Capítulo 12

A Sarah la despertó el sonido de una puerta cerrándose seguido por el de unos pasos vacilantes. Parpadeó y miró a su alrededor, entonces recordó dónde estaba. Se incorporó apoyándose en un codo. A su lado las sábanas estaban arrugadas, pero la cama estaba vacía.

Los cálidos y brillantes rayos del sol entraban a raudales por las ventanas, pero no vio a Charlie por ninguna parte.

Solo a Gwen, que se había trasladado con ella al Park y había colocado una jarra con agua caliente en el tocador. Su doncella se dirigía hacia la puerta cuando miró hacia la cama. Al ver que Sarah estaba despierta le brindó una amplia sonrisa.

—He pensado que sería mejor que la despertara, señorita… digo milady. Le he traído agua caliente para su aseo. —Abrió una puerta y señaló el interior con la cabeza—. Su vestidor está aquí, ¿lo ha visto?

—Oh, no. —Sarah se retiró el pelo de la cara. No había visto nada más que la cama desde que Charlie la había depositado en ella. Estaba a punto de retirar las sábanas cuando se dio cuenta de que estaba desnuda. Se sonrojó.

—Verteré el agua en la palangana y le traeré la bata —dijo la doncella sonrojándose también.

Sarah miró a un lado de la cama y vio su precioso vestido de novia caído en el suelo. Recordó la mirada que le había dirigido Charlie cuando se lo había quitado, y sonrió ampliamente. En ese momento Gwen se acercó con la bata y Sarah se la puso. Dejó a su doncella recogiendo la ropa y entró en el vestidor, que, al igual que el dormitorio, estaba decorado en tonos azules y dorados. Se aseó con rapidez.

—Gwen, ¿qué hora es? ¿Ha pasado ya la hora del desayuno? —Para su sorpresa estaba muerta de hambre.

—Acaban de dar las once —dijo Gwen desde el dormitorio—. Pero el desayuno se ha retrasado, y acaban de reunirse todos en el comedor.

—Oh, bien. —Sarah le hizo una mueca a su reflejo en el espejo. Su primer día como dueña de la casa y era la última en bajar a desayunar. De hecho, tendría que enfrentarse a varias miradas de curiosidad y comportarse como si aquel fuera sólo otro día más, pero con Charlie en la misma habitación.

Ante esa perspectiva lo menos que podía sentir era un nudo en el estómago, pero, para su sorpresa, se dio cuenta de que todavía estaba demasiado relajada para ello, demasiado lánguida después de las apasionadas atenciones de Charlie, y la tensión no supondría ningún problema por ahora.

Considerando con cuidado las inesperadas ramificaciones de sus deberes de esposa, abandonó las habitaciones del conde y recorrió el corredor hacia la galería y las escaleras. Al bajarlas, llegó al vestíbulo delantero y otras áreas de la casa que le eran familiares.

El comedor del desayuno era soleado y estaba al lado del invernadero. En el centro de la estancia había una mesa rectangular con sillas dispuestas todo a lo largo. Vio un pesado aparador contra una de las paredes sobre el cual había diversas fuentes y platos calientes. Tanto en la mesa como en el aparador había jarrones con flores blancas del día anterior que otorgaban a la estancia un toque encantador.

En cuanto Sarah apareció en el umbral, todos echaron la silla hacia atrás y se pusieron en pie para saludarla. Sarah vaciló y sonrió, aunque no estaba segura de qué hacer a continuación; Serena, que conocía de toda la vida y que ahora era su suegra, se apresuró hacia ella con una sonrisa en la cara.

—Aquí estás, querida. —Serena le dio un caluroso abrazo, rozándole las mejillas con las suyas; luego la condujo a la silla de la cabecera de la mesa—. Este es ahora tu lugar, por supuesto, ya conoces a todos. —Con un gesto señaló a sus hijas y a sus respectivos esposos. Le indicó a Sarah que tomara asiento antes de sentarse en la única silla vacía que había a su lado—. Estamos verdaderamente encantados de verte ocupar ese asiento.

—Gracias. —Sarah se acomodó en la silla elaboradamente tallada.

Paseó la mirada alrededor de la mesa, saludando con la cabeza a las sonrientes Mary y Alice, las hermanas de Charlie, y a sus respectivos maridos, Alec y George, y a Augusta y a Jeremy. A todos parecía complacerles su presencia y lo acontecido el día anterior.

Alice se inclinó hacia delante y, con una amplia sonrisa, continuó con una anécdota sobre uno de los invitados a la boda que había estado contando antes de la llegada de Sarah. Todos prestaban atención a Alice, todos salvo Charlie. Él estaba sentado enfrente de Sarah en el otro extremo de la mesa, con una taza de café en la mano y un periódico en la otra, pero su mirada no estaba clavada en las noticias, sino en ella.

Sarah le sostuvo la mirada y sonrió, sólo para él. Aliviada y feliz, la joven usó el gesto para expresarle lo bien que se sentía.

Charlie, no obstante, mantuvo la expresión impasible. A esa distancia, con las ventanas detrás de él y el sol brillando fuera, Sarah no podía leerle los ojos. Pero entonces él la saludó con la cabeza, levantó la taza para tomar un sorbo de café y volvió a concentrarse en el periódico.

Sarah frunció el ceño interiormente. Se quedó mirándole, perpleja al ver que no sonreía. Puede que fuera debido a la presencia de la familia, pero Charlie no parecía relajado. Ni por asomo parecía estar tan relajado como ella.

—¿Té, milady?

Pasó un segundo antes de que Sarah se diera cuenta de que la pregunta iba dirigida a ella. Levantó la mirada hacia Crisp, que se había detenido a su lado.

—¡Oh, sí! Gracias, Crisp. Té y… —Miró al aparador.

Crisp siguió la dirección de su mirada y se puso detrás de ella para apartarle la silla.

—Milady, permítame que le sugiera los huevos rellenos; son excelentes. Una especialidad de la cocinera.

Sarah le brindó una sonrisa mientras se levantaba.

—Entonces debo probarlos.

Durante los quince minutos siguientes, Sarah bebió y comió, rellenó de nuevo su plato y comió algo más, rodeada por la calidez de aquella enorme familia feliz.

—Los demás invitados se fueron anoche o esta mañana temprano —le dijo Serena al margen de la conversación general—. De hecho, si no fuera porque viajaremos con Mary, Alice y su prole, ya nos habríamos ido nosotros también. Todos los recién casados necesitan pasar unas semanas a solas para adaptarse el uno al otro y a la vida juntos.

Sarah abrió mucho los ojos; no había pensado en eso.

—Oh, no es necesario que os marchéis. Esta es tu casa, ni se me ocurriría ocupar tu lugar.

Los ojos color avellana de Serena rebosaban comprensión cuando le palmeó la mano.

—Pero tú eres ahora la condesa, querida, y créeme cuando te digo que estoy encantada de confiar el cuidado de esta casa a tus jóvenes manos. Nos quedaremos el tiempo suficiente para explicarte lo que necesitas saber, luego nos iremos a Lincoln con Mary y Alec, y desde allí, Augusta y yo pensamos visitar a varios familiares a los que no hemos visto desde hace años; nos reuniremos con Charlie y contigo en Londres, una vez que comience la temporada.

Serena la estudió, luego alargó a mano y le colocó un mechón de pelo detrás de la oreja. Sonrió levemente.

—Créeme, querida, todo saldrá bien.

Sarah no estaba segura de qué abarcaba «todo», pero por lo que dedujo de las palabras de Serena, debía de referirse a temas relacionados con la gerencia de la casa.

Al otro lado de la mesa, Charlie, que antes se había enfrascado en un debate sobre el precio del maíz con Alec y George, observaba cómo Sarah, sin alboroto ni fanfarrias, comenzaba a asumir la posición de condesa. Había imaginado que le resultaría fácil, dado que conocía a su familia, pero no sólo era la familiaridad lo que hacía que Crisp revoloteara a su alrededor, o que Serena y Augusta le explicaran todo lo que necesitaba saber de la casa.

Sarah, simplemente, encajaba. Era, como él había previsto, la mujer idónea para ocupar esa posición.

El hecho de haber sido tan perspicaz y haber acertado en su elección, sólo sirvió para que se incrementara su inquietud por lo que no había previsto y comprendido en su arrogancia.

Los sonidos que lo rodeaban, las voces de sus hermanas, las profundas carcajadas de sus cuñados y su hermano, la confortable cacofonía que disfrutaba normalmente a la hora del desayuno, no hicieron nada para aliviar su alma.

De hecho consiguieron todo lo contrario.

En ese momento. Alec comenzó a describir las travesuras de su hijo, que ya era lo suficientemente mayor para montar su primer poni, y la anécdota sirvió para aumentar las preocupaciones de Charlie.

Con una expresión neutra, se puso en pie.

—Si me disculpáis, tengo que ocuparme de algunos asuntos.

Alec y George levantaron la mirada y sonrieron, luego continuaron charlando. Charlie se alejó de la mesa; Jeremy lo miró brevemente y continuó bromeando con Alice.

Tras cruzar la estancia, todas las mujeres interrumpieron su conversación y lo miraron expectantes.

Él saludó a su madre con la cabeza y luego a Sarah.

—Te veré más tarde.

Sarah sonrió, evidentemente feliz, pero escrutó la mirada de su marido.

Con paso relajado, Charlie pasó junto a ella y continuó hacia la puerta, seguro de que ella no había podido leerle el pensamiento. Poseer un enorme control de sus expresiones faciales había resultado ser una inesperada bendición.

Nunca había imaginado tener que emplear tal escudo con su esposa.

La noche cayó. Envuelta en un provocativo conjunto de bata y camisón de seda con encajes, otra prenda de su ajuar, Sarah se paseaba ante el fuego de la chimenea que chisporroteaba en el dormitorio del conde, preguntándose dónde estaba su marido.

Las cortinas de terciopelo estaban descorridas. Fuera, caía la lluvia mientras el viento agitaba las ramas desnudas de los árboles cercanos. Las velas que había sobre la repisa de la chimenea y las mesillas que flanqueaban la cama contribuían con su resplandor a la acogedora calidez que envolvía la estancia.

Sarah había tenido un día ocupado. Desde que se había levantado de la mesa del desayuno había dedicado cada minuto de su tiempo a informarse de los innumerables detalles sobre cómo administrar Morwellan Park y las numerosas tareas que recaerían sobre ella ahora que era la condesa de Charlie.

Ninguno de esos detalles o tareas había sido una sorpresa, pero había tenido que concentrarse en ellos; Serena y Augusta se ausentarían durante semanas y no estarían presentes para poder consultarles las dudas que le surgieran, así que necesitaba enterarse de todo ahora para no encontrarse luego con no saber qué hacer.

La tarea la había distraído de la actitud distante que había mostrado Charlie. Un distanciamiento que él parecía querer establecer entre ellos para convenir su matrimonio en una relación formal y fría. El comportamiento de su esposo en la sala de desayuno había sido sólo el comienzo. Se había comportado de la misma manera a la hora del almuerzo, y su actitud distante había sido todavía más acusada durante la cena y el poco tiempo que había pasado luego en la salita antes de que Jeremy, Alec, George y él se hubieran ido a jugar al billar.

Era cierto que ella había estado todo ese tiempo con su madre y sus hermanas, casi siempre enfrascada en una absorbente conversación en la que le habían dado muchos consejos e informado de todo lo que ella necesitaba saber. Pero aun así…

Sarah hizo una mueca. Quizás aquella inesperada actitud reservada de Charlie sólo había sido una simple reacción al estar sometido al escrutinio de su familia, que observaba cada gesto que ellos hacían. A pesar de su natural encanto, Charlie era un hombre reservado, y los miembros de su familia eran, sin duda alguna, unos expertos observadores capaces de leer su expresión y sus reacciones con más facilidad.

Puede que sólo estuviera pensando en cómo admitir públicamente el estrecho vínculo que había entre ellos, o que estuviera, dado lo reciente de su unión, inseguro sobre ella.

Lo cierto es que Sarah aún no sabía cómo relacionarse con él cuando había más gente presente; quizás a él le pasara lo mismo. Quizá también anduviera a tientas.

Se detuvo ante la chimenea y cruzó los brazos bajo los pechos, mirando sin ver las llamas. En ese momento el reloj de la repisa de la chimenea dio la hora. Sarah lo miró y frunció el ceño. Las once. ¿Dónde estaría Charlie?

Justo entonces, como si fuera una respuesta a su pregunta, oyó pasos en la antecámara, una zancada familiar. Bajó los brazos y levantó la cabeza, girándose para observar cómo Charlie abría la puerta y entraba.

Él la vio y vaciló un momento, luego cerró la puerta y se acercó ella.

Sarah le estudió la cara, buscó su mirada mientras él se acercaba y notó una vacilación, una incertidumbre similar a la que ella sentía su corazón.

También vio con claridad meridiana la caída de la extraña barrera que había habido entre ambos a lo largo del día. Observó que el interés había reemplazado a la impasibilidad en sus ojos, notó el deseo que crecía y afilaba sus rasgos.

Cuando se detuvo ante ella, la luz del fuego iluminó su perfil, arrancando destellos a las ondas doradas de su pelo. A Sarah no le cupo la menor duda de que, al menos allí, en aquella habitación, no había cambiado nada entre ellos, que todo seguía como ella había pensado.

Charlie clavó la mirada en el rostro de Sarah durante un rato. Parecía buscar algo en ella. Luego bajó la vista por sus hombros, casi desnudos bajo la diáfana seda, y siguió bajando la mirada lentamente por sus pechos, por la estrecha cintura, por sus caderas y muslos, envueltos tentadoramente en encaje y seda color marfil; luego cerró los ojos.

Charlie tomó aire y levantó la cabeza.

—Eres tan deseable que me duele mirarte —murmuró con los ojos cerrados y la mandíbula tensa.

Las palabras le salieron entrecortadas, como si le hubiera costado un esfuerzo decirlas. Sarah sonrió.

—Entonces no abras los ojos —repuso ella acercándose a él. Tenía la voz ronca como cada vez que respondía a él, cuando el evidente deseo de Charlie despertaba el de ella—. No abras los ojos y deja que yo te guíe.

Lentamente Sarah apoyó las manos en el pecho de su marido, se puso de puntillas y le besó. Por un momento, él se lo permitió, luego comenzó a responder, inclinando la cabeza hacia ella y levantando los brazos para acercarla a su cuerpo. La estrechó contra sí mientras se alimentaba de su boca, mientras saboreaba y dejaba que ella le saboreara a él. Sarah suspiró para sus adentros y se relajó contra él; alargó una mano y le tomó la nuca, luego deslizó los dedos en su sedoso cabello y tiró de él, provocándolo. Durante largos minutos, Sarah saboreó el juego, el confiado toma y daca, segura de su poder; luego echó la cabeza hacia atrás e interrumpió el beso.

—No abras los ojos —susurró contra sus labios. Dio un paso atrás y vio que él fruncía la boca. Sonriendo, procedió a despojarlo de su ropa.

Aunque Charlie mantuvo los ojos cerrados obedientemente, con los altos pómulos ensombrecidos por las largas pestañas, no se quedó quieto. Mientras ella forcejeaba con la chaqueta, el chaleco y la camisa, recorrió con sus manos el cuerpo envuelto en seda de la joven, tocándolo aquí y allá, acariciándola tentadoramente, provocando que sus terminaciones nerviosas se tensaran y brincaran de anticipación. En respuesta, Sarah dio rienda suelta a su fascinación, moviendo las manos por la tensa piel del torso musculoso de su marido que había dejado al descubierto, recreándose en los fuertes músculos de sus hombros, en las líneas tensas y planas de su abdomen. Sus caricias se convirtieron en un juego sensual que incrementó las sensaciones y que les dejó a los dos sin respiración, pero conservando todavía el control.

Excitados y absortos.

Charlie trató de agarrar la mano de Sarah otra vez cuando los dedos de ella encontraron los botones de sus pantalones. Sarah se puso de puntillas y volvió a cubrirle los labios con los suyos. El beso fue más ardiente esta vez, el deseo más fuerte, la pasión más intensa. La joven sintió que el calor se extendía bajo su piel, sintió las llamas del deseo arder profundamente en su interior, pero por una vez tenía claro cuál era su objetivo.

Interrumpió el beso.

—No lo olvides… los ojos cerrados.

Charlie se movió, apretando los labios y tensando los dedos en la espalda de Sarah, pero no protestó. Tuvo que soltarla y dejar que ella se apartara de sus brazos. La joven lo besó suavemente en el pecho, se agachó y tironeó de sus pantalones hacia abajo; después se ocupó de las medias y los zapatos. Se deshizo de todo con rapidez y aprovechó la oportunidad que se le brindaba.

Sarah había oído sin querer algunos comentarios de Maria y Angela, sus hermanas casadas. Había comprendido lo suficiente como para hacerse preguntas. Ahora, tenía a su propio marido y tenía mucha curiosidad con respecto a su cuerpo y lo que podía gustarle.

Sólo había una manera de averiguarlo. Apoyando las manos en los músculos tensos de los muslos de Charlie, se arrodilló ante él y deslizó las manos hacia arriba por la marcada musculatura de sus piernas, hacia donde su erección se erguía orgullosa, sobresaliendo rígida del nido de rizos como si suplicara su atención.

Incluso antes de que ella cerrara los dedos en torno a su miembro, Charlie adivinó sus intenciones e inspiró bruscamente. Pero justo entonces Sarah curvó los dedos sobre su carne rígida y él se estremeció. Le costaba respirar.

—¿Sarah?

La palabra sonó débil, una mezcla de conmoción, perplejidad y duda.

—No mires, recuérdalo. —Apoyando los antebrazos en los muslos duros como una piedra, Sarah se detuvo un segundo para estudiar lo que sostenía entre sus manos, luego inclinó la cabeza, abrió los labios y los deslizó suave y lentamente sobre la cálida y sedosa vara encerrada entre sus dedos.

Charlie gimió. Se le tensaron todos los músculos del cuerpo mientras ella recordaba las palabras de sus hermanas y utilizaba la imaginación para interpretarlas. Libremente.

Charlie siseó y apretó los dientes. Puso la mano en la cabeza de Sarah y enredó los dedos en sus cabellos. Por un momento, la joven se preguntó si la apartaría, pero entonces sintió cómo tensaba los dedos. Unos segundos después se dio cuenta de que él la estaba dirigiendo, enseñándole lo que le gustaba.

La inundó una felicidad vertiginosa, y entusiasmada se dedicó a aprender cuál era la mejor manera de conseguir que él suplicara. Una breve mirada hacia arriba le reveló que él mantenía la cabeza alzada y los rasgos tensos con una súplica apremiante. Ninguna otra imagen podría haberla complacido más.

Encantada, Sarah dedicó toda su atención a sus acciones, a aprender todo lo que pudiera de él.

Aquello último quedo demostrado cuando se alargaron los minutos y Charlie se aferró mentalmente con uñas y dientes a lo poco que le quedaba de control. ¿Cómo? ¿Dónde? No le importaba. No le interesaba saber cómo ella sabía eso, sino absorber con avidez y codicia cada pizca de placer que Sarah le brindaba de una manera tan inesperada.

La húmeda calidez de la boca de Sarah, su suave succión, cada vez más atrevida, los roces tentadores de su lengua, la leve caricia del pelo de la joven contra sus muslos mientras movía la cabeza provocativa y sensualmente, lo despojaron de cualquier pensamiento. Era su cautivo sensual, estaba total y completamente atrapado por ella.

Pero si bien Charlie mantenía los ojos cerrados y sentía una dolorosa opresión en los pulmones, estar a merced de Sarah no era lo que provocaba su reacción física o que se le hubiera tensado cada uno de sus músculos. El impacto mental de las acciones de su esposa era infinitamente más devastador. El hecho de que ella se hubiera puesto de rodillas porque quisiera, que lo hubiera tomado en su boca por voluntad propia y que deleitara sus sentidos tan patentemente, que interpretara los deseos más oscuros de él, haciéndolos realidad, le excitaba profundamente.

Eran ella y su poder, el poder que ahora esgrimía, el que la poseía, lo que más lo seducía. Por completo. Todo lo que Sarah hacía le excitaba tanto que se sentía indefenso para combatirlo, para levantar sus defensas contra ella. Contra todo lo que Sarah y la unión de los dos le hacían sentir.

Charlie ya había conocido la pasión y el deseo antes, pero con ella ambas cosas se intensificaban, se infundían de ese poder y eran, por consiguiente, más potentes e infinitamente más intensas. Más adictivas.

Y mezclado con todo ello, se arremolinaba en torno a él una posesividad cada vez mayor. Charlie jamás había sentido nada semejante, no con ninguna de las incontables mujeres con las que se había acostado, pero con ella, con su esposa, la posesividad no era un simple remolino, era un mar embravecido.

Hasta esa noche… Hasta que había entrado en el dormitorio, Charlie no había sabido cómo se comportaría, como se desarrollaría su encuentro, ni a qué nivel.

Una parte de él había esperado —había rezado— poder contener su reacción esa noche, dar un paso atrás, trazar una línea y mantenerse firme en ella, continuar el proceso que había empezado esa mañana de mantener su relación dentro de las directrices de un matrimonio de conveniencia.

Había logrado mantenerse alejado de ella durante todo el día, pero la visión de Sarah esperándole ante la chimenea, con las llamas titilando sobre ella, revelando la figura femenina bajo el traslúcido y camisón, había sido suficiente para acabar con su determinación y destruir la coraza que había esperado conservar.

Pero esto…

Sentía cómo el pecho se le oprimía mientras ella lo apresaba con sus labios firmemente y le deslizaba la mano por el muslo, cómo le palpitaba la erección cada vez que se hundía en la mojada calidez de la boca de su esposa.

Charlie aspiró profundamente y abrió los ojos. Bajó la mirada y la vio de rodillas ante él, con aquella gloriosa melena, dorada bajo la luz del fuego, ondeando sobre sus hombros, meciéndose cuando movía la cabeza para darle placer. Vio sus propios dedos hundidos en esos cabellos mientras sentía que ella lo tomaba por completo en su boca, que le rodeaba la base del pene con los dedos y apretaba.

Por un instante, Charlie permitió que sus sentidos absorbieran todo aquello, dejó que su yo interior, que rara vez liberaba, se perdiera en la gloria de ella y su devoción. Luego tomó aliento e intentó recuperar el control.

Lo que no fue nada fácil. Sentía que le daba vueltas la cabeza cuando recurrió a todas sus fuerzas para apartar la mano del sedoso pelo dorado y seguir la línea de la mandíbula. Luego deslizó los dedos bajo aquel velo dorado para levantarle la barbilla.

—Basta —dijo débilmente. Ella accedió más por la presión de sus dedos que porque se lo hubiera ordenado.

Le soltó y se sentó sobre los talones. Apoyando las manos sobre los muslos de su marido, deslizó la mirada por su cuerpo hasta llegar a sus ojos.

La expresión de Sarah, el resplandor de sus ojos y su cara, hizo que Charlie contuviera la respiración. ¿Había visto alguna vez una madonna tan satisfecha? Alargó los brazos hacia ella, la agarró por la parte superior de los brazos y la hizo ponerse en pie.

—Has abierto los ojos —murmuró ella.

Charlie le sostuvo la mirada durante un instante, luego la estrechó contra su cuerpo.

—Me toca —dijo, inclinando la cabeza.

La besó. No como antes, no con velos o corazas entre ellos, la besó con la muda voracidad que ella provocaba en él, con aquella tambaleante mezcla de pasión, deseo y necesidad… La necesidad de poseerla.

Completa y absolutamente.

Quería poseer su cuerpo y su alma, como ella poseía los suyos. Eso era lo que Sarah y el poder que tenía exigían. Pues que así fuera.

Sarah aceptó de buena gana la pasión que se desbordaba en el beso, pero jadeó interiormente cuando él profundizó la caricia, domándola implacablemente, indagando con la lengua y luego retirándose, sólo para regresar y retomar la posesión que ella sabía que llegaría.

Las sensaciones se perdieron en un ardiente remolino y Sarah se estremeció cuando Charlie le deslizó las manos por los hombros, soltándola para agarrar los bordes de la bata de seda y encaje. Se la arrancó y dejó que cayera al suelo. Con dos rápidos tirones, deshizo los lazos de los hombros del camisón a juego. La prenda se deslizó susurrante por el cuerpo de Sarah hasta formar un charco a sus pies.

Charlie le deslizó las manos por la cintura y la agarró, apretándola con fuerza contra su desnuda longitud. Ardiente, duro, masculino, la promesa de su cuerpo encendió el de ella como una llama, haciéndola derretirse, fusionarse y arder de nuevo. Conduciendo el fuego de las venas de Sarah hasta su vientre, alimentando su deseo y provocando que el dolorido vacío que la joven sentía en su interior creciera todavía más.

Charlie la tenía atrapada en el beso, pero ella quería tocarle, extender la mano para acariciar aquella parte de él que deseaba sentir en su interior, llenándola, estirándola, colmando ese doloroso vacío y satisfaciendo el palpitante deseo que corría por sus venas, pero cuando él la tomó entre sus brazos, Sarah se había aferrado a sus hombros, y cuando la estrechó con fuerza contra su cuerpo, deslizando las manos por su espalda y amoldándola a él, no pudo encontrar la fuerza o la voluntad necesarias para apartarlo y meter las manos entre ellos.

Luego, él la hizo arquearse hacia atrás y buscó con los dedos los rizos que cubrían su montículo para acariciarla. Lenta y provocativamente. Sus caricias fueron cada vez más intensas y profundas. Presionó un poco más en su sexo y encontró la carne entre sus muslos ya hinchada y mojada. Se la acarició con más exigencia, con más intimidad, con una posesividad que la excitó todavía más.

Charlie la privó de cualquier pensamiento amoldando sus labios a los de ella, metió una rodilla entre los muslos y deslizó primero uno y luego dos dedos dentro de la apretada funda de Sarah, La joven sintió que un ardiente fuego le recorría la piel cuando Charlie movió la mano entre sus muslos, atizando la conflagración interior.

El cuerpo de Sarah ya no le pertenecía a ella, sino a él, Charlie le había arrebatado el sentido, la había atrapado en ese momento. En el deseo que crecía continuamente, en la tensión que aumentaba con el fuego y la atenazaba.

En ese instante, él enterró sus dedos dentro de ella y Sarah se desintegró. Jadeó en medio del beso, pero él la presionó. En lugar de caer ingrávida en el familiar vacío, Sarah se encontró remontando una oleada de pasión incendiaria que la hizo subir cada vez más alto, luego Charlie retiró los dedos, la agarró por la cintura y la alzó contra sí.

Sarah interrumpió el beso. Con los ojos entrecerrados y los pechos hinchados, se agarró a los hombros de su marido y bajó la mirada a su cara, ladeando la cabeza.

La expresión de Charlie era una máscara de puro deseo.

—Rodéame con las piernas.

Ella apenas pudo obedecer aquella áspera orden. Tardó un momento en darse cuenta de que él había deslizado las manos bajo sus nalgas, sosteniendo su peso. Con esfuerzo, Sarah obligó a los músculos de sus piernas a obedecerle.

En cuanto lo rodeó con los muslos, él le bajó las caderas y Sarah notó su punzante erección contra la estrecha entrada de su cuerpo. Luego ella se hundió sobre su miembro.

Mientras él se impulsaba hacía arriba.

Sarah echó la cabeza hacia atrás y jadeó cuando la empaló, cuando la sensación de sentirlo duro en su interior engulló y envolvió sus sentidos.

Arrastrándola a un remolino de hirviente deseo, a una pasión abrasadora, a una necesidad tan fogosa que le derritió los huesos. Charlie la alzó y la bajó de nuevo, empujando hacia arriba a la vez, y cada terminación nerviosa que Sarah poseía se estremeció de placer.

Con una necesidad que él comprendía. Afianzando las piernas, Charlie la sujetó entre sus brazos delante de la chimenea, con las cálidas llamas bailando sobre la piel ruborizada de la joven mientras le agarraba las nalgas y la bajaba una vez más, sosteniendo su cuerpo contra el suyo y colmándola de nuevo una y otra vez.

Sarah le rodeó el cuello con los brazos y se aferró a él, con los sentidos estirados más allá de lo soportable, con el placer sensual rugiendo en su mente. Luego inclinó la cabeza mientras él alzaba la suya, y sus labios se encontraron.

Y el hambre rugió con furia.

No la de ella, ni la de él, sino la de ellos. Una fuerza más potente que cualquiera de los dos, capaz de someterlos a ambos. Una fuerza tan poderosa como para sumirlos en un estado sin sentido, en una necesidad vertiginosa… Una intimidad imparable donde nada más importaba, sólo la búsqueda desesperada del placer mutuo.

Hasta que alcanzaron el éxtasis. Hasta que los envolvió una ola ardiente, los hizo pedazos, los atrapó y los fundió.

Los destruyó.

Los disolvió.

Los refundió y los completó.

Cuando la tormenta pasó y regresaron al mundo, se encontraron con las piernas enredadas, sobre la alfombra ante el fuego.

Sarah tomó aire y le acarició la cara, iluminada por las brasas, con una mano mientras él la contemplaba y ella se maravilló nuevamente de lo que veía allí. La pasión, el deseo y la necesidad habían desaparecido, dejando en su lugar una emoción inconfundible, la única que guiaba aquellas otras emociones, que les daba una intensa vitalidad.

Abrumada, ella le sonrió. No había necesidad de palabras. Charlie la miró a los ojos, inclinó la cabeza y la besó suavemente; la más sencilla de las bendiciones.

Luego se apartó, la alzó en brazos, se levantó y la llevó a la cama.

Abrigado, saciado por completo, Charlie permanecía tumbado al lado de Sarah, escuchando la respiración regular de su esposa y el viento que soplaba furioso tras las ventanas.

Los dos sonidos reflejaban a la perfección lo que ambos sentían; Sarah había aceptado lo que había crecido y florecido entre ellos sin ningún titubeo mientras que él no había sido capaz de hacerlo.

La ardiente pasión que le había reclamado, que todavía lo embargaba a pesar de sus inquietos pensamientos, jamás había sido tan intensa, tan profunda y satisfactoria. No podía fingir lo contrario, no podía negar la intensa sensación de triunfo que había sentido cuando finalmente, Sarah se había derrumbado entre sus brazos, cuando el último vestigio de control de su esposa se había evaporado y le había entregado su cuerpo para ayudarle a alcanzar su propia liberación. Tampoco podía negar su satisfacción al compartir aquellos efímeros e indescriptibles momentos posteriores con ella.

Sarah era diferente y siempre lo sería. Y no importaba cuánto deseara que fuera de otra manera, no pensaba alejarse de todo lo que ella representaba. De todo lo que ella le daba.

Sarah era su pareja de una manera elemental, de una manera primitiva y posesiva que Charlie jamás había imaginado que pudiera aplicarse a él. Era suya. La había reclamado y ella se había entregado voluntariamente. Sería la madre de sus herederos.

De dónde habían salido esa agresividad, posesividad y arrogancia no lo sabía. Lo único que sabía era que aquello era una parte intrínseca de él, que era Sarah quien lo provocaba y que sólo ella podía satisfacerlo. Así de simple. Y eso, ese poder absurdo y potencialmente obsesivo lo había conducido hasta la situación a la que debería enfrentarse ahora.

Cuando estaba allí, a solas con ella en esa habitación, no había nada que él pudiera hacer —ni mucho menos imaginar— para evitar u ocultar esa verdad, lo que en realidad sentía por ella y cómo se sentía con ella. Cuando estaba allí, a solas con Sarah, la necesidad de poseerla era, simplemente, demasiado poderosa. Un doloroso e inesperado placer. Tomarla ya no era un simple deseo, si es que alguna vez había sido solo eso; él se sentía impulsado no sólo a deleitarla sensualmente, sino a enseñarle, y aún más, a cuidarla y protegerla por encima de todo. Era un impulso irresistible. E incontrolable.

Era un deber.

Pero su deber, a fin de cuentas, no sólo la incluía a ella. No cabía duda de que se había casado porque se había sometido a un deber mayor. Un deber que se regía por su lealtad, su devoción y su honor. Por su cautela.

Charlie era el defensor y el protector de su título, de sus tierras, de su gente. Su deber era velar por todo, garantizar tanto la seguridad como el futuro del condado. Era una parte indivisible de él, su derecho de nacimiento y por tanto un deber inalienable, uno que no podía arriesgar ni siquiera por ella.

Ni por sí mismo, ni por su propio placer.

Dos deberes, ambos importantes. No eran precisamente contradictorios —para ningún hombre supondría una dificultad cumplir con ambos—, pero no dejaba de ser un motivo de preocupación, un serio y potencial problema. No obstante, Charlie iba a tener que conciliar ambos; ese poder que ardía entre Sarah y él, y su obligación de controlar todas sus decisiones y no permitir que el amor lo controlara a él. No podía dejar que el amor se convirtiera en una obsesión capaz de regir su razón.

Entrecerrando los ojos miró fijamente la habitación en penumbra y reflexionó sobre el día anterior y la noche que había seguido.

A fin de cuentas, nunca tomaba decisiones en la cama.

Ideó un nuevo plan y lo estudió desde todos los ángulos.

Podía ser difícil, pero no imposible.

Y además era lo que tenía que hacer.

Sarah comenzó su segundo día de casada con más decisión, con más confianza en sí misma, que el día anterior. Aunque Charlie permaneció claramente distante en el desayuno y más tarde en el almuerzo, después de las revelaciones de la noche, la joven no albergaba ninguna duda sobre la naturaleza de su matrimonio.

La familia de Charlie todavía seguía allí, y su distanciamiento se hizo más que evidente durante todo el día. Estaba claro que la presencia de sus familiares hacía vacilar a su marido. Que le costara tomarse las cosas con más tranquilidad, adaptarse al matrimonio y aprender a relacionarse con su esposa. Aunque tenía como ejemplo los matrimonios de sus hermanas, sobre todo el de Alathea y Gabriel, y mucho antes el de Serena y su padre, Charlie era, después de todo, un hombre. No se habría molestado en prestar atención a cómo interactuaban esos caballeros con sus esposas.

Pero su marido era muy inteligente. Aprendería con rapidez. Y tiempo era algo que les sobraba, de hecho tenían el resto de sus vidas.

Así que Sarah emprendió el día con una sonrisa en la cara, sin preocupaciones que le nublaran la mente y llena de anticipación.

Tras el almuerzo, Charlie, Alec y Jeremy fueron a dar un paseo y caballo. Dejaron a Serena y a sus hijas recogiendo la sala que había sido el dominio de Serena años atrás. Sarah por su parte estaba instalando sus cosas en la salita que había elegido para ella.

Al parecer todas las condesas debían tener una salita privada. Serena le había mostrado esa mañana las salas de visita que existían en la casa, muchas de las cuales ni siquiera se usaban.

—Esta casa es tan grande —había dicho Serena— que no hay razón para verte obligada a usar la estancia que yo elegí cuando llegué aquí. Esta ha sido tradicionalmente la sala de la condesa —le había explicado Serena cuando llegaron a una salita al fondo del ala oeste, justo debajo de los aposentos del conde—. Pertenecía a la primera esposa del padre de Charlie. Aunque fue años antes de que yo me casase con él, no me parecía correcto usar esta habitación. Alathea todavía era una niña y no quise que creyera que estaba intentando suplantar a su madre o, lo que era peor, borrar sus recuerdos.

Sarah había examinado detenidamente esa salita, observando las altas ventanas y la puerta-ventana que se abría a la terraza que daba al sur. La luz era maravillosa. Era una estancia de gran tamaño como todas las de esa ala, y estaba decorada como correspondería a la salita de una condesa, con damascos y brocados en tonos dorados, marrones, verdes y marfil.

—¿Crees que a Alathea le importará que utilice esta sala? —le había preguntado Sarah a Serena volviéndose hacia ella.

Serena sonrió con placer.

—Oh, no… todo lo contrario. Creo que a ella le gustaría que te instalases en esta salita.

Y eso había hecho. Sarah había informado a Figgs, la temible ama de llaves, de su decisión. Figgs había ordenado al instante que una cuadrilla de criadas limpiara la habitación a fondo.

—Milady, la sala estará lista para después del almuerzo. Le diré a Crisp que avise a los lacayos para que traigan sus cosas y pueda instalarse.

Por la tarde, con el sol entrando a raudales por las altas ventanas, Sarah permanecía a solas en la silenciosa sala y más contenta de lo que había estado nunca.

Además de los cómodos sofás y sillones, la estancia estaba bien surtida de librerías, mesitas y un escritorio con una silla a juego que habían colocado contra una de las paredes. Con el olor a cera de abeja flotando en el aire, Sarah había dejado abierta la puerta de dos hojas que daba al pasillo y la puerta-ventana de la terraza.

Finalmente terminó de desempaquetar las tres cajas de libros y de colocar los volúmenes bien ordenados en los estantes, pero se quedó con un libro delgado en la mano. Lo estudió y le dio la vuelta. Examinó las cubiertas plateadas de la portada y contraportada bajo los inclinados rayos del sol. Había una espiral plateada grabada en el lomo. Sonriendo con cariño, trazó con la yema del dedo los grabados que cubrían todo el libro y luego acarició la gran amatista que había estampada en la portada.

Una sombra se interpuso entre ella y los rayos del sol.

Sarah levantó la mirada y el corazón le dio un brinco. Por un instante, pensó que era Charlie el que estaba en el umbral de la puerta-ventana, con su silueta recortada por la luz del sol, pero luego vio las diferencias. Charlie tenía el pelo más claro, el pecho más ancho y los rasgos diferentes.

La instintiva sonrisa de placer de la joven se había desvanecido. Había sido reemplazada por un saludo formal.

—Señor Sinclair. Qué amable de su parte venir a visitarnos.

Parecía como si el hombre se hubiese quedado paralizado, pero dado que tenía el sol a sus espaldas y el rostro en sombras, Sarah no podía asegurarlo. Quizás estaba tan sorprendido de verla como ella de verlo a él.

Sin embargo, las palabras de Sarah lo sacaron de su ensimisma miento.

—Lady Meredith —dijo él sonriendo, relajándose visiblemente.

Entró en la salita y ella le ofreció su mano. Él se inclinó sobre ella, haciéndole una pequeña reverencia, y luego le soltó la mano.

—Estaba buscando a su marido. —Llevaba entre las manos lo que parecía un boletín informativo—. Le dije que le traería esto. Es un boletín sobre los inversores del ferrocarril.

—Ah, ya veo. —Sarah no tenía ni idea de que Charlie estuviera interesado en el ferrocarril, pero sabía que le gustaba invertir—. Se ha ido hace rato. Debe de estar a punto de llegar.

—Lo sé —repuso Sinclair con una leve sonrisa—, por eso me he acercado hasta aquí. El mozo de cuadra me dijo que ya había regresado. Vi la puerta abierta y pensé que esta estancia era la biblioteca.

—La biblioteca está aquí al lado. En esta misma ala.

—Ah. —Sinclair bajó la mirada al diario con las cubiertas plateadas que ella todavía sostenía en las manos. Una vez más pareció quedarse extrañamente paralizado. Luego parpadeó—. Ese libro parece inusual. ¿Hay muchos así?

—¿Se refiere a este? —Sarah lo levantó, mostrándole la portada con la amatista—. Imagino que habrá muchos parecidos. Es un recuerdo de mi difunta tía, la hermana mayor de mi madre. Tenía un montón de ellos, cada uno con una piedra diferente en la portada. Cuando murió, cada una de sus sobrinas heredó uno como recuerdo suyo.

Sarah miró el libro con cariño, hojeando algunas páginas.

—Debo admitir que todavía no lo he leído, pero tía Edith era única para las recetas y consejos útiles. Como ahora estoy a cargo de esta casa, quizá pueda encontrar algo en él que me sea de utilidad.

—Me lo imagino.

La joven frunció el ceño interiormente ante el tono forzado de Sinclair. Entonces se oyó ruido de pasos en el pasillo. Sinclair y ella se dieron la vuelta cuando Charlie apareció en el umbral.

—Oh, ya has llegado. —La joven sonrió, pero Charlie había clavado los ojos en su inesperada visita. La mirada de su marido era dura y extrañamente… ¿desafiante? Sarah se apresuró a añadir—: El señor Sinclair te ha traído algunos papeles.

Sinclair sonrió. Se acercó a Charlie rezumando seguridad por cada poro de su cuerpo.

—Son los informes de inversión de los que te hablé —dijo, blandiendo las hojas.

La extraña tensión de Charlie desapareció.

—Ah, gracias. —Sonrió—. ¿Por qué no me acompañas a la biblioteca y los comentamos? —Apartó la mirada de Sinclair y la observó a ella—. ¿Nos disculpas, cariño?

Era una pregunta retórica. Sarah esbozó una dulce sonrisa y asintió cortésmente ante la reverencia de Sinclair y el gesto de cabeza de Charlie. Cuando se fueron, atravesó la estancia, abrió la tapa del escritorio y guardó allí el diario.

Luego cerró la tapa y se quedó mirando el escritorio, refunfuñando para sus adentros. Se dio la vuelta y observó la estancia. La sutil elegancia y la suntuosidad del lugar estaban revestidas con un toque personal.

Era una habitación preciosa y, ahora, le pertenecía.

Maldito Sinclair. Sarah había querido que la primera visita de Charlie a su salita privada acabara de otra manera.

De todas maneras, podría mostrársela cuando estuvieran solos esa noche. Y quizá podría pensar en alguna manera original de expresar su gratitud.

Sarah sonrió al imaginárselo y se acercó a cerrar la puerta-ventana.

La familia de Charlie —Serena, Augusta, Jeremy y sus otras dos hermanas con sus respectivos maridos— se fue al día siguiente. Todos se reunieron en el patio delantero a media mañana para despedirse de ellos.

Entre risas y sonrisas, las damas se hicieron recomendaciones unas a otras mientras los lacayos y criadas se apresuraban de un lado para otro con cajas y baúles. Finalmente, todos se metieron en los tres carruajes donde los caballos pateaban el suelo con impaciencia.

Sarah permaneció en el porche delantero mientras se despedía con la mano. Lamentaba verlos partir, pero a la vez se sentía agradecida. Serena tenía razón. Todos los recién casados necesitaban unas semanas a solas para adaptarse a la vida en común.

La última en abandonar la casa fue Serena, que envolvió a Sarah en un cálido abrazo.

—Ten paciencia, querida, y todo saldrá perfectamente —le susurró al oído.

Sarah le devolvió el abrazo y luego dio un paso atrás. Buscó la sabia mirada de su suegra y sonrió, tranquila y feliz.

—Así lo haré. —No sabía sí Serena se refería a Charlie o al cuidado de la casa, pero estaba segura de que todo saldría bien.

Serena se volvió hacia Charlie. Tendiéndole la mano para que la ayudara a bajar las escaleras, permitió que la condujera hasta el carruaje.

Se detuvo en medio del patio y lo miró.

Charlie le devolvió la mirada y vio, como había esperado, que tenía el ceño levemente fruncido. Su madre lo estudió durante un rato, luego levantó la mano enguantada y la posó en su mejilla.

—Es la mujer perfecta para ti. Cuídala. —Serena tenía una expresión seria y tierna, pero luego esbozó una sonrisa—. Y cuídate tú también.

Charlie le brindó una sonrisa cariñosa.

«Cuídate», era lo que Serena le decía cada vez que se separaban desde que él era pequeño.

Su madre le dio una palmadita en la mejilla, bajó la mano y se volvió a la puerta abierta del carruaje. Charlie la ayudó a subir las escalerillas, luego dio un paso atrás mientras un lacayo cerraba la portezuela.

Se despidió de Serena y Augusta con la mano y le hizo un gesto con la cabeza a Jeremy, que había preferido viajar en el pescante, al lado del cochero. Luego se dirigió al porche y se colocó al lado de Sarah para despedirse de los ocupantes de los tres vehículos por última vez. Cuando el último carruaje se puso en marcha, Charlie fue consciente de la calidez que desprendía Sarah a su lado. Era necesario retirarse mentalmente y dio un paso atrás.

Sarah se volvió hacia él con los ojos brillantes de felicidad.

—He pensado que, como aún no has ido a montar esta mañana, quizás podríamos cabalgar juntos. Hace días que no salgo con Blacktail.

Charlie la miró, más que tentado a aceptar su oferta, barajando la posibilidad de relajarse con ella, de cabalgar y reír para celebrar el hecho de que estaban juntos y solos, pero…

Charlie luchó contra esa tentación y logró mostrar una expresión impasible.

—Lo siento, pero tengo negocios que atender. —Se volvió hacia la casa. Luego, recordando las palabras de Serena, volvió la mirada atrás—. Si sales, que te acompañe un mozo.

Con una ambigua inclinación de cabeza, y sin atreverse a mirarla a los ojos, entró en la casa y se dirigió a la biblioteca.

Sarah permaneció de pie en el porche y lo observó marcharse. La felicidad que había brillado en sus ojos había sido reemplazada por un ceño.