Capítulo 18

EL mozo de cuadra, Croker, los esperaba cuando llegaron a los establos del Park. Hills también estaba allí, ansioso y preocupado. Sarah se fijó en que había más sirvientes detrás y casi pudo sentir el alivio de todos cuando la vieron capaz de sentarse y sonreír, aunque débilmente.

Tanto Croker como Hills le dirigieron una amplia sonrisa mientras sujetaban las riendas de los caballos. Charlie se apeó, dejándola en la silla de montar mientras lo hacía, luego la ayudó a bajar. Permitió que sus pies tocaran el suelo sólo el tiempo suficiente para girarla y alzarla entre sus brazos teniendo cuidado de no presionarle la herida.

Sarah continuó sonriendo. Charlie la llevó fuera del patio de los establos y atravesó el césped. Ella esperó a estar a medio camino de la casa y que no los oyera nadie para mirarle a la cara y decirle:

—Puedo caminar, ya lo sabes.

Él la miró brevemente, luego clavó la mirada hacia delante. Tenía los dientes apretados.

—Limítate a seguirme la corriente.

Era una pequeña petición, algo que Sarah estaba dispuesta a conceder con facilidad.

La habría dejado en el suelo para abrir la puerta lateral, pero cuando se acercaron a ella, esta se abrió, Barnaby estaba detrás, sosteniéndola para que pasaran.

Charlie le gruñó su agradecimiento y giró a Sarah mientras atravesaban el umbral; luego volvió a acomodarla entre sus brazos. Bajó la mirada hacia ella.

—¿Adónde me dirijo?

—A mi salita. Aún falta una hora para la cena.

Charlie recorrió el pasillo con Barnaby a su lado.

—Si no os importa, me gustaría que me dijerais que ha sucedido.

Al igual que Charlie, Barnaby tenía la cara pálida y una expresión muy seria. La sonrisa de Sarah se desvaneció un poco.

—Sí… deberías saberlo.

No cabía ninguna duda ni para él, ni para Charlie, ni para ella, una vez que les contó los detalles, que su accidente podía ser obra del especulador.

Envuelta en la acogedora calidez de su salita, Sarah narró los hechos de nuevo, luego Charlie añadió las observaciones de Hills.

Barnaby apoyó la cabeza en el respaldo del sillón en el que se había dejado caer.

—No me imaginé que deseara la propiedad hasta tal punto.

Parado delante de la chimenea, Charlie le miró con el ceño fruncido.

—¿A qué te refieres?

Barnaby giró la cabeza y lo miró directamente a los ojos.

—Si Sarah muere sin dejar descendencia, la propiedad pasará a ser tuya y, dado que hemos proyectado la imagen de que estás en contra del orfanato, sería razonable suponer que si Sarah muriese, en especial si es por algún motivo relacionado con el lugar, y después de guardar el debido luto, tú estarías dispuesto a deshacerte por completo de la granja Quilley. No está vinculada a las tierras Morwellan, es una propiedad pequeña e improductiva, poco atractiva para un hacendado como tú.

Charlie suspiró y cerró los ojos.

—Tienes razón. Y como resulta evidente que nuestro malhechor no tiene prisa por asegurarse la propiedad puede seguir jugando al gato y al ratón indefinidamente. —Abrió los ojos y miró a Sarah, luego sostuvo la mirada azul de Barnaby—. Cuando todo esto haya acabado y podamos echarle el guante, tengo la intención de hacerle pagar por todo el daño que ha hecho.

Barnaby curvó los labios en una fiera sonrisa.

—Yo te sostendré la chaqueta.

Sarah sacudió la cabeza mentalmente. Estudió a Barnaby. Había estado ausente desde que había partido hacia el sur siguiendo al empleado del bufete.

—¿Has averiguado algo sobre el agente?

La expresión de Barnaby se ensombreció.

—No, salvo que es muy hábil. —Miró a Charlie—. Seguí de lejos al empleado hasta Wellington, pero en los caminos abiertos antes y después de Taunton, es probable que el agente me viera y decidiera proceder de una manera más segura. No lo sé. En cualquier caso, seguí al empleado hasta una casa de huéspedes, luego, como era tarde, busqué habitación para esa noche.

»A la mañana siguiente, hablé con el abogado y le persuadí para que nos ayudara. La descripción que me dio del agente era la misma que la de los otros abogados, por lo que al parecer es siempre el mismo hombre. En este caso, el abogado, Riggs, estaba seguro de que el agente no era de la zona. Lo cual —Barnaby levantó un dedo— nos facilita las cosas si queremos buscarle. Los lugareños detectan enseguida a los extraños.

Barnaby apretó los labios.

—Por desgracia, cuando llegó el empleado del bufete, me enteré de que el agente se había tropezado casualmente con él en la taberna en la que suele refugiarse por las tardes para evitar a su mujer. Si lo hubiera sabido, me habría quedado a mirar, pero… —Barnaby hizo una mueca— al parecer el abogado le dijo al agente que un amigo de la familia, por supuesto yo, estaría en Wellington al día siguiente para hablar de la oferta por la granja Quilley con él. El agente puso mala cara y dijo que la oferta final era esa, que la tomábamos o la dejábamos, pero que desde luego no estaba interesado en discutirla. Dijo que su cliente tomaba la falta de aceptación inmediata como una negativa y le ofreció al abogado un sobre con el resto del pago acordado.

Charlie maldijo por lo bajo.

—Exacto. —Barnaby parecía sombrío—. Hay que encontrar a ese agente. Centraré mis pesquisas en él y rastrearé la zona. Alguien lo habrá visto y se habrá dado cuenta de que no es un lugareño. Lleva semanas por aquí y es imposible que haya podido permanecer oculto todo el rato. —Entrecerró los ojos y endureció el tono de voz—. Cuando lo encuentre, voy a persuadirlo para que nos conduzca hasta su cliente.

Mirándole, Charlie enarcó ligeramente las cejas.

—Me alegro de que hayas dicho «nos».

Decidiendo que no vendría mal la civilizadora influencia de una buena cena, Sarah se levantó y se sacudió las faldas arrugadas.

—Voy a cambiarme de ropa para cenar. Nos vemos en media hora, caballeros.

Charlie la observó con la mirada afilada de un halcón mientras se dirigía a la puerta; consciente de su mirada, Sarah se giró y le brindó una tranquilizadora sonrisa antes de abrir la puerta y dirigirse a sus habitaciones.

Charlie se apoyó en el respaldo de la cama y observó el rayo de luna que entraba por la ventana del dormitorio. Sarah estaba tumbada a su lado, saciada y dormida. Durante la cena habían hablado de todo lo que sabían del extorsionador, concluyendo que todavía estaban muy lejos de poder identificarle.

En lugar de quedarse en el comedor para tomar el oporto, Barnaby y él habían trasladado la reunión a la salita de Sarah. Charlie comenzaba a sentirse tan a gusto en esa estancia, con ella, como lo estaba en la biblioteca. Habían barajado los mejores lugares para que Barnaby comenzara la búsqueda; después habían revisado de nuevo las medidas de seguridad del orfanato, aceptando a regañadientes que era demasiado arriesgado poner vigilantes en las colinas circundantes. Corrían el riesgo de que el malhechor los viera y desapareciera.

Hablar con Barnaby le había recordado a Charlie todas las implicaciones del plan del especulador, pero ahora sus instintos le decían que era necesario capturar y desenmascarar al hombre por una cuestión puramente personal.

Los acontecimientos de la tarde regresaron a su mente junto con las revelaciones que habían traído consigo. El helado terror del que fue Charlie preso cuando oyó que Sarah estaba herida no era algo que fuera a olvidar nunca, todavía le afectaba, le perturbaba; el alivio —puro, profundo y revitalizador— le había inundado en cuanto vio a su esposa, de pie junto a su madre, herida, pero todavía viva.

Mientras la parte cuerda, lógica, racional y arrogante de él estaba dispuesta a pasar por alto dicho temor, la desesperación y la desolación que acechaban detrás y que lo impulsaban a reclamarla como ella había hecho con él —un precio a pagar durante el resto de su vida por dejar que el amor le reclamara—, otra parte de él, la parte que Charlie apenas empezaba a conocer, sólo podía sonreír y regocijarse en el placer de su alivio, en la calidez y alegría que sentía al cuidarla, al preocuparse de ella, al consentirla como nunca se había consentido a sí mismo… De hecho comenzaba a sentir una profunda satisfacción, una intangible gratificación, al amarla.

A pesar de sus temores, todavía quería eso, quería aferrarse a ello y asegurarlo con cada fibra de su ser, incluso si para ello tenía que aceptar el amor. El miedo al temor, a la desesperación y a la desolación no era suficiente para apartarlo de ese camino, para evitar buscar las alegrías del amor.

Sarah murmuró en sueños y se acurrucó aún más contra su cuerpo. Él la estrechó instintivamente entre sus brazos, luego recordó la herida y se obligó a aflojar el abrazo. Sarah estaba allí, con él. Era todo lo que importaba.

Había estado allí, con él, desde el instante en que la puerta se había cerrado a su espalda cuando la había seguido desde la salita. Sarah había tomado un baño antes; él se había asomado para asegurarse de que su doncella la estaba ayudando, sólo entonces Charlie se había retirado. Pero cuando regresó, y se quedaron solos, Sarah se había vuelto hacia él con vacilación, pero con un evidente propósito.

Charlie había estado preocupado por la herida de su esposa, por los movimientos apasionados que podrían provocarle dolor. Sarah le había dejado muy claro que era ella quien decidía ofrecerle su cuerpo y su amor y le había demostrado, implícita y explícitamente, que él era su objetivo, el centro de toda su atención.

Charlie se había rendido a ella, se había tendido en la cama y la había dejado tomarle a su manera, permitiendo que lo montara hasta alcanzar un dulce olvido. Lo había visto en la cara de Sarah, en sus ojos, y estaba seguro de que ella lo había visto en los de él. Había habido un momento memorable, en que se había entregado a ella de una manera inigualable, en que la gloria lo inundó y lo reclamó.

Con más intensidad esta vez.

Charlie sintió que ella estaba extrañamente satisfecha con él, con cómo se había comportado en el Manor, pero sabía que no habría podido comportarse de otra manera. Se había sentido algo incómodo al darse cuenta de lo manifiestamente posesivo y protector que había sido, pero a Sarah no parecía haberle importado.

Lo que por otro lado daba igual. No habría podido actuar de otra manera ni aunque hubiese querido.

Por el momento, todo parecía ir bien entre ellos y, aunque su relación progresaba muy lentamente, parecía seguir la dirección correcta. Charlie no siempre podía saber si ella aprobaba lo que él hacía, pero hasta entonces el instinto que lo guiaba no le había fallado.

Satisfecho, se permitió hundirse en el sueño, perderse en el velo de los recuerdos. Se vio a sí mismo en su desayuno de bodas haciendo una promesa, una que había olvidado de manera consciente. Luego, con un instinto infalible, le había prometido a Sarah hacerla feliz.

Estaba camino de cumplir esa promesa, y también de decirle que la amaba. De admitir en voz alta, ante todo aquel que quisiera escucharle, lo que sentía por ella.

Tenía una biblioteca llena de libros. En alguna parte encontraría las palabras adecuadas.

Si había una verdad que había reconocido finalmente, era que no se podía recibir amor sin ofrecerlo a cambio, y por último, confesarlo.

Casi todos los de su mismo sexo encontraban eso último bastante intimidante…

Comenzó a dormirse y a perder contacto con la realidad. Se hundió en el sueño, dejando sin resolver ese eterno misterio del universo.

La tarde del domingo siguiente, Malcolm Sinclair se encontraba paseando por los muelles de Watchet. Su fría mirada color avellana buscaba sin cesar, mirando a un hombre y luego a otro. Su presa no daba señales de vida. Había recorrido las calles del pueblo y las tiendas, asomándose a todas las tabernas y negocios.

Finalmente, con la rabia estremeciéndole el cuerpo, se detuvo al final de la calle Mayor. No tenía ni idea de dónde estaba Jennings. Lo había buscado durante toda la noche y lo que llevaba de día. Incluso se había arriesgado a buscarle por las colinas al norte de la granja Quilley, pero no lo había encontrado.

Deslizó la mirada por la calle Mayor y escudriñó, todo lo que podía abarcar desde allí. Había estado en Watchet con frecuencia durante las últimas semanas. Los lugareños sabían quién era y se habían acostumbrado a verle por el pueblo. Decidiendo que hablar con su hombre de confianza lo antes posible era más importante que correr el riesgo de que alguien les viera juntos, giró sobre sus talones y subió por la calle Mayor, luego tomó la última calle a la derecha.

Jennings había alquilado una diminuta casa de pescadores al final de esa calle. Malcolm la dejó atrás y recorrió el estrecho y rocoso camino que conducía a las colinas. Se detuvo un poco más adelante, se dio la vuelta y miró al mar, como si estuviera estudiando el acantilado y el trazado del pueblo.

La casita y el establo que tenía al lado estaban también en su línea de visión. No había ningún caballo en el establo.

Malcolm maldijo por lo bajo. Debatió consigo mismo, pero dada la última acción de Jennings, era imperativo pararle los pies al hombre.

Tras lanzar otra mirada a su alrededor, siguió avanzando por el camino, luego se dio la vuelta y finalmente entró en el porche trasero de la casa de pescadores. La puerta de atrás no estaba cerrada con llave.

No había nadie, así que no podía hacer nada más salvo dejar una nota. Arrancó una hoja de la libreta que siempre llevaba consigo y escribió con mayúsculas ya que era la mejor manera de disfrazar su letra, un mensaje simple:

«VEN A VERME ESTA NOCHE».

Dejó la nota abierta sobre la mesa, debajo de un vaso.

Nadie podría deducir nada de esas palabras, pero Jennings si sabría qué querían decir.

En silencio, salió de la casa y se alejó a toda prisa.

Malcolm llegó a Finley House cuando los últimos rayos del sol se desvanecían en el cielo. Metió la llave en la cerradura de la puerta y entró en la casa dirigiéndose en silencio hacia la biblioteca, la única habitación que utilizaba además del dormitorio de la planta superior.

Se hundió en el sillón ante el fuego de la chimenea, negando mentalmente con la cabeza mientras intentaba enfrentarse a la maraña de acontecimientos en la que tan inesperadamente se había visto atrapado. Levantó la mirada hacia el reloj de la repisa de la chimenea y vio la tarjeta que había dejado allí, una invitación de lady Conningham para que cenara con su familia y otros invitados esa misma noche.

Aquella imagen era un vivido recordatorio de lo que, de alguna manera, había llegado a ser muy importante para él sin proponérselo, y que ponía en riesgo su plan. Charlie, Sarah, y su vida juntos, allí en la paz y beatitud del campo.

Hasta ese momento, no había valorado lo preciosa que era esa realidad, no hasta que la había visto y experimentado a través de los ojos de Charlie y Sarah. Hasta entonces no había sabido lo mucho que había anhelado aquella clase de vida. Se daba cuenta ahora, al saber cuánto envidiaba a Charlie, una envidia sana hacia su buena fortuna. Quizá porque Charlie era muy parecido a él, no sólo en apariencia, sino en agudeza mental, en ingenio compartido, en su afición por las finanzas y el sencillo placer de ganar dinero.

Reconocía que Charlie caminaba por una línea recta y estrecha mientras que él encontraba excitante desviarse del camino, pero eso era el resultado de las influencias y la guía que cada uno de ellos había recibido en sus años de formación más que de cualquier diferencia intrínseca. Charlie había tenido a su familia y a los Cynster; él no había tenido a nadie, a menos que contase a su último y no llorado tutor, Lowther, quien se había visto obligado a pegarse un tiro en la cabeza para no tener que enfrentarse al escándalo por su participación en el comercio de trata de blancas.

Los negocios de Charlie eran cristalinos, mientras que los suyos permanecían ocultos entre las sombras, pero las bases eran muy parecidas.

Malcolm torció el gesto con pesar. Bajó la mirada y clavó los ojos en las llamas que lamían los leños que su ama de llaves había dejado ardiendo en la chimenea. Por mucho que quisiera imaginar lo contrario, sabía que jamás podría tener lo que Charlie tenía ahora mismo al alcance de la mano. Sin embargo, lo que realmente le irritaba, lo que realmente le fastidiaba y enfurecía, era cómo Charlie se negaba a apreciar lo que se le ofrecía, lo que la vida le había puesto en bandeja, que no lo tomara en sus manos y lo agradeciera.

Quizás eran los cinco años que los separaban —la madurez, la soledad que llenaba su vida cada día— lo que hacía que viera y apreciara lo que Charlie tenía, algo de lo que Malcolm carecía y que le hacía consciente de las oportunidades perdidas, de una vida más allá del dinero y desprovista de todo logro personal, algo que Charlie poseía y que debería valorar y aprovechar.

Ya que él no podía.

Aunque de una manera indirecta, no cabía duda de que tenía todo eso al alcance de su mano si quería. Y extrañamente aquello le importaba.

Con lo cual tenía que decirle a Jennings que se olvidara del orfanato. La incapacidad de contactar con su hombre de confianza le molestaba sobremanera —odiaba no tener el control absoluto—, pero Jennings acabaría por encontrar su nota y, como siempre, obedecería. Iría a su casa ya entrada la noche, refugiándose entre las sombras para que nadie lo viera.

Malcolm miró la invitación de lady Conningham. Incapaz de acudir a la iglesia por tener que buscar a Jennings, había enviado una nota a Morwellan Park esa mañana. El muchacho que la había llevado había regresado con unas líneas de Charlie asegurándole que la herida de Sarah era de poca importancia y que ya estaba en pie.

Si era así, lo más probable es que ella estuviera en la cena de su madre, y él quería —necesitaba— comprobar por sí mismo que Sarah no había sufrido ningún daño duradero por el evidente entusiasmo de Jennings.

Aquel impulso, atizado por una emoción que no comprendía, era extraño para él. Sabía que no sentía por la joven lo mismo que sentía Charlie, pero viéndola a través de los ojos de su amigo, había llegado a admirarla y respetarla como nunca antes había respetado a ninguna otra mujer. Pero no sólo deseaba que Sarah estuviera bien, quería que Charlie y ella fueran felices.

Ya que él no podía tener esa vida, se encargaría de que el conde sí la tuviera.

Malcolm se levantó. Jennings no llegaría hasta medianoche. No había ninguna razón para no pasar la tarde en el Manor en excelente compañía, para asegurarse de que Sarah estaba bien y para, si se le presentaba la oportunidad, dirigir —sutilmente— a Charlie para que aceptara y abrazara todo lo que su esposa le ofrecía, todo lo que podía tener.

Irónicamente asombrado de encontrarse siendo adalid de tal causa, fue arriba a cambiarse de ropa.

Charlie miró la mesa de comedor en Conningham Manor y agradeció todo lo que tenía. Sarah estaba sentada frente a él, evidentemente repuesta de su terrible experiencia, y sólo una ocasional punzada de dolor la hacía esbozar una mueca cuando se estiraba demasiado o se rozaba la espalda sin querer.

Él se había pasado todo el día en una montaña rusa emocional, al no poder envolverla en una capa protectora. Sabía lo irritante que ella encontraría eso, y cada vez que se había interesado por su estado, ella le había sonreído y le había asegurado que ya estaba recuperada del todo.

La luz en los ojos de su esposa, su suave sonrojo mientras se reía de alguna cosa que Malcolm, sentado a su lado, le había dicho, habían tranquilizado a Charlie como nunca lo hubieran hecho las palabras.

A pesar de estar conversando con el señor Sinclair, Sarah era plenamente consciente de la mirada de Charlie, que no había variado de intensidad en lo más mínimo desde que el día anterior había ido a buscarla al Manor. La atención y los cuidados de su marido habían sido inquebrantables. Esa mañana la había dejado dormir, enviando a su doncella para que la despertara sólo cuando había llegado la hora de vestirse para ir a la iglesia. Había supuesto correctamente que ella no habría querido perderse el servicio, sobre todo para evitar las especulaciones que habría ante tal hecho. Pero en cuanto habían encabezado la salida de la congregación, Charlie la había guiado hasta el carruaje para volver a casa, evitando el habitual paseo y charla en el patio de la iglesia.

Sarah se había preparado para eso, pero se había sentido aliviada al no tener que forzarse mental o físicamente. Al llegar a casa, había insistido en que se encontraba bien para asistir a la cena de su madre, y Charlie le había dicho que enviaría a un mozo a casa de su madre confirmando su asistencia con la condición de que descansara hasta entonces. Luego él se había arrellanado en el sillón de la salita de Sarah para leer unos boletines informativos mientras su esposa echaba una siesta en la chaise.

Habían compartido el almuerzo ligero que había llevado Crisp, después del cual Sarah había descansado un poco más antes de darse un baño y cambiarse de vestido para la cena.

Charlie se había mostrado especialmente solícito durante el trayecto en el carruaje. Al llegar al Manor, Sarah hizo un esfuerzo por disipar la preocupación de su madre. Lo último que quería en ese momento —cuando Charlie estaba tan pendiente de ella— era que su madre y sus hermanas la atosigaran, aunque fuera con la mejor intención del mundo. Sarah quería aferrarse a esos momentos a solas, hacerlos durar tanto como fuera posible. Quería estar sola con Charlie tanto tiempo como pudiera. Pronto partirían a Londres, donde se reunirían con Serena y Augusta en Morwellan House para la temporada. Entonces no le quedaría más remedio que dejar que otros se entrometieran en su vida.

Hasta ese momento, Sarah quería concentrarse en acoplar sus vidas, y parecía que Charlie estaba de acuerdo con ella.

Saberlo hacía que resplandeciera de felicidad. Era plenamente consciente de lo feliz que le había hecho el cambio de actitud de su marido y si se sentía un poco vulnerable, como si aquello fuera demasiado bueno para ser verdad, lo veía como la cruz que debía cargar —un reto—, algo a lo que tenía que enfrentarse y obligarse a asumir hasta la muerte.

Mientras daba cuenta del postre, deslizó la mirada por la mesa. Sabía que todos los presentes la conocían; era una ocasión memorable.

Barnaby había estado ausente todo el día, registrando las aldeas y pueblos cercanos en busca del escurridizo agente. Había regresado decepcionado pero resuelto, a tiempo de cambiarse y acompañarlos en el carruaje. Ahora estaba sentado al lado de la madre de Sarah, entreteniéndola con el relato de algún escándalo londinense. Las absortas expresiones de las caras cercanas a él confirmaban su reputación como anecdotista.

El señor Sinclair estaba charlando con el señor Ravenswell, así que Sarah se giró hacia el señor Finsbury, sentado a su otro lado, cuando de repente se oyeron varios golpes distantes.

Alguien estaba aporreando la puerta principal.

Sarah intercambió una mirada alarmada con su padre mientras las conversaciones en torno a la mesa se interrumpían. Se oyeron voces urgentes de hombres.

Luego la puerta se abrió de golpe y Johnson, el mayordomo, irrumpió en la estancia. Sólo bastó mirarle a la cara para que todos los hombres se levantaran.

—Milord… —Jonson miró al padre de Sarah y luego a Charlie—, es el orfanato, milord… ¡está ardiendo!

Diez caóticos minutos después, Charlie, montado en uno de los caballos de caza de lord Conningham, y Sarah, que montaba una yegua moteada, se dirigían hacia al norte, hacia el resplandor rojizo que iluminaba el cielo nocturno, hacia el humo que envolvía la silueta de Crowcombe recortada contra las colinas Brendon.

Charlie miró a Sarah y escrutó su cara pálida. Barnaby cabalgaba al lado de ella, con Malcolm a la zaga. Los seguían un montón de mozos y empleados de los establos del Manor así como toda la ayuda que habían podido encontrar, como los jardineros, que habían cargado sus herramientas en una carreta y se dirigían por el camino al orfanato. Por otro lado los invitados de más edad que habían asistido a la cena habían tomado sus carruajes y se habían dirigido a sus propiedades para reclutar a más hombres.

Mirando hacia delante, Charlie maldijo para sus adentros. Por lo que podía observar a través del humo que envolvía el lugar, dos de las alas posteriores del orfanato estaban en llamas. La parte principal de la casa no parecía afectada por el momento; entrecerrando los ojos, vio la silueta de la estructura gris contra el resplandor de las llamas que se alzaban detrás.

Volvió a mirar a Sarah. Había insistido en cabalgar con ellos, aunque él hubiera preferido que viajara en la carreta, sabía que llegarían más rápido campo a través y también sabía lo importante que era para ella poner orden en el inmenso revuelo que sin duda se había formado en el orfanato. Por ello había contenido sus protestas y se había asegurado de que ella tomara una montura tranquila que no se encabritara ante el olor a quemado.

Volviendo la vista hacia adelante, no se molestó en volver a maldecir. Era mejor ahorrar saliva, pues sabía que iba a necesitarla.

Saltaron por encima del riachuelo y comenzaron a subir la pendiente. Tuvieron que detenerse frente a la cerca; ningún caballo la saltaría voluntariamente con el infierno que se había desatado a pocos metros. Todos se apresuraron a desmontar, consternados ante lo que veían. Charlie ató las riendas de su caballo a la cerca y tomó las de la yegua de Sarah —que miraba aturdida el dantesco espectáculo— para atarlas también; luego se giró hacia ella. La tomó por los hombros y la obligó a volverse hacia él. Capturó la mirada de su esposa.

—Te necesitan. —Sarah parpadeó, luego inspiró profundamente y asintió con la cabeza antes de volver a mirar las llamas. Cogiéndola por la cintura, la alzó y la dejó al otro lado de la cerca antes de cruzarla él mismo de un salto. El resto de los hombres los siguieron.

Era difícil saber por dónde empezar. Charlie se detuvo un segundo para hacer inventario, y luego agarró a Sarah de la manga.

—Reúne a los niños, a todos, y llévalos más allá del patio, lo más lejos posible de la grava.

Sarah asintió con la cabeza, parpadeó y tosió cuando una nube de humo la rodeó. La joven cogió el chal y se cubrió la nariz y la boca con él.

Con una mirada, Charlie reunió a Barnaby y al resto de los hombres y se encaminó a la parte de atrás del edificio.

Había tenido razón. Dos de las alas estaban en llamas. La tercera, un poco más al norte, estaba algo chamuscada. El tejado de paja del porche estaba ennegrecido, pero no había ardido.

Había algunos hombres tratando de llevar agua al tejado de paja, pero estaba demasiado alto. Lo único que podían hacer era mojar las paredes y rezar. Otros luchaban por mantener a raya las llamas de las dos alas para que no alcanzaran el edificio principal, que, al tener los muros de piedra y el tejado de pizarra, no se había visto afectado por el momento.

El humo era cada vez más intenso. Charlie se abrió paso entre los hombres del pueblo de Crowcombe que habían llegado primero. Cargados con mantas y sacos, intentaban combatir las llamas mientras los demás corrían de un lado a otro con cubos y baldes, lanzando el agua tan alto como podían.

Reinaban el caos y la confusión mezclados con un pánico creciente. Los hombres del Manor buscaron sacos y cubos y corrieron a ayudar. Charlie se detuvo el tiempo suficiente para indicar a los hombres que concentraran sus esfuerzos en las zonas donde las alas se unían al edificio principal.

—El resto de esas dos alas se ha perdido, así que podemos ahorrarnos el esfuerzo. —Se interrumpió para toser, luego señaló el edificio principal—. Será mejor que nos centremos ahí. —Avanzó hacia el ala sur, dirigiéndose a los hombres a gritos y señalando su objetivo hasta que le entendieron.

Barnaby se acercó y gritó por encima del rugiente crepitar de las llamas.

—Les diré a los otros que se concentren en el ala norte. —Se alejó antes de que Charlie asintiera con la cabeza.

Logró llegar al pozo en medio del barullo, donde Kennett sacaba agua tan rápido como podía.

—Por fortuna el agua salada apaga las llamas igual que la potable. —Kennett sacó otro balde y vertió el contenido en el cubo que esperaba. Soltó el balde vacío atado a una cuerda en la boca del pozo, donde cayó con estrépito al agua; luego comenzó a izarlo otra vez.

Charlie echó un vistazo alrededor y divisó al jefe de cuadra del Manor.

—Jessup reúne a tus hombres más fuertes para que se ocupen del pozo.

—Sí, milord. —Jessup llamó a un mozo forzudo—. Miller, encárgate de esto. Enviaré a dos de los jardineros para que te ayuden cuando lleguen.

Charlie se acercó a Kennett.

—Tú conoces este lugar mejor que nadie. Tenemos que impedir que las llamas lleguen al edificio principal… y también al ala norte.

Kennett miró en la dirección a la que Charlie apuntaba con el dedo, luego tosió y asintió con la cabeza.

—Sí.

—Ya les dicho a los que se encargan del ala sur que se centren en el edificio principal. Ocúpate tú del ala norte. Es la única que se puede llegar a salvar. —Charlie se interrumpió para toser, luego gritó—: Hay más hombres en camino. En cuanto lleguen diles que se concentren en apagar las llamas del edificio principal y el ala norte.

Kennett asintió con la cabeza y se alejó. Solo había dado unos pocos pasos cuando fue tragado por el humo.

Charlie se detuvo sólo para meter su pañuelo en un cubo de agua; luego lo escurrió y se lo ató sobre la nariz, antes de zambullirse de vuelta en el barullo.

La escena era dantesca. Las dos enormes y viejas alas estaban completamente en llamas, salpicando el negro de la noche con remolineantes llamaradas naranjas y rojas envueltas en el humo gris. Las ráfagas de calor cortaban el aire circundante. El fuego era como un ser vivo que atronaba y silbaba, que rugía y tragaba, consumiendo y devorando todo lo que encontraba a su paso.

Charlie se dirigió al ala sur y avanzó lentamente entre la hilera de hombres, buscando a los niños. Los había visto antes; los más pequeños ofrecían su desesperada ayuda para salvar el único lugar al que habían llamado hogar.

Encontró a Maggs, pero cuando le ordenó que soltara el cubo y se fuera al patio, el chico apretó la mandíbula y sacudió la cabeza tozudamente.

—¡Vivimos aquí! —Cuando Charlie frunció el ceño y abrió la boca para discutir, Maggs gimió—: ¡Tenemos que ayudar!

Observó la cara de Maggs, manchada de hollín, sus cejas chamuscadas y su pelo polvoriento, y leyó la desesperada súplica juvenil en los ojos del chico. Vaciló y luego le dijo:

—Sólo los que tengan más de doce años. Todos los demás deben que irse al patio con la condesa. —Agarró a Maggs por el hombro, le quitó el cubo de la mano y se lo dio a un hombre que pasaba. Inclinándose, le habló al oído—: Encárgate de reunir a todos los niños de más de doce años que puedan quedarse y ayudar si quieren, pero el resto que se vayan al patio.

En medio de la densa humareda, Charlie divisó una figura con coletas. Maldijo entre dientes.

—¿Quién es la niña de mayor edad?

—Ginny —dijo Maggs tosiendo.

—¿Está por aquí?

Maggs asintió con la cabeza.

—La he visto hace un rato.

—Encuéntrala. Dile que reúna a todas las niñas, a todas, y que las lleve al patio. Tendrán que ayudar a la condesa y al personal con los niños más pequeños.

Maggs asintió con la cabeza y señaló con la barbilla.

—Es esa de ahí. Se lo diré. —Maggs liberó el hombro de la mano de Charlie y partió en busca de Ginny.

—¡Maggs! —Charlie esperó a que el niño se detuviera y se volviera hacia él—. Vigila a los niños que se queden a ayudar. Si las cosas se ponen feas… —Charlie levantó la mirada a las llamas que engullían el ala sur y volvió a bajarla a los ojos de Maggs— quiero que me des tu palabra de que los reunirás a todos y los llevarás al patio. Sin discusión. Si Kennett o yo te decimos que te vayas, coges a los demás y te vas.

Maggs tragó saliva y retrocedió cuando las llamas surgieron como una oleada cerca de donde estaba parado. Levantó la mirada hacia Charlie y asintió con la cabeza.

—Sí, de acuerdo.

Se alejó tambaleándose. Charlie inspiró brevemente mientras contemplaba el ala sur, luego se volvió y vio llegar a más hombres de las propiedades de los hacendados que habían estado en el Manor.

Envió a algunos con Kennett y a otros a ayudar con el edificio principal. Llegaron más hombres con cubos, baldes y costales. Aún frescos, se enfrentaron a las llamas, permitiendo que aquellos que llevaban más tiempo luchando contra ellas se apartaran y recobraran el aliento.

Charlie corrió para combatir las llamas que comenzaban a surgir entre el edificio principal y el ala sur. Volvió a mojar el pañuelo en el agua y se lo ató de nuevo, mirando la hilera de hombres con los ojos entrecerrados. Todos estaban manchados de hollín y sucios. Eligió a Joseph Tiller, que jadeaba, y le quitó el cubo que llevaba en la mano.

Tomó también el saco de yute que había utilizado y se dirigió al ala sur para comprobar cómo le iba a Barnaby, lanzando gritos de ánimo allí por donde pasaba. Se encontró a Malcolm por el camino, también sucio y jadeante. El grupo de hombres que dirigía se esforzaban en apagar las llamas no para salvar lo que devoraban, sino para evitar que se propagaran.

Al llegar al ala sur, Charlie descubrió que el humo era más espeso allí que en los patios entre las otras alas. Tuvo que ir más despacio para no derribar a los demás hombres y que ellos a su vez pudieran verle y esquivarle.

Al igual que el ala sur, el ala central tenía algunos focos de fuego, pero como Charlie había dicho, Barnaby había preferido sacrificar parte de esa ala para tratar de evitar que las llamas se propagaran al edificio principal. A primera vista parecían haber tenido éxito, pero al entrecerrar los ojos y mirar más detenidamente, mientras se tropezaba con algunos hombres y los escombros de los patios entre las alas, Charlie creyó ver arder el tejado de paja cercano al edificio principal.

Sólo había unas llamas aquí y allá; brasas que lo habían alcanzado. Sin embargo, la mayor parte del tejado de paja anexo al edificio principal seguía intacto.

Después de intercambiar palabras con un Barnaby al que no hubiera reconocido ni su madre, Charlie procedió a buscar a Kennett. Se dirigió al ala norte notando que el sonido del fuego —el crepitar de las llamas, el constante silbido y el penetrante rugido— había decrecido gradualmente. Estaban ganando, obligando a las llamas a retirarse. El fuego estaba siendo vencido.

Kennett pensaba lo mismo.

—Aunque aún tenemos mucho trabajo por delante. Tenemos que mantener las llamas bajas y dejar que se apaguen por sí solas. No hay otra manera.

Charlie miró el tejado de paja con los ojos entrecerrados. En realidad no le gustaba el aspecto de aquel tejado.

—¿Hay alguna manera de que podamos aislar las alas del edificio principal? ¿Crear un corta-fuegos o algo parecido?

Kennett hizo una mueca.

—Ojalá pudiésemos, pero las vigas del tejado de paja se conectan por debajo del tejado principal con las vigas maestras que se unen a los pilares. Si creyera que hubiera alguna manera de llegar hasta ellas, propondría tirarlas, pero son maderas muy gruesas, viejas y duras como el hierro. Se necesitarían explosivos para romperlas.

—O fuego —murmuró Charlie—. Quizá podríamos humedecerlo todo desde abajo lo más deprisa posible —dijo tras un minuto—. Una vez que las llamas se apaguen, pondremos escaleras de mano contra el edificio principal y mojaremos el tejado de paja y las vigas.

Charlie se dio la vuelta cuando llegó una nueva oleada de hombres de los campos lejanos. Llevaban azadones, picos, palas… toda clase de herramientas, incluidos algunos rastrillos de mango largo.

Charlie les hizo un gesto con la mano para que se acercaran.

—Moveos hacia las alas central y sur y derribad lo que ya esté quemado. Empezad por los extremos e id retrocediendo hasta la zona donde los hombres combaten el fuego.

La mayoría de los hombres asintieron con la cabeza y se fueron. Un hombre que llevaba un rastrillo de mango largo se quedó rezagado. Frunciendo el ceño, señaló con la cabeza el tejado de paja por debajo de los aleros del edificio principal.

—Creí que querrían que tirásemos esa sección primero para que el fuego no se extendiera al edificio principal.

Charlie intercambió una mirada con Kennett. Miró al hombre, pero fue Kennett quien respondió:

—No, muchacho. Estos días ha hecho frío y el tejado de paja está húmedo. Lo más probable es que eso ayude a proteger las vigas de las llamas. Lo dejaremos hasta el último minuto, e incluso así todavía tenemos que pensar cómo lo derribaremos.

—Oh —respondió el hombre.

Pero Charlie apenas lo oyó, mientras las palabras de Kennett y los extraños focos de fuego que había visto —¿había sido encima o debajo del tejado de paja?— se conectaban en su cabeza.

Centró su atención en el hombre.

—¿Había más hombres con rastrillos de mango largo como ese, además de los que acaban de llegar?

El hombre parpadeó ante el tono urgente de su voz; luego asintió con la cabeza.

—Sí. —Tosió—. Había algunos por el otro lado. —Indicó con un gesto el otro lado de la casa.

Charlie maldijo entre dientes, giró sobre sus talones y corrió.