COMO era de esperar, Sarah no pudo dormir esa noche. Ataviada con un viejo vestido de diario, salió a hurtadillas de la casa, pero esta vez la excusa que tenía preparada por si alguien la pillaba —que era incapaz de dormir y había decidido dar un paseo por los jardines— era cierta. Charlie y ella no habían concertado una cita esa noche. La tradición dictaba que no deberían volver a verse hasta que se reunieran frente al altar al día siguiente.
Al mediodía se habría convertido en la condesa de Meredith. Una sofocante sensación de incertidumbre la abrumó. Intento apartar el tema de sus pensamientos, concentrándose en el aquí y ahora, en los jardines envueltos en la oscuridad, en la brisa fresca de la noche, en las sombras que parecían más densas y más oscuras a la débil luz de la luna menguante, pero sus pies la guiaron, sin que ella opusiera resistencia, hacia el camino que llevaba al riachuelo, al embalse y al cenador.
La estructura blanca parecía fuerte y sólida contra el oscuro telón de fondo de la arboleda. Puede que allí encontrara algún sosiego, algún rastro palpable de lo que había ocurrido entre Charlie y ella en ese lugar, y que todavía estaba presente en sus pensamientos.
Subió los escalones y se adentró en la penumbra, Entonces lo vio. Estaba sentado en el sofá, inclinado hacia delante, con los codos apoyados en los muslos y las manos colgando entre las rodillas La miró a través de las sombras. Sarah sintió su mirada, anhelante y ardiente, clavada en ella y, al instante, se encendió.
Se detuvo un momento, luego se acercó a él con deliberada lentitud.
Charlie se enderezó mientras Sarah se aproximaba. No la había esperado. Por un momento, cuando ella se había detenido en el umbral bajo la débil luz de la luna, él se había preguntado si su mente le estaría jugando una mala pasada y lo que estaba viendo era un fantasma, un producto de su imaginación.
Pero no fue un espectro lo que se detuvo ante él. Sin apartar la mirada del rostro de Sarah, Charlie le cogió la mano y sintió sus delicados huesos entre los dedos.
En la penumbra, la joven lo miró directamente a los ojos. Charlie comenzó a levantarse, pero ella lo detuvo poniéndole la mano libre en el hombro, luego se inclinó para besarlo.
Él le devolvió el beso, no con la voracidad que deseaba sino como presentía que ella quería. Con avidez pero sin prisas, tomándose su tiempo para explorarle y saborearle la boca. Durante un buen rato sólo se comunicaron con los labios y con sus lenguas acariciándose, con un anhelo ardiente que reconocían abiertamente, pero que por el momento mantenían a raya.
Familiar pero diferente. El deseo, la necesidad y la pasión estaban allí, a punto de estallar, y aun así parecía que eso no era todo lo que tenían que compartir.
Sarah lo empujó con la mano que le agarraba el hombro. Obedientemente, él se echó hacia atrás hasta que sus hombros chocaron con el respaldo del sofá. Ella le siguió sin interrumpir el beso, luego le soltó el hombro y se levantó las faldas para poder colocar primero una rodilla y luego la otra a ambos lados de los muslos de Charlie, acercándose todavía más. Luego le soltó los dedos y se puso lenta y descaradamente a horcajadas sobre él.
Ella ya había estado así antes, pero esta vez era diferente. Esta vez, cuando él levantó las manos y las cerró en los costados de Sarah, curvando los dedos índices en la espalda flexible de la joven para volver a sentir el cuerpo femenino entre sus manos, tan vivo, tan suyo, sintió otra emoción a la que ni siquiera él podía dar nombre. Algo que lo atravesaba, que lo reclamaba, que lo sumergía en un deseo diferente: La necesidad de volcarse total y completamente en ella.
En los deseos de Sarah, que ella le transmitía libremente a través de aquel lento, minucioso y resuelto beso.
Charlie se recostó, conteniéndose para dejar que fuera ella quien tomara el control, aunque no del todo —jamás podría ceder por completo ante ella—, sólo lo necesario para dejar que fuera la joven la que escribiera el guión de esa escena. Ella ya no era tan inocente, algo que resultaba bastante evidente. Cuando deslizó las manos entre ellos y le desabrochó los botones de la camisa, Sarah dejó muy claro lo que quería.
En cuanto le abrió la prenda y le puso las manos en el pecho, sus pequeñas palmas sobre su piel caliente, el único pensamiento de Charlie fue complacerla, darle todo lo que quería, sin reservarse nada.
Así que dejó que Sarah jugara con él tal como ella quería, dejó que le acariciara el torso mientras intentaba mantener su intensa y primitiva reacción bajo control, incluso cuando ella descubrió sus tetillas bajo el vello que le cubría el pecho y se las pellizcó.
Charlie se estremeció, sentía como si Sarah hubiera afinado cada terminación sexual que poseía. Incluso mientras le seguía besando podía percibir su sonrisa contra los labios y la satisfacción que la embargaba. Apretó los dientes mentalmente, reprimiendo el instinto que le impulsaba a reaccionar, a hacérselo pagar y volver a recuperar el control, pero esperó.
Sarah le deslizó las manos sobre el pecho y más abajo. A través del beso, él notó la respuesta de la joven. Concentrado totalmente en ella, sintió que Sarah se recreaba en él, y una parte oscura de su ser se regocijó con ello.
Charlie siguió la lenta e inexorable escalada del deseo de Sarah. Por una vez no hacía nada para provocarla, para encenderla. Se limitó a observar fascinado cómo la pasión de la joven florecía y crecía, sólo por estar allí, entre sus brazos, y a dejar que lo hiciera suyo.
Sólo cuando ella se removió inquieta y llena de deseo, alzó Charlie las manos y las cerró sobre los senos de la joven. Sarah quedó sin aliento, pero se arqueó y se removió para provocarlo, cerrando una de sus manos sobre la espalda de él, instándole a seguir adelante. Sonriendo contra sus labios, él aceptó la demanda, le desabrochó los botones del corpiño, tan familiares ahora, y lo abrió lo suficiente para meter la mano y, con un rápido tirón, prescindir de la camisola para ahuecarle el seno hinchado con la mano.
Aquel simple toque lo hizo sufrir.
A Sarah la hizo arder. Puede que las sensaciones de la joven no fueran tan frenéticas como lo habían sido antes, pero ahora era plenamente consciente de la fiereza de su deseo. De su fuerza, de la pasión que la embargaba, de las llamas de deseo que le hacían hervir la sangre.
Charlie movió los dedos, acunándole los pechos con ambas manos, encontrando y apretando aquellos picos doloridos. Sarah interrumpió el beso con un jadeo, se aferró a los hombros de Charlie para mantener el equilibrio mientras echaba la cabeza hacia atrás y aspiraba profundamente a la vez que absorbía, saboreaba y gozaba del placer que él le proporcionaba.
Sin ninguna reserva.
Sarah sintió cómo sus sentidos se descontrolaban y se dejó llevar, disfrutando del delicioso gozo que le provocó Charlie cuando inclinó la cabeza y posó los labios en su sensible carne. La joven se estremeció cuando él lamió y torturó uno de sus rígidos pezones. Cuando lo tomó en su boca y succionó, ella gimió.
Sarah ahuecó la cabeza de Charlie con los dedos extendidos y le acarició el pelo mientras él le encendía los sentidos. Como ella quería, como ella deseaba.
Hasta que ardió de una manera tan intensa y apasionada que su yo más íntimo no le negó nada.
La joven le asió la cara y le alzó la cabeza, se inclinó sobre él y lo besó, apoderándose de sus labios, entrelazando su lengua con la suya y acariciándole una y otra vez.
Y entonces sintió la oleada de puro deseo que recorrió a Charlie por debajo de la piel, tensándolo, excitándolo; un hambre voraz que hizo que sus músculos se pusieran rígidos como el acero. Por debajo de esa fiebre ardiente, de esas llamas tentadoras que lo envolvían, Sarah sintió lo intensa y poderosa que era la pasión que él contenía con mano firme. El control estaba allí, inquebrantable y absoluto, pero era ella y no él quien lo tenía. Era ella quien sujetaba las riendas.
Sarah se llenó de júbilo, una emoción exultante que la dejaba mentalmente sin aliento y que hacía que su corazón palpitara con fuerza. Con los labios en los de él, la boca de Charlie cubriendo la suya, Sarah metió la mano entre sus cuerpos y asió los botones del pantalón. Charlie la ayudó cambiando de posición bajo ella, pero no se hizo cargo de la tarea. Dejó que ella lo liberara, que ella cerrara su mano en torno a su miembro y lo acariciara. Haciéndolo estremecer.
Sarah curvó los dedos a su alrededor tal y como deseaba hacerlo y buscó la manera de conseguir que Charlie le suplicara. Experimentó sin prisas, disfrutando de unos segundos de poder antes de que él volviera a tomar el mando y le sujetara la mano, enseñándole a acariciarlo. Entonces sintió cómo él empezaba a perder el control.
Pero Sarah no se detuvo, sino que siguió provocándole, presionándole hasta que notó que él jadeaba, luchando, intentando con todas sus fuerzas no perder la razón. Cerrando los dedos en torno a aquel rígido miembro que parecía acero cubierto de cálida seda, la joven movió las rodillas sobre los cojines y se alzó sobre las caderas masculinas. Levantándose por completo la falda, se colocó sobre el cuerpo de Charlie con la intención de guiarlo a su interior.
Llevado hasta un punto de desesperación sensual que jamás había experimentado antes, Charlie se tambaleó mentalmente y le soltó los pechos; cerró las manos sobre las rodillas de Sarah y las deslizó por sus largos muslos hasta sujetarla por las caderas. Al instante sintió la ardiente humedad de la joven rozar la hinchada punta de su erección.
Sintió cómo las pasiones que estaba reprimiendo atronaban en su interior.
La atrajo hacía sí, buscando la apretada funda femenina, clavándole los dedos en las caderas y…
Sarah interrumpió el beso con un jadeo, levantó la cabeza y arqueó la espalda.
—¡No! ¡Déjame a mí!
Fue una exclamación apasionada, tan suave e intensamente femenina que estremeció el corazón de Charlie. Tensó los dedos, clavándoselos en la carne. Apretó los dientes. Resultaba una agonía luchar por contener el deseo casi incontrolable de bajarla hacia su erección mientras él empujaba hacia arriba para empalarla.
Charlie ya no estaba seguro de si estaba aún o no en este mundo. No podía concentrarse, ni pensar en nada que no fuera la intensa necesidad de estar dentro de ella. Pero entonces Sarah le acarició la mejilla, se inclinó sobre él y lo besó suavemente. Con la otra mano, le rodeó una muñeca, usándola como punto de apoyo se dejo caer sobre él.
Y Charlie descubrió que aquello sí era realmente hacer el amor, nada comparado con lo que había experimentado antes.
En vez de tomarla él, era ella quien se le ofrecía, y aquello era lo más cercano al paraíso en la Tierra.
Poco a poco, centímetro a centímetro, Sarah lo introdujo en su cuerpo, hundiéndose lentamente en él, mostrándole un nuevo camino al Edén.
Charlie sintió una opresión en el pecho. Apenas podía respirar cuando ella se hundió hasta el último centímetro, tomándolo por completo. Luego se detuvo. Con sumo cuidado, tanteando, Charlie aflojó el tenso control con el que había contenido a su yo más salvaje, y descubrió que se disolvía en el placer.
Listo para dejarse llevar y permitir que ella lo deslumbrara.
Sarah seguía experimentando, descubriendo, aprendiendo lo mismo que él. A través del beso, la joven parecía sentir el asombro de Charlie y su deseo aún por saciar. Cuando él aflojó un poco la fuerza con que la agarraba, Sarah se relajó levemente, luego se levantó unos centímetros antes de hundirse de nuevo en él.
Charlie permitió que su prometida marcara el ritmo durante el tiempo suficiente para recobrar el aliento. Luego, cuando ella se empaló de nuevo en él, Charlie se arqueó hacia arriba y la llenó por completo.
Sarah contuvo el aliento y se quedó inmóvil un momento, saboreando la plenitud con la que la llenaba, la realidad física de tenerle enterrado profundamente en su interior. Después se alzó de nuevo y utilizó la unión intima de sus cuerpos para darle placer, a él y a sí misma.
El vínculo entre ellos era más fuerte ahora. Sarah lo sentía en cada caricia de sus manos, en cada beso, suave o apasionado. Estaba presente en la manera en la que él se obligaba a sí mismo a aceptar el ritmo lento que ella establecía para que la joven pudiera saborear cada matiz de esa unión a la vez que él disfrutaba del placer y el deseo de ella. Estaba en la manera en que él permanecía firme ante sus propios deseos aunque cada músculo de su cuerpo le pedía a gritos una liberación activa e inmediata.
Charlie luchó para no ceder a ese impulso, para darle a Sarah lo que deseaba.
Fue consciente de cada segundo de esa batalla, y supo que Sarah también era consciente de ello. Que percibía esa lucha interna y lo entendía, que se daba cuenta de la devoción que él sentía hacia las necesidades de ella, y que apreciaba cada pizca de fuerza que ejercía sobre su control para satisfacerla.
Sólo por eso merecía la pena contenerse. Convertía aquel momento en algo glorioso, y gracias a ello reunió la fuerza necesaria para mantenerse firme incluso cuando la pasión creció en su interior hasta límites insoportables.
Era una batalla que valía la pena librar por oír los incesantes jadeos de Sarah, por sentir la desesperación que la atravesaba y saber que no era él quien la conducía, no era él quien orquestaba y controlaba lo que ella sentía.
Mientras se movían juntos, ella cabalgándole y él empujando lo justo para aliviarles a ambos, dejando que la pasión fluyera sin trabas, que aquel familiar deleite sexual floreciera entre ellos, que la pasión los atravesara y los atrapara en sus redes, Charlie fue ligeramente consciente de lo diferentes que eran aquellas familiares sensaciones.
Mucho más cargadas de sentimientos, de significado. De emoción.
El final, cuando llegó, fue una explosión de sensaciones, más placenteras, más envolventes y más profundas de lo que lo habían sido nunca.
Sarah se desplomó en los brazos de Charlie con un grito agudo, triunfal y muy femenino. Las contracciones de aquella funda apretada lo atraparon, lo capturaron. Él llegó al clímax y gimió su nombre, abrazándola con fuerza mientras se estremecía bajo ella.
Sarah se relajó en sus brazos. Él la estrechó contra su cuerpo, cerró los ojos y apoyó la mejilla contra su pelo. Dio gracias a Dios por haber experimentado el profundo placer que ella acababa de mostrarle y por la pasión que acababan de compartir.
Diferente. Con ella siempre era diferente, pero aún así tan familiar que lo desconcertaba.
Desplomado en el sofá con Sarah hecha un cálido y saciado ovillo femenino sobre su pecho, Charlie clavó los ojos en el techo oscuro del cenador y regresó lentamente al mundo real.
Un mundo donde, gracias a ella, el paisaje había cambiado, otra vez.
Charlie sopesó el motivo por el cual aquella unión había sido muy diferente a la de la última vez. Puede que se debiera a que ella había tomado la decisión de ser suya, y que como él ya había obtenido lo que quería, no tenía ninguna razón para controlarse y no disfrutar de ello.
Sin duda tenía que ser eso. Charlie no había acudido al cenador esperando encontrar allí a Sarah; había vuelto sólo por una extraña y nebulosa sensación que le había dicho que, puesto que no podía dormir, su lugar era ese, donde debía esperar por si acaso ella apareciera.
Por si acaso ella lo necesitaba.
Y al final Sarah había acudido, lo había buscado; para qué, no lo sabía, pero había ido. Y le había necesitado. A él. Algo que sólo él podía darle.
Incluso ahora, Charlie no estaba seguro de qué era ese algo. Pero había sentido que ella lo necesitaba y había respondido a esa llamada. Una parte de él había reclamado el derecho, el honor, de darle todo lo que ella quería, y eso había hecho. Sarah había querido seguir un camino sensual que Charlie no sabía que existía, uno que había exigido mucho de él, pero en el que parte del placer, parte del reto, había sido darle a la joven esa satisfacción que tanto deseaba, haciendo un sacrificio sensual que jamás había hecho antes.
Sarah se removió entre sus brazos. Charlie la besó suavemente en la sien y ella se relajó de nuevo, incapaz de volver al mundo real todavía. Sonrió satisfecho. Estaba seguro de que, cuando la joven se fuera a la cama, dormiría profundamente.
Apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y pensó en lo que les esperaba al día siguiente… a la noche siguiente. Por fin tendría a Sarah desnuda entre sus brazos. Esa visión… No podía dejar de pensar que sería una diosa… su diosa.
De hecho, ya lo era.
En lo más profundo de su ser, sabía que eso era cierto. Había algo en Sarah que hacía que la adorara, que la reverenciara; se le había colado sigilosamente bajo la piel, haciendo que cambiara su visión de ella. En parte se debía al placer que él había sentido durante aquella unión física. Algo que alimentaba el impulso indomable de satisfacer los deseos y exigencias de Sarah. Y eran los deseos y necesidades de la joven los que ahora gobernaban la vida de Charlie. Creyó que se estremecería ante tal pensamiento, pero sólo se sintió optimista, como si una parte de él, sin duda la parte más primitiva, supiera que eso era lo correcto.
Era curioso, pero era así como se sentía.
Puede que sólo fuera un síntoma más de su adicción al sabor de la inocencia.
Una adicción que Charlie había creído que se desvanecería gradualmente.
Pensar en esa adicción hizo que su mente regresara a ella, a eso cálido cuerpo femenino que todavía lo retenía en su interior.
Charlie enfocó los sentidos. Se dio cuenta de que debían de haber perdido la noción del tiempo, de que Sarah volvía a recuperar la conciencia, las sensaciones, el control de sus extremidades y pensamientos. Luego se contrajo en torno a él y Charlie ya no tuvo que pensar más.
Se movió y, medio alzándola, la tumbó de espaldas sobre el sofá, sin romper su unión, reacomodando las largas piernas femeninas bajo las faldas arrugadas para que le rodeara las caderas con ellas.
Entonces la penetró de nuevo.
Y al instante sintió la respuesta de la joven. Vio cómo sus ojos chispeaban bajo los párpados cuando se arqueó debajo de él.
Charlie se inclinó sobre ella, agarrándole las caderas para inmovilizarla, atrapándola bajo su cuerpo.
—Es mi turno —murmuró.
Sarah curvó los labios, hinchados y brillantes. Sonriendo como un gato satisfecho, la joven le ofreció aquella boca deliciosa, alargó las manos y le rodeó el cuello con los brazos, invitándolo en silencio a tomar lo que deseaba.
Charlie no estaba seguro de cuál de los dos estaba más cansado, saciado y dispuesto a dormirse cuando una hora después acompañó a Sarah a la puerta lateral del Manor. Quedaban pocas horas antes de que tuvieran que levantarse y hundirse en el caos del día de su boda, pero dudaba de que a cualquiera de los dos le importara mucho.
Con la mano en el picaporte, Sarah volvió la mirada hacia él, le acarició la mejilla con la mano libre y le brindó su sonrisa de madonna.
—Gracias.
Charlie se inclinó y la besó.
—Te aseguro que el placer ha sido todo mío. —La miró directamente a los ojos mientras daba un paso atrás—. Te veré en el altar.
Después de que ella retirara la mano de su rostro, Charlie se despidió con la cabeza, se dio la vuelta y se perdió en la noche.
Al mediodía siguiente, Sarah recorrió la nave de la pequeña iglesia de Combe Florey abrumada por la felicidad. Sus ojos estaban fijos en Charlie, que la esperaba en los escalones frente al altar y sintió que aquella alegría radiante que su madre, sus hermanas y todos los demás habían visto en ella esa mañana se incrementaba todavía más.
Provenía de lo más profundo de su interior, y era alimentada por la absoluta certeza de que Charlie la amaba como ella lo amaba a él. Puede que ese día sólo fuera el comienzo de ese amor, pero no había dudas de que ese sentimiento estaba allí presente.
La noche anterior había sido más que una confirmación. Había sido una promesa de consagración.
Cuando llegó a los escalones frente al altar, Sarah le tendió la mano a Charlie y se puso a su lado.
Al poco rato estaban casados; su unión había sido oficiada por el señor Duncliffe ante la mirada de sus parientes, cercanos y lejanos. Clary, Gloria y Augusta habían acompañado a Sarah por el pasillo central; Jeremy estaba situado al otro lado de Charlie junto a dos caballeros que la joven no conocía.
Sarah era consciente de que detrás de ellos la iglesia estaba a rebosar. El resto de su conciencia estaba centrada en la ceremonia, en los votos que había pronunciado y en los que Charlie le había respondido.
«Honrar y obedecer. Honrar y querer».
Charlie le puso una alianza de oro en el dedo y se besaron para sellar el pacto, una caricia que se alargo más de lo que era apropiado. Apartaron los labios y sus miradas se encontraron. Fue un instante que sólo les perteneció a ellos y a su propia dicha, luego la realidad se inmiscuyó y se separaron con una sonrisa resignada. De nuevo volvieron a adoptar al papel que les correspondía interpretar ese día.
Recorrieron el pasillo cogidos del brazo, riéndose y sonriendo, aceptando las felicitaciones de todos los que abarrotaban la pequeña iglesia. Una vez fuera les recibieron con una lluvia de arroz, pero en vez de correr para refugiarse en el carruaje, se detuvieron bajo el brillante sol para recibir las felicitaciones de la gente del pueblo que se había reunido allí para verles; las mujeres alabaron las exquisitas perlas de Bruselas y los abalorios que adornaban el vestido blanco de seda de Sarah mientras los hombres estrecharon la mano de Charlie y le saludaron con respetuosas inclinaciones de cabeza.
Todo el mundo sonreía encantado. Parecía el final feliz de un cuento de hadas.
Los dos eran de la localidad. Habían vivido la mayor parte de sus vidas —toda la vida en el caso de Sarah— a pocos kilómetros de esa iglesia. No había nadie que no les deseara lo mejor, y la joven no recordaba un momento más emotivo en su vida.
Había esperado que Charlie se removiera con inquietud a su lado y que quizá se dirigiera a donde sus padrinos esperaban junto al engalanado carruaje. Pero en vez de eso, permaneció a su lado con el brazo enlazado con el de ella y desplegando su irresistible encanto con todo aquel que se acercaba a saludarle, dejando a todo el mundo satisfecho.
El señor Sinclair apareció entre la multitud y se inclinó sobre la mano de la joven.
—Enhorabuena, condesa. —Le brindó una atractiva y sincera sonrisa. Luego se volvió sonriente hacia Charlie y le tendió la mano—. Eres un hombre afortunado, milord.
—Sin duda alguna —murmuró mientras le estrechaba la mano y asentía con la cabeza sin apartarla mirada de Sarah— soy un hombre muy afortunado.
Sarah notó que se sonrojaba. Sin saber cómo, supo exactamente lo que Charlie estaba pensando. Se separaron de Sinclair y la joven miró a su alrededor para distraerse. A un lado de la multitud vio la cabeza color zanahoria de Maggs y se dio cuenta de que Lily y Joseph habían traído a los niños mayores a la ceremonia. Se volvió hacia Charlie, pero él ya había seguido la dirección de su mirada.
Capturó la atención de Sarah y sonrió.
—Venga. Vamos a saludarlos.
Sarah leyó la resignación en los ojos de Charlie, pero había algo más en ellos, algo que lo hacía aceptar todas las exigencias sociales de ese día. Sarah no sabía qué era ese algo, pero sonrió y se dejó guiar hasta los niños.
Después de charlar con el grupo y de que todas las niñas alabaran su vestido de novia, se acercó Jeremy para decirles que tenían que marcharse.
—Os veré la semana que viene —les prometió Sarah a los niños. Y se despidió de ellos con la mano mientras su marido la alejaba de allí.
En cuanto llegaron al carruaje abierto, Charlie la ayudó a subir y al sentarse junto a ella se vieron asaltados por silbidos y vítores de «¡Viva Meredith!». La pareja sonrió y se despidió con un gesto de la mano mientras el cochero agitaba las riendas y el vehículo atravesaba el pueblo, alejándose de la iglesia. Con un suspiro se recostaron en los asientos. Minutos después cruzaron los impresionantes portones que conducían al largo camino de acceso a Morwellan Park.
Sarah aspiró profundamente captando la esencia de los árboles en flor en la suave brisa. La primavera estaba a la vuelta de la esquina, y la joven se sintió inundada por la sensación fresca y jovial.
Pronto llegaría a su nuevo hogar. Hoy era el principio del resto de su vida.
A su lado, Charlie le cogió la mano, consciente, como tantas veces antes cuando estaban juntos, de que ese día se estaba desarrollando de un modo diferente a como había imaginado.
En realidad, Charlie no había esperado disfrutar de la boda, pero en el mismo instante en que había puesto los ojos sobre Sarah, una visión radiante que se deslizaba por el pasillo central de la iglesia hacia él, había sentido como si el sol hubiera aparecido de pronto y desde entonces estuviera brillando sólo para él. Para ellos.
Ahora Sarah era suya y, aunque una parte de Charlie se sentía aliviada, otra parte, sin embargo, sentía orgullo. Estaba orgulloso de ella, y de haber conseguido que fuera su esposa. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo afortunado que había sido al pedir su mano. Había pensado que Sarah era una candidata excelente para ser su condesa, pero hasta hoy no había sabido cuán acertado había sido su juicio.
Al verla en medio de la multitud que había fuera de la iglesia, sonriente y sabiendo exactamente qué decir en todo momento ya fuera a alguien de rango, a la esposa del molinero o a los huérfanos del orfanato, supo que era la mujer perfecta para ser su esposa. Se relacionaba con facilidad con gente de todos los niveles sociales, igual que él hacía, pero no era una habilidad que tuvieran todas las mujeres. Muchas habrían considerado aquello como un simple deber, y habrían confiado en él para que las guiara. Sarah, sin embargo, sentía un verdadero interés por todos los que vivían en la zona. Había sido ella quien había llevado el peso de la conversación, dejando que él desempeñara el papel relativamente fácil de novio orgulloso y aristócrata de la localidad.
Bajó la mirada hacia ella y vio cómo, sonriendo con los ojos cerrados, ella alzaba la cara hacia los rayos del sol. Se la veía radiante, y era suya. Una cálida sensación de placer le inundó el pecho.
Era un sentimiento muy agradable y reconfortante.
Muchos de los invitados al almuerzo de bodas habían llegado antes que ellos; una multitud les estaba esperando en la salita para recibirlos con aplausos. Después de eso, Sarah y Charlie tuvieron que separarse, reclamados por amigos y familiares. Charlie se quedó sorprendido al darse cuenta de lo consciente que era de la ausencia de Sarah a su lado, pero había asistido a las suficientes bodas para seguir desempeñando su papel de manera automática. Dieron vueltas por la estancia, cada uno por su lado, charlando con todo el mundo hasta que Crisp les pidió que se dirigieran al salón de baile para tomar el almuerzo.
Se sentaron en las largas mesas adornadas con manteles blancos. Los rayos del sol que entraban por la ventana arrancaban destellos a los cubiertos de plata y a las copas alargadas de champán dispuestas en su lugar. Debería haber sido el padre de Charlie quien hiciera el primer brindis, pero ya había muerto. Gabriel Cynster era el pariente masculino más cercano de Charlie, pero en deferencia a su título, fue Diablo Cynster, duque de St. Ives, quien se levantó y propuso el primer brindis por la feliz pareja, dándole la bienvenida a su gran familia.
Todos se levantaron y alzaron las copas, coreando «por Charlie y Sarah», antes de beber. Charlie cubrió la mano de Sarah mientras se sentaba a su lado y sonrió a todos los presentes antes de volver a mirarla. En ese momento sintió que la extraña sensación que le oprimía el pecho se intensificaba.
Sarah parecía tan feliz que casi dolía mirarla. La imagen le hizo parpadear varias veces y sentirse humilde.
Luego, todos volvieron a sentarse de nuevo y, en medio de las conversaciones y la risa, se sirvió la comida. Todo el mundo hablaba, y mayoría de los invitados estaban emparentados de alguna manera u otra. Al no haberse iniciado aún la temporada social y haber pasado más de dos meses desde Navidad, había mucho de lo que ponerse al día. Había murmullos por todos lados, pero era un sonido agradable y envolvente, el de la felicidad compartida.
La hora siguiente transcurrió sin incidentes. Se hicieron los brindis acostumbrados; algunos de ellos, como era de esperar, provocaron hilaridad. El buen humor y el alborozo eran palpables en todos los invitados cuando se pusieron en pie y comenzaron a circular por la estancia.
Cuando se giró para charlar con lord Martin Cynster, Charlie observó que Alathea había pillado a Sarah. Estaban sentadas juntas en una mesa cercana, enfrascadas en una conversación. Quizá debería acercarse y escuchar qué clase de sabidurías le estaba impartiendo su hermana mayor. Pero se quedó donde estaba estudiando la cara de su esposa. La felicidad que irradiaba la joven era evidente.
Aquel resplandor que inundaba su piel fina parecía iluminarla desde dentro, haciendo brillar aquellos ojos azul ciano. Unos ojos que parecían más brillantes que nunca.
Por un instante, perdido en aquel resplandor, Charlie se preguntó qué era lo que estaba sintiendo, por qué la imagen de ella avivaba algo tan intenso y profundo en su interior. Por qué su propia respuesta a lo que veía era tan fuerte y poderosa que le dejaba momentáneamente sin respiración.
Y también mareado.
Levantó la copa y tomó un sorbo de champán. Recordó cuáles habían sido sus razones para casarse. Recordó los comentarios de Sinclair y los demás. Realmente era un hombre afortunado. Estudió la cara de Sarah y revivió en su mente los votos que había hecho: «Honrar y querer».
De manera inesperada su mente hizo otro voto, uno que formuló en silencio mientras observaba a su esposa. Haría todo lo que estuviera en su mano por defender y proteger la felicidad que veía brillar en los ojos de Sarah.
Haría todo lo que pudiera para hacer realidad el deseo de felicidad que veía en la cara de su mujer.
—¡Aquí estás!
Charlie parpadeó y se giró para ver a Jeremy, que parecía algo agobiado, detenerse a su lado.
—¿Quien habría imaginado que casar a mi hermano mayor resultaría una dura prueba? —preguntó Jeremy con resignación, aunque con una mirada ligeramente mordaz—. Músicos. Recuerdas que tenemos músicos, ¿verdad? Están esperando, no sin cierta impaciencia, a que les des la señal para tocar el primer vals.
—Ah. —Charlie se acabó la copa y se la dio a Jeremy—. En ese caso, considera que ya he dado la señal.
Jeremy puso los ojos en blanco, lanzó un suspiro y les hizo una señal a los músicos situados en el otro lado de la estancia.
Cuando sonaron los primeros acordes, Charlie se acercó a Sarah y le cogió la mano. Mirándola a los ojos, sonrió y la hizo ponerse de pie.
—Creo que este es nuestro baile.
Ella sonrió visiblemente feliz.
Charlie la guio al centro de la pista de baile, donde habían retirado las mesas, y sintió que los dedos de la joven temblaban entre los suyos. La tomó entre sus brazos, la miró directamente a los ojos y murmuró:
—En este momento al menos, somos sólo tú y yo.
Sarah le sostuvo la mirada, mientras la hacía girar por la pista. Un momento después notó que ella se relajaba, dejando a un lado el nerviosismo que la había asaltado al ser de pronto el centro de atención de todos. Sarah lo siguió por la pista sin titubear; sus faldas se rozaban contra las piernas de él mientras giraban sin parar. Charlie sonrió y la estrechó aún más contra su cuerpo al tiempo que la hacía girar completando una vuelta entera por la estancia.
—Ya está —murmuró él, sonriendo y manteniéndola cerca de él después de que hubieran completado la vuelta de honor. Entonces Alathea y Gabriel, seguidos de Dillon y Pris, y Gerrard y Jacqueline, saltaron a la pista de baile. Después los acompañaron otras parejas.
Sonriendo a su vez, Sarah suspiró. Buscó la mirada de Charlie.
—Todo ha salido perfecto, ¿verdad?
Charlie sintió que su sonrisa se hacía más profunda.
—Sí. —Y el día no había acabado aún. No pronunció las palabras, pero la dirección que habían tomado sus pensamientos debió de asomar a su mirada, porque ella se sonrojó y apartó la vista.
Sonriendo para sus adentros, Charlie miró a su alrededor y observó a las ahora numerosas parejas que giraban cerca de ellos. Martin y Celia pasaron riéndose por su lado. Charlie había visto cómo Diablo arrastraba a su duquesa, Honoria, a la pista; pasaron por su lado mientras Honoria le decía algo a Diablo. Evidentemente, se trataba de alguna clase de sermón, pues la expresión de la apuesta cara de Diablo era de suma diversión.
Charlie se preguntó si Sarah y él serían igual que ellos después de llevar años casados. Observó la cara de su esposa y, una vez más, sintió una profunda calidez en su interior ante lo que vio allí.
La música cesó y los bailarines se reunieron en grupitos para charlar. Sarah no se soltó del brazo de Charlie; no parecía dispuesta a alejarse de él.
La joven dirigió la mirada a un rincón de la estancia donde las matronas se habían sentado en unos sofás.
—Deberíamos… —Señaló a las damas de más edad con la mano—. ¿No crees?
Charlie no lo creía.
—Hemos hablado antes con todas en la salita. —Lady Osbaldestone estaba entre aquellas damas y no quería tener que escuchar los punzantes comentarios de la anciana, que sólo se habían hecho más afilados con los años. Sentadas con ella estaban Helena, la duquesa viuda de St. Ives; lady Horatia Cynster, la marquesa de Huntly y otras grandes damas. Todas ellas tenían algo en común: Veían demasiado (como la inesperada respuesta de Charlie a la felicidad de Sarah tras haberse convenido en su esposa) y no había poder sobre la Tierra que impidiera que comentaran lo que les viniera en gana.
»No tenemos por qué saludarlas de nuevo. —Charlie hizo girar a su esposa hacia invitados menos desconcertantes—. Allí están las gemelas, Amanda y Amelia. Las conoces, ¿verdad?
—Sí, por supuesto. —A Sarah le agradó mucho unirse al grupo donde brillaban las dos cabezas rubias de sus amigas.
Les saludaron con deleite y luego el grupo se dividió en dos. El que estaba compuesto por Amanda, condesa de Dexter, su hermana gemela Amelia, vizcondesa de Calverton, y Sarah, ahora condesa de Meredith, comenzó un fascinante debate sobre niños —las gemelas tenían tres cada una y al parecer habían decidido poner fin a su involuntaria rivalidad— que luego derivó en la próxima temporada social y en la probabilidad de que volvieran a reunirse en Londres en breve.
El grupo compuesto por Charlie, el marido de Amanda, Martin, conde de Dexter, y el marido de Amelia, Luc, vizconde de Calverton, intercambiaron miradas de resignación y entablaron una conversación sobre temas políticos. Los tres estaban emparentados con Diablo y Gyles Rawlings, conde de Chillingworth, que habían actuado como patrocinadores y mentores de cada uno de ellos cuando les tocó ocupar sus asientos en la Cámara de los Lores, y que les habían guiado por el, a veces confuso, mundo de la política.
La política era un aspecto de la vida que los cinco —Charlie, Luc, Martin, Diablo y Gyles— compartían como pares del reino, preocupándose por las vicisitudes que atravesaba el país. Todos se aseguraban de estar en Londres para votar cuando era necesario, si bien ninguno albergaba aspiraciones políticas más profundas.
No obstante, todos habían aceptado sus responsabilidades políticas. Eran algo inherente a su posición y habían crecido preparándose para asumirlas.
Sin embargo, como el Parlamento no había abierto todavía sus sesiones y no había agitaciones a la vista, tenían poco que discutir, a diferencia de sus mujeres. Aunque antes de que se les acabara la conversación se les acercaron Barnaby por un lado y, por otro, Reggie Carmarthen, un viejo amigo de Amanda y Amelia, y su esposa Anne, hermana de Luc, también se unió a ellos acompañada de Penelope, la más joven de las hermanas de Luc.
Sarah saludó con alegría a los recién llegados. Gracias a que Alathea estaba emparentada con el clan Cynster, y la familia de Sarah había sido invitada a todas las reuniones importantes en el Park y en Casleigh, la residencia de Gabriel y Alathea Cynster, ya conocía a esas damas de antes. Nadie había imaginado que ella se casaría con Charlie, y ahora que lo había hecho, Amanda, Amelia y todas las demás estaban dispuestas a recibirla con los brazos abiertos y a darle la bienvenida a ese grupo tan cálido y acogedor.
El interés y la promesa de futuras amistades añadieron otra capa de alegría a un día repleto de ellas. Barnaby Adair era un caballero al que ella no conocía, pero cuando Charlie se lo presentó, él le sonrió y la elogió. Rubio, muy apuesto y sofisticado, estaba claro que formaba parte de ese grupo, quizá más por amistad que por parentesco.
Charlie también presentó a Barnaby a Penelope, otra joven a la que el hombre no conocía. La chica le lanzó una seria mirada desde detrás de las gafas y le tendió la mano.
—Eres el que investiga todos esos delitos, ¿verdad?
Tomando su mano, Barnaby admitió que así era, pero hábilmente cambió de conversación hacia otro tema menos sensacionalista. Penelope entrecerró los ojos y, tras recuperar su mano, se volvió hacia Sarah y las demás damas.
Mientras permanecía a un lado del salón, hablando de multitud de temas con aquel agradable grupo, e iluminados por los brillantes rayos del sol que entraban a raudales por la ventana, la incertidumbre que había invadido a Sarah sobre si sería capaz de manejar la casa de Charlie en Londres y todo lo que su posición conllevaba se evaporó. Con amigos así, no había nada que temer.
Amanda y Amelia insistieron en que acudiera a ellas si necesitaba cualquier tipo de ayuda.
—Ya hemos pasado por esto antes —dijo Amanda—, y sabemos que resulta muy abrumador al principio.
—Así es nuestro mundo —añadió Amelia—, una vez que sobrevivas a tu primer baile social como anfitriona, serás capaz de hacer cualquier cosa.
Todas se rieron, luego Amelia y Amanda se reunieron con sus esposos, que se alejaron con ellas sin oponer resistencia.
Charlie, Reggie y Barnaby reanudaron su discusión sobre caballos. Sarah se volvió hacia Anne y Penelope, que no habían hablado mucho.
Penelope clavó los ojos en Sarah de manera directa y audaz. A diferencia de las otras hermanas de Luc —la suave y femenina Anne, la mayor de todas, Emily, y la atractiva e intimidante Portia—, Penelope parecía una joven seria, con el espeso pelo oscuro recogido en un moño tirante y aquellas gafas sobre su pequeña nariz recta. También hablaba de una manera muy franca.
—Mi madre me ha dicho —dijo— que diriges un orfanato.
Sarah sonrió.
—Así es. Cuando lo heredé de mi madrina, ya era una institución establecida. —La mirada de Penelope era claramente inquisitiva. Sarah miró a Anne y vio que también parecía interesada. De una manera escueta esbozó el funcionamiento del orfanato y su objetivo de ofrecerles a los niños una ocupación en el futuro.
—¡Ajá! —Penelope asintió con la cabeza—. Eso es justo lo que necesito saber. Verás, junto con Anne, Portia y otras damas, dirijo una casa de acogida en Londres. Nos enfrentamos a las mismas dificultades que tú aquí, pero nos hace falta desarrollar un sistema para ayudar a los niños una vez que son lo suficientemente mayores para irse. —Penelope echó un vistazo a los invitados a la boda, pero eso no pareció disuadirla de seguir interrogando a Sarah—. ¿Te importaría dedicarme un poco de tiempo y explicarme cómo funciona vuestro sistema?
—No, claro que no. El orfanato es uno de mis principales intereses. —Sarah hizo una pausa y añadió—: Después de mi nuevo matrimonio, por supuesto.
—Sé que Portia anda por aquí. Debería oír tu explicación también. —Poniéndose de puntillas, Penelope escudriñó la habitación—. ¿Veis a Simon Cynster?
—¿Por qué? —preguntó Anne mirando también a su alrededor—. ¿Está con ella?
Penelope soltó un bufido.
—No, pero si le ves, hay muchas posibilidades de que la este mirando con el ceño fruncido. —Cuando Sarah la miró inquisitivamente, Penelope se encogió de hombros—. Es lo que suele hacer en las reuniones de este tipo.
En ese momento, Charlie captó la mirada de Sarah y arqueó una ceja. La joven decidió que quizá sería más prudente no enfrascarse en una discusión sobre el orfanato y se volvió hacia Anne y Penelope.
—Creo que es mejor que te presente a la señora Duncliffe, la esposa del vicario. Forma parte del comité del orfanato y aún sabe más que yo sobre cómo encontrar una ocupación a nuestros niños.
Penelope prestó de inmediato mucha más atención.
—¿La señora Duncliffe? ¿Quién es?
Por fortuna, la señora Duncliffe estaba sentada en un sofá no muy lejos de ellas. Sarah guio a ambas hermanas hasta allí y las presentó. Luego se alejó, dejando que las tres compartieran sus experiencias.
Volvió al lado de Charlie cuando los primeros acordes de otro vals resonaron en la estancia.
—Bien. —Charlie le cogió la mano y se la llevó a los labios para besarla—. Te he echado de menos.
Murmuró las palabras sólo para ella. Sarah sintió que la calentaban y la hacían flotar, luego se encontró entre los brazos de su marido, dando vueltas por el salón, y durante unos minutos nada más tuvo importancia.
Nada más tenía cabida en la mente de la joven cuando estaba rodeada por los fuertes brazos de su marido, no cuando giraba vertiginosamente con la mirada perdida en sus ojos.
—Uno de los beneficios del matrimonio —dijo él finalmente— es que podemos bailar el vals las veces que queramos.
Ella sonrió.
—No hay nadie más con quien quiera bailar un vals, sólo contigo —respondió.
A Charlie se le dilataron las pupilas. Sarah tuvo la impresión de que le había sorprendido de alguna manera, pero lo que acababa de decir era cierto. Charlie le escrutó los ojos y Sarah sonrió profundamente, dejando traslucir sus sentimientos.
Charlie tomó aire, luego levantó la vista y la hizo girar en sus brazos. No dijeron nada más hasta que la música cesó y se detuvieron en medio de la pista.
—¿Y ahora qué? —murmuró ella.
Charlie cerró la mano sobre la de ella con fuerza y luego se obligó a soltarla. Aún le quedaban muchas horas por delante antes de poder relajarse, antes de que pudiera explorar y saborear aquella fascinante ternura que él había vislumbrado en los ojos de su esposa.
—Ven. —La miró—. Quiero presentarte a mis mejores amigos.
Sarah había conocido a Gerrard y a Dillon en la iglesia, pero no a sus esposas. Desde el momento en que Charlie le presentó a Jacqueline y a Pris resultó evidente para Dillon, Gerrard y él que la única preocupación que tendrían de ahora en adelante sería cómo separar las a las tres. Parecía que existía una enorme variedad de temas sobre los que sus esposas tenían que discutir e intercambiar opiniones.
Algunos de esos temas, como los bailes y cenas que cada una de ellas pensaba dar para la próxima temporada, eran de poco interés para sus maridos, que prefirieron retirarse a un lado y dejar a las tres jóvenes hablando solas.
—Se acabó tu libertad —le dijo Dillon a Charlie con gran satisfacción—. Recuerdo mi boda, en la que presumías de ser el último hombre soltero. —Sonrió pícaramente—. ¿Cómo te sientes ahora que finalmente eres un hombre casado?
Charlie le devolvió una amplia sonrisa, sin pizca de arrepentimiento.
—En realidad, es menos estresante y mucho más placentero de lo que había imaginado.
Gerrard enarcó una ceja.
—Ver para creer. Ahora tienes que recuperar el tiempo perdido. Nosotros ya tenemos un heredero, así que tendrás que apresurarte en tener uno.
Charlie se rio entre dientes. Le guiñó el ojo a Gerrard.
—Lo tendré en cuenta.
Habían bajado la voz, pero aun así, comprobaron que sus esposas no les habían oído.
Los tres se las quedaron mirando durante largo rato. Al final, Charlie se obligó a apartar la mirada de la animada cara de Sarah y notó que tanto Dillon como Gerrard también se habían quedado mirando a sus esposas.
Había una expresión tierna en la mirada normalmente dura de sus amigos que Charlie jamás les había visto antes a no ser que estuvieran mirando a sus esposas o sus hijos.
Volvió a mirar a Sarah y finalmente lo entendió. Sintió de nuevo aquella sensación cálida y fluida, y sí, extrañamente tierna, que florecía en su interior cuando la miraba. Una sensación que sólo se hacía más profunda e intensa al pensar en verla con un hijo suyo entre los brazos.
Tomó aire y se dio la vuelta, un tanto mareado por la fuerza de aquel sentimiento. Pero viendo a Gerrard y a Dillon, aquello no parecía de extrañar…
Charlie frunció el ceño mentalmente. Ciertamente, su situación y la de ellos era diferente. Antes de poder continuar con aquel perturbador pensamiento, Barnaby se acercó a ellos. Miró a las tres mujeres.
—¿No crees —le murmuró Gerrard en tono provocador— que ha llegado el momento de lanzarte y unirte a nosotros?
Barnaby observó cómo miraban a sus esposas y esbozó una sonrisa encantadora.
—Creo que no. Ahora mismo estoy interesado en otras cosas.
Dillon se rio.
—Eso era lo que pensábamos nosotros hasta que nos dimos cuenta de que estábamos equivocados.
La sonrisa fácil de Barnaby no flaqueó.
—Sospecho que estoy hecho de otra pasta. Seré para vuestros hijos el excéntrico tío Barnaby. Todos los niños merecen tener un tío excéntrico, ¿no creéis?
—¿Por qué piensas que estás hecho de otra pasta? —preguntó Charlie.
Barnaby lo miró directamente a los ojos y luego hizo una mueca.
—¿De veras crees que alguna dama podría comprender lo que yo hago? ¿A qué dedico mi tiempo? ¿Que alguna joven vería con buenos ojos que prefiera comprometerme con una investigación antes que acudir a fiestas sociales?
Los demás intercambiaron unas miradas y luego hicieron una mueca.
Pero Gerrard negó con la cabeza.
—Sea como sea, no se me ocurriría tentar al destino pensando que no te casarás nunca.
—Sea como sea —repuso Barnaby mirando a Charlie—, parece que ha llegado el momento perfecto para que tengamos nuestra pequeña reunión.
Recordando lo que habían planeado, Charlie echó un vistazo a su alrededor.
—Cierto —dijo. La fiesta todavía estaba en su apogeo. Las mujeres aún charlarían durante horas, e incluso los caballeros tenían temas de sobra sobre los que hablar. Se volvió hacia Gerrard y Dillon—. Barnaby anda detrás de unos desagradables criminales y quizá podamos ayudarle de alguna manera. —Inclinó la cabeza hacia Dillon—. Tú ya has oído hablar del asunto, pero Barnaby y yo pensamos que hoy es la oportunidad perfecta para explicaros a todos lo que sospechamos. ¿Por qué no nos esperáis en la biblioteca —dijo mirando a Barnaby— mientras reunimos a los demás?
Dillon y Gerrard abrieron mucho los ojos antes de asentir con la cabeza. Lanzaron una rápida mirada a sus esposas, confirmando que todavía estaban absortas en la conversación, y luego salieron del salón de baile.
Charlie miró a Barnaby.
—Ve por ese lado y yo iré por este.
Barnaby asintió con la cabeza y se separaron. Sin prisas, dieron una vuelta por el salón, buscando a los demás entre los invitados.