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No perderé tiempo en repetir palabra por palabra las exclamaciones y los saludos de asombro que intercambiamos. La sorpresa que nos causó ese repentino encuentro poco necesita subrayarse. Dar con Peter Brazenose en esta forma, casi a un tiro de piedra de la casa donde había muerto Clemency, tantos años después de haber estado los tres juntos en el lago Manasbal, tenía sabor a magia o a predestinación.

En el primer momento no me encontré en condiciones para apreciar el alcance y el significado esencial de nuestro extraño encuentro.

Después de decir Misa, un sacerdote debe hacer su Acción de Gracias y esperé en la capilla vacía mientras el jesuita cumplía esta obligación. Luego le vi venir, apoyándose ahora en un bastón y con una gran capa negra echada sobre la sotana. Me indicó el camino, a través de los jardines del convento, hacia el pequeño cottage apartado que ocupaba como capellán de la comunidad. A la luz pálida de la mañana yo podía ver que había cambiado, desde aquel día en que nos conocimos en la cumbre del Himalaya, barrida por los vientos. Había envejecido y su corpulenta figura parecía encogida y aun achicada. Su rostro delgado y pálido mostraba señales de mucho sufrimiento. Caminar le significaba, evidentemente, un esfuerzo y se alegró de apoyarse en mi brazo para reforzar el bastón. Únicamente parecía inalterado su espíritu y el don de su risa. Una vez que salimos de la capilla, su voz resonó más que nunca y rió con el placer que nuestro encuentro le causaba.

—Dicen que es mejor un perro vivo que un león muerto —gritó cuando le pregunté qué le había ocurrido—. El asunto es discutible, pero no es cuestión mía juzgar a la Divina Sabiduría. Aquí me tiene con una amenaza tremenda de verme vencido por la fiebre reumática, mi querido Roger. Eso es todo. Como usted puede notarlo, estoy embromado y tengo además otras cosas que usted no puede ver, por ejemplo, un pésimo corazón. Dejemos esto. Venga a compartir mi desayuno, que ya debe de estar preparado. Afortunadamente mi ama de llaves todavía no mide mi apetito y me sirve más de lo suficiente para dos. Hace sólo un par de semanas que estoy aquí, comprenda. ¡Esto es asombroso!

—En realidad usted no debería sorprenderse —dije para provocarlo—. Después de todo, el Mahatma lo predijo, y usted siempre fue prudente para tomar en cuenta sus facultades de profeta.

Rió y me hizo pasar adentro. Se dispuso aprisa un asiento para mí y ambos nos dedicamos a tomar café caliente y porridge.

—Tenía medio olvidado al Mahatma —confesó luego el Padre Brazenose—. Hace muchísimo tiempo de esto ¿no es así? Veamos… Sí, ahora recuerdo. Dijo que usted y yo volveríamos a encontrarnos en un futuro muy lejano, que quizá es esta mañana. Recuerdo que conversamos despreocupadamente sobre las diversas circunstancias en que podría efectuarse nuestro encuentro. Yo debía conseguir una parroquia y usted tendría que sufrir un accidente de automóvil frente a la puerta de mi presbiterio. Parece que el anciano se ha equivocado un poco, Roger. ¿Nuestro encuentro no había de ocurrir en «una hora de muerte» o algo así?

—Bien —repuse clavándole la vista—. ¿No ha sido así? —Él arqueó una ceja.

—Usted no parece precisamente muerto, mi amigo, y todavía tengo que conocer el fantasma que puede tragar porridge allegro ma non troppo. Ni tampoco estoy yo in articulo mortis si me perdona usted la profusión de lenguas. El Mahatma parece haberse equivocado.

—¿Se ha equivocado? —pregunté con calma—. ¿Y en cuanto a Clemency?

—¿Clemency? —El desconcierto invadió su rostro arrugado—. Clemency… ¿cuál era su apellido?… ¡Ah, sí! Bourdon. ¡Santo Dios! Me había olvidado de su existencia. Pero qué quiere usted decir…

Dejé la cuchara y le miré sorprendido.

—¿Puede usted estar sentado aquí y decirme que no sabía que ella vivía en estos alrededores; que usted habitaba a pocos cientos de yardas de su casa y que no la ha visto; que usted no ha oído hablar de su muerte?

Negó con la cabeza demostrando ignorancia.

—Como le he dicho, Roger, llevo aquí apenas quince días. Y, como soy poco menos que un inválido, he hecho sólo una o dos excursiones, cortas y penosas, a la aldea. Fuera del convento y de uno o dos parroquianos, todavía no conozco a nadie. No tenía idea de que Mrs. Bourdon viviera en esta vecindad. Ni siquiera he oído mencionar su nombre.

—No es de extrañar —dije— porque hace doce años, en mil novecientos treinta y dos, dejó de llamarse Bourdon. Pero usted habrá oído hablar de Mrs. Orgill, seguramente.

Se asió de los brazos del sillón.

—Por cierto —dijo con mucha calma—. Pero… ¡Santo Dios!… no me diga que ésa era Clemency, nuestra Clemency.

—Así es. No es sorprendente que usted lo ignorase puesto que yo mismo no lo sabía hasta hace dos días. Pero así es. Clemency Orgill era Clemency Bourdon y fue encontrada muerta anteayer, en High Seneschals, al otro extremo de la aldea. ¿Usted sabía todo esto?

—Sí, sabía todo eso, sin tener la menor idea de quién era Mrs. Orgill. Solamente colegí que no era católica y se dijo que se había quitado la vida —hizo la señal de la cruz y oró—. Roger, es horrible. Pobre criatura, pobre criatura…

—Es horrible —dije—, pero es posible, después de todo, que ella no se haya quitado la vida. Creo que fue asesinada y lo mismo piensa la Policía. Estoy seguro de que así resultará, Padre. No creo que ella se hubiese quitado la vida.

—¡Asesinato! —exclamó el jesuita frunciendo los ojos—. Roger, es horrible. Cuéntemelo todo, por favor; todo cuanto usted sepa.

Empecé desde el principio (esto es desde el momento en que recibí la carta fatal de Clemency en la Oficina) y le dije todo lo que pude, hasta llegar a los sucesos de la noche anterior, sin omitir nada, y haciendo desfilar los hechos tan ordenadamente como en una procesión. Nuestro desayuno se había enfriado en la mesa, delante de nosotros.

Cuando terminé, y él hubo captado la importancia de todo, permaneció callado unos minutos, desmenuzando un pedazo de tostada y arrugando la frente a fin de concentrarse en un esfuerzo para hacer memoria. Luego me lanzó una brusca mirada y se enderezó para preguntarme:

—¿Cómo dijo usted que se llamaba la casa de Clemency?

High Seneschals —repuse—. Queda sobre aquella colina.

—¿Y qué día murió?

—La hallaron muerta el viernes por la mañana, pero los médicos piensan que murió probablemente antes de medianoche. ¿Por qué?

—¿Estaba sola en la casa?

—Sí. Su criada dormía fuera y su marido debe llegar hoy procedente del Midle East.

—¿Se sabe de alguien que haya ido a verla el jueves a la noche?

—No lo creo. Nada ha salido a luz.

—Entonces… fiat lux —exclamó—. Creo que alguien fue a verla esa noche. Me parece que he visto y hablado con su visitante.

—¡Qué!

—Escuche, Roger. Si estoy en lo cierto, es una coincidencia asombrosa, pero… bueno, se lo diré. El jueves por la tarde, después del té, descubrí que estaba sin tabaco. Mi ama de llaves había salido y no debía regresar hasta después que cerraran los negocios. Resolví entonces ir yo mismo. Un procedimiento muy lento y penoso, como usted ha visto, pero precisaba mi tabaco. Hay un comercio a un cuarto de milla escasa y lo hice sin inconveniente. Luego, en mi camino de regreso, de pronto apareció una mujer en la oscuridad (recuerdo que era una tarde brumosa) y me detuvo para preguntarme si podría indicarle el camino a High Seneschals.

—¡Santo Dios!

El sacerdote hizo un gesto.

—El nombre no me decía nada y tuve que caer en la vieja frase de que «yo también era forastero». Ahora bien, reconozco que es una respuesta irritante, pero no estaba preparado para la reacción de la dama. Comprendo, por supuesto, que tal vez estuviese demasiado brumoso para que ella observara mi cuello de sacerdote y que hoy en día algunas mujeres usan un idioma extraordinario, pero me quedé muy impresionado cuando esta mujer gritó: «¡Oh, váyase al diablo!», y siguió su camino sin una palabra de disculpas ni de agradecimiento. «Una buena grosería», pensé.

—Padre, esto puede ser muy importante —observé—. ¿Podría usted describir a esta mujer?

—No mucho; estaba demasiado oscuro. Recuerdo una chalina echada sobre la cabeza y algo que parecía un impermeable. Le vi en cierta forma la cara. Diría que era de unos treinta y tantos años, robusta y no mal parecida, a pesar de que usaba gafas. Una cara más bien dura, como su lenguaje, aunque me animo a decir que podría parecer agradable si lo quisiese.

—¿Usted no la reconocería?

—Desde luego que no. Sin embargo, sin dar mayor atadero a lo que pareció un episodio sin importancia, he tenido la vaga impresión de que, en alguna parte y en algún momento, he conocido a alguien de su tipo. Ella me recordaba a alguien.

Me incliné adelante y dije:

—¿No será a Nan Candler, por ejemplo?

Él se sobresaltó.

N-no. No a Nan Candler. ¡Cielos! Ésta es otra persona cuya existencia no he recordado desde hace años. No, no era Miss Candler a quien encontré, Roger; sin embargo, hay una asociación de ideas…

—Recuerde que hace mucho tiempo que usted no ha visto a Nan —dije—. Ella tenía escasamente veinticinco años cuando la conoció. Ahora debe de haber pasado los treinta. Ha de haber cambiado con los años.

—Lo sé, todos hemos cambiado. Yo también. La fiebre reumática es un poderoso transformador. Sin embargo, no era ella a quien encontré.

Entonces la comprensión cayó sobre mí como una ducha de agua helada.

—¡Por las barbas de Belcebú le diré quién era! —exclamé—. No puede haber duda. Es tan inevitable como la lógica y he pensado en una contraposición que lo pueda afianzar, Padre. La mujer que usted encontró no era una mujer. Era… ¿no adivina usted?

El sacerdote se irguió y con el puño golpeó la mesa del desayuno.

—¡Qué me ahorquen! Tiene usted razón, Roger. Es inevitable. Hasta la voz coincide: era ronca y baja de tono para ser de mujer. Creí que tenía un resfriado.

—Escuche primero mi contraposición —dije—. Anoche, en la Silver Martlets, me trajeron a firmar el libro de huéspedes. Me gustan los libros de huéspedes, me fascinan, y aunque mi mente estaba llena de otras cosas, tuve que echar un vistazo al azar por las demás firmas de la página. En la noche en cuestión (jueves) la única persona recién llegada a la posada fue una mujer que firmó Felicity Vine. ¿Lo capta?

El jesuita asintió e hizo un gesto.

—Es extraño, ¿verdad?, que haya personas que se crean hábiles cuando hacen cosas infantiles como éstas. Cualquier psicólogo le dirá que es la falta más común en los criminales que adoptan un alias, aun en los más inteligentes. Sin embargo, es tan conmovedoramente tonto…

—Felix Sherry siempre tuvo esa inclinación —dije—. Era un zapador hábil, pero tenía un sentido del humor muy parecido al de Neville Bourdon. ¿Se le contagió de Bourdon o fue uno de los rasgos comunes que ayudó a que se unieran? De todos modos, así fue. Se ha pasado de gracioso. Es extraordinario. Quiero decir, el asesinato en sí muestra señales de proyecto y ejecución de un experto, tanto que la Policía todavía no está un ciento por ciento segura de que no haya sido un suicidio. Si Sherry se hubiese contentado con anotarse en la posada como Doreen Barker, Marjorie Sherwood, Louise Paton o bajo cualquier nombre, sin asociación con el propio, no hubiera dejado esta increíble tarjeta de visita en la escena del crimen. Pero no. Él había de cambiar Felix en Felicity y Sherry en Vine[14] y proporcionarnos así esta contraposición lista para nuestras deducciones lógicas.

—Por supuesto que el muchacho ha tenido el más espantoso golpe de mala suerte —observó el Padre Brazenose—. Después de todos estos años había una probabilidad en un millón de que dos personas de aquel grupo del río de Cachemira estuviesen en Fulkhurst exactamente ahora. La relación suya con el caso es bien sorprendente; pero ¿quién podría haber previsto que yo, de entre todos, había de regresar de repente del limbo del pasado y encargarme de esta tarea de capellán y que Sherry se había de encontrar conmigo en la oscuridad y me preguntaría el camino para llegar a la casa de Clemency? Un acontecimiento tan trivial en sí no hizo sonar ninguna campana en mi mente hasta hace un momento, como tampoco la vista del nombre Felicity Vine no significó nada para usted cuando lo vio anoche. Mala suerte para Sherry, también, que usted estuviese en Fulkhurst para fin de semana. Si esto hubiese ocurrido a mediados de semana, usted probablemente no habría venido a Misa y podríamos no habernos encontrado nunca. Es esta sucesión de circunstancias, aparentemente triviales e inconexas, lo que le ha delatado más que cualquier error craso de su parte. ¿Se puede censurar a las personas supersticiosas por hablar del dedo del destino y toda esa clase de cosas?

Me acaricié la barba.

—Supongo que tampoco se puede censurar a los clérigos regulares de la Compañía de Jesús por haber escrito obras eruditas sobre Las facultades de los místicos orientales —murmuré—. Teniéndolo todo en cuenta, parece que nuestro querido viejo Mahatma ya habló tantas tonterías…