Capítulo 1

Febrero de 1833.

Noroeste de Combe Florey, Somerset.

TENÍA que casarse y lo haría. Bajo sus condiciones.

Estas últimas palabras resonaron en la mente de Charlie Morwellan al compás del ruido sordo de los cascos de su caballo mientras se dirigía a medio galope hacía el norte. El día era frío y despejado. Cerca de él, las exuberantes colinas verdes al pie de la cara occidental de los montes Quantocks se ondulaban suavemente. Había nacido en ese lugar, en Morwellan Park, su hogar, que ahora se encontraba a un par de kilómetros detrás de él. Con todo, prestaba muy poca atención al impresionante paisaje que lo rodeaba, pues su mente implacable se hallaba enfocada en otros asuntos.

Era el dueño y señor de los campos que lo rodeaban, del valle que había entre los Quantocks al este y los montes Brendon al oeste. Sus tierras se extendían hacia el sur y colindaban con las de su cuñado, Gabriel Cynster. El límite norte se extendía ante él, más allá de la colina. Cuando su castrado moteado gris, Tormenta, coronó la cima, Charlie tiró de las riendas y se detuvo, mirando hacia delante pero sin ver en realidad.

El aire frío le acarició las mejillas. Con la mandíbula tensa y la expresión impasible, volvió a pensar en las razones que lo habían conducido hasta allí.

Había heredado el condado de Meredith tras la muerte de su padre varios años atrás. Esa fecha había marcado un antes y un después en la vida de Charlie. A partir de entonces había tenido que capear los infructuosos intentos de las damas para echarle el guante. A los treinta años era un rico conde soltero que hacía babear a las implacables casamenteras. Pero tras una década alternando con la flor y nata de la sociedad, se conocía todos los trucos. Una y otra vez escapaba de las redes que las damas le tendían, algo que, además, disfrutaba haciendo.

Pero incluso para lord Charles Morwellan, octavo conde de Meredith, el matrimonio era un destino del que no podía escapar.

Aunque no había sido eso lo que finalmente le había hecho tomar una decisión.

Hacía casi dos años que sus mejores amigos, Gerrard Debbington y Dillon Caxton, se habían casado. Ninguno de los dos había estado buscando esposa, ni habían necesitado casarse urgentemente, pero el destino había jugado sus cartas y los dos habían acabado frente al altar. El propio Charlie había estado allí con ellos y sabía que sus amigos habían estado felices de casarse.

Ahora, tanto Gerrard como Dillon eran padres.

Tormenta se removió inquieto. Charlie le palmeó el cuello con aire distraído.

Vinculados al poderoso clan Cynster, Gerrard y Dillon junto a sus esposas, Jacqueline y Priscilla, y él mismo se habían reunido como siempre habían hecho después de Nochebuena en Somersham Place, la residencia principal de los duques de St. Ives y hogar ancestral de los Cynster. La numerosa familia Cynster y sus muchas amistades se reunían allí dos veces al año: en agosto en la llamada «Celebración de verano» y de nuevo en las vacaciones de Navidad, cuando se juntaban con ocasión de dichas fiestas.

Charlie siempre había disfrutado de la cálida atmósfera de esas reuniones, pero no en esta ocasión. Y no había sido por la presencia de los hijos de Gerrard y Dillon, sino por lo que estos representaban. De los tres, amigos durante más de una década, él era el único que tenía la obligación de casarse y tener un heredero. Aunque en teoría podía dejar el deber de procrear la siguiente generación de Morwellan a su hermano Jeremy, que ahora tenía veintitrés años, hacía mucho tiempo que Charlie había aceptado que no podría escabullirse de aquel deber familiar en particular. Cargar sobre los hombros de Jeremy una de las principales responsabilidades vinculadas al título de conde no era algo que pudieran permitirle su conciencia, su naturaleza ni su sentido del deber.

Por esa razón se dirigía a Conningham Manor.

Continuar tentando al destino, dejar que esa peligrosa deidad fuera la que le organizara la vida y le buscara esposa, igual que había hecho con Gerrard y Dillon, sería una completa estupidez, por lo que ya iba siendo hora de escoger a su prometida. Ahora, antes de que comenzara la temporada, así podría elegir a la dama que mejor le conviniera, sin dejar ningún cabo suelto, antes de que la sociedad tuviera noticias de ello.

Antes de que el destino tuviera la oportunidad de poner el amor en su camino.

Tenía que actuar con rapidez para tener un absoluto y completo control sobre su destino, algo que él consideraba una necesidad y no una opción.

Tormenta se encabritó, transmitiendo a Charlie parte de su impaciencia. Controlando al poderoso castrado, Charlie centró la atención en el paisaje que tenía ante sí. A un par de kilómetros, en lo más profundo del valle, se veían los tejados de pizarra de Conningham Manor por encima de las ramas desnudas de los árboles. Los débiles rayos del sol naciente se reflejaban en las ventanas del edificio; una brisa fresca arrastraba el humo que emergía de las altas chimeneas isabelinas, disolviéndolo con rapidez. Conningham en el Manor había existido casi tanto tiempo como Morwellan en el Park.

Charlie se quedó mirando la mansión durante otro minuto, luego salió de su ensimismamiento, aflojó las riendas de Tormenta y bajó la colina al galope.

—A pesar de todo, Sarah, Clary y yo creemos firmemente que eres tu quién debe casarse primero.

Sentada de cara a la ventana mirador de la salita de atrás de Conningham Manor, propiedad indiscutible de las hijas de la casa, Sarah Conningham clavó los ojos en su hermana Gloria, de dieciséis años, que le lanzaba una mirada feroz desde su asiento en la ventana.

—Antes que nosotras. —La resuelta aclaración provenía de Clara, Clary para la familia, de diecisiete años, que, sentada al lado de Gloria y con la mirada también fija en su hermana mayor, la urgía a que se lanzara a la implacable búsqueda de marido.

Reprimiendo un suspiro, Sarah bajó la vista al ribete que estaba descosiendo del escote de su nueva chaqueta y con calma volvió a exponer sus razones.

—Sabéis que eso no es cierto. Ya os lo he dicho, Twitters os lo ha dicho y mamá también os lo ha dicho. Que me case o no, no os afecta. —Descosió una última puntada y arrancó el ribete, luego sacudió la chaqueta—. Clary será presentada en sociedad la próxima temporada, y tú, Gloria, al año siguiente.

—Sí, pero eso no viene al caso. —Clary miró a Sarah con el ceño fruncido—. Estamos hablando de cómo van a ser las cosas esta vez.

Cuando Sarah la miró arqueando la ceja inquisitivamente, Clary se sonrojó y continuó:

—No cumples con las expectativas, Sarah. Mamá y papá te llevarán a Londres dentro de unas semanas para tu cuarta temporada. Es evidente que todavía esperan que atraigas la atención del caballero adecuado. Después de todo, tanto Maria como Angela aceptaron proposiciones de matrimonio en su segunda temporada.

Maria y Angela eran sus hermanas mayores, de veintiocho y veintiséis años respectivamente. Se habían casado y vivían con sus maridos y sus hijos en las distantes haciendas de sus esposos. A diferencia de Sarah, Maria y Angela habían estado dispuestas a casarse con caballeros de su entorno con quienes se sentían cómodas, dado que dichos hombres poseían grandes fortunas y propiedades adecuadas.

Ambos matrimonios habían sido muy convencionales. Ninguna de sus hermanas mayores había considerado otra alternativa ni mucho menos soñado con ella.

Y, por lo que Sarah sabía, tampoco lo habían hecho Clary o Gloria. Al menos todavía no.

Contuvo otro suspiro.

—Te aseguro que aceptaré encantada la propuesta de un caballero si este es de mi agrado. Sin embargo, esa feliz circunstancia me parece muy poco probable. —Sarah agradeció para sus adentros que ni Clary ni Gloria supieran la cantidad de propuestas matrimoniales que había recibido y rechazado en los últimos tres años—. Os aseguro que me he resignado a ser una solterona.

Eso era una exageración, por supuesto, pero… Sarah desvió la mirada a la cuarta ocupante de la habitación, la que antaño había sido su institutriz, la señorita Twitterton, conocida cariñosamente como Twitters[1]. Estaba sentada en un sillón a un lado del ventanal. Tenía la cabeza canosa inclinada sobre su labor y no daba señales de seguir la discusión familiar.

Si no podía imaginar una vida feliz como la de Maria o Angela, mucho menos podía imaginar siendo feliz con una vida como la de Twitters.

Gloria lanzó un bufido. Clary pareció disgustada. Las dos jóvenes intercambiaron miradas antes de lanzarse a una diatriba verbal de lo que consideraban las cualidades más importantes en un caballero, alguien que Sarah vería con buenos ojos y con quien podría casarse.

Sarah sonrió con aire distante mientras doblaba su chaquetilla nueva y el ribete de color escarlata que había descartado. Dejó que sus hermanas siguieran divagando. Realmente quería a sus hermanas menores, pero había una brecha entre los veintitrés años que ella tenía y las edades de Gloria y Clary, algo que, en el curso de la presente discusión, suponía un abismo significativo.

Las jóvenes consideraban ingenuamente que el matrimonio consistía en escoger entre una larga lista de atributos adecuados, pero Sarah había vivido lo suficiente para darse cuenta de que el resultado final solía ser muy poco satisfactorio. La mayor parte de los matrimonios de su círculo se basaban en tales criterios, sin que hubiera nada más intenso que un simple afecto, degenerando luego en unas relaciones vacías que ambas partes mantenían vivas sólo por comodidad.

Pero el amor…

Sólo el amor podía ser suficiente en tales circunstancias. Cualquier otra cosa sería algo barato y vulgar.

Ella misma se había planteado el matrimonio con la mente y los ojos bien abiertos. Nadie la había considerado nunca una rebelde, pero jamás había seguido a ciegas los dictámenes de los demás, en especial los de carácter personal. Así que había estudiado ese tema en profundidad.

Creía que el matrimonio era algo mal importante de lo que las normas convencionales dictaban. Algo más hermoso, un ideal y no un compromiso impuesto, un estado glorioso que llenaba el corazón de necesidad y anhelo y de plena satisfacción; un matrimonio basado en el amor honraría los votos de esa institución.

Y lo había visto. No en el matrimonio de sus padres —que, aunque había sido una unión convencional pero exitosa, no estaba basada en la pasión sino en el afecto, el deber y la comodidad—, sino un poco más al sur de Morwellan Park, en Casleigh. La casa de lord Martin y lady Celia Cynster, y ahora también la casa de su hijo mayor, Gabriel, y su esposa, lady Alathea, de soltera Morwellan.

Sarah conocía a Alathea, a Gabriel y a los padres de este de toda la vida. Alathea y Gabriel se habían casado por amor; Alathea había tenido que esperar hasta los veintinueve años antes de que Gabriel entrara en razón y le pidiera ser su esposa. En cuanto a Martin y Celia, se habían fugado para casarse hacía mucho tiempo poseídos por una pasión que nadie ponía en duda.

Sarah había visitado con frecuencia a ambas parejas. Desear una boda por amor, a falta de un nombre mejor, era un objetivo digno al que aspirar tras haber observado lo que había entre Gabriel y Alathea, y en la relación madura, y de alguna manera más profunda e intensa, que existía entre Martin y Celia.

Ella no conocía el amor, lo que una pareja sentía ante esa clase de emoción, aunque había visto la prueba de su existencia en la calidez de una sonrisa, en un cruce de miradas, en un simple roce de manos; muestras de afecto inocentes pero cargadas de significado.

Cuando el amor existía, iluminaba tales momentos. Cuando no existía…

Pero ¿que definía ese amor?

¿Aparecía misteriosamente o era necesario buscarlo? ¿Cómo surgía?

No tenía respuestas, ni siquiera la más mínima pista, y de ahí que aún siguiera estando soltera. A pesar de la mordacidad de sus hermanas, Sarah no se sentía obligada a casarse. Si la propuesta matrimonial no venía acompañada de la emoción que caracterizaba a los matrimonios de los Cynster, entonces dudaba que cualquier hombre, no importaba lo rico, guapo o encantador que fuera, pudiera tentarla a entregarle su mano.

En lo que a ella concernía, el matrimonio sin amor no tenía sentido. No tenía necesidad de una unión carente de ese glorioso sentimiento, sin pasión, deseo y satisfacción. No tenía razones para aceptar una unión inferior a esa.

—Prometes hacerlo, ¿verdad?

Sarah levantó la mirada hacia Gloria, que se había inclinado hacia delante y la miraba con las cejas arqueadas.

—Quiero decir de la manera apropiada.

—Y que alentarás a cualquier caballero dispuesto y considerarás seriamente cualquier propuesta matrimonial —añadió Clary.

Sarah parpadeó, luego se rio y se puso en pie con la chaquetilla en las manos.

—No, no lo prometo. Sois unas jovencitas muy impertinentes, y estoy segura de que Twitters piensa lo mismo.

Miró a Twitters para encontrarse con que la institutriz, cuyos oídos solían ser muy afilados, miraba con ojos miopes por la ventana, hacia el camino de acceso.

—Me pregunto quién será. —Twitters miró de reojo a Clary, que se había girado para mirar también por la ventana, y luego a Gloria—. No cabe duda de que es un caballero que viene a hablar con vuestro padre.

Sarah también miró. Bendecida con una vista excelente, reconoció al instante al hombre que venía cabalgando por el camino de acceso, pero la sorpresa y el desconcertante escalofrío que le recorrió la espalda —las mismas sensaciones que sentía cada vez que lo veía— le impidieron decir nada.

—Es Charlie Morwellan —dijo Gloria—. Me pregunto a qué habrá venido.

Clary se encogió de hombros.

—Lo más probable es que quiera hablar con papá de la cacería.

—Pero nunca viene a la cacería —señaló Gloria—. Suele pasar esos días en Londres. Augusta dice que apenas lo ven.

—Puede que este año haya decidido quedarse en el campo —dijo Clary—. Oí cómo lady Castleton le decía a mamá que esta temporada sería perseguido sin cuartel en cuanto regresara a Londres.

Sarah había oído lo mismo, pero conocía lo suficiente a Charlie para predecir que no sería presa fácil. Lo observó tirar de las riendas y bajar con agilidad de su caballo castrado al llegar al patio.

La brisa agitaba los mechones dorados del cabello de Charlie. La chaqueta marrón era de buena calidad, sin duda obra del mejor sastre londinense, y se le ceñía a los anchos hombros antes de ajustarse a la delgada cintura y estrechas caderas. La camisa era de lino blanco; el chaleco, que sólo podía vislumbrar cuando se movía, era de color castaño oscuro. Los pantalones de cuero, que le moldeaban las largas y musculosas piernas antes de desaparecer en las lustrosas botas Hessians, completaban una estampa que podría haberse titulado: «La última moda en el campo».

Sarah se removió molesta mientras se recreaba en la imagen de él. Consideraba que la apariencia de Charlie —y el ridículo efecto que tenía sobre ella— era de lo más injusta. Él sabía que Sarah existía, pero más allá de eso… Desde aquella distancia, la joven no podía ver los rasgos masculinos con claridad, pero su encandilada memoria completó los detalles: Clásicas líneas patricias en frente, nariz, y barbilla, ángulos y planos aristocráticos, pestañas largas y espesas, grandes y exuberantes ojos azules y una boca sensual y atrevida que hacía que su expresión cambiara de fascinante y encantadora a cruel y dominante en un abrir y cerrar de ojos.

Sarah había estudiado esa cara —y a él— durante años. No tenía dudas de quién era: Un aristócrata rico descendiente de los normandos con una pizca de sangre vikinga en sus venas. A pesar de esa aura de férreo control, de haber nacido para imponer sus propias normas, aún acechaba bajo la superficie un indicio de implacable guerrero.

Vio cómo le entregaba las riendas a un mozo de cuadra mientras le dirigía unas pocas palabras. Cuando se giró hacia la puerta principal y desapareció de la vista en dirección al ala central, Clary y Gloria suspiraron al unísono y se volvieron de cara a la estancia.

—Es absolutamente maravilloso, ¿verdad?

Sarah sabía que aquella era una pregunta retórica.

—Gertrude Riordan dijo que en la ciudad conduce el par de caballos grises más impresionante que ha visto en su vida —dijo Gloria con los ojos brillantes—. Me pregunto si los habrá traído a casa. Es posible que lo haya hecho, ¿verdad?

Mientras sus hermanas discutían la manera de averiguar si Charlie había trasladado a aquel par de caballos a Morwellan Park, Sarah observó como el mozo de cuadra conducía al castrado de Charlie a los establos en vez de hacerle dar vueltas por el patio. Fuera cual fuese la razón de la visita de Charlie, esperaba quedarse un buen rato.

Las voces de sus hermanas resonaron en los oídos de Sarah. Sus anteriores comentarios giraron como un calidoscopio en su mente hasta que bruscamente adquirieron una forma inesperada. Algo que la condujo a un sorprendente pensamiento.

Un escalofrío diferente y más intenso que el anterior se deslizo por la espalda de Sarah.

—Bueno, muchacho… —Lord Conningham se interrumpió entre risas y le hizo una mueca a Charlie—. Ya sé que no debería llamarte así, pero es fácil olvidar cuando hace tanto tiempo que te conozco.

Sentado en la silla frente al escritorio en el estudio de su anfitrión, Charlie sonrió y le quitó importancia al comentario con un gesto de la mano. Lord Conningham era un hombre franco y afable con quien Charlie se sentía muy a gusto.

—En nombre propio y en el de lady Conningham —continuó lord Conningham—, puedo decirte sin reserva alguna lo honrados y felices que nos sentimos por tu propuesta. Sin embargo, como padre de cinco hijas, dos de ellas ya casadas, tengo que advertirte que ese tipo de decisiones le corresponde a ella. Tendrás que obtener la aprobación de Sarah, pero que yo sepa no hay nada que se interponga en tu camino.

—¿Sarah no ha mostrado interés en algún otro caballero? —inquirió Charlie tras un segundo de vacilación.

—No. —Lord Conningham esbozó una amplia sonrisa—. Y créeme, me habría dado cuenta si lo hubiera hecho. Sarah jamás ha podido ocultarnos nada. Si algún caballero hubiera llamado su atención, su madre y yo lo sabríamos.

La puerta se abrió y lord Conningham levantó la mirada.

—Ah, eres tú, querida. No necesito presentarte a Charlie. Tiene algo que decirnos.

Con una sonrisa, Charlie se levantó para saludar a lady Conningham, una mujer sensata y bien educada a la que no le importaría tener como suegra.

Diez minutos después, con la cabeza hecha un lío, Sarah abandonó su dormitorio y se dirigió a las escaleras. Un lacayo le había entregado el recado de que debía reunirse con su madre en el vestíbulo principal. Se había detenido en el tocador para asegurarse de que su fino vestido de lana en tonos aguamarina no estaba arrugado, de que llevaba bien puesto el escote y de que su pelo castaño claro estaba convenientemente recogido en la nuca sin que se le hubieran escapado demasiados mechones.

En realidad, sí se le habían escapado unos cuantos, pero no tenía tiempo de soltarse el pelo y volver a peinárselo. Además, sólo quería asegurarse de que estaba lo suficientemente arreglada para pasar el visto bueno de Charlie en el caso de cruzarse con él. Era demasiado temprano para que su vecino se quedara a almorzar y no había ninguna razón para imaginar que la llamada de su madre estuviera relacionada con su visita… Ahuyentó la ridícula sospecha que había surgido en su mente y que le había acelerado el corazón. Al llegar a las escaleras comenzó a bajarlas con el estómago revuelto y los nervios de punta.

Todo para nada, se recriminó a sí misma. Era una suposición de lo más absurda.

Sus zapatillas golpearon los escalones. Su madre apareció en el pasillo al lado de las escaleras. La mirada de Sarah voló hacia ella. Estaba deseando saber por qué quería verla y así aliviar sus nervios.

Pero observó que el semblante de su madre, ya iluminado con una sonrisa radiante, se iluminó todavía más al verla.

—Bien, veo que te has arreglado un poco. —Su madre la examinó detenidamente de pies a cabeza y luego la tomó del brazo.

Completamente perdida y con los ojos cargados de preguntas, Sarah permitió que su madre la condujera por el pasillo hasta una pequeña estancia bajo las escaleras.

Después de soltarle el brazo, le cogió la mano y se la apretó.

—Bien, querida, al parecer Charlie Morwellan ha venido a pedir tu mano en matrimonio.

Sarah parpadeó. Por un instante, la habitación le dio vueltas, literalmente.

Su madre sonrió sin mostrar la más mínima compasión.

—No puedo negar que es una auténtica sorpresa, aunque bien sabe Dios que no es la primera vez que rechazas una propuesta de matrimonio. Como siempre, la decisión es tuya, y tu padre y yo te apoyaremos sea cual sea. —Su madre hizo una pausa—. Sin embargo, en este caso, tanto tu padre como yo queremos pedirte que consideres la oferta con mucho cuidado. Cualquier propuesta matrimonial hecha por un conde requiere mucha atención, pero siendo como es del octavo conde de Meredith creemos que merece una mayor reflexión.

Sarah clavó la mirada en los ojos oscuros de su madre. A pesar del evidente placer que su madre sentía por la propuesta de Charlie, se había mostrado seria al darle ese consejo.

—Querida, conoces de sobra la riqueza de Charlie. Conoces su casa, su posición… lo conoces a él, aunque no tan profundamente como deberías. Pero conoces a su familia.

Volvió a tomarle las manos y a estrechárselas ligeramente, llena de excitación.

—Con ningún otro caballero tendrás una relación tan cercana, una base tan buena como cualquier otra para consolidar un buen matrimonio. Es una oportunidad totalmente inesperada, cierto, pero aun así única.

Su madre buscó la mirada de Sarah, intentando leer la reacción de la joven. Sarah sabía que sólo vería confusión.

—Bien. —Lady Conningham esbozó una pequeña sonrisa y continuó hablando en tono más enérgico—. Debes escuchar su propuesta. Escuchar atentamente todo lo que tiene que decir, y luego tomar la decisión adecuada.

Soltándole las manos, su madre dio un paso atrás, y le alisó el escote. Luego asintió.

—Muy bien. Entra… está esperándote en la salita. Como ya te he dicho, tu padre y yo aceptaremos la decisión que tomes. Pero, por favor, valora la propuesta de Charlie en su justa medida.

Sarah asintió con la cabeza, sintiéndose entumecida. Apenas podía respirar. Se apartó de su madre y se dirigió lentamente a la puerta de la salita.

Charlie oyó unos pasos suaves en el pasillo. Se apartó de la ventana cuando vio como se abría la puerta y entraba la mujer que había elegido por esposa.

Era de estatura media, aunque su delgadez la hacía parecer más alta de lo que era. Tenía la cara en forma de corazón, enmarcada por los suaves mechones sueltos de un hermoso cabello castaño claro, los rasgos delicados, el cutis perfecto —incluidas las diminutas pecas que le salpicaban el puente de la nariz—, la frente ancha y la nariz recta. Las arqueadas y delicadas cejas castañas y las largas pestañas junto con aquellas mejillas sonrojadas y la barbilla suavemente curvada creaban una imagen de tranquila belleza.

Sarah poseía una mirada inusualmente franca. Charlie esperó a que se moviera, sabiendo que lo haría con una gracia innata.

Con la mano en la manilla de la puerta, ella se detuvo y escudriñó la estancia.

Entrecerró los ojos levemente. Incluso a través de la distancia, Charlie percibió la incertidumbre de la joven, pero cuando sus miradas se cruzaron ella vaciló un segundo antes de apartarla, cerrar la puerta y acercarse a él.

Parecía serena, pero aun así había entrelazado las manos delante de ella.

Sarah no podía haberse esperado aquello. Charlie nunca le había dado ningún indicio de que quisiera casarse con ella. La última vez que se habían visto había sido en el baile de los Hunt el pasado noviembre, cuando habían bailado el vals y conversado durante al menos un cuarto de hora, intercambiando los cumplidos de rigor. Eso había sido todo.

Había sido algo deliberado por parte de Charlie. Había sabido —durante años si se detenía a pensar en ello— que ella lo miraba de una manera especial. Que hubiera sido muy fácil, quizá con sólo una sonrisa y algunas palabras, hacer que la joven se enamorara de él, que se sintiera fascinada por él. No es que ella hubiera mostrado nunca el más mínimo interés en él, pero Charlie, desde luego, conocía a las mujeres y sabía que había algo más en Sarah que la serena y fría fachada que mostraba al mundo. Hacía muchos años que él había tomado una decisión y ni una sola vez había dudado en su propósito de no pisar ese terreno. Ella era, después de todo, la dulce Sarah, la hija de unos vecinos que conocía de toda la vida.

Por ese motivo había contenido lo que sus instintos le apremiaban a hacer y la había tratado como a cualquier otra joven dama de la sociedad.

Pero, cuando por fin había decidido elegir esposa, la cara de Sarah se le había aparecido como por ensalmo en la mente. Ni siquiera había tenido que pensárselo dos veces. Sencillamente había sabido que ella era la mejor elección.

Y después, por supuesto, había sopesado y valorado los numerosos criterios que un hombre como él tenía que considerar a la hora de seleccionar una esposa. Aquel ejercicio mental sólo le había confirmado que Sarah Conningham era la candidata perfecta.

Sarah se detuvo ante él, y sus rostros quedaron a menos de medio metro. Los ojos de la joven, de un delicado color azul pálido, estaban ensombrecidos por la preocupación cuando buscaron los de él.

—Charlie. —Le saludó con una inclinación de cabeza. Para sorpresa del hombre, la voz de ella era suave y tranquila—. Mi madre me ha dicho que deseabas hablar conmigo.

Sarah esperó con la cabeza alzada; era la única manera de que ella pudiera mirarle a los ojos, pues la coronilla de la joven apenas le llegaba a la barbilla.

Charlie curvó los labios de manera espontánea. Nada de gritos, ni agitaciones, ni siquiera un lord Charles. Ninguno de los dos había usado jamás esas formalidades, lo que en esas circunstancias era algo de agradecer.

A pesar de su calma exterior, Charlie sintió la frágil tensión expectante que embargaba a la joven y que la hacía contener la respiración. Sintió un profundo e inesperado respeto por ella. Pero ¿realmente le sorprendía que mostrara más agallas de lo normal? No; y eso era, en parte, la razón de que él estuviera allí. Deseó alargar el brazo y pasarle la punta de los dedos por la clavícula sólo para comprobar si aquella piel de alabastro era tan suave como parecía. Jugueteó con la idea durante un momento, pero la descartó. Tal gesto no era apropiado dada la naturaleza de lo que iba a decir, del tono de conversación que deseaba mantener.

—Como tu madre te ha dicho, le he pedido permiso a tu padre para hablar contigo. Me gustaría que me concedieras el honor de ser mi esposa.

Podría haber adornado aquellas sencillas palabras con un montón de perogrulladas, pero ¿con que fin? Se conocían bien, quizá no tan íntimamente como cabría esperar, pero sus hermanas y las de ella eran amigas. Dudaba que hubiera algún aspecto de su vida que Sarah desconociera.

Y no había nada en la actitud de la joven que sugiriera que había dicho algo inadecuado, aunque, tras unos breves momentos, ella frunció el ceño.

—¿Por qué?

Ahora era él quien se sentía confuso.

—¿Por qué yo? —aclaró ella apretando los labios.

«¿Por qué ahora? ¿Por qué después de tantos años te has dignado finalmente a algo más que a sonreírme?». Sarah tenía esas palabras en la punta de la lengua, pero al levantar la mirada hacia la expresión impasible de Charlie, sintió un deseo casi abrumador de pasarse las manos por la cabeza, deshaciendo los tirabuzones tan pulcramente peinados, y pasear de arriba abajo por la estancia mientras intentaba entender lo que pasaba.

No recordaba un tiempo en el que no hubiera fijado su mirada en él sin que se quedara paralizada, aunque sólo fuera por un segundo y se le cortara la respiración. Después de que hubiera pasado el momento y de que recuperara el aliento que su presencia le había robado, luchaba por no hacer ninguna tontería que desvelara su secreta fascinación por él.

Eran sólo disparates que no conducían a nada, salvo a empeorar las cosas, lo que no habría sido nada bueno para su cordura. Había llegado a la conclusión de que sólo reaccionaba al adonis vikingo y normando que había en él y había admitido a regañadientes que tal reacción no era culpa de ella. Ni de él. Que era normal, que ella había nacido así y que, simplemente, tenía que enfrentarse a ello.

Y allí estaba él, que, con una sonrisa como única advertencia, le había pedido en matrimonio.

Quería casarse con ella.

¿Cómo era posible? Se pellizcó el pulgar sólo para asegurarse, pero él seguía allí, sólido y auténtico, envolviéndola con una fuerza cálida que para Sarah no era más que pura tentación masculina, aunque ahora él también tenía el ceño fruncido, y los labios apretados. Había desaparecido la encantadora sonrisa que solía suavizarlos.

—Porque creo que nos llevaremos excepcionalmente bien. —Vaciló y luego continuó—: Podría contarte con todo lujo de detalles lo que sé sobre nuestros familiares, nuestros amigos, nuestras vidas, pero conoces los aspectos más importantes tan bien como yo. Y… —agudizó la mirada— estoy seguro de que sabes de sobra que necesito una condesa. —Hizo una pausa y luego volvió a esbozar una sonrisa—. ¿Serás la mía?

Educadamente ambiguo.

Sarah se quedó mirando sus ojos azul grisáceo, de un azul más sombrío que los de ella, y de nuevo recordó las palabras de su madre: «Debes escuchar su propuesta. Escuchar atentamente todo lo que nene que decir, y luego tomar la decisión adecuada».

Sarah buscó la mirada de Charlie, y aceptó que tenía que hacerlo, que esa vez tenía que pensarse la respuesta. Había perdido la cuenta de las veces que había tenido que enfrentarse a un caballero como él y responder a su propuesta matrimonial. Sabía que había muchas respuestas diferentes. Pero nunca había tenido que pensar la respuesta, sólo las palabras con las que darla. Pero en esa ocasión se trataba de Charlie… Sin dejar de mirarle a los ojos, Sarah apretó los labios, tomó aire profundamente y lo soltó.

—Si lo que quieres es una respuesta sincera, entonces te diré que no puedo responderte todavía.

Las pestañas doradas de Charlie, increíblemente espesas, ocultaron sus ojos por un instante. Cuando volvió a mirarla tenía el ceño fruncido de nuevo.

—¿Qué quieres decir? ¿Cuándo me responderás?

Sarah se sintió intimidada. Él se estaba conteniendo, cierto, pero definitivamente la estaba intimidando. No la sorprendía. Sabía que el sutil encanto de Charlie no era más que pura apariencia, bajo la cual él era terco, incluso cruel. Sarah le estudió e inesperadamente obtuvo respuestas a dos de las muchas preguntas que le rondaban por la cabeza. Realmente la quería a ella —justo a ella— como esposa. Y quería que lo fuera ya.

Con respecto a las preguntas planteadas por Charlie, no estaba segura de nada. Ni siquiera sabía cuál sería su respuesta.

Era consciente de que él esperaba que ella retrocediera ante el reto que le había lanzado, que, de una manera u otra, se echaría atrás. Le dirigió una sonrisa tensa y alzó la barbilla.

—En respuesta a tu primera pregunta, sabes perfectamente bien que no me esperaba tu propuesta matrimonial. No sabía que tuvieras tales intenciones y me has cogido totalmente desprevenida. Por otra parte no puedes ignorar el hecho de que no te conozco demasiado bien… —Sarah levantó una mano—, a pesar de nuestra larga amistad, y no finjas que no sabes a qué me refiero. Simplemente no puedes esperar que te conteste con un sí o un no.

Sarah hizo una pausa, esperando a ver si discutía. Cuando él se limitó a esperar, con los labios todavía apretados y la mirada afilada clavada en ella, la joven continuó:

—Con respecto a la segunda pregunta, podré responderte en cuanto te conozca un poco mejor y sepa cuál es la respuesta que debo darte.

Él la escrutó con la mirada durante un buen rato.

—Quieres que te corteje —le dijo finalmente en tono resignado, aunque Sarah no había esperado otra cosa.

—No exactamente. Pero necesito pasar más tiempo contigo para poder conocerte mejor. —Hizo una pausa y lo miró a los ojos—. Y para que tú puedas conocerme a mí.

Esto último le sorprendió. Le sostuvo la mirada, luego curvó los labios y asintió con la cabeza.

—De acuerdo. —Charlie había bajado la voz. Ahora hablaba con ella, con Sarah, no con un objetivo formal e impersonal. Su tono se había vuelto más profundo, más íntimo, casi susurrante.

Ella contuvo un escalofrío. Esa voz ronca y masculina resonó en su cuerpo. Hacía varios minutos que quería poner distancia entre ellos, pero había algo en aquellos ojos, en la manera en que le sostenía la mirada, que la hizo vacilar, como si dar un paso atrás equivaliera a admitir su debilidad.

Como huir de un depredador. Una invitación a… Se le secó la boca de golpe.

Charlie ladeó la cabeza y estudió la cara de la joven.

—¿Cuánto tiempo crees que tardaremos en llegar a conocernos mejor?

Había un destello de luz en sus ojos, como si una idea hubiera germinado en las profundidades de su mente, lo que provocó que ella frunciera el ceño interiormente. Quería dejarle claro que no iba a dejarse influenciar por la indudable, incuestionable y completa experiencia sexual que él tenía, pero hacer tal cosa no era en absoluto aconsejable. Lo más probable es que él considerara aquella declaración como un reto categórico.

Y ese era, ciertamente, un reto que ella no podía permitirse.

Por un momento, no fue capaz de apartar su mirada de la de él.

—Un par de meses deberían ser suficientes.

Charlie endureció el gesto.

—Una semana.

Sarah entrecerró los ojos.

—Eso es imposible. Cuatro semanas.

Él frunció el ceño.

—Dos.

La palabra contenía un tono definitivo que Sarah deseó poder desafiar. Apretando los labios, la joven asintió con la cabeza.

—Muy bien —dijo lacónicamente—. Dos semanas… y entonces te responderé con un sí o un no.

Charlie le sostuvo la mirada. Aunque no se movió, Sarah tuvo la impresión de que se había acercado a ella un poco más.

—Tengo una condición. —Aunque había bajado ligeramente la mirada, apartando sus ojos de los de ella, su voz seguía siendo profunda e hipnótica—. A cambio de que acepte estas dos semanas de cortejo, no pondrás objeciones, en el caso de que aceptes mi propuesta matrimonial —volvió a mirarla a los ojos—, a que nos casemos con una licencia especial una semana después.

Sarah se humedeció los labios resecos y comenzó a formular las palabras «por qué».

Él se acercó aún más.

—¿De acuerdo?

A pesar de estar atrapada por la mirada y la cercanía de Charlie, Sarah logró tomar aire para responder.

—De acuerdo. Si acepto casarme contigo, nos casaremos con una licencia especial.

Él sonrió y de repente Sarah decidió que, sin importar cómo se lo tomase Charlie, escapar era una idea excelente. Se tensó y se dispuso a dar un paso atrás.

Pero Charlie la rodeó con un brazo rápidamente y la atrajo hacia su cuerpo.

Capturó su mirada con la suya mientras la envolvía suave pero inexorablemente entre sus brazos.

—Nuestras dos semanas de cortejo… ¿recuerdas?

Sarah apoyó las manos en los brazos de él y echó la cabeza hacia atrás para mirarle a los ojos. Sintió que se mareaba al verse envuelta por la fuerza de ese hombre.

—¿Qué quieres decir?

Él curvó los labios en una sonrisa absolutamente masculina.

—Que empiezan ahora —dijo.

Luego inclinó la cabeza y la besó.