Capítulo 2

A Sarah la habían besado muchas veces, pero ningún beso podía compararse con aquel.

Nunca antes le había dado vueltas la cabeza. Nunca antes había perdido el hilo de sus pensamientos. Ahora simplemente estaba bloqueada.

No se planteó si aquello estaba bien o no, no podía pensar lo suficiente para hacerlo. No podía liberar su mente de la pecaminosa tentación que suponía el roce de los labios de Charlie en los suyos, de la astuta y provocativa presión que él aplicaba, de la calidez que parecía penetrarle hasta los huesos… No era un beso cualquiera, ni mucho menos inocente.

Era un beso con el que Charlie pretendía robarle la cordura.

Sarah lo sabía, lo entendía, pero aun así estaba demasiado intrigada y cautivada para negarse.

Charlie lo sabía. Sabía que ella estaba fascinada, que estaba dispuesta a que él le enseñara un poco más.

Que era, precisamente, lo que él deseaba hacer.

Ya era suficiente. Se suponía que sólo era un beso y nada más. Pero para sorpresa de Charlie le llevó su tiempo convencerse de qué era lo que debía hacer y no ceder al sutil deseo de ella. Tuvo que obligarse a romper el beso, a alejarse de aquellos labios rosados que habían resultado ser más deliciosos y tentadores de lo que él había imaginado, frescos y delicados.

Cuando levantó la cabeza y cogió aire, él se preguntó si sería ese el sabor de la inocencia. Y si había sido ese elixir tan poco familiar para él o los nervios subyacentes de Sarah lo que había enardecido inexplicablemente su deseo.

A pesar de todo, al escrutar los ojos de la joven mientras ella parpadeaba y le devolvía la mirada deslumbrada, Charlie no pudo evitar sentir una intensa satisfacción interior. Sarah era cálida, suave y deseable entre sus brazos, pero él la apartó lentamente y curvó los labios en una encantadora e inocente sonrisa.

—Te veré esta noche en casa de lady Finsbury. —Profundizó la sonrisa—. Allí podremos seguir conociéndonos mejor.

Ella entrecerró los ojos.

Charlie alargó la mano y le rozó la mejilla con un dedo, luego dio un paso atrás, le hizo una reverencia y se marchó.

Antes de que pudiera sentirse tentado a hacer nada más.

Sarah Conningham había resultado ser, definitivamente, la elección correcta.

Sarah se quedó mirando a su potencial prometido cuando este entró en la sala de lady Finsbury esa misma noche. Alto y apuesto, exudaba una elegancia disoluta con una chaqueta de color nuez, un chaleco entallado de rayas doradas y una camisa de inmaculado tono marfil. Lo vio inclinarse sobre la mano de la dueña de la casa con una indescriptible gracia. Sarah observó cómo la elogiaba con una sonrisa encantadora y cómo comenzaba a moverse por la estancia.

Cuando la había dejado esa tarde, ella había aclarado sus vertiginosos pensamientos y había acudido al estudio de su padre. Sus padres la habían estado esperando. Sin más dilación les había explicado el acuerdo al que había llegado con Charlie. A pesar de no ser lo que habían esperado, se habían mostrado satisfechos. Aunque Sarah no había dicho que sí a la propuesta matrimonial, tampoco había dicho que no, y a sus padres se les había iluminado la cara en cuanto llegaron a esa conclusión. Estaba claro que confiaban en que cuando conociera a Charlie un poco mejor se daría cuenta de la buena oportunidad que se le había presentado.

A Sarah no le había sorprendido aquel optimismo.

Observó cómo Charlie se movía entre los invitados —todos vecinos de la zona y por consiguiente conocidos de ambos—, saludando a unos y otros, mientras se dirigía inexorablemente hacia ella, tuvo que admitir que era difícil encontrar algún defecto en su porte que pudiera desagradarle.

Pero ella no había insistido en tener un período de cortejo para evaluar aspectos tan físicos y convencionales. Necesitaba confirmar que poseía el único aspecto que ella consideraba totalmente imprescindible para su futura felicidad conyugal, y que era una parte de lo que él estaba ofreciéndole, ya fuera consciente o inconscientemente. Se lo debía a sí misma, a sus sueños, a su futuro y a todos los caballeros cuyas propuestas matrimoniales había rechazado al darse cuenta de que eso no formaba parte de sus intenciones. Tenía que encontrar pruebas evidentes de que él le proporcionaría ese algo de tan vital importancia, de que eso formaría parte integral de su matrimonio.

Una unión por amor o nada; ese era su objetivo, lo que ella necesitaba para aceptar casarse con él.

El interludio de esa mañana no sólo le había aclarado la dirección a tomar, había reforzado su determinación. Si él quería casarse con ella, tendría que ofrecerle su amor a cambio.

Mientras intentaba escuchar los comentarios de las damas y caballeros con los que se encontraba junto a la ventana, observó por el rabillo del ojo cómo se acercaba Charlie. Él sorteó con habilidad a un grupito de jóvenes damas, pero no pudo impedir que una, con un vestido rosa y verde, lo abordara.

Sarah contuvo el aliento, luego recordó que Clary no sabía nada de la propuesta de Charlie ni de su acuerdo; le había pedido a sus padres que mantuvieran el asunto en secreto. Sólo tenía dos semanas para averiguar lo que quería saber, para asegurarse de que Charlie y lo que él le ofrecía eran lo que ella deseaba. Que Clary o Gloria se inmiscuyeran sería una pesadilla.

Charlie se apartó de Clary con una sonrisa. Menos de medio minuto después se había detenido ante Sarah y se había inclinado sobre su mano sin dejar de mirarla a los ojos.

La joven sintió que se le ponían los nervios de punta; un escalofrío de anticipación le recorrió la espalda.

—Buenas noches, Charlie. —Permanecieron de pie uno frente al otro durante un buen rato. Sarah no había pensado jamás en él como «milord». Mirando fijamente aquellos ojos azul grisáceo, le habló con voz queda—: Me atrevería a decir que lady Finsbury sigue sin creerse su buena suerte.

La curva de los labios masculinos se hizo más pronunciada. Le apretó suavemente los dedos antes de soltarle la mano.

—En ocasiones asisto a este tipo de acontecimientos. Y esta noche la fiesta de lady Finsbury tenía un cierto atractivo.

«Ella». Sarah ladeó la cabeza y esperó con fingida paciencia a que él saludara a los demás y a que intercambiara comentarios sarcásticos y sobre eventos deportivos con otros caballeros.

Pero ya había cambiado algo entre ellos. Aquel extraño sofoco que la había invadido antes volvía a invadirla cada vez que sus miradas se cruzaban, algo que no había sucedido hasta ese momento. Quizá se debiera a que Sarah sólo lo había estado estudiando y evaluando cuando él había llegado a la fiesta y, por tanto, no le había afectado su presencia hasta que Charlie había estado lo suficientemente cerca para mirarla directamente a los ojos y cogerle la mano.

Ese había sido el momento en el que aquella sensación, más fuerte e intensa si cabe, se había apoderado de ella. Pero, para cuando él le dio la espalda, Sarah ya se había controlado.

Tras un rato, él reclamó su atención y la apartó del grupo con disimulo.

Antes de que Charlie pudiera hablar, lo hizo ella mirando por encima de su hombro.

—Dime, ¿conoce tu familia tus intenciones?

Charlie siguió la dirección de su mirada y vio a su madre, Serena, a su hermana Augusta y a su hermano Jeremy, que acababan de entrar y saludaban a la anfitriona.

—No. —Girándose hacia ella, la miró a los ojos—. Esta decisión me corresponde sólo a mí. Hacerles ver mi interés sólo hará que las cosas resulten más difíciles. —Esbozó una sonrisa—. Pero debo decir que no están ciegos, no tardarán en darse cuenta de mis intenciones. Supongo que tus hermanas no lo saben todavía, ¿no?

—Si así fuera, Clary estaría colgada de tu brazo.

—En ese caso, recemos para que sigan en la ignorancia. —Charlie miró por encima del mar de cabezas—. Parece que va a empezar el primer baile, ¿quieres bailar?

Charlie le ofreció el brazo cuando comenzaron los primeros acordes de un cotillón. Él habría preferido un vals, pero no estaba dispuesto a quedarse a un lado y observar como Sarah bailaba con otro caballero. Aceptando la invitación con una inclinación de cabeza, ella le puso la mano en la manga. Mientras la guiaba entre los invitados que se dirigían al comedor, del que habían retirado los muebles para celebrar allí el baile, Charlie fue consciente de que sus expectativas no se estaban cumpliendo, pero pensó que, simplemente, tendría que adaptarse a las circunstancias.

Era ella, Sarah, quien lo desequilibraba todo, quien no se había ceñido a sus planes originales.

Esa tarde había tenido que aceptar su petición de que hubiera un período de cortejo. Después de llegar a casa se había dado cuenta de cuánto había trastocado aquello sus planes. A esas horas esperaba ser un hombre comprometido. Sin duda alguna había esperado que ella aceptara su propuesta matrimonial sin rechistar.

Pero, en vez de eso, se había encontrado con algo que no había previsto. Algo lo suficientemente importante como para tener que rehacer sus planes. Mientras la hacía girar y la situaba en la posición correcta, con los brazos alzados y los dedos entrelazados, Charlie fue consciente de una gran fuerza en ella, una cualidad que sería una insensatez ignorar. Sin embargo…

Comenzó a sonar la música, y los dos se movieron formando las figuras del cotillón; girándose, balanceándose, juntándose y separándose. Charlie centró su atención en ella, en su cara, en su graciosa figura, y fue consciente de lo mucho que le atraía, ella y sus esbeltas curvas… incluso aunque estuvieran ocultas. ¿O sería precisamente por eso?

Sarah hizo un giro; sus miradas se encontraron, y se movieron al unísono, luego frente a frente para volver a deslizarse uno junto al otro, rozándose los brazos. Los sentidos de Charlie reaccionaron, excitándose.

Conocerse, intimar. «Aguanta —se ordenó a sí mismo—, aguanta por esos ojos azul ciano». Charlie sintió cómo la intangible caricia del deseo se deslizaba entre ellos, retorciéndose y girando como la música que los conducía a través de esos intrincados pasos. Cuando volvió a coger la mano de Sarah y a entrelazar sus dedos con los de ella, al tiempo que sus miradas se encontraban, él notó que se le aceleraban los latidos del corazón al ver el deseo en los ojos de la joven.

Apartó la vista bruscamente y respiró hondo. Con rapidez, recuperó el sentido común y la fuerza de voluntad.

Se había sentido más atraído por ella de lo que había esperado; no podía negarlo. La inesperada resistencia de la joven a darle el sí había atraído su atención de una manera imprevista.

No era otra cosa, se dijo a sí mismo, que el aroma de la persecución, provocada por el encantador sabor de la inocencia… algo que, por otra parte, estaba deseoso de saborear otra vez. No había ninguna duda de que, cuando se hubiera ganado la aprobación de Sarah, su mano y a ella, aquella floreciente fascinación se desvanecería.

Pero ese momento todavía no había llegado.

El baile concluyó. Charlie aceptó la reverencia de la joven; el movimiento los dejó más cerca de lo que habían estado hasta entonces.

Más cerca de lo que habían estado desde aquel momento en la salita de sus padres, cuando la había besado.

Los ojos de Sarah buscaron los suyos. Charlie le sostuvo la mirada y sintió el impulso de volver a besarla, esta vez con más fuerza e intensidad. Por un momento pareció como si sólo estuvieran ellos dos en la habitación. Él bajó la vista a los labios femeninos y ella los abrió involuntariamente.

Estaban en el centro de la pista de baile rodeados por una multitud que, sin duda alguna, se sentiría fascinada al percibir cualquier indicio de conexión entre ellos.

Charlie inspiró bruscamente y apretó los dientes mentalmente, obligándose a dar un paso atrás para romper el hechizo. Sarah parpadeó, bajó la vista y se apartó a su vez.

Sin soltarle la mano, Charlie alzó la cabeza y escudriñó la estancia, pero no había posibilidad de desaparecer, de encontrar un lugar tranquilo en el cual seguir con sus planes, si no mutuos, por lo menos parejos. Ella también quería conocerle mejor. Él quería volver a besarla, saborearla plenamente.

Pero Finsbury Hall era demasiado pequeño y fuera estaba lloviendo.

Charlie la miró con los labios apretados y el ceño fruncido.

—Este lugar no es adecuado para nuestros propósitos. ¿Estarás libre mañana?

Ella lo pensó antes de asentir con la cabeza.

—Sí.

—Bien. —Colocándole la mano en su manga, se giró con ella hacia la salita—. Podemos pasar el día juntos y, entonces, ya veremos.

Charlie fue a buscarla a la mañana siguiente conduciendo sus dos impresionantes castrados. Para gran alivio de Sarah, Clary y Gloria no estaban en casa. Habían ido a dar un paseo con Twitters y no verían cómo Charlie la recogía y la ayudaba a subir al cabriolé. Después de que su acompañante tomara las riendas y azuzara a los caballos, se alejaron de allí como alma que lleva el diablo.

Bien abrigada en una capa de color verde oscuro, Sarah se acomodó al lado de Charlie al tiempo que reflexionaba sobre la necesidad de huir de las restricciones de sus familias y de las, a veces sofocantes, reglas de la sociedad local. Al llegar al final del camino de acceso, él hizo girar los caballos hacia el norte. Sarah lo recorrió con la mirada, contenta de no haberse puesto sombrero. Por supuesto, él estaba impresionantemente guapo con aquel abrigo con capucha, agitando el látigo y tirando de las riendas con dedos ágiles y distraídos.

—¿Adónde nos dirigimos?

—A Watchet. —La miró brevemente—. Tengo negocios allí, en el puerto y en los almacenes que hay detrás. Necesito hablar con mi agente, pero no tardaré mucho. He pensado que después podríamos dar un paseo, almorzar en la posada y… —volvió a mirarla—, salir a navegar si continúa el buen tiempo y el viento lo permite.

Sarah abrió mucho los ojos, aunque él no se dio cuenta pues estaba mirando los caballos.

—¿Te gusta navegar?

—Tengo un velero de un mástil. Cuando puedo, navego solo, pero pueden ir tres personas cómodamente. Está fondeado en el puerto de Watchet.

Sarah se imaginó navegando a solas entre las olas, surcando los vientos que batían la bahía de Bridgwater. Watchet era uno de los muchos puertos que poblaban las costas del sur de Inglaterra.

—Hace años que no navego, desde que era niña. Me encantará. —Le miró—. Sé algo de navegación.

Él sonrió.

—Bien. Así podrás ayudarme a tripularlo.

Charlie refrenó los caballos al acercarse a Crowcombe y atravesaron el pueblo a paso lento. Al dejar atrás la última casa, volvió a espolear a los caballos, que rápidamente adquirieron velocidad.

—¿Qué haces en Londres? —le preguntó Sarah—. Supongo que por las noches irás de baile en baile y de fiesta en fiesta, pero ¿y por el día? Alathea me comentó una vez que Gabriel y tú compartís los mismos intereses.

Sin apartar los ojos de los caballos que con tanta habilidad guiaba por el camino, Charlie asintió con la cabeza.

—Cuando se casaron, Gabriel me puso en contacto con el mundo de las finanzas. Me resultó estimulante y desafiante, y a Gabriel no le importó enseñarme todo lo que hay que saber sobre el negocio. Así que más o menos me dedico a eso. Estos días…

Charlie se sorprendió de lo fácil que le resultó describir su afición por las altas finanzas, particularmente por las inversiones, las innovaciones y el desarrollo de proyectos que contribuían a mejoras de toda índole. Quizá fuera porque sabía que Sarah no se lo había preguntado por simple cortesía, sino porque tenía un interés especial y las ocasionales preguntas que le hacía demostraban que comprendía la complicada tarea.

—En este momento, me interesan las infraestructuras. Merece la pena hacer inversiones con vistas al futuro. La mayor parte de los fondos que manejo, míos y de mi familia, están en bonos y acciones sólidos, pero cualquier tipo de inversión requiere ingenio y paciencia. Son las nuevas empresas las que más me atraen. Invertir en ese terreno exige mucha más perspicacia, pero el éxito es más satisfactorio, tanto en términos personales como monetarios.

—Porque con los bonos y acciones sólidos no corres ningún riesgo, mientras que el resto de las inversiones no sólo te suponen un reto más profundo sino un riesgo mayor, ¿me equivoco?

Charlie la miró. Ella le sostuvo la mirada, arqueando las cejas inquisitivamente. El hombre asintió con la cabeza y volvió a mirar los caballos, un poco desconcertado de que ella lo hubiera comprendido con tanta facilidad.

Pero, si Sarah acababa siendo su esposa, tal comprensión sería de agradecer.

Atravesaron Williton a toda velocidad. Un poco más adelante, él tiró de las riendas en una curva del camino y bajaron la mirada al puerto de Watchet.

Era un pueblo pequeño y animado, con casas en los alrededores de los muelles, que eran el punto neurálgico del pueblo. Había muelles que se adentraban en el mar, que recorrían la costa conectados entre sí. Justo detrás de ellos estaban los almacenes, que se encontraban en perfecto estado a pesar del tiempo que llevaban construidos.

Más al oeste del pueblo, entre las últimas casas y los acantilados que se alzaban sobre el mar, estaban excavando y nivelando un trozo de tierra.

—Has dicho que tenías negocios en esos almacenes. —Sarah levantó la vista hacia él—. ¿Qué tipo de inversiones son? ¿Seguras y aburridas o desafiantes y arriesgadas?

Charlie sonrió ampliamente.

—Un poco de todo. Al haberse expandido las industrias y los molinos de Taunton y Wellington, el futuro crecimiento de Watchet como puerto está asegurado. El más cercano es Minehead —señaló con la cabeza hacia el oeste—, junto a esos altos acantilados. —Charlie bajó la mirada al puerto que tenían a sus pies, a las velas de los barcos anclados, a las olas verdes de la bahía y al Canal de Bristol, mar adentro—. Sin duda alguna Watchet se expandirá. La única cuestión es saber cómo y cuándo. El riesgo consiste en invertir cuando no se sabe el tiempo que pasará antes de obtener beneficios.

Los castrados grises se removieron, impacientes por continuar su camino. La carretera que llevaba abajo estaba en buen estado, sin demasiadas curvas pronunciadas, ideal para las pesadas carretas que iban a los muelles, ya fuera para llevar tela o lana a los barcos, o para cargar los barriles de vino y la madera que traían los buques.

Charlie comprobó que ninguna carreta estuviera subiendo por el camino, luego agitó las riendas y condujo a los caballos cuesta abajo.

Entraron con rapidez en el pueblo, y Charlie detuvo el cabriolé delante de la posada La Campana. Dejaron los caballos al cuidado del mozo de cuadra, que conocía bien a Charlie. Apoyando la mano en el brazo de Charlie, Sarah caminó a su lado por la calle principal.

Se dirigieron a atender los negocios de Charlie en el puerto de Watchet. El hombre de Charlie en el pueblo no sólo era agente marítimo sino también el agente encargado de examinar el espacio disponible en los almacenes donde se guardaban las mercancías que iban y venían de los muelles.

Sarah se sentó en una silla al lado de Charlie y escuchó cómo el señor Jones revisaba la disposición de las cargas en los almacenes que Charlie poseía. Casi todos estaban llenos, algo que se ganó la aprobación de Charlie.

—Así están ahora. —Jones se inclinó hacia delante para enseñarles un papel con varios esquemas—. Estas son las disposiciones que quería conocer con vistas a adquirir un nuevo almacén. Creo que resultará rentable dentro de un año.

Charlie cogió el papel y estudió el contenido con rapidez, luego comenzó a hacerle preguntas a Jones.

Sarah los escuchó con atención; Charlie le había explicado lo suficiente para que la joven siguiera la conversación y pudiera apreciar el riesgo y la potencial recompensa.

Cuando diez minutos después se despidieron de Jones, sonrió y le ofreció la mano a Charlie, consciente de las especulaciones que su presencia al lado del hombre suscitaba.

Desde la oficina de Jones caminaron hacia el oeste por el muelle principal, sintiendo la brisa salada en la cara y oyendo los ásperos chillidos de las gaviotas. Al final del muelle, Charlie la cogió por el codo y la hizo girar hacia una calle empedrada. Tras pasar entre dos viejos almacenes, llegaron a un promontorio rocoso por encima de los acantilados.

Había una rudimentaria barandilla de cuerdas con estacas clavadas en tierra. Charlie la guio hasta un pequeño repecho donde se detuvieron y miraron hacia el mar. El pueblo y los almacenes quedaban a la derecha, frente a ellos se encontraba el moderno muelle del oeste, que se extendía entre las agitadas aguas de la bahía.

—Mi intención es construir aquí otro almacén. —Charlie se volvió hacia ella—. ¿Qué te parece?

Levantando las manos para recogerse el pelo que el viento le había alborotado, Sarah miró el almacén más próximo y reflexionó sobre lo que Jones había dicho.

—En mi opinión, construiría dos, o al menos uno con el doble de tamaño. No soy muy hábil haciendo cálculos, pero me da la impresión de que el comercio floreciente de Watchet no sólo llenaría dos, sino tres almacenes.

Charlie sonrió ampliamente.

—O incluso cuatro o más. Tienes razón. —Miró hacia el muelle y luego escudriñó el área donde se habían detenido—. Creo que dos implican un riesgo pequeño. El volumen de mercancía que prevemos los llenará fácilmente. No es necesario ser avariciosos… con dos bastará. Pero esa idea de hacer uno con el doble de tamaño… —hizo una breve pausa y luego añadió—, podría ser una idea excelente.

Sarah se felicitó interiormente.

—¿De quién es el terreno?

Volviéndola a tomar del brazo, Charlie se volvió en dirección al pueblo.

—Mío. Lo compré hace años.

Ella arqueó las cejas.

—¿Una inversión especulativa?

—Una que está a punto de dar sus frutos.

Sin prisas, volvieron caminando a la posada, observando los diversos buques atracados en los muelles y las mercancías que estaban siendo descargadas. El muelle central estaba rebosante de actividad. Charlie la ayudó a sortear las cuerdas y las cajas de madera que se amontonaban por doquier, hasta que doblaron la esquina de la posada.

El dueño los saludó en cuanto cruzaron la puerta. Les conocía a los dos, pero el que atrajo toda su atención fue Charlie, el conde. Les condujo a una mesa en un rincón apartado con un ventanal desde donde podía verse el puerto.

La comida fue excelente. Sarah había esperado que la conversación decayera y diera paso al silencio, pero Charlie le preguntó sobre temas locales y el tiempo pasó volando. Fue al abandonar la posada cuando Sarah se dio cuenta de que Charlie la había utilizado para refrescar la memoria. Casi todas sus preguntas habían girando en torno a lo acontecido en los últimos diez años, años que él había pasado en su mayor parte en Londres.

Deteniéndose en el porche de la posada, observaron el mar. El viento había amainado hasta convenirse en una ligera brisa costera, y las olas eran suaves ahora. El sol se había colado entre las nubes brillaba entre ellas, cubriéndoles con sus rayos dorados y haciendo desaparecer el frío.

Charlie la miró.

—¿Te apetece navegar?

Ella le miró a su vez y sonrió.

—¿Dónde tienes el velero?

Él la condujo por el puerto, dejando atrás los muelles comerciales y dirigiéndole a los que eran más pequeños y privados. El velero de Charlie estaba anclado al final de uno de ellos. Una mirada a la brillante pintura del casco y a la cubierta limpia y reluciente fue suficiente para que Sarah supiera que estaba en un estado excelente.

La mirada chispeante de Charlie mientras lo ayudaba a soltar amarras y a desplegar las velas, le indicó a Sarah que era un apasionado de la navegación. Su pericia al cambiar el rumbo, alejándose con rapidez del muelle y poniendo proa al mar abierto, le dijo que además era una pasión por la que se había dejado llevar con frecuencia en otros tiempos. No creía que hubiera tenido tiempo de navegar mucho en los últimos años.

Sarah se sentó tras él y lo observó manejar el timón. Se fijó en cómo el viento le revolvía los rizos dorados. No quería pensar en cuán alborotado estaría su propio pelo.

—¿Echas de menos navegar cuando estás en Londres?

Los ojos de Charlie, totalmente grises ahora que estaba en el mar, volaron al rostro de Sarah.

—Sí. —El viento se llevó la palabra. Charlie se acercó a ella, inclinándose ligeramente mientras cambiaba el rumbo. Sarah también se acercó a él para oírle mejor—. Siempre me ha encantado la sensación de volar con el viento, cuando la vela se hincha y el casco surca el mar. Se puede sentir el poder, no es algo que puedas dominar o controlar. Es una bendición poder estar aquí en un día tan espléndido. —La miró a los ojos—. Es como si los dioses nos estuvieran sonriendo.

Sarah le sostuvo la mirada, sujetándose el pelo que se le había soltado mientras viraban en dirección este. Entonces comenzaron a surcar el mar a toda velocidad, cada vez más rápido. Ella se reclinó contra el casco y se rio, observando las nubes que pasaban vertiginosamente sobre ellos, y conteniendo la respiración cuando los alcanzó una ola que hizo balancear el velero antes de que comenzara a volar de nuevo.

Los dioses continuaron sonriéndoles durante la hora siguiente.

Sarah se encontró mirando a Charlie más de una vez con una sonrisa tonta en los labios, prendada de la imagen que presentaba: el pelo revuelto por el viento, los ojos grises entrecerrados, los anchos y firmes hombros, los musculosos brazos mientras manejaba el timón. Jamás había visto antes la parte vikinga de Charlie. Una y otra vez contenía sus ensoñaciones y apartaba la mirada, sólo para que sus ojos regresaran a él una vez más.

Al principio Sarah pensó que era algo unilateral, hasta que se dio cuenta de que, cada vez que se movía para ayudarle con la vela, Charlie la seguía con la mirada, demorándose en sus pechos, en sus caderas, en sus piernas cuando se estiraba y cambiaba de posición. Aquella mirada era dura y posesiva. Se dijo a sí misma que era su descontrolada imaginación, que no hacía más que pensar en vikingos y saqueos, pero no podía contener el escalofrío que la recorría cada vez que la miraba de esa manera. No podía evitar estar a la expectativa cada vez que le daba una orden.

Por fortuna, él no sabía nada de eso, así que Sarah se sintió libre de dejar que sus nervios y sus sentidos vagaran libremente mientras consideraba las implicaciones de todo aquello.

Cayeron en una cómoda camaradería; Sarah recordaba lo suficiente de navegación para echarle una mano, agachándose a tiempo cuando la botavara pasaba por su lado y tirando con habilidad de los cabos correctos.

Cuando Charlie regresó al muelle, se sentía cansada pero alborozada. Aunque habían hablado poco, Sarah había descubierto más de lo que esperaba. Aquel día había revelado aspectos de él que ella desconocía.

El pequeño velero ya se deslizaba hacía el muelle con la vela replegada cuando, mientras estaba recostada contra el casco contemplando el pueblo, Sarah observó a un caballero acompañado de otro hombre en el lugar donde Charlie se había planteado construir el nuevo almacén. Protegiéndose los ojos del sol, los miró con atención.

—Hay unos hombres en tu parcela.

Charlie siguió la dirección de su mirada y frunció el ceño.

—¿Quién es el caballero? ¿Lo conoces?

Sarah los miró fijamente, luego meneó la cabeza.

—No es de por aquí. Pero el que está con él es Skilling, el corredor de fincas.

Charlie se vio forzado a desviar su atención hacia el muelle al que se acercaban con rapidez.

—Ese terreno lo compré por mediación de Skilling. Sabe que me pertenece.

—¿Es posible que ese caballero quiera construir más almacenes?

Charlie dirigió una mirada entornada al misterioso caballero. Skilling y él se alejaban ahora de la parcela camino, no de los muelles, sino del pueblo.

—Puede.

Mientras guiaba el velero hacia el muelle, Charlie tomó nota mental de preguntarle a Skilling quién era aquel caballero. Sí Sarah no lo conocía, definitivamente no era de la zona, y si un caballero desconocido mostraba interés por las tierras o los almacenes de Watchet, era alguien a quien él tenía que conocer.

Por desgracia, ahora no tenía tiempo de hablar con Skilling; el sol comenzaba a declinar. Tenía que llevar a Sarah a casa antes de que anocheciera.

Saltó al muelle y amarró la embarcación. Sarah terminó de plegar la vela y luego le tendió las manos. Charlie la alzó con facilidad, sosteniéndola hasta que la joven recuperó el equilibrio, apretando sus suaves curvas contra él.

El deseo hizo su aparición.

Charlie notó cómo lo recorría de pies a cabeza, instándolo a estrecharla entre sus brazos, a inclinar la cabeza, apoderarse de sus labios… y besarla. La fuerza de aquel impulso lo estremeció. La pasión lo dejó totalmente abrumado.

Ignorante de todo aquello, Sarah se rio. Charlie forzó una sonrisa ante aquel sonido musical. La miró directamente a los ojos, que resplandecían de alegría y maldijo mentalmente aquel estúpido impulso de besarla delante de todo el mundo cuando eso era algo que no podía permitirse.

Apretando los dientes e ignorando tenazmente el deseo y la necesidad acuciante y compulsiva de besarla de nuevo, dio un paso atrás.

—Vamos —dijo en voz baja. Inspirando bruscamente la cogió de la mano—. Será mejor que regresemos a tu casa.

Al día siguiente era domingo. Como solía hacer cuando estaba en el campo, Charlie asistió al servicio religioso en la iglesia de Combe Florey con los miembros de su familia que residían en Morwellan Park; en esta ocasión acudió acompañado de su madre, su hermano y su hermana más pequeña, Augusta.

Sus otras tres hermanas —Alathea, la mayor, Mary y Alicer— estaban casadas y vivían en lugares distintos. Aunque Alathea, casada con Gabriel Cynster, vivía cerca de él, su residencia, Casleigh, quedaba un poco más al sur y asistía a los servicios religiosos con los Cynster en una iglesia cercana a Casleigh, lo que Charlie agradecía.

Alathea era muy perspicaz, en especial en lo que a él se refería. Como hermana mayor había protegido los intereses de Charlie con sumo celo durante toda su infancia, y había preservado la hacienda que él había heredado. Algo que jamás podría agradecerle lo suficiente, pero que demostraba el profundo interés que su hermana tenía en la vida de Charlie —en el bienestar del condado y en él como conde—, y tal atención lo hacía ser cauteloso.

Y, en este momento, no quería atraer la atención de nadie sobre Sarah y él.

Se sentó en el banco de la familia Morwellan, una pieza elaboradamente tallada situada en la parte delantera de la iglesia a la izquierda del pasillo, y escuchó el sermón a medias. Por el rabillo del ojo podía ver la brillante cabeza de Sarah sentada en el banco de la familia Conningham, al otro lado del pasillo.

Le había sonreído cuando él había recorrido el pasillo detrás de su madre para tomar asiento y él le había correspondido con otra sonrisa, muy consciente de que el gesto era sólo una máscara. Por dentro no sentía ganas de sonreír.

Conseguir pasar tiempo a solas con ella estaba resultando ser muy difícil. Y sabía que sólo de esa manera conseguiría avanzar hacia su objetivo. Puede que la intención de Sarah fuera que se conocieran poco a poco, pero él quería una mayor intimidad de la que había podido conseguir hasta el momento.

Cuando habían vuelto a casa de Sarah el día anterior había esperado tener un momento a solas con ella al llegar a la puerta, momento en que hubiera aprovechado para besarla de nuevo. Pero las hermanas de la joven habían salido corriendo de la casa y prácticamente habían asaltado el cabriolé, incluso antes de que ellos bajaran de él. Por lo que Charlie había podido entender, las hermanas estaban impacientes por ver a su pareja de castrados grises. Lo habían acribillado a preguntas, muchas de ellas ridículas, pero no le habían pasado desapercibidas las avispadas miradas que les habían dirigido a Sarah y a él.

Clary y Gloria estaban intrigadas. Y esa, sin duda, era una situación peligrosa. Respecto a esas dos jovencitas, él compartía todas las reservas de Sarah.

El servicio religioso terminó por fin. Charlie se levantó y acompañó a su madre por el pasillo mientras el resto de la congregación los seguía, con los Conningham al frente.

El instinto impulsaba a Charlie a darse la vuelta y brindarle una sonrisa a Sarah; estaba casi detrás de él, con sólo sus padres interponiéndose entre ambos, pero Clary y Gloria también la acompañaban. Apretó los labios y se obligó a esperar. Podrían hablar en cuanto salieran de la iglesia.

Pero la iglesia de Combe Florey era una de las más concurridas. Casi todos los feligreses, aristocráticos y burgueses, asistían a ella, y su madre y él no tardaron en verse rodeados de gente. Como Charlie no solía ir demasiado al campo, había muchas personas deseosas de hablar con él.

Contuvo la impaciencia, pues sabía que Sarah y su familia irían a almorzar a Morwellan Park, y se obligó a comportarse de una manera socialmente correcta y a charlar con sir Walter Criscombe sobre la caza del zorro, y con Henry Wallace sobre el estado de las carreteras.

Incluso mientras discutía sobre las distintas calidades del macadán, fue muy consciente de la cercanía de Sarah, que estaba un par de metros detrás de él. Aguzó el oído y captó trozos de la conversación de la joven con la señora Duncliffe, la esposa del vicario.

A tenor de esa conversación, sobre el orfanato de Crowcombe, Charlie recordó la impresión que había tenido en casa de los Finsbury; había observado bailar a Sarah mientras él charlaba con otras personas y se había dado cuenta de que la joven era respetada por todos y, por los comentarios de algunos caballeros solteros y algunas señoritas de su círculo, era admirada por su tranquila seguridad.

Del tono de la señora Duncliffe, de una generación mayor que ella, dedujo que Sarah ocupaba un estatus superior al que le correspondería por su edad. Sarah tenía veintitrés años, pero parecía haberse hecho un hueco en la comunidad local en esos últimos años, algo inaudito para una joven soltera como ella.

Ese era precisamente el estatus que, como su condesa, tendría que ocupar. No había pensado en tales aspectos al elegirla como esposa, pero sabía que tales cualidades eran de vital importancia.

Por fin, Henry Wallace pareció quedar satisfecho y se marchó. Con creciente expectación, Charlie se volvió hacia Sarah, pero sólo para descubrir que el padre de la joven había reunido a la familia y se dirigían hacia el carruaje.

Conningham sonrió y le saludó con la cabeza.

—Hasta dentro de un rato, Charlie.

Él apretó los dientes, pero se las arregló para forzar una sonrisa. Captó la mirada de Sarah y observó el gesto comprensivo de sus labios. La saludó brevemente con la cabeza y, con expresión impasible, se dio la vuelta antes de reunirse con su propia familia para dirigirse a Morwellan Park.

Sarah se relajó en un confortable sillón en la salita del Park y en silencio agradeció que ni Clary, ni Gloria, ni Augusta, ni Jeremy conocieran todavía las intenciones de Charlie. Se había preguntado si ese almuerzo sería terriblemente incómodo, pero la comida había sido tan distendida y amena como tantos otros almuerzos dominicales.

La invitación había llegado el día anterior mientras ella estaba en Watchet con Charlie, pero avisar con tan poca antelación no era inusual. Los Morwellan y los Conningham comían juntos cada pocos meses desde que ella podía recordar. Su madre y la de Charlie eran de la misma edad, y las edades de sus hijos también coincidían. Había sido natural que ambas familias, establecidas en la zona desde hacía tanto tiempo y con propiedades limítrofes, acabaran intimando.

Sarah observó a sus padres y a la madre de Charlie, Serena, reunidos en torno a la chimenea, hablando sobre algún escándalo de la sociedad, y estuvo segura de que Serena, al menos, conocía la propuesta matrimonial de su hijo. Quizá lo había adivinado. Había habido un bufido de esperanza no expresada en la manera en que Serena le apretó la mano y le sonrió cuando llegaron. Serena aprobaba la elección de Charlie y le daría la bienvenida como nuera. Se lo había dicho sin palabras. Pero, aunque su aceptación fuera reconfortante, aquella cuestión todavía estaba sujeta a discusión. Sarah seguía sin saber lo que necesitaba saber.

Era cierto que conocía un poco más a Charlie, pero no las cosas realmente importantes. Sobre ese punto en cuestión había hecho muy pocos progresos.

—¡Sarah! —la llamó Clary desde la puerta-ventana—. Nos vamos a dar un paseo alrededor del lago. ¿Quieres venir con nosotras?

Ella sonrió y negó con la cabeza, despidiéndose con la mano de sus hermanas y de Augusta, que era un año mayor que Clary y que estaba preparándose para su primera temporada. Jeremy, que había llevado a Charlie al otro lado de la habitación, esbozó una amplia sonrisa en cuanto vio a las tres chicas salir, y después de decirle algo a su hermano se dio la vuelta y salió a hurtadillas por la otra puerta, escapándose mientras podía.

La puerta se cerró silenciosamente. Sarah desplazó la mirada a donde Charlie se encontraba. Él miró a sus padres, absortos en su debate, y luego atravesó la habitación hacia ella.

Se detuvo ante Sarah y le tendió la mano. Sus ojos grises capturaron los de ella.

—Ven. Demos una vuelta también.

Sarah le observó con atención. Estaba totalmente segura de que él no tenía intención de unirse a sus hermanas. Llena de anticipación, le cogió la mano y permitió que la ayudara a ponerse en pie.

—¿Adónde vamos? —preguntó como si sólo estuviera vagamente interesada.

Charlie señaló la puerta-ventana.

—Empecemos con la terraza.

Sin mirar atrás —no quería percibir las miradas esperanzadas de sus padres—, permitió que la condujera fuera. Charlie esperó mientras ella se ajustaba el chal en los hombros, y luego le ofreció el brazo. Sarah se apoyó en él y recorrieron juntos la terraza.

Sus hermanas eran ahora tres pequeñas figuras en la lejanía que seguían el camino que bordeaba el lago artificial.

—Reza para que no nos vean y vengan a buscarnos.

Sarah levantó la mirada; Charlie entrecerró los ojos y las observó. Sonriendo, ella meneó la cabeza.

—Están hablando de la temporada de Augusta. Sólo algo verdaderamente sorprendente llamaría su atención.

—Cierto —masculló él. La miró mientras seguían avanzando por la terraza—. Tú no pareces demasiado entusiasmada por esa manía femenina de las temporadas.

Sarah se encogió de hombros.

—Disfruté de mis temporadas en su tiempo, pero, una vez que pasa la emoción del primer momento, los bailes son sólo bailes y las fiestas no dejan de ser fiestas un poco más chispeantes que las que tenemos aquí. Si tuviese alguna razón para estar allí, supongo que sería diferente, pero a la postre todo ese glamour me resultó algo vano o, si lo prefieres, carente de propósito.

Él arqueó las cejas, pero no respondió.

Llegaron al final de la terraza. En lugar de dar la vuelta, él la guio hacia la esquina donde la terraza continuaba hacia el lado sur de la casa.

Charlie miró la fachada que se alzaba ante ellos.

—Debes de conocer esta casa tan bien como yo.

—Dudo que alguien la conozca tan bien como tú. Quizá Jeremy… —Sarah negó con la cabeza—. No, ni siquiera él. Tú has crecido aquí. Es tu casa y siempre has sabido que la heredarías algún día. Puede que sea el hogar de Jeremy, pero no es suyo. Apuesto lo que sea a que has explorado hasta el último rincón. —La joven ladeó la cabeza y lo miró a los ojos.

Charlie esbozó una sonrisa.

—Tienes razón. Lo he hecho… y sí, siempre supe que sería mía.

Deteniéndose ante otra puerta-ventana, Charlie la abrió, y retrocediendo un paso la invitó a entrar.

—La biblioteca. Hace años que no entro. —Sarah miró a su alrededor tras atravesar el umbral—. La has redecorado.

Charlie asintió con la cabeza.

—Eran los dominios de Alathea hasta que se casó, luego pasaron a ser míos. Por alguna extraña razón, mi padre apenas venía aquí.

Sarah describió un círculo a su alrededor, fijándose en los cambios hechos en la estancia. Ahora tenía un aire más masculino debido a los sillones acolchados de cuero oscuro, las cortinas de terciopelo de color verde oscuro que enmarcaban las ventanas y la ausencia de lámparas y floreros; adornos que estaba acostumbrada a ver por todos los rincones de la estancia cuando la biblioteca era el refugio de Alathea. Pero la sensación de lujo, de riqueza, seguía presente, realzada por el retrato de uno de sus antepasados que colgaba encima de la chimenea, las líneas limpias de la licorera de cristal o la enorme y antigua librería con puertas de vidrio.

—El escritorio es el mismo. —Sarah estudió la pieza de un tallado exquisito, que se encontraba en un extremo de la estancia. La superficie estaba pulida, pero los papeles apilados, las plumas y los lápices eran mudos testigos de que aquel espacio era muy utilizado.

Charlie había cerrado la puerta-ventana para impedir la entrada del aire frío. El fuego brincaba y crepitaba bajo la antigua repisa de la chimenea, iluminando la nueva alfombra Aubusson de intensos tonos verdes y castaños. La luz del fuego titilaba sobre las encuadernaciones de piel de los innumerables volúmenes que atestaban las librerías de las paredes y arrancaba destellos de los títulos en relieve dorado.

Sarah se fijó en todo, luego miró a Charlie, que se había detenido en medio de las tres puertas-ventanas que daban a la terraza, los jardines del sur y a una parte del lago. Estaba observando sus propiedades. La joven se acercó para contemplar las vistas con él.

Girando la cabeza, él capturó sus ojos, sosteniéndole la mirada por un momento, y luego le preguntó con voz profunda y tranquila:

—¿No te gustaría ser la dueña de todo esto?

Charlie se refería a la casa, a los campos, a la hacienda. A su hogar. Pero Sarah, ciertamente, quería ser la dueña de algo más.

Sarah le devolvió la mirada con firmeza. Por dentro, se había estremecido ante el tono del conde y su pregunta. La respuesta estaba clara en su mente, pero ¿cómo expresarla?

—Sí. —Alzando la cabeza, se obligó a no dejarse tentar por lo que él le ofrecía—. Pero… no es suficiente.

Charlie frunció el ceño.

—¿Qué?

—Lo que quiero… —Sarah parpadeó. De repente había encontrado una manera de explicarlo—. Cuando consideras tus inversiones, valoras tanto el riesgo como el desafío que suponen, así como la seguridad y la satisfacción que conseguirás al alcanzar tus propósitos. Pues es lo mismo que yo quiero en un matrimonio. —Le sostuvo la mirada—. No sólo quiero lo convencional, lo mundano, la seguridad, sino que además…

Sarah se quedó sin palabras. En realidad, no había una manera sencilla de explicarlo. Al final, simplemente añadió:

—Quiero la excitación, la emoción, aceptar el riesgo y alcanzar la satisfacción. Quiero experimentar esa gloria.

Fue gracias a los años de práctica en mantener una expresión inescrutable durante las negociaciones mercantiles que Charlie no dejó asomar la sorpresa a su rostro. Sarah era una joven de veintitrés años, virgen. Pondría la mano en el fuego por ello. Pero, a menos que no hubiese oído bien, ella acababa de decirle que, si se casaba con él, la única manera en que se sentiría satisfecha sería con un matrimonio apasionado.

Por lo tanto la razón por la que había deseado conocerle mejor había sido evaluar si un enlace entre ellos daría como fruto la pasión y la gloría que ella buscaba.

Charlie no había esperado tal cosa, pero ciertamente no estaba dispuesto a discutirlo. Curvó los labios.

—No veo ningún impedimento a eso.

Ella frunció el ceño.

—¿No?

Charlie supuso que la pregunta provenía de una falta de confianza en sí misma, de que no creía que ella —precisamente ella— podía provocar unas pasiones de tal índole.

Teniendo en cuenta la reputación de Charlie, y todo lo que ello implicaba, esa no era, después de todo, una duda tan absurda.

Aunque sí era —y él lo sabía a ciencia cierta— absolutamente infundada.

Estiró los brazos hacía ella, evitando abrazarla para no ponerla nerviosa, y le deslizó las manos por la cintura para instarla a acercarse un poco más a él.

Sarah se acercó con vacilación. Parecía como… Los instintos de Charlie le decían que era como una potrilla, nerviosa e indomable, que no había sido domada por la mano de un hombre. Virgen en más de un sentido. Y él la deseaba con una pasión intensa, única en su fuerza.

Charlie se reprimió, aplastando e ignorando tal sentimiento mientras le sostenía la mirada.

—Cualquier cosa que quieras en ese aspecto estoy dispuesto a dártela.

Ella lo miró a los ojos y se humedeció los labios.

—Yo…

—Pero está claro que quieres profundizar en ello antes de decidirte. —Charlie se obligó a no bajar la vista a los insolentes labios de la joven.

Sarah abrió mucho los ojos y el alivio que sintió fue casi palpable.

—Sí.

Sonriendo, Charlie inclinó la cabeza.

—Como ya he dicho, no veo ningún impedimento. Ninguno en absoluto. —Pronunció esas últimas palabras justo cuando le rozaba los labios.

Las pestañas de Sarah revolotearon y luego cayeron. Él le acarició los labios suave y tentadoramente con los suyos. Luego se apoderó de ellos con una larga caricia sensual pensada para aplacar los temores de la joven.

Charlie la tentaba y ella respondía, indecisa pero dispuesta. Tras un rato él profundizó el beso, Los labios de Sarah eran tan flexibles y delicados como Charlie recordaba. Contuvo el aliento mientras con la punta de la lengua lamía el labio inferior de la joven, instándola suavemente a que lo abriera para él. Sarah separó los labios con un suspiro y le dejó entrar.

Él penetró en el cálido refugio que era la boca de Sarah, buscando y rozando su lengua con la suya.

Tentándola, fascinándola, cautivándola.

Sí, a ella, pero también a él. A pesar de su experiencia Charlie no era inmune a lo que estaba ocurriendo y no pudo evitar un escalofrío de excitación cuando ella le devolvió las caricias tímidamente.

A Sarah le daba vueltas la cabeza, su mente bailaba al son de un vals fogoso y decadente, lleno de placer. Se excitó e inflamó, deseando aún más a medida que él profundizaba el beso y su magia seductora se le metía bajo la piel.

Los sentidos de Sarah ronronearon de placer.

El sabor de Charlie era peligroso y adictivo. Sintió sus cálidos labios mientras le devolvía los besos, cada vez más atrevida y más segura de sí misma.

Cada vez más convencida de que encontraría la respuesta.

Quería levantar los brazos, rodearle el cuello y acercarse más a él. Quería tocarle y apretar su cuerpo contra el suyo, pero de repente él rompió el beso.

Y no porque deseara hacerlo. Cuando Sarah abrió los pesados párpados, vio que él parecía alerta mientras miraba a través de la ventana por encima de su cabeza.

Entonces le vio apretar aquellos labios tan atrayentes al tiempo que maldecía por lo bajo.

Charlie la miró a los ojos.

—Nuestras hermanas —dijo con disgusto.

Sarah miró hacia el lago e hizo una mueca, sintiéndose igual de frustrada que él. Tras haber bordeado el lago, las tres chicas se dirigían directas a la terraza de la biblioteca. En cualquier momento los verían y…

—Vamos. —Charlie la soltó.

Sarah se sintió extrañamente desolada.

Cogiendo a la joven por el codo, la guio hasta la puerta de la biblioteca.

—Tenemos que regresar.

Salieron al pasillo. Por un instante, ella consideró la idea de quedarse un poco más allí, pero al final desistió con un suspiro.

—Tienes razón. Si no lo hacemos, vendrán a buscarnos.