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—Comprendo —los dedos de Thrupp tamborilearon en señal de duda sobre el escritorio del coordinador—. ¿Y… le mató usted, Roger?

Sonó el interno 16. Adelantándome a Francesca, tomé un lápiz y anoté la hora. Eran las seis y once.

—Hablo de la Oficina.

—Aquí F. C. C. —mi colega americano del piso de arriba parecía bastante fresco aunque un poco quejoso, a pesar de la hora—. Su Flash B3 anunció: «Volvemos a los tiempos pasados, del blackout en Bucarest». ¿Qué quiere decir esto? ¿En qué andan ahora los búlgaros descorteses?

—Pasando por alto el detalle de que Bucarest está en Rumania y no en Bulgaria —dije—, yo aventuraría la suposición (fuera de lo normal, observe usted) de que en aquel lejano país, como aquí, el equinoccio de primavera se aproxima a paso lento, pero despiadado.

—¿Cómo dice?

—Dispense. Quiero decir que las noches empiezan a «alargarse deliciosamente», como solía decir la niñera. Es verdad que en este pozo desagradable es difícil distinguir el murmullo de la primavera, pero en los Balcanes, quizá se pueda.

—Muchacho, sé a qué se refiere. Las noches se están poniendo más claras, ¿no?

—Exacto. No sospecho ningún motivo ulterior.

—Muy bien. Muchas gracias. Adiós. —Anoté lo esencial del informe y pasé el papel a Frankie.

Ella ni lo miró.

—¿Le mató usted, Roger? —preguntó Thrupp con vehemencia.

El interno 16 volvió a sonar. Con desesperación reconocí la misma entonación transatlántica.

—No quiero volver a molestarle —anunció la voz insinuante—, pero estaba pensando en aquellos tiempos del blackout en Bucarest, lo que fueron aquellos tiempos pasados y en qué fecha terminaron.

—No lo sé —interrumpí con decisión—, y poco me interesa. Pida en la Sección Indice Interno 57. Lo lamento. Me alegro de haberle conocido. —Corté bruscamente antes de que pudiese volver a atacarme.

—Pregunto puramente por interés, Roger —dijo Thrupp—. Después de todos estos años creo que, estrictamente hablando, yo transigiría con una felonía.

Le sonreí.

—No necesita preocuparse —repuse—. Estoy profundamente emocionado por esta manifestación tardía de los escrúpulos oficiales, pero en realidad no hay nada por qué inquietarse. Yo no le maté.

—¿No lo mató? —Francesca consiguió que su voz combinara a la vez alivio y decepción.

Dije que no con la cabeza.

—Entonces, ¿adónde fue usted aquella noche? —me apremió mi Query Clerk. Thrupp, recostándose en su silla giratoria, parecía satisfecho de contemplar el cielo raso y dejarle a ella el interrogatorio—. ¿Por qué salió usted solapadamente en medio de la noche y tomó tantas precauciones para no ser observado? ¿Adónde fue usted y para qué?

—Fui a matar a Neville Bourdon —repuse con sencillez.

Hubo un breve silencio; luego Francesca tomó un pesado tintero de cristal y lo hizo balancear sobre la palma de la mano amenazándome. Capitulé ante el inminente peligro en negro y rojo.

—Fui a matar a Neville Bourdon —repetí vivamente poniendo las manos en alto—. No sólo me pareció una buena idea, sino en verdad la única idea, como había dicho Alam Jan, que podría obtener una terminación a corto y a largo plazo. No porque aquella noche me sintiese lógico en lo más mínimo. Ante todo creo que sólo quería que la bestia pagase por todas las cosas que le había hecho a Clemency y asegurarme de que jamás volvería a tener la ocasión de repetirlo. Sentía que mientras él viviese, siempre existiría el peligro. Entonces, aun cuando yo pretendía estar de acuerdo con la idea de dejarle la iniciativa, secretamente resolví tomar el asunto en mis manos y arrojarlo donde no pudiese volver a perjudicar a Clemency. Y mire usted, yo tenía miedo.

—¿Miedo?

—No tenía miedo de Bourdon en el sentido físico, pero estaba muy asustado de lo que pudiese tramar. En realidad era el temor a lo desconocido. Después de todo, ¿cuál era el móvil? ¿Una prueba de divorcio, un asesinato, el secuestro de Clemency?… Si yo hubiese podido estar seguro de que se trataba simplemente del divorcio… Pero no podía estarlo; sentí que lo mínimo que podía hacer por Clemency, en pago de todo cuanto ella me había dado, era lograr que no tuviese que preocuparse más por Neville. Y la única forma de estar seguro de esto era matarlo.

Thrupp refunfuñó, pero siguió contemplando el cielo raso. Francesca me miró en silencio, con los ojos bien abiertos.

—No estoy orgulloso de mí —continué jugueteando con una regla—. Ni siquiera en ese momento tenía una sensación consoladora de que salía a hacer algo heroico y caballeresco. No había nada en mí del caballero errante cabalgando para matar al dragón que amenazaba a la bella. No me sentía sans peur et sans reproche. Mucho antes de salir estaba decaído y sudoroso con una horrible sensación de culpa (de pecado mortal, si se prefiere). Cuando tendido en cama esperaba a oscuras que fuese la hora de salir, pasé por un infierno de terror espiritual y precisé casi una botella entera de whisky para mantener mi valor. La verdad es que yo nunca debí ser un asesino. Puedo ser malo, pero carezco de esa última media onza de crueldad que permite que el verdadero asesino envíe a un ser humano al juicio de Dios sin que se le mueva un pelo. A pesar de esto, bebido o no, junté valor para hacerlo, es decir, para salir con una pistola en el bolsillo y el crimen en mi corazón, como se dice. Hablando con exactitud, supongo que fui moralmente culpable del asesinato aunque no pude cometerlo.

Un monitor de Morse entró como una ráfaga trayendo una gruesa libreta de apuntes escritos a máquina. Frankie la tomó y se volvió hacia mí.

—¿Qué le detuvo, Roger?

—No pude encontrarlo —dije—. Registré la dunga de punta a punta, pero él no estaba. Su cama no había sido tocada; sin embargo, en el salón encontré una botella de whisky vacía como la mía y montones de colillas por todas partes, lo que indicaba que había pasado allí la mayor parte de la noche. Todas las señales eran características (he dicho antes que rara vez se metía en cama sin estar borracho), pero el hombre había desaparecido. Aunque en aquel momento no lo sospeché, he llegado después a la conclusión de que cuando llegué ya le habían golpeado en la cabeza y arrojado al río. Es probable que en el camino pasara yo al lado del cuerpo.

—¿No había señales de lucha? —Thrupp abandonó la contemplación del cielo raso para mirarme.

—No es ésta una pregunta fácil —dije vacilante—. El salón estaba en un desorden de mil demonios: libros, periódicos y prendas de ropa sueltas esparcidas por todas partes, un cenicero tirado en el suelo, una silla derribada y demás. Si usted, Thrupp, hubiese visto ese cuarto sin conocer a Bourdon de antemano, hubiera notado abundantes señales de lucha. En cambio yo, conociendo al hombre y su costumbre de arrojar cosas por todos lados cuando estaba bebido, encontré la escena, como digo, más o menos apropiada. No había señales de asesinato, por cierto; ninguna mancha de sangre, ni instrumentos con filo, ni nada que se le parezca.

—¿Y sus servidores, la tripulación de nativos?

—No vi a ninguno. Es de presumir que también ellos se habían ido al tamasha del casamiento de la aldea. Allí todo estaba desierto.

—¿Qué hizo usted?

—Salir pitando tan aprisa como pude —repuse con desagrado—. Pero no me entienda mal. No se trataba de que yo sospechase que alguno se me hubiera anticipado para matar a Bourdon. Lo que me asustó fue la idea de que mientras yo perdía el tiempo registrando su dunga, pudiese estar él tramando algo diabólico en nuestro campamento, intentando secuestrar a Clemency u otra cosa. Lo último que podía ocurrírseme es que estaba muerto. Me lo imaginé armando un escándalo en la Golden Oriole, y yo ausente, sin poder echar una mano. Podría haber llevado con él también a Sherry y esto hubiese hecho que fueran dos contra el Padre Brazenose. Me asusté mucho por haber abandonado a todos al irme.

—¿No se hubiera cruzado usted en su camino si él hubiese ido a la Oriole para secuestrar a Clemency? —preguntó Francesca.

—Posiblemente, pero no era indispensable que le viera. La noche estaba bastante oscura y, no saliendo yo del sendero, él podría haber ido más adentro o pasar por el río en una shikara manteniéndose bien cerca de la ribera opuesta. Aún más, si usted recuerda, me pareció ver una figura oscura próxima a la Iris cuando salí, y pienso si no sería la de Bourdon. De todos modos, así se desarrollaron mis ideas y por ello sin perder tiempo volví aprisa a mi barco.

—¿Y cuando lo encontró todo tranquilo?

—Ya lo he dicho: terminé el whisky, borré los rastros y me fui a la cama. Es difícil explicar lo que sentía. En primer lugar, me preocupaba saber dónde podría estar Bourdon… ¿Habría ido a ver al tamasha en la aldea o tal vez más allá, río abajo, a visitar a Felix Sherry? Se me ocurrieron ambas explicaciones, pero en ese momento no estaba en humor de examinarlas. Yo… bueno, no soy especialmente supersticioso, mas en cierta forma me pareció que el destino estaba esa noche en contra de mí al fracasar el asesinato que había tenido el coraje de planear. Era como un signo de Dios, si usted me comprende. Como digo, no soy asesino. Si Bourdon hubiera estado en su dunga creo que lo hubiese matado, pero el desconcierto de no encontrarlo minó mi resolución. Además, recuerdo que en ese momento yo estaba muy bebido. Había tomado, en realidad, una botella entera de whisky puro desde la cena, y varios vasos antes. Y usted sabe lo que ocurre con el alcohol; excita las pasiones, da un valor ardiente e incita a las locuras que difícilmente pueden recordarse al día siguiente.

—Me lo dice a mí… —murmuró Francesca expresivamente.

—Otras veces tiene el efecto contrario de frenarnos, haciendo que todo parezca dificultoso, socavando la vitalidad y ayudando a hallar excusas por haber dejado de hacer cualquier cosa. Esto fue lo que pasó conmigo aquella noche. Mi primer ataque a la botella me estimuló para salir a matar a Bourdon. Mi segundo (cuando regresé a la Khushdil y terminé la botella) me hizo encogerme de hombros y abandonar todo el proyecto, puesto que era evidente que estaba destinado al fracaso. Repito que no me siento en absoluto orgulloso de mi comportamiento de aquella noche. Aun el hecho de estar impregnado de whisky no disminuye la importancia de los hechos. Fue una exhibición bastante mala.

—El vino es bromista; una bebida fuerte enfurece —dijo Frankie con un pequeño suspiro perverso—. Continúe, Roger. Quizá después de todo usted no ofreció una exhibición tan despreciable. ¿Qué ocurrió a la mañana siguiente?

Llamó el interno 15. El Redactor de Servicio de las Noticias del País pedía material al día para su boletín de las siete. Dije que no había nada nuevo. Cortó, con una maldición.

—Les he contado la primera parte —reanudé—. Les he contado cómo el Padre Brazenose y yo extrajimos a tierra el cuerpo de Bourdon, cómo el jesuita me acusó virtualmente de haberlo hecho y cómo yo lo negué tres veces. Luego cantó el gallo y me sentí muy mareado. Le digo que ese gallo estuvo terriblemente inoportuno. Nos impresionó a ambos. Y en cuanto me repuse de mi mal, el Padre Brazenose observó, con esa fría sagacidad que le caracteriza, que era una suerte que el nombre de Pedro fuera el suyo y no el mío.

Llamó el interno 17. El Cabo de Marina, de servicio en 10 Downing Street, estaba preocupado por un error imaginario en nuestro teletipo «B». Averigüé los datos y le indiqué que marcharía mejor si los tuviese por escrito. Imploró a su Hacedor que le partiese un rayo y cortó.