SARAH se sentía traicionada.
Reconocía que su caso no era como el de otras mujeres que se habían casado con un mujeriego, pero aun así no podía evitar sentirse profundamente traicionada.
Engañada.
Charlie la había engañado de manera deliberada y absurda.
A la mañana siguiente, la joven continuó con la tarea de escribir las notas de agradecimiento a todos aquellos que le habían enviado sus felicitaciones formales por la boda. Hizo un pulcro montoncito con las notas y les puso la dirección; luego, con los labios apretados, las llevó a la biblioteca y las depositó sobre el papel secante de Charlie.
Como siempre, él había salido a montar. Sarah dio un paso atrás y observó durante un momento el tambaleante montón; luego se dio la vuelta y se marchó, dejándole las notas para que las franqueara él.
Regresó a su salita. Sin ninguna ocupación inmediata que pudiera distraerla, comenzó a sentirse inquieta. Miró por la ventana para ver qué tiempo hacía. El clima se había vuelto inestable. Algunos rayos de sol brillaban entre las nubes, pero el cielo parecía estar lo suficientemente claro para arriesgarse a dar una vuelta por los jardines.
Salió a la terraza por la puerta-ventana, bajó los escalones y caminó con brío por la rosaleda, un área entre los arbustos y el lago con los caminos pavimentados y bordeada por parterres. Harris se enorgullecía particularmente de sus rosales, así que los caminos estaban siempre bien cuidados. Incluso durante el invierno, cuando se habían cortado las rosas y sólo quedaban los troncos recién podados, era el lugar perfecto para que pasearan las damas.
Sarah recorrió los senderos, observando los troncos cortados y las varillas de sujeción con el corazón en un puño.
El dolor que sentía en su interior era cada vez más intenso.
No había querido que su matrimonio careciera de amor. Si había aceptado casarse con Charlie era porque sabía que él la amaba, aunque no se lo hubiera dicho expresamente. De otra manera no habría aceptado. No había sido tan idiota como para creerse las promesas de un caballero. Había esperado a comprobar que él la amaba.
Y Charlie lo hacía.
Todavía la amaba.
Se había asegurado de ello. Lo que ella no había sabido era que, a pesar de amarla, Charlie no había tenido intención de permitir que ese amor fuera la piedra angular de su matrimonio. Que a pesar de sus votos sagrados, de saber que la amaba, él se negaría a permitir que ese amor floreciera, que diera rienda suelta a sus vidas, que fuera la fuerza y el sostén en el que ambos se apoyaran como ella sabía instintivamente que podía ser, que debía ser.
Con el ceño fruncido y cruzando las manos en la espalda, caminó hasta el final del sendero; luego, se giró con un revuelo de faldas para emprender el camino de vuelta.
Charlie le había mostrado su amor, pero jamás había tenido intención de compartirlo, de vivir de acuerdo con aquella antigua y tácita promesa del amor. La traición y el engaño ensombrecían los pensamientos de la joven, pero lo que realmente inflamaba su temperamento, lo que la enfadaba hasta el punto de tener que apretar los dientes para contener un grito de frustración, era no saber por qué.
Porque no había ninguna razón para ello.
Ninguna que fuera lógica. Ninguna que pudiera comprender.
Él había tomado un inflexible y determinado camino, seguro de salirse con la suya simplemente porque… ¿pensaba que era así como debían ser las cosas?
Sarah no lo sabía, pero desde luego no había nada que pudiera excusar tal comportamiento.
El dolor y la ira pugnaban en su interior, pero, de las dos, la ira era más fuerte. Lejos de querer retirarse para lamer sus heridas, quería agarrar a Charlie por los hombros y sacudirle hasta que espabilara y viera a lo que tan tontamente estaba dando la espalda.
Si ella fuera un hombre… pero desde luego no lo era. Era una mujer, de los pies a la cabeza.
Parpadeó. Se detuvo y clavó la mirada en un arbusto inerte. Era una mujer, por lo tanto Charlie, su descerebrado marido, había asumido que era más débil, menos fuerte y, lo más importante, menos terca que él.
Sarah dejó de fruncir el ceño; sus labios, hasta entonces apretados en una línea tensa, esbozaron una sonrisa. Charlie suponía que si él se mantenía firme en su postura, ella acataría su dictamen sin luchar y que dejaría que su matrimonio se convirtiera en la entidad vacía que él deseaba que fuera, sin amor en el corazón. Pero no había ninguna razón por la que ella tuviera que aceptar todo eso sin más.
No había ningún motivo por el que ella no pudiera luchar por lo que quería, un matrimonio basado en la sólida fuerza del amor.
Parada en medio de los troncos podados, Sarah saboreó la perspectiva de tal batalla. Una que, necesariamente, tendría que librar con acciones y no con palabras, y que resultaba mucho más aceptable que rendirse sin más. Si conseguía que Charlie cambiara de opinión, si podía obligarlo a ver el futuro a través de sus ojos, sería él quien desearía unirse a ella para hacerlo realidad. No sabía cómo lo haría, pero sin duda, ese sería su objetivo.
Oyó pasos a su espalda y se dio la vuelta con rapidez. El corazón le dio un brinco, pero enseguida se tranquilizó. Una vez más no era su errante marido el que se dirigía hacia ella. Tomó aire, se obligo a esbozar una sonrisa y extendió la mano.
—Señor Sinclair.
—Condesa. —Él le tomó la mano y se inclinó educadamente sobre ella, antes de soltarla. Echó un vistazo a los parterres inertes—. La vi dirigirse hacia aquí.
—Estaba tomando el aire. —Sarah señaló el camino con la mano—. El césped está algo mojado, es más seguro caminar por aquí. —Observó los papeles que él llevaba en la mano—. ¿Le espera el conde?
Sinclair le sostuvo la mirada y levantó los papeles.
—Su marido quería verlos… Me han llegado esta mañana de Londres.
Sarah suspiró para sus adentros. Resultaba evidente que no iba a poder luchar contra Charlie ni en el almuerzo ni durante el resto de la tarde.
—Me temo que ha salido a cabalgar, pero debería estar de vuelta de un momento a otro.
Sinclair vaciló.
—En ese caso —dijo, buscando su mirada—, si no le importa, pasearé con usted.
Sarah se quedó sorprendida, pero tenía claro cuál era su deber de anfitriona. Con una suave sonrisa, ladeó la cabeza y se giró para emprender el camino.
Para Sarah fue fácil entablar una conversación banal, preguntarle cómo le iban las cosas en Crowcombe y en su casa alquilada o qué pensaba sobre las bucólicas costumbres de la localidad.
—El puente que cruza la cascada de Will’s Neck es el mejor lugar para ver los Quantocks. —Le miró a la cara—. ¿Ha estado allí?
—No. —Sinclair le sostuvo la mirada—. ¿Cómo se llega?
Sarah sonrió y se lo dijo. Mientras caminaba, la joven fue consciente de la estatura de su acompañante. Era tan alto como Charlie pero un poco más robusto y, si bien no poseía una belleza clásica, sin duda era elegante y educado. Aunque en muchos aspectos parecía una versión más madura de Charlie, Sinclair no excitaba sus sentidos de ninguna manera.
Pero sus sentidos sí dieron un brinco cuando otros fuertes pasos resonaron en el camino detrás de ellos. Sarah se giró con su habitual sonrisa en los labios. Sin importar cuál fuera la situación entre ellos, la joven no creía que su cálido e instintivo saludo hacia Charlie pudiera cambiar en algún momento. Su marido le lanzó a Sinclair una mirada dura y claramente desafiante.
Por un breve instante, Sarah vio a Charlie como un caballero armado presto a presentar batalla.
Luego parpadeó, y Sinclair, sonriendo y sin verse afectado por la amenaza que ella creía que pendía sobre su cabeza, dio un paso adelante.
—Meredith. —Le tendió la mano.
Charlie parpadeó y luego, moviéndose con más lentitud de la habitual, se la estrechó.
—Sinclair. —La mirada de Charlie pasó del caballero a ella, pero Sarah no pudo leer la expresión en sus ojos. Llevaba puesta su habitual máscara impasible.
—La condesa ha sido muy amable haciéndome compañía hasta que llegases. —Sinclair blandió los papeles—. He traído esos informes que querías ver.
Charlie bajó la mirada hasta los papeles. Tras un instante, asintió con la cabeza.
—Excelente. —Miró a Sarah—. Si nos disculpas, cariño, estaremos en la biblioteca.
«Por supuesto». Con su nuevo propósito en mente, ella se obligó a sonreír.
—Ordenaré que os lleven el almuerzo allí —dijo.
Charlie no estaba seguro de que responder a eso.
—Gracias.
Con un gesto de cabeza y una reverencia, los dos hombres se alejaron de ella. Sarah los observó dirigirse hacia la terraza y desaparecer en la biblioteca.
Se permitió el placer de esbozar un mohín de disgusto. La mirada de la joven cayó sobre uno de los rosales más antiguos, un tronco nudoso tan grueso como su brazo. Pensó en la extraña reacción de Charlie al verla con Sinclair, y revivió de nuevo aquella breve impresión.
¿Se había sentido celoso?
¿Sería esa la razón por la que había adoptado una actitud tan rígida y amenazadora? Había sido sólo un instante, hasta que Sinclair le había dicho porqué estaba allí… recordándole sutilmente a su marido que no tenía pensado seducir a su esposa.
Sarah entrecerró los ojos y aguzó la mirada que tenía clavada en el rosal. Observó unas leves protuberancias, las primeras señales de brotes que más adelante formarían nuevas rama.
Quizá su matrimonio fuera como aquel rosal inerte, que, con la cantidad adecuada de luz, volvería a llenarse de rosas. No había dudas de que, con la atención suficiente, florecería. ¿Quizás era eso lo que acababa de vislumbrar en su marido? ¿El primer indicio de un brote? ¿Una señal de que, sin importar la imagen que él se esforzaba por proyectar, ella podía salir victoriosa y conseguir todo lo que quería?
Mantuvo los ojos clavados en el rosal durante algunos minutos más, luego se volvió y se encaminó hacia la casa.
No perdía la esperanza de tener el matrimonio que quería.
Charlie tardó unos minutos en perder la rigidez y dejar de tener erizado el pelo de la nuca. Sólo podía agradecer que Malcolm no hubiera dado indicios de haberse percatado de ello, aunque, por supuesto, tendría que haberlo hecho. No le gustaba la idea de haber reaccionado como un hombre primitivo, revelando cuánto le había molestado ver a Malcolm al lado de Sarah. Tan rápido como había surgido, apartó ese pensamiento de su mente.
Condujo a Malcolm a la biblioteca y tomaron asiento para echar un vistazo a los informes de los inversores que Malcolm había llevado. Hicieron una pausa en la conversación, cuando Crisp apareció con dos bandejas llenas de comida, y continuaron discutiendo sobre el flujo de fondos en varios proyectos mientras daban cuenta de unas rebanadas de pan con fiambre y rosbif frío.
Después de que un lacayo retirara las bandejas del escritorio, Sinclair extendió los informes sobre la ancha superficie para examinarlos.
Charlie se había reclinado en la silla y escuchaba la explicación de Malcolm sobre los fondos que se habían utilizado para hacer operativa la línea entre Liverpool y Manchester, cuando Crisp entró inesperadamente con una bandejita de plata.
—Ha llegado un abogado de Taunton para verle, milord. Le he informado de que estaba ocupado, pero ha solicitado que le entregue su tarjeta y le diga que tiene una propuesta de negocios para usted.
Crisp le ofreció la bandeja. Charlie recogió la tarjeta.
—Thomas Riley, de Riley y Ferguson, abogados, con despacho en la calle Mayor de Taunton. —Levantando la mirada, arqueó las cejas en dirección a Malcolm—. Confieso que no tengo ni idea de que se trata. ¿Te importa si lo hago pasar?
—Por supuesto que no. —Y Malcolm hizo ademán de levantarse.
Charlie le indicó con la mano que no se moviera.
—Quédate, por favor. Al menos hasta que sepa de qué va el asunto. —Miró a Crisp—. Haz pasar al señor Riley.
Riley resultó ser un típico abogado de provincias. Modesto y con tendencia a hablar en voz baja, se expresaba con frases complejas.
Charlie interrumpió su larga presentación y lo invitó a coger una silla y a sentarse. Malcolm se había retirado hasta una de las ventanas y miraba los jardines de fuera.
—Bien, señor Riley. —Charlie se inclinó hacia delante, apoyando los codos en el escritorio y entrelazando las manos—. Le agradecería que me dijera cuál es el motivo por el que ha venido a verme.
Riley, que vestía de manera descuidada con un polvoriento traje oscuro, tragó saliva.
—Por supuesto, milord. Soy consciente de que…
—¿Podría ir al grano, señor Riley?
—Ah, tengo un cliente que desea hacerle una oferta por unas tierras de su propiedad. —Riley metió la mano en la desgastada cartera de piel que balanceaba sobre las rodillas y extrajo un fajo de papeles, junto con un binóculo que se puso sobre la nariz. Repasó los documentos y luego miró a Charlie—. Es la propiedad Quilley, en las afueras de Crowcombe.
Charlie no disimuló su sorpresa.
Riley continuó de una manera apresurada.
—Mi cliente desea agregar la granja Quilley a las innumerables propiedades que posee en la zona y, dado que la granja está muy alejada del resto de sus tierras, esperaba que estuviera dispuesto a considerar su oferta.
La curiosidad llevó a Charlie a preguntarse cuál era la oferta y quién la hacía, pero en cualquier caso eso carecía de importancia. Se reclinó en la silla.
—Lo siento, señor Riley, pero no puedo vender esa propiedad.
Riley abrió mucho los ojos, como quien teme ver volatizarse sus honorarios.
—Pero mi cliente está dispuesto a ser más que razonable.
—No es por eso —lo interrumpió Charlie. No había razón para prolongar la visita del abogado; de hecho estaba impaciente por continuar su debate con Malcolm—. No puedo vender esa propiedad por la sencilla razón de que no es mía. Señor Riley, me temo que le han informado mal.
—Pero… —las dilatadas pupilas de Riley le hacían parecer una ardilla. Una ardilla consternada— la granja pertenecía a la señorita Conningham, y ella se ha casado con usted.
—Cierto. —Charlie hizo una breve pausa para que el abogado captara su tono duro y desalentador—. La señorita Conningham se ha convertido en mi condesa y la propiedad de la granja ha pasado a mis manos. Aún así, ya no dispongo de ella.
Los labios de Riley formaron una «o» de sorpresa que resultó casi cómica.
Charlie caviló si decirle o no quién era ahora la dueña de la granja Quilley, pero Sarah era su esposa y era su deber protegerla de la innecesaria presión de otros abogados como Riley y de su cliente, quienquiera que fuera este. No ganaba nada hablándole a Sarah de Riley. Charlie conocía cuál sería su respuesta a cualquier oferta de compra por la granja Quilley.
—Bueno… quizás usted podría decirme quién es el nuevo dueño de la granja.
Charlie negó con la cabeza.
—Pero sí que puede decirle a su cliente que el nuevo propietario no necesita fondos, y por consiguiente es improbable que quiera vender esas tierras sin importar el dinero que le den por ellas.
Riley pareció desinflarse. Su expresión se tornó sombría mientras guardaba sus documentos en la cartera. Luego se levantó, le hizo una reverencia a Charlie y se despidió. Crisp, que había permanecido al lado de la puerta, lo acompañó fuera de la estancia.
—Interesante. —Malcolm se giró para observar al abogado marcharse. Regresó a su silla frente al escritorio y arqueó las cejas—. La venta de la granja ha sido muy rápida. No sabía que el orfanato tenía un nuevo dueño.
Charlie hizo una mueca.
—No tan rápida como dices, porque la verdad es que ni siquiera ha cambiado de manos. El título de propiedad sigue siendo de Sarah mediante los acuerdos matrimoniales. —Se encogió de hombros—. Siente un profundo interés por el orfanato. Quizás debería haber presionado a Riley para saber quién era su cliente, aunque estaba seguro de que el abogado no le habría revelado el nombre. Pero…
«Mi cliente desea agregar la granja Quilley a las innumerables propiedades que posee en la zona».
—Sospecho que su cliente será uno de los agricultores de la zona —pensó en voz alta, antes de asentir con la cabeza—. Supongo que a cualquiera de ellos le gustaría hacerse con la propiedad.
—Es posible. —Inclinándose hacia delante, Malcolm cogió uno de los informes financieros que había traído—. ¿Por dónde íbamos?
—Por la estructura financiera que está detrás de los fondos otorgados a la línea entre Liverpool y Manchester.
—La granja ha vuelto a manos de la condesa, así que es ella con quien tenemos que hablar.
—¿Todavía quiere la propiedad?
—Oh, sí. Claro que sí. Es una de las mejores que haya encontrado nunca.
—Si ese es el caso, seguiré en ello.
—Por supuesto. Pero debes ser discreto, puedo esperar.
Hubo unos segundos de silencio.
—¿Por qué? —preguntó perplejo más que desafiante.
La respuesta requirió un momento de reflexión, y aun así, resultó claramente renuente.
—Porque ahora existe una leve tensión entre los condes. No por culpa de ella, que parece estar muy… triste.
—Es posible que ahora sea más receptiva a la venta, ¿no?
—No… Lo más probable es que se aferre, algo con lo que ya conté. Algo que es suyo. Sin embargo, el conde no es precisamente tonto. Estoy seguro de que, con algo de tiempo, recobrará la cordura. En cuanto lo haga, el humor de la condesa mejorará, se distraerá con otras cosas y… sí, no cabe duda. Aceptará vender entonces.
Transcurrió otro minuto.
—¿Está diciéndome que espere a que el conde vuelva a hacer feliz a la condesa?
Una risa sorda inundó la estancia.
—Oh, no. Puede que aprecie la perspicacia del conde, pero no pienso someter mis planes a su antojo. Puedes proceder cuando quieras, pero, como ya te he dicho, debes ser precavido y tener paciencia. De una manera u otra, la granja Quilley será nuestra a su debido tiempo.
Sarah siguió tenazmente con su plan. Si se comportaba como si el amor fluyera entre ellos y se negaba a vacilar, sin importar la actitud formal y distante de Charlie, entonces finalmente, con el tiempo, él tendría que admitir que estar rodeado por su amor era demasiado gratificante para negarlo.
Dada la obstinación de Charlie, tal plan era como utilizar agua para picar piedra, pero con perseverancia esperaba salir victoriosa.
El domingo, cuando salió de la iglesia del brazo de su marido, Sarah se felicitó para sus adentros por su creíble interpretación de una mujer enamorada; una que sentía tanta confianza en sí misma que había superado el escrutinio de Clary y Gloria, e incluso el de Twitters, que obviamente era una romántica empedernida, cuando Charlie la informó de que Malcolm Sinclair iría a visitarlos después del almuerzo. Otra vez.
Sarah contuvo un ácido comentario al recordar sus planes.
—El señor Sinclair parece un caballero interesante —dijo arqueando las cejas.
Por el rabillo del ojo, Sarah vio que su marido fruncía el ceño; una pequeña victoria. Por el momento, sólo había conseguido pequeñas victorias como esa, pero sabía ser paciente.
Resignada a pasar la tarde sola cuando, después del almuerzo, Charlie se fue a la biblioteca para estudiar algunos documentos con Sinclair, Sarah se retiró a su salita.
Fuera hacía frío. La joven miró por las ventanas y luego se paseó por la estancia. Quería seguir adelante con su campaña, pero en ese momento no podía hacer nada más.
Con un suspiro de frustración, se sentó en el sofá y cogió la cesta de ropa para remendar que había traído del orfanato. El personal hacía todo lo que podía, y Twitters solía ayudarla. En ocasiones incluso lograba convencer a Clary y a Gloria para que echaran una mano, pero aun así siempre había mucha ropa que zurcir. Se había puesto a la tarea cuando oyó pasos en el pasillo. Como siempre, había dejado las puertas abiertas. Levantó la vista justo cuando el señor Sinclair echó un vistazo dentro. Evidentemente iba camino de la biblioteca, pero al verla se detuvo y entró, sonriendo, a saludarla.
Devolviéndole la sonrisa, Sarah le tendió la mano. Sinclair no tenía la culpa de que Charlie lo utilizara como escudo, y no había nada en sus modales ni en su persona que provocara la desaprobación de la joven.
—Buenas tardes, señor. Por favor, perdone que no me levante, pero como puede ver estoy atrapada.
Bajó la manta que estaba zurciendo.
Sinclair se inclinó sobre su mano, pero cuando se enderezó se fijó en la manta. Ella casi podía oír su muda pregunta de por qué la condesa de Meredith zurcía una manta vieja.
—Es del orfanato —le explicó—. Ayudo en lo que puedo.
—Ah. —Se le aclaró la expresión. Echó un breve vistazo a su alrededor, observando la estancia—. Ha conseguido darle a este lugar un toque muy acogedor.
—Gracias.
Sinclair miró de nuevo la cesta de ropa para zurcir.
—Había escuchado que estaba involucrada con el orfanato. —Indicó con la cabeza un sillón cercano. Intrigada, Sarah le invitó a sentarse.
Tras hundirse con gracia en el sillón, continuó:
—He visto la granja Quilley; en realidad puedo verla desde mi casa. Como ya sabe, pienso establecerme en esta zona. Jamás he vivido fuera de Londres y… bueno, he pensado que, si me intereso por algo como el orfanato, sería una buena manera de pasar algunas horas y establecer contacto con la gente de la localidad.
Si no hubiera añadido eso último, Sarah habría sospechado que intentaba coquetear con ella, pero, por el contrarío, sólo vio sinceridad en sus ojos.
Sinclair se inclinó hacia delante con atención.
—¿Podría contarme algo sobre el lugar?
Sarah sonrió y le complació. Las palabras acudieron con facilidad a sus labios. Como en otras ocasiones, siempre era un placer hablar de la institución que su madrina había establecido.
Pero sabía que era mejor no explayarse sobre ese tema demasiado tiempo.
—Dado el número de fábricas que surgen en Taunton y el incremento del tráfico de mercancías, por mucho que deseemos lo contrario, lo más probable es que haya muchos más niños huérfanos a raíz de distintos accidentes y tragedias —concluyó.
Sinclair, que la había estado escuchando con atención, asintió con la cabeza.
—Ya veo. —Sonrió brevemente, como disponiéndose a hacer una confidencia—. Estaba presente cuando su señoría rechazó la oferta por el orfanato el viernes. Ahora sé por qué dijo que usted nunca estaría interesada en vender.
Sarah parpadeó. La sangre se le heló en las venas.
—¿Oferta? ¿Vender el orfanato?
Sinclair clavó sus ojos en los de ella. Con rapidez, casi con incredulidad, buscó una salida. Un leve rubor le tiñó las pálidas mejillas.
—Lo siento… Había asumido que su marido le habría mencionado el tema.
Sarah sintió cómo se le endurecían los rasgos y restó importancia a las palabras avergonzadas de Sinclair con un gesto de la mano.
—No es necesario que se disculpe.
Sinclair se levantó.
—No obstante, espero que me perdone.
El tono de su voz —como si estuviera irritado, pero no con ella— hizo que guardara silencio mientras lo observaba.
Él le sostuvo la mirada por un segundo, luego bajó los párpados ocultando sus ojos color avellana y se despidió con una inclinación de cabeza.
—Si me disculpa, tengo que reunirme con Meredith en la biblioteca. Creo que me está esperando.
—Por supuesto —convino Sarah, en un tono menos rudo de lo que podría haber sido. No era culpa de Sinclair que ella se sintiera así.
Sin embargo, poco podía hacer con su expresión. Su cara parecía de piedra cuando le despidió con un gesto de la cabeza. Sinclair se dio la vuelta y se fue. Ella lo observó desaparecer en el palillo.
El ruido de pasos se desvaneció, luego oyó cerrarse una puerta.
Sarah se quedó inmóvil durante un minuto, luego cogió la manta de su regazo y continuó con su labor.
No quería pensar en nada más hasta que se enfriara su temperamento.
Hasta un soltero empedernido como Sinclair sabía que Charlie debería habérselo contado.
Hora y media después, Sarah cruzó el césped hacia los caminos pavimentados de la rosaleda. Caminaba a paso vivo con los brazos alrededor del cuerpo. Apretaba con fuerza la mandíbula para que no le castañearan los dientes, pero el frío que sentía en los huesos no tenía nada que ver con el clima.
¿Cómo podía entablar batalla con él, rebatir aquellas estúpidas ideas, cuando Charlie continuaba apartándola de él? ¿Cuando incluso se negaba a hablar con ella de los temas que la concernían y prefería levantar un muro entre los dos, una pared que cada día era más alta, gruesa y sólida?
Por lo menos, Charlie había rechazado la oferta. En eso, ciertamente, había cumplido su promesa.
Pero cumplir lo prometido con respecto a su matrimonio, a su amor, era otro tema muy distinto. Simplemente se negaba a hacerlo.
Aunque Sarah había logrado tranquilizarse un poco, apenas podía contener los gritos de frustración.
Caminaba con paso furioso de un lado a otro del camino. Los rosales a punto de florecer ya no la distraían como lo había hecho antes. En ese momento su mente no estaba de humor para buscar alentadoras analogías. Hoy estaba tan absorta y fría que se sentía como un carámbano.
Se sentía increíblemente sola.
Se había criado bajo el cuidado de Twitters y rodeada de cuatro hermanas. Rara era la ocasión en que había pasado un momento a solas. Pero ahora que vivía en su nuevo hogar con su marido, la joven sentía, por primera vez en su vida, el pellizco de la soledad.
Se sentía vacía.
Conteniendo un escalofrío, Sarah se dio la vuelta y se encaminó hacia la casa. Escuchó un leve sonido y levantó la mirada.
Vio a Sinclair en la terraza. Charlie estaba despidiéndose de él desde la puerta-ventana de la biblioteca. Sinclair se había quedado menos tiempo que en otras ocasiones. Incluso a esa distancia, la joven detectó una cierta rigidez en la postura de Charlie, en cómo inclinaba la cabeza para despedirse de Sinclair. Sarah no podía verle la expresión, pero parecía que su marido no estaba precisamente contento.
Sinclair se giró y recorrió la terraza, pasando ante la salita de Sarah en dirección a los establos. Charlie se retiró la puerta-ventana.
Sinclair caminaba a buen paso hasta que la vio. Se detuvo vacilante en medio de la terraza, volviendo la mirada hacia las ventanas de la biblioteca; luego bajó con rapidez las escaleras y se encaminó hacia ella.
Sorprendida, Sarah se detuvo y lo esperó. Sinclair, al igual que Charlie, tenía una expresión normalmente ilegible. Era raro que su rostro mostrara algún indicio de sus pensamientos y, mucho menos, de sus sentimientos; pero ella ya estaba acostumbrada a tratar con Charlie. Se había vuelto toda una experta en buscar pequeños indicios.
Cuando el inversor se reunió con ella, la joven no pudo evitar quedarse perpleja. Él parecía estar conteniendo una intensa irritación.
—Lady Meredith. Quería informarla de que, después de mi metedura de pata con usted, me sentí impulsado a mencionarle mi indiscreción a su señoría.
Sarah arqueó las cejas. No se lo había esperado.
—Aunque él parece haber reaccionado de manera indiferente, yo… —Sinclair hizo una pausa y cogió aliento. Apretó aún más los labios—. En resumen, su falta de consideración al no haberla informado de la oferta recibida por el orfanato me ha decepcionado.
Con brusquedad, Sinclair clavó los ojos en la cara de Sarah. Su afilada mirada avellana buscó la de ella. La joven intentó descifrar la emoción que teñía los ojos y la voz del hombre, y se sorprendió al descubrir que era preocupación.
Una preocupación absolutamente genuina.
—Me he dado cuenta, querida, de que no tengo experiencia en tales asuntos. Siempre he vivido solo. —El tono de su voz parecía ahora más tranquilo, pero no dejaba de tener un cierto aire sombrío—. No es mi intención meterme en lo que no me importa, pero he notado que existen algunas tiranteces entre Charlie y usted. Puede que sea algo normal dado que se han casado hace poco, pero en cualquier caso le ruego que me disculpe si de alguna manera he contribuido a tal tensión. Le aseguro que no era mi intención.
Ella le sostuvo la mirada y saboreó la sinceridad de sus palabras, luego asintió con la cabeza.
—Gracias. —Sarah vaciló, luego miró por encima del hombro de Sinclair hacia la casa—. Sería inapropiado añadir nada más, pero le agradezco sinceramente su preocupación.
Ninguno de los dos se movió durante un momento.
—Él… se parece mucho a mí —dijo entonces Sinclair en tono más suave y tranquilo—. En muchos aspectos me recuerda a una versión más joven de mí mismo, cuando comenzó mi fascinación por las finanzas y las inversiones.
Ella le miró. Sinclair tenía los ojos fijos en la biblioteca. Curvó los labios en un gesto de pesar.
—Como ya le he mencionado, he vivido toda mi vida solo. Lo suficiente para desear, por el bien de su señoría, que recobre la cordura. —Volvió a mirarla directamente a los ojos—. Que se dé cuenta de la suerte que tiene de estar casado con usted.
A Sarah le sorprendió que le hubiera hecho un comentario tan personal; aquello excedía sin duda los límites de una conversación educada.
Pero antes de que pudiera recobrarse lo suficiente para responder, él le hizo una reverencia.
—Adiós, mi querida condesa. Le deseo lo mejor. Hasta que volvamos a vernos.
Dicho eso, se dio la vuelta y atravesó el césped con grandes zancadas. Al llegar a la terraza, subió las escaleras y se dirigió a los establos.
Con una extraña sensación de consuelo, Sarah volvió a rodearse con los brazos. Le dio la espalda a la casa y se encaminó a lo más profundo del jardín.
Habiéndose sentido reconfortada por el inesperado apoyo de Sinclair, consideró entrar y desafiar a su marido, peso si ella se había dado cuenta de la desaprobación del inversor, Charlie también lo habría hecho. Por su rígida despedida de Sinclair resultaba evidente que no estaba de buen humor para hablar de ese asunto y mucho menos con ella.
Con la mirada perdida en el camino que se extendía ante ella, Sarah esbozó una mueca. Puede que Sinclair hubiera tenido buenas intenciones, pero Charlie era Charlie, masculino, arrogante y, probablemente, tan inflexible como el acero si le presionaban. No creía que aguijonearle en ese momento fuera algo bueno para su causa.
La sensación de soledad de Sarah y aquel vacío, que se habían visto aligerados por el inesperado apoyo de Sinclair, volvieron a caer sobre sus hombros. Un escalofrío demasiado intenso para contenerlo la hizo mirar a su alrededor. La soledad volvió a atraparla con más fuerza y emprendió el camino a casa.
Regresó a su salita a través de la terraza. Acababa de cerrar la puerta-ventana mientras el día languidecía cuando apareció Crisp con una vela que ahuyentó la penumbra reinante.
El mayordomo también llevaba una bandejita.
—Ha recibido una nota, milady —le dijo.
Sarah cogió el papel doblado.
—Gracias, Crisp. —La abrió, leyó con rapidez las líneas escritas y frunció el ceño.
—¿Algún problema, milady?
La pregunta de Crisp la sacó de su ensimismamiento. Miró al mayordomo.
—En realidad no estoy segura. —Volvió a mirar la nota—. La señora Carter me ha escrito diciéndome que anoche hubo un extraño suceso en el orfanato, pero no explica que ocurrió. —Observó la nota y se obligó a esbozar una sonrisa despreocupada—. Dice que me contará los detalles cuando vaya allí mañana y, dado que la señora Carter no pide mi ayuda, sospecho que sólo me ha enviado la nota para mantenerme informada.
—Sin duda, milady. Como debe ser.
Tardó un momento en comprender la última frase de Crisp. Lo miró, pero con su habitual máscara de impasibilidad, el mayordomo se dispuso a encender las velas que Sarah había colocado por toda la estancia, así que no podía ver la expresión de sus ojos.
El mayordomo se inclinó para encender la lámpara de la mesa auxiliar. En cuanto prendió la mecha y la ajustó, se volvió hacia ella y le hizo una reverencia. Luego se enderezó y habló mirando algún punto por encima de la cabeza de Sarah.
—La señora Figgs y yo… Bueno, nos hemos dado cuenta de que, por una u otra razón, no hemos tenido tiempo de recibirla de la manera en que se recibe tradicionalmente a una nueva condesa en el Park. Sé que presentarle al personal habría sido una redundancia, pues usted ya nos conoce a todos. Sin embargo… —Crisp se irguió en toda su estatura— la señora Figgs y yo, y el resto del personal, queremos transmitirle nuestra más cariñosa bienvenida y la esperanza de poder servirla fielmente durante muchos años.
Sarah tuvo que parpadear para contener las lágrimas.
—Gracias, Crisp. —Con voz suave, añadió—: Por favor, transmite mi agradecimiento a la señora Figgs y al resto del personal por sus deseos y su buena voluntad de servirnos.
—Eso haré, milady. —Crisp hizo una profunda reverencia, giró sobre sus talones y se marchó.
Sarah tomó una gran bocanada de aire, luego se hundió en la chaise. Ahí tenía una segunda e inesperada declaración de apoyo. Recordó que Crisp llevaba días lanzándole miradas de preocupación, igual que Figgs. ¿Habrían detectado lo mismo que Sinclair? Sí, podían palpar la tensión entre Charlie y ella.
Debería haber sospechado que el personal se daría cuenta, pero parecía que ellos también se habían puesto de su parte. Que también apreciaban lo que ella le ofrecía a Charlie, la promesa de amor y el poder que llevaba implícito.
Parecía que el único que no lo hacía era Charlie.
Su primer impulso fue coger el toro por los cuernos, pero conocía a su marido demasiado bien. Insistir no serviría a sus propósitos, no esa tarde.
Apretó los puños. La nota de Katy crujió entre sus dedos atrayendo su mirada hacia ella. Era enigmática y preocupante, pero Katy era una mujer experimentada y competente. De haber necesitado su ayuda esa noche, se la habría pedido.
Al día siguiente era lunes. Como siempre, Sarah cabalgaría hasta el orfanato. Pensaba pasar allí el día entero.
Mejor ir allí que quedarse sola en casa.
El reloj dio la hora. Sarah lo miró y se levantó, se dirigió al escritorio. Había adquirido la costumbre de dejar la tapa bajada. Después de todo, aquella era su salita privada. Dobló la nota y la puso en el casillero donde guardaba todos los papeles relacionados con el orfanato. Volvió a mirar a su alrededor y luego con un suspiro se dirigió a las escaleras. Sin duda, tomar un largo baño caliente la ayudaría.
El diario de tía Edith había desaparecido.
Algo más tarde, Sarah estaba ante el escritorio abierto con la mirada fija en el hueco vacío donde había estado el diario. Después de una cena silenciosa, algo que se había convertido en una costumbre entre ellos, su marido la había acompañado a la salita. Charlie se había acomodado en el sillón junto a la chimenea y parecía absorto en alguna clase de texto sobre ingeniería. Cansada de zurcir y bordar, Sarah había decidido leer un poco más las divertidas observaciones de su tía, algunas incluso podrían serle de utilidad. Pero no había nada en el lugar donde había guardado el diario. Rebuscó por los casilleros del escritorio, pero no había ningún volumen con cubiertas plateadas.
—Pero… —frunció el ceño y pasó los dedos por el hueco vacío— sé que lo dejé aquí.
Lo había puesto allí el día que habían llevado sus pertenencias a la salita y no lo había vuelto a coger desde entonces.
—¿Cómo demonios ha desaparecido?
¿Y dónde podía estar? Puede que las criadas lo hubieran cambiado de lugar. Buscó en los cajones del escritorio, pero no encontró nada; luego echó un vistazo a su alrededor y se acercó a la mesita auxiliar. El pequeño cajón contenía velas, pero ningún diario.
Rebuscó por toda la estancia, en todos los lugares donde podía haberlo puesto. Cada vez más frenética, no pudo negar la creciente convicción de que el diario no iba a aparecer, de que se lo habían robado. Durante la última semana Sarah había dejado con frecuencia la puerta-ventana de la terraza abierta. Pero aquella era la casa de un conde, y no era fácil que alguien pudiera entrar en ella.
Percatándose de los movimientos de Sarah, Charlie levantó la mirada. Ella sintió los ojos de su esposo fijos en ella, pero no se giró para mirarle. Aunque su agitación era más que evidente notó que él vacilaba, que en realidad debatía consigo mismo si debía preguntarle o no, pero al final lo hizo.
—¿Qué pasa?
De espaldas a él, Sarah apretó los labios durante un segundo para contener la rabia y las palabras airadas que tenía en la punta de la lengua; luego habló con calma.
—El diario de mi tía Edith. Lo dejé en el escritorio, pero ya no está —dijo, con algo parecido a la desesperación tiñendo su voz.
De repente, Sarah quiso que la envolviera entre sus brazos, que la abrazara y le dijera que todo iría bien. Sintió que Charlie se tensaba como si fuera a ponerse en pie y acercarse a ella, pero luego vaciló. Cuando ella le miró, vio que volvía a colocarse el libro en las rodillas.
—Sin duda lo habrás perdido. —Las palabras sonaron despectivas y distantes. Ni siquiera se molestó en mirarla, sino que retomó la lectura.
Por un momento, Sarah se lo quedó mirando aturdida y perpleja por la bofetada emocional.
Luego respiró hondo, apretó los dientes y se dio la vuelta. «¡No es cierto!», le gritó mentalmente, pero se negó a dar rienda suelta a la furia… se negó a rebajarse de esa manera. Por el momento.
Se aferró a lo que consideraba más importante, y volvió a sentir la convicción interior de que el diario había desaparecido de verdad. Pensó en cómo podía haber sucedido. Volvió a respirar hondo e, ignorando a Charlie por completo, se dirigió con fría calma hacia el cordón de la campanilla que colgaba al lado de la repisa de la chimenea.
Tiró con fuerza y luego esperó con las manos entrelazadas.
Crisp respondió a la llamada. Llegó con una bandeja con una tetera de plata y un juego de tazas de porcelana china. Al ver la postura que había adoptado Sarah, dejó con rapidez la bandeja en la mesita auxiliar junto a la chaise y se acercó a ella.
—¿Sí, milady?
Con la cabeza erguida, Sarah buscó su mirada.
—Deje el diario de mi tía en el escritorio, Crisp, pero no está allí.
Crisp miró hacia el escritorio con el ceño fruncido.
—¿Uno con cubiertas plateadas, milady? Mandy, la criada que quita el polvo me hablo de él.
—Es un diseño inusual, probablemente único. —Sarah hizo una pausa, luego, retorciendo los dedos mientras intentaba contener con todas sus fuerzas sus revueltas emociones, dijo—: Quería mucho a mi tía, y le tengo muchísimo cariño a ese diario… es un recuerdo de ella. ¿Podrías preguntarle al servicio si lo han visto en algún otro lugar de la casa?
La mirada de Crisp se desvió hacia la puerta-ventana, luego a Charlie, que seguía enfrascado en su libro, aparentemente ajeno al tema. Cuando volvió a mirar a Sarah, su simpatía era evidente.
—Por supuesto, milady. Lo buscaremos. Le preguntaré a Mandy cuándo fue la última vez que vio el libro. Creo que anteayer quitó el polvo de esta sala.
Su resuelta respuesta proporcionó a Sarah un poco de alivio. Al menos no tardaría en saber si habían cambiado el diario de lugar. Asintió con la cabeza.
—Gracias, Crisp. Por favor, mantenme informada de lo que te diga Mandy, y pregúntale si el diario seguía en el mismo lugar la última vez que estuvo aquí.
—Por supuesto, señora. —Tras lanzarle otra rápida mirada a Charlie, que seguía con la mirada impertérrita en el libro, hizo una reverencia y se fue.
Los ojos de Sarah cayeron sobre la tetera. Después de un rato, se acercó a la mesa auxiliar sin mirar a Charlie y se sirvió una taza. Su marido jamás tomaba té a esa hora si podía evitarlo. Cogiendo la taza y el platito de la bandeja, se sentó con cuidado y tomó un sorbo; luego centró su atención en la cesta de ropa para zurcir.
Siguiendo un impulso, cogió la cesta y rebuscó entre las mantas, sábanas y toallas, pero no había ningún libro con cubiertas plateadas entre las telas.
Esa noche, Sarah apagó de un soplo la vela que tenía en la mesilla al lado de la cama. Se acurrucó bajo las mantas y tiró de la colcha para cubrirse los hombros. Entonces intentó relajarse. Intentó dormirse, pero con tanta rabia y dolor acumulados en su interior, supo que pasarían horas antes de lograr calmarse.
Charlie, ¿qué iba a hacer con él? No había dejado de notar la instintiva respuesta de su marido a su desasosiego, igual que había percibido su deliberada contención. Sí, la amaba, pero lo negaba… ¡se lo negaba a sí mismo! Se negaba a demostrarle ese amor.
Sarah habría dejado pasar su comportamiento, lo habría ignorado como otro ejemplo más de su terca actitud, de lo que podía esperar de él mientras no se rindiera y dejara de negar su amor, pero es que era el diario de tía Edith lo que había perdido.
Sarah sentía esa pérdida como una herida en el corazón. Edith había sido mucho más que su tía. Había sido alguien muy especial, alguien que la había comprendido, que le había enseñado muchas cosas, que había compartido con ella su sabiduría y sus consejos. Había sido Edith quien había educado su mente y le había abierto los ojos a la vida… y al amor.
Sus errantes pensamientos se detuvieron en ese punto. Si no hubiera sido por Edith y sus profundas reflexiones, ¿se habría casado con Charlie? ¿O habría seguido el mismo camino de su madre y sus hermanas mayores, aceptando una unión sencilla que no exigiera nada por su parte?
Curvó los labios ante la ironía.
Fuera, el viento rugía, como una criatura famélica que descargara su furia contra los enormes árboles, sacudiendo las ramas unas contra otras y golpeando las ventanas con fuerza.
Sarah se estremeció, se acurrucó más bajo las mantas y cerró los ojos. Trató de no pensar en la opresión que sentía en el pecho. Igual que el clima inclemente, la vida parecía haberse vuelto inesperadamente cruel.
Se dijo a sí misma que aquello pasaría, que la tormenta desaparecería y que muy pronto volvería a brillar la luz del sol. Pero con el corazón ya herido, la inesperada pérdida del diario sólo había conseguido profundizar aún más la herida. Oyó cómo se abría la puerta y los pasos de Charlie al entrar en la habitación. Se quedó inmóvil, fingiéndose dormida.
Diez minutos después la cama se hundió a sus espaldas y su marido se acostó a su lado bajo las mantas. Sarah mantuvo los miembros relajados y la respiración lenta y regular mientras intentaba contener la rabia que amenazaba con abrumarla.
Como se atreviera a abrazarla, como internara tocarla, comenzaría a pegarle.
Charlie se limitó a apoyarse sobre un codo y a observarla. Sarah podía sentir el peso de su mirada. El silencio se alargó, siguiendo el ritmo marcado por el lento tic-tac del reloj de la repisa de chimenea.
Luego él cambió de posición y se apartó, tendiéndose de espaldas. Sarah creyó oírle suspirar. Entonces comenzó a respirar de manera más profunda y regular y la joven estuvo segura de que se había quedado dormido. Bufando mentalmente, se prometió hacer lo mismo.
Con la mirada fija en el dosel en penumbra Charlie se preguntaba qué diablos iba a hacer. Sabía que ella no estaba dormida, pero tal y como estaban las cosas entre ellos —con aquel duro y frío silencio envolviendo la cama— se sentía impotente para cambiar la situación. Incapaz de actuar, inseguro de cómo proceder.
Vulnerable.
Quería consolarla, pero ya no sabía cómo hacerlo.
O, quizá, ya no estaba seguro de tener derecho a eso.
Y, a pesar de todo, cada uno de sus instintos, los mismos instintos que había tenido que contener y mantener a raya en la salita cuando se había dado cuenta de la consternación de Sarah, los mismos instintos que le habían retorcido las entrañas cuando Sinclair había mencionado la oferta por el orfanato —un tema que él había esperado sacar a colación esa tarde— le instaban a abrazarla y aliviar cualquier daño que su error hubiera podido causarle, pero, una vez más, no sabía cómo hacerlo, no después de haber contenido y combatido con furia esos impulsos primitivos. Ese tenso control que insistía en mantener fuera de esa habitación y que, ahora, tenía que mantener también dentro.
Charlie quería aflojar las riendas de ese control, al menos allí, en la segura oscuridad de su lecho, pero ya no estaba seguro de si sería prudente hacerlo.
Jamás se había sentido un desgarrado en toda su vida, tan roto y vapuleado, como si una parte primitiva de él, una parte esencial, hubiera declarado la guerra a su parte racional, a esos rasgos más precavidos que le impulsaban a protegerse y que definían los patrones de su comportamiento y que le decían que no debía dejarse llevar por los instintos sino por el intelecto.
No veía una salida. No había ningún medio, ningún camino, ninguna medida que tomar que pusiera fin a ese conflicto de una manera aceptable.
No para ella. Ni para él.
Sabía que a Sarah no le gustaba su actitud, que de ningún modo aprobaba la decisión que él había tomado, su forma de encarar su vida matrimonial. Pero no veía otra alternativa. Si encontrara una, la aceptaría.
Porque a él ya no le gustaba, ni aprobaba —ni ciertamente disfrutaba— lo que estaba ocurriendo entre ellos. En su camino había surgido un pantano de dolor que había emponzoñado sus vidas.