, le comunicaré su decisión a mi cliente. Supongo que no existe ninguna posibilidad de que cambie de opinión, ¿verdad?

Sarah sonrió y le aseguró que tal posibilidad no existía. Con los hombros hundidos, Haynes se montó en la jaca que había dejado atada frente a la puerta y se alejó al trote por el camino de acceso.

Cruzando los brazos, Sarah se apoyó contra el marco de la puerta y lo observó alejarse. El abogado desapareció durante un momento entre las casas de Crowcombe para reaparecer un momento después al girar hacia el sur, por el camino que conducía a Taunton.

Sarah oyó pasos a su espalda y giró la cabeza. Katy Carter apareció en el vestíbulo y se detuvo junto a ella en el umbral. Secándose las manos en el delantal, miró en la dirección por la que había desaparecido la figura del abogado.

—Me dijo que tenía una oferta para ti que no podrías rechazar —le dijo Katy, lanzándole una mirada inquisitiva.

—En eso se equivocaba —le respondió con una amplia sonrisa—. Era una oferta para comprar la granja, la casa y las tierras, pero ya le he dicho que no estaba interesada en vender.

Katy asintió con la cabeza y se volvió hacia la casa.

—Sí, bueno, sabía que no lo harías. La vieja lady Cricklade se habría revuelto en su tumba.

Sarah se rio entre dientes mientras meneaba la cabeza.

—Sin duda habría salido de la tumba para rondarme. —Acabó sonriendo ante el recuerdo de la figura flaca y autoritaria de su madrina, que, sin embargo, había sido muy cariñosa con todo el mundo.

—¡Katy, si viene alguien más queriendo comprar la granja, déjale bien claro que no está en venta! —le gritó mientras Katy se dirigía a la cocina.

Katy le lanzó una sonrisa confiada.

—Descuida, así lo haré.

Sarah permaneció en la puerta y volvió a mirar el valle que se extendía a los pies de los Quantocks. A su espalda el orfanato bullía de vida y esperanza. Había sido escogida por su madrina y por su madre para ser la guardiana de aquel lugar, pero si ejercía aquel papel era porque deseaba hacerlo y porque el orfanato también le aportaba algo.

Mientras el sol declinaba lentamente, surgiendo bajo las nubes e iluminando el otro lado del valle, aún sumido en el monótono invierno, Sarah intentó definir qué era ese algo. Después de un momento, concluyó que el orfanato ocupaba un lugar importante en su vida, un lugar donde ella desempeñaba un papel que la satisfacía y que era una parte vital de su existencia.

Sin embargo, aquel lugar sólo representaba un aspecto de su vida, una pieza más del rompecabezas. Un puzzle que todavía estaba por definir, al que todavía le faltaban piezas por colocar antes de poder ver el resultado final.

Su vida.

Ese pensamiento le hizo recordar el tema que la había estado consumiendo durante toda la semana anterior. Charlie y su propuesta de matrimonio. Dos asuntos, dos piezas, pero ambas inseparables. Si quería una, tenía que aceptar la otra. Durante incontables horas había estado reflexionando sobre la auténtica pregunta a la que se había enfrentado: ¿Eran Charlie y la posición que le ofrecía una parte esencial de su vida?

¿Debería aferrarse gustosa a lo que él le ofrecía, aceptarlo y encajarlo dentro de su rompecabezas?

¿Lograría encajar en él?

Ese era el quid de la cuestión, y aunque todavía no conocía la respuesta, sabía mucho más ahora que cuando él le había pedido tan inesperadamente que fuera su prometida.

Como le había dicho él, compartían una trayectoria común desde su nacimiento. Sus encuentros habían confirmado que eso ofrecía cierta comodidad digna de tomar en cuenta. Además, si vivía en casa de Charlie, aún estaría rodeada de personas a las que conocía. Aunque él tenía amigos y conocidos en Londres y más allá del valle que ella no conocía, aquí, en casa, compartían prácticamente todas las amistades.

Gran parte de sus vidas seguían el mismo camino.

En definitiva, no había nada en él a lo que pudiera poner reparos, ni como hombre ni como persona, por no hablar de todas sus posesiones.

En lo que concernía a preocupaciones menos tangibles, como lo que él sentía o podía llegar a sentir por ella, Sarah ya había descubierto que la proposición matrimonial de Charlie no había sido guiada sólo por la lógica y las razones convencionales. Había sido influenciada por otra emoción, ya que era evidente que una o más de las emociones que ella quería descubrir —pasión, deseo o incluso amor— habían jugado un papel fundamental. Y aunque el amor aún estaba por verse, parecía que lo que él sentía por ella podía ser todo lo que Sarah deseaba.

La joven reflexionó sobre eso y lo que él le hacía sentir, y si bien sospechaba, dada la forma en que él respondía a ella, que lo dos sentían lo mismo el uno por el otro, lamentaba no haber podido averiguar aún a su completa satisfacción qué sentía ella por él, si era verdad o no que lo amaba.

Estaba fascinada y sumida en una especie de abandono sensual, sí, pero ¿era eso amor?

Tras un momento, decidió dejar aparcado el tema, aún por resolver, y continuó con su reflexión. ¿Qué más había aprendido? Evidentemente, que a él le gustaban los niños, que le hacían disfrutar y que podía y quería jugar con ellos, y eso era un punto a su favor.

Repasó su lista mental y le sorprendió descubrir que ya había marcado muchas cosas a su favor. Miró al camino y, al ver pasar a otro viajero, recordó la oferta del cliente de Haynes.

Lentamente se enderezó y sintió una opresión en el pecho.

Si se casaba con Charlie, ¿qué ocurriría con el orfanato? Era suyo, cierto, pero sus propiedades, al casarse, pasarían a ser legalmente de su marido.

Siguió allí de pie mirando sin ver las colinas ondulantes hasta que, al cabo de un rato, se rodeó con los brazos, se dio la vuelta y entró.

Tenía que hablar con Charlie.