Capítulo 11

CUANDO Charlie se dirigió con Gabriel a la biblioteca, los demás ya estaban allí.

Diablo se había sentado frente al escritorio, dejando para Charlie la silla que había detrás del mismo. Vane Cynster, primo de Diablo, estaba recostado contra una de las librerías. El hermano de Vane, Harry, conocido como Demonio, y Alasdair Cynster, hermano de Gabriel y al que todos llamaban Lucifer, habían cogido el sofá del otro lado de la estancia y lo habían acercado al escritorio.

Gyles, conde de Chillingworth, amigo y Cynster honorario, había colocado una silla junto a la de Diablo, mientras que Simon Cynster, el más joven de los presentes, y soltero como Barnaby, se había apoyado con elegancia en el respaldo del sofá.

Dillon, Gerrard y Barnaby habían cogido las sillas libres y se habían sentado entre los demás, mientras que Luc y Martin se habían apoyado en otra de las librerías, uno junto al otro, con las largas piernas cruzadas y las manos en los bolsillos.

Todos ellos tenían en sus rostros, duros y atractivos, una expresión seria y expectante. Gabriel se sentó entre Lucifer y Demonio en el sofá. Charlie sintió todas las miradas fijas en él mientras se dirigía a la silla detrás del escritorio.

Tomó asiento y miró a su alrededor, sosteniendo brevemente la mirada de cada uno de los presentes.

—Gracias por venir, Barnaby necesita nuestra ayuda en una misión.

Después miró a Barnaby, que explicó a grandes rasgos el motivo de la investigación.

Durante ese tiempo nadie se movió ni cambió de posición. Charlie estaba seguro de que incluso podría haber oído caer un alfiler sobre la alfombra Aubusson. Nadie interrumpió ni carraspeó.

—Aunque mi padre y otros pares están supervisándolo todo con ayuda de algunos altos cargos de la policía, quieren que resuelva este asunto ya. Dado que hay mucha gente rica, parlamentarios y caballeros influyentes, involucrada en las compañías del ferrocarril, cualquier investigación que llevemos a cabo deberá realizarse con suma discreción —concluyó finalmente Barnaby.

Luego guardó silencio. Los demás comenzaron a removerse y a intercambiar miradas. Como grupo eran poderosos de muchas maneras; ricos e influyentes, la mayoría tenían un título y habían nacido en el seno de la élite.

—Todos los aquí presentes —murmuró Gabriel— hemos hecho algunas inversiones financieras en compañías que pueden ser un objetivo de este… llamémosle extorsionista. Por lo tanto somos víctimas potenciales, aunque no vaya a perjudicarnos de una manera directa. Pero esta clase de actividad delictiva bien podría dar como resultado la bancarrota de algunas compañías y, por lo tanto, una pérdida de confianza en todo el sector financiero que a largo plazo afectaría a nuestras inversiones.

Diablo se removió en su asiento. Intercambió una mirada con Chillingworth antes de tomar la palabra.

—Existe un problema de fondo en todo esto que no sólo perjudica a nuestras inversiones individuales. —Lanzó una mirada a su alrededor—. Todos sabemos que el futuro de este país depende del éxito de las inversiones en infraestructuras, en especial las del ferrocarril. Los canales que se han construido durante los últimos decenios son de menor interés comparados con los ferrocarriles, algo que es de vital importancia para la próxima generación. Si se hace público que invertir dinero en una compañía de ferrocarril acarrea un riesgo pues dicha compañía puede ser objeto de extorsión y, en consecuencia, acabar en bancarrota, los pequeños inversores, esenciales para financiar el proyecto, se echaran atrás. A ninguno de ellos le gusta correr riesgos.

—Y mucho menos asumirlos —apostilló Lucifer.

Diablo asintió con la cabeza.

—En efecto. Y todavía más, si se da a conocer que un determinado lugar que está cerca de una ruta propuesta para el ferrocarril puede llegar a ser objeto de las tácticas disuasorias a las que nuestros extorsionistas someten a los agricultores, podría tener lugar un amotinamiento en esa zona, pues nadie permitiría que el ferrocarril cruzara por sus tierras.

—El hecho de que sólo perjudique a parcelas específicas no supondrá ninguna diferencia —dijo Chillingworth—. El pánico no se rige por la lógica.

La mirada de Barnaby se había vuelto distante. Había palidecido al darse cuenta del panorama que le pintaban.

—Santo Dios —dijo con voz débil—. No creo que mi padre y los demás se hayan planteado nada parecido.

Diablo hizo una mueca.

—Probablemente lo hayan hecho, pero no han visto ninguna razón para entrar en detalles. Aunque saben que serás discreto.

Barnaby parecía muy afectado.

—Cierto. Pero tales perspectivas hacen incluso más imperativo que identifiquemos y detengamos a este extorsionista.

—¿Estás seguro de que siempre es el mismo hombre o grupo quien está detrás de esas extorsiones? —preguntó Martín.

Barnaby asintió con la cabeza.

—Llegué a esa conclusión cuando intenté rastrear las ganancias exorbitantes de las ventas de algunas parcelas. Deduje que los beneficios debían volver finalmente a las manos de quien está detrás de todo esto, pero cada propiedad es comprada por una compañía distinta y vendida por la misma. Después de cada venta, la compañía original es disuelta, y sus ganancias, el dinero de la venta, transferidas a otras compañías, que a su vez pagan a otras empresas. Al intentar avanzar en mi investigación descubrí que no había más que una red de compañías que se disolvían en la nada.

»Y esa misma situación se repetía siempre que intentaba rastrear el dinero de la venta de una parcela. La compañía original conducía a otras y, aunque todas son diferentes, la estrategia es exactamente la misma. Es tan complejo y efectivo que me cuesta creer que esto haya sido planeado por dos personas diferentes.

Vane miró a Gabriel.

—¿Existe alguna manera de seguir el rastro en medio de tal laberinto?

—Debería haberla —respondió Gabriel—, pero si el extorsionista ha sido lo suficientemente listo para montar una red de compañías que sirva a sus intereses, entonces es muy probable que acabemos dando palos de ciego. Hasta que el gobierno apruebe una ley que obligue al registro de los dueños de las compañías, y me refiero a los propietarios legales, y todavía más importante, a los que reciben los beneficios que estas producen, en especial cuando han sido creadas para encubrir la identidad del propietario en el que revierten las ganancias, todo será una pérdida de tiempo.

Gabriel miró las caras que le rodeaban.

—Recomiendo que reservemos nuestros esfuerzos para investigar por otro lado.

Hubo muecas de disgusto por parte de todos ellos, y durante un buen rato reinó el silencio.

—Muy bien. —Luc miró a Barnaby—. Nuestras haciendas se extienden por todo el país. Deberemos mantenernos atentos ante cualquier indicio de extorsión que surja en cualquiera de las áreas que mejor conocemos.

Barnaby asintió con aire sombrío.

—Todos conocéis las zonas donde se piensa construir vías de ferrocarril con desniveles. Avisadme en cuanto escuchéis algo sobre ofertas de venta a los propietarios de las tierras colindantes. He pasado los últimos días examinando los terrenos entre Bristol y Taunton, y un poco más al oeste. Dada la topografía, es probable que nuestro extorsionador intente actuar en esta región, por lo que mantendremos vigilada esta área.

Suspiró y se reclinó en la silla.

—Parece que es todo lo que podemos hacer por el momento.

—En realidad —dijo Charlie, tamborileando con los dedos sobre el papel secante y mirando a Gabriel—, creo que hemos pasado por alto otro camino a seguir. Y es muy probable que nuestro malhechor también lo haya pasado por alto.

Gabriel sostuvo la mirada de Charlie durante un momento, pero luego, con un amago de sonrisa, sacudió la cabeza.

—No creo que tenga que ver con las finanzas. ¿A qué te refieres entonces?

—No estoy del todo seguro, pero… —Charlie miró a su alrededor y luego clavó los ojos en Gabriel—. Nuestro extorsionista ha sido muy hábil ocultando adónde va el dinero. Pero ¿ha sido igual de hábil ocultando la procedencia de ese dinero?

Todos los demás se pusieron en alerta. La tensión en la estancia se incrementó bruscamente. Se intercambiaron varias miradas mientras todos comprendían adónde quería llegar Charlie, luego clavaron los ojos en Gabriel.

Este asintió con la cabeza lentamente sin apartar la mirada de Charlie.

—Una pregunta interesante. —En la voz arrastrada de Gabriel había un toque depredador.

Charlie sonrió ampliamente, una sonrisa que reflejaba el aire depredador de su cuñado.

—Sin importar de dónde salga ese dinero, al final, las ganancias regresarán a su lugar de procedencia. Es la ley de las finanzas.

—Oh, sí —convino Gabriel—, y aunque nuestro hombre haya creado una red de compañías para ocultar los movimientos de las ganancias, si buscamos en la otra dirección, de dónde ha salido ese dinero para comprar las tierras, incluso aunque nuestro hombre vuelva a usar una red de compañías, podremos averiguar en qué momento han entrado esos fondos en la red.

—Los fondos que entran en la red… desde la fuente. Nuestro extorsionador. —Diablo arqueó una ceja en dirección a Gabriel—. ¿Es difícil rastrear los fondos que son el capital inicial de una compañía?

Gabriel no respondió de inmediato.

—No será fácil —dijo finalmente. Todos los presentes sabían que con ese «no será fácil», Gabriel había querido decir que sería muy difícil—, pero podemos intentarlo.

—Podríamos encontrarnos involucrados en una trama similar —dijo Charlie—, pero si nos concentramos en una sola empresa, y buscamos sólo el origen de la financiación, incluso aunque nuestro hombre se haya movido por varias compañías, todavía podremos dar con un rastro. Una suma identificable. Es poco probable que se le haya ocurrido pagar la suma inicial en cantidades más pequeñas. Además, el capital inicial habrá llegado por alguna ruta alternativa.

Gabriel asintió con la cabeza.

—Es algo que merece la pena investigar. —Miró a Barnaby—. Necesitaremos conocer todos los detalles que tengas de la compañía que haya comprado la parcela más cara de la que hayas tenido noticia. Cuanto mayor sea la suma invertida, más fácil será rastrearla. Podemos —Gabriel miró a Diablo— decirle a Montague que se centre en esa compañía, que averigüe todo lo que pueda de ella. Que busque el capital inicial a través de los movimientos bancarios. Con algo de suerte, debería ser capaz de seguir el rastro hasta las cuentas de nuestro extorsionados.

Diablo asintió con la cabeza.

—¿Le dirás qué debe buscar?

—Preferiría que lo hicieras tú. —Gabriel miró a Barnaby, luego a Charlie—. Estoy de acuerdo, tal y como ha dicho Barnaby, en que esta zona, de entre todas las regiones de Inglaterra, es donde probablemente invertirá nuestro hombre. Creo que seré más útil aquí, donde pueda vigilarlo de cerca.

La reunión terminó. Los caballeros regresaron al salón de baile en grupos de dos o tres, un número apropiado para ocultar el hecho de que había tenido lugar aquel encuentro. Y tuvieron éxito. Ninguna de sus madres, hermanas o esposas pareció haber notado su colectiva ausencia entre el todavía considerable gentío.

Aliviados por no tener que rendir cuentas a nadie, cada uno ingresó con su respectiva esposa o, en el caso de Simon, con su eterna irritación hacia Portia Ashford. Charlie encontró a Sarah charlando con dicha señorita sobre el orfanato. Saludó a Portia con la cabeza, tomó a Sarah del brazo y esperó a su lado.

Al regresar al salón de baile, Charlie les había indicado a los músicos que las sonatas que les había ordenado tocar mientras él estaba recluido en la biblioteca ya no eran necesarias y que podían volver a los valses.

Durante todo el día había contenido el inevitable efecto de la noche anterior, reprimiendo su impaciencia por probar su hipótesis y asegurarse de que su adicción a Sarah disminuiría una vez que fuera legalmente suya. Había actuado como se requería que actuara un aristócrata en el día de su boda, y él, ellos, se habían comportado como era debido. Pero la impaciencia de Charlie, ligeramente aplacada por la reunión en la biblioteca, había regresado con mayor ímpetu.

Dos minutos después, las notas de un vals inundaron la estancia.

Charlie susurró algo al oído de Sarah y, después de pedirle a una sonriente Portia que los disculpara, guio a su esposa a la pista de baile.

—¿Dónde te habías metido? —le preguntó Sarah en cuanto comenzaron a bailar.

Charlie bajó la vista hacia ella, luego miró por encima de su cabeza mientras la hacía girar por la pista.

—He estado hablando con los demás sobre negocios. Preferimos irnos a un lugar más tranquilo.

—Oh. —A Sarah pareció sorprenderle que él pudiera dedicar un solo pensamiento a los negocios en ese momento.

Como si él hubiera adivinado sus pensamientos, capturó la mirada de la joven y sonrió; fue su sonrisa más íntima y sincera, desprovista del sofisticado encanto que mostraba hacia los demás.

—Intentaba pasar el tiempo.

Ladeando la cabeza, Sarah le estudió, intentando descifrar qué había querido decir con eso.

—¿Pasar el tiempo?

—Hasta que… —La hizo girar otra vez mientras la guiaba entre la multitud de bailarines. Se detuvo en un rincón del salón donde un aparador elaboradamente tallado los ocultaba de la vista de todos.

Tomándola de la mano, buscó la mirada de Sarah.

—Hasta que podamos hacer esto. —Alargando la mano, hizo girar una manilla del mueble y una puerta oculta se abrió de pronto con un silencioso clic—. Y fugarnos.

El corazón de Sarah —y todas sus terminaciones nerviosas— dio un brinco, pero se limitó a lanzar una rápida mirada a los invitados que giraban en la pista.

—No te preocupes —murmuró él—. La mayoría se sorprendería más si nos quedáramos. —Rodeándole la cintura con un brazo la instó a cruzar la puerta. Sin mostrar una auténtica resistencia, la joven atravesó el umbral hacia un estrecho corredor de servicio.

Charlie la siguió y cerró la puerta. Volviendo a cogerle la mano, se la puso en el brazo y le indicó el camino. Sarah levantó la mirada hacia su cara.

—¿Por qué esperan que nos vayamos tan subrepticiamente?

—Para que evitemos una salida mucho más embarazosa, en especial la «despedida» que Jeremy, Augusta, Clary y Gloria habían planeado para nosotros durante los últimos días. —Arqueó una ceja—. ¿O de verdad quieres saber qué tenían planeado?

Sarah se rio y negó con la cabeza.

—Creo que viviré mucho más tranquila si no me lo cuentas.

—Gracias a Dios. Estaba seguro de que lo entenderías.

La joven percibió una auténtica nota de alivio en la voz de su esposo y sonrió para sus adentros. Luego recordó adónde se dirigían. Y para qué. Y se sintió dominada por un extraño nerviosismo. Sarah miró a su alrededor intentando orientarse mientras él la hacía tomar un pasillo que conducía a un estrecho tramo de escaleras.

Charlie abrió una puerta, y recorrió a Sarah con la mirada mientras la guiaba.

—¿Has estado antes en esta ala?

Entraron en un pasillo ancho y lujosamente decorado que evidentemente era uno de los pasillos principales de la casa. Sarah miró a su alrededor y luego a través de la ventana para orientarse. Los sonidos del salón de baile se habían desvanecido y ahora los rodeaba un denso silencio.

—No. Estamos en el ala oeste, ¿verdad?

Asintiendo con la cabeza, Charlie volvió a tomarla de la mano, engulléndola en la suya.

—Los aposentos del conde están en esta ala. Llegarás hasta aquí subiendo por las escaleras principales. —Señaló con la mano detrás de ellos mientras la guiaba hacia delante.

Sarah comenzó a tener dificultades para respirar.

Se dijo a sí misma que era una tontería sentirse así, como si Charlie y ella jamás hubieran estado juntos. Pero eso había sido en el cenador, en el profundo silencio de la noche, y no allí. Aquello era muy diferente.

El pasillo acababa en una antesala circular. Había una brillante mesa redonda en el centro con un florero chino de talle alto que contenía un ramo de flores del invernadero de la casa. Al entrar en la estancia, Charlie le soltó la mano y se volvió hacía ella. Alzando la mirada, Sarah parpadeó. Luego avanzó lentamente con la mirada fija en el enorme tragaluz circular que se abría por encima de la mesa.

Oyó un sonido a su espalda y se dio la vuelta. Vio a Charlie asegurando con unos pernos las enormes puertas dobles que separaban aquella antesala del pasillo.

Charlie dio un paso atrás y examinó su trabajo.

—Eso debería contenerlos.

Se volvió hacia ella y sonrió, luego acortó la distancia que había entre ellos. Charlie la miró a los ojos y vio el repentino nerviosismo que embargaba a la joven. Le brindó una sonrisa más suave, más íntima y tranquilizadora.

Alargó el brazo y le cogió la mano, pasándole el pulgar por los nudillos.

—No quiero que nadie nos interrumpa —dijo con total sinceridad.

Sin dejar de mirarla a los ojos, levantó la otra mano y le ahuecó la cara. Lentamente, le alzó la barbilla y, con la misma deliberada lentitud, inclinó la cabeza y la besó.

Fue un beso ligero, suave, que no exigía nada más que la respuesta instintiva de la joven. Una respuesta que Sarah le ofreció sin pensárselo dos veces.

Los labios de Charlie eran firmes, y ella se rindió a ellos, abrió los suyos y esperó. Cuando la lengua de su esposo encontró y acarició la suya, Sarah suspiró.

Durante un buen rato la boca de Charlie se movió sobre la de ella, entrelazando la lengua con la suya en una exploración lenta y sensual, reclamando aquello que era suyo. Le acarició la barbilla, deslizando los dedos más abajo, por la garganta, mientras le inclinaba la cara con el pulgar y ponía en práctica su considerable experiencia para atraerla hacia sí. Luego llevó la otra mano a la cintura de su esposa y la estrechó contra su cuerpo.

Era suya.

Cuando levantó la cabeza y la miró directamente a los ojos, estudiándole la cara, Sarah ya estaba sumergida en una red de placeres sensuales que sabía que se intensificaría en cuestión de minutos.

Que era lo que él quería.

Charlie curvó débilmente los labios; en su rostro había aparecido la expresión sensual que Sarah conocía tan bien. Él le liberó la cara y, tomándola de la mano, la hizo volverse hacia la puerta de su habitación.

Mientras la conducía a los aposentos del conde, Sarah se dio cuenta de que lo que había pasado entre ellos en el cenador nunca podría compararse con eso. Con lo que iba a suceder a continuación.

Sarah era ahora su esposa… esa era la diferencia.

Charlie abrió la puerta y la hizo pasar a la habitación. Con las pupilas dilatadas y los nervios de punta, Sarah se detuvo y miró a su alrededor. Oyó cómo se cerraba la puerta a su espalda. Los labios le palpitaban un poco por el beso compartido, y su respiración era superficial cuando contempló la enorme cama de cuatro postes elaboradamente tallados, con cortinajes de seda azules y la colcha del mismo color.

Sarah sintió la mirada de Charlie en su cara. Él se detuvo, observando cómo la joven miraba los ostentosos muebles, el dosel con cordones dorados que sostenía los cortinajes de la cama y las cortinas de terciopelo azul de las ventanas. Toda la habitación estaba decorada en tonos azules, incluso las flores de lis del empapelado blanco de la pared eran azules. En contraste, los lujosos muebles de madera dorada resplandecían: La cama, los altos armarios alineados contra las paredes, el tocador con un espejo oval situado entre dos ventanas y el confortable sillón de orejas que había al lado y que estaba tapizado en tonos azules. Sin embargo, el resultado final no era recargado.

Sarah bajó la mirada al suelo y vio que en las alfombras persas que cubrían el suelo de madera pulido se repetía el mismo patrón, una rica mezcla de tonos azules, marfiles y dorados.

Cada objeto donde posaba la vista era elegante, caro pero no recargado. Las lámparas, los candelabros de la pared, incluso los platos decorativos parecían formar parte del conjunto, de tal manera que uno no encajaría bien sin el otro.

Encantada, Sarah se acercó al tocador, donde habían colocado sus cepillos. La imagen hizo que se estremeciera, aunque no pudo explicarse por qué.

Se movió para asomarse a las ventanas. Daban al sur, al jardín que rodeaba el lago artificial. Los árboles bordeaban el césped con las ramas todavía desnudas, aunque ya comenzaban a surgir los primeros brotes verdes.

Era media tarde. El día llegaba a su fin y el sol comenzaba su declive, aunque aún había luz suficiente para ver con claridad. Charlie se situó junto a ella en la ventana y Sarah aspiró profundamente antes de volverse hacia él y mirarle a la cara.

Charlie estaba a menos de treinta centímetros de ella y la miró a los ojos. El deseo estaba grabado en cada ángulo y plano de su rostro, volviéndolo más afilado, un rasgo que ella conocía muy bien. Los ojos azules de Charlie eran resueltos; le estudiaba la mirada, la expresión intentando leerle el pensamiento.

Sarah esperaba que tuviera suerte; ella no podría haberle dicho lo que sentía en ese momento, sencillamente no encontraba palabras para expresar tal cúmulo de sentimientos.

—Sólo podía imaginarte rodeada de azul. Espero que te guste, pero si no es así puedes cambiarlo todo —dijo Charlie, rompiendo el silencio.

Tenía la voz ronca, cargada de deseo.

Ahora que lo miraba a los ojos, Sarah supo instintivamente qué era lo que la había hecho estremecerse. Charlie había decorado ese lugar para ella; allí, en esa habitación, ella sería su esposa de la manera más íntima y elemental.

Haciéndose eco de sus pensamientos, Charlie le tomó las manos entre las suyas. Clavando sus ojos en los de ella, alzó primero una mano y luego la otra a sus labios y le besó los sensibles nudillos.

—Todo lo que ves —murmuró Charlie— forma parte de tus dominios. Ahora eres dueña y señora de este lugar.

Sarah le miró y sintió que el poder que los había envuelto a los dos en el cenador volvía a rodearlos con una fuerza intrínseca, constante y real.

Pero allí, en esa habitación, crecía y ardía con más intensidad.

Sarah liberó su mano de las suyas y alargó el brazo para tomarle de la nuca. Luego se puso de puntillas y lo besó, ofreciéndose a él, al poder que los unía.

Charlie la rodeó con sus brazos y la estrechó contra su cuerpo. Respondió a los labios de la joven y sin ningún esfuerzo asumió el control del beso, haciéndolos girar en medio de las llamas.

Como si estuvieran bailando un vals sensual.

El retumbar de sus corazones, el ritmo creciente y alentador de la pasión en cada latido; el beso, cada vez más ardiente y desenfrenado, alimentaba esa sensación y hacía que los sentidos de ambos giraran sin parar, dejándolos mareados.

Los dos se turnaron para deshacerse de la ropa. Ella le despojó del pañuelo del cuello mientras él abría los diminutos botones de perla de la espalda del vestido. Había docenas de ellos. La joven lo interrumpió para forcejear con la chaqueta ceñida de Charlie y aprovechó para quitarle también el chaleco.

Charlie volvió a rodearla con sus brazos y a estrecharla contra su cuerpo, sin dejar de besarla con insistencia y exigencia, excitándola cada vez más.

La familiar sensación de fuego volvió a fluir entre ellos, atravesándolos a toda velocidad mientras ella luchaba para abrirle, con las manos atrapadas entre sus cuerpos, los botones de la camisa. Al mismo tiempo él le desabrochó el último botón de perla y con un gruñido de frustración la soltó para deshacerse del pesado vestido de seda.

Sarah sacó los brazos de las ceñidas mangas al tiempo que Charlie le deslizaba el corpiño hasta la cintura, luego las faldas cayeron al suelo con un suave frufrú. Él le tomó la mano para sostenerla mientras ella obedientemente, casi ansiosamente, se levantaba las enaguas y daba un paso adelante para liberarse por completo de las faldas.

Un paso que la alejó de la ventana pero que la acercó más a la cama.

Consciente de eso, del intenso ardor que brillaba en los ojos azules de Charlie, Sarah permitió que la abrazara de nuevo, pero levantó las manos y le deslizó la camisa abierta por los hombros y los brazos.

Todavía tenía los puños abrochados.

Charlie masculló un juramento y la rodeó con los brazos para forcejear con los botones detrás de la espalda de Sarah mientras la estrechaba contra su cuerpo e inclinaba la cabeza para besarla; un beso, de eso no cabía la menor duda, que pretendía dejarla sin sentido, pero Sarah no pensaba consentirlo. Colocó las palmas de sus manos sobre el pecho masculino y lo empujó ligeramente, apartándolo lo suficiente para hacer lo que deseaba.

Después de todo, él era parte de sus dominios.

Uno que quería poseer en ese momento.

Por completo.

Más completamente de lo que había podido hacer en el restringido espacio del cenador. Ahora, bajo la tenue luz del día invernal, Sarah podría apreciar el ancho y musculoso pecho de Charlie, cada banda de músculo esculpido y la fuerza que contenía. Extendió los dedos y lo exploró, apretando las palmas de las manos sobre la cálida piel, suave como el acero candente. Una fina capa de vello castaño y rizado le cubría el torso, y Sarah enredó los dedos en ella. Bajo aquel vello, sus dedos indagadores descubrieron los discos planos de las tetillas y se los acarició con atrevimiento.

Charlie se quedó inmóvil, conteniendo el aliento, tensando los músculos. Encantada y fascinada, Sarah siguió acariciándolo. Instintivamente sabía que a él le gustaba lo que estaba viendo, que también él se sentía fascinado por lo que ella estaba haciendo.

Pero ¿hasta dónde llegaría esa fascinación? ¿Hasta dónde le tentaría? Levantando la vista del pecho de Charlie, Sarah lo miró a los ojos mientras deslizaba las manos por el plano abdomen, recreándose en los músculos que se tensaban bajo su tacto. Luego las bajó a la bragueta para desabrocharle los botones del pantalón.

Los ángulos y planos del rostro de Charlie se hicieron más afilados y duros, más definidos. Apretó los dientes cuando Sarah le abrió los botones, pero la dejó hacer sin dejar de mirarla a los ojos.

Permitió que le desvistiera hasta quedar desnudo ante ella, hasta que no hubo ninguna prenda sobre su cuerpo que ocultara su belleza masculina.

Con los pulmones constreñidos y la boca seca, Sarah lo contempló totalmente asombrada. Era todavía más hermoso, más elegante y masculino sin ropa que con ella. La joven deseó dar un paso atrás, varios en realidad, para tener una mejor perspectiva, pero instintivamente sabía que él no se lo permitiría. Permanecer quieto y sostener la mirada fascinada de su esposa lo estaba llevando casi al límite del control.

Un límite que ella tenía intención de hacerle traspasar, aunque todavía no.

Inspirando profundamente, Sarah alargó el brazo y le puso la mano en la cintura. Luego la movió lentamente, rozándole el estómago con la yema de los dedos, deslizándoselos por las caderas mientras giraba alrededor de él.

Cuando pasó junto al hombro de su marido, vio que este cerraba los ojos, que apretaba los dientes. Que cerraba los puños. Pero, al sentir la cálida mano de Sarah contra su piel, permitió que ella se acercara y lo rodeara lentamente. La joven lo hizo, maravillándose de las líneas largas y definidas de su cuerpo, de los suaves planos y los duros ángulos, de los poderosos y flexibles músculos de sus hombros y espalda, de las fuertes piernas.

Podría haber sido el modelo de un escultor. Cada línea de su cuerpo parecía haber sido modelada por los dioses.

Sarah se detuvo detrás de él, le puso los dedos en el hueco de la espalda y sintió la tensión que lo atravesaba en reacción a su caricia, a su mirada.

La joven continuó avanzando sin dejar de mirarle, recreándose en su imagen mientras lo rodeaba. Charlie abrió los ojos cuando ella completó el círculo. En el mismo momento en que Sarah se detuvo delante de él, antes incluso de que tuviera la posibilidad de alzar la mirada, él alargó el brazo y la agarró de la cintura, haciéndola girar para poder desatarle con rapidez las cintas que le aseguraban las enaguas.

Sarah sintió la violencia en los rápidos e impacientes tirones. Después de todos los pasos que habían dado, ahora estaban enfrente del tocador. Sarah vio el reflejo de Charlie en el espejo; estaba detrás de ella con la cabeza inclinada y la atención puesta en desatar los nudos.

En desnudarla.

Sarah no pudo contener una risita seductora. Charlie levantó la cabeza y sus ojos se encontraron en el espejo; el fuego que ardía en la mirada masculina abrumó a la joven.

Lo que vio en sus ojos le robó el aliento.

La privó de cualquier pensamiento, mejor dicho, centró cada uno de ellos, y todos sus sentidos, en él, en ellos dos.

Sarah estaba completamente cautivada cuando él bajó la mirada y con un último tirón le soltó las cintas. Bruscamente, Charlie le deslizó las enaguas por las piernas hasta que cayeron en un charco a sus pies.

Ahora sólo llevaba puestos la camisola, las medias, los ligueros y los escarpines de boda. Para esa ocasión, la camisola era de la seda más fina, casi transparente. Charlie le puso la mano en la cintura y la tela no supuso una barrera más sólida que una tela de araña entre su piel y la de él.

La piel de la joven se calentó bajo la mano dura. Charlie levantó la vista y capturó la mirada de Sarah en el espejo.

—Me toca.

La voz de su marido era baja y ronca, cargada de una emoción masculina que ella desconocía. Deslizó la mirada por su cuerpo envuelto en seda. Sarah abrió mucho los ojos y esperó, conteniendo el aliento, a ver qué haría él a continuación.

Charlie se inclinó y cogió el taburete del tocador para colocarlo delante de Sarah.

Se irguió de nuevo, muy cerca de ella; el calor que emitía su cuerpo se extendió por su espalda mientras le ponía una mano en la cintura para sujetarla. Buscó la mirada de la joven en el espejo.

—Pon un pie en el taburete y quítate la media.

Las terminaciones nerviosas de Sarah se tensaron y anudaron. Tomó aire e hizo lo que le decía. Sacó el pie del escarpín de raso y lo apoyó en el taburete. Cuando los dedos del pie tocaron el terciopelo, la camisola se abrió, revelando el liguero antiguo que sujetaba la media.

Sarah tocó el liguero bordado al tiempo que él le ponía la mano en la parte de atrás del muslo, con lo que la pierna de la joven quedaba completamente expuesta. Él la acarició lentamente, haciéndole contener la respiración. Mareada, agarró el liguero mientras con dedos firmes él la ayudaba a bajárselo. Charlie siguió el recorrido de la media hasta la rodilla, acariciándole el sensible hueco de las corvas; luego, lenta y provocativamente, subió la mano de nuevo hasta el muslo al tiempo que ella se quitaba la media y el liguero antes de poner de nuevo el pie en el suelo.

Sarah cogió fuerzas para repetir todo el proceso con la otra pierna. Sabiendo como sabía lo que vendría después, trató de ganar tiempo.

—Los ligueros eran de tu madre, ¿lo sabías? —dijo jadeante, esperando distraerlo y ganar otro minuto para calmar sus nervios—. Eran algo prestado.

—¿De veras? —repuso él con un gruñido. Le apretó la cintura con los dedos—. La otra pierna.

Sarah tomó aliento e hizo lo que le decía, aunque esta vez fue incapaz de contener un estremecimiento cuando él la acarició, pues una vez que se deshizo de la media Charlie subió la mano por el muslo hasta acariciarle las nalgas.

A la joven se le debilitaron las rodillas y casi se tambaleó.

Charlie apartó lentamente la mano y se acercó un paso más.

Le rozó los hombros con el pecho y ella pudo sentir la dura erección contra la espalda antes de rodearle la cintura con las manos. Sarah volvió a mirar el espejo, preguntándose qué estaría planeando su marido pero, aunque él también miraba su reflejo, no la miraba a los ojos.

Él subió lentamente las manos por los costados. Con los pulgares le rozó —oh, tan suavemente, tan tentadoramente— la parte inferior de los pechos ya tensos. Un estremecimiento sensual atravesó a Sarah. Desde debajo de sus párpados repentinamente pesados, Sarah vio que Charlie curvaba ligeramente los labios.

Desplazó las manos más arriba y le ahuecó los pechos, cerrando los dedos sobre ellos de una manera casi posesiva. Luego inclinó la cabeza y le rozó la oreja con los labios.

—Ahora nos desharemos de esto —murmuró.

Tiró de la cinta que anudaba la camisola, desatando el lazo que anidaba entre sus pechos. Tomó la tela entre los dedos y la deslizó lentamente hasta la cintura, dejándole los pechos al descubierto. Luego hizo un movimiento de muñeca y la fina seda flotó alrededor de sus piernas hasta caer al suelo.

Dejándola tan desnuda como estaba él.

Sarah no sabía qué estaría viendo Charlie, o qué habría esperado ver. Tuvo que luchar para continuar respirando, calmar sus vertiginosos pensamientos y encontrar el valor suficiente para levantar la mirada al espejo y buscar la mirada de él en el reflejo, para ver tatuada en sus rasgos… la misma fascinación que sentía ella ante el cuerpo desnudo de su marido.

El placer que sintió fue como una droga que arrasó sus sentidos mientras le observaba deslizar los ojos por su cuerpo, mientras le veía alzar de nuevo aquella cálida y devoradora mirada hacia su rostro.

Sus ojos se encontraron en el espejo, y Sarah dejó que leyera en ellos la alegría que sentía al saber que la encontraba tan deseable como ella a él. Luego la mirada de Charlie bajó a sus labios.

Sarah se tensó para darse la vuelta, pero él le aferró la cintura con las manos y la inmovilizó.

—No. Espera. —Con los ojos clavados en el cuerpo de ella, Charlie la soltó y dio un paso atrás. Sarah se sintió acalorada cuando él deslizó la mirada por su espalda como si fuera una caricia, un toque que también notó en las nalgas y en la parte posterior de las piernas. Entonces Charlie alargó el brazo y le cogió la mano, haciéndola girar muy lentamente.

El calor que embargaba a Sarah se convirtió en fuego potente cuando se detuvo frente a él. Charlie le miraba a los pies.

Su marido fue subiendo la vista muy lentamente. Fascinado pero resuelto, Charlie recorrió cada centímetro de su piel.

Sarah luchó para contener los estremecimientos que la atravesaban cuando los ojos de Charlie alcanzaron finalmente los suyos, impulsivamente dio un paso hacia delante, pero él la detuvo con la mano todavía en su espalda.

—No. Todavía no —dijo Charlie, exhalando tan bruscamente como ella. Su voz era un murmullo áspero y ronco, en la que claramente se reflejaba que intentaba mantener el control—. No tienes ni idea de cuánto tiempo he esperado para poder verte así.

El tono de su voz, su cadencia, se filtró en la mente de la joven con un mensaje mucho más profundo, más primitivo y evocador que sus palabras. Sarah se retorció, pero él la inmovilizó con más fuerza.

Después alzó la otra mano y, con la más leve de las caricias, le rozó el pecho con el dorso de los dedos, luego lo rodeó y le acarició la parte inferior.

Sarah se estremeció y cerró los ojos.

—Esperando esto. —Las palabras provocaron el mismo efecto en Sarah que su tono ronco—. Esperando para tomarte. Ansiando tomarte.

Los dedos de Charlie le recorrieron la piel, dibujando intrincados patrones sobre ella.

Sarah sintió que ardía con cada roce, con cada provocativa caricia.

Charlie llevó las manos al pelo de la joven, buscando y retirando las horquillas que sujetaban la pesada melena de color castaño dorado. De una manera lenta él le deshizo las trenzas y las extendió sobre sus hombros.

Se acercó a ella.

Sarah sintió su aliento en la mejilla y percibió el embeleso de su esposo cuando dijo:

—Eres una diosa y una ofrenda, las dos cosas a la vez. Eres la mujer que adoro, la mujer que debo tener. La mujer que tomaré y que a su vez me tomará a mí.

Charlie no sabía de dónde habían salido esas palabras, sólo sabía que eran ciertas; podía sentir cómo resonaban profundamente en su interior. Un lugar donde sólo ella, la dulce e inocente Sarah, había llegado.

Esas palabras contenían la verdad, la verdad de los dos y de lo que había crecido entre ellos; la verdad que los rodeaba ahora y que los envolvería siempre. Adorarla era una pasión que él demostraba abiertamente con sus manos, sus labios, su boca y su cuerpo.

La sujetó allí, desnuda ante él, mientras le acariciaba cada curva, cada línea del cuerpo delgado. Mientras la sumergía en las más íntimas delicias, disfrutando del placer de tocar sin ser tocado. En sus anteriores encuentros sexuales, Charlie había aprendido qué era lo que más enardecía los deseos de Sarah, lo sensible que era la parte inferior de sus pechos o cuánto le excitaba que la acariciara las nalgas. De una manera lenta y firme aplicó sus conocimientos, incitándola a una pasión que rivalizaba con la suya.

Charlie se tomó su tiempo. Implacable en su necesidad de adorarla, pasó varios minutos saciando su curiosa voracidad; sólo la tomó en sus brazos y la estrechó contra su cuerpo cuando Sarah fue incapaz de seguir en pie.

Se unieron, piel con piel, carne ardiente con carne ardiente. Sarah se quedó sin aliento y él contuvo un largo estremecimiento. Luego ella se movió contra él, acariciando con sus sedosas piernas las más duras y velludas de él, acunando la dolorida erección en su vientre. Charlie hundió una mano en el cabello brillante de la joven y agarrándolo la hizo ladear la cabeza mientras inclinaba la suya para besar la de manera dura, implacable y exigente.

Charlie estaba resuelto a tener todo el control esta vez, a no debilitarse ni ceder ante ella en ningún momento. En vista de lo ocurrido anteriormente entre ellos, reducirla a un estado de puro deseo parecía una idea sabia.

Había niveles de fuego, grados de llamas sensuales. Bajo las experimentadas caricias de Charlie, cada vez más duras y urgentes, más encaminadas a un objetivo inquebrantable, Sarah se calentó, pasando lenta pero segura de un nivel al siguiente, de un ardiente grado de anhelo a unas llamas cada vez más profundas.

Charlie la acompañó, pero él estaba más acostumbrado al calor de la pasión, a su latido, a resistir el impulso que crecía en su interior.

Hasta que el incendio sensual los capturó a los dos, tanto a él como a ella. Hasta que los envolvió en un abrazo tan ardiente que incineró cualquier pensamiento racional y sólo los dejó conscientes del intenso deseo de unirse.

El deseo ardió en llamas cada vez más candentes. La pasión rugió a través de esas llamas.

Charlie se inclinó, la cogió en sus brazos y la llevó a la cama. La dejó sobre la colcha de raso que tenía el mismo color de los ojos de Sarah, extendiendo su pelo, un velo brillante, sobre las almohadas, mientras ella se contorsionaba y trataba de abrazarle, ardiente y lasciva, casi muerta de deseo. Charlie se detuvo un segundo saboreando la imagen de la joven desnuda, excitada, y toda suya, sintiendo, mientras se movía para unirse a ella, una chispa de algo parecido al triunfo oscurecido por la tormenta de deseo que le atravesaba todo el cuerpo.

Ese momento de lucidez fue suficiente para que Charlie volviera a tomar las riendas, y mientras se acostaba al lado de ella en la cama considerara cuánto más allá podría presionarla, cuánto más alto podría llevar la pasión que la envolvía antes de permitir que traspasara el límite.

Cuanto más alto, cuánto más placer, para ella y para él.

Charlie le cogió la mano que Sarah alargaba hacia él y se inclinó sobre ella haciendo que su torso le rozara los tensos picos de los pechos mientras la besaba profunda y desenfrenadamente, haciéndola saber de qué manera tan salvaje llenaba ella sus sentidos con aquel provocativo sabor.

El sabor de la pasión y de la dulce inocencia.

La combinación era una mezcla adictiva, pero ahora su mente se ceñía a un plan, la ejecución no requería más pensamientos.

Sólo acción.

Sujetándola sobre los cojines de la cama, la besó y la acarició provocativamente hasta que ella se arqueó, rogándole con su cuerpo que la complaciera. Interrumpió el beso para deslizar los labios por la línea tensa de la garganta de Sarah y la curva cremosa de sus pechos, dándole la primera lección que le había pedido.

Charlie se recreó en los pechos de su esposa, sin dejar ni un centímetro sin lamer, chupar y succionar mientras ella se contorsionaba y jadeaba bajo él, mientras le tomaba la cabeza entre las manos al tiempo que él extraía hasta el último aliento y gemido que ella podía darle.

Se deslizó luego por la cintura de Sarah, deteniéndose un momento para homenajear el hueco sensible del ombligo antes de seguir su camino hacia abajo.

Atrapando una de las largas piernas de Sarah bajo las suyas, la alzó e inmovilizó sobre su hombro, depositando un beso ardiente en los rizos que protegían el sexo femenino.

Charlie la oyó jadear y sintió cómo se estremecía, tensa y envuelta en el placer. Alzando la mirada hacia ella, vio cómo el intenso azul ciano de sus ojos ardía bajo los párpados, cómo los labios, hinchados y húmedos por sus besos, se abrían con incrédula sorpresa. Lentamente, él se inclinó más abajo y puso los labios sobre la carne resbaladiza e hinchada entre sus muslos.

Sarah se retorció y gimió. Charlie la lamió y ella gritó. La joven alargó la mano hacia él, pero sólo pudo tocarle la cabeza. Enredó los dedos en sus cabellos y tiró con fuerza, pero él la lamió otra vez de una manera lenta e indagadora y ella dejó de moverse.

Esperó jadeando, con los ojos cerrados.

Jactándose interiormente, Charlie decidió adorarla de esa manera también, saboreándola, llenando sus sentidos con ella, y los de ella con él.

Sarah le dejó hacer, permitió que la saboreara tal y como deseaba, dejó que la probara con la lengua y la volviera loca.

Él tanteó y ella se rindió. Él tomó y ella entregó. A cambio. Charlie le dio placer con una inquebrantable devoción que la hizo sollozar y gemir su nombre.

Charlie se incorporó y la hizo rodar sobre la espalda. Trazó un sendero de besos ardientes por el vientre y los pechos mientras se deslizaba sobre ella, separándole los muslos y acomodándose entre ellos. Apoyándose en los brazos mientras la besaba, saboreó el deseo desesperado en los labios de Sarah. Entonces, con un único y fuerte envite, se unió a ella.

Sarah se ciñó en torno a él como un guante y él se quedó sin aliento. Como la diosa que había nombrado antes, ella le dio la bienvenida a su templo y lo acogió en él.

Charlie se movió y ella respondió con total fluidez mientras se abandonaban a un baile familiar. Charlie perdió su capacidad de raciocinio cuando se vio envuelto en un torbellino de sensaciones que lo hizo volar, y caer.

Y ya no hubo nada parecido al control, ninguna clase de contención una vez que los dos soltaron las riendas. Sólo existían él y ella, y el violento placer que los atravesaba buscando una liberación que se habían negado durante demasiado tiempo.

A través de la tempestad de sus pasiones, a través de la salvaje y turbulenta cabalgada, Sarah sólo fue consciente de las sensaciones que le asaltaban y abrumaban la mente grabándose a fuego en su conciencia. A pesar del calor y del placer suplicante que provocaba el cuerpo que se movía sobre el de ella, a pesar de los poderosos envites y de la imposible y clamorosa urgencia que la hacía inclinar las caderas para tomarle aún más profundamente, que la impulsaba a arquear la espalda instándole desesperadamente a que la montara con más fuerza, el único elemento que brillaba a través del rugiente velo de la pasión era el deseo que Charlie sentía por ella. Igual de profundo, poderoso y exigente que su deseo por él.

No… más.

Por él, en él, ese deseo era tan intenso, tan profundamente arraigado, que Sarah no dudaba de que Charlie daría hasta el último aliento por saciarlo, por consumarlo, que daría la vida por ella allí en su cama. Ese deseo que lo controlaba, que lo guiaba, también arrastró a Sarah dentro de aquel torbellino que lo envolvía hasta que estuvo tan desesperada como él por encontrar la manera de aplacarlo, de saciarlo, de rendir culto en su templo y sacrificarse a sí misma en el altar.

Y por fin, en el momento final, cuando ella rasgó con las uñas el velo sensual, vio claramente el poder del deseo, vio, sintió lo que sus propios sentidos habían sospechado que era.

Incuestionablemente, sin lugar a dudas.

En ese momento él empujó una última vez y con un grito ella se desintegró; con un sollozo perdió el contacto con la realidad y cayó, ingrávida durante unos segundos, se dejó caer pesadamente en el suave mar del placer satisfecho.

El éxtasis la envolvió, la inundó, la elevó, dejándole las piernas laxas, eliminando hasta la última pizca de tensión. Luego el resplandor se hizo más intenso y llameó al tiempo que con un gemido gutural él se tensaba entre sus brazos.

Sarah lo miró con los ojos entrecerrados, captando el momento en que los rasgos de Charlie quedaron desprovistos de toda sofisticación, de todos los velos y máscaras. En el instante en el que él se perdió en ella, cuando se estremeció y finalizó de una manera tormentosa, sólo había una emoción grabada en su rostro.

Una que Sarah estaba segura de reconocer en su corazón.

Charlie cayó sobre su cuerpo, tan débil como ella. La joven cerró los ojos mientras curvaba los labios. Recordó las palabras de su marido. Y supo que allí, en esa habitación, en sus dominios, él era suyo.

Pero si bien regía en aquella dimensión física, también quería regir en otra dimensión, en otro mundo dominado por el amor.

El de él y el de ella. Sarah lo había sentido en ella; lo había sentido y visto en él.

Sin lugar a dudas.

Charlie se incorporó y cayó pesadamente a su lado. Luego la atrajo hacia sus brazos y ella acudió gustosa; la complacía y la hacía más feliz de lo que jamás había soñado.

Allí, con Charlie, estaban su vida, su futuro, el camino correcto para ella. Con él encontraba la satisfacción que buscaba. Con él todo estaba bien.

Había tomado la decisión correcta.

Sus pensamientos iban a la deriva, su mente estaba abrumada por el placer.

—Te amo —susurró segura entre los brazos de Charlie con la mejilla apoyada sobre su pecho.

Si bien ya comenzaba a dormirse, oyó la leve sorpresa en su propio tono de voz y sonrió.

—Y sé que tú me amas también.

Se durmió entre sus brazos, y se sumergió en unos sueños colmados de dicha.

Tumbado sobre su espalda, con los suspiros casi etéreos de Sarah en su cabeza, Charlie yacía bajo el suave peso de su mujer, rodeándola con los brazos, con su cuerpo demasiado saciado para tensarse.

Clavó la vista en el dosel de seda del mismo color que los ojos de su esposa.

Y se preguntó qué era lo que había resultado mal en su maravilloso plan.

Charlie se despertó cuando el sol comenzaba a despuntar en el cielo. Mientras una rosada claridad salpicaba el horizonte, hundió los dedos en la hinchada y lujuriosa suavidad de Sarah; dormía a su lado y la acarició suavemente hasta que, con la misma lentitud del sol naciente, ella suspiró, y sonrió cuando él se deslizó en su cuerpo.

La penetró lentamente, sin perder ni una pizca de control, estudiándola con rigidez, desesperado por convencerse de que su adicción y su rugiente deseo por ella se habían acallado. De que el poderoso impulso que lo guiaba, que alimentaba su incontrolable necesidad y crecía inexorablemente en su interior hasta apoderarse de él, hasta hacerle perder el control y arrastrarlo fuera de este mundo, había menguado.

Pero no lo había hecho. En lo más mínimo.

De hecho, parecía que sólo había aumentado.

Abrazó a Sarah hasta que volvió a quedarse dormida, luego Charlie se tumbó de espaldas y clavó una mirada ciega en el techo, enfrentándose a la dura realidad mientras un frío amanecer se alzaba sobre sus tierras.

Alathea había tenido razón. Antes que él, el amor había capturado invariablemente a todos los hombres de la familia Morwellan. Había atrapado a su padre hasta que se había convertido en una obsesión para él; había sido el amor lo que había impulsado a su progenitor a correr riesgos que casi habían destruido a su familia, el condado y todo lo que le importaba.

Con ese ejemplo grabado en su mente, Charlie había elegido un camino diferente. Había concertado un matrimonio de conveniencia con la intención de excluir el amor y tener un control absoluto de ni vida, a salvo de esa peligrosa emoción.

Pero el destino había jugado sus cartas, y Charlie había apostado con arrogancia sin pensar que este le haría trampa.

Se había casado con la dulce e inocente Sarah y ahora se veía enfrentado a todo lo que había combatido, algo que jamás había planeado ni esperado.

Estaba enamorado de su esposa.

Y no, ya no podía fingir lo contrario. No cuando ese poder aún se aferraba a su pecho, aún tenía las garras hundidas en su corazón. No tenía sentido negar más la existencia de esa emoción, por lo menos ante sí mismo.

Debería haberlo previsto… pero no lo había hecho. Quizá debería haber adivinado que era eso lo que había hecho a Sarah diferente, distinta a todas las demás mujeres a las que había conocido, pero Charlie no había tenido experiencia para juzgar eso. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza la idea de que ella estaba allí sólo porque él la amaba.

La amaba, de eso no había dudas. Había caído víctima de esa ingobernable emoción y ahora estaba unido a su mujer para siempre por esa fuerza irresistible, por ese poder que podía convertirse con facilidad en una obsesión.

Ese poder que había conducido a su padre al borde de la ruina.

En lugar de convenirse en el baluarte que él había pretendido, en la salvación que buscaba, su matrimonio se había convertido en su peor pesadilla.

¿Cómo demonios iba a manejar todo aquello? ¿Qué podía hacer?