Capítulo 15

LA conciencia de Sarah se abrió paso entre los velos del sueño, despertando su mente. La joven se resistía a volver a la realidad. Puede que hubiera amanecido, pero aún era temprano y se encontraba tan cómoda y abrigada en la cama con la mejilla descansando sobre una piel firme y elástica, sobre un montículo de duros músculos cubiertos por un ligero vello rizado y acunada por un par de brazos fuertes que…

Abrió los ojos de golpe y respiró lenta y profundamente. Estaba tumbada de manera desgarbada sobre Charlie, que la envolvía con firmeza entre sus brazos. Su marido estaba tendido de espaldas totalmente desnudo. A ella se le había subido el fino camisón de seda hasta la cintura; tenía las piernas desnudas y enredadas con las de él bajo las mantas.

Una mirada a su lado de la cama le confirmó que eso no había sido obra de Charlie, sino de ella, pues él ni siquiera se había movido.

Sarah maldijo para sus adentros. Por la respiración lenta y regular de su marido, Sarah pensó que todavía estaba dormido, pero a juzgar por la tenue luz matutina que entraba en la habitación, la joven supuso que no tardaría mucho en despertarse, si no lo había hecho ya.

Sarah cogió aire lentamente y, conteniendo la respiración, intentó apartarse de sus brazos.

Charlie se tensó.

—No. —Pasaron un par de segundos—. Déjame abrazarte.

El tono de su voz la hizo parpadear. Ese no era el Charlie arrogante que conocía, sino un Charlie vulnerable, un ser con el que no se había tropezado antes. No podía verle la cara sin tener que apartarle el brazo y alzar la cabeza y, por la fuerza con que la sujetaba, tendría que forcejear con él si quería liberarse de su abrazo, algo que, estaba segura, no consentiría. No antes de que se hubiera puesto la máscara de impasibilidad. Con curiosidad, se permitió relajar los músculos, hundiéndose sobre el cuerpo de su marido, esperando con los sentidos encendidos.

Él movió la cabeza y presionó los labios contra su pelo.

—Lamento lo del diario de tu tía. La querías mucho, ¿verdad?

Ella se miró la mano que descansaba al lado de su cara, con los dedos extendidos sobre el pecho de Charlie; sobre su corazón.

—Sí. —Él no dijo nada más, como si esperara a que ella continuara hablando, así que añadió—: Era muy especial para mí y ese libro es el único recuerdo que tengo de ella. Sólo había leído las primeras páginas… Empieza en enero de 1816, por lo que supongo que cubre todo ese año. No solía escribir en el diario todos los días, sólo cuando tenía algo que contar. La entrada que leí describía una fiesta en la mansión de lord Wragg, y a continuación una receta de carne con membrillo que había conseguido sonsacar al ama de llaves de Wragg.

—La vida diaria. Las grandes y pequeñas cosas de cada día.

Ella asintió con la cabeza, frotando la mejilla contra su pecho; se sentía reconfortada por la simple cercanía. Por ese momento de intimidad.

—Tenía intención de leerlo cuando tuviera tiempo… O cuando estuviera de humor. —En ese momento, la mente de Sarah estaba demasiado ocupada en sus pensamientos como para prestar atención a nada más. Suspiró—. Pero ahora ha desaparecido y ya nunca podré hacerlo… Nunca volveré a sentirla cerca de mí. Tengo la sensación de haber perdido el último vínculo que tenía con ella.

Nunca más, se dijo, se sentiría conectada con el alma de su tía a través de esas páginas.

—Eso no es cierto. —El tono de Charlie era suave y tranquilizador. Volvió a rozarle el pelo con los labios—. Tú la querías y ella te quería a ti… El diario era sólo un símbolo de eso, pero el amor permanece. Eso no lo has perdido. ¿No es ese el verdadero vínculo?

Sarah parpadeó. Qué ironía que él, tan empeñado en ignorar su amor por ella, pudiera ver eso y expresarlo con las palabras adecuadas.

Apretó los labios. Si de algo le había hablado Edith era de personas y emociones, de símbolos, palabras y acciones. Y de todo eso, eran las acciones las que hablaban con más claridad, las que más importancia tenían.

Sarah presionó la palma de la mano contra el pecho de Charlie para poder alzar la cabeza y mirarle. Lo suficiente como para buscar su mirada y ver si hablaba con sinceridad o no.

Y pudo confirmar que la vulnerabilidad que había percibido en él era real. Que aquello por lo que había estado luchando, lo que existía entre ellos, no se había perdido. Que sin importar cuánto lo intentaran, ni ella ni él podían evitarlo.

Retorciéndose para liberar sus brazos, alargó las manos y le enmarcó la cara.

—Sí. Tienes razón. —Estudió los ojos azules de su marido durante un instante más y luego alzó el rostro y le besó.

Con toda la pasión contenida en su alma. No tenía intención de guardarse nada, ni de intentarlo siquiera. Sabía lo que sentía por él y lo que él sentía por ella. Ese conocimiento guiaba sus acciones, cada lánguido barrido de su lengua contra la de él, cada provocativo movimiento mientras se alzaba sobre el cuerpo de su marido para compartir mejor el beso, para dar rienda suelta a su amor e incitar y disfrutar del suyo.

Charlie respondió como ella sabía que lo haría y, si bien a cierto nivel, Sarah se complacía de la respuesta de su marido, de su incapacidad de resistirse a ella y a su amor, también apreciaba cada sutil matiz, cada prueba de su deseo, cada chispa de deleite que sintió cuando le rodeó la cintura con las manos, la alzó y la tendió sobre su cuerpo, atrayendo sus pechos hacia su boca para darle placer.

Hasta que ella dobló las piernas y apoyó las rodillas en la cama a ambos lados de él, sentándose a horcajadas sobre sus caderas. Metió la mano entre sus cuerpos y la deslizó hacia abajo, encontrándole duro y preparado, ardiente y pesado en su mano. El camisón había caído sobre sus caderas, y los dedos de Charlie abandonaron sus pechos para agarrar y levantar el fino tejido, y colarse debajo. Charlie deslizó las manos por los muslos desnudos de su esposa y las curvó sobre sus nalgas. Sarah interrumpió el beso y, apoyando una mano sobre su pecho, levantó las caderas para guiar con la otra mano el rígido miembro de su marido hacia la entrada de su cuerpo.

Lo sintió allí, el engrosado glande le acariciaba la carne con una patente promesa, y se estremeció de anticipación. Con los ojos entrecerrados, Sarah observó la cara de Charlie, su mirada ardiente, mientras se levantaba un poco más y, lentamente, saboreando cada cálido y duro centímetro, se empalaba en su miembro, llenando su cuerpo y sus sentidos con él.

El deseo voraz que se reflejaba en el rostro de Charlie le decía a Sarah todo lo que necesitaba saber. La fuerza casi temblorosa con que la sostenía, controlando sus movimientos, permitiéndole que se moviera, dejándola llevar el control y escribir el guión de esa escena como ella deseaba, era prueba suficiente de su compromiso de amor.

Sarah se inclinó hacia delante mientras entrecerraba los ojos, apoyando ambas manos sobre su pecho, comenzando a montarle. Quería saborearlo por completo, disfrutar de cada pizca de súplica que sabía que vería en su mirada, y darle todo el placer a cambio. Cerró los párpados. Sus sensaciones eran cada vez más intensas mientras se concentraba en la resbaladiza penetración, en la extraña pero bienvenida posesión, en el repetitivo movimiento de su cuerpo sobre el suyo, el rítmico vaivén de sus muslos sobre los de él. La floreciente, creciente y abrumadora intensidad de esa unión.

Charlie había llevado de nuevo las manos a sus pechos, acariciándolos sensualmente, masajeándolos, pellizcando sus pezones hasta convertirlos en brotes tensos. Entonces le abrió el camisón y se irguió bajo ella. Sarah contuvo el aliento cuando la cálida boca de su marido se cerró sobre un dolorido pezón al tiempo que sus experimentados dedos atendían las súplicas del otro, haciendo que ramalazos de placer la recorrieran de los pies a la cabeza, seguidos de oleadas de ardiente deleite que inundaban y atravesaban su cuerpo. Su vientre.

Durante un buen rato, Sarah lo montó con la cabeza echada hacia atrás, dejándose llevar por las sensaciones, dejando que sus vertiginosos sentidos le llenaran la mente. Abrumada por el deleite sensual, por la conciencia de su cuerpo y el intenso placer, más ardiente de lo que había sido nunca, Sarah se contuvo.

Charlie soltó un gruñido, un sonido gutural que despertó una conciencia diferente. Un instante más tarde, incluso antes de que Sarah pudiera abrir los ojos, él rodó, llevándola consigo, envolviéndoles a ambos en una confusión de mantas. Enredados en la cama, Charlie la inmovilizó bajo su cuerpo y empujó con fuerza y dureza. Sarah se arqueó y lanzó un grito. Cuando él embistió de nuevo, incluso con más fuerza aún, ella cogió aire con desesperación. Entonces lo rodeó con sus brazos, levantó las piernas y le envolvió las caderas con ellas, arañándole la espalda con las uñas mientras se unía a él con la misma frenética urgencia con la que él la montaba.

Duro, rápido, desesperado por llegar al clímax, dispuesto a dar lo que fuera por llegar al punto culminante.

Estaban allí, jadeando, deseando, luchando por alcanzar el éxtasis.

Y de repente, este cayó sobre ellos, envolviéndolos y haciéndolos pedazos. Finalmente, con un profundo gemido gutural, se dejaron llevar por el placer.

Se perdieron en él.

Luego, sonriendo tontamente, mareados por el deleite, riéndose suavemente, se derrumbaron uno en los brazos del otro y se dejaron mecer por el momento.

Casi una hora después, Sarah bajó a toda velocidad la escalinata principal, vestida con su traje de montar se dirigió al comedor del desayuno con la esperanza de pillar a Charlie antes de que se fuera. Su marido y la resistencia que oponía al amor eran agotadores. Había llegado el momento de presionar un poco más, y Sarah ya sabía cómo hacerlo.

Le pediría su ayuda. Charlie siempre respondía cuando alguien le pedía ayuda; era una parte intrínseca e inherente a su naturaleza. Si había algún problema en el orfanato, ¿a quién mejor que él podía recurrir?

Correr por los pasillos con la cola del traje de montar recogida sobre el brazo no era propio de una dama, pero se apresuró tanto como pudo y abrió la puerta del comedor justo cuando él dejaba a un lado la servilleta y se levantaba de la mesa.

Charlie iba con retraso. Saber que él se había quedado más tiempo de lo normal en la cama para abrazarla y consolarla por la pérdida del diario —y para hacerle el amor— le levantaba el ánimo. Con una brillante sonrisa, Sarah lo esperó en el pasillo junto a la puerta del comedor. Charlie respondió a esa sonrisa con su habitual conducta fría, pero Sarah no creía que él hubiera olvidado el motivo por el cual se había retrasado.

—Esperaba que pudieras venir conmigo al orfanato. —Alzando la cabeza, lo miró directamente a los ojos—. Al parecer ha ocurrido algo allí y, aunque no sé cuál es el problema que ha habido, agradecería muchísimo tu opinión.

En la máscara inexpresiva que cubría el rostro de Charlie no había nada de las cálidas sonrisas que habían compartido tan sólo una hora antes.

—No creo que sea acertado.

Sarah parpadeó. Oh, no, no, no… no volverían a eso. No permitiría que mostrara esa fría actitud distante hacia todo lo que tenía que ver con ella. Respiró hondo.

—Charlie…

—Querida, creo que no comprendes la situación.

Su tono la detuvo en seco. Ahora estaba hablando el conde, no Charlie, su marido, el hombre que la amaba aunque no deseara reconocerlo. Y el señor feudal estaba acostumbrado a que lo obedecieran sin titubear.

Charlie continuó hablando con calma, con la voz dura y fría como el acero.

—No estoy interesado en el orfanato. Es tuyo y como tal no va a formar parte de mi vida ni de mis responsabilidades. —Sostuvo la mirada de Sarah, que no pudo ver en sus ojos el suave azul del verano—. No quiero tener ninguna relación con él. No la he tenido en el pasado y desde luego no pienso tenerla en el futuro. —Charlie hizo una pausa, luego añadió suavemente—: Espero que haya quedado claro.

El temperamento de Sarah estalló. Una fría furia se deslizó por sus venas. Alzó la cabeza.

—Clarísimo. —Le sostuvo la mirada, permitiendo que él viera la rabia que sentía.

Sarah se estremecía por la necesidad de dar media vuelta y marcharse para evitar decir algo que lamentaría más tarde, pero esta vez, no pensaba ceder tan fácilmente. No pensaba dejarle escapar.

—Lo entiendo perfectamente —dijo, tras tomar aire, en un tono más frío que el de su marido—. Sin embargo, había pensado… —Sus pensamientos la ahogaban; se interrumpió y luego continuó con una voz todavía más helada—: Espero que recuerdes que cuando acepté casarme contigo insistí en que quería un matrimonio apasionado. Y si no recuerdo mal, tu respuesta fue que no veías ningún impedimento a eso. Y yo, como una tonta, te creí. Sinceramente pensé que nuestro matrimonio sería algo más que un cascarón vacío.

Él le sostuvo la mirada, parpadeó una vez y luego tensó la mandíbula todavía más.

Sarah percibió el esfuerzo que le costaba a Charlie mantener ese rígido control. La joven se estremeció deseando añadir algo más, pero había recuperado el suficiente sentido común como para recordarse a sí misma cuál era su plan… su objetivo final.

Apretando los labios, giró sobre los talones y se alejó lentamente con paso regio.

Charlie la observó marcharse y, por primera vez en su vida, comprendió lo que era tener el corazón roto. Le dolía el pecho como si una espada se lo hubiera partido en dos. Se sentía perdido. Se dio cuenta de que Sarah se dirigía a los establos y su única preocupación fue que su esposa no había desayunado y que tenía que comer algo antes de salir a cabalgar, pero ¿qué podía hacer? ¿Llamarla y ordenarle que tomara algo?

Sencillamente, parecía haber renunciado a su derecho de cuidar de ella, o al menos eso era lo que su esposa pensaba.

Oyó ruido de platos a su espalda y comprendió que Crisp estaba en el comedor del desayuno y que sin duda habría oído la discusión. Forzó a sus piernas a que lo llevaran a la biblioteca, abrió la puerta y se encerró allí.

Se vio rodeado por una comodidad familiar, pero eso no alivió sus heridas internas. Sentía como si le hubieran arrancado el corazón del pecho. Sabía —se lo había dicho a sí mismo durante la hora anterior y todas las horas previas a esta— que tenía que poner orden en su vida para que todo funcionara como debía… Pero una parte fuerte y fundamental de su interior se negaba a aceptarlo. Se negaba a pasar por ello.

Se negaba a que Sarah pasara por ello.

Se detuvo ante los grandes ventanales y miró fuera. Había sabido que ella tenía una expectativas del matrimonio diferentes a las suyas (expectativas que él había considerado femeninas y floridas).

Pero lo que no había sospechado cuando le dijo a Sarah que no veía ningún impedimento a que su matrimonio fuera apasionado —que estaba preparado para proporcionarle una unión apasionada—, era que para ella eso quería decir una unión donde el amor era libre y abiertamente reconocido.

Charlie lo comprendía ahora. Entonces, cuando ella había hablado de excitación, emociones, riesgos y satisfacción, él había pensado que se refería a la pasión sexual.

Pero incluso aunque él hubiera comprendido el significado de sus palabras por completo —¿y cómo podría haberlo hecho cuando él no sabía en ese momento qué era el amor?—, incluso así, se habría casado con ella. Porque por aquel entonces él ya sabía que Sarah era suya, su esposa, la mujer que quería que fuera su condesa.

Y todavía lo era. Nada había cambiado en ese aspecto. De hecho, su convicción era todavía más fuerte. Su compromiso hacia su esposa era más intenso cada día; sólo había que ver lo difícil que le había resultado contener sus sentimientos por ella durante esos dos últimos días. Esas emociones que sólo ella provocaba eran cada vez más fuertes y poderosas, casi ingobernables.

Pero antes que a ella, se debía al condado. Desde muy pequeño, le habían enseñado que su deber estaba por encima de sus necesidades. Pero ¿qué ocurría con los votos que había hecho en el altar de la iglesia de Combe Florey?

«Honrar y querer». O lo que para la mayoría significaba amar y proteger. Por un lado, él había hecho ese voto de mala fe, pues nunca había tenido intención de cumplir con la primera parte. Pero sin tener en cuenta eso, la segunda parte era una promesa que no podía mantener, pero que a su vez era incapaz de incumplir. No podía evitar amarla y, ciertamente, no podía evitar el impulso de protegerla. Antes de casarse con ella, no había comprendido cómo se sentiría y, ahora que era suya, amarla y protegerla eran unos instintos fundamentales que no podía contener de la misma manera que no podía detener el sol.

Soltó un doloroso suspiro de frustración y echó la cabeza hacia atrás mientras clavaba los ojos en el techo pintado. Esa mañana, tras las horas que habían pasado en la cama, se había endurecido para repeler cualquier nuevo esfuerzo que ella hiciera, figuradamente hablando, cuando abriera la puerta del dormitorio y buscara amor en sus encuentros cotidianos. Había sospechado que ella había creído ver, en esas horas que habían pasado juntos, la prueba de que su determinación por mantener una distancia prudencial entre ellos se había debilitado, y así había sido.

Pero el orfanato… De todas las cosas con las que podría haberle abordado, Sarah había escogido esa. El corazón de Charlie había dado un brinco deseando aceptar la invitación e ir con ella, para encargarse del pequeño problema que había surgido en el orfanato, para verla de nuevo con los niños, para integrarse en el grupo. Pero jamás podría volver a encerrarse en sí mismo si estaba cerca de su esposa en momentos como ese sintiendo lo que sentía por ella.

El esfuerzo por rechazarla —por negar su otro yo— casi lo había matado. Se sentía como si en realidad fuera dos hombres, que Sarah y todo lo que sentía por ella se habían abierto paso en su corazón, en su mente y en su alma, y lo habían dividido en dos, y sus dos mitades estaban ahora en lucha continua.

No podía seguir así. Dejando a un lado todo lo demás, el equilibrio entre esas dos mitades era variable. La parte que quería el amor de Sarah haría cualquier cosa por entregarle todo a cambio de poseerlo. Pero Charlie ya no sabía qué era lo mejor… por qué debería luchar, qué mitad debería triunfar. Ni siquiera sabía qué mitad quería que ganara.

No podía recordar haberse sentido nunca de esa manera, y no podía recurrir a nadie para pedirle consejo. Estaba perdido.

A la deriva.

Como un náufrago en el mar.

Cuando Sarah llegó al orfanato había logrado controlar su temperamento a base de esfuerzo, junto con todos los sentimientos encontrados que la actitud de Charlie había provocado. Pero las noticias que la aguardaban eran tan extrañas que arrancaron cualquier otro pensamiento de su mente.

—¿¡Fantasmas!?

Sentada en la mesa entre Skeggs y la señora Dunstable, Sarah clavó los ojos en Katy, que hizo una mueca.

—Eso es lo que los niños dijeron. Muchos de ellos lo oyeron y lo vieron, tanto la noche del sábado como la del domingo.

—¿Qué oyeron y vieron? —preguntó Skeggs.

—Gemidos y el rechinar de cadenas. Algunos de los mayores se atrevieron a asomarse. Y dicen que vieron algo blanco y ondulante.

—Lo más probable es que sean los muchachos del pueblo —dijo la señora Dunstable—, con unas cadenas viejas y una sábana.

Katy asintió con la cabeza.

—Sí, eso fue lo que sospeché. Pero los más pequeños tienen miedo, y algunos de ellos no pueden dormir. A otros les da miedo acostarse, pobrecitos, sólo se sienten seguros cuando ya ha amanecido y están con los demás.

—Es una molestia. —Skeggs frunció el ceño—. La pregunta es cómo resolver el problema.

Lo que no era nada fácil. Sarah dejó que los demás discutieran sobre quién creían que podía estar detrás de todo eso para cantarle las cuarenta, mientras ella pensaba en los muchachos del pueblo que conocía y cómo podría desalentarlos.

Cuando los demás concluyeron que no se podría hacer nada sin saber qué muchachos —de Watchet, Taunton, Crowcombe o cualquiera de los pueblos que se extendían por las colinas— estaban involucrados, Sarah golpeó ligeramente la mesa.

—Tengo una idea —dijo, y a continuación expuso su plan.

Katy sonrió ampliamente. Skeggs se rio entre dientes. La señora Dunstable asintió con la cabeza.

—Muy ingenioso, querida. Es casi como ponerle el cascabel al gato.

Tan pronto como dieron por finalizada la reunión, y Skeggs y la señora Dunstable se marcharon, Sarah llamó a Kennett y, junto con Katy, rodearon la casa estudiando las áreas donde el «fantasma» había sido visto, examinando las localizaciones más cercanas a la casa y los árboles y arbustos que había cerca.

Finalmente, Kennett dio un paso atrás y se rascó la cabeza pensativo.

—Sí, creo que funcionará. Un hilo de pescar sería lo más conveniente, y tenemos suficientes cencerros en el cobertizo. Jim y yo nos encargaremos de ello. Si ese tipo regresa esta noche se llevara una buena sorpresa.

Sarah sonrió. Katy y ella dejaron a Kennett enfrascado en la tarea y se encaminaron de regreso a la casa. Una vez dentro, Sarah se vio engullida por el alboroto de siempre. Estuvo ocupada todo el tiempo, y el almuerzo y la tarde pasaron con rapidez.

Charlie llegó a Finley House a última hora de la tarde. Se había pasado el día tratando de encontrar algo que le distrajera de la helada sensación que se le había alojado en el pecho. Dada la rigidez con la que había concluido su último encuentro, visitar a Sinclair era su último recurso.

Pero los negocios siempre habían sido un interés común y Malcolm le dio la bienvenida sin mostrar ninguna señal de tensión. Se sentaron en su estudio y se enfrascaron en la lectura de los últimos boletines informativos, leyendo los diversos anuncios de negocios. Pero ni siquiera eso tenía el poder de reprimir la inquietud de Charlie. Mientras Malcolm seguía leyendo, dejó a un lado el boletín que había estado estudiando, se puso en pie y se acercó a la ventana.

Al menos el estudio daba a los Quantocks y no a Crowcombe y al orfanato.

Oyó a su espalda el crujido del papel cuando Malcolm dejó a un lado el boletín que había estado examinando con detenimiento. Charlie sintió la mirada de Malcolm en su espalda.

—¿Cómo está la condesa? —le preguntó Sinclair finalmente.

Charlie logró no ponerse rígido. La pregunta había sido planteada en un tono inseguro y cauteloso, como si Malcolm supiera que pisaba terreno peligroso pero aun así se viera impelido a preguntar.

Charlie iba a encogerse de hombros, pero se detuvo. Metiéndose las manos en los bolsillos de los pantalones, clavó la mirada en el paisaje.

—Está bien, pero ha desaparecido un diario que poseía. Un recuerdo de una tía. Le ha afectado mucho, pero yo no puedo hacer nada al respecto. —Aunque deseaba poder hacerlo. Le molestaba la sensación de impotencia, le tocaba una fibra sensible—. Esta mañana ella quería que la acompañase al orfanato… ¡Como si me sobrara el tiempo!

El silencio se extendió entre ellos.

—Quizás sea porque es recién casada y todo eso. Tal vez si pasaras algún tiempo con ella podrías solucionarlo… aunque, por supuesto, no sé mucho de esto. Sin embargo, parece que es así como son las cosas.

Una vez más Sinclair había hablado con precaución, escogiendo las palabras, vigilando su tono. Charlie hizo una mueca.

—Sarah y yo nos conocemos de toda la vida. No necesitamos conocernos el uno al otro de la manera en que necesitan hacerlo otras parejas.

Una vez más se hizo un largo silencio entre ellos, y entonces Malcolm carraspeó y murmuró:

—Puede que tengas razón, pero me refería a lo que todos sabemos que ocurre muy a menudo, cuando una joven atractiva como tu condesa no recibe la atención adecuada de su marido.

Charlie no se movió. No pudo hacerlo. Necesitó hasta el último gramo de su considerable fuerza de voluntad para contener su violenta e instintiva reacción ante el panorama que Malcolm le pintaba. Se dijo a sí mismo que Sarah jamás haría algo parecido a lo que Sinclair sugería.

Pero recordó la cautela que tenía el tono de Malcolm. Había intentado decirle lo que cualquier amigo le habría dicho, lo que el propio Charlie diría si…

Sacándose las manos de los bolsillos, miró a Sinclair.

—Será mejor que me vaya. Pronto anochecerá.

La expresión de Malcolm era tan inescrutable como la suya. Se levantó y lo acompañó a la puerta principal. Se estrecharon la mano y luego Charlie se dirigió con grandes zancadas hacia donde había atado a Tormenta. Soltó las riendas y se subió a la silla de montar. Se despidió de Malcolm con un brusco gesto de cabeza y se giró hacia el camino.

Atravesó al trote las calles de Crowcombe. Reuniendo toda su fuerza de voluntad, mantuvo la mirada apartada del orfanato, que se encaramaba en lo alto del pueblo. Aun así, no pudo evitar preguntarse si Sarah ya habría regresado a casa. En cualquier caso, ella iría campo a través. En cuanto dejo atrás las últimas casas de Crowcombe, puso a Tormenta al galope. Quería llegar a casa y asegurarse de que Sarah estaba de vuelta, sana y salva, bajo su protección otra vez.

Al día siguiente, Sarah regresó al orfanato para saber si alguien había caído en su trampa durante la noche. Así había sido. Poco antes de la medianoche, habrían repicado los cencerros. Kennett, Jim y Joseph habían salido a toda prisa, pero lo único que habían visto era una figura vestida de blanco que huía campo a través hacia el norte. Luego la habían visto subir de un salto al caballo que la aguardaba y alejarse al galope.

Los niños se sintieron aliviados y felices. Eran muchos los que habían visto cómo el fantasma daba media vuelta y huía. La mayoría veía ahora el incidente como un espectáculo hilarante. No habría más noches en vela.

Después de montar a Blacktail, Sarah se dirigió hacia el Park antes de permitir que su mente se concentrara en lo que la esperaba allí. No era feliz, pero las horas pasadas en el orfanato, tanto el día anterior como esa misma jornada, habían calmado su espíritu. El hecho de que la hubiesen necesitado, de que hubiesen agradecido su ayuda y de que el plan que había ideado hubiese tenido éxito, había sido un bálsamo para su alma herida.

Al llegar al Park, entró en los establos; dejó a Blacktail con el mozo de cuadra y se dirigió a la casa pensando que había algo en aquel incidente que no encajaba. Habían pensado que los culpables serían los muchachos del pueblo, pero cuando le había preguntado a Kennett, a Jim y, más tarde, a Joseph, le habían descrito la figura de un hombre. Un varón adulto, corpulento y grueso… y no precisamente joven.

¿Por qué un hombre hecho y derecho se dedicaría a rondar el orfanato haciéndose pasar por un fantasma?

Los demás se habían encogido de hombros. Kennett había sugerido que el hombre podía estar «mal de la chaveta». Pero Sarah no lo creía así. La sábana, las cadenas, la sigilosa manera de acercarse a medianoche… todo sugería un plan, lo que no era propio de aquellos que están mal de la cabeza.

Aún seguía desconcertada cuando entró en la casa y se dirigió a la salita. Se quitó los guantes e hizo sonar la campanilla para que le llevaran el té. Lo hicieron de inmediato. Para su inmensa sorpresa, Charlie venía con él.

Ante la mirada fija y aturdida de su esposa, él se sentó en el sillón que ocupaba todas las tardes y cogió una taza.

Sarah tomo su propia taza de té y el platito y se sentó en la chaise. Tomó un sorbo y miró a su marido inquisitivamente.

El lacayo se retiró. Charlie dejó su taza en el platito.

—¿Cómo va todo en el orfanato? —le preguntó sin mirarla.

«Ajá». A pesar de todo, se sintió tentada a contarle la historia del fantasma, y saber qué pensaba él de que el intruso hubiera resultado ser un hombre en vez, de un muchacho, pero las palabras que Charlie le había dicho la mañana anterior todavía le resonaban en la cabeza. Todavía le dolían.

—Bien —respondió clavando los ojos en la taza y encogiéndose de hombros.

Sarah tomó otro sorbo, luego apuró el té de golpe. Dejó la taza a un lado y cogió la cesta de ropa para zurcir. Encontró otra manta con un agujero y la puso sobre su regazo para dedicarse a la tarea.

Charlie la miraba. Sarah podía sentir sus ojos clavados en ella. Pasó un minuto, luego él se terminó su té. Se levantó y dejó la taza y el platito en la bandeja sin decirle nada más.

Con la cabeza inclinada sobre su labor, Sarah escuchó cómo se desvanecían los pasos de su marido en el pasillo. Luego le oyó abrir la puerta de la biblioteca y cerrarla un segundo después.

La mañana del sábado, Sarah acababa de organizar los menús de la semana con Figgs cuando Crisp entró en la salita con una bandejita de plata.

—Ha llegado esta nota del orfanato, milady. El joven Jim está esperando por si usted desea enviar una respuesta.

Sarah cogió la nota, conteniendo un ceño y un instintivo: «Oh, ¿y ahora qué pasa?».

Una rápida ojeada a las escuetas líneas que Katy había escrito le confirmó que su instinto no se había equivocado.

—¡Dios mío!

—¿Algún problema, milady?

Sarah levantó la mirada hacía la expresión preocupada de Crisp, que parecía dispuesto a ofrecerle su ayuda.

—Sí. Un canalla ha echado sal en el pozo del orfanato.

Podía pensar en otros nombres por los que llamarle, pero «canalla», tendría que bastar.

—Dios santo. —Crisp frunció el ceño—. Pero ¿por qué?

—Exacto. ¿Por qué? —Sarah dobló la nota y la deslizó en el bolsillo de su vestido—. Parece que alguien intenta causar problemas en el orfanato. Tendré que ir a ver qué ha sucedido. Por favor, dile a Jim que espere. Iré a ponerme mi traje de montar.

Crisp hizo una reverencia mientras ella salía de la estancia. Diez minutos más tarde, Blacktail seguía al corpulento jamelgo de Jim en dirección norte. Cuando llegaron al orfanato, Sarah ya había pensado cómo resolver el problema más inmediato.

—Haremos que Wilson traiga barriles de agua —le dijo a Katy mientras ataba las riendas de Blacktail en el poste que había frente a la puerta principal del orfanato. Wilson era el carretero de Crowcombe—. Iré a verlo de camino a mi casa. Le diré que también puede sacar agua del pozo del Manor, luego me pasaré por allí y hablaré con mis padres. Seguro que nos les importa ayudarnos; allí hay un montón de barriles, así que al menos tendremos agua para lo más imprescindible.

Katy asintió con la cabeza.

—Sí, como veas. Kennett dice que no es tan malo como podría haber sido, pero sí lo suficiente para perjudicarnos.

Sonriendo tranquilizadoramente a los niños con los que se cruzaban, Sarah siguió a Katy a través de la casa y en dirección al pozo inutilizado que había en la parte posterior del ala septentrional.

Kennett estaba allí parado, dirigiendo su mirada sombría a la boca negra del pozo. Levantó la vista cuando Sarah se reunió con él.

—Han vertido un saco de sal ahí dentro. ¿Lo ves? —Señaló un saco de yute que habían dejado a un lado—. El canalla lo dejó ahí para que lo encontráramos. —Le dio una patada al saco—. Por fortuna, aún hace mucho frío y sigue habiendo nieve en las colinas, con lo cual la capa freática ascenderá. En cuanto comience el deshielo, el nivel del agua subirá, y aunque el pozo sea profundo, habrá muchas filtraciones por los lados, ¿lo ve?

Kennett señaló el muro interior del pozo. Sarah vio que las piedras estaban de hecho mojadas, aunque el nivel del agua no había subido todavía.

—¿Quieres decir que la sal será arrastrada por la corriente subterránea?

—Poco a poco. El agua volverá a ser potable dentro de un mes o así.

Sarah contuvo un suspiro de alivio.

—Podremos arreglárnoslas hasta entonces. —Le explicó su idea de cómo suministrar agua potable desde el Manor.

Kennett asintió con la cabeza.

—Esa es la fuente más cercana.

Y no tendrían que pagar por el agua. Sarah se encaminó hacia el orfanato.

—Voy a organizarlo todo de inmediato. En lo que respecta a quien ha hecho esto…

—Será el mismo idiota que espantamos la noche del lunes —dijo Kennett—. Seguro que no le gustó que lo pusiéramos en ridículo.

Katy asintió con la cabeza.

—Sí… seguro que fue eso. Ojo por ojo. De hecho, tras este incidente, se habrá acabado su sed de venganza. Dudo mucho que vuelva a molestarnos.

Sarah frunció el ceño. Deseó poder sentirse igual de optimista, pero echar sal a un pozo le parecía un acto de lo más ruin, no un simple incidente. Aunque ¿de qué podría tratarse?

Aquella pregunta le rondó la cabeza durante el resto de la mañana mientras organizaba el suministro de agua al orfanato. Pero cuando se dirigió a casa de sus padres para almorzar, había relegado esa preocupación a lo más profundo de su mente.

La mañana del lunes, Sarah se dirigió a caballo al orfanato y vio el tílburi del doctor Caliburn fuera. Ató a Blacktail y se dijo a sí misma que el doctor había ido allí por alguna de las habituales enfermedades infantiles o por uno de esos accidentes sin importancia que solían ocurrir cuando había muchos niños juntos.

—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó a la primera persona que vio después de entrar.

Jeannie hizo una mueca.

—Es Quince —le dijo, intentando ocultar su preocupación a los niños que estaban cerca de ellas—. Será mejor que subas y lo veas.

Con los ojos muy abiertos ante la evidente preocupación de Jeannie, Sarah se apresuró a subir las escaleras.

Entró precipitadamente en el ático y se encontró al doctor Caliburn metiendo su instrumental en el maletín. Quince estaba sentada en un sillón con el brazo en cabestrillo.

Katy, al lado de Quince, levantó la mirada e hizo una mueca.

—Las escaleras estaban completamente heladas. Ese tunante ha debido acercarse por la noche para derramar agua sobre los escalones de atrás.

—Salí al amanecer como todos los días para traer la leche de los bebés. —Quince tenía la voz ronca—. Me resbalé. —Se señaló el brazo—. Me lo rompí al caer sobre el camino.

El doctor Caliburn cerró su maletín.

—Es una rotura limpia, pero tardará en sanar. No debe utilizar ese brazo hasta que esté totalmente curado.

Aunque sus palabras iban dirigidas a Quince, le lanzó una mirada significativa a Sarah. La joven se volvió hacia Quince.

—Tendrás que tomártelo con calma, Quince. Tienes que pensar en los bebés, necesitan que te cures pronto, y Lily podrá ser tus manos hasta que te recuperes.

—Sí, bueno, ya les ha dado el biberón esta mañana, y los durmió, pero hay más cosas que hacer, y que limpiar… la pobre chica no puede encargarse de todo.

—Contrataré a alguien del pueblo para que os ayude. Nos arreglaremos. —Intercambió una mirada con Katy antes de girarse y acompañar al doctor a la puerta—. Ahora vuelvo. Idearemos un plan para organizarnos.

El doctor Caliburn esperó a llegar a las escaleras antes de hablar.

—Debe tomárselo con calma. Ya no es joven, y los huesos viejos tardan más en sanar.

—¿Cómo está? —le preguntó Sarah mirándole fijamente.

—Yo diría que conmocionada, y bastante dolorida, aunque no ha querido tomar el láudano que le he sugerido. Me ha dicho que temía no poder despertarse cuando llorara cualquiera de los bebés que están a su cargo.

Sarah asintió con la cabeza.

—Ordenaré que lleven otra cama arriba para Lily, así Quince no tendrá que encargarse sola de los problemas que surjan por la noche.

—Bien. —Al llegar al final de las escaleras. Caliburn se inclinó sobre la mano de Sarah—. Si desean ayuda extra, podrían pedírsela a la señora Cothercombe. Es muy trabajadora y le gustan los niños.

—Gracias. Me pasaré por su casa y le preguntaré si puede echarnos una mano.

Sarah regresó lentamente al Park. Comenzaba a sentirse como un holandés intentando taponar las fugas de un dique. ¿Dónde tendrían la siguiente «fuga»?

Y lo que era más importante aún: ¿Quién estaba detrás de todo eso? ¿Se trataba sólo de un simple deseo de venganza? ¿Había sido ese el último incidente o habría más?

Todas esas preguntas le dieron vueltas en la cabeza durante el resto del día.

Charlie no pudo evitar notar el ensimismamiento y la preocupación de Sarah. Pero no sabía qué era lo que la preocupaba. Ni siquiera sabía si estaba relacionado con el orfanato o con alguna otra cosa. Pero el impulso de ayudarla, de preguntarle e intentar arreglar las cosas, le carcomía.

Era, literalmente, como una bestia bajo su piel. No podía ignorarla.

Pero después de haberle dicho que ciertos aspectos de su vida no tenían interés para él —sin duda el comentario más estúpido que había hecho en su vida—, ¿cómo esperaba poder protegerla si no sabía lo que le estaba pasando? No podía hacer nada para aplacar aquella picazón ardiente e incesante. Ya no podía preguntarle sobre esos temas y esperar que le respondiera. Tenía que esperar a que ella se lo contara, si es que volvía a hacerlo.

Había mentido, pero ya no podía retirar las palabras más de lo que podía admitir la mentira. Si lo hacía, abriría las esclusas y no estaba seguro de poder controlar lo que sucedería.

Algo que Sarah le había demostrado repetidas veces era que el amor que había entre ellos era más fuerte que él. Más fuerte que su voluntad, lo suficientemente poderoso para socavar su determinación. Algo que podría hacer sin proponérselo siquiera, y él no podía arriesgarse a que lo controlase.

Así que, mientras caía la tarde, Charlie clavó los ojos en las páginas de su libro e intentó mantener la atención en él en vez de en su esposa, que estaba sentada en la chaise remendando una toalla rota con un profundo ceño grabado en su rostro.

El viernes por la mañana, Sarah estaba a punto de morderse las uñas por la ansiedad y la frustración que sentía, preguntándose sí volvería a recibir otro mensaje del orfanato anunciando un nuevo desastre.

El miércoles llegaron noticias de que los cercados de los animales y el jardín habían sido destrozados y que el ganado de la granja había pisoteado durante la noche todo lo que habían plantado. Por fortuna, aún era invierno y, salvo algunos sembrados tempranos en el huerto de la cocina, no habían perdido más que coles, algo fácil de reemplazar.

No obstante, Sarah se había dirigido hacia el norte otra vez y se había pasado la mayor parte del día tranquilizando al personal y a los niños, ayudando a arreglar el huerto antes de volver a plantar y organizando con Kennett y Jim la reparación de los vallados.

Aquel gasto imprevisto no era su mayor preocupación. Lo que más le preocupaba era lo que ocurriría a continuación. Vallados y pozos eran una cosa, pero después de que Quince se hubiera roto el brazo, Sarah vivía con el temor constante de que alguien más resultara herido.

Se había pasado horas pensando qué hacer, si es que había algo más que se pudiera hacer. Había consultado con Skeggs y con la señora Duncliffe pero, al igual que ella, no creían que el oficial de policía de Watchet considerara importante ese tipo de «crímenes» ni que les ofreciera ninguna ayuda útil.

Sentada ante el escritorio, tamborileó con el lápiz sobre el papel secante e hizo una mueca. Esperar dócilmente el siguiente golpe no iba con su carácter.

Oyó el sonido de los pasos de Crisp antes de que apareciera en el umbral de la puerta. Llevaba la bandejita de plata, pero para gran alivio de la joven, no contenía una nota, sino una tarjeta de visita.

Crisp se acercó a ella, hizo una reverencia y le ofreció la tarjeta.

—Un abogado de Taunton solicita verla, milady.

Sarah cogió la tarjeta y leyó: «Señor Arnold Switherton, de Switherton y Babcock, abogados. Calle Este. Taunton». Frunció el ceño. Durante los últimos días, Charlie había notado su preocupación y sus continuos viajes al orfanato y había desarrollado la costumbre de informarle de adónde iba cuando salía. Ese día había ido a visitar a Sinclair. Sarah no podía imaginar que era lo que quería el señor Switherton. Miró a Crisp.

—¿Este caballero ha solicitado verme a mí o al conde?

—Ha solicitado verla específicamente a usted, milady.

Sarah enarcó las cejas y dejó la tarjeta sobre el escritorio.

—Hazlo pasar.

Crisp hizo una reverencia y se retiró. La joven consideró levantarse, pero decidió quedarse sentada tras el escritorio. ¿Tendría que ver de nuevo con el orfanato? Pero se trataba de un abogado diferente, y también un bufete diferente.

El hombre al que Crisp condujo a la salita no se parecía al desventurado Haynes. El señor Arnold Switherton tenía una nariz afilada con anchos orificios nasales y su cara anodina mostraba una expresión de eterno disgusto. A Sarah le costó trabajo no sentir aversión hacia él, y su discurso de entrada no hizo nada para ganarse su simpatía.

—Condesa —dijo con una educada reverencia—, estoy aquí para presentarle una oferta por una propiedad cuyo título le pertenece. —Frunció el ceño—. Algo inusual, teniendo en cuenta su reciente matrimonio. Habría preferido hablar de este tema con su marido, sin embargo, me han informado de que es a usted a quien debo dirigirme.

Sarah no lo invitó a sentarse. Esperó, en silencio, mientras él rebuscaba en su cartera de piel y extraía un fajo de documentos. El abogado los hojeó.

—Sí, está todo en orden. —Le tendió los documentos y ella los cogió.

—Como puede ver —Switherton señaló la parte superior de las hojas con el dedo—, la oferta es por la granja Quilley, casa y terrenos, y esta es la suma que se ofrece. —Señaló un poco más abajo.

Sarah miró la suma, que había aumentado significativamente desde la oferta de Haynes. Siguió leyendo el resto de los documentos, ignorando el ceño fruncido del abogado. Después de leer la última página, levantó la mirada hacia él.

—¿Quién es su cliente?

—Ah… mi querida condesa, eso no es algo que necesite saber.

—¿De veras? —Su helado desprecio y la fría furia que había detrás hicieron parpadear a Switherton—. Yo no soy su querida, señor Switherton.

Él trago saliva e inclinó la cabeza a modo de disculpa, pero luego se irguió en toda su estatura.

—Mi cliente insiste en mantener un completo anonimato. Comprendo que usted, por supuesto, no tiene experiencia en tales materias, pero es una práctica habitual en la compra de tierras.

—No me sorprende. —Sarah ya había tenido suficiente del señor Switherton—. De todas maneras no tengo interés en vender la granja Quilley. Puede decírselo a su anónimo cliente. —Le tendió los documentos.

Switherton dio un paso atrás, negándose a cogerlos.

—Es una oferta muy generosa, lady Meredith. Le aconsejo que pida consejo a su marido antes de actuar con precipitación y arrepentirse luego. Estoy seguro de que el conde le verá sentido a sacar provecho del capricho de mi cliente al ofrecer una suma tan evidentemente absurda por tal propiedad. Nadie espera que las mujeres comprendan tales cuestiones… así que insisto en que deje este tema en manos de su marido. Él sabrá qué es lo más conveniente para usted.

Sarah dejó pasar un momento de absoluto silencio.

—Señor Switherton —dijo finalmente con voz queda—, si hay algo que me ha quedado realmente claro es que aún no ha comprendido el motivo por el cual el título de la granja Quilley ha quedado en mis manos. Y es para poder rechazar ofertas como esta. —Le arrojó los documentos al abogado. El señor Switherton soltó una exclamación ahogada y los cogió en el aire, aplastándolos contra su pecho—. Además de evitarle a mi marido, el conde, tener que bregar con inoportunos abogados como usted. Mi negativa no es impulsiva, es deliberada. La granja Quilley es mía y seguirá siéndolo por razones que no le conciernen. Y eso no cambiará. Le aseguro que por lo único que lamento que el conde no esté aquí es para que le trate de la manera que se merece, algo que, ciertamente, no corresponde a una dama.

Sostuvo la mirada de Switherton durante un minuto cargado de tensión, luego dijo con serenidad:

—Crisp, acompaña al señor Switherton a la puerta.

—Por supuesto, milady. Por aquí, señor.

Sarah ocultó una sonrisa ante el tono de Crisp, uno que transmitía de manera inequívoca que, en ausencia del conde, Crisp estaría encantado de demostrar lo que ella estimaba que Switherton se merecía si este le daba la más mínima excusa.

Ese pensamiento aplacó el temperamento de Sarah. Miró al escritorio, no tenía nada más que hacer allí. Se levantó y regresó a la chaise. Allí le esperaba la costura, como siempre, pero…

Estaba contemplando los jardines cuando Crisp regresó para informarla de la partida de Switherton y preguntarle si, en ausencia del conde y habiendo desayunado poco esa mañana, quería que le llevara el almuerzo allí.

—Gracias, Crisp. Sería maravilloso. —Sonrió cuando él se fue.

Crisp y Figgs, y todo el personal, eran muy amables con ella. Atentos, pero no entrometidos. Habían aprendido sus rutinas y las aceptaban, en vez de imponerle las costumbres de la condesa viuda, Serena. Eso había hecho que ocupar la posición como condesa de Charlie fuera mucho más fácil.

Mientras daba cuenta del almuerzo estuvo pensando en todo lo que su posición conllevaba. Después de recuperar las fuerzas con la sucesión de sabrosos platos que le había preparado la cocinera —no había sido capaz de tomar más que té para desayunar durante las últimas semanas— decidió que dar un paseo por la rosaleda no le vendría mal.

Anduvo a lo largo de los caminos de adoquines, sin detenerse a mirar los pequeños brotes que comenzaban a surgir en los rosales. Había apartado de su mente la fastidiosa pregunta de a qué se debían los extraños incidentes en el orfanato y la había reemplazado por la visita de Switherton y su oferta. De repente, una idea horrible surgió en su cabeza y conectó ambas cosas.

—Santo Dios. —Se detuvo y clavó una mirada ciega en el césped. ¿Sería posible?

¿Y si realmente existía esa conexión? Y si después de haberse negado a aceptar aquella primera oferta… No, ya habían sido dos; después de casarse se habían acercado a Charlie con una oferta para comprar la granja, y poco tiempo después habían comenzado los accidentes en el orfanato ¿Qué ocurriría si el comprador anónimo había decidido crear problemas en el orfanato para irritarla y exasperarla a ella, e incluso a Charlie, para ofrecer luego una oferta «evidentemente absurda» para animarla a lavarse las manos y vender?

No era posible. Se rodeó con los brazos. Su mente comenzaba y jugarle malas pasadas.

Pero una vez que había surgido la idea, no pudo hacerla desaparecer de la mente. Siguió caminando mientras reflexionaba sobre eso. ¿Podría haber una conexión tan atroz entre los accidentes del orfanato y las ofertas? ¿O se trataba sólo de una simple coincidencia? Alguien que no se hubiera informado bien sobre ella podría pensar que, tras unas semanas de feliz matrimonio, perdería el interés por su «pasatiempo» y que estaría dispuesta a vender.

No había, se dijo a sí misma, ninguna razón para vincular los accidentes en el orfanato con las ofertas por la granja.