SARAH se dijo a sí misma que aquello no era un rechazo, que Charlie estaba realmente preocupado por sus negocios. Cuando en lugar de reunirse con ella para almorzar en el comedor, ordenó que le llevaran un plato con fiambre a la biblioteca, se recordó que tal comportamiento era perfectamente normal entre los matrimonios de su círculo social.
Los esposos no vivían pendientes el uno del otro. No obstante, ella había esperado que…
Frunciendo el ceño interiormente, Sarah abandonó el comedor. Algo decepcionada, se dirigió a su salita privada y se pasó la tarde redactando la larga lista de notas de agradecimiento que tenía pendiente.
Por lo visto Charlie tenía costumbre de salir a montar a caballo por la hacienda justo después de desayunar, como también tenía costumbre de dejarla deliciosamente exhausta en la cama por la mañana. Pero cuando ella se despertó y se levantó, él ya había desayunado y se había ido.
Al día siguiente Sarah se armó de paciencia y fue recompensada cuando, al regresar del paseo a caballo, Charlie se reunió con ella para comer. Parecía feliz al contarle voluntariamente dónde había estado y lo que había visto, hablando de los asuntos de la hacienda de los que se había estado ocupando.
Justo como debía ser.
Sarah le escuchó, aprendió y respondió con acierto a todo lo que él le planteó.
La tarde anterior, su primera tarde solos, la habían pasado hablando animadamente en la mesa del comedor y luego habían ido a la salita. La noche que había seguido, una vez que estuvieron a solas en el dormitorio, sólo había vuelto a confirmar de manera patente que no había nada extraño entre ellos. Que los dos estaban hechos el uno para el otro.
Aliviada, esperó a que terminaran de almorzar y salieran al pasillo para sugerirle:
—Quizá podríamos salir a montar esta tarde, ¿te parece bien? —Era sábado, sin duda alguna él podría pasar algunas horas alejado de sus negocios.
Sarah se detuvo y se volvió hacia él, mirándolo con un brillo anhelante en los ojos.
La máscara impasible de Charlie estaba de nuevo en su lugar. Él le sostuvo la mirada un breve instante, luego miró hacia delante y negó con la cabeza.
—Me temo que no puedo. Tengo que ocuparme de algunos asuntos. —Vaciló un segundo, luego inclinó la cabeza—. ¿Me disculpas?
Charlie no esperó su respuesta, y se dirigió a grandes zancadas hacia la biblioteca.
Sarah se quedó allí viéndole marchar, con los ojos entrecerrados clavados en su espalda y los labios apretados en una línea tensa.
Comenzaba a odiar con todas sus fuerzas esa biblioteca.
Por la tarde, Sarah ya había controlado su temperamento. Después de pasarse horas reflexionando en el ambiente acogedor de su nueva salita, había llegado a la conclusión de que quizás esa incómoda diferencia de actitudes que parecía existir entre ellos durante las horas diurnas era simplemente el resultado de las expectativas más convencionales que Charlie tenía sobre como pasarían los días.
Por mucho que Sarah quisiera que fuera de otra manera, no podía negar que esa explicación del comportamiento de Charlie tenía sentido. Si quería que las cosas fueran diferentes, era tarea de ella hacerle cambiar de idea.
Conociendo su temperamento, Sarah sabía que eso no sería nada fácil, pero, dada la intimidad que existía entre ellos cuando estaban en el dormitorio —momento en el que ella podía ver cómo Charlie se relajaba y cómo desaparecía la barrera distante que él erigía entre ellos durante el día—, la joven tenía esperanzas de lograrlo.
Al día siguiente era domingo, con lo cual fueron a la iglesia. A Sarah le resultó extraño sentarse a la izquierda del pasillo en vez de y la derecha, donde estaban sus padres y sus hermanas, Clary y Gloria, que la miraban con una sonrisa radiante en la cara.
Se alegró especialmente de ver a sus hermanas. Sarah no las había vuelto a ver desde la boda y tenía una ligera sospecha de qué pensamientos cruzaban por sus mentes mientras fingían escuchar el sermón del señor Duncliffe.
Al finalizar el servicio religioso, Charlie la tomó de la mano y la ayudó a ponerse en pie. La guio por el pasillo central hacia el señor Duncliffe, que esperaba en la escalera de la iglesia para saludar a los feligreses. Dada la posición que Sarah ocupaba ahora, le tocaba ser la primera en dar la mano al señor Duncliffe.
El reverendo le brindó una brillante sonrisa.
—¡Mi querida condesa! —Le estrechó una mano entre las suyas y luego miró a Charlie por encima del hombro de la joven—. Qué día más feliz, milord. Me alegro de verle aquí con su nueva esposa.
—Gracias. —Charlie le tendió la mano, haciendo que el señor Duncliffe soltara las de ella.
—¿Y su madre y su hermana? —preguntó el señor Duncliffe.
—Han ido a pasar algún tiempo con lady Mary en Lincoln.
—¡Excelente! ¡Excelente!
Antes de que el señor Duncliffe pudiera hacer más preguntas, Charlie cogió a Sarah por el codo, sonrió, saludó al reverendo con una inclinación de cabeza y siguió adelante.
Ella contuvo una risita mientras recorrían lentamente el camino.
—Parece tan complacido por habernos casado, que nos habría tenido en las escaleras un buen rato con tal de seguir disfrutando del recuerdo.
—Probablemente.
Se detuvieron en medio del césped y esperaron a que la familia de Sarah se acercara. Durante los minutos siguientes, Charlie y su suegro charlaron sobre algunos asuntos del condado mientras Sarah satisfacía la curiosidad de su madre, que deseaba saber cómo le iba la vida de casada. El resto de la congregación pasó por el lado de la joven, saludándola con la cabeza, levantando el sombrero o esbozando tímidas sonrisas. Su madre y ella devolvieron las sonrisas sin dejar de hablar. Las hermanas mayores de Sarah, Maria y Angela, y sus maridos sólo habían ido a la boda y se habían marchado al día siguiente, por lo que su madre le dio recuerdos de su parte. A su vez, Sarah se los dio de parte de Mary y Alice, y también le transmitió el deseo de Serena de que se reunieran en Londres en unas semanas.
Sarah no hizo nada por aplacar la curiosidad de Clary y Gloria, sin importarle lo mucho que resplandecieran sus ojos.
Tras lanzar una mirada de advertencia a sus hijas menores, la madre de Sarah se reunió con su esposo.
Clary se quedó atrás con Sarah sin apartar los ojos de la espalda de su madre.
—¿Podemos ir a visitarte?
Sarah contuvo una amplia sonrisa.
—Mamá os traerá cuando sea apropiado. —Lo que no ocurriría hasta dentro de una semana o más—. Después, podréis venir a verme cuando queráis.
Clary formó una «o» con los labios, luego asintió con la cabeza y se apresuró a seguir a su madre.
Charlie se volvió hacia Sarah enarcando las cejas.
Su esposa enlazó el brazo con el suyo mientras le brindaba una sonrisa. Decirle la razón que había detrás del deseo de Clary y Gloria de ir a visitarlos no ayudaría a sus propósitos.
—Quizá —dijo la joven mientras se dirigían hacia su carruaje— podríamos dar un paseo cuando regresemos. Hace muchos años que no visito los jardines del Park, y tú los conoces mejor que nadie.
Sarah le miró de reojo y casi pudo ver cómo Charlie volvía a erigir a su alrededor aquel muro impenetrable.
El rostro de su marido no revelaba nada cuando llegaron al portón del recinto de la iglesia y él lo sostuvo para que ella pasara.
—Será mejor que sea el jefe de jardineros quien te enseñe el lugar.
«¿Mejor para quién?». Mientras atravesaba el portón, Sarah se volvió para mirarlo a los ojos.
Charlie la siguió fuera, rehuyendo su mirada.
—Sé que Harris está deseando mostrarte sus dominios y discutir contigo sobre los parterres y los árboles frutales. Lo harás mejor si yo no estoy presente.
Puede que tuviera razón. Los jardines eran después de todo parte de sus dominios, su responsabilidad, y Harris podía sentirse confundido por la presencia de su amo, pero…
—Meredith, qué placer volver a verte…
Sarah se dio la vuelta cuando Malcolm Sinclair abrió el portón y se unió a ellos.
Él sonrió y se inclinó elegantemente sobre su mano, saludándola con deferencia. Luego se volvió hacia Charlie y le estrechó la mano.
—He recibido noticias de Londres —le dijo al conde—. Ven a visitarme cuando quieras y te pondré al corriente.
Sarah hubiera jurado que el hombre había intentado quitarse el sombrero y seguir adelante, pero Charlie tardó en soltarle la mano. Observó que su marido había clavado su afilada mirada en la cara de Sinclair y luego la miró a ella, con la misma expresión ilegible de siempre.
Entonces miró de nuevo a Sinclair con una leve sonrisa.
—¿Por qué no vienes a almorzar? Podemos hablar entonces. Me gustaría conocer tu opinión con respecto a algunas ideas que he tenido sobre la próxima conexión entre Bristol y Taunton.
—Bueno… —Sinclair miró a Sarah.
Charlie la miró también, y ella notó algo en sus ojos que hizo que se sintiera como si la estuviera poniendo a prueba. Forzando una sonrisa educada, la joven se volvió hacia Sinclair.
—Por favor, señor Sinclair, acompáñenos. Su presencia animará la comida. —Volvió a mirar a Charlie fijamente—. Ahora solemos guardar silencio.
Sinclair paseó la mirada de uno a otro, pero cuando Charlie arqueó una ceja expectante aceptó la invitación. Sarah no podía criticar los modales de Sinclair.
Los de su marido, sin embargo, eran otra cuestión.
Sarah no estaba de buen humor, pero una tarde explorando los extensos jardines con Harris, escuchándole exponer su punto de vista sobre las complejidades de los arbustos y las pérgolas, intercambiando opiniones sobre los colores más apropiados para los parterres que adornaban el césped y encontrar un lugar adecuado para el señor Quilley, el gnomo que le habían regalado, tuvo un efecto tranquilizador en ella. Consiguió recobrar su acostumbrado equilibrio, el suficiente para pensar con determinación y no dejarse llevar por su mal genio.
Charlie estaba poniéndose difícil, pero ella sabía lo que quería: Lograr que el amor fuera la base de su matrimonio tanto de día como de noche; por el bien de los dos.
Durante la tranquila cena y la hora que pasaron en la salita, Charlie leyendo una novela mientras ella bordaba —la viva estampa de un matrimonio convencional—, Sarah lo observó disimuladamente, sin encontrar ninguna pista a la extraña actitud de su marido ni a su casi sempiterno rostro impenetrable.
No sabía por qué él se estaba comportando de esa manera, ni por qué se retraía tanto sin mostrar ningún indicio de aprecio fuera del dormitorio, pero si ella actuaba sabiamente, sabía que con un poco de perseverancia él pasaría finalmente por el aro.
Por consiguiente, tras otra ardiente noche de frío invierno en su habitación, durante la cual ella no encontró nada reprochable en la actitud de su marido, Sarah se obligó a sí misma a levantarse a una hora temprana, a asearse con rapidez y a ponerse el traje de montar antes de bajar corriendo las escaleras. Entonces se topó con él literalmente cuando abandonaba el comedor del desayuno.
—¡Oh! —dijo ella rebotando hacia atrás.
Charlie la cogió por los codos, la ayudó a recuperar el equilibrio y luego la soltó.
Sarah le brindó una sonrisa.
—Te pillé. Quería preguntarte si te apetecía cabalgar conmigo hasta el orfanato. Algunos de los niños me han preguntado si…
—Lo siento. —Charlie dio un paso atrás con expresión pétrea—. Voy a casa de Sinclair. Necesito que me enseñe unos documentos.
—Oh. —Ella no pudo ocultar su desencanto; pudo sentir cómo su felicidad se esfumaba junto con su sonrisa. Pero tomó aire con rapidez, conteniendo su mal humor, y se recordó a sí misma que debía ser perseverante—. Bueno —se obligó a mostrarse alegre—, como la casa del señor Sinclair está en Crowcombe, Finley House, ¿no?, podremos cabalgar juntos hasta allí.
Charlie la miró brevemente, luego se alejó de ella.
—Antes tengo que escribir unas cartas. No sé si estaré preparado antes de que salgas. Tu reunión es a las diez, ¿verdad?
Charlie miró por encima de la cabeza de Sarah el reloj que había en la repisa de la chimenea de la salita; ella siguió la dirección de su mirada… eran casi las nueve.
—Tendrás que darte prisa. —La voz de su marido estaba desprovista de cualquier tipo de emoción. Ella sintió que la miraba por un momento, luego él retrocedió y le hizo una reverencia—. Si me disculpas, dejaré que desayunes.
Ella se quedó allí de pie, en la puerta, con los ojos fijos en el reloj mientras oía los pasos de Charlie alejándose por el pasillo.
Charlie no había concertado ninguna cita con Malcolm Sinclair, pero sin duda podía ir a visitarlo alegando cualquier excusa. En realidad, dado que a su nuevo amigo y a él les gustaba hablar sobre las compañías del ferrocarril y su financiación, cualquier excusa para verse de nuevo sería bien recibida. Charlie podía empezar un debate con sólo proponérselo.
Llegó a Crowcombe a las once, una hora aceptable para que un caballero visitara a otro. Finley House, una mansión clásica de estilo georgiano, quedaba cerca de la carretera que conducía a Watchet, justo al pasar Crowcombe.
Desmontó delante de la verja y guio a Tormenta, ahora dócil después la cabalgada, a través de la estrecha franja de hierba que separaba la casa del camino. Se acercó a un árbol con frondosas ramas, ya que no había un lugar mejor que ese para atar al castrado, luego recorrió el camino de losas hacia el porche.
Imaginó que la puerta principal y el vestíbulo estaban flanqueados por dos habitaciones de gran tamaño. Charlie aguzó el oído, preguntándose si Sinclair le había visto llegar. Al no oír ningún sonido dentro, alzó la mano y golpeó la puerta. Y esperó.
Había considerado hablarle a Sinclair sobre sus investigaciones.
Después de todo era un renombrado inversor en el ferrocarril, uno de los mayores, aunque no estuviera entre los que habían acudido a las autoridades, y se había visto perjudicado por el extorsionador. Pero aunque Charlie suponía que Sinclair no tenía nada que ver con el especulador, sabía muy bien lo rápido que se propagaba ese tipo de rumores entre los inversores. Si le contaba algo a Sinclair, incluso aunque le pidiera que no dijera nada, Sinclair se sentiría en su perfecto derecho de contárselo a alguien de confianza, que a su vez haría lo mismo y así sucesivamente, hasta que esa información secreta fuera del dominio público y llegara a oídos del especulador.
Así que ignoró aquellos principios morales que le impelían a contárselo todo a Sinclair.
Oyó ruido de pasos proveniente de la parte trasera de la casa. Un momento después Malcolm Sinclair abrió la puerta.
—Charlie. —Sonrió.
Charlie le devolvió la sonrisa.
—Malcolm. —Se estrecharon la mano y Sinclair le invitó a pasar.
Lo condujo a una biblioteca que dedicaba a estudio situada en un rincón de la parte trasera de la casa.
—Aunque no sea gran cosa, este es mi santuario.
Charlie entró y recorrió con la mirada las librerías que cubrían las paredes repletas de volúmenes con lomo de piel que no habían sido leídos en años, un ordenado escritorio y unas sillas, un sillón y una mesa auxiliar delante de la chimenea y la puerta-ventana que daba a un pequeño patio. Malcolm lo invitó a sentarse y Charlie se sentó en una silla frente al escritorio mientras su anfitrión se sentaba detrás.
—Bien. —Malcolm le sostuvo la mirada—. ¿A qué debo este honor?
Charlie sonrió y le expuso el tema que le había llevado hasta allí. Sinclair caviló sobre sus palabras y respondió en consecuencia. Pronto estuvieron enzarzados en una animada discusión sobre el proyecto original que había sido financiado por Stockton Darlington y sobre cómo, en opinión de Sinclair, podía incrementarse el capital, tanto desde el punto de vista de los inversores como desde el propio proyecto.
Le llevó muy poco esfuerzo, ya fuera sutil o no, conseguir que Malcolm le hablara sobre ese tema. Después de que hubieran conversado durante algún tiempo, Charlie miró el reloj de la repisa de la chimenea y le sorprendió descubrir que había pasado más de una hora.
Parpadeó y se enderezó.
—Tengo que irme… no tenía ni idea de que te hubiera robado tanto tiempo.
Malcolm siguió su mirada hacia el reloj. Enarcó las cejas con evidente sorpresa. Luego sonrió, un gesto educado que Charlie reconoció instintivamente como más sincero que los suyos. Aunque aquella sonrisa parecía un tanto oxidada.
—Se me ha pasado el tiempo volando. No me había pasado nunca y… —Malcolm hizo una pausa y luego buscó la mirada de Charlie— debo reconocer que jamás había conocido a nadie con intereses similares a los míos. —Curvó los labios—. Nadie que tuviera mi misma facilidad para comprender las finanzas y sus ramificaciones.
La sonrisa se hizo más profunda cuando Charlie se puso en pie.
—Disfruto enormemente con nuestras conversaciones. Por favor, ven a visitarme cuando quieras.
Charlie se acercó a la puerta-ventana y se detuvo ante ella. Sabía lo que había querido decir Malcolm. Durante la última hora habían disfrutado mucho intercambiando opiniones típicamente masculinas mientras debatían sobre las finanzas. Un intercambio sincero. Él jamás lo había hecho, ni lo habría hecho Malcolm a menos que, como en ese caso, aceptara la confianza que le ofrecía un hombre tan parecido a él. Un mayor grado de empatía de la que se solía encontrar.
Charlie no podía fingir que no le alegraba aquella inesperada amistad. Le dirigió a Malcolm una breve mirada. Este aún estaba sentado tras el escritorio, observándole, luego se volvió hacia a la ventana.
—Lo recordaré.
Se produjo un dilatado silencio.
—¿Qué tal te va con tu nueva condesa? —preguntó entonces Malcolm.
Charlie se puso rígido por dentro, pero mostró una fachada relajada, con las manos en los bolsillos mientras miraba por la ventana el jardín que había más allá del patio. La pregunta había sido expresada de una manera tímida. Sería perfectamente aceptable que él le respondiera con una frase al uso y dejar así las cosas.
—Las mujeres tienen, en su mayoría, una idea de la vida matrimonial a menudo diferente de la que tenemos los caballeros —dijo finalmente.
—Ah. —Malcolm no dijo nada más, pero la simpatía, la empatía y la comprensión estaban incluidas en esa única sílaba.
Charlie cambió el peso a la otra pierna, con la mirada clavada en los arbustos de fuera.
—Lo único que puedo hacer es mantenerme firme en mi postura. Algo que ella acabará por aceptar finalmente.
O eso creía.
Tras un momento, Malcolm volvió a hablar en ese tono apocado e indiferente.
—Parece una mujer sensata. La señora Duncliffe me dijo que ella, Sarah, ha vivido en esta zona toda su vida y tiene diversos intereses.
La expresión de Charlie se volvió sombría.
—El orfanato. —Señaló con la cabeza hacia la parte delantera de la casa, en dirección al orfanato. Y sintió que se le encogía el estómago.
Esa mañana, su primera reacción a la entusiasmada y decidida invitación de Sarah para que lo acompañara al orfanato había sido aceptar con una sonrisa. Se había contenido justo a tiempo. La mención de los niños le había ayudado. A Charlie le gustaban los niños de todas las edades. Se encontraba a gusto con ellos y ellos con él. Pero los niños siempre sabían cuando uno estaba fingiendo. Si estaba rodeado de ellos, y Sarah estaba presente, jamás podría ocultar lo que sentía por ella.
Y sólo pensar en verla rodeada por ellos, colgados de sus faldas, con su cara de madonna encendida mientras intentaba tranquilizarlos…
No. No podría volver con ella al orfanato nunca más.
—Bueno —murmuró Malcolm—, supongo que, una vez que tenga su propia prole, su interés por el orfanato decrecerá.
Charlie pensó en Sarah con un hijo suyo en los brazos y sintió que se le aflojaban las rodillas, que su decisión, simplemente, se disolvía. ¡Santo Dios! ¿Cómo se enfrentaría a eso?
Tomó aliento y enderezó la espalda. Tenía un año por lo menos nueve meses, para averiguar cómo enfrentarse a tal eventualidad. Cómo tratar con su esposa al tiempo que mantenía el amor que sentía por ella bajo llave.
—Será mejor que regrese. —Se dio la vuelta y, sosteniendo la mirada algo preocupada de Malcolm, sonrió. Se acercó al escritorio y le tendió la mano—. Supongo que son los nervios de cualquier recién casado. Estoy seguro de que se me pasará con el tiempo.
La seguridad de sus palabras y su sonrisa hacían que pareciera más confiado de lo que en realidad se sentía, pero sirvieron para tranquilizar a Malcolm, que se levantó y estrechó la mano de Charlie. Juntos atravesaron la casa.
Charlie se detuvo en el porche delantero y alzó la mirada donde el orfanato se elevaba sobre el pueblo. Volvió la mirada hacia Malcolm.
—Mañana espero recibir algunos informes bancarios desde Londres con noticias de los últimos acontecimientos financieros. ¿Por qué no vienes a almorzar y los comentamos entonces?
Malcolm arqueó una ceja.
—¿Es así como te mantienes al corriente de todo a pesar de estar enterrado en el campo?
Charlie asintió con la cabeza.
—En efecto. ¿Te espero al mediodía?
Malcolm vaciló. Clavó sus ojos color avellana en la cara de Charlie y luego asintió con la cabeza.
—Muy bien. Gracias. Te veré entonces.
Tras despedirse con una sonrisa, Charlie se dirigió hacia Tormenta; desató las riendas y condujo al poderoso caballo gris por la vereda. Al llegar al final, se subió a la silla de montar y, saludando con la mano a Malcolm, se alejó cabalgando.
Malcolm Sinclair permanecía de pie en la puerta abierta, con los ojos entornados mientras seguía a Charlie con la mirada. Luego alzó la vista hacia el orfanato. Después de un buen rato, entró en la casa y cerró la puerta.
A la mañana siguiente, Sarah consideró los acontecimientos del día anterior mientras se aseaba y se vestía. Cada vez estaba más confundida. Era casi como si estuviera casada con dos hombres diferentes; el hombre cálido y cariñoso con el que compartía la cama, y el noble distante y frío con el que se encontraba por los pasillos de la casa.
Pero ni siquiera eso describía adecuadamente cómo se había sentido.
El día anterior, cuando Charlie había rechazado su invitación, evitando pasar una sola hora en su compañía, se había sentido herida. Se había negado incluso a acompañarla durante seis kilómetros. ¡Montados a caballo, por el amor de Dios! Ni siquiera hubiera sido en un carruaje, donde habrían estado muy cerca el uno del otro.
¿Qué era lo que le ocurría a Charlie?
Sarah había sentido que se inflamaba su temperamento, pero se había visto obligada a reprimir su enfado al llegar al orfanato. Charlie y su irracional comportamiento podrían desquiciarla, pero Sarah no pensaba dejar que eso afectara a sus relaciones con los demás, en especial con los niños.
Aquel ejercicio de contención había sido de gran ayuda. Al regresar a casa al atardecer, estaba perfectamente controlada.
No obstante, durante toda la tarde, su temperamento había estado ardiendo a fuego lento, en espera de que él lo avivara con algún acto o palabra. Pero Charlie se había mostrado tranquilo. No cálido y cariñoso, sino más bien frío y distante. Durante la hora y media que habían estado juntos, no en la sala formal de la casa, sino en la acogedora salita de Sarah, había sentido la mirada de Charlie sobre ella infinidad de veces, pero cada vez que había levantado los ojos de su labor de bordado, lo había visto leyendo el libro.
¿Qué significaban aquellas miradas subrepticias? ¿Estaría debilitándose la resolución de su marido de conducirlos a aquel estúpido estado en el que estaba tan resuelto a llevarlos?
Preguntándose que pasaría aquel día, Sarah bajó las escaleras.
Como había esperado, el comedor del desayuno estaba vacío, sin ningún conde a la vista. Charlie ya había salido a cabalgar. Como siempre, se había mostrado muy atento antes de abandonar la cama, y como siempre Sarah se había levantado demasiado tarde. O para ser más exactos, se había levantado mucho más tarde de lo que solía hacerlo antes de casarse. Últimamente se estaba acostumbrando a desayunar a las diez.
Algo que podría remediar con facilidad. Pero el resto…
Se tomó una tostada y bebió el té mientras miraba con los ojos entrecerrados la silla de la cabecera de la mesa, afianzando su resolución.
Pensó en cómo desearía que fueran las cosas. Aunque sabía a ciencia cierta que un caballero como Charlie jamás pondría su corazón en una bandeja, que en público siempre sería más reservado que en casa, no había razón para que insistiera en seguir con aquella actitud distante.
Eso se tenía que acabar. De hecho tenía suficientes ejemplos de matrimonios que se amaban de los que aprender. A su desayuno de bodas había asistido un montón de parejas Cynster, sin mencionar los mejores amigos de Charlie y sus esposas. No le cabía duda de que esa era la clase de matrimonio que quería para ellos.
Su problema, sin embargo, era cómo convencer a Charlie de ello. De lo bien que les irían así las cosas.
Al levantarse y dirigirse a la salita para terminar de escribir las notas de agradecimiento, decidió que el mejor camino a seguir era comportarse sencillamente con constancia y firmeza. Si desempeñaba el papel de amante esposa con diligencia, en algún momento él se rendiría y prescindiría de aquella absurda actitud, y sería por fin el marido que ella quería que fuera.
El cariñoso marido que realmente era.
El matrimonio era como un baile en el que la pareja tenía que moverse al mismo compás, adaptarse el uno al otro para hacer que funcionara. Charlie sólo tenía que aprender los pasos.
Sarah se concentró en escribir las notas de agradecimiento. Cuando llevaba la mitad de la lista, se recostó en la silla ante el escritorio y enderezó la espalda. Estaba a punto de volver a dedicarse a la tarea y cuando oyó un golpe lejano.
Aguzo el oído y oyó los pesados pasos de Crisp cruzando el vestíbulo. Un momento después le llegó el eco de unas voces. Echó un vistazo al reloj y confirmó que ya era mediodía. Preguntándose quién había llegado, se levantó y se dirigió al vestíbulo.
Al entrar vio al señor Sinclair tendiéndole el sombrero y los guantes a Crisp. Sarah avanzó hacia él forzando una sonrisa.
—Buenos días, señor Sinclair, ¿está buscando a su señoría?
Sinclair tomó la mano que le ofrecía y se inclinó elegantemente sobre ella.
—Así es, lady Meredith. —Él vaciló, escudriñándole la cara—. Su señoría me invitó a venir —añadió luego.
Sarah parpadeó y se dio cuenta de lo que Sinclair, con suma delicadeza, le acababa de decir. Era mediodía y él había venido en respuesta a una invitación.
Se giró hacia Crisp.
—El señor Sinclair se quedará a comer, Crisp.
El mayordomo hizo una reverencia y se retiró.
Conteniendo la creciente furia que la invadió ante aquella nueva inconveniencia, esbozó una suave sonrisa. Sinclair no tenía la culpa de aquello. Con un gesto de la mano lo invitó a seguirla a la salita.
—Como Crisp sin duda le ha informado, Charlie debe de estar a punto de regresar de su paseo matutino y…
Las palabras de Sarah se desvanecieron cuando oyó unos pasos —concretamente el sonido de unas botas— en el pasillo en dirección a ellos. Sarah enderezó la espalda, entrelazando las manos en un gesto educado. Podía mantener la expresión imperturbable, pero no podría hacer nada con el brillo de su mirada. Si su enfado se reflejaba en sus ojos, él se lo había buscado.
Con calma esperó ante la puerta de la salita. Sinclair y ella se giraron cuando Charlie apareció por el pasillo que conducía a la puerta lateral y a los establos.
Tenía el pelo dorado despeinado por el viento. Llevaba una chaqueta de color aceituna, un pañuelo en el cuello y un chaleco marrón sobre una camisa blanca que había remetido en unos ceñidos pantalones de piel. Las botas de montar eran de color marrón.
Sarah absorbió su imagen, hasta el último detalle, absorbió el gran impacto que la presencia de su marido provocaba en sus sentidos con una rápida mirada. Y se preguntó por qué no se había fijado en cómo vestía Sinclair, con el que llevaba hablando un buen rato. Ni siquiera sabía si iba vestido como un caballero.
Dada la situación, esa sensibilidad a su marido era más una irritación que otra cosa.
Charlie mantuvo la vista baja mientras se quitaba los guantes. Cuando levantó la cabeza y los vio, detuvo sus zancadas. Pero luego se acercó a ellos con una fría y despreocupada máscara en su rostro y aquella sonrisa educada que solía curvarle los labios.
Sarah se sorprendió de haber pensado alguna vez que tenía una sonrisa encantadora.
—Malcolm. —Charlie le tendió la mano y Sinclair se la estrechó—. Lamento el retraso, estaba con uno de mis arrendatarios.
Con la sonrisa grabada en la cara, Charlie se volvió hacia Sarah.
—Cariño, Malcolm y yo tenemos mucho que discutir. Me temo que te aburrirías en nuestra compañía. ¿Puedes ordenar que nos traigan el almuerzo a la biblioteca?
Se despidió de ella con un gesto de cabeza y se dio la vuelta, indicándole a Sinclair que le acompañara.
Pero Sinclair no lo hizo de inmediato. Se volvió hacia Sarah y la miró, haciéndole una reverencia.
—Gracias por su tiempo, lady Meredith.
Sarah tomó aire y asintió educadamente con la cabeza. Mientras Sinclair se enderezaba, la joven observó una inesperada comprensión y un poco de compasión en aquellos ojos color avellana. También percibió cómo Charlie fruncía de repente el ceño cuando advirtió la mirada que habían intercambiado Sinclair y ella.
Mientras Malcolm se giraba, Sarah sostuvo la mirada de su marido por un breve instante, luego se dio la vuelta y se encaminó a la salita, sin mirar cómo Sinclair y Charlie se alejaban por el pasillo.
Se detuvo en medio de la estancia y tomó una larga bocanada de aire.
No, definitivamente, no iba a perder la calma delante de Sinclair.
Dos noches más tarde, Sarah estaba en su lado de la cama, de cara a ventanas, con las mantas echadas sobre los hombros y las velas apagadas cuando Charlie entró en la habitación.
Era tarde, el viento rugía detrás de los cristales.
La joven permaneció inmóvil, mordiéndose los labios para contener las imprudentes palabras que tenía en la punta de la lengua. Quería decirle lo que pensaba de su actitud. Lo que sentía en su interior. Quería insultarlo por comportarse de una manera tan estúpida. Pero ¿qué lograría con eso?
Pasara lo que pasase, no pensaba suplicar.
Esa mañana, al llegar a la mesa del desayuno, había encontrado una nota sobre el plato. Era de Charlie. Al parecer había hecho planes para pasar el día en Watchet con el señor Sinclair y compartir sus últimos conocimientos de los cargamentos marítimos y negocios de almacenes.
Sarah se había sentado, clavando los ojos en la nota durante todo un minuto mientras se preguntaba por qué él había evitado mencionar su cita con Sinclair la noche anterior. La noche anterior, cuando ella se había tragado su ira y había respondido con honesta calidez y un genuino deseo cuando Charlie se había reunido con ella en la cama, Sarah había querido provocar el amor y cariño de su marido para que dejara aquel distante comportamiento fuera de las paredes del dormitorio.
Finalmente, dejó la nota a un lado mientras hacía una mueca. Luego emprendió su jornada diaria a solas tal y como su marido quería.
Hasta que la señora Duncliffe se acercó a visitarla esa tarde. Era sólo una visita de cortesía, pero dada la sagacidad de la mujer combinada con el hecho de que, aunque no fuera dada a murmuraciones, era muy amiga de su madre, Sarah se había visto obligada a interpretar el papel de recién casada feliz. Para cuando la señora Duncliffe se fue, Sarah tenía dolor de cabeza.
Por fortuna, era muy poco probable que cualquier otra mujer de la comunidad fuera a visitarla hasta la semana siguiente, pues era la costumbre general. La posición como esposa del vicario otorgaba a la señora Duncliffe una dispensa especial.
Sintiéndose un poco indispuesta, Sarah se había retirado a echar una siesta. Fue consciente de que la fuerza del viento se aplacaba a lo largo de la tarde; luego había oído los pasos de Charlie en la terraza bajo las ventanas del dormitorio. Resultaba evidente que acababa de regresar. Se había preguntado entre sueños si él iría a buscarla al no encontrarla en la salita. Si subiría a verla.
Por supuesto, no lo hizo.
Charlie se había retirado a la biblioteca, de donde no salió hasta la hora de la cena. El ritual de la noche fue el mismo de siempre. Sarah le había preguntado y él le había contado lo que había hecho en Watchet, le había descrito que Sinclair y él se habían reunido con diversos comerciantes y agentes marítimos, y también con algunos concejales para discutir sobre el futuro del pueblo. Más tarde, ella había bordado y él había leído, luego, la joven se había retirado y había subido a su habitación para dormir.
Sarah sentía una enorme opresión en el pecho, y apenas podía respirar. Charlie parecía decidido a negar lo que ella sabía que era cierto. Si él seguía negando ese amor durante mucho más tiempo, ¿acabaría ella por rendirse y darle la razón?
Lo escuchó cruzar el vestidor, y cómo se movía de un lado para otro mientras se desvestía. Entretanto, Sarah intentó buscar una salida, una manera de reclamar el amor que sabía que existía entre ellos, de obligarle a admitirlo ante ella.
Jamás lo había hecho.
La joven clavó la mirada en la oscuridad suavizada por la luz de la lumbre y repasó con rapidez sus recuerdos, confirmando que Charlie nunca, ni una sola vez, le había dicho que la amaba.
Ella se lo había dicho en una ocasión, y él había aceptado sus palabras.
Pero jamás había admitido que él sintiera lo mismo por ella.
Charlie salió del vestidor. Sarah escuchó el susurro de la bata cuando él la dejó caer. Luego la cama se hundió cuando se acostó a su lado.
Sarah no pudo evitar tensarse ni que el nudo que sentía en el pecho se apretara aún más. Aun así sus traidores sentidos reaccionaron de inmediato a él. Permaneció inmóvil. Charlie se acercó más y, a través de la oscuridad, Sarah captó el olor a mar.
Su marido había estado navegando. Mientras estaba en Watchet, había salido con Sinclair en su pequeño velero. A ella no se le había ocurrido preguntar, pero él tampoco lo había mencionado.
El nudo que tenía en el pecho se congeló y se hizo más profundo.
Por primera vez desde que se habían casado, Sarah no estaba dispuesta a recibirlo entre sus brazos. Fingió estar profundamente dormida hasta que él se dio la vuelta y se acomodó para dormirse.
La joven siguió sin moverse, con la mirada fija en la oscuridad de la noche.
Fuera aullaba el viento, como si hubiera regresado el invierno.
A la mañana siguiente, Charlie sintió una opresión en el pecho mientras dejaba otra nota en el plato de Sarah sobre la mesa del desayuno.
Apretó los labios, giró sobre sus talones y salió de la estancia. Se dirigió a los establos, montó a lomos de Tormenta y guio a su caballo en dirección sur, donde le dio rienda suelta.
Se dirigía a Casleigh; Gabriel estaba allí con Barnaby, quien había elegido la casa de su cuñado, que se encontraba algo más al sur que la suya, como base de operaciones temporal mientras Gabriel y él investigaban con discreción las especulaciones y extorsiones que podían darse en las distintas rutas del ferrocarril entre Bristol y Taunton.
Había llegado el momento de saber a qué conclusiones habían llegado los dos hombres y, además, era la manera perfecta de pasar otro día alejado de Sarah.
Se obligó a aflojar la fuerza con la que sostenía las riendas, pero ni el resonar de los cascos de Tormenta ni el aire que le azotaba la cara podían distraerle de los inquietos pensamientos que le daban vueltas en la cabeza.
Durante los últimos días, se había esmerado en hacer lo que estaba seguro que era lo mejor para Sarah y él. Cada noche había experimentado el poder que surgía entre ellos y lo fuerte que este era, tanto que podía llegar a dominarle. Y no podía consentirlo. No podía permitir que le afectara y entrara en su vida durante el día y no sólo en las horas que pasaban juntos en la cama.
Y a pesar de todo, su plan parecía funcionar perfectamente, al menos en el sentido de que ella parecía haber aceptado que durante el día, fuera del dormitorio, siempre habría un muro entre ellos.
Pero la noche anterior…
Intentó convencerse a sí mismo de que Sarah había estado profundamente dormida antes de que él llegara, pero su parte más primitiva, su instinto, sabía que había estado despierta. Que su esposa se había apartado de él.
Esa parte primitiva de sí mismo había protestado y rugido, herida y lastimada. Pero eso era lo que él había querido, ¿no? Al menos durante el día.
Quería que hubiera una distancia entre ellos, quería que Sarah comprendiera y aceptara eso. ¿Qué derecho tenía él a quejarse si ella llevaba las cosas un poco más lejos?
Pero no era eso lo que él quería. No ahora. Ahora que el amor le había alcanzado, ahora que lo había probado, no podía soportar perderlo por completo.
El viento frío traspasó la tela de su chaqueta y le acarició el pecho con dedos gélidos. Pero el frío helado que sentía en su interior no tenía nada que ver con los elementos.
Tenía que construir un muro más alto y más grueso entre ellos. Puede que entonces dejara de sentir ese doloroso frío.
Contener el amor una vez que se había probado era muchísimo más difícil de lo que él había pensado.