EL día siguiente era sábado. A media mañana, Charlie se encontraba galopando hacia el sur por la carretera que conducía a Taunton guiando a Tormenta tras el castaño de Sarah y maldiciendo para sus adentros. ¿Cómo era posible que hubiera accedido a esto?
Habían salido de excursión para visitar la feria ambulante que había acampado a las afueras de Taunton. En la fiesta de lady Finsbury, Charlie había sido invitado a unirse al grupo de damas y caballeros que había decidido ir a la feria a pasar un buen rato. Charlie había aceptado, pues en aquel momento la excursión le pareció la ocasión perfecta para conocer mejor —y de una manera completamente inocente— a su futura esposa.
Pero eso había sido entonces; ahora tenía una opinión diferente.
Las excursiones inocentes, en particular con Sarah, y más especialmente después de lo sucedido la noche anterior, no eran algo que le apeteciera demasiado hacer. Ya no veía tales encuentros con imparcialidad, ni mucho menos con comodidad.
Después de la noche anterior, tener a Sarah cerca, incluso verla era suficiente para que su cuerpo la anhelara sin tener en cuenta las instrucciones previas de su cerebro. Montar a caballo cuando estaba medio excitado nunca había sido su idea de la diversión.
Pero allí estaba, sintiendo una incomodidad si no dolorosa, sí lo suficientemente molesta para tener que pasar el día con Sarah en público. Peor todavía, entre los otros seis participantes de la excursión, había tres señoritas que parecían sentir mucha curiosidad por un supuesto romance entre Sarah y él. Charlie tendría que aguantarse, tendría que apretar los dientes y contenerse, aunque eso no le hiciera feliz, sobre todo si tenía que pasar el tiempo con Sarah, sin poder hacer otra cosa que charlar y ser sociable con los demás.
No podía imaginar ninguna actividad peor para su estado de ánimo.
Después de la noche anterior, había llegado a una situación en que lo único que deseaba era estar a solas con Sarah para enseñarle mucho más de la sensualidad, para hacerla sentir un deseo tan profundo que al final ella se rindiera y aceptara casarse con él sin demora. Sin embargo, en su fuero interno, a un nivel más intelectual, sabía que actuar con prudencia sería lo más sabio.
Sarah lo había sorprendido. Casi lo había despojado del control con una simple e inocente caricia. No era algo que ella debiera poder hacer, y menos con tanta facilidad. Por lo tanto, Charlie se había repetido a sí mismo que debía mantener un férreo control en todos sus futuros encuentros con ella.
Un inquebrantable control.
Perder el control en cualquier aspecto no era algo que él contemplaba con comodidad, así que ni se imaginaba consentirlo. No tener el mando era para un Morwellan, como él bien sabía, el camino hacia la perdición.
Los tejados de Taunton aparecieron a lo lejos, materializándose entre la niebla y el humo que la ligera brisa y el débil brillo del sol hacían dispersarse. Charlie examinó el paisaje y luego a quienes iban delante de él: las cuatro señoritas que galopaban en parejas; Sarah montaba al lado de Betsy Kennedy, Lizzie Mortimer y Margaret Cruikshank iban delante de ellas. Sarah vestía un traje de montar de color verde pálido y un sombrerito con una brillante pluma a juego.
Las jóvenes, por supuesto, iban charlando; el sonido de sus suaves voces llegaba hasta sus acompañantes, que las seguían montando también en parejas. Tras intercambiar algunos saludos después de reunirse con ellos en Crowcombe, y tras algunos comentarios intrascendentes, los caballeros habían cerrado la boca y se habían dedicado a disfrutar del paseo y las vistas, ambos bucólicos y femeninos.
Detrás de Charlie montaba su hermano Jeremy, otro observador que hubiera preferido evitar.
Todos refrenaron las monturas cuando se aproximaron a las primeras casas. Al llegar al puente de adoquines, se pusieron al paso. La vía estaba abarrotada, pues además de la feria era día de mercado. Por fortuna no tenían que atravesar el pueblo para llegar a la feria.
Dejaron los caballos en Taunton Arms, una enorme posada justo al lado del puente que luego atravesaron a pie. Bajaron una suave pendiente hacia los brillantes carromatos y tenderetes que se habían instalado sobre un campo en barbecho a orillas del río Tone.
En la otra orilla, los altos muros de piedra del castillo normando se cernían, sombríos, sobre ellos. En contraste, los banderines de ricos colores y el bullicio alegre de la feria eran todo un alivio para la vista.
Era casi mediodía cuando pagaron los peniques que costaba la entrada y accedieron al recinto ferial pasando bajo un arco resplandeciente adornado con brillantes cintas y banderines. El lugar ya estaba abarrotado. Las calles, formadas por los tenderetes y los carromatos, estaban animadas con gente y niños de todas las edades.
En cuanto atravesaron el arco, se detuvieron para planear qué hacer. Jeremy, de pie al lado de Charlie, echó un vistazo a su alrededor y dijo:
—No hay manera de que logremos permanecer juntos. Propongo que nos reunamos aquí a las tres. Tendremos que emprender el camino de vuelta entonces si no queremos cabalgar en la oscuridad.
Todos se mostraron de acuerdo; el reloj de la torre de la iglesia cercana podía verse desde todos los puntos de la feria. Luego, las cuatro jóvenes, con los ojos brillantes y llenos de determinación, se encaminaron hacia los primeros tenderetes, donde se vendían todas las baratijas imaginables. A los caballeros no les quedó más remedio que seguirlas. Ese no era el tipo de lugar donde una joven podía pasear sin acompañante. Había gente de mala calaña entre la multitud y, aunque en la feria reinaba un espíritu festivo y la gente se reía y bromeaba, no había manera de predecir lo que podía ocurrir.
Al principio todas las chicas permanecieron juntas, yendo de un puesto a otro, admirando cintas y abalorios, llamándose las unas a las otras, señalando artículos y pidiéndose opiniones. Pero luego Margaret Cruikshank se entretuvo en un puesto de magia. Jeremy, que también parecía interesado en la mercancía, se quedó con ella mientras los demás seguían adelante. Margaret y Jeremy eran los más jóvenes del grupo, tenían la misma edad y eran amigos de toda la vida; Charlie sabía que podía confiar en que su hermano pequeño cuidara de Margaret.
Al ser el mayor del grupo, Charlie sentía una cierta responsabilidad hacia los demás, pero eso no quería decir que deseara pasar las siguientes tres horas en su compañía. Una vez que hubieron perdido de vista a Margaret y a Jeremy, sólo quedaba dejar atrás a Lizzie Mortimer y Betsy Kennedy, y a Jon Finsbury y Henry Kilpatrick.
Al final del primer callejón se toparon con un tenderete de brillante color púrpura y dorado con un letrero que anunciaba a «La gran madame Garnaut, la extraordinaria adivina». Lizzie y Betsy comenzaron a dar saltitos entusiasmadas, un entusiasmo que Sarah no compartía, aunque al final se dejó convencer por sus amigas y, después de pagar los seis peniques que costaba la consulta, esperaron a ser llamadas a la presencia de madame Garnaut.
Charlie había acompañado a muchas mujeres a ferias y reuniones similares, así que suspiró y se dispuso a esperar frente al tenderete, desde donde podría vigilar la entrada con adornos coloridos del tenderete de madame Garnaut. Jon y Henry, mucho más jóvenes que él, protestaron, sin embargo se dispusieron a esperar también pacientemente mientras discutían si tendrían tiempo para ver los despliegues pugilísticos que tenían lugar en unas pistas al otro lado del campo.
Charlie escuchó el debate en el que los jóvenes lo incluyeron educadamente, aunque contribuyó poco al mismo. Tenían cinco o seis años menos que él, por lo que solían mirarlo con cierto temor reverencial. Durante un rato le dio vueltas a la cabeza sobre cuál sería la mejor manera de conseguir que Sarah y él pudieran perder de vista a los otros cuatro.
El destino le sonrió y, primero Betsy y luego Lizzie, las dos nerviosas y enojadas, salieron del tenderete de madame Garnaut. Sarah fue la última al entrar por la colorida puerta de tela. Cuando la joven dejó caer la lela, Lizzie le hizo algunas confidencias a Betsy en voz baja, luego cruzaron la calle sin prisa para reunirse con sus acompañantes.
Jon se enderezó y metió las manos en los bolsillos.
—¿Qué os ha dicho madame Garnaut? —les preguntó a ambas chicas.
Lizzie y Betsy intercambiaron una mirada, entonces Lizzie y golpeó el brazo de Jon.
—No te importa. Eso es algo que nos compete a nosotras y que tú sólo podrás imaginar.
Las dos chicas miraron hacia el siguiente puesto y se removieron: inquietas, impacientes por irse. Volvieron a mirar la tienda de la adivina, la consulta de Sarah estaba durando más tiempo que la suya.
Charlie sonrió para sus adentros. Por fuera hizo una mueca para disimular.
—¿Por qué no seguís adelante? Yo esperaré a Sarah.
Los cuatro jóvenes se miraron en silencio, luego le dirigieron una mirada de agradecimiento y se apresuraron hacia la siguiente atracción, un tenderete donde se vendían cintas y pañuelos.
Charlie les observó alejarse, luego sonrió, y de nuevo se dispuso a esperar.
Dentro del tenderete de color púrpura, Sarah estaba sentada con los ojos clavados en una gran bola de cristal verde. La sostenía entre las palmas de las manos tal y como le había pedido madame Garnaut que hiciera. Antes de eso le había leído las dos palmas, había fruncido el ceño y mientras negaba con la cabeza le había dicho en marcado acento: «Es complicado».
No era lo que Sarah había esperado oír. No es que creyera mucho en la adivinación, pero ya que estaba allí, no perdía nada y preguntarle a madame Garnaut si Charlie la amaba o no o sí, en caso de que no lo hiciera, llegaría a amarla cuando estuvieran casados. Aquella era una oportunidad demasiado buena para dejarla pasar. Estaba dispuesta a utilizar cualquier medio a su alcance para descubrir lo que necesitaba saber.
Pero no veía nada en la bola de cristal.
Miró a la adivina, sentada al otro lado de la pequeña mesa redonda con un mantel de terciopelo de color azul profundo. Las manos de la gitana, extrañamente frías, rodeaban las de Sarah. La mujer miraba con los ojos entrecerrados la bola de cristal; una mirada de absoluta concentración que le hacía fruncir el ceño.
El pelo de madame Garnaut, largo y rizado, y tan negro como el ala de un cuervo, parecía sobresalir de su cabeza. En ese momento, cerró los ojos y, echando la cabeza hacia atrás, exhaló lentamente. Comenzó a hablar en medio de una extraña quietud.
—Desea saber si un hombre puede amarla. Es alto, pero no moreno y muy apuesto. La respuesta a su pregunta es sí, aunque el camino no está claro. Para obtener lo que busca y conocer esa respuesta, tendrá que tomar una decisión. Será decisión suya, no de él.
Pasó un largo rato, luego la adivina soltó un suspiro. Ante las dilatadas pupilas de Sarah, la mujer pareció desinflarse. Madame Garnaut soltó las manos de Sarah y la miró directamente a los ojos.
—Es todo lo que veo… lo único que puedo decirte. Así que la respuesta es sí, pero… —La mujer se encogió de hombros—. El resto es complicado.
Sarah inspiró bruscamente. Retiró las manos de la bola de cristal y asintió con la cabeza. Apartó la silla de la mesa y se levantó.
—Gracias. —En un impulso, rebuscó en su ridículo, sacó otros seis peniques y los dejó sobre la mesa—. Por las molestias.
La gitana tomó las monedas y asintió con la cabeza.
—Usted es una dama, pero ya lo sabía. —En sus negros ojos sabios asomó un brillo desconcertante—. Le deseo buena suerte. Con él no va ser fácil.
Girándose, alzó la puerta de tela del tenderete y salió, parpadeando desorientada ante la claridad del día. Vio a Charlie —que estaba solo— esperándola al lado de un puesto cercano. Cruzó la callejuela al tiempo que se colgaba el ridículo del brazo, momento que aprovechó para recobrar la compostura.
«No será fácil. Será decisión suya, no de él».
Al llegar al lado de Charlie, levantó la mirada.
Él sonreía ampliamente.
—¿Qué te ha dicho? ¿Alto, moreno y guapo?
Ella sonrió con más confianza de la que sentía.
—¿Y tú qué crees?
Él le cogió la mano y la puso sobre su brazo antes de conducirla a la siguiente callejuela.
—Creo que eso demostraría por qué no debes creer en las profecías de las adivinas. No son más que charlatanas.
Era lo que ella había pensado siempre. Ahora ya no estaba tan segura.
Pero él era la última persona con la que deseaba discutir las revelaciones de madame Garnaut. Echó un vistazo a su alrededor mientras paseaban uno al lado del otro, y entonces se dio cuenta de que los demás no estaban a la vista.
—¿Dónde están los demás?
—Han seguido adelante.
Sarah lo miró, esperando que dijera algo, pero él no añadió nada más, ni siquiera sugirió que tuviera intención de buscarlos ni, mucho menos, de volver junto a ellos. La joven se encogió de hombros mentalmente, pensando que aquello también le venía bien a ella.
En especial dadas las revelaciones de madame Garnaut. Si las cosas iban a resultar tan complicadas, si todo dependía de sus propias decisiones, entonces cuanto más supiera de él…
La mirada de la joven cayó sobre una figura corpulenta muy peripuesta, que venía por la calle en dirección a ellos. Sarah se acercó más a Charlie.
—Supongo que estarás enterado de la expansión de la industria en Taunton. ¿Conoces al señor Pommeroy? —Señaló con la cabeza al hombre que se acercaba—. Es el dueño de la nueva fábrica de sidra que se ha establecido en las afueras del pueblo.
—Hacia el oeste, ¿verdad? He oído hablar de ella, pero rara vez paso por allí —Charlie apartó la mirada del señor Pommeroy y la miró a los ojos—. ¿Lo conoces?
Ella asintió con la cabeza.
—Ha contratado a dos de los chicos del orfanato como aprendices. —Sin esperar su respuesta, la joven compuso su mejor sonrisa y se dirigió al señor Pommeroy.
Al verla, él sonrió y se detuvo.
—Señorita Conningham. —Tomó la mano de la joven entre las suyas—. Tengo que decirle que esos dos muchachos que me envió son muy buenos trabajadores. Si tienen a más como ellos, estaremos encantados de que se unan a nosotros.
—¡Excelente! —Recuperando su mano, Sarah señaló a Charlie—. Me gustaría presentarle a lord Meredith.
El señor Pommeroy pareció encantado. Le hizo a Charlie una reverencia.
—Milord.
Charlie, siempre educado y correcto, asintió con la cabeza. El señor Pommeroy les presentó a su esposa, tras lo cual, Charlie se pasó los siguientes cinco minutos hablando de fábricas, rendimientos y transportes. Sarah los escuchó con atención; siempre estaba ojo avizor ante cualquier oportunidad para los chicos del orfanato, como el negocio del transporte, que, por lo que se deducía de la conversación entre Charlie y el señor Pommeroy, iba en alza. Tomó nota mental de hablar con el señor Hallisham, que poseía un negocio de transporte local.
La señora Pommeroy, sin embargo, a pesar de la sonrisa que esbozaba, comenzó a removerse con inquietud. Apiadándose de ella, Sarah tomó cartas en el asunto. Hizo una pregunta de carácter general al tiempo que le pellizcaba el brazo a Charlie. Él la miró, pero aceptó en silencio su decisión de terminar la conversación y se despidieron de los Pommeroy.
Mientras continuaban su camino, ella le murmuró:
—Puedes ir a visitarlo en alguna ocasión cuando no esté su esposa presente.
Charlie arqueó una ceja y luego curvó los labios, asintiendo con la cabeza.
—Supongo.
—¡Señora! ¡Hermosa señora!
Estaban delante de una nueva hilera de tenderetes. Un hombre mayor con la cara ancha y las manos nudosas le hizo señas a Sarah para que se acercara.
—¡Venga! ¡Es perfecto para usted que es tan bonita como un cuadro! —Asintió con la cabeza con una expresión radiante y volvió a hacerle señas para que se acercara. Sarah dio un paso hacia él, llena de curiosidad. El hombre bajó la mirada a su mostrador y rebuscó con sus gruesos dedos entre las mercancías—. Directamente llegados de Londres. Collares de Rusia. Tengo los colores perfectos para usted.
No pasaba nada por echar un vistazo. Sarah arrastró a Charlie hasta el puesto, deteniéndose delante del mostrador.
—¡Mire! —El hombre levantó la vista. Entre sus enormes dedos sostenía un collar con piezas de esmalte de distintas formas unidas entre si y que estaban decoradas con una mezcla de brillantes colores verdes como la primavera y azules como el verano. El collar parecía ridículamente delicado entre las enormes manos del hombre.
Sarah abrió mucho los ojos. Tenía que tocarlo.
—Venga. —El comerciante salió a toda prisa de detrás del mostrador—. Pruébeselo y mire.
Con destreza, el hombre colocó el collar de esmalte alrededor del cuello de Sarah y lo sostuvo en alto para que lo viera.
Charlie observó el gesto con resignación. Tenía que felicitar al hombre por su destreza. Sabía cómo vender a las damas.
Pero a Sarah, no cabía duda, le encantaba el collar. Charlie ladeó la cabeza y lo examinó, considerando cómo le quedaba, cómo lo examinaba con los dedos, cómo estudiaba su reflejo en un espejo con manchas que el comerciante había sacado de debajo del mostrador.
El efecto era… complejo. El esmalte parecía ser bastante bueno La pieza era el resultado de combinar una inocente simplicidad y la decadencia de los vibrantes colores.
A Charlie le bastó una mirada a la cara de Sarah para saber que a ella le había gustado tanto como a él. No necesitó mirar al sagaz comerciante para saber que ahora el hombre lo estudiaba de cerca, presto a animarlo para que se lo comprara a su dama.
Charlie estudió el collar de nuevo. La luz parecía arrancarle destellos de colores cada vez que lo iluminaba. A pesar de su arraigada costumbre de no comprar nada que se vendiera en una feria de gitanos, Charlie levantó la mano para tocar los esmaltes. Sarah le miró desde el espejo. Él la vio, pero no le sostuvo la mirada.
Era una pieza delicada tal y como deberían ser los collares de esmalte. Pasó el dedo por una de las piezas y le dio la vuelta.
Se quedó impresionado. El trabajo de remate en el reverso del esmalte era de la misma calidad que en los collares más caros.
A Alathea le gustaban mucho los esmaltes, sobre todo los de origen ruso. Era de ella de quien había aprendido cómo distinguir los collares originales de los falsos. Puede que esa pieza no fuera original, pero sin duda era bastante buena.
Componer su mejor cara de hombre de negocios le resulto muy útil. Miró fijamente al comerciante con una expresión totalmente neutra.
—¿Cuánto?
Sarah le miró de reojo. Charlie se dio cuenta de que había pensado comprárselo ella misma, pero cuando él no le devolvió la mirada y se limitó a regatear con el comerciante, se limitó a mantener la boca cerrada y permitió que se lo comprara.
Una pequeña victoria, casi insignificante, pero que a Charlie le supo a gloria.
Para cuando el comerciante y él se despidieron, y Sarah y Charlie se alejaron del tenderete, había comprado no sólo el collar de esmalte, sino un anillo y tres broches. Uno dorado, rojo y negro para Alathea y otro para Augusta en sus tonalidades favoritas, púrpura, amatista y malva. Tras alejarse del mostrador, Charlie detuvo a Sarah al lado del puesto y le prendió el tercer broche, de esmaltes azules y verdes, en la solapa del traje de montar.
Sarah curvó los labios suavemente y acarició el broche con la yema de los dedos, luego levantó la cara.
—Gracias, es muy bonito.
Charlie le sostuvo la mirada durante un instante, luego le cogió de mano derecha y después de deslizarle el anillo a juego en el dedo corazón, le puso la mano sobre el pecho para poder admirar las tres piezas juntas.
Charlie sintió una opresión en el pecho. Sabía que estaba mirando los esmaltes, pero no era eso lo que veía en su imaginación.
Alzó la vista y miró a Sarah a los ojos.
—Es sólo hasta que me dejes regalarte algo de más valor. —Esbozó una sonrisa y, antes de que ella pudiera hablar, le preguntó—: ¿Has visto las esmeraldas Morwellan?
Sarah parpadeó, luego le deslizó la mano en el brazo y comenzaron a pasear de nuevo.
—No. —Frunciendo el ceño, ella negó con la cabeza—. No recuerdo haberlas visto.
—De haberlo hecho, te acordarías. Mi madre rara vez se las pone, no le gustan. Son transparentes y perfectas. El juego consta de un collar, unos pendientes, una pulsera y un anillo. Es el juego de esmeraldas más perfecto que se conoce. —Volvió a mirar a la mujer que llevaba del brazo… su futura condesa—. Te gustarán.
Ella levantó la vista y lo miró a los ojos.
—Si me caso contigo.
No existía un «si». El mudo reto en la mirada de Sarah provocó una tormenta en el interior de Charlie que tuvo que contener el impulso de ceder a él y terminar con la resistencia de la joven, de dejarle claro que no habría otro resultado. Tensó el brazo. Con algo parecido al horror, luchó contra el primitivo e intenso deseo de demostrarle a Sarah que la verdad era muy simple e imposible de malinterpretar: Ella era suya.
«Suya».
Apretó los dientes y se obligó a aceptar sus palabras —pues la joven tenía derecho a negarse— con una inclinación de cabeza. Luego miró sin ver hacia delante, todavía intentando contener su reacción.
Charlie nunca se había considerado un hombre particularmente posesivo. ¿De dónde provenía tal impulso? ¿Por qué era tan fuerte? ¿Qué significaba?
Pero si cedía a ese impulso, si la dejaba sospechar que de verdad no iba a tener otra alternativa, que ella no había tenido elección desde el momento en que él había hablado con su padre para pedir su mano —por no considerar todo lo que había ocurrido desde entonces—, si le mostraba cualquier indicio de que su destino estaba trazado de antemano sin tener en cuenta lo que ella pensara al respecto, se estrellaría contra un muro de resistencia femenina.
Y eso era algo que sabía muy bien que tenía que evitar. Alathea se defendía de manera similar a la de Sarah, con la voluntad de hierro que caracterizaba a las mujeres Cynster. Ningún hombre en sus cabales provocaba tal cosa.
Había batallas que era más sabio no luchar.
Se repitió todos esos argumentos hasta que logró calmarse. Hasta que la que la bestia que ella había provocado se avino a observar y esperar.
Sarah paseó a su lado fingiendo no notar la tensión que había embargado a Charlie, la que él había doblegado y controlado. Gradualmente, el brazo sobre el que reposaba la mano de la joven, se relajó.
Poco a poco, Charlie anduvo con menor rigidez hasta alcanzar su agilidad y gracia acostumbradas.
Entonces, Sarah respiró más tranquila. Era evidente que a Charlie no le gustaba que ella sugiriera que no se casaría con él. Lo que la llevaba de vuelta a la cuestión que tanto le preocupaba: ¿Por qué estaba tan empeñado en casarse con ella?
Si en respuesta a esa pregunta a Charlie se le ocurría decir que la vida —la de los dos— sería considerablemente más sencilla, entonces quedaría claro que no la conocía. Así que ella tendría que seguir presionando, ciñéndose a su plan, hasta que lo conociera lo suficiente para entenderlo.
—¡Señorita Conningham!
—¡Eh, señorita!
Sarah se detuvo y se dio la vuelta. La joven observó sonriente como tres muchachos —o más bien tres jóvenes adultos— se abrían camino entre la multitud. Al llegar hasta ella, los tres le hicieron una reverencia y le sonrieron con descaro.
—Dígame, señorita —dijo Bobby Simpson—, ¿ha visto a la mujer barbuda? Está en aquel puesto de allí.
—Es realmente asombroso, señorita, nadie sabe si es un hombre o una mujer —aseguró Johnny Wilson.
Naturalmente, aquellos jóvenes pensaban que esa era la atracción más excitante de todas. Sarah contuvo la risa.
—¿Qué más me recomendáis?
Los tres estuvieron encantados de contarle que había una muestra de dulces de Carnaval en el perímetro de la feria. La conocían de sus años en el orfanato y era por eso que ninguno se sentía cohibido con ella, así que con gran entusiasmo expresaron sus puntos de vista masculinos. Habían observado que estaba acompañada de Charlie, ¿cómo no iban a hacerlo? Era imposible no ver la mano que ella había apoyado en la manga de su acompañante, pero tras unas rápidas e inseguras miradas, ninguno de los tres le había reconocido.
Finalmente, los jóvenes acabaron de contarle sus descubrimientos.
—Gracias. Ahora ya sé que no debo perdérmelo. —Señaló a Charlie—. Este es lord Meredith.
Los tres arquearon las cejas de inmediato; conocían muy bien el título.
—Ahora contadme —continuó Sarah con suavidad—. ¿Qué tal os va en la curtiduría?
Se lo contaron, pero estaba claro que aquello no les resultaba tan fascinante como la feria. Sonriendo, Sarah se despidió de ellos. Tras unas rápidas reverencias, los jóvenes se perdieron en la multitud. Charlie los observó desaparecer.
—Por aquí debe de haber bastantes personas a las que conoces del orfanato. —Comenzaron a pasearse de nuevo—. ¿A cuántos jóvenes les encontráis trabajo cada año?
—Depende. Y también están las chicas. Ellas acaban en casas de la localidad, a menudo como criadas, a veces como aprendices de cocineras.
Continuaron recorriendo las calles de la feria, observando los puestos, evitando dejarse tentar y probar las mercancías, y mirando las numerosas atracciones. Había muchos niños viendo la función de marionetas. Se detuvieron allí durante un rato para observar el espectáculo, más divertidos por los niños y sus reacciones que por la propia función; luego siguieron su camino.
Sarah agradeció que no ocurriera nada más que provocara otro conflicto de voluntades. No le veía ningún beneficio a insistir sobre un punto sobre el cual conocía la reacción de Charlie.
Era una extraña costumbre, cruel e implacable, que él quisiera salirse siempre con la suya, sobre todo teniendo en cuenta su encanto y su carácter jovial, algo que caracterizaba a las mujeres de la familia Morwellan, a las que Sarah conocía muy bien. Sin embargo, él nunca había tratado de embelesarla. Una decisión sensata; el encanto fácil nunca había funcionado con ella y, en el caso de Charlie, ella sabía que esa capa de barniz civilizado era tan fina como una tela de araña.
Sabía lo que él era, lo que había debajo del glamour. Cuanto más se conocían, cuanto más tiempo pasaban juntos, Sarah se daba cuenta de que había ciertos aspectos en él que jamás había notado antes. Aparentemente, Charlie era tan transparente y perfecto como las esmeraldas de su familia. Pero ella siempre había percibido algo en él que no había podido explicar.
Y dado que ella aún no había respondido a su propuesta matrimonial, y a tenor de las afiladas miradas de reojo que él le lanzaba, Sarah sabía que Charlie estaba estudiando la manera de arrancarle una respuesta afirmativa, pues era indudable que había una cuestión sin resolver entre ellos.
Pero esa noche sería demasiado pronto para hablar del tema.
Fiel reflejo de los pensamientos de la joven. Sin embargo, los nervios y los sentidos de Sarah no estaban en absoluto disciplinados. Ni tranquilos ni fríos.
Ella deseaba que lo estuvieran. Esperaba que sus sentidos no dieran un brinco cada vez que la multitud los obligaba a acercarse, que sus nervios no la hicieran estremecerse cuando, por un repentino empujón, el brazo de Charlie le rozaba el pecho.
Según transcurría la tarde y la multitud era cada vez más densa, todas las dudas de Charlie sobre aquella pequeña excursión se vieron confirmadas. Por desgracia, no le alegraba haber acertado en sus predicciones. Ni tampoco le alegraba tener la certeza de que Sarah era igual de susceptible que él, ni de verla dar un brinco cada vez que le ponía la mano en la espalda, ni que contuviera el aliento cuando la multitud de cuerpos hacía que se rozara contra su muslo.
En ese momento, un grupo de jóvenes pendencieros apareció y cantando y saltando por la calle obligó a los demás viandantes a echarse a un lado para dejarles pasar.
Aquel repentino movimiento de la multitud amenazó con arrojar al suelo a los que paseaban por el borde de la calle.
Charlie reaccionó instintivamente. Rodeando a Sarah con un brazo y, protegiéndola con su cuerpo, la sacó medio en volandas del peligro, llevándola hasta el estrecho hueco que había entre dos puestos.
La oleada de empujones humanos atravesó la multitud y pasó de largo. El sonido de las canciones y los enardecidos jóvenes desaparecieron, dejando que el gentío se sacudiera el polvo y reanudara el paseo de manera más tranquila.
Dejando a Charlie y a Sarah pegados el uno al otro.
Después de observar cómo los jóvenes desaparecían, Charlie volvió la cabeza hacia Sarah y sintió que un estremecimiento de anticipación sexual le recorría desde los hombros hasta las rodillas. Ella notó la ardiente, voraz e insaciable reacción de Charlie —era imposible de ocultar—, incluso antes de que los ojos de él coincidieran con los suyos.
Charlie sabía que su necesidad, su incontrolable deseo, también estaba reflejado en aquellos ojos azul ciano.
Ella separó los labios y contuvo el aliento; tenía las manos alzadas entre sus cuerpos, suspendidas justo a la altura de su torso. No sabía dónde ponerlas y, aunque Sarah sabía que no debía tocarle, deseaba hacerlo.
Y eso era más que evidente para Charlie, que pudo sentir su caricia sin contacto y cómo su propio deseo crecía como una ola, como un gato arqueándose contra esa caricia fantasma. Y quiso más.
Por un instante, él se tambaleó a punto de rendirse a su deseo y al de ella. Bastaba sólo un momento para que la pasión se desbordara entre ellos, pero ese no era el lugar adecuado.
Charlie inspiró hondo antes de retroceder; romper el hechizo era la cosa más difícil que había tenido que hacer en la vida, pero logró hacerlo. Algo que fue muy doloroso para los dos.
Tomó a Sarah de la mano y la arrastró sin que ella ofreciera resistencia alguna fuera del estrecho hueco, de vuelta a la calle. Con los brazos enlazados, se dieron la vuelta. Tras un instante de vacilación, volvieron a pasear.
Pasaron unos minutos antes de que los dos pudieran respirar con normalidad.
Charlie suspiró profundamente: su respiración aún no era demasiado serena. Mirando hacia delante, le dijo:
—Esta noche.
Era una afirmación, no una pregunta. Sintió que ella lo miraba a la cara brevemente y por el rabillo del ojo la vio asentir con la cabeza.
Sarah miró también hacía delante.
—Sí. Esta noche.
Esa noche se ocuparían del deseo que ardía entre ellos. Pero ahora…
—Aquí hay demasiada gente —dijo, aunque era más que evidente—. Quizá deberíamos dirigirnos al punto de encuentro.
Ella miró al reloj de la torre. Marcaba las dos y media, pero asintió con la cabeza.
—Puede que allí haya menos gente.
Para alivio de los dos, resultó ser cierto. Incluso tuvieron más suerte, pues los demás también habían pensado que la multitud era agobiante y en menos de diez minutos todos se habían reunido donde habían acordado.
—¿Tomamos un té rápido en la posada antes de subirnos a los caballos? —propuso Jon.
Todos asintieron. Caminaron de regreso al Arms Inn. Tras refrescarse, se montaron en los caballos y tomaron el camino del norte hacia sus casas.
Sarah cabalgó al lado de Charlie intentando dejar la mente en blanco. Intentando no pensar en aquel momento cargado de tensión entre los tenderetes ni en la cita de esa noche. Ya tendría tiempo suficiente de pensar en ello luego. Hasta que estuvieran solos, no podía hacer nada.
Nada que aliviara el deseo que los embargaba o que acallara el insistente palpitar de sus venas.