Cenamos los cuatro juntos en la Golden Oriole. Clemency insistió para que el Padre Brazenose integrara el grupo y yo me alegré de su presencia. Nan Candler en cambio se resintió por esta intromisión. También le molestaba, sin duda, que estuviese yo. Su actitud hacia Clemency era más posesiva que nunca, y debió de sufrir una fuerte angustia moral durante la hora transcurrida desde que ella se separó de mí hasta que terminó la conversación privada de Clemency con el jesuita.
Nunca supe lo que ocurrió entre ellos, pero, en los breves momentos que pasé con Clemency, después, sólo me dijo que se sentía mejor por haber hablado con él. Hubiese sido indigno por mi parte interrogarla, y aunque no era cuestión de que la conversación fue sub sigillo, Peter Brazenose no divulgó nada.
Este hombre era, evidentemente, un poco hacedor de milagros, pues cuando terminó la consulta se produjo un asombroso alivio en la atmósfera. El primer indicio de que la sesión había terminado lo tuve cuando, absorbido en pensamientos sombríos, oí la risa sonora que retumbaba por la ribera y, al mirar hacia afuera, vi que Clemency venía con él por el camino de sirga. Ella también echaba hacia atrás la cabeza y se unía a su regocijo. La risa del jesuita era tan contagiosa que, aunque yo no tenía la menor idea de la causa de su diversión, me encontré también sonriendo. Hasta ahora no sé cuál era el chiste.
Nan y yo bajamos de nuestros respectivos barcos y nos reunimos con ellos en la ribera. En seguida les comuniqué la noticia de Alam Jan acerca de la aparición de Felix Sherry en los alrededores, pero Clemency se encogió sencillamente de hombros y murmuró «Deje que vengan todos». En tanto, el sacerdote reflexionó un momento y observó que en realidad eso no importaba. Clemency hizo una invitación general para la cena y nos separamos en grupos. Nan acompañó a Clemency de vuelta a la Oriole y yo llevé al Padre Brazenose a tomar unas copas a mi barco.
Estábamos terminando nuestra segunda copa, cuando el jesuita hizo una referencia dilecta al problema principal.
—Mrs. Bourdon y yo hemos estudiado todos los caminos posibles que ella podría tomar y me alegro poder decir que se ha resuelto por el más sencillo y el más directo —dijo—. Se niega muy correctamente a escapar y también a disimular lo que ha hecho. Por supuesto que nos hemos preocupado más de lo que va a ocurrir mañana que de hacer proyectos a largo plazo. Respecto a lo último, ella se niega decididamente a volver con su marido. Ha tomado una resolución seria, pero, aunque es terminante, yo no sería nada humano si en principio la condenara. Creo sin reservas en la indisolubilidad del matrimonio, mas hay circunstancias en las que no es razonable ni justo insistir en la persistencia de una verdadera cohabitación. Por lo que ella me ha dicho, éste es el caso.
—¡Me lo dice a mí! —protesté violentamente.
—Hablando otra vez del mañana, ella propone adoptar la política vulgarmente conocida como «suprema inactividad». No quiere partir y también desecha el subterfugio de insistirle a usted que se vaya y la deje acompañada por Miss Candler. Personalmente, creo que tiene razón. De todos modos, no puedo dejar de admirar su valor.
—Lo tiene y mucho —dije—. ¿Cuál es, entonces, el plan? Navegaremos abiertamente río arriba, buscaremos a Bourdon y le diremos nuestro «¿y qué?».
—No es eso. Naveguen abiertamente río arriba y no hagan ningún esfuerzo para ocultarse si cruzan el barco de Bourdon, pero no le permitan a él tomar ninguna iniciativa. Si les hace señales de que se detengan, háganlo y digan «¿Y qué?». Pero si él los ignora o pretende no verlos, ustedes sigan viaje. En otras palabras, la actitud de ustedes debe ser completamente pasiva. Después de todo, Bourdon ya ha tomado la iniciativa al seguirles hasta aquí y preparar una especie de emboscada. Muy bien, déjenlo tomar la iniciativa y que resuelva por sí solo si la emplea o no. Incidentalmente, en caso de que él tratase de iniciar algo esta noche (lo que dudo), Miss Candler ocupará el dormitorio desocupado en la Oriole y, por supuesto, usted y yo estaremos cerca para defenderlas contra cualquier tentativa de secuestro.
—¿Puede un hombre secuestrar a su propia esposa? —murmuré.
—Mi querido Roger, no tengo idea de cuál es la posición legal. En verdad, dudo que legalmente podamos negar a un hombre el derecho sobre su propia esposa, pero creo que en esta ocasión la ignorancia es una felicidad. Correcta o erróneamente, romperé de buen grado cualquier ley que haya sobre esta cuestión y presumo que usted hará otro tanto. Siempre podremos decir después que lo lamentamos, aunque no me parece que Bourdon se preocupe de buscar una satisfacción legal. Podría involucrar revelaciones.
—Así es.
—No me siento preocupado por esta noche, y en cuanto a mañana, creo que la resolución de Clemency es tan buena como cualquiera y posiblemente producirá mejores resultados que otras. Mi propio parecer es que, por el momento, Bourdon no hará nada. Su presencia aquí es lo que ustedes, los soldados, llaman un «reconocimiento de fuerzas». Más adelante, on verra. Voy con ustedes.
—¿Cómo?
—¿Tiene inconveniente? Clemency puede no profesar nuestra fe, pero, por naturaleza, no soy capaz de representar el papel del levita que pasó de largo. Por lo menos, mañana debo ayudarla. Iré con ustedes hasta Shadipur y luego regresaré a pie. Si el convoy pasa sin ser molestado, iré a ver a Bourdon cuando regrese y tendré una charla con él sobre el futuro. Esta tarde le ofrecí a Clemency ir a verlo, pero ella cree que es mejor esperar hasta que todos ustedes estén lejos, y tiene razón.
—Es muy amable de su parte, Padre.
—En absoluto. La obra de pastor está fuera de mi ocupación actual, pero si yo fuese un cura párroco la practicaría todos los días. Me parece que no serviría de mucho, pero debería hacer cuanto pudiese. De todos modo, considero que es mi deber hacer lo que pueda por Clemency.
—Me temo que estamos estropeando sus vacaciones, pero no voy a fingir diciendo que no estoy contento de tenerle a usted aquí —dije—. Francamente, mi única ambición es sacar a Clemency de este lugar sin provocar una escena y puede ser útil que usted esté mañana con nosotros. Si usted y yo encabezamos el convoy a bordo de la Khushdil y nos siguen Clemency y Nan en la Oriole, Bourdon puede creer que las contingencias son demasiado grandes —fruncí el ceño y me tironeé la barba—. A pesar de todo, no estoy convencido de que no sea mejor ajustar las cuentas esta noche. Si yo fuese y le viera…
—¡No! —el jesuita fue categórico—. Es lo último que se debe hacer, Roger. Clemency no quiere que esta noche yo vaya a bordo, y ella se enojaría si usted se entrometiese.
Nada dije, pero mi mente estaba activa y rebelde.
La atmósfera aliviada se mantuvo durante la cena. El Padre Brazenose estaba en sus mejores momentos, y aunque todos nos sentíamos interiormente preocupados y deprimidos por la crisis inminente, conseguimos comportarnos como si nada anduviese mal. Hasta la ardiente Nan cayó bajo el hechizo de la conversación inteligente del jesuita y se rió libremente con sus historias, en tanto que Alam Jan parecía liberado de su anterior obsesión criminal y, pese a su insuficiente inglés, gozaba de la conversación alegre mientras servía la mesa. Él y las tripulaciones de nativos de nuestros barcos ya habían pedido permiso para asistir a la fiesta de un casamiento de cachemiros, que se efectuaba esa noche en la aldea de Sumbai. Partieron en comitiva tan pronto como fue servido el café. Todos nos alegramos de quitárnoslos de encima.
Cuando terminó la reunión se notó que nuestro buen humor era sólo aparente; el júbilo no era sincero y la alegría estaba teñida por la ficción. Esa simulación no podía mantenerse indefinidamente. En cuanto a mí, suspiraba por estar solo para luchar con el problema que me corroía la mente de un modo insidioso. Ni siquiera deseaba estar solo con Clemency.
Nuestra prueba no se prolongó más de lo necesario y el grupo se disgregó menos de una hora después. El Padre Brazenose, con más percepción telepática que nunca, se excusó arguyendo que debía rezar su Oficio. Aunque los demás no podíamos aducir un compromiso similar, todos estuvimos de acuerdo de que, en vista de la temprana partida proyectada para el día siguiente (planeamos estar en viaje para las siete y treinta), la cama era ahora el mejor lugar para nosotros.
Clemency nos acompañó, al jesuita y a mí, hasta la plancha, quedando Nan a bordo de la Oriole (donde estaba ahora su equipaje). Con sereno tacto, Peter Brazenose dio las buenas noches y partió para su barco, mientras Clemency y yo permanecíamos juntos en la oscuridad quizá durante un par de minutos. Cambiamos muy pocas palabras. Había poco que decir, pues de un modo mágico cada uno conocía los pensamientos del otro.
Nos besamos por última vez y permanecí en el lugar hasta verla desaparecer por la entrada oscura de su casa flotante. Luego, lenta y pensativamente, me dirigí a la Khushdil.
Mi barco estaba a oscuras, fuera de una lámpara de aceite con la mecha baja que alumbraba el salón. Sobre la mesa estaban dispuestos el whisky, algunas botellas de soda, vasos limpios y mi caja de cigarrillos recién llenada. A la luz de la lámpara eché un vistazo a mi dormitorio: allí también Alam Jan había cumplido sus obligaciones antes de partir para la fiesta del casamiento, pues la cama estaba abierta y mi pijama extendido sobre ella. A la cabecera, el reloj de viaje marcaba casi las diez.
Me serví un vaso de whisky fuerte, lo bebí puro y llevé la botella a mi dormitorio. Dejé la lámpara ardiendo suavemente en el salón, después de haber corrido las cortinas que cubrían las ventanas. Luego me eché en la cama, sin desvestirme, me serví otro vaso, encendí un cigarrillo y me puse a pensar.
Apenas me moví durante el par de horas que siguieron, salvo para servirme nuevas bebidas y, ocasionalmente, asomar la cabeza por la ventana para observar el panorama de la ribera. A las once todas las luces estaban apagadas en la Oriole, pero transcurrió una media hora más, antes de que la Firefly quedase a oscuras. Dejé la luz de mi salón encendida otro rato, luego me levanté y la apagué también. Era entonces la medianoche y volví a acostarme para esperar que las agujas luminosas de mi reloj señalaran la media.
Luego, muy en silencio, me levanté y anduve a tientas para buscar una maleta guardada debajo de la cama. La abrí y tanteé, hasta que mis dedos tocaron la pequeña pistola automática 32 que siempre llevaba conmigo. La metí dentro de un bolsillo, volví a echar llave a la maleta y la empujé debajo de la cama. Encontré un par de zapatos de tenis con suela de goma y me los puse.
Otro whisky fuerte me dio ánimos; metí en el bolsillo mi linterna eléctrica y busqué mi camino a través de los cuartos oscuros. Con serenidad, aunque un poco vacilante, bajé la plancha de puntillas y salté a la ribera.
Aún no había salido la luna, pero abundaban las estrellas, y mis ojos, ya acostumbrados a una mayor oscuridad, encontraron poca dificultad para guiarme. Ni un alma se movía alrededor, aunque me llegaban desde la lejana aldea débiles sonidos de música y de jarana y alcanzaba a distinguir el brillo de las fogatas. Verdad es que, al pasar solapadamente junto a la Iris, ahora desierta, me pareció ver, a mi derecha, una figura oscura por un momento contra el lejano cielo azul, pero al volver a mirar, ya no estaba y resolví que lo había imaginado. Sin embargo, me detuve un par de minutos antes de continuar, por si acaso…
Tampoco encontré a nadie en el resto de mi excursión nocturna.
Ni un alma viviente.
La marcha fue menos fácil de lo que esperaba. Había calculado media hora para cada viaje, pero debí de tardar bastante más de tres cuartos de hora, pues cuando, cansado, sin aliento y con un huracán mental bramando dentro de mi cabeza, me deslicé a bordo de la Khushdil, el despertador marcaba las dos menos doce minutos. Me arriesgué a encender brevemente mi linterna para asegurarme de la hora y hallar la botella de whisky que en ese momento me era indispensable. Me serví un vaso y me lo bebí casi todo de un trago.
Esto tranquilizó mis nervios y me dio suficientes fuerzas para hacer lo que debía.
Diez minutos después estaba en cama, ahora con pijama puesto y mi ropa cuidadosamente arreglada en la silla de costumbre; la pistola otra vez en la maleta, en el mismo sitio de antes. Limpié y sequé mis zapatos de tenis, manchados de barro, antes de guardarlos en su oculto lugar; con una camisa que tomé del bolso de ropa usada repasé el piso y también la plancha para borrar todo rastro de pisadas húmedas y, además, vertí el contenido de un cenicero del salón en el que había junto a mi cama, como una prueba de las largas horas pasadas en cama, sin dormir.
El cerebro humano es un órgano fantásticamente incontrolable. Según todas las leyes de las probabilidades, ésta era la única noche de mi vida en que era ilógico pretender que el sueño se acercase ni a una milla de mí. Cuando me metí en cama, mi cerebro se sentía tan activo que cumplí esta rutina como una formalidad ridícula, como un acto que realizaba puramente por las apariencias. Con diez mil cosas en qué pensar y un millón de problemas urgentes por delante, ¿podía tratar de dormir?
Un minuto después de poner la cabeza sobre la almohada, dormía profundamente…
Es posible conjeturar el tiempo que pude haber dormido si no me hubiesen molestado, pero cuando se acercó el Padre Brazenose a las seis menos dos minutos, le fue muy difícil despertarme.
Era muy poco después del amanecer y una neblina gris azulada se adhería amorosamente al río y a los juncos. Con los ojos doloridos y enrojecidos reconocí al jesuita, una figura anómala en pijama azul y violeta debajo de su sotana de clérigo, que se inclinaba sobre mi cama y me sacudía para tratar de hacerme recuperar los sentidos. Su cabello estaba en desorden, el mentón sin afeitar, oscurecido por cerdas rojas, los ojos cansados y angustiados.
Mis sienes latían, mis párpados pesaban una tonelada y sentía un indescriptible sabor en la boca. Al luchar para enderezarme, vi la mirada del sacerdote sobre la botella de whisky vacía y el cenicero repleto de colillas.
—¿Qué ocurre? —conseguí articular con dificultad.
—Muchas cosas. —La voz del jesuita era serena—. Póngase alguna ropa y venga conmigo. Apresúrese. Esperaré afuera.
Hice girar las piernas fuera de la cama a pesar de que el esfuerzo casi me partió la cabeza.
—¿No es… Clemency? —murmuré ansioso.
—No, no se trata de Clemency. Venga a ver por sí mismo. No queda lejos.
Pese a mi espantoso malestar, mi cerebro trabajaba con actividad. Los recuerdos se agolpaban y despertaban a los centinelas amodorrados de mi mente. Sabía que la situación era crítica, más que crítica; que un desliz podría resultar fatal. También sabía que, como norma general, no me encontraba en estado adecuado para jugar mi mano.
Sin embargo, debía jugarla.
Me calcé un par de zapatos de campo, tomé mi bata de baño y me cubrí el pijama. Luego, tambaleándome todavía un poco y asiéndome a todo apoyo que encontraba, me reuní con el sacerdote en la ribera empapada por el rocío. Parecía que el mundo era nuestro, alrededor no había signo alguno de vida y la campiña estaba velada por la neblina blanca de la mañana.
El Padre Brazenose me guió, en silencio, río arriba por el césped del camino de sirga. Recuerdo haber pensado confusamente qué me habría querido decir con aquellas tres últimas palabras pronunciadas: «No queda lejos». Hablando en forma relativa, y entre hombres que han cubierto grandes distancias en los desiertos del Himalaya, un par de millas a lo largo de una ribera llana puede ser considerado «no lejos»; sin embargo, la frase me impresionó como un poco extraña, si ambos teníamos la misma idea en la mente.
Seguimos en silencio unos cientos de yardas, el jesuita indicaba el camino y yo lo seguía un paso o dos detrás. Una curva del río nos dejó fuera de la vista del lugar donde estaban amarrados nuestros barcos. El camino de sirga subía sobre un terraplén a unos diez pies sobre el nivel del mar. Debajo de nosotros el río rozaba suavemente un grupo tupido de cañas y juncos que bordeaba la ribera.
De pronto, el Padre Brazenose giró sobre sus talones enfrentándome de modo que tuve que detenerme de golpe para no llevarlo por delante. Durante un par de minutos nada dijo, pero sus ojos penetraban tan agudamente en los míos que me era difícil soportar su mirada. Luego…
—Roger, ¿salió usted de su casa flotante después que nos despedimos?
Le miré entonces de frente, me endurecí para mentir y repuse:
—No, padre.
—Comprendo.
Yo sabía para mis adentros que la mentira no le había engañado, que él sabía que mentía, aunque se dominaba muy bien para no acusarme de momento. Además, sentí que estaba a punto de marearme.
—Lo diré en otra forma —le oí decir un rato después—. Roger, cuando salió de su casa flotante ¿mató usted o no a Neville Bourdon?
Lo interrumpí:
—No —luego, con una desesperada simulación de incredulidad añadí—: ¿Qué?, él…
Pero, ignorando mi comentario, puso su gran mano sobre mi hombro y lo apretó con fuerza.
—Escuche, Roger —dijo—. Si un hombre mata a otro, ese hombre tiene todo el derecho de presentarse al tribunal y declararse «no culpable», con el único título de haber salvado su propia vida. Se hace todos los días y esta mentira le es permitida a cualquier hombre que enfrenta un juicio por su vida. Pero no estamos ante un tribunal, Roger, yo no soy ni un juez, ni un policía, ni un fiscal acusador. Soy sencillamente un sacerdote, y espero que un amigo. No necesito decirle que cualquier cosa que usted diga no irá más allá. Vuelvo a preguntarle: ¿mató usted a Neville Bourdon?
Tragué saliva y comprendí:
—No, Padre —insistí con firmeza. Luego—: ¿Dónde está? —pregunté perplejo.
—Está aquí —fue la respuesta inflexible—. Abajo, en el fondo del juncal. Se lo mostraré dentro de un momento. Debe de haber sido arrojado al agua desde más arriba, probablemente cerca de donde está amarrada su dunga, y fue arrastrado por la corriente hasta que la curva del río lo empujó dentro de estas cañas. No creo que se haya ahogado. Todavía no lo he examinado bien, Roger, pero me parece como si alguien le hubiera golpeado el cráneo con lo que se llama un «instrumento pesado» y luego lo arrojó al río.
—Comprendo —tartamudeé débilmente.
—Tenemos que sacarlo —continuó el jesuita con voz sorda—. Venga conmigo.
Ni sé como le seguí por la ribera aunque temblaba como una hoja. Tres minutos después habíamos cumplido la tarea horrible, y los restos de Neville Bourdon, estropeados, quedaron tendidos sobre el húmedo camino de sirga. Como ocurre muy a menudo, a pesar de los golpes recibidos, parecía más joven, más sereno, más buen mozo de lo que yo jamás lo había visto.
Peter Brazenose se quitó la sotana negra y cubrió decentemente con ella el cadáver. Luego, vestido con su extraño pijama, se irguió preguntándome por tercera vez:
—Roger, ¿lo mató usted? —su voz era infinitamente suave e implorante.
Y por tercera vez dominé mis nervios, me enderecé para enfrentarlo y contesté:
—No, no lo hice.
No lejos, en la aldea envuelta en la niebla, cantó un gallo. Vomité violentamente.