—El tiempo pasa —dijo Thrupp al mirar al reloj— y no debemos olvidar que no me pagan para investigar la muerte de Neville Bourdon, sino la de Clemency Orgill que antes fue Clemency Bourdon.
—Así es —convine impresionado por esta sencilla constatación de lo evidente—. ¡Dios mío! Pobrecita Clemency. Tiene usted razón, Thrupp. Todo lo que me ha pasado no tiene ninguna importancia.
—Como antecedente, vale mucho —me corrigió—, pero me parece mejor pasar por alto los detalles y llegar a los resultados más importantes del episodio. Por ejemplo, si usted no mató a Bourdon, ¿quién lo hizo?
—No lo sé —dije.
—¿No lo sabe? —Thrupp parecía incrédulo—. ¿Quiere usted decir que el crimen nunca fue imputado a nadie?
—Nunca. Por lo que sé, continúa siendo un misterio sin solución hasta el día de hoy en los anales de la Policía de Cachemira.
—Supongo que hubo una investigación. ¿Fue ocultada o algo por el estilo?
—Hubo, por cierto, una investigación y muy desagradable para los que estuvimos en ella —dije al recordarlo—. Por otra parte, aun cuando exactamente no se echó tierra al asunto (sería una forma demasiado fuerte de decirlo), todo pasó con la mayor discreción posible y se le dio el mínimo de publicidad en los periódicos de la India. Comprenda usted que las circunstancias eran especiales. Siendo Cachemira un país de nativos, Estado soberano con gobierno y policía propios, no forma parte del Imperio Británico. El Maharajá era un Príncipe independiente, aliado a la Corona británica por un tratado, y Gran Bretaña estaba simplemente representada en Cachemira por un funcionario cuasi-diplomático, conocido como Residente, encargado de vigilar los intereses del Rey-Emperador y de los súbditos británicos que visitasen el país en uso de licencia o que tuviesen permiso para habitarlo. El Residente gozaba de una posición muy parecida a la de un embajador o cónsul general en cualquier país extranjero: no podía intervenir abiertamente en las funciones del Estado, salvo, por supuesto, cuando la política estuviese reñida con los intereses británicos o violara el tratado de alianza. Sin embargo, estaba autorizado para intervenir, hasta cierto punto, cuando los asuntos se complicasen con la muerte de un súbdito británico; aun entonces debía cuidarse de no herir a la Policía del Estado.
—Comprendo —asintió Thrupp—. ¿Y qué ocurrió?
—Al principio tuvimos a la policía de Cachemira zumbando a nuestro alrededor: era un lote de muchachos bien intencionados, nada tontos. Pero, evidentemente, el trabajo superaba su capacidad para tratar con el pequeño grupo de súbditos británicos. Todos negaron haberse aproximado aquella noche a dos millas de la dunga de Bourdon y como no había testigos para probar lo contrario, la Policía estaba perdida. Ni siquiera podía recurrir a arrestar a la tripulación de nativos de Bourdon, puesto que todos ellos habían sido vistos por cientos de personas en la alegre fiesta del casamiento. Por otra parte, a nosotros no nos agradaba la idea de que los cachemiros hurgaran nuestros asuntos y tomamos el camino que instintivamente se elige cuando uno se ve en apuros en un país extranjero. Telegrafiamos al Residente británico y le pedimos que protegiese nuestros intereses.
—¿Y lo hizo?
Reí con desagrado.
—Ya lo creo. Esa misma tarde vino a Sumbal un secretario del Residente y nos mandó a todos por tierra a Srinagar para que nos presentáramos ante el viejo. Pasamos unos momentos muy molestos, Thrupp.
—Salieron todos los trapitos al sol.
—No exactamente al sol. Era visible que el Residente estaba muy celoso del prestigio británico, para permitir que la historia se divulgara, pero tuvimos que ser muy francos con él. Usted comprenda, se hizo cargo de toda la investigación, convenció al gobierno de Cachemira de que como el asunto afectaba sólo a los súbditos británicos, mejor sería que lo dejaran en sus manos y de este modo le evitaría molestias. Me imagino que el Durbar se alegró mucho por librarse del trabajo. El Residente era una persona decente, pero indagó muy a fondo y nos hizo pasar un mal rato. ¡Háblese de torturas de tercer grado! Les aseguro que durante un par de días la vida fue muy desagradable.
—¿Solamente durante un par de días? —interrumpió Thrupp.
—Por extraño que parezca, así fue. Durante dos días enteros, el viejo nos acosó sin piedad, a veces individualmente, otras en conjunto, intentando sorprendernos con endemoniada habilidad. El procedimiento parecía que iba a ser interminable. Nos mandaba llamar a todas las horas del día y de la noche y casi acabó con nuestros nervios. Luego, al final del segundo día, nos reunió a todos y nos dijo, con muchas palabras, que podíamos retirarnos. «La indagación ha terminado: la causa queda abierta». Ni siquiera mencionó si el asesinato había sido cometido por uno o por varios desconocidos.
Thrupp resopló.
—Esto suena endemoniadamente irregular —refunfuñó.
—Para las leyes británicas, sí. Pero, vea usted. Existía un elemento de duda que no he mencionado antes y no creo que se nos ocurriese a ninguno de nosotros hasta que el viejo lo trajo o colación. En realidad, nos dejó atónitos cuando en nuestra última entrevista nos comunicó que la muerte de Bourdon podría haber sido accidental. Al parecer, el médico del Residente, después de haber hecho un examen libre de todo prejuicio, del cuerpo y de la escena, había llegado a la conclusión de que si Bourdon hubiese estado bebido (como probablemente habría estado por haber terminado una botella de whisky) y si hubiese trepado hasta el bajo techo de su dunga por algún motivo (y no se buscan motivos lógicos cuando un hombre está ebrio), fácilmente podría haber perdido el equilibrio y caído por el borde, golpeándose la cabeza en el maderamen bajo de la dunga. El médico agregó que el golpe en el cráneo pudo haber sido causado de esta manera. No puedo decir que yo lo haya creído alguna vez y tampoco creo que el Residente estuviese realmente convencido; su «causa abierta», en lugar de «muerte por accidente», parece comprobarlo. Empero, como existía este elemento de duda, supongo que el viejo bribón se sintió justificado de tomar la salida más fácil.
—Comprendo —Thrupp se acarició la barba—. A propósito, ¿qué historias contaron todos ustedes? ¿Salió a relucir algo nuevo?
—Nada. Yo insistí en mi cuento de que no había salido de la Khushdil. Evidentemente, debía hacerlo. Hubiese sido fatal decir la verdad. Nadie podría contradecirme. En realidad, el Padre Brazenose lo confirmó en forma muy gentil, con detalles circunstanciales sobre la botella de whisky vacía y la ausencia de señales reveladoras en el piso o en la plancha. Clemency y Nan ofrecieron cada una varias coartadas, ninguna verdaderamente satisfactoria porque en realidad no habían dormido juntas (sus dormitorios quedaban en los extremos opuestos de la Oriole), pero el Residente tuvo que creerles que era imposible que una hubiera bajado a tierra sin que la otra se enterase. Ambas declararon que no habían dormido mucho y que pasaron largos ratos despiertas.
—¿Salieron a relucir detalles de las desavenencias domésticas de los Bourdon? —preguntó Thrupp.
—Sólo en términos generales. Clemency fue muy franca sobre su casamiento poco feliz y, por supuesto, esto explicaba que ella se hubiese ido conmigo. Pero conseguimos ocultar los verdaderos detalles y el Residente era demasiado discreto para indagar muy a fondo, aunque creo que sospechó que la desavenencia era bastante seria. No obstante, dudo de que Clemency haya comprendido que pudiese haber estado bajo una seria sospecha. Tenía una mentalidad extrañamente inocente…
—Dígame, Roger —Thrupp frunció el ceño—. Ahora ella está muerta, así que nada de lo que usted diga podrá cambiar las cosas. ¿Sospechó usted, por lo menos en su fuero interno, que ella pudiese ser culpable? Después de todo…
—¡Jamás! Mi estimado amigo, yo conocía a Clemency, la conocía mil veces más de lo que puedo pretender describírsela a usted. Era incapaz de hacerlo. No podía haberlo hecho, Thrupp. Yo hubiese creído en su inocencia, aun si las cosas se hubieran presentado completamente mal para ella. No; si alguien salió de la Oriole aquella noche (lo que me cuesta creer porque la hazaña debió de efectuarse antes de mi salida, y yo estaba tendido sobre la cama junto a la venta abierta, con el camino de sirga sólo a pocos pies de distancia), no fue por cierto Clemency.
—¿Miss Candler, entonces?
Me encogí de hombros.
—Pudo haber sido. Psicológicamente, yo la consideraría la más probable de todos nosotros. Nan era recia, dura como el acero, como son tantas mujeres de temperamento masculino. Yo diría que era más recia y dura que yo, quiero decir menos propensa a retroceder ante medidas extremas. Además, su motivo era bien claro, fundamentalmente el mismo que el mío, sólo que muy reforzado por su sincero amor por Clemency. Es un tema difícil para hablarlo y el hombre casi no lo puede comprender. Sin embargo, no hay duda de que Nan adoraba a Clemency y el simple hecho de que ésta no pudiese corresponder a su amor de la misma manera no parecía hacer que Nan estuviese menos loca por ella.
—Lo comprendo —interpuso suavemente Francesca—. A mí ya se me ha pasado, pero otras no se han podido librar.
Asentí.
—Entonces también puede usted comprender que si yo, a pesar de no estar verdaderamente enamorado de Clemency, me disponía a cometer un asesinato para salvarla de todo peligro de ser desgraciada en el futuro, Nan hubiese tenido un motivo aún más fuerte. Nan hubiera entregado su vida por Clemency en cualquier momento y lo hubiera hecho gozosa si su muerte hubiese sido el precio que debía pagar para librar a Clemency de Neville.
—De todos modos —refunfuñó Thrupp—, no parece éste el crimen de una mujer. Los instrumentos pesados son generalmente armas de los hombres.
—Pero hay que recordar que Nan no era una mujer normal —sostuve—. Ése es el asunto. Sea como fuere, todo esto no nos conduce a ninguna parte. Está todo terminado y enterrado hace años.
Llamaron a un mismo tiempo los internos 14 y 17, y durante los minutos siguientes Francesca y yo estuvimos ocupados. Thrupp vagó por la Oficina examinando odiosamente los mapas, las filas de casilleros, las órdenes del día, los polvorientos tableros de avisos.
—¿Y respecto al Padre Brazenose? —preguntó cuando quedé otra vez libre—. ¿Tenía una coartada mejor que la suya?
—No, pero no la precisaba. ¿Por qué habría de precisarla? Conocía poco a los Bourdon, no tenía ningún motivo y su presencia en Sumbal era virtualmente accidental. Y con el debido respeto para los autores crédulos más sensacionalistas de la escuela no papista, los sacerdotes jesuitas no asesinan con frecuencia a sus semejantes con instrumentos pesados. Dudo que en estos tiempos puedan apoderarse de los venenos sutiles de los Borgia. De todos modos, a pesar de que el Residente fuera un evangelista fanático, no era tan tonto para perder tiempo en la probabilidad de que el Padre Brazenose fuese el asesino.
—Exacto. ¿Y Alam Jan?
—Un asesino de nacimiento, por supuesto, y en realidad se había ofrecido a matar a Bourdon por mí. Pero tenía una coartada irrecusable hasta casi las cuatro a. m., con la fiesta del casamiento. Por eso el Residente tampoco perdió tiempo con él.
—El diablo se lleve al Residente —dijo Thrupp con impaciencia—. ¿Qué piensa usted, Roger?
—Como presunto culpable yo lo uniría con Nan Candler. Su coartada no fue mejor que la de ella, pues es absurdo pensar que él no podría haberse escapado del casamiento el tiempo suficiente para llegar hasta el río y matar a Bourdon. Era rápido, y como todos los Pathans podía aparecer y desaparecer a gusto. El simple hecho de que yo hubiese rechazado su ofrecimiento no cuenta gran cosa. Los Pathans son gente independiente hasta la insubordinación. ¿El móvil? Bueno, Alam Jan era sin duda adicto a Clemency como un perro fiel y odiaba a Bourdon. Tanto como Nan y yo, él deseaba asegurarse de que Clemency nunca volviese a sufrir a causa de su marido. Por las leyes de occidente, el móvil de Alam Jan puede parecer más débil que el de Nan o el mío, pero se debe tener en cuenta la diferencia del punto de vista sobre la santidad que existe entre el Este y el Oeste. Tanto Nan como yo podríamos haber matado a Bourdon por el bien de Clemency, pero hubiese sido un hecho que nos hubiera obsesionado por el resto de nuestra vida. Alam Jan, o cualquier Pathan, no titubearía más en dar muerte a un hombre que usted o yo en matar a una avispa.
—Muy bien —dijo Thrupp—. Esto deja aclarado los casos contra Mrs Bourdon, Miss Candler, el jesuita, Alam Jan y usted, pero nos lleva a alguien que aún no ha mencionado. ¿Por qué será?
—¡Felix Sherry! —exclamó Francesca con vehemencia—, ¡por Dios, yo también me había olvidado completamente de él! ¿Y respecto a él, Roger?