CON un traje de montar de color verde manzana, Sarah cabalgaba por el camino de acceso de la mansión a lomos de su caballo castaño Blacktail, llamado así por la cola negra que meneaba con orgullo, mientras lo hacía atravesar los portones antes de tomar dirección norte.
Hacía un día estupendo. El sol brillaba débilmente aunque el aire era todavía frío. Estaba a punto de poner a Blacktail a medio galope cuando un sonido de cascos provenientes del sur llegó hasta ella. Y luego oyó su nombre.
—¡Sarah!
Tirando de las riendas, hizo girar a la montura. Sonrió a Charlie mientras este se acercaba a toda velocidad, de nuevo a lomos de su castrado gris. El ancho pecho del caballo y los pesados cuartos traseros hacían que Blacktail, de menor tamaño, pareciera casi diminuto. Como siempre, Charlie guiaba al poderoso castrado con gran destreza y en cuestión de segundos estuvo al lado de Sarah.
Charlie le recorrió la cara con la mirada, demorándose en sus labios un instante, luego volvió a posarla en sus ojos.
—Perfecto… Pensaba ir a caballo hasta el puente de la cascada. Me preguntaba si te gustaría venir conmigo.
«Para pasar tiempo a solas conmigo», adivinó Sarah; el puente de la ciscada estaba en Will’s Neck, el punto más alto de los montes Quantocks, un mirador popular en la localidad. Sarah hizo una mueca.
—Sólo puedo acompañarte parte del camino, pues el lunes es el día en que visito el orfanato. Es allí a donde me dirijo ahora. Tengo que asistir a la reunión del comité a las diez.
Sarah azuzó a su caballo con los talones y Blacktail se puso al trote. El castrado gris de Charlie se ajustó a su paso mientras este fruncía el ceño.
—¿El orfanato de Crowcombe? —Charlie recordó los retazos de conversación que había oído sin querer entre la señora Duncliffe y Sarah a la salida de la iglesia. Hizo memoria—. La granja Quilley, ¿no? —preguntó mirándola a la cara.
La joven asintió con la cabeza.
—Sí. Soy la propietaria de la granja y de la tierra.
Charlie frunció aún más el ceño. Debería haber prestado más atención a lo que sucedía en la localidad esos últimos años.
—Pero… ¿no es propiedad de lady Cricklade?
Sarah sonrió.
—Lo era. Ella era mi madrina. Murió hace tres años y me dejó el orfanato, la casa y las tierras, así como algunos fondos junto con la responsabilidad de mantener el lugar en funcionamiento tal y como ella hubiera hecho. —Agitó las riendas—. Tengo que apresurarme o llegaré tarde.
Charlie puso a Tormenta a medio galope y la siguió.
—¿Te importa que te acompañe? —Miró a Sarah intentando leer su expresión—. Debería interesarme por el orfanato.
Ella le miró a su vez, observándole atentamente, luego asintió con la cabeza.
—Como quieras. —Sarah apretó el paso y se adelantó.
Tormenta se adaptó con facilidad a la zancada del castaño.
—¿Quién más compone ese comité?
—Aparte de mí y de mi madre, a pesar de que casi nunca asiste a las reuniones, están el señor Skeggs, el notario de Crowcombe, y el señor Duncliffe. La señora Duncliffe, el señor Skeggs y yo presidimos el comité y nos encargamos de supervisarlo todo. El señor Handley, alcalde de Watchet, y el señor Kempset, secretario municipal de Taunton, asisten al comité una vez al final del año, o siempre que es necesario.
Charlie asintió con la cabeza.
—¿Cuántos niños hay en el orfanato?
—Ahora mismo hay treinta y uno, desde bebés hasta niños de trece años. En cuanto cumplen los catorce, les buscamos trabajo en Watchet o en Taunton. —Sarah lo miró—. Casi todos son de uno de esos dos pueblos. Cuantas más fábricas hay en Taunton, más accidentes laborales se producen, y es por eso que hay tantos niños sin padres. Además hay madres que se mueren de hambre o por enfermedad. Y con respecto a Watchet acogemos a huérfanos de los pescadores o de los marineros que se pierden en el mar.
—¿Así que has estado ocupándote del orfanato durante los tres últimos años?
—En realidad, desde mucho antes. Lady Cricklade era una de las mejores amigas de mi madre. Su marido murió poco después de casarse y no tuvieron hijos. Mi madre y ella fundaron el orfanato hace ya muchos años. Lady Cricklade siempre tuvo la intención de dejarme a mí la granja Quilley, así que mi madre y ella se aseguraron de que aprendiera todo lo que había que saber del lugar. Voy a la granja Quilley todos los lunes desde que puedo recordar.
Los primeros tejados de Crowcombe aparecieron delante de ellos. Poco antes de llegar a la primera casa del pueblo, tomaron un desvío que conducía a la granja Quilley y que era lo suficientemente ancho como para poder cabalgar uno junto al otro, hasta que alcanzaron la explanada donde estaba ubicado el orfanato.
—¿Qué extensión tiene la granja? —preguntó Charlie.
Ya en terreno llano, hicieron trotar a los caballos hacia la casa que se erguía ante ellos. Edificada con arenisca local de color rojo, ahora de un tono rosado por el paso de los años, su fachada principal daba al valle que se extendía al pie de los Quantocks. Tenía dos plantas de piedra y el ático de madera. El tejado era de pizarra gris, muy común en aquella zona. La estructura parecía vieja pero sólida, como si con el transcurrir de los años sus cimientos hubieran arraigado en la tierra bajo el peso de los gruesos muros de piedra. Delante de la casa había un espacio amplio, cubierto de grava. Los campos se extendían a ambos lados.
—Por el sur, la granja se extiende hasta ese arroyo. —Sarah señaló una ladera donde una línea de arboles marcaba el paso de un riachuelo—. Pero el límite norte no queda tan lejos, llega justo hasta los campos del terrateniente Mack, dos cercas más allá.
Sarah hizo un gesto con la mano hacia la cima de una ladera rocosa que se alzaba detrás de la casa y que formaba parte de las colinas Brendon.
—En la parte trasera hay tres alas, aunque por desgracia no son muy sólidas como la casa principal. Tenemos un huerto y un pequeño terreno donde los animales pueden pastar.
Al abrigo de un pequeño porche, se encontraba la puerta principal, situada en el centro de la fachada de la casa. A cada lado, había ventanas con contraventanas de madera en perfecta simetría. Sarah y Charlie desmontaron y ataron las riendas al poste que había junto al porche. La joven señaló con la cabeza un cabriolé, con una tranquila yegua dormitando entre las varas, atado en un lado del patio.
—La señora Duncliffe ya ha llegado.
Sarah se dirigió a la puerta al tiempo que se quitaba los guantes.
Charlie echó un vistazo alrededor, al pueblo de Crowcombe, que estaba unos treinta metros más abajo, en la ladera este de los Quantocks. Desde esa pequeña elevación con el valle a sus pies, los montes parecían estar incluso más cerca.
Sarah giró el picaporte y abrió la puerta. Charlie entró detrás de ella y de repente se encontró en… Babel.
Porque eso era justo lo que parecía aquel lugar. Ocho niños de corta edad atravesaban el vestíbulo en una fila más o menos ordenada hasta que vieron a Sarah, lo que provocó un inmenso alboroto. Los niños se arremolinaron en torno a ella, con una brillante sonrisa iluminándoles la cara mientras se ponían a hablar todos al mismo tiempo.
Charlie, que también había quedado atrapado en el barullo que se había formado a la altura de sus rodillas, tardó un momento en acostumbrarse a aquel murmullo agudo, pero Sarah reaccionó con aplomo. Le vio dar una palmadita en dos cabezas y preguntarle a un niño si se le había caído un diente, aunque la respuesta se hizo evidente en cuanto este sonrió. Luego, la observó agitar los brazos y restablecer el orden con eficacia, enviando a los niños con la delgada mujer que los había estado guiando.
La mujer sonrió a Sarah, pero abrió mucho los ojos cuando vio a Charlie. Con rapidez se dio la vuelta e instó a sus pupilos a seguir avanzando por uno de los pasillos.
—Los demás están esperando en el despacho —le dijo a Sarah al pasar por su lado.
—Gracias, Jeannie. —Sarah se despidió con la mano de los niños y luego se dirigió a la puerta de la derecha. Mientras alargaba la mano hacia el picaporte, miró a Charlie—. ¿Quieres asistir a la reunión o —señaló la fila de niños con la cabeza— prefieres echar un vistazo a los alrededores?
Charlie la miró fijamente.
—Si no te importa, me gustaría asistir a la reunión. Puedo echar un vistazo después.
Ella sonrío.
—Claro que no me importa. —Frunció los labios—. Puede que incluso aprendas algo.
Mientras la seguía al interior de la habitación, Charlie se preguntó cómo debería haberse tomado ese comentario, pero la verdad es que él ya se había impuesto la obligación de aprender más sobre el orfanato. Aunque estaba lejos de sus propiedades, él era sin duda el aristócrata de más alcurnia de la zona. En cierto modo aquel lugar formaba parte de sus responsabilidades, aunque sabía muy poco sobre él. No tenía ni idea de cómo funcionaba el orfanato, quién lo dirigía, cómo se financiaba y muchas otras cuestiones. Cosas que debería saber.
Que el orfanato fuera legalmente de Sarah, y que ella se hubiera responsabilizado de él, hacia que su desconocimiento del tema fuera incluso menos aceptable.
El despacho estaba bien amueblado con dos escritorios de distinto tamaño y varias sillas y gabinetes. En el centro de la habitación se hallaba una mesa redonda ante la cual estaban sentados la señora Duncliffe y el señor Skeggs. Cuando Sarah entró, interrumpieron lo que parecía ser una conversación banal para darle la bienvenida.
Cuando se percataron de su presencia detrás de Sarah, agrandaron los ojos con sorpresa, pero no interrumpieron sus saludos.
Charlie los conocía a los dos. Les saludó y les estrechó las manos. Después ayudó a Sarah a tomar asiento. Cuando ella se sentó, él cogió otra silla y la puso al lado de la de ella, aunque un poco más alejado de la mesa.
—Espero que no les impone, pero me gustaría saber cómo funciona el orfanato —dijo, dirigiéndoles una sonrisa a Skeggs y a la señora Duncliffe.
Ambos le aseguraron que no tenían ningún inconveniente en informarle; resultó evidente que la señora Duncliffe se preguntaba cuáles serían sus motivos y que Skeggs parecía encantado.
—Cuanta más gente de la localidad comparta nuestros esfuerzos, mejor. —El pequeño notario sonrió. Enderezó un montón de documentos delante de él y se ajustó el monóculo sobre la delgada nariz—. Ahora…
Charlie se reclinó en la silla y escuchó cómo los tres discutían sobre los diversos aspectos cotidianos del orfanato. Se enteró de que compraban la mayoría de los productos perecederos en Watchet, que un par de veces a la semana enviaban la carreta para comprar las verduras, los cereales, la carne y el pescado. Que los productos manufacturados provenían de Taunton; Sarah consultó una lista y declaró que no había nada que necesitaran con tanta urgencia como para enviar la carreta al sur.
La reunión continuó; Charlie se fijó en que, cuando se trataba de artículos para los niños —ropa, zapatos, libros y demás—, no ponían límite de gastos, pero sí lo hacían cuando se trataba de hacer mejoras en el orfanato.
—Ahora —dijo Sarah—, Kennett ha encontrado goteras en el ala sur. Dice que hay que renovar la paja del tejado. Tendremos que llamar a los techadores para que vengan a arreglarlo. —Hizo una mueca.
La señora Duncliffe lanzó un suspiro.
—Ojalá tuviéramos tejados más resistentes para las alas. Esta es tercera vez que tenemos que llamar a los techadores en un año; ese tejado ya no aguanta más.
Sarah captó la mirada de Charlie y le explicó:
—El tejado de las tres alas es de paja. Le pedimos un presupuesto a Hendricks, el techador local, para cambiarlo por tejado de pizarra, pero nos dijo que habría que reemplazar todo el conjunto, incluidas las vigas de madera y los brochales, para que puedan soportar el peso de la pizarra, pero entonces los muros no aguantarían la carga extra. En las alas, los muros son en su mayor parte de yeso y paneles, sólo los cimientos son de piedra.
Charlie asintió con la cabeza.
—Esa es la razón por la que tantas casas de campo siguen teniendo el tejado de paja. No existe manera de reemplazar el tejado sin sustituir también los muros y las vigas… lo que acarrearía cambiar las casas de arriba abajo.
Skeggs lanzó un gruñido.
—Entonces —apuntó—, avisaré a los techadores.
—Entretanto —rogó Sarah—, recemos para que no llueva.
La reunión siguió su curso; Charlie escuchó y aprendió. Cuando el comité concluyó, ya tenía unos conocimientos básicos del funcionamiento del orfanato. Se levantó y siguió a los miembros del comité fuera del despacho. Sarah se despidió de ellos en el vestíbulo. Después de despedirse de Charlie con una inclinación de cabeza, la señora Duncliffe y Skeggs se fueron; la señora Duncliffe llevaría al menudo hombrecillo a su despacho en Crowcombe antes de seguir rumbo al sur, hacia la vicaría en Combe Florey.
Cuando la puerta se cerró tras ellos, Sarah se volvió hacia Charlie.
—Ya es casi la hora del almuerzo. Por lo general paso aquí el resto del día porque siempre hay cosas que hacer y me da la oportunidad de hablar con el personal y también con los niños.
Sarah intentó leer la expresión de Charlie, pero, como de costumbre, su rostro no revelaba cuáles eran sus pensamientos. En el vestíbulo oscuro, los ojos del hombre estaban en sombras; ella, sin embargo, podía sentir su mirada en la cara.
—¿Te importa si me quedo contigo? —Había una leve timidez en su voz, como si temiese que la joven creyera que se estaba extralimitando.
Aquella prueba de sensibilidad la reconfortó. Sonrió.
—Si estás dispuesto a sufrir un almuerzo con una tribu de niños ruidosos, por mí no hay inconveniente. Pero después de comer debo ocuparme de algunas cosas y pasarán horas antes de que me vaya de aquí.
Él se encogió de hombros y esbozó una sonrisa.
—Estoy seguro de que encontraré algo con lo que entretenerme. —Su sonrisa se hizo más amplia mientras tomaban el pasillo que conducía al comedor—. De esa manera —le murmuró cuando casi habían llegado a la puerta abierta— esperaré con impaciencia la vuelta a casa contigo. Solos tú y yo.
Charlie capturó su mirada cuando ella levantó la vista hacia él. Sarah se dio cuenta entonces de lo cerca que estaban el uno del otro. Por un instante, a pesar del ruido que retumbaba en sus oídos, sólo fue consciente de él: de su fuerza, poderosa y palpable —como demostraba la mano que le sostenía la puerta—, de su masculinidad y del calor que emitía su cuerpo a tan sólo unos centímetros del de ella.
Se quedó sin respiración, pero se las arregló para esbozar una suave y ligera sonrisa en respuesta e inclinar la cabeza en agradecimiento a su caballerosidad mientras atravesaba el umbral.
La señora Carter —Katy—, gobernanta además de cocinera, vio a Charlie y agregó con rapidez un servicio más a la mesa principal, que ocupaba el lateral de la estancia. Katy era una matrona de mediana edad que se había quedado sola cuando su marido, marinero de profesión, se había perdido en el mar. La mujer no tenía hijos y había sido elegida por lady Cricklade para llevar el orfanato. Con el paso de los años, Sarah había tenido razones de sobra para bendecir el buen juicio de su madrina.
Sarah condujo a Charlie a la mesa principal, indicándole que tomara asiento junto a ella, luego le presentó a los miembros del personal uno por uno, después los niños irrumpieron en la habitación y fueron ocupando las largas filas de mesas que llenaban el comedor.
La señorita Emma Quince, a la que todos llamaban simplemente Quince, miró a Charlie con gravedad, saludándolo con un renuente gesto de cabeza mientras Sarah explicaba que era ella quien llevaba el libro de cuentas y supervisaba todas las reparaciones de la casa, los muebles y el resto de los enseres.
—Lo que en un centro como este —añadió Sarah— supone una tarea muy absorbente.
Quince sonrió débilmente, aunque inmediatamente bajó la cabeza y dirigió su mirada al plato.
—También se encarga de los bebés —continuó Sarah—, con la ayuda de Lily.
Lily Posset, una joven vivaracha e inteligente que antaño había sido una de las niñas del orfanato, le dirigió una sonrisa radiante a Charlie, apreciando claramente su elegante manera de vestir. Él le respondió con otra sonrisa y la saludó con un gesto de cabeza. Aunque Charlie apartó la mirada de ella, Lily siguió lanzándole miraditas de reojo. Sarah fingió no darse cuenta.
Jeannie se unió a ellos y tomó asiento después de saludarlos. La seguía un hombre de andar pesado que se hundió en una silla a su lado.
Sarah lo presentó como Kennett, el hombre para todo, un tipo enorme, fuerte y musculoso, que escondía un corazón de oro tras un perpetuo ceño fruncido que no engañaba a nadie y, mucho menos, a los niños.
—Kennett también se encarga de los animales.
Charlie arqueó las cejas en dirección a Kennett.
—¿Qué animales?
—Los habituales —gruñó Kennett—. Tenemos vacas, cabras y ovejas, con lo que disponemos de leche, carne y lana. No tenemos espacio para ninguno más. Utilizamos el terreno para plantar cereales y verduras, y así tener reservas para el invierno.
—Y este es Jim —interrumpió Sarah, señalando a un joven que se había sentado junto a Kennett—. Es el chico de los recados. Ayuda a todo el mundo en todo y también se encarga de alimentar a los animales.
Jim sonrió a Sarah y saludó a Charlie con la cabeza, luego prestó atención al sabroso estofado que la señora Carter le había servido en el plato.
El último miembro del personal que se unió a ellos fue Joseph Tiller. Sarah le sonrió y él le devolvió la sonrisa. Después de saludar con la cabeza a Charlie, se sentó en su asiento de costumbre junto a Katy. De pelo oscuro y piel pálida, Joseph era un hombre apuesto y discreto. A pesar de su carácter reservado y tranquilo, Katy, Sarah, Jeannie y Quince estaban convencidas de que Joseph sentía algo por Lily. Todas esperaban que en algún momento se armase de valor para pedirle a la joven que, como mínimo, le acompañara cuando llevaba a los niños a la iglesia.
—Joseph Tiller… Lord Meredith. —Sarah esperó mientras Joseph, tras un segundo de vacilación, extendía la mano por encima de la mesa y estrechaba la mano tendida de Charlie. Sarah no tenía muy claro cómo Charlie había sabido que Joseph era un caballero, pero…—. Joseph ha sido enviado por el Obispado de Wells. El orfanato funciona bajo los auspicios del obispo. Joseph da clases a los niños, especialmente a los mayores.
Charlie le brindó una sonrisa comprensiva.
—Supongo que no será una tarea fácil.
Joseph esbozó una sonrisa mientras se sentaba.
—Por lo general no, pero tiene sus compensaciones.
La señora Carter golpeó la tapa de la cacerola con el cucharón y todos los niños guardaron silencio. Joseph inclinó la cabeza y bendijo la mesa con voz firme y segura.
En cuanto dijo «amén», estalló el alboroto. Un ruido ensordecedor se extendió por el comedor. Charlie arqueó las cejas mientras cogía un tenedor.
Joseph observó su gesto y sonrió.
—Siempre ocurre lo mismo.
La comida discurrió con normalidad, aunque diversos miembros del personal tuvieron que levantarse para mediar en varias disputas entre los vociferantes huérfanos. Pero no había reproches ni castigos. No había tensión, sólo alegría y diversión. Cada lunes, cuando Sarah comía en el orfanato, la envolvía una sensación de paz en esa atmósfera solidaria. Era por eso por lo que su madrina había fundado el orfanato, y por lo que ella continuaba dedicándole tanto tiempo.
Tras tomar hasta la última gota de crema de su taza, Charlie se volvió hacia Sarah y le dirigió una amplia sonrisa.
—Son entrañables. Me recuerdan a una enorme familia.
Sarah le devolvió la sonrisa y luego se limpió la boca con una servilleta y la dejó sobre la mesa.
—Eso es exactamente el propósito al que dirigimos todos nuestros esfuerzos. —A la joven no le sorprendió que Charlie se hubiera dado cuenta de ello; al igual que ella, provenía de una familia numerosa.
La mayoría de los niños y parte del personal ya habían abandonado el comedor. Sarah se levantó y Charlie la imitó.
—Tengo que hablar con Quince. Tenemos que hacer el inventario de ropa blanca. Nos llevará algunas horas.
Él se encogió de hombros.
—Daré una vuelta mientras le espero.
Joseph se levantó. Miró a Sarah y a Charlie respectivamente.
—He prometido organizar un partido de bat & ball para los chicos mayores en cuanto acaben la clase de aritmética. Será dentro de media hora. Si tiene tiempo, quizá le gustaría unirse a nosotros.
Charlie esbozó una amplia sonrisa.
—¿Por qué no?
Sarah se excusó y se marchó. Le costaba imaginar a Charlie, siempre tan correcto y elegante, jugando al bat & ball, al menos de la manera en que jugaban los chicos del orfanato. Los chicos siempre parecían haberse arrastrado por el campo cuando volvían de los partidos. Incluso Joseph acababa con la ropa sucia y arrugada.
Pero pensó que Charlie podría cuidar de sí mismo.
Con aire resuelto, la joven subió las escaleras que conducían al ático. No le cabía ninguna duda de que Quince habría sacado un buen montón de ropa blanca usada para examinar.
Durante la hora siguiente. Quince y ella revisaron y clasificaron montones de ropa. Siempre realizaban aquellas tareas en el enorme ático que también era la habitación de los bebés. Las cunas de los niños que se encontraban bajo la tutela de Quince estaban dispuestas en un lado. Había seis —más de lo habitual—, pero aun así había espacio de sobra entre las cunas y la cama donde Quince pasaba las noches.
Aunque Quince —una mujer seria y huesuda que siempre llevaba el pelo recogido en un moño severo— podía resultar una extraña elección como niñera, Sarah había sido testigo infinidad de veces de cómo a la joven se le suavizaban los rasgos cuando mecía tiernamente a alguno de los bebés. Los pequeños aceptaban encantados sus mimos, con lo que dejaban claro que no había nadie mejor que ella para cuidarlos.
En la tranquilidad de la habitación infantil. Quince y ella se sentaron y ordenaron la ropa.
Más tarde se les unieron Katy y Jeannie. La ropa blanca no sólo incluía las sábanas, sino también las toallas, manteles y servilletas. Tenían que examinarlas todas, apilar a un lado las que hubiera que zurcir y al otro las que hubiera que meter en lejía. La ropa que estuviera inservible la utilizarían como trapo.
Pero la pila de la ropa destinada a zurcir era abrumadora.
—¿Jeannie? —la voz de Lily le llego desde las escaleras—. Tus niños se están despertando.
—¡Voy! —Jeannie dejó a un lado la toalla que estaba doblando y salió a toda prisa. Se encargaba de los pequeños que empezaban a andar y que hasta ese momento habían estado echando la siesta. Lily, que se encargaba de las chicas mayores, había estado pendiente de ellos.
—Será mejor que me vaya también. —Katy se levantó del viejo sillón en donde se había arrellanado—. Va siendo hora de que empiece a hacer la cena.
Sarah la miró desde el montón de ropa destinada a ser remendada y sonrió.
—Yo me iré en cuanto acabe de ordenar esto. Le pediré a Jeannie que mañana me traiga la ropa a casa para encargarme de ella.
—Sí. —Katy asintió con la cabeza. Al dirigirse a las escaleras, echó un vistazo por la ventana y se detuvo—. Bueno, menuda vista.
Sarah se levantó y se unió a ella. Siguió la dirección de la mirada de Katy hasta donde los niños mayores, algunos no tanto, y dos definitivamente mucho más mayores, jugaban a la pelota en el patio.
—Por lo general, juegan detrás de la casa —murmuró—. Hoy son demasiados.
Quince se puso al lado de Sarah.
—Parece como si hubieran formado equipos.
Sarah observó cómo Charlie lanzaba la pelota y cómo Maggs, que sostenía el bate, la golpeaba. Hubo risas y vítores mientras el resto de los jugadores salía corriendo detrás de la pelota. Maggs lanzó el bate al suelo, lo rodeó y corrió para tocar la estaca cercana al lugar donde había bateado.
Tras recuperar la pelota, Toby, otro de los chicos mayores, se la lanzó a Charlie. Fue un tiro alto y Charlie tuvo que dar un gran salto para atraparla en el aire. Fulminó a Maggs con la mirada, pero este sonrió ampliamente. Después de decirle algo al chico, Charlie volvió a lanzar la pelota.
Katy se despidió y con una sonrisa en la cara bajó las escaleras. Uno de los bebés comenzó a llorar y Quince se acercó a cogerlo. Sarah continuó mirando por la ventana. La habitación de los bebés estaba justo bajo el alero y las ventanas quedaban sombreadas por el saliente. Ninguno de los que estaban en el palio podía verla y ella podía observar a placer. Y maravillarse.
Lo que estaba viendo no era algo que se le hubiera ocurrido evaluar como parte de su decisión de casarse con Charlie. Pero Sarah quería tener hijos —era algo que tenía muy claro—, y que su marido fuera capaz de participar en aquellos sencillos juegos infantiles, como Charlie hacía con esos niños, era un punto que debería considerar.
De hecho, no sólo estaba participando en el juego, compartiendo aquel momento con los niños y con Joseph —al que por primera vez veía sonreír de oreja a oreja—, sino que, además, había sacrificado su elegancia sin dudarlo un instante.
Charlie se había quitado la chaqueta, el chaleco y el pañuelo y se había arremangado la camisa —que llevaba fuera del pantalón— hasta los codos.
Y fue un Charlie sumamente desarreglado quien lanzó la siguiente pelota, quien saltó en el aire y quien animó a Toby a que corriera más rápido cuando Maggs acertó a golpear la bola que el chico había lanzado. Sarah observó cómo los niños se apiñaban a su alrededor y cómo él despeinaba a Toby y felicitaba a Maggs, que enrojeció de placer mientras le entregaba el bate a Toby.
Sarah los observó durante diez minutos más. Su mirada era reflexiva cuando finalmente se apartó de la ventana para terminar de doblar la ropa blanca.
Salieron del orfanato media hora después. El partido ya había terminado cuando Sarah bajó las escaleras. Se encontró a Charlie hablando con Joseph, que vigilaba a los niños que estaban terminando sus tareas en el huerto.
Joseph todavía seguía desarreglado, pero Charlie se había esforzado por recuperar su habitual elegancia. Aunque el nudo del pañuelo jamás recibiría un aprobado en ninguna fiesta de la sociedad, no sería reprochable en una excursión campestre. Por los húmedos mechones de su pelo, Sarah dedujo que se había aseado. No cabía duda de que se había esforzado en domar sus desgreñados cabellos.
La joven contuvo las ganas de pasar los dedos entre los húmedos mechones y despeinarlo de nuevo.
Pero se limitó a sonreír, a despedirse de Joseph y de los niños, y a rodear la casa hacia donde les esperaban sus caballos.
Antes de que Sarah pudiera guiar a Blacktail al apeadero, Charlie cogió las riendas de su mano enguantada y, rodeándole la cintura con las manos, la subió a la silla de montar.
Ella se quedó sin aliento. Bajó la mirada y metió la bota en el estribo. Luego levantó la vista, esbozó una débil sonrisa y tomó las riendas que él le tendía.
Para cuando él hubo desatado a su castrado gris y subido a la grupa, Sarah ya había recobrado la compostura, y señaló con la mano en dirección sur.
—Por lo general regreso a casa campo a través, es mucho más rápido.
Entrecerrando los ojos, Charlie siguió con la vista la suave línea que marcaba el camino de herradura que conducía al riachuelo.
—Hay un punto donde podemos atravesar la corriente de un salto. —Sarah hizo girar a Blacktail hacia su casa y clavó los talones con suavidad—. Vamos.
Sarah se puso en marcha y Charlie la siguió. Cuando llegaron al punto por donde debían atravesar la corriente, él se puso a su lado y saltaron juntos.
Los dos caballos salvaron con agilidad la distancia. Sarah se rio, presa de un inesperado deleite, luego hizo girar a su caballo hacia el oeste, al abrigo de las colinas Brendon, siguiendo el camino de herradura que rodeaba algunos campos de labor y que atravesaba el valle que tenían a la derecha.
Sarah mantuvo a Blacktail a un paso constante. El castrado gris de Charlie galopaba a su lado, ajustándose a su ritmo. Sarah miró a Charlie de reojo.
—Es un camino seguro, no hay ni raíces ni baches.
Él asintió con la cabeza.
La tarde caía y comenzaba a oscurecer. Pero aún no había anochecido. A ese paso llegarían a casa de Sarah antes de que se pusiera el sol, pero Charlie tendría que recorrer otros cuatro kilómetros antes de llegar al Park.
Cabalgaron codo con codo siempre que el camino lo permitía. El sonido de los cascos resonaba en las venas de Sarah con un ritmo vibrante; le palpitaba en los oídos, en la yema de los dedos mientras el viento le azotaba las mejillas, que habían adquirido un matiz rosado.
No era la primera vez que la joven montaba de esa manera, algunas veces había galopado incluso más rápido. No sólo era la velocidad lo que alimentaba aquella innegable euforia que crecía en su interior.
Zancada a zancada, recorrieron el camino y llegaron a otro que conducía al patio trasero de la casa. Entraron con gran estrépito en el patio del establo, con los cascos de los caballos resonando en la grava y un peculiar deleite burbujeando en las venas de la joven.
Sarah se sentía eufórica. No podía dejar de sonreír.
Charlie se apeó de un salto y se acercó a ella para ayudarla a bajar. Por un instante la sostuvo en el aire, apoyada contra su cuerpo, mientras los caballos los rodeaban. Luego llegaron los mozos de cuadra para atender a los caballos.
—Haz que dé un par de vueltas por el patio —le indicó Charlie al mozo que había cogido las riendas del castrado gris—. Vuelvo enseguida.
Había dado la orden sin apartar la mirada de la cara de Sarah. La retiró y la cogió de la mano.
—Te acompañaré a casa.
Ella asintió incapaz de saber lo que significaba el brillo de los ojos de Charlie ni la tensión que sentía en la mano que sostenía la suya.
Los mozos se alejaron con los caballos. Charlie se encaminó a la entrada del establo, arrastrándola consigo. Se detuvo bajo el umbral, mirando la extensión de césped sombreado por los grandes árboles que separaba la casa de los establos.
Desconcertada, Sarah siguió la dirección de su mirada preguntándose qué era lo que había visto.
Charlie masculló un juramento por lo bajo y la condujo bruscamente por la parte delantera de los establos hasta doblar la esquina. Se detuvo bajo las ramas de un abeto, se volvió hacia ella y tomándola entre sus brazos, la besó.
Vorazmente.
El placer triunfante que burbujeaba en las venas de Sarah le atravesó la cabeza y le robó el sentido, dejando en su lugar una sensación de excitante certeza.
Los labios de Charlie eran duros y exigentes. Sarah los conocía y respondía a sus exigencias con toda la excitación que sentía.
Pero él quería más, la deseaba con frenesí, con un deseo salvaje. La deseaba con todo su ser.
Sarah nunca había imaginado algo como aquello, nunca había soñado con ese deseo, con que él la deseara de esa manera, pero ahora no era el momento de reflexionar, sino de aplacar la avidez de Charlie y la suya propia.
Sarah separó los labios voluntariamente, él se aprovechó al instante para reclamar su boca por completo. La joven sintió sus caricias exigentes mientras él la empujaba contra la pared de ladrillos del establo y la tomaba de la nuca para profundizar más el beso.
Sarah sintió que se le encogían los dedos de los pies, cuando él le estrechó la cintura.
Se aferró a los hombros masculinos y se pegó a su cuerpo, devolviéndole el beso con una pasión idéntica a la de él.
Unos segundos después, las cosas cambiaron. El ritmo del beso decayó, se suavizó, como si Charlie estuviera haciendo un gran esfuerzo por contenerse, por contenerlos a ambos, como si lo que acababa de suceder entre ellos ya hubiera satisfecho aquel deseo voraz y quisiera saborearla después de que aquel frenesí desesperado hubiera desaparecido.
Lo comprendió; podía profundizar el beso o podía recrearse.
Charlie no la soltó, sino que la sostuvo con más firmeza. Continuó besándola y satisfaciendo el deseo de ambos con largas y tiernas caricias.
Sin duda, la deseaba.
Sarah lo vio en cuanto él levantó la cabeza y suspiró. Le pasó el pulgar por el labio inferior y luego le soltó la cintura. Dio un paso más y le cogió la mano.
No sonrió.
—Ven. Te acompañaré a la puerta.
Ella compuso una sonrisa vacilante y permitió que la llevara de vuelta al mundo real. Volvieron a pasar bajo las ramas del abeto y atravesaron el césped. Cuando llegaron a la puerta lateral, Charlie la abrió y dio un paso atrás. Ella cruzó el umbral y se giró hacia él.
Charlie se inclinó sobre su mano en una graciosa reverencia, antes de soltársela. Buscó su mirada brevemente.
—Nos veremos mañana por la tarde —dijo a modo de despedida.
Apenas esperó el gesto de asentimiento de la joven antes de darse la vuelta y regresar a grandes zancadas a los establos.
Sarah permaneció en la puerta, observándolo alejarse. Y reflexionó sobre las revelaciones que había tenido ese día. Había muchas cosas que tenía que considerar cuidadosamente.