Capítulo 19

CHARLIE corrió hacía el ala norte. Un montón de hombres estaban golpeando las paredes de ambos extremos. Desesperado, se abrió paso entre ellos y fue entonces cuando oyó el sonido que tanto había temido.

Una ráfaga repentina seguida de un fuerte silbido cuando una nueva llamarada surcó el aire con gran fuerza, haciendo que los hombres retrocedieran consternados mientras proferían gemidos y maldiciones.

Charlie corrió hacia el ala sur a toda velocidad. Se detuvo con un patinazo y levantó la mirada, entrecerrando los ojos para poder ver entre el denso humo, y entonces se confirmaron sus peores temores. Los hombres con los rastrillos de mango largo habían rodeado la parte sur de la casa y, pensando como el otro hombre, habían derribado el tejado de paja que había estado ardiendo lentamente.

Las llamas de debajo habían quedado al descubierto y habían comenzado a rugir, alimentándose vorazmente de todo lo que tenían por delante ahora que disponían de aire del que alimentarse.

Aunque se lo había esperado, Charlie se quedó mirándolas, cada vez más horrorizado. No habría manera de detener el fuego a partir de entonces.

Se había detenido en medio del ala sur y, a través de las paredes en llamas, podía ver lo que Kennett había dicho sobre las vigas de madera y el tejado ardiente que estaba unido a la estructura del edificio principal.

El fuego no se iba a detener al llegar a los muros de piedra… Iba a penetrar por aquellas vigas de madera hasta la casa principal.

Se oyeron unos repentinos rugidos y gritos provenientes de los patios interiores. Fue suficiente un vistazo para darse cuenta de que las llamas del ala sur habían alcanzado el ala central. El tejado de esta también ardía ahora y el fuego se extendía por encima de los aleros del edificio principal.

Se oyó un enorme crujido, como el de una explosión, cuando una de las macizas vigas se agrietó. Un furioso rugido resonó sobre la cabeza de Charlie cuando el fuego se abrió paso por la brecha y, como una bestia voraz, cayó sobre el tejado de paja del ala norte.

En menos de un minuto había desaparecido cualquier esperanza de impedir que el fuego se extendiera.

Charlie miró a su alrededor y vio a Maggs. Estiró el brazo hacia el niño y lo agarró del codo, apartándole de las llamas.

—¡Vete! ¡Reúne a los demás y largaos!

Maggs miró a Charlie. Sus mejillas estaban manchadas de hollín y de las lágrimas provocadas por el humo y la desesperación. Vaciló, luego bajó la mirada, asintió con la cabeza y corrió.

Barnaby apareció tras Charlie.

—He sacado a todos los hombres de los patios. En cualquier momento esto se convertirá en una trampa mortal.

Miraron al ala sur, que ahora parecía resplandecer ominosamente por el fuego que había en el interior y que consumía el tejado de paja, elevándose cada vez más, totalmente desconsolado.

—Que todo el mundo se aleje de aquí. No podemos hacer nada más y las vidas de las personas son más importantes que este edifico —gritó Charlie.

Barnaby asintió con el rostro serio. Se volvió y agarró al primer hombre que vio para gritarle que se alejara del patio y que avisara a todos los hombres que pudiera. Charlie se abrió paso a lo largo del ala sur. Comprobó que alguien se hubiera encargado de sacar los caballos y los hubiera llevado a los campos antes de reunirse con Barnaby. Recorrieron la parte posterior de ese infierno avisando a todos cuantos se cruzaron en su camino, asegurándose de que nadie se quedara rezagado.

Las macizas vigas del ala sur se colapsaron y se derrumbó parte del tejado, lanzando una lluvia de chispas que alimentó el creciente rugido de las llamas.

El fuego era una bestia que no podían controlar.

Charlie y Barnaby tuvieron que sacar a rastras a Kennett del ala norte.

—¡No podemos salvarlo! —Tuvo que gritarle Charlie a la cara antes de que finalmente se rindiera, dejara de luchar y permitiera que lo alejaran de allí.

Mientras se retiraban, Charlie se detuvo frente al ala norte y miro atrás, entrecerrando los ojos para ver entre la densa humareda, pero no vio a nadie, no había más movimiento que el del resplandor del fuego. Todos se habían alejado. Consolándose con eso, se dio la vuelta y corrió para alcanzar a Barnaby y a Kennett, que ya cruzaban el patio hacia donde la gente esperaba y observaba.

Había una multitud. Muchas de las mujeres del pueblo habían acudido para ayudar con los niños. Estaban sentadas en grupitos, intentando aplacar los temores de los pequeños.

Sintiéndose igual de atemorizado, Charlie buscó a Sarah con el corazón en un puño. No pudo verla de inmediato entre el desamparado gentío. Avanzó hasta el límite del patio sin dejar de escudriñar las caras y, de repente, la vio un poco más allá de donde él estaba. Estaba parada, clavando una mirada horrorizada en la casa, entonces se giró y lo vio.

—¡Faltan Quince y dos de los bebés! —gritó, recogiéndose las faldas y corriendo hacia él. Jadeando, lo agarró del brazo—. Antes la he visto traer al resto. Ha dicho que no necesitaba ayuda. Pero aquí sólo hay cuatro. Los ha dejado con varias mujeres y hemos pensado que los bebés que faltaban estaban con otras personas. Pero no es así y nadie ha visto a Quince desde hace rato. ¡No está aquí!

Charlie miró a la casa envuelta en llamas.

—¡Oh, no! —Sarah le apretó el brazo—. ¡Mira!

Su esposa señalaba la ventana más septentrional del ático. Detrás del grueso cristal se veía una figura oscura que luchaba por abrirla.

—Tiene el brazo roto —dijo Katy, que se había acercado a Sarah—. No conseguirá abrirla.

Joseph se acercó trastabillando.

—Las escaleras del ático están al fondo del ala sur. Ahora será imposible subir por ellas.

Charlie se giró hacia Kennett, que se había detenido a su lado con una mirada aturdida en el rostro. Posó las manos en sus hombros y lo sacudió.

—¿Dónde están las escaleras de mano?

Kennett lo miró con los ojos llenos de horror.

—Estaban en los patios. —Tragó saliva—. Habrán desaparecido.

Barnaby apareció a su lado.

—Ya los he revisado, no he encontrado ninguna escalera de mano. Van a ir a buscarlas a la posada de Crowcombe.

Todos miraron a la casa… A los áticos y a la figura frenética que luchaba con la ventana. El humo que se extendía por el tejado era cada vez más espeso y envolvía la parte delantera del edificio mientras las llamas resplandecientes se alzaban por detrás.

—No podemos esperar. —Soltándose de la mano de Sarah, Charlie atravesó el patio con paso enérgico, luego echó a correr.

Cuando llegó al porche que protegía la puerta principal, sabía qué hacer. Quince lo había visto venir. Charlie le había señalado la ventana central del ático, que quedaba justo encima de la puerta principal y el tejado del porche.

Había un enrejado a un lado del porche. Charlie rezó para que soportara su peso. Con mucho cuidado y distribuyendo su peso tan uniformemente como podía, comenzó a trepar por él. Las tablas de madera crujieron mientras él subía, pero consiguió llegar al alero del estrecho tejadillo del porche y encaramarse a él.

Barnaby lo observó. Cuando Charlie se alzó por encima del alero, le gritó:

—No pierdas el tiempo intentando romper el cristal de esa ventana. Es demasiado pequeña y el cristal muy grueso. ¿Puedes acercarte a la ventana de guillotina?

Charlie levantó la mirada, se puso en pie lentamente y mantuvo el equilibrio sobre el alero. El muro de piedra le dio algo sólido en lo que apoyarse. Pegando el pecho allí, llegó hasta la ventana de guillotina, que, gracias a la distribución simétrica de la fachada, estaba justo encima del tejado del porche. Puso los dedos bajo el borde de la ventana e intentó subirla. Estaba dura, pero insistió; entonces Quince le echó una mano desde el otro lado y lograron abrir la ventana entre los dos.

La mujer respiró profundamente cuando el aire fresco entró en el ático.

—¡Gracias a Dios! Iré a por los bebés.

—No pienso esperar aquí —dijo Charlie.

Se agarró al marco de la ventana y apoyando los pies en el muro de piedra se izó a sí mismo para entrar. Se dejó caer y sintió el calor que se filtraba por las tablas de madera del suelo.

Mientras intentaba ponerse en pie, oyó que alguien —Barnaby quizá— subía al tejadillo del porche.

Quince apareció entre el humo y le tendió un bebé. La mujer frunció el ceño,

—¿Qué…?

Él la silenció con un gesto de la mano.

—Ve a por el otro lo más rápido que puedas.

El fuego estaba ya en las vigas que sostenían el suelo. Charlie no sabía cuánto tiempo tardarían en ceder.

Se asomó a la ventana y pasó por el hueco el primer bebé, bien envuelto en una manta, aunque extrañamente silencioso, a las manos de Barnaby.

Observó cómo Barnaby se tambaleaba precariamente por el tejadillo. Su amigo se agachó al llegar al borde y le tendió el bebé a la multitud de manos que esperaba con impaciencia.

Charlie se dio la vuelta y cogió al otro bebé de las manos de Quince.

—¿Ya no quedan más?

—No. Bajaré…

—No te muevas. —Le imprimió a sus palabras cada pizca de autoridad que poseía—. Espérame aquí.

Charlie sentía el fuego bajo los pies. Podía escuchar el rugido ardiente. El piso inferior era pasto de las llamas. Era imposible salir por allí.

Quince se movió nerviosa, pero se quedó a su lado mientras él pasaba al último bebé. En cuanto dejó a la criatura en manos de Barnaby, Charlie se enderezó y dio un paso atrás.

—¿Qué…? —gritó Quince cuando él la cogió en brazos.

—Te toca —le dijo—. Es la única manera de salir de aquí.

Con el brazo roto ella no podía hacerlo sola. Quince tuvo que permitir que la ayudara a salir por la ventana antes de dejarla en manos de Barnaby, que la ayudó a bajar a donde Kennett esperaba para cogerla por las caderas y dejarla en el suelo.

En cuanto ella estuvo a salvo, Barnaby se volvió hacia Charlie con la cara tensa y pálida.

—¡Sal ya!

La última palabra quedó ahogada por un terrible ruido, el rugido de las llamas cuando atravesaron el techo por encima de la cabeza de Charlie.

Este había sido consciente del fuego del piso inferior, pero no se le había ocurrido mirar hacia arriba. El tejado de la casa estaba en llamas. Barnaby saltó del tejadillo del porche.

Charlie se agarró a la repisa de la ventana y se lanzó de cabeza por el hueco. Aterrizó como un gato en el tejadillo. Antes de que este cediera bajo su peso, se dejó caer al suelo. Aterrizó rodando y tosiendo, consciente de que todos se alejaban corriendo.

Jadeó; tenía los pulmones ardiendo. Levantó la cabeza y miró por encima del hombro. Los ojos le picaban por el humo y tuvo que parpadear varias veces para poder enfocar y ver el infierno en que se había convertido la casa.

Mientras seguía allí tirado observando, el tejado comenzó a caer, colapsándose finalmente con un rugido.

—¡Vamos! —Alguien le tiraba frenéticamente del hombro.

Charlie giró la cabeza y vio que era Sarah.

—¡Estamos demasiado cerca! —gritó la joven—. ¡Vamos, levántate! ¡Tenemos que alejarnos!

Charlie se sentía como si estuviera en una pesadilla. Le resultaba difícil mover las piernas. Se puso en pie con la ayuda de Sarah, pero sólo habían avanzado unos pasos cuando oyó una enorme explosión tras ellos. Sarah miró hacia atrás y gritó.

Charlie actuó por puro instinto, la agarró y la estrechó contra sí, protegiéndola con su cuerpo.

Algo le golpeó en la espalda, derribándolos a los dos.

Sintió un dolor punzante.

Sarah comenzó a retorcerse frenéticamente bajo él. Charlie no podía entender lo que le estaba diciendo. Entonces ella se levantó de un salto y, utilizando el chal para protegerse las manos, lo empujó hasta que el peso inerte de Charlie rodó a un lado.

Él intentó respirar y tosió tan fuerte que se sintió marcado y débil. Sarah le palmeó la espalda y los hombros con las manos envueltas en el chal, luego le agarró del brazo otra vez. Barnaby se detuvo patinando sobre la grava al lado de su amigo.

—Ponte en pie, Morwellan —dijo mientras lo agarraba del otro brazo.

Con la ayuda de Sarah, Barnaby y su propio esfuerzo, logró ponerse en pie y que las piernas le respondieran cuando permitió que lo guiaran sobre la grava hacia la gente que les esperaba con caras ansiosas, iluminadas por la luz de las llamas.

La multitud se hizo a un lado para dejarles paso. Barnaby le soltó. Charlie se sentó, dobló las rodillas y apoyó la frente en ellas, concentrándose en respirar.

Sarah se sentó a su lado. Supo que era ella sin ni siquiera mirar al sentir el frío roce de su mano en la mejilla. Luego le tomó la mano y se apoyó en él mientras el orfanato ardía por completo.

El aire frío le revivió. Mucho antes de que se derrumbaran los últimos muros y de que el fuego comenzara a apagarse, Charlie ya se había recuperado lo suficiente como para empezar a formular los planes necesarios para ocuparse del desastre.

Había sido un trozo de viga lo que les había golpeado a Sarah y a él cuando el suelo del ático cedió bajo sus pies y se desplomó sobre el piso inferior. La gran extensión del patio de grava había protegido al resto de los presentes de sufrir peligros similares, pero había mucha gente que había resultado herida al intentar combatir las llamas.

Los niños habían sido la máxima prioridad para Sarah y para él.

Levantándose lentamente, ayudó a su esposa a ponerse en pie. Le sostuvo la mano y bajó la mirada hacia su cara pálida y manchada de hollín.

—Lo reconstruiremos —dijo simplemente.

Ella sonrió débilmente, levantando una mirada empañada hacia él. Parpadeó con rapidez y luego asintió con la cabeza.

—Pero no con el tejado de paja.

Él sonrió.

—Hecho. Nada de tejados de paja.

—Intento decirme que no hemos perdido nada verdaderamente importante, que no había nada ahí dentro que no pudiera ser reemplazado, salvo los niños. Pero la mayoría han perdido lo poco que poseían.

—No podemos devolverles los recuerdos, pero quizá podamos darles otros nuevos —dijo él, finalmente—. Nuevos y mejores recuerdos. —Ella le brindó una amplia sonrisa. Él la miró a los ojos—. Veamos… ¿Cuántos niños hay? ¿En cuántos grupos podemos dividirlos? ¿Cuántos niños en cada uno?

Sarah abrió la boca para responder, pero vaciló un momento.

—Busquemos a Katy y a los demás. Deberíamos planearlo todos juntos.

Charlie asintió con la cabeza. Se abrieron paso entre la multitud dispuestos a ocuparse del problema de inmediato y seguir adelante, en vez de quejarse por lo que habían perdido. Aunque el fuego todavía ardía con una furia inclemente, lo ignoraron, mejor dicho, utilizaron su luz mientras, junto con el personal del orfanato y las personas que habían acudido a ayudar, comenzaban a reunir a los niños.

Maggs y Ginny se levantaron y esperaron pacientemente hasta que Sarah y Charlie se acercaron a ellos para preguntar:

—¿Podemos ir a buscar nuestras cosas, señorita? —inquirió Ginny.

Sarah intentó esbozar una sonrisa, pero fracasó.

—Lo siento mucho, Ginny. —Puso una mano en el hombro de la niña, señalando con la otra la destrozada casa—. Pero me temo que no queda nada.

Maggs le dio un codazo a Ginny.

—No se refería a eso. Nosotros… Todos nosotros, recogimos todo lo que pudimos y lo llevamos a la colina antes de que el fuego se extendiera. —Se movió inquieto y luego admitió mirando al suelo—: El personal del orfanato no quería que lo hiciéramos, pero bueno, algunos de nosotros ya habíamos estado antes en un incendio. Tomamos algunas precauciones. Así que mientras los mayores ayudábamos a apagar el fuego, los más pequeños recogieron tanto sus pertenencias como las nuestras. —Señaló con la barbilla detrás de la ardiente ruina—. Todas nuestras cosas están allí, sólo hay que ir a buscarlas. Sentimos no haber podido ayudar más, pero…

Todavía embargado por la culpa, siguió con la mirada clavada en el suelo.

Charlie le dio una palmadita en el hombro.

—Has tomado una decisión muy sabia. —Intercambió una mirada con Sarah—. Estoy seguro de que nadie, y muchos menos el personal, te reprochará haberte tomado tiempo para intentar salvar vuestras pertenencias. Todos hemos hecho lo que hemos podido, pero esta vez no ha sido suficiente.

Maggs levantó la mirada hacia Charlie para confirmar que hablaba en serio.

—Entonces, ¿podemos ir a buscar nuestras cosas?

—A ver si podemos encontrar ayuda. —Charlie escrutó a la multitud, luego hizo señas a Barnaby para que se acercara.

Tras un rápido intercambio de palabras y un par de sugerencias por parte de Charlie, Barnaby reunió a un grupo de hombres que junto con los niños mayores y varios faroles se dirigieron a la colina detrás del orfanato, aún envuelto en llamas, para recoger sus pertenencias. Los más pequeños habían rescatado sus cosas antes y los mayores estaban encantados de devolverles el favor.

—Es un pequeño alivio —le dijo Sarah a Katy.

Entre Charlie, Sarah y el personal del orfanato habían convenido adónde iría cada niño y quién se encargaría de supervisarlo. En cuanto habían oído las sugerencias de Sarah y Charlie, el personal se había relajado visiblemente.

—Así que estamos todos de acuerdo —dijo Sarah—. Mantendremos juntos a los niños mayores. El mejor lugar para acomodarlos será Casleigh. Lord y lady Cynster sabrán cómo alojarlos y Joseph y Lily pueden acompañarlos. De esta manera podrán seguir con sus estudios y llevar una vida relativamente normal. —Continuó diciéndoles que los niños menores irían al Manor, donde su madre y sus hermanas, junto con Twitters, ayudarían a Jeannie y a Jim a mantener a las criaturas entretenidas y contentas—. Todos los bebés, Quince, Katy y Kennett vendrán al Park. Necesitaré que los tres estéis cerca para comenzar a hacer planes sobre el nuevo orfanato.

Los miembros del personal asintieron con la cabeza, agotados y aliviados al mismo tiempo.

Charlie le tocó el brazo a Sarah.

—Iré a comprobar cuántos carruajes ha pedido Gabriel. Puede que necesitemos más.

Sarah asintió con la cabeza y le apretó brevemente la mano, luego se la soltó y se volvió hacía el personal. Mientras se alejaba, Charlie la oyó organizar a los niños en grupos que ya estaban listos para partir.

Gabriel, Alathea y Martin Cynster habían acudido desde Casleigh. Aunque habían llegado demasiado tarde para ayudar a combatir las llamas, habían llevado consigo a numerosos mozos de cuadra. Además, mientras Alathea se había unido al doctor Caliburn para atender las heridas y curar las quemaduras, Gabriel y Martin se habían movido entre los presentes con el fin de determinar cuántos carruajes harían falta para transportar a los exhaustos hombres y mujeres a sus casas, y habían enviado a los mozos a las casas cercanas para que llevaran todas las carretas y carruajes que pudieran conseguir. No había nadie en el valle que se negara a ayudar a un Cynster.

Charlie buscó a Gabriel y le explicó con detalle las necesidades de los niños.

—Ya he pedido que traigan nuestros propios carruajes —dijo Gabriel—. Los niños y el personal pueden subirse primero. Ha sido una noche espantosa y necesitamos apartarlos del frío. Ya tienen de sobra con la conmoción que han sufrido.

Charlie miró a la casa, que seguía envuelta en llamas.

—Algunos nos quedaremos aquí hasta asegurarnos de que el fuego se ha extinguido.

Gabriel asintió con la cabeza.

—Necesitaremos carruajes y carretas para poder transportar a todos aquellos que estén demasiado exhaustos o heridos para ir a caballo.

Charlie siguió moviéndose entre la multitud. Barnaby regresó con la carreta del orfanato cargada hasta arriba. Esbozó una amplia sonrisa manchada por el hollín que le ennegrecía la cara.

—Los niños lo han hecho bien. Parece que han salvado sus posesiones favoritas.

Charlie levantó la mirada a la resplandeciente granja en ruinas y murmuró:

—Una pequeña merced.

Más tarde, acompañado de Barnaby y un puñado de hombres robustos, Charlie rodeó la edificación, observando las llamas, que languidecían y se apagaban, comprobando los alrededores para asegurarse de que no quedaban rescoldos arrojados por las numerosas explosiones. El establo, el granero y las dependencias anexas detrás del orfanato habían sobrevivido. Aunque la mayor parte de los muros del edificio principal seguían en pie, tendrían que derribarlos. Las paredes de madera del interior habían sido devoradas por las llamas.

—Tardará unos días en apagarse por completo —dijo Barnaby deteniéndose junto a él en el lado sur de la casa.

Charlie asintió con la cabeza. Paseó la mirada por los hombres que los habían ayudado.

—Gracias a todos. Esta noche ya hemos hecho todo lo que estaba en nuestras manos.

Los hombres le estrecharon la mano que les tendía, luego cruzaron el patio hacia donde esperaban los últimos carruajes para llevarlos a casa o los caballos que habían dejado atados un poco más allá. El personal del orfanato junto con los niños y sus pertenencias se habían marchado hacía rato. Alathea y Martin habían partido con los que habían sido destinados a Casleigh; Gabriel y Sarah se habían quedado con los últimos rezagados.

Con Barnaby a su lado, Charlie atravesó lentamente el patio. Algunas imágenes de aquella noche infernal cruzaron por su mente, frunció el ceño y examinó a los pocos hombres que todavía quedaban.

—¿Has visto a Sinclair?

—Ha tenido que irse —dijo Barnaby—. Ha estado ayudando desde el principio. Más tarde, estaba a mi lado cuando te ayudé en el rescate. Cuando el edificio principal comenzó a arder, jamás había visto un horror tan desnudo en la cara de un hombre. De hecho, parecía tan mal que me pregunté si padecía del corazón. Cuando nos reunimos para organizarlo todo, me dijo que tenía que encargarse de algo. —Barnaby hizo una mueca—. Creo que trataba de lidiar con el horror que sentía. Parecía muy afectado.

Girando la cabeza, Barnaby estudió la cara de Charlie.

—¿Te has dado cuenta de que tienes la espalda de la chaqueta quemada?

Charlie arqueó las cejas.

—¿De veras? —Movió los hombros y sintió un tirón en la tela y un dolor sordo en la piel. Recordó cuando Sarah le había palmeado la espalda con las manos envueltas en el chal, y se encogió de hombros—. No es nada, sobreviviré.

Los dos se reunieron con Sarah y Gabriel cuando se marchaba el último carruaje.

—Ya hemos hecho todo lo que se podía hacer —dijo buscando la mirada de Sarah—. Deberíamos volver a casa.

La joven suspiró y asintió con la cabeza. Deslizando la mano en la de él, se dirigieron a donde estaban los caballos. Eran los últimos. Gabriel y Barnaby los siguieron.

—¿Alguna idea de qué provocó el incendio? —preguntó Gabriel.

Charlie y Sarah miraron por encima del hombro a tiempo de ver como Barnaby asentía con la cabeza.

Tenía una expresión sombría y resuelta en la cara.

—Algunos de los críos, los de mayor edad, Jim y Joseph Tiller, vieron cómo ocurrió. Alguien disparó flechas encendidas al tejado de paja de las alas, donde previamente había escondido telas empapadas de aceite entre los fajos. Quienquiera que fuera no quería correr el riesgo de que la paja no ardiera, como ocurrió en el ala norte, que estaba más expuesta al clima. De hecho podríamos haber controlado el incendio en esa ala de no haber sido por esos trapos ocultos entre la paja.

—Pero… —Charlie negó con la cabeza—, ¿cuándo escondió esos trapos? El personal ha estado haciendo guardia incluso por la noche.

Barnaby se encogió de hombros.

Siguieron caminando con el ceño fruncido.

—Habrá sido hoy —dijo Sarah con un suspiro mientras volvía su mirada hacia ellos—. Es domingo. Tanto el personal como los niños van a la iglesia de Crowcombe. Debieron de estar ausentes durante hora u hora y media, quizá más. Sólo Quince se queda aquí, y la mayoría de las veces está con los bebés en el ático, donde las ventanas dan al patio. Aunque Quince haya echado algún vistazo de vez en cuando, si el hombre se acercó por detrás, no tuvo manera de verlo.

—Y las escaleras de mano estaban en los patios entre las alas. —Charlie sacudió la cabeza.

Llegaron a los caballos. Charlie ayudó a montar a Sarah y luego se subió a su montura de un salto.

Todos se detuvieron un instante para echar un último vistazo a los restos del orfanato, todavía envuelto en llamas resplandecientes que iluminaban la noche de invierno.

Gabriel habló por todos en tono duro.

—Quienquiera que sea ese canalla, tenemos que detenerle.

Malcolm tenía intención de hacer justo eso. Había cabalgado hasta Finley House en un estado deplorable, atormentado por lacerantes emociones que jamás había experimentado antes. Lo que había visto esa noche le había revuelto literalmente el estómago, más por el sentimiento de culpa que lo embargaba que por las náuseas.

Sentía como si le estuviera estrangulando el corazón o incluso el alma. Tenía que detenerse, tenía que detenerlo, ya. Esa misma noche.

Con esa sensación invadiendo su mente había conseguido calmarse, lavarse el hollín de la cara y las manos, cepillarse el pelo, ponerse ropa limpia y sentarse de nuevo tras el escritorio, donde había hecho un soberano esfuerzo por dejar la mente en blanco —despojándola de todo lo que había visto esa noche— e idear su plan de acción.

Como siempre, trazó su plan a sangre fría, calculando hasta el más mínimo detalle. Puede que sus planes no funcionaran a veces, pero no sería porque él no lo intentara.

Siguió esperando, sentado tras el escritorio débilmente iluminado por la luz titilante de la lumbre hasta que Jennings llamó a la puerta-ventana. Malcolm se levantó y dejó entrar a su hombre de confianza. En silencio le indicó la silla frente al escritorio. Cerró la puerta con llave y se la guardó en el bolsillo.

Luego volvió al escritorio.

Jennings se acomodó en la silla. Estiró las piernas y cruzó las manos sobre su creciente barriga. Sonrió con suficiencia mientras Malcolm rodeaba el escritorio para volver a sentarse.

—Recibí su nota. Pero espero que haya sido testigo de mi actuación en el orfanato esta noche. No cabe la menor duda de que la condesa venderá esta vez. Haría falta mucho dinero para volver a reconstruir el lugar.

Malcolm se dejó caer en su silla, luchando por controlar una oleada de furia helada. Jennings no se mostraba intranquilo por la falta de luz; Malcolm siempre había procurado que nadie los viera juntos ni siquiera por casualidad.

Esa noche la penumbra servía para otro propósito. Ocultaba la rabia en los ojos de Malcolm.

Se tomó un momento para estudiar a Jennings. No había cambiado mucho desde que Malcolm lo había conocido en Londres hacía casi dieciséis años. Por aquel entonces ya era un hombre grueso, con una cara redonda y anodina que inspiraba confianza. Su temple, su expresión sincera, la franqueza de sus discursos y una aguda inteligencia habían logrado que Malcolm lo tuviera en consideración. Ninguno de esos atributos había cambiado.

Lo que Malcolm no había sabido hasta hacía pocos días era que Jennings no tenía conciencia. Era cauto y poseía instinto de conservación, pero…

—El orfanato… —Malcolm se interrumpió hasta asegurarse de que tenía un perfecto control de su voz. Jennings estaba acostumbrado a esas largas pausas, pero un temblor furioso en su voz podría ponerle sobre aviso antes de lo que Malcolm deseaba—. ¿En algún momento se te ha ocurrido pensar que alguno de esos niños podría quedar atrapado por las llamas?

Jennings se encogió de hombros.

—Es posible, pero era un riesgo razonable. Tuvieron tiempo de salir. —Cuando Malcolm no respondió de inmediato, Jennings añadió—: Y no es como si no hubiéramos tenido alguna que otra muerte en el pasado.

Malcolm cerró el puño bajo el escritorio, pero mantuvo un tono suave y tranquilo, cuando habló:

—Así es. No obstante, jamás te pregunté al respecto. ¿De cuántas muertes somos responsables en realidad?

Tamborileando con los pulgares, Jennings miró al techo e hizo una mueca.

—No es que haya llevado la cuenta exactamente, pero puede que sean diez o algo así.

—Ya veo. —A Malcolm le resultaba cada vez más difícil controlar su rabia fría, en especial cuando no sólo estaba dirigida a Jennings; más de la mitad iba dirigida a sí mismo. Se levantó lentamente y rodeó el escritorio mientras consideraba sus palabras—. No sé si te habrás dado cuenta, pero esta es la primera vez que te veo en acción. En nuestros demás proyectos, visité brevemente la zona, reconocí los terrenos en cuestión y luego regresé a Londres para enviarte a adquirirlos. Jamás volví a pisar aquellas tierras. Sin embargo, en este caso, cuando vine aquí para explorar el lugar, me enamoré de este valle y decidí quedarme. Comencé a tratar con los lugareños y a valorar lo que tienen, las vidas que llevan en esta pequeña y tranquila comunidad. Por primera vez en mi vida pensé que había encontrado un lugar en el que me gustaría vivir, comprar una casa, establecerme, quizás incluso casarme y formar una familia.

Ni en su rostro ni en su voz asomaba un solo indicio de los turbulentos sentimientos que bullían bajo la superficie.

Sentándose en el borde del escritorio, inclinó la cabeza hacia Jennings.

—Reconozco que en algunos de nuestros primeros proyectos en común, cuando regresaste sin el título de la propiedad requerida y me sugeriste persuadir a los dueños de vender, pensé en varias maneras para conseguir que la gente, la gente normal con aspiraciones normales, se sintiera impulsada a separarse de sus tierras mediante supersticiones, accidentes y cosas similares. Desde mi punto de vista fue un consejo teórico. Imparcial y distante. Nunca supe si en realidad utilizabas o no esos métodos. —Hizo una pausa antes de añadir con una voz todavía desprovista de emoción—: Por ejemplo, jamás supe nada de esas muertes.

Jennings parpadeó sin tener muy claro adónde quería ir a parar.

—Es cierto.

—Por supuesto, si hubiera sabido algo al respecto, habría imaginado… las cosas que hacías. Habría sabido que métodos utilizabas y, en general, habría comprendido lo que eso quería decir. Pero a menos que no vea las cosas que haces con mis propios ojos, tus métodos no dejan de ser algo abstracto para mí. No dejan de ser más que una teoría y por lo tanto no me afectan.

Finalmente buscó la mirada de Jennings y esbozó una débil sonrisa.

—Verás, hasta ahora no me había encontrado cara a cara con las consecuencias humanas y emocionales de nuestras acciones. Hasta ahora no había tenido que enfrentarme, ni siquiera imaginar, ninguna responsabilidad por el resultado de mis planes. —Sostuvo la mirada de Jennings—. Pero siento tener que decirte que haber presenciado nuestros métodos de persuasión en el orfanato me ha provocado cierta conmoción.

Ahora estaban lo suficientemente cerca para que Jennings notara las turbulentas emociones que Malcolm contenía. Jennings se removió en el asiento y frunció el ceño, perplejo.

—Pero… sólo he seguido sus órdenes. He hecho lo que pensaba que debía hacer.

—Oh, claro —admitió Malcolm levantando una mano—. Sin embargo, mi pregunta es: ¿Cómo has podido hacerlo?

Jennings parpadeó.

Bruscamente, Malcolm dejó caer el escudo que ocultaba sus emociones.

—En esta ocasión se trataba de gente buena y generosa —estalló, dejando salir su furia y su condenación—. Gente que ayuda a los niños; niños huérfanos que no tienen a nada ni a nadie más en el mundo.

«Como él».

Aspiró bruscamente al reconocer la verdad de ese hecho, luego continuó con voz dura e inclemente, y una dicción temiblemente precisa.

—Déjame explicarte cómo me siento tras haberme visto obligado a observar de primera mano las consecuencias de tus acciones en el orfanato. Supongo que tú estabas demasiado lejos para ver que yo estaba allí, ayudando a combatir el fuego.

La expresión de Jennings era una mezcla de incomprensión e incipiente sospecha, seguidas por un creciente temor.

Malcolm le mantuvo la mirada:

—Así que estaba allí para presenciar no solo la devoción del personal del orfanato, sino cómo los demás habitantes de la zona acudían a ayudar. No sólo he visto lo importante que era para la condesa el orfanato y la angustia que nuestras acciones le han provocado, sino cómo el conde, a pesar de su evidente desaprobación hacia ese lugar, intentaba salvarlo. Estaba allí, Jennings, totalmente paralizado por un despreciable miedo mientras Meredith y su amigo arriesgaban sus vidas, pues ahora podrían estar muertos, para salvar a dos pobres bebés y a su niñera. Por primera vez, en mi vida, Jennings, he comprendido qué quiere decir realmente «nobleza obliga», finalmente he entendido qué significan «caridad» y «valor».

Reprimiendo el impulso de levantarse y pasearse de arriba abajo, Malcolm permaneció sentado en el borde del escritorio sosteniendo la mirada de Jennings con firmeza.

—Hasta que vine aquí no creía en el amor, en la caridad ni en la nobleza ni en ninguna de esas cosas que se suponen son las mejores cualidades del hombre. Nunca creí que existieran. Jamás las había visto desfilar ante mí de una manera imposible de ignorar, jamás me había visto obligado a reconocer que son reales. Ahora, gracias a nuestro último proyecto y a tus acciones, tu personal interpretación de mi consejo sobre métodos de persuasión, he abierto los ojos.

Malcolm apoyó una mano de largos dedos en el muslo de manera relajada, mientras apoyaba la otra en el escritorio y observaba a Jennings.

—Por supuesto, ahora que comprendo todo el dolor, la angustia y la pena, el terror y la pérdida que han provocado tus acciones a partir de mis instrucciones, me he quedado muy afligido, Jennings, hasta lo más hondo de lo que creo que es mi alma. Jamás pensé que podría sentirme de esa manera, que podía sentir remordimientos, Pero ahora no puedo sentir otra cosa. Me siento vacío, deshonrado… culpable. —Hizo una pausa y luego añadió con suavidad—: Y tú, Jennings, tienes la culpa.

Jennings se agarró a los brazos de la silla, pero antes de que se levantara del asiento, Malcolm le atizó en la sien con un pequeño candelero de latón que había detrás de él en el escritorio. Jennings soltó un gemido y cayó al suelo inconsciente.

Malcolm se levantó, cogió la cuerda que había dejado tras el escritorio y ató con rapidez las manos de Jennings a su espalda, luego le inmovilizó los tobillos y sacó un pañuelo del bolsillo para amordazarlo.

Después de correr las cortinas de todas las ventanas, Malcolm regresó al escritorio y encendió la lámpara. En cuanto tuvo luz, se sentó de nuevo en la silla. Se preguntó si debía sentir lástima por Jennings, por involucrarlo en sus planes, pero parecía que esa era una emoción que todavía no había desarrollado. Desde el principio había reconocido en Jennings la misma falta de conciencia, la misma ausencia de compasión, que él había tenido hasta hacía poco. Si no fuera por los planes de Malcolm, Jennings, al igual que su último y no llorado tutor, Lowther, habría encontrado otro camino a la perdición.

Puso una hoja en blanco sobre el papel secante, cogió la pluma y la mojó en el tintero; desvió la mirada a las otras tres cartas apiladas junto al papel secante y se detuvo.

Entonces, apretando los labios, se inclinó sobre el papel y escribió.

Las cartas habían llegado el día anterior mientras había estado buscando a Jennings. Pensando que no tenían importancia, las había dejado a un lado. Las había abierto hacía menos de una hora, cuando se había sentado a esperar a Jennings.

Eran de tres prestigiosos bufetes de abogados de Londres. Cada una de ellas le informaba de que una de sus empresas personales —de esas en las que Malcolm Sinclair aparecía como director— estaba siendo investigada por las autoridades. Cada uno de los abogados había tenido que entregar todos los documentos y registros de una compañía. Tres abogados. Tres empresas. Todas las cartas habían sido fechadas cuatro días antes.

Se había quedado sentado durante por lo menos diez minutos con los ojos clavados en las cartas, intentando imaginar por qué razón las autoridades habían decidido investigar esas empresas. No habían cometido ninguna acción ilegal, no estaban vinculadas de ninguna manera con ninguna de las otras compañías que él había utilizado para llevar a cabo sus especulaciones del ferrocarril, a no ser que…

De repente, entendió cuál había sido el fleco suelto en su magnífica creación, el hilo que conectaba sus empresas personales con las compañías creadas para invertir en el ferrocarril. Releyendo las cartas había encontrado la confirmación. Uno de los abogados había escrito que las autoridades estaban interesadas en un pago hecho por una de las compañías del ferrocarril a una de sus empresas personales.

El único cabo que jamás se le había ocurrido esconder y a alguien se le había ocurrido tirar de él.

Se había quedado sentado con la mirada perdida en la oscuridad dejando pasar el tiempo al comprender que aquello era su absoluta ruina. En cuanto surgiera su nombre y, teniendo en cuenta su reputación como inversor ferroviario, descubrirían la conexión. Y una vez que tuvieran su nombre no tardarían en encontrar pruebas suficientes para ahorcarle.

Había considerado el porvenir durante un buen rato. Luego se había encogido de hombros y se había centrado en su plan para encargarse de la situación actual. Ante eso, la ruina era lo de menos.

Escribió durante un buen rato.

Luego Jennings se removió. Dejando la pluma a un lado. Malcolm se levantó y rodeó el escritorio. Cogió a su agente del brazo y lo obligó a ponerse en pie.

—Camina.

Le había dejado la suficiente holgura en la cuerda con que le había atado los tobillos para que pudiera andar.

Atontado y aturdido, Jennings intentó resistirse, pero Malcolm le empujó fuera de la biblioteca y lo condujo por el pasillo hacia la cocina. La puerta de madera del sótano estaba abierta. Al verla, a Jennings le entró el pánico e intentó resistirse, pero con Malcolm —más alto, más pesado y, como Jennings iba a descubrir, más fuerte— detrás de él, no pudo evitar que lo empujara hacia aquella negrura abismal.

Malcolm se detuvo en el umbral y murmuró:

—Si no dejas de luchar y bajas las escaleras, tendré que empujarte por ellas.

Jennings vaciló, todavía tenso pero incapaz de salvarse de ninguna manera. Dejó de luchar. Asintió con la cabeza y dio un paso hacia delante con cuidado.

Malcolm cogió el farol que había dejado allí encendido y fue tras él. Agarraba con fuerza uno de los brazos de Jennings para sostenerle mientras bajaba tambaleante las escaleras.

Una vez llegaron al sótano, Malcolm le señaló un taburete situado delante de una columna. Jennings caminó hasta allí arrastrando los pies y se sentó en él. Antes de que supiera qué estaba ocurriendo, Malcolm le rodeó el pecho con otra cuerda y lo ató a la columna.

Colocándose de tal manera que Jennings pudiera verle, observó al hombre y se giró hacia las escaleras.

—¿Hummm?

Volviéndose con el farol en alto, Malcolm se cruzó con la mirada de Jennings.

—¿Por qué? —preguntó, inclinando la cabeza. Malcolm vaciló.

—Porque, inesperada y tardíamente, parezco haber desarrollado una conciencia. —Luego hizo una pausa y añadió arqueando las cejas—: O puede que por fin me haya dado cuenta de que ya tengo una y quiera usarla.

Torció la boca secamente.

—¿Quieres saber qué voy a hacer? —Jennings asintió con la cabeza—. Supongo que, dado que llevamos juntos en esto casi diecisiete años, te lo debo.

Brevemente, Malcolm esbozó su plan.

—Aunque estoy perfectamente preparado para aceptar las responsabilidades de lo que he hecho, no aceptaré la responsabilidad de tus acciones. Aunque las ideas fueron mías, las decisiones que tomaste fueron tuyas. Durante los últimos quince años o más has trabajado bajo mis órdenes directas, pero lo has hecho tomando tus propias decisiones, según tu propia iniciativa.

Se interrumpió momentáneamente y luego dijo:

—¿Recuerdas a la señora Edith Balmain?

Sinclair esperó hasta que el reconocimiento iluminó los ojos embotados de Jennings.

—Exacto. Fue al principio de todo, cuando tratábamos con Lowther. Ante la muerte de Lowther, la señora Balmain fue lo suficientemente amable para darme un consejo. Me advirtió que me guardara mis pensamientos y mis planes para mí mismo. —Estudió a Jennings con atención y luego murmuró—: Hubiera sido mejor para los dos que lo hubiera hecho.

Bajó el farol y miró a Jennings una última vez.

—Vendrán por ti mañana, imagino que antes del atardecer. Te aconsejo que implores clemencia al tribunal.

Malcolm se volvió y se dirigió a las escaleras. Una serie de gemidos ahogados le hizo darse la vuelta.

—¿Quieres saber qué voy a hacer yo?

Jennings asintió enérgicamente.

Malcolm sonrió con total sinceridad.

—Cuando vengan a por mí, ya me habré ido.