Bajé las escaleras en un estado de ánimo muy pensativo. Por lo menos, así lo aparentaba porque mi cerebro estaba lejos de poder formarse una idea coherente. Debía de tener un aspecto muy cansado, pues, en seguida que me vio Thrupp, insistió en llevarme a la posada y meterme en cama. Francamente, yo no deseaba otra cosa, a pesar de que una voz interior me insistía que hallara un pretexto para quedarme unos momentos a solas con Clemency Ann a fin de hacerle una determinada pregunta. Pero no encontré un pretexto y luego caí en la cuenta de que el problema, después de todo, podía resolverse por otros medios. Entonces me dejé llevar hasta el automóvil. Clemency Ann se despidió de nosotros y me rogó que volviese a verla al día siguiente. Dije que lo intentaría.
Ya tenía una habitación reservada y muy pronto estuve en cama. No mucho después entró una criada trayendo un estimulante vaso de whisky puro, enviado por Thrupp, y el libro de huéspedes para que lo firmara luego cuando pudiese, junto con una hoja que debía llenar de acuerdo a los Reglamentos de Defensa. Prometí cumplir estas formalidades a su debido tiempo y pedí entretanto a la joven que dijese a Thrupp que me concediese un minuto sin mucha demora.
Llené las partes de la hoja que me concernían y escribí mi nombre y domicilio en el libro de huéspedes, de tapa de cuero. Luego, con la página todavía abierta ante mí, me puse a meditar sobre aquellos dos recortes rescatados del nogal que me tenían preocupado desde entonces y sobre el interrogante que suscitaban. Mientras meditaba, reflexionaba y deliberaba conmigo mismo, mis ojos vagaban ociosamente por la página que tenía por delante, infantilmente intrigado por la extraña diversidad de nombres y escrituras que uno encuentra en estos libros. Por ejemplo, sobre mi firma estaba la de un Mr. Albert Haddock y recuerdo haberme asombrado de encontrar que este patronímico existiese fuera de las páginas del Punch. Encima del de Mr. Haddock figuraban los nombres de Thrupp y de Browning y, sobre ellos, un Comandante y Mrs. Rumbold. Yo había conocido un Rumbold en la India, pero reflexioné que si éste estaba todavía en servicio, debería ser ahora, por lo menos, brigadier. Más arriba estaban las firmas de una empleada seccional, Elizabeth Tonks, un Teniente del Aire Parsley, una Miss Felicity Vine (ésta debía ser la mujer que mencionó Browning), una Mrs. Angus Todhunter, un Mr. John Pritchard y un señor, cuyo garabato ilegible parecía decir Shufflesnitch. Todavía seguía meditando sobre la imposibilidad de leerlo cuando entró Thrupp.
Si me hubiese sentido más fuerte le hubiera tomado el pelo por su descuido al no hacer un examen personal del nogal de Clemency, pues siempre es agradable tender un lazo a un detective profesional, en especial cuando es tan inteligente y concienzudo como Robert Thrupp. Pero no estaba para bromas, lo que quizá fue tanto mejor porque al sentarse al borde de mi cama me preguntó amistosamente:
—¿Tuvo suerte con el nogal, Roger?
Le pasé los recortes ocultando mi decepción dentro de la barba. Los examinó uno después de otro y frunció el ceño, pensativo. Luego levantó la vista y profirió un rezongo muy policial:
—¡Oh!
—Puede no tener importancia —dije— y no debe censurar a Clemency por haberse quitado el nombre de Bourdon para volver a tomar el de soltera. Como cuando se casó con Orgill se la conocía desde hacía diez años por Freeland, era muy correcto que se casase bajo ese nombre. Pero… ¿Ve usted, Thrupp, lo que pudo haber ocurrido?
—¿Quiere usted decir si le habrá hablado a Orgill sobre su casamiento anterior y cómo habrá pasado por soltera?
—Es muy importante —dije—. Todo depende de que ella se llamase Mrs. o Miss Freeland cuando él la conoció. ¿Habrá declarado ser viuda o no?
Thrupp se frotó la mandíbula.
—No tiene ninguna importancia el hecho de que el anuncio del casamiento no diga que ella fuera viuda de Bourdon. Si hubiese conservado su nombre habría sido diferente; pero como se lo había quitado no hacía falta mencionarlo.
—El anuncio no interesa un comino —dije—. Lo único que importa es si ella se lo dijo o no a Orgill. Como he dicho, Orgill es un hombre especial, muy preux chevalier, con ideas ridículamente anticuadas del honor y demás, sin sentido del humor y sin ninguna caridad. Si Clemency se hizo pasar por virgen y se casó como tal, él jamás le habría perdonado, en caso de descubrirlo, el episodio de Bourdon. Pero si alguno que estuviese enterado llegara a descubrir lo que había hecho y amenazara con delatarla…
—¿Ella no dejó en el nogal ninguna anotación para usted, Roger?
—Ni una palabra. Yo lo hubiese deseado. Me imagino que ella habrá querido que yo sacase la consecuencia por medio de estos dos recortes, cosa que he hecho, aunque sólo Dios sabe si correcta o erróneamente. Hay una forma fácil de probarlo, por supuesto. ¿Usted todavía no se va a acostar?
—No. Primero voy a cenar y a conversar con Foxy. ¿Por qué?
—Si usted puede disponer de media hora, acérquese a la rectoría o vicaría local, exhiba su tarjeta de CID. al Rev. R. D. Fallowes, M. A., o a su sucesor, y pida el registro de matrimonios del año 1942. Vea sí Clemency declaró ser soltera o viuda. Eso lo resolverá.
Thrupp se levantó.
—Buena idea, Roger. Por supuesto que Miss Michell podría decirnos si ella se hacía llamar Mrs. o Miss.
—Lo sé, pero el registro es más discreto y también más legal. Además, lo tenemos igualmente a mano.
—Hasta luego —dijo Thrupp, y partió.
En seguida caí en esa especie de sopor, próximo al estado de coma, hasta que la misma criada, más tarde, me trajo la cena en una bandeja. Comprendí entonces que estaba endemoniadamente hambriento pues nuestro almuerzo no había consistido más que en un emparedado caliente, que tomamos en la estación Victoria. En momentos en que terminaba la cena, Thrupp regresó. La satisfacción brillaba a través del aro de sus lentes.
—Tenía usted razón —anunció vivamente—. Ella declaró ser soltera y se casó como tal. Acabo de telefonear además a Miss Michell para comprobarlo. Dice que su tía siempre insistió en ser llamada Miss y que, según le dijo, había arrojado su anillo del primer matrimonio al Océano Indico en el viaje de regreso, después de la muerte de Bourdon. Ahí lo tiene.
Me mordí el labio.
—¡Pobre Clemency! Me conmueve que, aunque parece haber engañado a Orgill, el engaño empezó hace muchos años con otro fin perfectamente inocente. Clemency estuvo siempre muy resuelta a no volver a casarse. Tal vez después de la muerte de Bourdon se propuso algo así como «descasarse». Estoy seguro de que ese asunto de arrojar el anillo, volver a su nombre de soltera y hacerse llamar Miss no fue hecho con intención de volver a casarse. Creo que el matrimonio en sí se le había vuelto tan desagradable que deseaba olvidar que había estado casada y probablemente se fomentó esta resolución durante años. Me imagino que luego conoció a Orgill, que él se enamoró de ella, y una vez que Clemency resolvió cambiar de idea y volver a casarse, quizá haya pensado que complicaría las cosas indebidamente si confesaba el episodio de Bourdon. El propio Orgill puede haberla forzado a engañarlo al pregonar sus opiniones personales. Es de esos hombres que viven predicando sobre la castidad de las mujeres y que mirarían a las viudas como mercancía usada. En todo caso, no lo veo casándose con una viuda cuyo marido murió en circunstancias tan dudosas como el de Clemency. Y si ésta deseaba casarse con él (ya fuese porque se había enamorado o simplemente porque buscaba la protección del matrimonio), habrá persistido en el engaño.
—Sí —convino Thrupp—. Como usted dice, no se puede, en verdad, censurarla.
—También es perfectamente evidente —dije— que alguien, conocedor de su pasado, la había amenazado con delatarla a Orgill. En otras palabras, una extorsión. El asunto es…
—El asunto es —interrumpió resueltamente Thrupp— que usted se vaya a dormir ahora mismo como un niño bueno para serme de alguna utilidad mañana por la mañana porque va a pescar una fiebre cerebral si se queda despierto toda la noche hostigando su mente más allá de lo que puede resistir. Duérmase, Roger. En cuanto yo haya comido algo también lo haré y si usted se duerme creo que por la mañana podremos ordenar las cosas juntos. No es necesario empezar demasiado temprano. Mañana es domingo, día en que todos los verdaderos británicos se quedan en cama hasta tarde. Por una vez le perdonaré que no vaya a la iglesia —terminó bromeando.
Después de resoplar objeté:
—En realidad debería ir. Está muy bien que ustedes, los herejes, hablen a la ligera de quedarse en cama, pero para nosotros que tenemos verdadera fe… Me gustaría saber a qué hora es la Misa.
—Si usted habla en serio, abajo en el vestíbulo hay un aviso. Algo sobre aquel convento del camino. La Misa en la capilla pública es a las siete en verano y a las siete y treinta en invierno. ¡Uf! A propósito, ¿qué es una capilla pública?
—Las monjas de aquí pertenecen a una Orden de clausura —expliqué—, pero tienen una capilla fuera de la clausura para beneficio del público, atendida posiblemente por un capellán. Bueno, veremos. Es una hora cruel para levantarse, con este tiempo.
A pesar de mi cansancio, no dormí muy bien. Tardé mucho tiempo en conciliar el sueño y me desperté dos o tres veces al amanecer con la sensación de que mi cerebro amenazaba con entrar en ebullición. Sin embargo, podría haber sido peor, y la última vez que recobré el sentido, a las siete y treinta, me sentí bastante aliviado y más capaz de afrontar los problemas de la vida. La posada estaba oscura y silenciosa pero oía a lo lejos los débiles tañidos de una campana que tocaba el Angelus de la aurora. Simultáneamente entró en mi cuarto un emisario del Demonio que me susurró los placeres de la pereza y me recordó la consoladora dispensa de la obligación de oír Misa los domingos, concedida en tiempo de guerra a los trabajadores nocturnos, mientras en el otro oído resonaba la voz algo irónica de mi Ángel de la Guarda que, después de iniciarse con sarcasmo, cambió de tono y opuso un irrefutable argumentum ad hominem. Salté entonces de la cama y encendí la luz, con lo que el Demonio salió bramando por el ojo de la cerradura por donde había entrado. Me puse la ropa, aprisa, temblando como un taladro a presión en aquel frío crudo, y busqué el camino a tientas para salir de la posada.
La mañana estaba oscura y nublada, tan oscura en realidad que tuve dificultad para localizar la capilla y encontrar su entrada. Más oscuro aún estaba el interior porque (según oí murmurar cuando pasaba el pórtico) las luces eléctricas se habían fundido y no había otra iluminación que las dos velas litúrgicas, sobre el altar situado al extremo de la capilla larga y angosta. Cuando apenas un minuto después llegué tanteando hasta un asiento del fondo, salió el sacerdote de la sacristía precedido por un acólito anciano que llevaba una tercera vela en una scotula para que el celebrante pudiese leer el misal.
La Misa fue sencilla y breve, sin sermón ni lectura de avisos. El sacerdote, cuyo rostro no alcanzaba a ver en la oscuridad, parecía de edad y algo inválido (como muchos capellanes de convento) porque cojeaba perceptiblemente y se movía con lentitud en el altar, mas su voz era fuerte y cultivada con un latín bellamente pronunciado. A pesar del tiempo horrible, la capilla estaba llena, pero demasiado oscura para percibir la cara hasta del vecino más próximo. Toda la atmósfera era devota y muy buena para el alma.
«Es un pensamiento santo y saludable rogar por los muertos para que sean librados de sus pecados». Las viejas palabras llegaron espontáneas a mi memoria en tanto que hundía la cara entre mis manos y pensaba en la pobrecita Clemency, en su cuerpo sin vida tendido inmóvil en aquel depósito frío y oscuro de Holly Green, mientras su espíritu había volado sabe Dios a qué Cielo claro, qué Purgatorio triste, qué Infierno sin esperanza. No tenía por qué pensar en ello; sin embargo oré, humildemente y sin orden, pidiendo por ella, para que ahora, con el consentimiento de Dios, gozase de la visión beatífica. Recé lo mejor que pude ya que la oración mental es, de todos los esfuerzos humanos, el más difícil y exigente. Sin embargo, no quedé satisfecho y sentí una desesperación desalentadora por su dudosa eficacia. Estaba angustiado. Ante todo, anhelaba que la pobre Clemency hubiese muerto por otro (que no hubiese muerto por su propia mano), cosa que algunos pueden considerar paradójicamente consolador. Había una gran diferencia. Era cuestión, no de venganza, sino de justificación; de ello dependía el Juicio de Dios.
Cuando terminó la Misa y el sacerdote cojo nos hubo bendecido, me abrí paso contra la corriente de los feligreses hacia una pequeña puerta oscura que, según deduje, debía dar acceso a la sacristía. Obsesionado por el fin de Clemency y consciente de mis propias culpas, en una repentina llamada a la Divina Misericordia, sentí que lo menos que podía hacer era ir en busca de ayuda espiritual.
Di la vuelta al picaporte y entré a la sacristía iluminada por velas. Tenía frente a mí a un sacerdote de cabello cano que me volvía las espaldas y se estaba quitando los ornamentos; ya había extendido sobre la ancha mesa que tenía delante, la casulla, la manipula y la estola y se estaba aflojando el cíngulo de su alba.
—Perdóneme, Padre —empecé vacilante—, deseo pedirle a usted y a las buenas Hermanas una oración por una amiga que ha muerto.
El Padre se enderezó al primer sonido de mi voz, posiblemente no tan sorprendido por haber sido interpelado (pues debió de oír abrir la puerta), sino más bien porque halló algo conocido en el tono de mi voz. Entonces, lentamente y con cierta dificultad, se volvió para mirarme y exclamó:
—¡Qué me ahorquen, si no es usted ese antropoide de Poynings!