No me detendré en los horrores de ese viaje a Fulkhurst, lento, anticuado, penoso, en tiempo de guerra. Thrupp y yo desayunamos en la Oficina para poder partir en el momento que yo quedase libre. Con niebla en las vías, largas esperas en desvíos perdidos y otros factores muy desagradables de recordar, llegó la mitad de la tarde antes de que descendiésemos del tren, muy cansados, en la estación más próxima a la aldea lejana, donde Clemency pasó sus últimos días. Felizmente, Thrupp había obtenido una comunicación telefónica desde Victoria Station y nos esperaba un automóvil de la Policía conducido por el inspector Browning, su auxiliar, que nos evitó la consiguiente tortura de depender de un autobús. Los ojos opacos de «Foxy» Browning tuvieron un esperanzado brillo al verme en compañía de su jefe, pero en seguida mostraron una mirada de desconfiada desaprobación al observar que yo no llevaba esposas. Por un inescrutable designio del destino, tengo la costumbre de aparecer en los casos por asesinato que investiga Thrupp e invariablemente me presento como sospechoso favorito de Foxy. No sabría decir por qué. Quizá sea a causa de mi barba.
—¿Nada nuevo? —preguntó cuando subíamos al coche—. Está bien —añadió con una sonrisa de cansancio al observar que Browning me miraba—. No es la primera vez en la historia borrascosa de nuestra isla que el Hermano Poynings tiene una coartada de acero. Puede usted hablar libremente delante de él.
—Hay gente que tiene mucha suerte —refunfuñó Browning dirigiéndome una amarga sonrisa—. Quizá más de la que se merece. —Puso en marcha el motor y arrancamos—. No, señor; no se ha hecho mucho durante su ausencia —contestó a Thrupp—. Ha llegado una joven, invocando ser sobrina de la difunta, pero dice que no ha visto a su tía desde hace varios meses y no estaba enterada de ninguno de sus problemas. Está muy impresionada, pues parece haber sido muy apegada a la muerta. Está ahora en la casa, pero en realidad no tiene mucho que decir. Ha venido porque está enferma su madre, la hermana de Mrs. Orgill. ¡Ah!, llamó el Departamento de Guerra, señor, en respuesta a su pregunta sobre el paradero del Coronel Orgill. Por el momento no es posible comunicarse con él, pero debe desembarcar mañana a la tarde. El Departamento de Guerra le informará de la muerte de su esposa y le mandará para aquí.
—Está bien —dijo Thrupp—. ¿Nada más, Foxy?
—Nada importante, señor. Las averiguaciones que usted ordenó sobre los forasteros que se encuentran en los alrededores no han tenido mucho éxito. Aparte de las tropas de los cuarteles próximos, no se ha visto ningún hombre extraño y hay, por supuesto, cientos de soldados por aquí y no se puede pretender que los aldeanos digan gran cosa. Ésta es la dificultad, señor. Si el asesino usara uniforme (es decir si ha habido un asesino) no tenemos la menor esperanza de dar con él.
Thrupp sacudió la cabeza como señal de triste asentimiento.
—¿Ninguna mujer extraña tampoco?
—Docenas de ATS y de WAAFS, pero pocas civiles. En la noche del 16 al 17 una mujer llamada Vine tomó una habitación en la Silver Martlets, pero no hay nada que la relacione con el crimen. El posadero dice que preguntó el camino que conducía a Putticks Farm Camp y él interpretó que tendría allí un amigo o conocido. Por rutina he tratado de verificar si aquélla fue o no al campamento y es exacto que salió en esa dirección (alejada de High Seneschals) así que probablemente queda descartada.
—Probablemente. Bueno, resulta que estamos un poco estancados, Foxy. Nuestro amigo Poynings, aquí presente, ha podido decirme algunas cosas muy interesantes sobre el pasado de Mrs. Orgill, pero hasta la otra noche, en que recibió una carta, no ha estado en contacto con ella desde hace años. De ahí su telegrama. Se lo contaré todo más tarde. ¿Quisiera usted conducirnos a High Seneschals? Quisiera decir una palabra a esta sobrina. ¿Viene usted, Roger? ¿O prefiere que lo dejemos en la posada? Usted parece rendido. Un poco de cama…
—Prefiero ir con ustedes —dije—. Estoy cansado, pero mi cerebro está muy excitado y no podría dormir sin echar un vistazo a la casa de la pobre Clemency para obtener un cuadro general de la situación. ¿Dónde está el… el cuerpo, Browning?
—En el depósito más próximo, allá en Holly Green. El entierro es el lunes. Tenía que ser hoy, pero como su marido llega mañana…
Entramos a la aldea y pasamos ante un edificio de aspecto vagamente monacal, situado entre los árboles. Recordé que había un convento de monjas contemplativas en Fulkhurst y resolví que debía de ser ése. Luego, después de una fila de casas y de comercios pequeños, apareció la iglesia parroquial y, enfrente, separada por un pequeño triángulo de césped verde, la posada de Silver Martlets. Luego más casas, otra posada, una pequeña oficina de correos, una o dos casas más grandes y dejamos la aldea detrás de nosotros, cuando Browning dobló por una calle angosta, bordeada de árboles, que en seguida empezó a subir. Unos cientos de yardas de ascenso nos trajo a la vista una casa pequeña, pero agradable. Adiviné que en su origen debió ser de estilo Elizabeth restaurada y ampliada en más de una oportunidad. No obstante la mezcla de estilos, el aspecto era bello y encantador. La casa estaba construida en un espacio de unos tres acres, en parte con jardines cuidados, incluyendo también un amplio terreno de césped, con un cerco exterior de árboles. Aún ahora, a mitad de invierno, desprovisto de follaje, el lugar era muy atrayente. En las estaciones en que los árboles están frondosos debe de haber sido precioso.
Cuando llegamos allí, la puerta principal se abrió y asomó una joven de poco más de veinte años. Usaba el uniforme azul ahumado de la WAAF, era de mediana estatura, delgada, bien formada, cabello claro y ondulado de color arratonado y ojos profundos de un gris muy oscuro. El parecido era tan inesperado que bajé a tropezones del automóvil y me detuve ante ella como si hubiese sido un fantasma. Tartamudeé tontamente:
—¡C-Clemency!
Tanto la joven como mis acompañantes me lanzaron miradas sorprendidas. Avergonzado, me repuse y me disculpé.
—Perdóneme. Por supuesto que usted es la sobrina de Clemency. Perdóneme, me he comportado como un tonto, pero el parecido es impresionante. No he visto a su tía desde que ella tenía su edad. Lo siento mucho.
—Está bien —dijo—. Dicen que me parezco algo a ella pero no sabía que tanto. Quizás usted lo note más porque no ha visto a tía Clemency desde hace mucho tiempo. A propósito, ¿quién es usted? —Su voz también me era atormentadoramente familiar.
—Me llamo Roger Poynings. Usted conoce al inspector Browning y éste es el Jefe Inspector Thrupp, un viejo amigo mío. Supongo que mi nombre no le dice nada.
—En realidad no. ¿Debería ser de otro modo? —Su gesto fue amistoso y encantador cuando nos hizo pasar.
—No creo; a no ser… ¿Su nombre no es Clemency, también?
—Lo es. Tía Clemency fue mi madrina. Me pusieron el nombre por ella. ¿Por qué?
Le dirigí una sonrisa cansada.
—Hablando estrictamente, éste no es nuestro primer encuentro. Nos hemos visto antes, quizá durante una hora, en Srinagar, en Cachemira, cuando usted tenía cuatro o cinco años. Sus padres la trajeron cuando vinieron para buscar a su tía. Es evidente que usted no puede recordarlo.
Ella movió la cabeza en un gesto negativo.
—Creo que no. Tengo sólo un débil recuerdo de la India. Sin embargo, estoy segura de que usted está en lo cierto. Odio los lugares comunes, pero el mundo es pequeño, ¿no?
Nos hizo tomar asiento delante de un fuego de leños ardientes e insistió en servirnos té. Mientras ella estuvo ausente, caí en una modorra producida por el repentino calor y la comodidad después de aquel viaje indecible. Mi agotamiento físico y el embotamiento de la mente se debían a este extraño encuentro. Tontamente no se me había ocurrido antes que la sobrina de cuya llegada nos había informado Browning pudiese ser la hija de Prudence, hermana de Clemency.
Y cuando nuestra joven anfitriona regresó con el té sufrí otro nuevo golpe y de una procedencia inesperada. Pues Foxy Browning, al aceptar un bollo caliente, observó con desacostumbrada cortesía:
—Me parece que le estamos causando mucha molestia, Miss Michell.
Me enderecé de un salto. Dos recuerdos precisos, de un origen muy distanciado, convergían de pronto y sólo pude balbucear. Mis acompañantes volvieron a mirarme fijamente.
Al recuperar la palabra me disculpé.
—Había olvidado completamente el nombre de sus padres. Lo he sabido antes, por supuesto, pero no me venía a la memoria cuando anoche traté de recordarlo al contar una historia a Mr. Thrupp. No sería de sorprender, si no fuese porque lo había oído mencionar escasamente veinticuatro horas antes. Pero no lo pude recordar. —Me volví hacia mi anfitriona—. ¿Es Michell sin t, no es cierto?
—Exactamente. ¡Qué listo es usted para recordarlo!
—Su nombre completo es Clemency Ann, ¿no es así?
—Sí.
—¿Y usted estuvo en la escuela con una Francesca Havelock?
—¡Sí! ¡Santo Cielo! ¿Conoce usted a Frankie? —Clemency Ann abrió grandes ojos y casi tiró la taza.
—¡Y mucho! Lo extraordinario es que ella haya hablado de usted hace sólo dos noches (no por casualidad, sino como consecuencia directa de que yo mencioné el nombre de bautismo poco común que llevaba su tía) y, sin embargo, no halló eco. Esto es fantástico. Frankie es una gran amiga mía; hemos pasado todas las noches juntos; quiero decir —me corregí al punto— que trabajamos en la misma Oficina, comprende usted, y cumplimos juntos la guardia nocturna.
Los labios de Clemency Ann contuvieron la risa.
—Comprendo. Conociendo a Frankie, pensaba que… —tuvo una reacción—. Es asombroso, sin embargo. He pensado con frecuencia qué habría sido de ella. Debe de odiarme por no haberle escrito, pero perdí su dirección en Inglaterra y he estado muy ocupada desde que empezó la guerra. Sería maravilloso verla otra vez.