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—¿Y qué ocurrió después? —preguntó Thrupp—. Quiero decir, cuando el Residente dejó la causa abierta y todos quedaron en libertad. Dígame ¿qué sucedió con las diferentes personas que intervinieron en el caso? ¿Mantiene usted contacto con alguna de ellas?

—Con ninguna, y, en realidad, no puedo decirle gran cosa acerca de ellas. La muerte de Bourdon fue como una bomba que cayó en medio de nosotros. No sólo sufrimos mucho con esta explosión, sino que nos desparramó a los cuatro vientos. Nos dispersamos todos y no hubo ninguna consecuencia colectiva.

Hablemos de Clemency. En cuanto llegamos a Srinagar se comunicó con su hermana. Prudence acudió en seguida, acompañada por su marido, el coronel no-sé-qué (no recuerdo el apellido), que era una persona muy capaz. Como mi nombre quedó enlodado por haber metido a Clemency en un lío, nos hicieron jurar a ambos que no volveríamos a vernos por lo menos durante un tiempo largo. Me parece que ellos creyeron sinceramente que Clemency y yo habíamos asesinado a Neville Bourdon (no se les puede censurar por ello) y estaban muy asustados de que Clemency fuera a ser procesada por asesinato. Todo cuanto les preocupaba era separar a Clemency de mí, antes de que la gente empezase a hablar, pero Clemency y yo nos sentíamos tan hastiados de todo que no soportábamos tener que explicar cuál era realmente la situación entre nosotros. Si les interesa, les diré que pedí otra vez a Clemency que se casase conmigo, pero fue aún más inexorable que antes. Abreviaré este largo relato diciéndoles que se ausentó del país a los quince días. Recibí una carta suya, echada en el correo de Bombay, pocas horas antes de partir. Regresaba a la patria, a casa de una tía, pero no me daba la dirección y me pedía que no le escribiese hasta que ella diera señales de vida. Nunca volví a saber de ella hasta anteanoche, a pesar de haber acosado durante meses a Prudence, que nunca quiso decirme dónde estaba Clemency. Intenté toda clase de ardides para hacerle llegar una carta, pero si alguna vez las recibió, jamás las contestó. Al final me di por vencido. ¿Qué otra cosa podía hacer? Con el tiempo me enamoré (o creí enamorarme) de otra joven, Lulú Hurst, la madre de la pobre Bryony. Usted está enterado de todo esto, Thrupp[12].

—Estaba pensando dónde encajaba ella en su turbio pasado, Roger —murmuró comprensivo—. Empero… continúe.

—En cuanto a Nan Candler —proseguí—, conozco muy poco de su vida. Sé que regresó junto a su padre, en Simia, pero nunca volví a verla ni supe nada de ella. John Candler se retiró pocos años después y me imagino que Nan habrá regresado a la patria con él. No sabría decir si ella tuvo mejor suerte que yo para mantenerse en contacto con Clemency. He observado que ésta no la menciona en su última carta.

Tampoco volví a ver al Padre Brazenose, pero tuve noticias de él un par de años después. Me escribió de Roma, desde el Istituto Pontificio di Studii Occulti (nuestro viejo conocido IPSO) y me envió un formidable libro sobre las facultades de los místicos orientales o algo parecido, con el informe de sus propias investigaciones e incluyendo mi declaración firmada sobre el milagro del Mahatma. La esquela era amistosa, pero muy escueta y no hacía mención del asunto Bourdon. Recuerdo que hablaba de una fiebre reumática que le había dejado muy débil y que le obligaría a dar por terminadas sus expediciones. Hace unos años recordé de pronto su existencia y tomé el Catholic Directory para averiguar si por casualidad se encontraba en Inglaterra. Pero no lo mencionaba y resolví que habría muerto o que estaría todavía en Roma.

En cuanto a Felix Sherry, le encontré una vez, un año o dos después de la muerte de Bourdon, en la estación ferroviaria de Lahore. Trató de evitarme, pero yo le hablé y cambiamos algunas palabras. No aludimos a los tiempos pasados y creo que ambos nos sentimos aliviados cuando llegó el tren. Un par de años más tarde oí decir que se había metido en un lío y envió su dimisión para evitar el consejo de guerra. Recuerdo haber sentido un poco de lástima por él. Después de todo, no me había hecho ningún daño, a pesar de que nos teníamos una mutua antipatía. No tengo la más remota idea de lo que ocurrió con él después de partir de la India y, francamente, poco me importaba.

Me he dejado para lo último y no preciso perder mucho tiempo en mi historia ulterior. Sin embargo, puede interesarles a ustedes conocer las consecuencias inmediatas de la aventura de Cachemira. Fueron algo extrañas o, por lo menos, inesperadas. La indagación practicada por el Residente sobre la muerte de Bourdon me hizo comprender que no podía continuar de ningún modo mi permiso. Telegrafié entonces a Grotian explicándole el asunto. Yo pensaba que se iba a poner furioso conmigo por haberme mezclado en un asunto tan desagradable, pues una de las principales condiciones que él exigía a sus subordinados era que pasaran lo más inadvertidos posible y se mantuviesen alejados de cualquier forma de publicidad. Creí que llegaría a despedirme. No contestó mi telegrama hasta dos días después, lo que me hizo pensar que entretanto se debió poner en comunicación con el Residente. A su tiempo, recibí una carta sorprendentemente cortés en la que me anunciaba que, como quizá yo preferiría no regresar a Ghadarabad después de mi «desgraciada experiencia», me había destinado a Bareilly, donde debía presentarme sin demora. Quedé contentísimo, pero también un poco intrigado por la falta de reproches y, como es natural, muy aliviado al no tener que regresar a Ghadarabad. La vida allí habría sido imposible, después de lo que había ocurrido.

—¿Cuál fue la actitud de Grotian cuando usted volvió a verlo? —preguntó Thrupp—. ¿Quiso matarlo?

—Cosa curiosa: no lo hizo. Su actitud continuó siendo extraña. No le vi hasta después de haber estado varias semanas en Bareilly, y entonces, antes de que pudiese abordar el tema, él mencionó algo que yo había olvidado: la carta que le escribí aquella noche cuando a Bourdon se le había escapado su sospecha de que mis tareas en el ARO. eran una pantalla. Grotian dijo que yo hice muy bien en informarle y luego añadió algo, un poco confuso, explicando que, dado a como habían resultado las cosas, merecía no poca gratitud quienquiera que hubiese matado a Bourdon (recuerdo que agregó «ya fuese Dios o un hombre») por haber evitado «un montón de preocupaciones». Le pregunté a qué se refería, pero él sólo sonrió y cambió de tema. Grotian era muy buena persona, mas no de ésas que uno se anima a interrogar contra su voluntad. Pasado el tiempo, cuando me había retirado del Servicio y regresado a Inglaterra, una tarde, sin razón ni motivo alguno, mientras me bañaba se me ocurrió que Grotian debe de haber sospechado que yo había asesinado a Bourdon, no por un crime passionnel, sino por haber descubierto que estaba tramando algún asunto oculto a favor de una potencia extranjera. ¿Fantástico? Bueno, quizás. Ustedes saben que ha habido casos semejantes y cuanto más pensaba en ello, mejor comprendía lo bien que coincidían las cosas. Grotian fácilmente puede haber pensado que puesto que Clemency era amiga mía yo había tomado la decisión de «ejecutar» a su marido por mi cuenta, bajo la apariencia de un crime passionnel, para evitarle a ella la vergüenza y la ignominia de ser llamada la esposa de un traidor, como pudo haber ocurrido si a Bourdon le hubiesen tratado por los conductos oficiales.

—Parece un asunto odiosamente melodramático, Roger —exclamó Francesca.

—Lo sé y, sin embargo, pudo haber sido así. Estas cosas se presentan, y en los casos que el compañero Joe llama de «elemento incierto» es mucho más conveniente ser secretamente «eliminado» que procesado con todo el cortejo de publicidad y discusiones. Podría decir que hubiese sido evidentemente arbitrario que se eliminara a Bourdon sin las instrucciones y el consentimiento de Grotian, pero… ¡qué diablos!…

»O tal vez hubiera otra manera de encararlo. Nunca pensé que Bourdon estaba mezclado en ningún asunto sucio de esa clase y la carta que le escribí a Grotian fue únicamente en cumplimiento de las ordenanzas vigentes. Pero supongamos ahora que Grotian, como consecuencia de mi carta empezaba a hurgar y descubriera que Bourdon estaba complicado en esas cosas. Por lo que sé, pudo haberlo estado y haber descubierto mi tarea oculta desde el momento en que llegué a Ghadarabad y, por este motivo, él habrá insistido tanto para que yo compartiese su bungalow. Sabe Dios. Suponiendo que hubiese algo de esto y que Grotian lo hubiera descubierto, él no habría caído tan dramáticamente sobre Bourdon. Hubiera seguido la buena táctica conocida de darle más y más soga para ahorcarse. Estábamos en tiempos de paz, sin ninguna señal de guerra en el horizonte y ningún estado de emergencia que justificase medidas inmediatas. En vista de la índole no urgente de mi informe, Grotian probablemente se habría contentado con esperar hasta que yo regresase de mis vacaciones, para poder conversar acerca del asunto. En cambio, Bourdon va a Cachemira y muere en circunstancias muy sospechosas, ¡siendo yo uno de los sospechosos más evidentes! En verdad, existían todos los elementos de un crime passionnel: yo vivía aparentemente con la esposa de Bourdon, o quizás (desde el punto de vista de Grotian) sólo aparentaba hacerlo, puesto que habitábamos dos casas flotantes diferentes. Pero por una vez en su vida, ¿no podría Grotian haber puesto dos y dos y dar como solución veintidós en vez de cuatro? Y entonces, habiendo llegado a esta conclusión equivocada, ¿no puede él haberle dado el dato al Residente para evitar una indagación ulterior? Les he dicho cuánto nos sorprendimos con la repentina interrupción de lo que amenazaba ser un asunto largo y endemoniadamente desagradable. Ahora pienso que Grotian puede haber tenido mucho que ver en ello. Su autoridad era muy grande. Concedo que todo esto es muy teórico, pero no está fuera de los límites de las posibilidades.

Llamó el interno 17. El Ejecutivo de la Guerra pedía una larga investigación que involucrase una averiguación amplia. Anoté los detalles y prometí llamar más tarde.

—¿No cree que Grotian habría tomado medidas para comprobar sus conjeturas y conversar después con usted? —preguntó Thrupp.

—No necesariamente porque en ese Servicio no se habla más de lo indispensable; muchas cosas «pasan sin que se digan» y creo que esto sería especialmente verdad en lo referente a una «ejecución». Si yo, por mi cuenta, hubiese «ejecutado» a Bourdon por traición, Grotian pudo haberlo considerado como un caso de los que cuanto menos se hable, mejor, y cuanto menos se supiese, él más feliz se sentiría. Era hombre de muy pocas palabras y, si ustedes lo recuerdan, me dijo lo suficiente para insinuar que la muerte de Bourdon contaba con su aprobación. No hubiese sido conveniente darme las gracias de forma directa, lo que explicaría su expresión deliberadamente ambigua de gratitud a «Dios o al hombre» por haberle evitado muchas preocupaciones.

—Bien, bien —murmuró Thrupp—, todo ha sido muy interesante, Roger, y usted me ha dado mucho que pensar.

Y ahora ¿dónde puedo conseguir un horario? Quiero saber la hora de los trenes a Fulkhurst.

Francesca le pasó un Bradshaw y sintonizó el Noticiario de las 7.