CASLEIGH, la casa de lord Martin Cynster, era una mansión enorme, una laberíntica casa de campo llena de antigüedades y muebles y exquisitos. El martes por la noche, Charlie se movía entre los invitados reunidos en el salón sin fijarse en ninguna de las maravillas que lo rodeaban.
Había pasado casi todo el lunes intentando aclarar sus ideas y reflexionar sobre cómo discurriría su vida una vez que Sarah aceptara casarse con él. Había pensado que pasaría algunos meses en Londres dedicándose a las mismas tareas de siempre, desplazándose al campo de vez en cuando para ver cómo iban el Park y la hacienda. Pero se había dado cuenta de la gran devoción que Sarah sentía por el orfanato y no sabía cómo este hecho encajaría en sus planes. Había reflexionado mucho sobre ello y al final había decidido encarar el problema más adelante.
Después de que Sarah hubiera aceptado ser su esposa.
La impaciencia de Charlie crecía por momentos.
Mientras se detenía a charlar con aquellos invitados que reclamaban su atención esbozando su habitual sonrisa, buscó a Sarah entre la multitud. Sabía que estaba allí, entre la gente. En la cena habían estado sentados uno al lado del otro, pero antes no habían podido estar juntos, ni siquiera cuando ella había llegado con su familia y se habían reunido en la salita habían tenido ocasión de intercambiar una palabra en privado.
Ni cualquier otra cosa.
Aquel beso detrás del establo —un beso provocado por la frustración que él sentía— sólo había servido para fomentar un deseo que no necesitaba ser espoleado.
La oyó reírse. Sin detenerse siquiera a pensar cómo era posible que hubiera reconocido la risa de Sarah en medio de una multitud, siguió la dirección del melodioso sonido hasta que la vio. Estaba parada a un lado de la habitación y le sonreía con dulzura a un caballero que él no conocía.
Se detuvo en seco. Apartándose de los invitados que le rodeaban, Charlie se apoyó en la pared de enfrente y estudió al caballero por encima del mar de cabezas. El hombre le estaba contando algo a Sarah que esa noche iba ataviada con un vestido del mismo color azul que sus ojos. Ella escuchaba al caballero con mucha atención, pero incluso a esa distancia Charlie podía ver que sólo estaba siendo educada y cordial.
Entonces Sarah lo vio.
Charlie no tenía por qué sentirse celoso, gracias a Dios, pero en otras circunstancias se habría puesto en guardia contra aquel caballero. Era… A Charlie le llevó un minuto darse cuenta de que estaba ante un hombre que se parecía muchísimo a él.
Alto, ancho de hombros y con el pecho un poco más musculoso. Aunque aquel hombre era algunos años mayor. Charlie tenía treinta y tres mientras que el hombre debía de rondar los cuarenta. Tenía el pelo un poco más claro y liso, en vez de ondulado como el de Charlie, pero con el mismo matiz dorado.
Sus modales eran, asimismo, confiados, pero parecía más reservado y distante, sin el aire de arrogancia que caracterizaba a la nobleza. Parecía incapaz de mostrar el encanto y la elocuencia de los que Charlie hacía gala.
—¡Aquí estás!
Charlie volvió la cabeza y vio a su hermana mayor —hermanastra para ser más exactos— envuelta en un radiante vestido de seda color ámbar.
Alathea le puso la mano en el brazo, sonrió y, colocándose a su lado, observó la estancia.
—Tengo que hablar contigo —le dijo.
Charlie se puso rígido.
—No te envares. Tengo un par de consejos para ti que no te vendría mal escuchar. Si luego me quieres hacer caso o no, es cosa tuya.
Charlie suspiró para sus adentros. Alathea le llevaba diez años y, casi siempre, era mucho más alarmante hablar con ella que con su madre. Serena era una mujer plácida, mientras que Alathea era todo lo contrario. Pero Charlie jamás podría agradecer todo lo que su hermana había hecho por él en el pasado, algo de lo que ella se aprovechaba cada vez que él se ponía difícil.
—Tú dirás.
—Como parece que por fin te has decidido a escoger esposa, he pensado ahorrarte tiempo y sufrimiento indicándote algunas cuestiones que tú, como hombre que eres, pasarás por alto con esa seguridad que tienes de que el mundo se rige a tu manera.
Charlie se contuvo de fruncir el ceño. Discutir con ella sólo prolongaría su sermón.
—Así me gusta —murmuró Alathea sin apartar la vista de su cara.
Por el rabillo del ojo, Charlie vio que su hermana había arqueado las cejas con arrogancia, como si le hubiera leído el pensamiento. Lo más probable es que lo hubiera hecho. Alathea estaba casada con Gabriel, y Gabriel y él rara vez diferían… salvo en el tema que ella quería discutir.
Charlie se aprestó para la lucha y no dijo nada. Entrecerrando los ojos, Alathea volvió a mirar a la multitud y continuó hablando:
—Sé que ahora no está de moda, pero en nuestra familia sólo ha habido matrimonios por amor. Y no, no me refiero a los Cynster, a pesar de que a ellos les sucede lo mismo.
Charlie se dio cuenta de que la mirada de su hermana se había clavado en su marido, Gabriel Cynster, que acababa de unirse a Sarah y al caballero desconocido. Resultaba evidente que Gabriel sí conocía al hombre.
—Los hombres de nuestra familia —continuó Alathea— llevan muchos siglos casándose sólo por amor y harías bien en intentar considerar los pros y los contras antes de seguir adelante y romper tal tradición.
Charlie, con la atención fija al otro lado de la habitación, tardó un rato en darse cuenta de que Alathea esperaba una respuesta de su parte.
—Sí, de acuerdo.
Incluso sin mirarla, sabía que su hermana le estaba mirando furiosa.
Charlie la ignoró y le preguntó:
—¿Quien es el caballero que está hablando con Gabriel?
Alathea seguía furiosa, pero siguió la dirección de su mirada y luego se volvió hacia él.
—Es un inversor al que ha invitado Rupert, un tal señor Sinclair. Al parecer piensa invertir en la zona.
Charlie se quedó mirando al grupo formado por Gabriel, Sinclair y Sarah. Prestó especial atención a la sincera sonrisa de Sarah. Desde que Gabriel se había unido a ellos, la joven se había relajado. Charlie entrecerró los ojos.
—¿De veras?
Alathea paseó la mirada del grupo a su hermano. Él seguía sin mirarla; alzó la mano que su hermana le había colocado en la manga y, con un suave apretón, la soltó.
—Discúlpame.
Charlie se abrió paso entre la multitud con determinación.
Alathea lo vio alejarse. Observó cómo rodeaba el grupo para ponerse al lado de Sarah, justo entre Sinclair y ella, separándola de manera deliberada del hombre. Alathea continuó mirando a su hermano mientras Gabriel le presentaba a Sinclair, que le estrechó la mano. Después, Charlie le ofreció el brazo a Sarah, y Alathea estudió con atención la expresión de la joven cuando lo aceptó y la expresión de Charlie cuando, con la mano de Sarah en su brazo, se volvió hacia Sinclair.
Al otro lado de la habitación, Alathea sonrió.
—Vaya, vaya, hermanito. Parece que después de todo no necesitabas mis consejos.
Satisfecha, regresó a sus deberes de anfitriona.
Entretanto, Charlie estaba tan intrigado como parecía estarlo Gabriel con su nuevo vecino. La presentación de su cuñado de «este caballero es el señor Malcolm Sinclair, un inversor del nuevo ferrocarril» había sido suficiente para captar la atención de Charlie. Al parecer, Sinclair había alquilado Finley House, justo a las afueras de Crowcombe, y estaba considerando establecerse de forma permanente en la zona.
—Este lugar me resulta muy tranquilo —dijo Sinclair—. Con esas colinas suaves, los verdes valles y el mar tan cerca.
—Es muy bonito en primavera, cuando los árboles y los setos florecen —dijo Sarah.
—He visto que hay un orfanato en Crowcombe, la granja Quilley, si no me equivoco. —Los ojos color avellana de Sinclair se posaron en la cara de Sarah—. Tengo entendido que es de su propiedad, señorita Conningham.
—Sí —respondió Sarah—. Lo heredé de mi difunta madrina. Tenía gran interés en esa obra.
Sinclair esbozó una sonrisa educada y distante, y cambió de tema. Charlie se sentía más tranquilo ahora que estaba cerca; Sinclair parecía un hombre aburrido, por lo menos para las damas.
Las inversiones, sin embargo, eran otro tema.
Llamó la atención de Sinclair.
—Creo haberlo visto en Watchet en compañía de Skilling, el corredor de fincas.
Sinclair curvó sus delgados labios antes de contestar.
—Ah, sí. Estaba interesado en una parcela, pero Skilling me dijo que usted se me había adelantado.
Charlie sonrió ampliamente. Al indagar en la mirada del otro hombre no encontró nada en su expresión que sugiriera irritación. Dada la reputación de Sinclair como inversor en los nuevos ferrocarriles, sin duda sería interesante saber cuál era su opinión como inversor de la zona.
Naturalmente, Charlie le preguntó al respecto.
—¿Cree que esta zona tiene potencial para nuevas inversiones?
—Como estoy seguro de que ya sabe —dijo Sinclair—, hay muchas probabilidades de que se produzca un incremento sustancial en el mercado de Watchet. La aparición de nuevas fábricas en Taunton y…
Con una sonrisa y una inclinación de cabeza, Gabriel se alejó. Más tarde podría preguntarle a Charlie sobre el tema.
Este continuó hablando con Sinclair sobre el futuro mercantil de la zona, siempre en términos generales, como suelen hacer los inversores, sin mencionar los proyectos específicos en los que estaba involucrado. No tenía sentido dar información gratuita a la posible competencia. Luego siguieron debatiendo sobre el desarrollo en todo el país. Charlie era consciente de que tenía que averiguar algo más sobre la evolución del ferrocarril, un tema sobre el que Sinclair tenía amplios conocimientos y del que estaba dispuesto a hablar. Aquella conversación, sin embargo, no era del interés de Sarah, que muy pronto dejó de prestar atención.
A pesar de lo mucho que le gustaba disertar con Sinclair, Charlie no podía evitar ser consciente de la presencia de Sarah a su lado. Tenía que centrarse en su cortejo, que seguía sin progresar tal y como él quería.
Si deseaba conseguir algo esa noche, tenía que actuar ya.
Le brindó a Sinclair una amplia sonrisa.
—Me encantaría escuchar más cosas acerca de su experiencia en el mundo del ferrocarril. Creo que tendremos más oportunidades de hablar del tema, ahora que está usted en la zona.
Sinclair ladeó la cabeza.
—Será un placer escuchar su opinión sobre la economía local en cualquier momento. —Desplazó la mirada de Charlie a Sarah e hizo una reverencia—. Señorita Conningham.
Sarah sonrió y se alejaron de Sinclair.
Charlie la condujo a través del salón. Ella le lanzó una mirada llena de curiosidad.
—¿Vamos a alguna parte?
—Sí. —Él bajó la cabeza y le murmuró al oído—: He pensado que deberíamos pasar algún tiempo a solas para seguir conociéndonos.
—Ah. —Ella asintió con la cabeza mientras volvía la mirada al frente. Su tono indicaba que estaba muy dispuesta. La guio a una de las puertas laterales de la sala—. ¿Adónde vamos?
—Ahora lo verás. —El único lugar que les proporcionaría total intimidad era el mirador que había en el jardín, pero aún estaban a finales de febrero y el chal de Sarah era demasiado fino para resguardarla del frío, así que optó por llevarla a una de las salas de la parte trasera de la casa.
Cuando él abrió la puerta, la estancia estaba a oscuras y vacía. Charlie dio un paso atrás para dejar pasar a Sarah, que entró en la sala con decisión. La luz de la luna invernal, fría y plateada, entraba por las ventanas sin cortinas y no tuvieron ningún problema en sortear los muebles.
Sarah se detuvo en medio de la estancia cuando oyó que la puerta se cerraba suavemente a sus espaldas.
—¿De qué te gustaría hablar?
Se dio la vuelta y se encontró entre los brazos de Charlie, que la atrajo hacia su cuerpo. Sin titubear, alzó la cara hacia él al tiempo que Charlie bajaba la cabeza y sus bocas se encontraban a medio camino.
Se rozaron, se acariciaron y luego se fundieron. Sarah abrió los labios y él se aprovechó al instante. Asumió el control y le devoró la boca, si bien la joven no opuso resistencia al beso, sino que, por el contrario, se entregó por completo a aquel apasionado intercambio.
Un beso cada vez más apasionado. Estaba claro que conversar era lo último que Charlie tenía en mente, por lo menos en ese momento.
La exploración de los labios masculinos era diferente ahora. Una comunicación a otro nivel.
Y lo cierto era que ella estaba tan ansiosa como él por saber, aprender y experimentar. Por probar, tentar, sentir y saborear las sutiles complejidades de ese beso, ese increíble frenesí que se apoderaba de ellos cuando se besaban. Cuando ella le ofreció su boca, él la aceptó, la reclamó, profundizando aún más el beso.
Si ella quería conocerlo, saber todo lo que él quería de ella, entonces tenía que aceptar todo esto.
Charlie la sostuvo entre sus brazos y la parte más primitiva de él sintió una oculta satisfacción, se deleitó con todo eso: con ella, con su suavidad, con su fresca inocencia, con su cuerpo flexible y aquellas curvas sensuales que pronto serían suyas. Toda suya.
Unas voces agudas y unas risas burbujeantes los arrancaron de aquel embeleso. Él levantó la cabeza, parpadeó y se apresuró a soltar a Sarah al mismo tiempo que se oía el clic del picaporte y se abría la puerta.
Tres niños entraron corriendo en la salita. Charlie apenas logró contener una maldición.
Clavó los ojos en Sarah y, en medio de la penumbra provocada por la luz de la luna, la vio esbozar una sonrisa.
Aunque los niños le devolvieron la sonrisa, pues todos conocían a Sarah, se detuvieron en seco.
—¡Tío Charlie! —El más pequeño, Henry, de siete años, lo miró con reproche mientras su hermano mayor, Justin, que ya había cumplido los doce, cerraba la puerta—. No has venido a saludarnos, así que hemos estado buscándote por todos lados.
Henry se arrojó sobre Charlie y, rodeándole la cintura con los brazos, le dio un abrazo feroz.
Juliet, de diez años, se puso a dar saltos sobre el sofá.
—La verdad es que te hemos visto escapar del salón y hemos decidido venir a hablar contigo. —Arrugó la nariz y miró a Sarah como si fuera a compartir un gran descubrimiento con ella—: ¡Hay tanto ruido allí dentro que no sé cómo la gente mayor puede pensar siquiera!
Sarah sonrió a la niña e intercambió una mirada con Charlie. Al parecer ninguno de ellos entraba en la categoría de «gente mayor». Justin cogió una de las manos de Charlie.
—Has traído contigo a ese par de caballos grises, ¿verdad? —dijo clavando los ojos grises en la cara de Charlie—. Jeremy dijo que creía que lo harías. ¿Nos dejarás guiarlos?
Charlie bajó la mirada a las caras respingonas de sus sobrinos; Henry también le miraba con los ojos redondos y suplicantes.
—No. —Les dio tiempo para que asimilaran la rotunda respuesta y luego les prometió—: Pero si sois buenos, puede que os lleve conmigo a dar un paseo en el cabriolé.
—¡Sí! ¡Oh, sí! —Ambos niños, cada uno agarrado de una mano de Charlie, comenzaron a saltar, alborozados.
—¡Yo también quiero! —Juliet dio aún más saltos en el sofá.
—Muy bien. —Charlie intentó retomar las riendas de la conversación—. Ahora…
—¿Adónde iremos? —preguntó Justin.
—¡A Watchet! —suplicó Henry.
—No… a la cascada —dijo Juliet—. Es más bonito.
—¿Por qué no a Taunton? —sugirió Justin—. Podríamos ver las vías del ferrocarril que llegan hasta Londres.
Se desarrolló entonces un animado debate sobre cuál era la mejor sugerencia de todas. Charlie intentó intervenir, ejercer algún tipo de autoridad, pero le resultó imposible.
Miró a Sarah. La joven se había sentado en el brazo del sofá y los observaba a él y a sus tres acosadores. Bajo la tenue luz de la estancia, Charlie no podía verle los ojos, pero por su expresión sabía que se estaba divirtiendo.
En sus labios, de un rosa suave bajo la luz de la luna, asomaba una sonrisa.
Charlie se los quedó mirando, y sintió un abrumador deseo de besarla.
Volviendo a prestar atención a los niños, Charlie levantó las manos.
—¡Basta! Os prometo que traeré mis caballos grises y os llevaré a dar un paseo antes de que regrese a Londres, pero no será hasta la semana que viene, así que mientras tanto podéis decidir dónde queréis ir. —Los condujo hacia la puerta. Los niños habían conseguido su propósito, así que no opusieron ninguna resistencia.
Charlie abrió la puerta y los empujó al pasillo. Justin y Henry salieron sin demora, hablando todavía de caballos. Charlie agradeció para sus adentros que aún fueran demasiado jóvenes para preguntarse qué habían estado haciendo Sarah y él en la salita a solas, pero Juliet captó su atención cuando pasó por su lado.
Los ojos de su sobrina chispearon mientras le dirigía una sonrisa burlona.
Charlie contuvo el aliento, pero la niña salió detrás de sus hermanos después de brindarle esa engreída sonrisa, típicamente femenina.
Charlie lanzó un suspiro y comenzó a cerrar la puerta mientras oía los inconfundibles sonidos de los niños, que se dirigían al vestíbulo principal.
Tras cerrarla, se quedó mirando el panel de madera. Gracias a sus sobrinos y a su pícara sobrina, Sarah y él se habían quedado sin tiempo.
Se dio la vuelta y se la encontró a su lado.
A través de la penumbra la vio sonreír, relajada y segura.
—Deberíamos regresar.
Aunque oyó las palabras, sólo pudo prestar atención a los seductores y tentadores labios de la joven. No podía volver a la fiesta sin saborearlos una vez más.
Charlie le enmarcó la cara entre las manos. No confiaba en sí mismo; sabía que si la tomaba entre sus brazos no se conformaría con un simple beso. Alzando la cara de Sarah la miró directamente a los ojos.
La mirada de la joven era serena cuando él inclinó la cabeza y la saboreó con un beso que era un vivo reflejo de adónde quería llegar; un beso que le estremecía los huesos y le hacía perder el control.
Automáticamente, dio un paso atrás y se obligó a soltarle la cara.
Esperó a que ella enfocara la mirada y recuperara la respiración antes de girar el picaporte.
—Sí. Tenemos que regresar.
La frustración tenía garras afiladas.
Le había arañado antes, pero no hasta el punto de desgarrarle las entrañas.
Esa misma noche, Charlie se paseaba de arriba abajo por la biblioteca en penumbra de Morwellan Park, con una copa de brandy en la mano y la cabeza cargada de preguntas. ¿Cuánto tiempo más podría aguantar antes de reclamar a Sarah? ¿A cuántas reuniones sociales más tendría que asistir? ¿Cuántas interrupciones imprevistas tendría que soportar?
Aún no había comenzado la temporada social y, a falta de algo mejor, las anfitrionas locales se dedicaban a organizar una fiesta tras otra. A Charlie siempre le había parecido una buena costumbre, una prueba para las jóvenes debutantes antes de que fueran presentadas en sociedad.
Y, sin duda, seguía pensándolo, pero eso suponía tener que aceptar un montón de invitaciones a bailes, cenas y fiestas adonde Sarah y él tendrían que asistir por separado.
En la ciudad, Charlie consideraría tales acontecimientos como perfectas oportunidades para alcanzar su objetivo. En el campo, sin embargo, no servirían para nada más que para perder el tiempo. Las casas eran demasiado pequeñas, y los invitados, escasos. Sarah y él no podían esfumarse más tiempo del debido sin faltar al decoro. Sólo había que ver lo que había pasado en Casleigh. A pesar de ser la mansión más grande del distrito, no había podido robar más que unos insignificantes minutos.
Deteniéndose ante la chimenea, clavó la mirada en las ascuas.
Quería que Sarah se casara con él. Y quería que lo hiciera tan pronto como fuera posible. No le gustaba tener que perder el tiempo, incluso aunque hubiera aceptado un período de cortejo.
Ella era la mujer indicada, no tenía ninguna duda al respecto. Tenía que idear un plan, si quería que Sarah aceptara de una vez su propuesta, y por qué no, en menos de una semana.
Tomó un sorbo de brandy y clavó la mirada en las diminutas llamas mientras una idea comenzaba a germinar en su cabeza. La determinación se reflejó en su rostro.
Sarah aceptaría casarse con él antes de la noche del martes siguiente.
Era un reto.
Y si algo tenía claro Charlie es que siempre había disfrutado con los retos.
El tiempo y el lugar eran los primeros obstáculos que debía sortear, pensó Charlie mientras se despedía de lady Conningham, Sarah, Clary y Gloria. Había sido una visita más que correcta. Se había pasado media hora charlando con ellas sobre problemas locales.
—¿Podría —le preguntó a lady Conningham después de lanzarle una mirada a su hija mayor— dejar que Sarah me acompañe a los establos?
Y lady Conningham, por supuesto, consintió. Sonriendo, Charlie tomó la mano de Sarah. La joven lo acompañó de buena gana con una mirada ansiosa en la cara.
Al sostenerle la puerta para que pasara, Charlie lanzó una mirada por encima del hombro a las hermanas de Sarah. Hizo una mueca para sus adentros. Clary y Gloria se habían dado cuenta. Tenían los ojos muy abiertos y cargados de preguntas, pero no dijeron nada.
Cerrando la puerta a esas miradas ávidas e inquisitivas, Charlie se dijo que despertar la curiosidad de las hermanas de Sarah había sido inevitable desde el principio. Al menos esperaba que lady Conningham ejerciera la autoridad suficiente para mantenerlas a raya.
Sarah lo condujo a una puerta lateral y salieron al césped. El sol de la tarde se reflejaba en los establos.
Al caminar hacia ellos, Charlie la cogió del brazo.
—¿Te gustaría dar un paseo más largo?
Ella sonrió con deleite; él acababa de contestar a una pregunta no formulada.
—Sí, por supuesto. —Echó un vistazo a su alrededor—. ¿Adónde vamos? Mi madre no podrá contener a Clary y a Gloria por mucho tiempo.
—En ese caso, será mejor que desaparezcamos. —Charlie le señaló el camino que conducía al riachuelo que discurría a corta distancia.
Sarah asintió. Él le ofreció el brazo y ella enlazó la mano en su codo. Cruzaron el césped hacía el camino lleno de rododendros y muy pronto perdieron la casa de vista.
Al llegar a la primera curva, continuaron avanzando por el camino, siguiendo el curso de la corriente.
—Supongo que asistirás a la cena de lady Cruikshank esta noche, ¿no? —Sarah lo miró—. Habrá mucha gente.
—En efecto. —Charlie miró al frente. Si no le fallaba la memoria, justo un poco más allá de la siguiente curva, el riachuelo desembocaba en una presa, bordeada por el camino. En el centro había un cenador de madera pintado de blanco, justo al abrigo de una loma. Lo recordaba de su niñez, cuando su madre y la de Sarah se habían sentado en el cenador para observar a sus hijos jugar en el agua poco profunda del embalse o, en su caso, pescar—. Y, por supuesto, estaré allí esta noche.
Un grupo de árboles y arbustos bloqueaban el paisaje delante de ellos. Vieron el cenador al doblar la siguiente curva.
Charlie sonrió y condujo a Sarah hacia allí.
—Pero como ya hemos comprobado, intentar pasar un tiempo a solas para llegar a conocernos mejor no resulta fácil en esta época del año.
—En especial para ti. —Cuando Charlie le dirigió una mirada ligeramente ceñuda, Sarah sonrió y miró hacia delante—. Ahora eres el conde. Las obligaciones del heredero del título no son las mismas que las del propio conde… Ahora no podrás evitar algunas reuniones. Por lo menos no podrás hacerlo mientras no te cases, ni mientras el resto de los caballeros no conozcan tu opinión sobre diversos temas.
Él hizo una mueca.
—Cierto. —Aunque era conde desde hacía tres años, no había pasado demasiado tiempo en el campo; para muchos de los hacendados del distrito, él era un completo desconocido.
—En cualquier caso… —Charlie miró hacia delante—, eso nos lleva al tema del que quería hablar.
Subieron por los escalones del cenador.
Charlie miró a su alrededor y se relajó. Aquel lugar era perfecto Las contraventanas de madera, de cara a la loma y los árboles, estaban cerradas y bloqueaban la vista del interior. Los arcos abovedados se abrían a la presa, donde el agua reflejaba el color grisáceo de las nubes. En verano se podía disfrutar de una brisa fresca, mientras que, en invierno, el cenador quedaba protegido del viento por la colina y los árboles que lo rodeaban. Ahora, sin embargo, el aire era cálido y suave, gracias al sol de la tarde.
Sarah se soltó de su brazo y caminó hasta el sofá de mimbre con cojín acolchado a juego con los de los sillones que tenía a ambos lados, todos de cara al paisaje.
Para Charlie no había un lugar más íntimo que ese. Estaba oculto de la casa por los jardines, y en esa época del año era poco probable que alguien se acercara hasta allí.
Charlie siguió a Sarah al interior del cenador y observó que todo estaba limpio y cuidado. No había hojarasca en el suelo ni telarañas en el techo.
Sarah se había detenido justo delante del sofá y examinaba el paisaje. Charlie se paró a su lado, mirándola a la cara. Tras un momento, la joven giró la cabeza y lo miró a los ojos, luego arqueó una ceja inquisitivamente.
Charlie la giró hacia él y la rodeó con los brazos. Ella se dejó abrazar, sin dudas ni vacilaciones. Bajó la mirada a su rostro y la observó durante un momento, entonces inclinó la cabeza y la besó.
Fue un beso largo y profundo. Mientras pasaban los minutos, Charlie permitió que el deseo creciera para aplacar la curiosidad de la joven. Luego, con un gran esfuerzo, se obligó a interrumpir el beso, levantó la cabeza y murmuró:
—No nos van a quitar el ojo de encima. Todas las matronas y las jovencitas… incluso los caballeros. Al igual que tus hermanas, empiezan a sospechar algo y, al no haber hecho ningún anuncio por nuestra parte, seguirán con avidez cada uno de nuestros movimientos.
Sarah aceptó a regañadientes que él no volvería a besarla, al menos por el momento. Abrió los ojos y buscó la suave mirada azul que tantas veces le había ocultado sus pensamientos. No era fácil saber lo que Charlie pensaba.
—Me pediste un período de cortejo —continuó él—, para llegar a conocernos mejor, pero nuestros compromisos sociales nos tienen realmente atados.
Por un instante, Sarah se preguntó si él iba a pedirle que tomara una decisión en ese mismo momento, antes de que terminaran las dos semanas de gracia, pero antes de que pudiera sentirse presa del pánico, pues seguía sin saber qué le iba a responder, él continuó hablando:
—Podemos aceptar esas restricciones o podemos sortearlas.
El alivio de Sarah fue evidente.
—¿Y cómo lo hacemos? —Incluso ella notó la ansiedad en sus palabras.
Charlie sonrió.
—Muy sencillo. Nos reuniremos aquí. —Señaló el lugar que les rodeaba y luego bajó la mirada a los labios de la joven—. Todas las noches. Después de la fiesta a la que hayamos asistido, vendremos al cenador para pasar algún tiempo los dos solos. Los dos queremos, necesitamos, llegar a conocernos mejor, y sólo podremos hacerlo en la intimidad de este lugar, por la noche… si tú quieres.
Él la miró a los ojos.
—¿Vendrás? ¿Querrás reunirte aquí conmigo todas las noches, hasta que me conozcas lo suficientemente bien para darme una respuesta? —Ella parpadeó y él continuó hablando—: ¿Vendrás esta noche después de la cena de lady Cruikshank?
—Sí. —Sarah no tenía ninguna duda. Para dejarlo claro, añadió—: Vendré esta noche después de la cena de lady Cruikshank, y todas las noches, hasta que pueda darte mi respuesta.
La sonrisa de Charlie fue ligeramente triunfal. Sarah lo notó, pero entonces él la estrechó entre sus brazos y la besó de nuevo.
Otro beso adictivo, excitante y placentero, aunque extrañamente incompleto. Cuando él lo interrumpió, Sarah tuvo que contenerse para no agarrarlo y atraerlo de nuevo hacia sí, para exigirle algo que desconocía. Lo que seguía a aquel beso, pero ¿qué era?
Esa era una de las cosas indefinibles que necesitaba saber. Charlie la miró a los ojos y pareció satisfecho con lo que vio en ellos.
—Tenemos que regresar a los establos o tus hermanas comenzarán a buscarnos. —La soltó, pero le cogió una mano y se la llevó a los labios—. Hasta esta noche —dijo esbozando una sonrisa.
—Hasta entonces —respondió ella con otra sonrisa.