CON Sarah, Barnaby y Gabriel a la zaga, Charlie se dirigió hacia el sur a medio galope. Gabriel era quien más fresco estaba. Colocó su montura al lado de la de Barnaby y se mantuvo vigilante mientras atravesaban los montes de camino a casa.
Cuando llegaron a los establos del Park, Broker y uno de los mozos estaban esperándoles para encargarse de los caballos y dejar que se dirigieran a casa. La mirada alarmada en las caras de los hombres confirmaba lo sucios y andrajosos que estaban.
Gabriel permaneció en su montura. Mantuvo el caballo al paso mientras ellos salían lentamente al patio de los establos.
Sarah alzó la mirada hacia él.
—Es tarde. No creo que falte mucho para el amanecer. ¿Por qué no pasas aquí la noche? Te quedan unos cuantos kilómetros hasta Casleigh.
Gabriel sonrió y negó con la cabeza.
—Puede que sea tarde, pero Alathea no se dormirá hasta que regrese y le informe de que todo está bien… Tan bien como cabe esperar.
Al lado de Sarah, Charlie soltó un bufido.
—Por no decir que le prometiste que lo harías cuando la obligaste a subirse en el carruaje con los niños.
Gabriel se rio entre dientes.
—Tu comprensión del matrimonio está mejorando.
Charlie carraspeó.
Sarah, Barnaby y él se detuvieron y se despidieron de Gabriel con la mano. A lomos de la enorme montura, su figura oscura fue tragada con rapidez por las sombras cuando tomó el camino hacia el sur. Bajaron los brazos y caminaron lentamente hacia la puerta lateral.
Crisp y Figgs estaban esperando para recibirles con el fuego encendido y unas copas de vino especiado que Figgs insistió en que se bebieran. Incapaces de reunir la fuerza necesaria para discutir con sus sirvientes, hicieron todo lo que estos pedían. Los dos contuvieron el deseo de preguntar por su aspecto andrajoso y, en lugar de ello, les relataron los preparativos hechos en su ausencia.
—Hemos instalado a los bebés en la vieja habitación infantil —dijo Figgs—. La señorita Quince y la señora Carter están en las habitaciones anexas, y hemos acomodado al señor Kennett en el ala de los sirvientes. Estaban en un estado lamentable y muy cansados. Una de las doncellas se encargará de cuidar a los bebés el resto de la noche.
Barnaby se terminó de golpe la copa de vino y la dejó en la bandeja que sostenía Crisp.
—Os veré en el desayuno —les dijo a Charlie y a Sarah mientras se despedía con un gesto de cabeza—. Entonces pensaremos cuál será la mejor manera de proceder.
Crisp le aseguró a Barnaby que le llevarían agua caliente a su habitación de inmediato, y dio la orden pertinente a un lacayo.
—Milord, milady —Crisp se volvió hacia Sarah y Charlie—, en este momento les están preparando un baño caliente en sus habitaciones. Si necesitan algo más, cualquier cosa…
—Gracias, Crisp, Figgs. —Sarah reunió fuerzas para tomar el mando. Sospechaba que, si no lo hacía, Charlie y ella serían tratados por los dos sirvientes como si fueran niños—. Vuestros preparativos han sido ejemplares, sabíamos que podíamos contar con vosotros. Su señoría y yo nos las arreglaremos perfectamente.
Tomó la copa vacía de los dedos de Charlie y la depositó junto con la suya en la bandeja de Crisp.
—¿Está esperándome Gwen?
—Así es, milady —respondió Crisp—. Está supervisando la preparación de su baño.
—En ese caso, creo que su señoría y yo no necesitamos nada más. —Enlazó su brazo con el de Charlie. Su marido había tenido la precaución de ocultarle la espalda a Crisp y a Figgs—. Hasta mañana. Bajaremos a desayunar a las diez.
—Tomo nota, milady. —Crisp hizo una reverencia, y Figgs también.
—Gracias a los dos —dijo Charlie, despidiéndose con un gesto de cabeza.
Se volvió hacia Sarah cuando esta le tiró del brazo y juntos se encaminaron a la escalinata y a sus habitaciones del piso superior. Detrás de ellos se oyeron gritos ahogados de horror.
—¡Milord! Su chaqueta… —dijo Crisp.
—¡Está quemada! —exclamó Figgs al mismo tiempo.
Con un suspiro de resignación, Sarah se detuvo y se volvió, alzando una mano para detenerlos cuando se precipitaron hacia ellos.
—No es tan malo como parece. El doctor Caliburn ya lo ha examinado y me ha dado un bálsamo. —Sacó una botellita del bolsillo—. Me ha dicho lo que debo hacer. Ahora, si nos disculpáis, vamos a retirarnos para que pueda atender las heridas de su señoría.
Observando la escena por encima del hombro, Charlie asintió brevemente y siguió adelante con Sarah colgada de su brazo.
Cuando subieron las escaleras y ya estaban fuera del alcance del oído de sus sirvientes, Charlie se inclinó hacia ella y murmuró:
—Me preguntaba cómo diablos lograríamos librarnos de ellos. Desde luego, Crisp y Figgs podrían darles lecciones de entremetimiento a Serena y a Alathea. —Bajó la mirada a la cara de la joven—. Gracias por salvarme.
—Teniendo en cuenta que resultaste herido mientras intentabas salvarme, me pareció lo más justo —se rio Sarah.
Charlie soltó una risita.
—Pero tuve que salvarte porque tú ya me habías salvado a mí, ¿recuerdas?
—Pero te caíste porque te habías subido al tejadillo del porche para salvar a los bebés y a Quince. —Habían llegado a la puerta de sus habitaciones. Sarah se detuvo y le miró a la cara. Sonriendo suavemente, acarició la mejilla de su esposo—. Los dos hemos puesto algo de nuestra parte esta noche, pero sobre todo tú. —Poniéndose de puntillas, le rozó los labios con los suyos—. Gracias.
Charlie bajó la mirada hacia sus ojos y le devolvió otra suave sonrisa.
—Ha sido… —vaciló, luego dijo—: Un honor y un placer para mí.
Abrió la puerta y entraron en el vestíbulo; luego se dirigieron al dormitorio.
Sarah se fue directamente a la cámara contigua para comprobar que les habían preparado el baño y que tenían todo lo necesario; luego le dio permiso a Gwen para que se fuera a la cama.
Regresó al dormitorio, donde Charlie se retorcía delante del espejo de cuerpo entero, intentando verse la espalda.
—Ven aquí… no, no intentes quitarte aún la chaqueta.
Sarah lo empujó hacia el cuarto de baño y le hizo sentarse en un taburete cerca de un aparador con una palangana encima. Había una esponja flotando en el agua caliente. Ella la escurrió y luego la apretó contra las partes quemadas de la espalda de Charlie.
Con suavidad, humedeció cada una de las quemaduras antes de desplazarse a la siguiente. Charlie se quedó quieto, presa de un repentino cansancio.
—¿Me examinó Caliburn las quemaduras?
—Lo hizo cuando se lo pedí… ¿no te diste cuenta? No necesitó examinarlas detenidamente, vio lo que había sucedido. Tienes la chaqueta quemada, y también el chaleco, pero la camisa apenas está chamuscada y la piel sólo está enrojecida.
—Porque me quitaste la viga de la espalda con rapidez.
—Hummm…
Charlie tuvo la impresión de que ella estaba concentrada en curarle y que se suponía que él no debía distraerla con su charla. Quizá, como Gabriel había dicho, su comprensión del matrimonio estaba mejorando.
Curvó los labios y sonrió ampliamente. Vagamente fue consciente de que, a pesar de todo lo que había ocurrido durante esa larga noche, aún era capaz de sonreír, de que lo hacía con facilidad, con una dulce felicidad que le calentaba el corazón, y aquello era una extraña bendición.
Otro regalo que le debía a su esposa.
Sarah terminó de humedecer la tela quemada y lo urgió a ponerse en pie para ayudarle a quitarse la chaqueta y el chaleco juntos. Charlie sostuvo la chaqueta en alto para examinar los daños, pero Sarah se la quitó de los dedos y la dejó caer al suelo.
—La camisa… —Lo ayudó con los botones, pero lo detuvo antes de que intentara deshacerse de la prenda, haciendo que esperara mientras volvía a humedecer las zonas quemadas.
La joven se puso a su espalda y le ayudó a quitarse la camisa por los brazos. Antes de que él pudiera darse la vuelta, la arrojó al suelo junto con la chaqueta y procedió a humedecerle los hombros y la espalda.
—Ahora al baño… Es lo que ordenó el doctor Caliburn. Luego tengo que aplicarte el bálsamo.
Charlie no dudaba de las órdenes del médico, sólo de la manera en que ella creía que debía aplicarlas, pero dócilmente se sentó en el taburete y se quitó las botas con la ayuda de Sarah, luego se puso en pie y se deshizo de los pantalones.
Sarah se había acercado a la bañera para comprobar la temperatura del agua.
Esperó a que ella regresara para cogerla de la mano y arrastrarla hasta la bañera. Allí la tomó entre sus brazos. Sordo a sus protestas, la despojó del sucio y desastrado vestido, de las enaguas y de la camisola, lanzándolos junto al montón de ropa descartada. Luego la alzó en sus brazos y, durante un momento, se recreó en el tacto de su piel sedosa contra la suya y de su cuerpo curvilíneo contra el suyo. Entró en la bañera, sentándose lentamente y acomodándola delante de él.
Ella gimió y se retorció para quedar frente a él. Agarró la esponja de la bandeja donde la había dejado, la sumergió en el agua y, con una expresión resuelta y una mirada de advertencia, la apretó contra la piel de Charlie y procedió a lavar el hollín y la suciedad de sus brazos y su pecho.
Él curvó los labios y apoyó el cuello en el borde de la bañera procurando que los hombros no lo hicieran, y dejó que Sarah continuara con su labor. La miró a la cara mientras tanto. Una extraña y tranquilizadora calma los envolvió y los inundó cuando él alargó la mano y tomó la esponja de la de ella para deslizarla por sus brazos marfileños. Se retorcieron en la bañera aseándose mutuamente, aliviándose y calmándose, lavándose el pelo el uno al otro hasta que los dos estuvieron limpios.
Charlie se puso en pie y cogió los cubos de agua caliente que estaban al lado de la bañera, enjuagándola primero a ella y luego a sí mismo. Se secaron con las toallas que previamente habían calentado ante el fuego; luego, agarrados de la cintura, se apoyaron el uno en el otro mientras se dirigían a la cama.
Los dos estaban exhaustos, pero Sarah lo hizo sentarse en el borde de la cama y Charlie dejó que le aliviara la piel quemada. Subió las piernas a la cama y se tumbó de lado para que a ella le resultara más fácil aplicarle el bálsamo.
Le rozó suavemente con los dedos mientras extendía la crema fría por la piel ardiente de sus hombros y su espalda.
Charlie cerró los ojos y disfrutó de su tacto. Si hubiera sido un gato, habría ronroneado.
En algún momento, durante sus cuidados, él se quedó dormido.
Se despertó tumbado boca abajo con las mantas apoyadas sobre una almohada a un lado y en la propia Sarah al otro, para evitar que le rozaran las heridas.
Sarah debía de haberle colocado de esa manera después de que él se quedara dormido. Aquel pensamiento conjuró una imagen que le hizo sonreír.
Cerró los ojos, y se dejó llevar de nuevo hacia aquel profundo sueño. Lleno de una paz que jamás había experimentado antes de que ella entrara en su vida, apartó de sus pensamientos los acontecimientos de esa noche y lo que le esperaba al día siguiente.
A pesar de los horrores del incendio, se sentía embargado por una sensación de victoria. Puede que hubieran perdido la casa de la granja, pero no el orfanato en sí, a los niños y al personal. Y había sido gracias a la ayuda de todos —ya fueran de la clase acomodada o no— los que habían aunado sus fuerzas cuando habían visto que el lugar corría peligro.
Había algo muy poderoso en aliarse para derrotar a un enemigo común que amenazaba a una institución tan apreciada por toda la comunidad.
A raíz del incendio, al día siguiente tendrían que dedicarse a organizar, coordinar, arreglar y decidir.
Podía imaginar lo ocupados que estarían Sarah y él cada uno por su lado y, aunque una parte de su mente protestaba por tener que pasar algún tiempo separados, otra le recordaba lo maravillosa que era esa sensación de unión que ahora compartían. Todo lo que necesitaban era una mirada, una caricia, y aquella sensación aparecía, ya estuvieran en una habitación abarrotada de gente o a solas.
Sarah era suya y siempre lo sería a partir de entonces. Aferrarse a su esposa, tener el valor de hacerlo, la había hecho suya. Y ella lo había hecho suyo.
Pero aparte de eso había mucho más que celebrar. Incluyendo el hecho de que Sarah estaba realmente embarazada… Estaba seguro de ello. Cuando la había sostenido contra sí, con la cabeza apoyada en su hombro, y le había lavado el vientre con suavidad, se había dado cuenta de que estaba un poco más redondeado de lo que lo había estado antes. Se había sentido tentado —muy tentado— de decirle a Sarah en ese mismo momento cuánto la amaba. Era imposible sentir otra cosa cuando su amor, el de los dos, los envolvía con una fuerza casi tangible.
Pero no había encontrado ninguna palabra, ninguna que considerara apropiada, ninguna que pudiera expresar con sinceridad todo lo que sentía, y cuando lo hiciera quería dejar muy claro que cada palabra provenía directamente de su corazón.
Pero quizá buscar las palabras adecuadas no fuera necesario. Había estado a punto de hablar, de confiar en sus instintos y en la comprensión de Sarah, pero ella había levantado una mano para ahogar un bostezo y Charlie se había dado cuenta de lo exhausta que estaba, tan exhausta como él. El impulso de hablar había desaparecido. Cuando finalmente pronunciara aquellas palabras quería que su esposa las recordara y no que imaginara más tarde que lo había soñado.
No obstante, se las diría pronto.
Sarah, así como Alathea, Gabriel y todos los demás, tenía razón. Valía la pena luchar por un matrimonio basado en el amor. Y también merecía la pena hacer cualquier sacrificio por él.
Mientras el resto del mundo dormía y la noche se desvanecía suavemente con la llegada del amanecer, Malcolm Sinclair permanecía sentado en el escritorio de la biblioteca de su casa sin dejar de deslizar la pluma por el papel, fue apilando una página tras otra al lado de su codo. No tenía ninguna duda sobre lo que quería escribir.
El amanecer teñía su luz trémula en el horizonte cuando finalmente suspiró y se enderezó. Firmó con una floritura al pie de la última página, y le pasó cuidadosamente el papel secante. Juntó las páginas y las dobló, encendió una vela, derritió un poco de cera y las lacró con su sello.
Entonces y sólo entonces se detuvo. Sostuvo la pluma en alto sobre el fajo de páginas y curvando los labios escribió con fluidez: «A quien corresponda».
Listo. Se recostó en la silla y observó las páginas que había escrito. Poco a poco su mirada se fue volviendo distante. Frunció el ceño en un gesto que endureció su bien parecido rostro, pero luego sacudió la cabeza y colocó dos nuevas páginas en blanco ante él.
Tardó unos minutos en escribir las nuevas notas. Las firmó y las selló antes de levantarse y colocar el fajo de páginas sobre el escritorio. Apagó la lámpara y, recogiendo las dos notas, caminó hasta la puerta-ventana y descorrió las cortinas. Bajo la débil luz que iluminaba la estancia se dirigió a la mesa auxiliar que había al lado de la chimenea.
Abrió el cajón de la mesita y sacó el diario de Edith Balmain. Apoyando una rodilla en el suelo, contempló en silencio el hermoso volumen con cubiertas plateadas durante un minuto, luego se giró y, con el libro entre las manos, salió de la habitación.
Abrigada y relajada, Sarah se despertó sola en la cama, sintiéndose curiosamente contenta. Mientras se desperezaba, recordó los acontecimientos de la noche anterior y supo por qué se sentía feliz.
Su tía Edith —que había sido una mujer muy sabia— le había dicho con frecuencia que de algo malo siempre surgía algo bueno.
La joven se levantó y llamó a Gwen, luego se aseó y se vistió. Dejó a su doncella exclamando horrorizada por el estado en que se encontraba la ropa que se habían quitado la noche anterior y se dirigió al comedor del desayuno.
El orfanato se había quemado hasta los cimientos, pero Sarah jamás se había sentido más segura y en paz consigo misma.
Charlie estaba sentado a la cabecera de la mesa, y Barnaby, a su derecha. Su esposo levantó la vista cuando ella entró y la miró directamente a los ojos. Sarah le brindó una sonrisa radiante y feliz, sabiendo por la mirada de Charlie que él se sentía exactamente igual que ella.
Aquella mañana era el principio del resto de sus vidas. De su vida juntos. Si algo habían demostrado los acontecimientos de la noche anterior, había sido eso.
El futuro que se extendía ante ellos sería como ellos quisieran que fuera y la unión de sus vidas era ya un hecho.
Como Charlie había dicho, reconstruirían el orfanato y todo sería mucho mejor.
Sarah se llenó el plato, sorprendida de lo hambrienta que estaba. Prescindió de cualquier formalidad y se sentó a la izquierda de Charlie, que había estado esperando para acercarle la silla.
En cuanto se sentó, fue Barnaby quien tomó la palabra.
—Saldré dentro de unos minutos. Ya he pedido que me ensillen el caballo. —Miró a Charlie y luego le explicó—: Hemos decidido que tenemos que informar a las autoridades sobre todo lo que ha ocurrido. Cabalgaré hasta Londres y se lo contaré a Stokes, luego regresaré y seguiré buscando a ese dichoso agente. Todavía andará por aquí, esperando que vendas, aunque es muy probable que aguarde unos días antes de hacer su siguiente oferta. Sin embargo, después del incendio en el orfanato, tenemos que resolver esta investigación de inmediato y es necesario que tanto Stokes como el resto sepan lo que está ocurriendo. Que sepan cuál es el juego que se traen entre manos y que están jugando en serio.
Se tomó el último bocado de jamón.
—También me dará la oportunidad de comprobar si Diablo y Montague han encontrado alguna pista.
Sarah asintió con la cabeza.
—Aquí tenemos mucho que hacer. Tenemos que organizar a los niños y al personal y ver qué hacemos con la granja.
Charlie asintió con la cabeza. Cogiendo la mano de su esposa, la envolvió con la suya.
—Iré a la granja con Kennett. Examinaremos el lugar para ver qué se ha salvado de la ruina. Tardarán unos días en apagarse los últimos rescoldos, pero empezaremos a valorarlo todo hoy.
—Y también están los animales —dijo Sarah—. Jim los envió al campo norte. ¿Podría el terrateniente Mack encargarse de ellos por el momento?
Charlie asintió con la cabeza.
—Se lo preguntaré.
—Entretanto —Sarah arrugó la nariz—, voy a tener que escribirle al obispo. «Lamento decirle, señoría, que el orfanato ha sido destruido por el fuego». Sólo Dios sabe cómo voy a decírselo.
—No te preocupes por el obispo. Estoy seguro de que comprenderá la situación —dijo Charlie—. Haz una lista con todo lo que van a necesitar los niños y el personal. Seguro que recibirás visitas de tu madre, de la señora Duncliffe, de Alathea y de Celia y de muchas más damas de la comunidad; todas querrán saber qué pueden hacer para ayudar. Probablemente te darán un día de gracia, pero por tu propia paz mental, te recomiendo que tengas la lista hecha para mañana.
Sarah se rio. Charlie tenía razón.
—Ya me las arreglaré.
Se oyó el chirrido de una silla cuando Barnaby, sonriendo, dejó la servilleta sobre la mesa y se levantó.
—Os dejaré con vuestras obligaciones y yo seguiré con las mías. —Les hizo un gesto con la mano cuando empezaron a levantarse—. Conozco la salida y los dos tenéis que desayunar. No tardaré en volver. Estaré aquí antes de que os deis cuenta. —Su expresión suave se tornó dura, y un destello depredador brilló en sus ojos—. Este es un malhechor cuya caída no quiero perderme.
Se despidió con un gesto de cabeza y abandonó el comedor, dirigiéndose a paso vivo al vestíbulo.
Cuando se desvaneció el sonido de sus pasos, Sarah prestó atención a su plato, lo mismo que Charlie. Comieron en un agradable silencio; luego Sarah suspiró, saciada, y se recostó en la silla.
Charlie se tomó el café con la mirada fija en la cara de su esposa.
Ella sonrió, sólo para él, dejándole ver su felicidad.
—Será mejor esta vez, ¿verdad?
Él le sostuvo la mirada mientras dejaba la taza a un lado, luego le cogió la mano y se la llevó a los labios. Se la besó sin apartar la mirada de sus ojos.
—Mejor que nunca —confirmó. Después de un rato, añadió—: Muchísimo mejor.
Una hora más tarde, Malcolm Sinclair esperaba a su ama de llaves —una mujer del pueblo que limpiaba y cocinaba para él— en la puerta de su casa.
Le brindó una encantadora sonrisa.
—Señora Perkins, discúlpeme por no habérselo mencionado ayer, pero no la necesitaré la semana que viene. Tengo que ausentarme por un tiempo y debo partir esta misma tarde. Acepte esto… —le entregó una bolsa llena—. El sueldo de esta semana más una gratificación por sus servicios. La avisaré cuando esté de regreso.
La señora Perkins contó las monedas con rapidez y descubrió que la gratificación cubriría una semana completa de sus servicios. Le sonrió feliz.
—Por supuesto, señor. Ha sido un placer trabajar para usted. Estaré encantada de regresar cuando esté de vuelta.
Le hizo una reverencia y emprendió el camino de vuelta, sin duda planeando que hacer con aquel inesperado tiempo libre.
Malcolm se quedó en la puerta hasta que ella atravesó el portón y desapareció calle abajo. Dio un paso atrás y cerró la puerta. Luego se quitó la chaqueta de vestir.
Se puso una de trabajo y un sombrero de ala ancha en la cabeza para que le cubriera su reconocible pelo rubio; luego se ajustó unos gruesos guantes de jardinero antes de ir a recoger el saco de herramientas que había dejado tras la puerta. Se lo echó sobre un hombro y recorrió el pasillo con sus viejas botas resonando pesadamente en el suelo de madera pulida. Atravesó la biblioteca y salió por la puerta-ventana; le aguardaba su caballo ya ensillado.
Charlie examinó las ennegrecidas ruinas de la granja Quilley. Las alas se habían visto reducidas a montones de brasas ardientes de madera quemada y escombros manchados de hollín, pero aún había llamas pequeñas en el edificio principal, devorando el esqueleto de vigas de madera enterrado bajo los muros de piedra.
En algunos lugares, las paredes habían cedido y algunos pesados bloques de piedra se habían desmoronado sobre el suelo. Y aquellos muros que aún permanecían en pie parecía que iban a caerse de un momento a otro.
—Tendremos que derribarlos nosotros —señaló Charlie—. No podemos arriesgamos a que le caigan a alguien encima.
—Sí. —A su lado, Kennett asintió con la cabeza con aire sombrío—. Haremos lo que podamos hoy, pero tendremos que hacerlo poco a poco, según se vaya extinguiendo el fuego en cada sección.
Charlie consideró los inestables muros y los montones de escombros detrás de la casa principal.
—Dejaremos los muros para última hora de hoy. Tenemos que esparcir los escombros de la parte de atrás y asegurarnos de que no quedan rescoldos.
Se volvió para mirar al grupo de hombres que subían la cuesta. Muchos cargaban herramientas. Los primeros habían aparecido después de que Kennett y él atravesaran Crowcombe a caballo.
Saludó a los recién llegados y se volvió hacia la casa principal. Después de indicarles lo que había que hacer, cogió un rastrillo y se puso manos a la obra.
Durante toda la mañana, trabajó codo con codo con los hombres. Mientras se dedicaban a esa tarea relativamente mecánica, hablaron entre ellos. Al principio los hombres vigilaron sus palabras cuando lo tenían cerca, pero poco a poco se fueron relajando y finalmente acabaron charlando con él, preguntándole qué opinaba sobre la caza, sobre los nuevos tramos de ferrocarril que atravesarían el valle y muchos otros temas relacionados con la zona, sobre los cuales él tenía su propio punto de vista y mucha influencia.
Cuando se tomaron un descanso a media mañana para tomar las cervezas que les había enviado el posadero de Crowcombe, Charlie había averiguado más sobre los problemas que afectaban a la gente de la comunidad hablando con esos hombres que tras horas escuchando a sus administradores.
Se apoyó en el rastrillo en mangas de camisa —hacía rato que había dejado la chaqueta sobre una valla cercana— y bebió un largo trago de cerveza, luego se secó el sudor de la frente con la manga. El día era frío pero soleado, y la brisa traía el aroma de la primavera.
Echó un vistazo a los hombres que le rodeaban; todos habían aceptado su autoridad sin cuestionarla. De hecho, la habían buscado. Para ellos era correcto que él, un Morwellan, el conde de Meredith, estuviera allí dándoles órdenes, asumiendo su responsabilidad. Eso era lo que hacía que las comunidades prosperaran.
Pero él llevaba años alejado de la zona y, si no hubiera sido por su esposa, no estaría allí en ese momento. Sin su vínculo con ella, habría sido el padre de Sarah quien se habría encargado de aquello, pero a su edad habría enviado a uno de sus hombres de confianza, y definitivamente no era lo mismo.
Los Cynster estaban más al sur, esa zona era el dominio de los Meredith, y él no era sólo el conde, sino mucho más joven y físicamente capaz que la mayor parte de sus vecinos.
Su sitio estaba allí, entre esas personas. Con los pies bien plantados en el suelo para saber cuáles eran sus problemas y ayudarlos.
Su responsabilidad estaba allí, no en Londres.
Y lo que más le asombraba de todo era lo bien que le sentaba aquello, lo cómodo que se sentía en aquel papel.
El deber siempre había formado parte de su vida, aunque no había pensado demasiado en esa faceta. Pero ahora había aceptado ese nuevo aspecto de su vida y había hecho los cambios oportunos para encajarlo en ella. Quizás ese fuera otro aspecto que como en todos los demás encajaría bien. Mejor que la vida que había imaginado que tendría con su esposa ideal en Londres, lejos de lo que ahora comprendía era una parte esencial de él, de quien era en realidad, del hombre que quería ser ahora.
—¿Milord?
Se volvió para ver a uno de los hombres mayores, que lo llamaba por señas.
—Hemos dado con una sección de la cerca que está quemada. Parece que una parte del tejado de paja cayó sobre ella. ¿Puede venir y decirnos qué quiere que hagamos?
Charlie se enderezó, dejó a un lado el rastrillo y siguió al hombre rodeando el edificio.
Después del mediodía, Malcolm Sinclair se puso una elegante chaqueta, unos ceñidos pantalones de ante y una inmaculada camisa blanca. Cuando cruzó la corta distancia que separaba el portón de su casa de Crowcombe, era la viva imagen de un caballero londinense.
Se detuvo ante el pórtico de piedra del despacho del notario. Rara vez contrataba a alguien de la localidad, pero en ese caso, usar los servicios de Skeggs le parecía lo más apropiado e inteligente.
Se giró lentamente y contempló la ancha franja de tierra por encima del pueblo, todavía negra y humeante, que eran los escombros de la granja Quilley. Reflexionó sobre la imagen, preguntándose si alguien la consideraría un símbolo perfecto del fin de sus ambiciones.
Tras un momento, se dio la vuelta y, abriendo la puerta del despacho de Skeggs, adoptó un aire sereno y entró.
Sarah no tuvo la oportunidad de escribirle al obispo hasta primera hora de la tarde, cuando hubieron alimentado a los seis bebés y los acostaron para que durmieran la siesta. La joven encontraba a aquellas personas diminutas y perfectas totalmente fascinantes… muchísimo más de lo que las había encontrado unas semanas antes.
Puede que esa fuera una señal más de su estado. Todavía no estaba segura del todo… pero esperaba y rogaba con todas sus fuerzas no estar equivocada. Sentía que esa sería la culminación de sus aspiraciones, el broche perfecto para el inicio de su nueva vida. Pero quería estar segura antes de decírselo a nadie. Ni siquiera a Charlie.
En especial a Charlie.
El día de su boda había observado la expresión de su mirada cuando Dillon y Gerrard habían hablado de sus hijos. No necesitaba preguntarse cuál sería su reacción si le decía que estaba embarazada. Pero precisamente porque sabía cuánto significaba esto para él, tenía que estar segura de ello. Totalmente segura.
Su salita se había visto invadida por una ingente cantidad de ropa blanca, así que se refugió en la biblioteca de Charlie. Se acomodó en la silla tras el escritorio y cogió una pluma del juego que su marido mantenía en buen estado.
Buscó papel y tinta y procedió a realizar su tarea. Como había previsto, encontrar las palabras adecuadas para comunicar tan ingrata noticia no era un asunto fácil, pero cuando el reloj repicó una hora después, había logrado lo que consideraba un resultado satisfactorio. Cerró la carta, le puso el sello de Charlie, y la dejó sobre el papel secante para que su esposo la franqueara.
En ese momento oyó que alguien llamaba a la puerta y la abría. Levantó la mirada y vio que era Crisp.
—Ah… aquí está, milady. Uno de los chicos de Crowcombe ha traído una nota del señor Sinclair.
—Gracias, Crisp. —Sarah cogió la nota sellada de la bandejita que le tendía el mayordomo.
—El chico ha dicho que no era necesaria una respuesta inmediata, milady. —Crisp hizo una reverencia y se retiró.
Sarah cogió el abrecartas de Charlie para romper el sello y abrió la nota.
—¡Oh, es maravilloso! —Sinclair le había escrito para decirle que había encontrado el diario de su tía en «el lugar más sorprendente». Sarah se preguntó dónde habría sido, luego siguió leyendo con rapidez.
Por desgracia, escribía Sinclair, tenía que marcharse para encargarse de unos asuntos urgentes y, dada la cantidad de recados que tenía que hacer antes de irse, no podía permitirse el lujo de acercarse hasta allí para entregárselo. Sin embargo, le preguntaba sí tendría un momento libre para reunirse con él en el puente de la cascada, ya que se había prometido a sí mismo que no dejaría la zona sin disfrutar de la vista de la famosa cascada de Will’s Neck. Pensaba pasar por allí a eso de las tres y, si ella podía acercarse a esa hora, podría entregarle el diario y explicarle dónde lo había encontrado.
Si por cualquier motivo no podía reunirse con él, había escrito, Malcolm le devolvería el diario cuando regresara a Crowcombe, aunque no podía precisar cuándo sería eso. Dado el valor nostálgico y personal que para ella tenía el diario, no quería confiarle su devolución a otras personas.
Sarah miró el reloj. Eran las dos y cuarto; tenía tiempo de sobra para cambiarse de ropa y llegar hasta la cascada.
Ella quería el diario y quería saber dónde lo había encontrado. Tras la cantidad de humo que había inhalado la noche anterior, el aire fresco y el ejercicio le vendrían bien.
Fue una de las decisiones más fáciles que había tomado ese día. Se levantó y se dirigió a la puerta para ordenar que ensillaran a Blacktail mientras ella se ponía el traje de montar.
Veinte minutos más tarde, Charlie se encontraba organizando a un grupo de hombres con mazos y carretillas, comprobando la estabilidad de los muros que todavía estaban en pie, cuando un muchacho de Crowcombe se acercó a él.
—Un mensaje, milord. —El niño se quitó la gorra y le tendió una nota doblada y sellada—. Es del señor Sinclair. Del hombre que se aloja en Finley House.
Charlie cogió la nota. Rebuscó en el bolsillo y le dio una moneda al muchacho antes de darle permiso para que se fuera.
Les lanzó una mirada a los hombres, pero estos sabían lo que se hacían. Dio un paso atrás y se apoyó contra la cerca, luego rompió el sello de la nota de Malcolm, la desdobló y leyó.
La sangre huyó de su rostro.
Sin ni siquiera un saludo, el mensaje de Malcolm iba directo al grano.
En poco tiempo tendré a tu mujer en mi poder. Para cuando leas estas palabras, Sarah estará de camino al puente de la cascada de Will’s Neck. Si deseas volver a verla, tendrás que hacer exactamente lo que te digo. No vaciles, no pienses y, lo más importante, no intentes comprender lo que he planeado. Ni se te ocurra organizar nada o dar la alarma. Recuerda que la distancia entre la granja Quilley y el puente es una línea recta y que te estoy observando con un catalejo.
Abandona la granja y cabalga hasta el puente. Haz lo que te digo y Sarah todavía será tuya, totalmente ilesa, al final del día.
Muévete, hazlo ya o la perderás.
Te estaré esperando en el puente de la cascada.
Charlie clavó una mirada ciega en las letras negras que bailaban ante sus ojos.
Un frío temor fluyó por sus venas hasta que se cerró como un puño gélido sobre su corazón. Jamás se había sentido tan solo en toda su vida. Ni tan frío.
Pero sabía lo que tenía que hacer, justo lo que Malcolm le pedía.
Respiró hondo luchando contra la fuerte opresión que sentía en el pecho, pero se mantuvo calmado exteriormente y se obligó a pensar…
No tenía alternativa. No podía contactar con nadie, ni tampoco pedir ayuda.
En especial cuando sabía que Malcolm Sinclair no bromeaba. Se metió la nota en el bolsillo y se dirigió a donde había dejado atado a Tormenta. Presionado por el tiempo, desató al caballo.
—¡Tengo que irme, he recibido un mensaje! —le gritó desde lejos a Kennett—. Intentaré regresar más tarde. Hasta que vuelva, encárgate de todo.
El gesto despreocupado y lacónico de Kennett daría a entender a cualquier observador que él no le había dicho nada preocupante o alarmante.
Cogió las riendas de Tormenta, se subió a la grupa de un salto, y se alejó tan rápido como pudo por la carretera de Crowcombe que conducía al puente de la cascada de Will’s Neck.