15. PREMEDITACIÓN

—No diré adiós —dijo Peter Brazenose unas sesenta horas más tarde—, porque probablemente estaré en Sumbal cuando ustedes pasen por allí. Aunque no esté, es probable que volvamos a encontrarnos uno de estos días. Roger, recuerde la profecía del Mahatma. Entonces, au revoir y que Dios les bendiga a ambos.

Subió a bordo de la Firefly. Pocos minutos después la Dunga se movía lentamente por la orilla del lago en su viaje de regreso al río principal. En un principio pensamos acompañarlo hasta Sumbal desde donde él proyectaba ir río abajo al Wular mientras nosotros tomábamos rumbo hacia Srinagar. Pero la tentación de quedarnos otro día en nuestro refugio tranquilo nos resultaba mucho más apetecible. Deseábamos gozar de un día más de soledad en los jardines de Lalla Rookh antes de volver a enfrentarnos al mundo.

—¿Ha dicho algo sobre ti? —preguntó Clemency cuando la embarcación se iba alejando—. Me refiero a nosotros…

—Es raro; no me ha dicho ni una palabra. No le hemos dado motivo. Puede pensar lo que quiera; pero no hemos hecho nada abiertamente escandaloso y no puede intervenir sólo por conjeturas.

—No obstante debe de sospecharlo.

—No hay duda de que lo sabe. En realidad la iniciativa debió venir de mi parte. Pero… —vacilé—. En estos asuntos, Clemency, debe observarse cierto decoro. Quiero decir que no creo que se pueda pretender una confesión en estas circunstancias, cuando automáticamente se descubre la identidad del compañero y su falta. La confesión es algo esencialmente anónimo. Y, además, dudo mucho de que el Padre Brazenose tenga la facultad necesaria para escuchar confesiones en este momento. Está en misión especial fuera de su propia diócesis y posiblemente me hubiese dirigido a los Mill Hill Fathers en Srinagar o en Baramula.

Clemency frunció el ceño.

—En realidad, yo misma pensé hablar con él. No sobre nosotros en especial (no hay mucho que decir sobre esto, ¿verdad?), sino sobre la vida en general. Hubiera querido decirle que no tenía intención de volver con Neville, darle el motivo y así la oportunidad de indicarme si mi decisión es mala y equivocada. Me hubiese dejado convencer. Ahora lamento haberlo eludido. No obstante, hubiese sido un descaro pedirle a un sacerdote que escuche las preocupaciones domésticas de alguien que no pertenece a su Iglesia.

—Él no se hubiese negado. Te habría escuchado y te habría dado su opinión sincera, como a un amigo.

—Lo sé, pero siempre habría sido el sacerdote que hablaba. Si todavía está en Sumbal, quizá… Olvidemos todo por hoy, querido.

—Lo extraño es que desde que hemos estado aquí, casi he olvidado la existencia de Neville y, sin embargo, hasta que llegamos, él era el foco de nuestros pensamientos. Estábamos tan seguros de encontrarlo, y ahora casi he olvidado que todavía puede estar en alguna parte de los alrededores. Ya que estamos solos, creo que debemos volver a orientar nuestras ideas.

—Así lo creo; pero no hoy, Roger. Vivamos la última orgía de nuestra fuga: preparemos unos emparedados con algunas cosas y escapémonos por todo el día. Esta noche hay luna llena y nos daremos un baño para recordarlo siempre.

Antes de partir para nuestro picnic Alam Jan se presentó con una mejilla hinchada y pidió humildemente permiso para ir al dispensario de la misión en Baramula. Una muela le hacía insoportable la vida. Pensaba cruzar el lago en una shikara hasta Sopur, y de allí seguir a Baramula por tierra. Por supuesto que le di permiso y le aconsejé que pasara la noche en Baramula y luego, por la mañana, siguiese directamente a Sumbal adonde llegaríamos nosotros en la primera etapa del viaje de regreso. Mi camarero estuvo de acuerdo con estas indicaciones y partió. Poco después Clemency y yo salimos en otra shikara y remamos hasta la orilla norte del lago.

Fue un día de felicidad, tal como habíamos imaginado. El Manasbal nunca estuvo más hermoso ni la temperatura más perfecta y las horas más felices transcurrieron velozmente, libres nosotros de preocupaciones. Fue un milagro conseguir estar tan alegres como si empezaran nuestras vacaciones, en vez de estar tocando a su fin. Al regresar, en el luminoso atardecer, sentimos que no importaba lo que nos sucediese, pues todos los recuerdos que habían colmado aquel día nos sostendrían en los otros más difíciles, que teníamos por delante. No dimos por terminado el paseo hasta bien pasada la medianoche. Después de la cena salimos otra vez a juguetear y a bañarnos, a la luz de una luna descarada, en las aguas claras, debajo de los jardines en ruinas, invisibles para todos, menos para los espíritus del pasado que rondan por aquel paraíso de otro tiempo.

Y cuando al fin un cansancio completo y el fresco de la medianoche nos llevó a la cama, nos metimos entre las sábanas y dormimos como niños hasta mucho después de la salida del sol.

Aún recuerdo cuán despiadadamente se cumplió el famoso «triste despertar después de una trasnochada». Sentí una especie de malestar espiritual mil veces más deprimente que cualquier consecuencia física producida por exceso de bebida: una sensación semejante al golpe del destino que cae sobre el malhechor más esperanzado cuando, después de los altibajos de su juicio, ve juzgar al juez con el gorro negro. Era evidente que Clemency sentía lo mismo, aunque hicimos cuanto pudimos para disimular nuestra tristeza y aparentar, todavía por algunas horas, que podíamos seguir viviendo en el pasado. Pero no creo que ninguno de los dos haya conseguido engañar al otro.

Demasiado pronto llegó a su término el último respiro. Soltamos amarras y nuestro pequeño convoy se alejó costeando las orillas del lado donde fuimos tan felices.

Hacia el atardecer, cuando llegamos a Sumbal, el destino volvió a burlarse de nosotros.

Tan pronto como hubimos pasado bajo la curva de aquel puente vimos a la Firefly, tal como lo habíamos esperado. Junto a ella estaba amarrada otra casa flotante desconocida para nosotros. Clemency me apretó el brazo y ambos murmuramos al unísono el interrogante «¿Neville?».

Peter Brazenose surgió en ese momento de su embarcación y nos saludó. Cuando la Khushdil estuvo bien amarrada a su lado, vino a bordo a darnos la bienvenida. Pareció fortalecer nuestras sospechas cuando sacudió la cabeza y señaló la cuarta casa flotante diciendo:

—Creo que la espera una pequeña sorpresa, Mrs. Bourdon.

Clemency levantó la vista y lo miró valientemente.

—En realidad, no es mucha la sorpresa —dijo, tranquila.

Se volvió hacia mí, me tomó del brazo con su modo cariñoso y agregó:

—Voy sin titubear, Roger. De nada vale postergarlo.

—No encontrará a nadie en casa —intervino el jesuita—. La vi salir a pie en dirección a la aldea…

—¿La vio? —El grito de Clemency y el mío fueron simultáneos.

El Padre Brazenose arqueó una ceja.

—A ella, por cierto —confirmó—. Pero ¿esperaban ustedes que fuese él? Es una Miss… Miss… ah, ¿Miss Candler puede ser?

—¡Santo Dios, es Nan! —exclamó Clemency—. ¡Nan! ¡Qué extraordinario! ¿Qué puede ella estar haciendo aquí?

—Viene en busca de usted —dijo el sacerdote—. Ha llegado esta mañana de Shadipur. Yo le he dicho que usted llegaría por la noche.

Se produjo otro colapso, y aún más sorprendente, si es posible, que el último. Pero no tuvimos mucho tiempo para meditar el problema, porque bien pronto, por el camino de sirga (sendero por el que los caballos arrastran los barcos), apareció la propia Nan Candler, corriendo agitadamente y gritando el nombre de Clemency. Ésta desembarcó para recibirla y las dos jóvenes desaparecieron en seguida en dirección a la casa flotante de Nan, la Iris.

Mientras las veíamos alejarse, el jesuita se frotó pensativamente el mentón, sacó su pipa y se hundió en un sillón.

—Nunca se sabe con quién va uno a encontrarse en esta parte del mundo —observó él, trivialmente, al llenar su pipa.

—Es muy cierto —respondí—. Nan Candler era una de las personas que menos pensábamos encontrar. La última noticia que tuvimos de ella fue en Simia, donde estaba con su padre.

—Las mujeres jóvenes viajan hoy en día. No es la costumbre, pero no se puede dejar de admirar su independencia. Hace pocos años hubiese sido la muerte social para una joven alquilar una casa flotante y salir por su propia cuenta. Pero ahora… —se encogió de hombros.

Un repentino impulso, posiblemente la reacción de esta nueva sorpresa, me llevó a tomar el buey por las astas.

—En realidad, Clemency tenía la idea de que encontraría aquí a su marido —dije bruscamente con un dejo de desafío.

—¿Sí? —Peter Brazenose parecía resuelto a encender su pipa.

—Sí.

—¡Oh! —arrojó al río el fósforo apagado—. No necesita decirme nada, ¿sabe usted? —añadió al encender otro fósforo.

—Lo sé, pero… —vacilé—. Temo que las cosas se hayan enredado demasiado, Padre. Si no se lo digo, es probable que Clemency lo haga. Dijo que ella deseaba hablar con usted.

—Por supuesto que la escucharé. Pero respecto a usted, sólo he dicho que no tiene nada que decir y ahora agrego que si lo hace debe ser simplemente de hombre a hombre y no bajo el sacramento de la confesión.

—De hombre a hombre me conviene.

—Por ahora —añadió el sacerdote intencionadamente.

—Es evidente, cela va sans dire. No tengo mucho que explicarle porque usted no es ciego.

—No, no soy ciego. Por otra parte, no me inclino a comprender lo sensual. Teóricamente, no tengo mucha fe en la idea de una amistad platónica, en especial cuando ambas partes muestran una intimidad tan a las claras como usted y Clemency Bourdon; pero aun así, sé que todo es posible en la viña del Señor y creo que se debe conceder el beneficio de la duda hasta estar seguro de que tal caridad estaba fuera de lugar.

—En nuestro caso —dije— me temo que lo esté. Nos hemos portado muy mal y ni siquiera tenemos una excusa aceptable.

—Bueno, algo es —dijo—. Odio las excusas para el pecado, sobre todo las excusas «aceptables». ¿Cuál es la situación exacta?

—Ni siquiera es —dije— un caso de triángulo vulgar, la joven desgraciada con su marido que busca consuelo en el hombre que ama. Clemency no me ama más de lo que yo la amo a ella. Nos hemos encariñado mucho el uno con el otro; ella es un encanto y ha sido conmigo tan dulce como la miel. A pesar de esto, no estamos «enamorados» al punto de justificar lo que hemos hecho.

—Comprendo. ¿Y qué piensa usted hacer? ¿Ser un caballero tonto, presentarse al tribunal de divorcio, salvarla del esposo que no ama, casarse con ella y vivir desgraciados para siempre?

—No —repuse—. Se lo he ofrecido, pero no lo ha querido aceptar. Ella es demasiado honesta. Desea el divorcio, pero sólo para librarse de Bourdon y no para casarse otra vez. No tiene fe en los segundos casamientos. Para una cuáquera no practicante su punto de vista, en algunas cosas, es curiosamente católico. De todos modos, el argumento es puramente hipotético porque Bourdon se niega a divorciarse de ella, no por algún motivo religioso o de ética, permítame decírselo, sino porque es un sádico moral, una buena porquería.

—Tantos lo somos. —El jesuita formó dos perfectos aros con el humo de su pipa—. A propósito, Poynings.

¿Cuál es la parte que me toca? Recuerde que esto no es un confesionario. ¿Busca mi consejo?

—Sabe Dios —dije plañideramente—. Clemency necesita más consejo que yo. No tengo mucha oportunidad de elección para actuar. Sin estar en juego el divorcio, ¿qué diablos puedo hacer? Si Bourdon quisiese pelear conmigo, lo que más deseo es deshacerle la cara y hacerle pagar alguna de las crueldades que ha empleado con Clemency. Por desgracia no creo que sea de éstos. Una pelea significaría publicidad y la publicidad traería como consecuencia el divorcio, cosa que él quiere evitar. Déjeme fuera del caso, Padre. El problema es: ¿qué debe hacer Clemency? No quiere volver con su marido. Ella pensaba pedirle consejo sobre esto; será mejor que hable con ella. A no ser, por supuesto, que Nan Candler la disuada de que lo consulte con usted.

—¡Ah, sí! Miss Candler. ¿Dónde entra ella exactamente?

Yo titubeé.

—Nan está loca por Clemency —aventuré al final—. Ella es una joven rara, no del todo normal. Me odiará más que al mismo demonio cuando descubra la intimidad entre Clemency y yo. Es probable que me ataque con un cuchillo o algo por el estilo. Y, sin embargo, en rigor, deberíamos ser aliados más que rivales, pues ambos estamos tratando de apartar a Clemency de Bourdon. ¡Dios! Qué lío es todo esto —suspiré desdichado.

El jesuita se frotó el mentón.

—Parece un buen conflicto —admitió al rato—. No es lo que se llamaría una historia sabrosa y, sin embargo, si le sirve de consuelo, he conocido peores. A riesgo de que me considere odiosamente protector, por mi edad madura, permítame señalarle que ustedes dos son muy jóvenes todavía, aunque no lo comprendan. No trato de disminuir lo que han hecho. Está mal, es pecaminoso y merece la penitencia más dura que el confesor pueda aplicar. Pero no se deje amilanar por eso, Roger; el hombre es una criatura caída y hay veces en que todos demostramos ser endemoniadamente débiles. Lo principal que debe recordarse es que los pecados de la carne no son los únicos ni tampoco los peores. Usted debería añadir a su contrición un sentimiento de gratitud por haber sido preservado de pecados aún más graves.

Me tironeé la barba.

—Con sinceridad, no podría decir que siento mucha contrición —dije desafiante—. Sé que he pecado, pero también he hecho feliz a Clemency por una vez en su vida.

—La contrición vendrá —dijo el jesuita con calma—, y entonces tendrá usted un punto de vista diferente sobre todo lo demás, incluso sobre la herejía (que humorísticamente se atribuye a mi orden) de que el fin justifica los medios. Por el momento tenemos que encarar problemas más inmediatos. —Hizo golpear la pipa contra sus hermosos dientes blancos—. Uno de ellos es urgente —añadió un segundo después.

Lo miré con curiosidad.

—¿Cuál?

El Padre Brazenose se incorporó en su silla.

—Usted acaba de decirme que Mrs. Bourdon esperaba hallar aquí a su marido. En su lugar ha encontrado a Miss Candler y es probable que este inesperado encuentro haya descartado lo otro de su mente. En realidad, su primera idea no estaba muy lejos de la realidad, Poynings.

Me enderecé sobresaltado.

—Usted quiere decir…

—… que él está en una dunga a menos de dos millas río arriba. Creo que ha estado allí desde hace algunos días. Está a la expectativa.

—¡Santo Dios! ¿Cómo lo sabe?

—Tropecé con él muy inocentemente la noche que llegué. Salí a pasear por el camino de sirga cuando vi la dunga y me sentí con deseo de tomar una copa con sus ocupantes si se mostraban sociables. A bordo había solamente un hombre blanco y, para ser sincero, no pareció muy contento de verme. Lo atribuí al hecho de que por una vez usaba yo mi alzacuello (los sacerdotes y los clérigos no son del gusto de todo el mundo), y me hubiese batido en digna retirada si no hubiera visto sobre la mesa un par de cartas dirigidas al capitán Bourdon. Es un apellido poco corriente y me pareció extraordinario que hubiese una Mrs. Bourdon en el Manasbal con mi amigo de las montañas, Poynings, y un capitán Bourdon en su barco amarrado en el río principal pocas millas más lejos. No era asunto mío, por supuesto, pero los sacerdotes a veces también son humanos (a veces) y me interesó. Me volví descarado y me quedé un rato más hasta que el hombre se sintió avergonzado por no ofrecerme un poco de cerveza fresca.

Mencioné entonces al azar que acababa de regresar del Manasbal, por lo cual Bourdon empezó a interrogarme, en forma que él creyó particularmente astuta, sobre quién estaba allí. Creo que no le adelanté mucho, evité el asunto en forma jesuítica y, en general, conseguí vengarme bastante de sus primeras groserías. —El jesuita rió—. No puedo decir que diese del todo crédito a mi sotana —añadió— pero, francamente, el hombre me dio la impresión de ser un bribón.

—Lo es —refunfuñé—. Continúe, Padre.

—En realidad eso es todo. No me gustó el hombre aunque, en este caso, fuese un marido ofendido, como sospeché, y me retiré dejándolo muy poco más ilustrado que antes.

—¿Está usted seguro de que se hallaba solo? —pregunté—. ¿No le acompañaba un joven de aspecto un poco afeminado?

—No lo vi. ¿Tenía que estar allí también?

—Eso creo. Bourdon tiene un amigo llamado Sherry. Son generalmente inseparables y no hace mucho tuvimos noticias de que Sherry se encontraba en Gulmarg. Por otra parte, no estábamos muy seguros respecto al propio Bourdon.

—¡Hum! ¿Qué más ocurre? Tengo entendido que ustedes dos se proponían seguir mañana río arriba.

—Debemos hacerlo; por lo menos, yo debo hacerlo; si no, me excederé en mi permiso. Dios sabe lo que va a ocurrir ahora. La llegada de Nan Candler es una complicación y la de Neville Bourdon otra. Habrá que hacer un reajuste de cuentas, Padre. Las cosas no pueden seguir así. De una vez por todas debemos poner fin a este asunto. Y esta misma noche, si es posible. ¿Se va usted mañana?

—Mi querido amigo, me hubiese ido esta mañana si no hubiera sido por sus pecaminosos amoríos —dijo sonriendo amistosamente—. Pensé seguir al Wular, pero como han resultado las cosas, me pareció mejor quedarme hasta que usted viniese y hacerle saber lo que ocurría. Ahora que estoy metido en el asunto, sin tener siquiera su autorización, creo que es mejor que me quede hasta que las cosas se hayan arreglado.

Negué con la cabeza.

—No hay ningún motivo en el mundo que le obligue a hacerlo —argumenté—. Ha sido usted muy cortés al quedarse para prevenirnos, pero no veo por qué necesita tener una parte activa en el número siguiente del programa. Le advierto que no va a ser muy agradable. Supongo que ya será tarde para que usted salga esta noche.

—Demasiado tarde. Dentro de media hora habrá oscurecido.

—Podría navegar una milla o dos. Las cosas se van a poner muy desagradables, Padre. Nosotros tres (Clemency, Nan y yo) tendremos que hablar bastante antes de luchar con Neville Bourdon. Voy a tratar de que nos unamos en un frente común, aunque eso signifique discutir media noche.

El Padre Brazenose golpeó la pipa. Noté el movimiento obstinado de su mandíbula mientras lo hacía. Luego preguntó con calma:

—¿Qué va a hacer usted si Bourdon trata de apoderarse de su esposa, Poynings?

—Probablemente lo mataré —repuse con acritud—. Todavía no he matado a nadie, pero Bourdon no va a apoderarse de Clemency. Esto es terminante. Ahora… ¿quiere usted partir?

—No. —Su tono era tan sereno como el mío.

—Si no lo mato yo, probablemente lo hará Nan Candler —añadí—. Recuerde, Nan está enamorada de Clemency y yo no. Este pequeño motivo adicional reemplaza muy bien la impotencia física de Nan en su condición de mujer.

—Comprendo.

—Todo depende de cómo juegue Bourdon su mano y del motivo de su venida. No le matarán si no trata de conseguir a Clemency. Si simplemente está curioseando, lo único que se hará será quitarle la ropa y echarlo al agua. Pero es evidente que tenemos que terminar de una vez con él.

—Parece una buena idea, por cierto.

—Sin embargo, creo que usted debería irse mientras las cosas andan bien, Padre.

El jesuita ahogó un bostezo.

—Al contrario, creo que es mejor que me quede —terminó diciendo.

Mi encuentro con Nan Candler fue un poco menos difícil de lo que temía. Hablando sexualmente, ella me odiaba y, cuando Clemency la trajo a bordo, advertí en su modo una frialdad amarga. Sin embargo, quizá debido a aquel aspecto masculino suyo que me convertía a sus ojos en un rival demasiado afortunado, consiguió calmar su desagrado tratando razonablemente de dejar a un lado nuestra enemistad para enfrentar el problema común.

El Padre Brazenose se excusó y hubiese regresado solo a su barco si Clemency, que había estado llorando, no hubiera corrido tras él. Antes de que yo me dirigiese a Nan, los vi conversar un momento en la ribera y luego ambos subieron a bordo de la Golden Oriole. Era evidente que Clemency, por fin, había conseguido tener su pequeña conversación…

—Usted ha metido a Clemency en un espantoso lío —dijo Nan—. ¿Qué va a hacer ahora?

Le indiqué una silla, pero ella ignoró el gesto y permaneció de pie. Llevaba pantalones de franela gris y una camisa de seda blanca. Su cabello veteado parecía fulgurar con emoción reprimida y sus ojos verdes brillaban.

—Entendámonos mutuamente —dije—. No me excuso ni eludo la culpa, pero usted debería comprender que la situación actual no es del todo imprevista. Era seguro que ocurriría tarde o temprano y Clemency y yo nos hemos metido con los ojos abiertos.

—Dígame una cosa con sinceridad —preguntó—. ¿Está usted enamorado de Clemency?

—No —repuse—. Ahí usted me aventaja. La quiero mucho y creo que ella también a mí.

—Le odio por lo que ha hecho, pero no le censuro —exclamó con sinceridad—. Yo hubiese hecho otro tanto si hubiera tenido la misma oportunidad. De todos modos usted le ha dado más felicidad de la que yo podría haberle dado. Creo que debería estarle agradecida.

—Este sentimiento le hace honor —dije—, pero la gratitud en estas circunstancias es una virtud heroica, que no puede esperarse en nadie que no sea un santo. ¿No podemos pasarlo por alto? ¿Qué la hizo venir aquí?

—Había estado en Simia —prosiguió—. Neville Bourdon también estuvo allí. Fue de permiso a principios de julio, con Felix. Luego éste desapareció durante casi quince días, pero Neville se quedó. Un par de días después del regreso de Felix ambos partieron. Alguien me dijo que Felix había estado en Cachemira; no soy ninguna tonta y adiviné por qué. También adiviné que volvería allí con Neville. Yo no había sabido de Clemency desde hacía mucho tiempo y esto también era sugestivo. Le telegrafié a Gulmarg, pero su hermana respondió diciendo que Clemency estaba ausente; domicilio desconocido. Supe lo que esto significaba, aunque no sabía que estaba con usted. Olfateé el peligro y no soporté quedarme sentada sin hacer nada. Preparé entonces una maleta y me vine. Hice averiguaciones en Srinagar y descubrí que Clemency había llevado la Oriole río abajo unas semanas antes. Alquilé la Iris y la seguí. Reconocí a Neville en su dunga a una o dos millas de aquí, río arriba. Luego encontré a este sacerdote que me dijo que usted y Clemency debían llegar esta noche. Es todo. —Levantó un pie, raspó un fósforo contra la suela del zapato y encendió un cigarrillo.

Yo, a mi vez, encendí otro.

—Hágame el favor de sentarse —le rogué. Esta vez consintió y nos enfrentamos con la mesa de por medio.

—Escuche, Nan —proseguí—. Sé que usted me odia y cree que he sido un sinvergüenza, pero me alivia pensar que es comprensiva. No discutamos sobre el pasado. El asunto es éste: ¿qué es mejor para Clemency ahora? Hasta que usted apareció, había una sola cosa que hacer: esperar a Neville, afrontarlo y arrojar sobre él la responsabilidad de la actitud a tomar. A propósito, ¿sabe que usted está aquí?

—No creo. ¿Por qué?

—Su llegada crea una alternativa o quizá más de una. Dudo que se pueda convencer a Clemency, pero…

—Ya he pensado un plan —dijo—. Usted desaparece mañana temprano y regresa a Srinagar por tierra; entretanto, yo me instalo en la Oriole. Podríamos sobornar a su barquero y al mío para que salgan río abajo, desviándose del camino, y entonces, si Neville cae sobre nosotros, encontrará a Clemency y a mí viviendo, muy respetablemente, en el barco de ella. De esta manera quedará completamente convencido, y bien merecido lo tiene por andar curioseando.

Sacudí la cabeza.

—Lo lamento, pero tengo que oponerme. Usted no puede pretender que yo me vaya y deje a dos mujeres solas para afrontar las consecuencias. Mi idea es invertir su plan, por así decir. Usted y Clemency se van por tierra, mientras yo sigo río arriba en la Khushdil. Entonces será asunto de Neville detenerme en el camino (en cuyo caso mentiré como un soldado de caballería y lo negaré todo). Tendrá que dejarme pasar sin mostrarse, o si no, una vez que ustedes dos estén bien lejos, yo podría disponer de una hora para visitar a Neville y tener una agradable conversación. Podría provocarlo, dándole la oportunidad de elegir entre el divorcio o recibir una bofetada. Me agradaría mucho la oportunidad de tratarlo mal. Me disgustan los sádicos en general, pero odio más al sádico psíquico que al somático.

Sus ojos brillaron muy verdes al mirarme. En ellos había envidia y algo más.

—¿Clemency le ha contado todo? —preguntó con calma.

—No. He tratado de mantener su cabeza libre de temas desagradables en las últimas semanas. Simplemente sé que él es cruel con ella.

Después de una pausa Nan dijo:

—Yo lo sé todo y se lo diré. Clemency difícilmente podría habérselo dicho. Pero no veo por qué ha de tener usted el placer de ser su amante sin la molestia de saber lo que ella ha sufrido en manos de este sinvergüenza. Además, quiero que usted… no, no importa eso. Se lo voy a decir de todos modos. No le gustará, pero…

—¿Y bien? —preguntó Nan Candler unos minutos después.

Yo apreté los dientes.

—¿Jura usted que es verdad?

Sus ojos verdes se clavaron en los míos.

—¿Cree usted que soy mentirosa?

—No, por desgracia.

—Le he contado exactamente lo que, bajo presión, me ha dicho Clemency. ¿Cree usted que ella es mentirosa?

—No. Quisiera creerlo. ¡Dios mío! Es… es… —me sequé la frente humedecida.

Hubo un silencio. Luego…

—¿Y bien? —La voz de Nan tenía un timbre inexorable—. ¿Entonces qué?

—¿Entonces qué? —grité enojado—. Entonces nada… sólo que voy a matarlo…

—¡Ah! —exclamó Nan Candler con voz apagada. Arrojó por la ventana el cigarrillo, que se apagó con un silbido; luego se levantó y regresó a su barco.

Yo había olvidado la existencia de Alam Jan bajo la tensión de los acontecimientos y continuaba sentado junto a mi mesa, con la mente agitada por el relato de Nan, cuando vi aparecer por la ribera la alta silueta de Alam Jan con su acostumbrado balanceo de pathan. En momentos en que subió a bordo y me saludó, me recobré y le pregunté por su muela.

S’eb; por su generosidad, todo está otra vez bien. Me arrancaron la muela sin excesivo dolor y no me queda sino olvidar el asunto. Hay, sin embargo, otro asunto.

—¿Cuál?

—Que no lejos de este lugar, a dos millas escasas río abajo, está amarrada una casa flotante en la que se oculta…

—Estoy enterado, Alam Jan —interrumpí. Y entonces, de repente, me llamó la atención la discrepancia—. Río arriba —corregí.

—No, S’eb, río abajo. ¿Cree que soy ciego para no observar cómo corre un río? Soy tonto, pero…

Yo no estaba en humor para andar con rodeos.

—Si usted habla de Bourdon Sahib, tengo informes de que su dunga está río arriba. Estoy enterado de su presencia y lo mismo está la memsahib.

—¿Bourdon S’eb? ¿Quién habla de Bourdon S’eb? —reconvino indignado Alam Jan.

—Entonces, ¿quién diablos?

S’eb, hay aquí una confusión porque no hablo de Bourdon S’eb, ni siquiera de una dunga que está río arriba. Hablo de una casa flotante (no de una dunga) río abajo y a quien he visto claramente en esa casa flotante, aunque de lejos, no es a Bourdon S’eb, sino a aquel amigo de Bourdon S’eb, aquél con cara de mujer.

—¡Al diablo! —la aseveración me hizo tambalear—. ¿Usted quiere decir a Sherry Sahib?

—Así es —convino vehementemente mi camarero—. Había olvidado su nombre; ahora lo recuerdo con claridad. Vea, S’eb, aquí hay un asunto oscuro a la vez que extraño. Es una locura que estén ahora viviendo en barcos diferentes, uno río arriba y el otro abajo estos dos que en Ghadarabad andaban tan cerca uno del otro como… —Lamento verme obligado a omitir la verdadera sonrisa empleada.

—¡Calla, hombre!

Traté febrilmente de determinar el sentido de aquella revelación. Estábamos en Sumbal, Clemency y yo, con Nan Candler que formaba el tercer vértice, en tanto que Neville Bourdon estaba en posición a una o dos millas de un lado nuestro y su chacal a la misma distancia del otro lado. Un movimiento de pinza.

—¡Una emboscada! —oí protestar a mi camarero entre su barba y por cierto que era le mot juste. También me Pareció que en las circunstancias actuales haría más mal que bien despedir a Alam Jan y dejarlo que resolviese las cosas por sí solo. Debido a nuestro largo conocimiento, yo sabía que podía contar enteramente con su discreción. Sabía, también, que no sólo era leal conmigo, sino que quería a Clemency y detestaba a su marido. Por lo tanto, no había motivo para engañarlo.

—Es una emboscada —convine con un movimiento de cabeza—. Sin embargo, Alam Jan, la emboscada más astuta pierde la mitad de su peligro cuando se conoce su existencia y situación.

Mi camarero refunfuñó.

—¿Cuál es nuestro plan? —preguntó con interés. Todos los pathans tienen buena táctica por instinto y Alam Jan había sido soldado de profesión.

—El plan todavía no está convenido entre nosotros —dije—. Mañana debo partir para Srinagar, pero aún no está resuelto si la memsahib viene conmigo o si la hago ir por tierra con su amiga. El asunto será considerado esta noche.

Hubo un pequeño silencio; luego Alam Jan tosió ligeramente.

S’eb, en asuntos como éste hay un solo plan de verdadero valor permanente —aventuró—. En Tirah conocemos bastante bien estos asuntos. Un cuchillo entre las costillas, una bala en el corazón o aun (si es esencial el silencio) una almohada mantenida sobre la nariz y la boca mientras los dedos aprietan la tráquea, son las formas de arreglar estas cosas con resultado. —Volvió a toser—. Si Su Señoría me da permiso…

Reí, más para ocultar mis verdaderos sentimientos que por diversión.

—Rufián sanguinario.

—No, S’eb. Éste no es asunto de amor a la sangre, sino simplemente de justicia. El hombre merece morir por las cosas que él ha hecho a la Mems’eb.

—¿Qué sabe usted de esto? —interrumpí bruscamente mientras repercutía en mi memoria el horrendo relato de Nan.

S’eb, yo sé más de lo que tal vez sea conveniente que sepa. Y digo que merece la muerte —su voz tenía una emoción intensa que me impresionó tanto más cuando pensé lo poco que los pathans tienen en cuenta a las mujeres—. Además, antes de quedarme mirando y ver a la Mems’eb de nuevo en su poder, yo, Alam Jan, daré la muerte que Su Señoría elude —en su voz había un amargo desprecio—. ¡Tobà! En mi país arreglamos mejor estas cosas.

Me levanté enfurecido y lo enfrenté. Como buen pathan no se acobardó ni se achicó; se quedó parado frente a mí, con sus ojos negros brillantes clavados en los míos.

—Alam Jan, ¡usted se excede! —dije sofocando mi ira—. Su modo de hablar es inconveniente, es una afrenta. Este asunto es cosa mía y no suya. Si precisara su ayuda o consejo, se lo pediría. Hasta entonces…

—Pero, S’eb

—Si esto le tranquiliza, le digo ahora que la memsahib no volverá con él ni esta noche ni nunca. El matrimonio ha terminado, su sacrificio ha llegado a su fin; se lo prometo. Pero en cuanto a la manera de cómo terminará, es asunto mío y no suyo. Sólo le pido tres cosas: silencio, discreción y lealtad. Usted ha gozado de mi confianza. Sé que no me fallará.

Me miró fijamente por un momento, el fuego desapareció de sus ojos y una nueva luz lo reemplazó. Luego una sonrisa burlona apartó su barba, asintió con la cabeza y dijo:

S’eb, está bien.

Me hizo un elegante saludo militar, giró sobre sus talones y salió.