14. NEPENTA

Nos quedamos levantados la mitad de la noche comentando este nuevo acontecimiento. Puedo asegurar que no teníamos preocupación ni inquietud desesperada, sino una forma tranquila y sincera que hacía factible nuestra intimidad de las últimas semanas.

Empecé por hacer lo único posible y el lector debe creer que no lo hice por caballerosidad ni por lástima, sino porque además de ser una solución tolerable era lo que en realidad me agradaba.

—Escúchame, querida —dije—. Faltan tres semanas para mi partida de Cachemira y cuanto antes enfrentemos el futuro, más pronto podremos regresar a saciarnos con los lotos de los lagos. Me parece que Neville ha salido a pescarnos in fraganti, solo o por medio de Felix Sherry. El hecho de que Felix fuese enviado a Gulmarg no debe cegarnos y hacernos pensar que el mismo Neville pueda estar en alguna parte de los alrededores. Puede haber mandado simplemente a Felix para inspeccionar el terreno y recibir informes sobre lo que tú hacías. De todos modos, a estas horas Felix habrá informado que has desaparecido de la custodia de tu hermana y esto podría haber decidido a Neville a venir para dirigir las operaciones en persona.

—La misma idea se me ha ocurrido, Roger —asintió Clemency.

—Con el río y un par de lagos para maniobrar —dije— tenemos bastantes probabilidades de eludirlo a él o a ellos, hasta que sea tiempo de que yo te deje. Pero el asunto es, por supuesto, que no puedo dejarte hasta saberte segura, de regreso y junto a Prudence. En realidad, Neville no necesita molestarse en venir a buscarnos. Puede quedarse en Srinagar y esperar nuestro regreso. Si lo hace o si alquila una casa flotante para venir a curiosear, siempre nos pescará, es sólo cuestión de tiempo y debemos estar preparados; preparados en cuanto al plan de acción, quiero decir.

—Sí, Roger.

—Nuestro plan de acción debe depender ampliamente de Neville, Clemency. Quiero decir que todo depende del motivo que traiga para tratar de pescarnos. ¿Cuál es su juego? Pareces segura de que él no busca el divorcio; entonces ¿qué diablos busca? ¿Una pelea? A pesar de lo que dijo cuando intentaba conseguir que yo te espiara, no me impresionó como una persona de tal clase. No puedo imaginármelo montando en cólera ni perdiendo el dominio. Puede ser capaz de pegarme un tiro o de matarnos a ambos a sangre fría, pero si lo hiciese creo que sería premeditado.

Ella asintió, serena.

—Dudo que él llegue a asesinarme porque esto significaría dejarme escapar de él, Roger. No convendría mejor a sus fines que un divorcio, desde ese punto de vista. Podría matarte a ti, pero si lo hiciese sería más por castigarme y hacerme desgraciada que por vengarse de ti. Lo conozco, Roger. Jamás me soltará. Hará cualquier cosa por herirme y hacer mi vida aún más desdichada, pero no me dará mi libertad, ni viva ni muerta.

—Al planear una campaña —dije—, uno no puede permitirse ignorar ningún movimiento posible de la otra parte, Clemency. Podría ser divorcio; después de todo, nunca se sabe. Podría haber cambiado de opinión, no por un sentimiento bondadoso hacia ti, sino simplemente por propia conveniencia. Podría estar cansado de ser brutal contigo. Podría pensar que has perdido importancia como víctima, querer deshacerse de ti y quedar libre para buscar a otra. Podría aún tener ya el ojo puesto en otra joven. Es una posibilidad que no podemos perder de vista sin arriesgarnos.

—Pero tampoco debemos arriesgarnos a confiar en ella, Roger.

—Por cierto que no, pero debemos considerarla. Y tenemos que afrontar el hecho de que él no tendría ninguna dificultad en hallar la prueba necesaria. Por cierto que Alam Jan se jugará entero por nosotros, pero estos barqueros de Cachemira… No… Neville podría obtener el divorcio fácilmente en un abrir y cerrar de ojos si lo quisiese.

Clemency me miró y vi la pena en sus ojos.

—Querido Roger, lo siento mucho. Espero en Dios que no llegue a esto.

—No te comprendo —respondí—. Dijiste que deseabas el divorcio.

—Deseo mi libertad, Roger —continuó—, y soportaría cualquier cosa, aun las sórdidas averiguaciones de un tribunal de divorcio, para conseguirla. Pero… no contigo, querido. Preferiría que Neville me matara antes de arrastrarte a esto conmigo.

—¡Tonterías, mi amor! —dije—. ¿Te imaginas que voy a eludir el precio de todo lo que hemos gozado? Por este motivo he tocado el tema. Quiero que sepas ahora, antes de que algo pueda ocurrir, que no sólo lo deseo, sino que me sentiría orgulloso de ser demandado contigo, si llegase el caso. Y quiero llegar aún más allá, Clemency. Quiero que me prometas algo.

—¿Sí…?

—Sencillamente, que si se llegase a un divorcio, tú no intentarías oponerte a la causa de Neville y te casarás conmigo en cuanto sea posible después de terminado el caso. ¡Prométemelo, Clemency!

Las lágrimas corrieron por su cara, pero en los labios había una sonrisa feliz mientras negaba lentamente con la cabeza. Alargó la mano, cariñosa y apretó mi brazo en su modo favorito.

—Roger, es encantador de tu parte. Pero, eso está fuera de la cuestión…

—¿Por qué? —interrumpí con firmeza—. Es evidente y lo quiero, Clemency.

Ella volvió a negar con la cabeza.

—Por supuesto que no lo quieres, Roger. Es encantador de tu parte, querido, pero también es una locura.

—No veo ninguna locura, queridísima. Escucha: no estoy tratando de hacer «lo que se debe», ni nada quijotesco. Me encantaría casarme contigo, Clemency. Creo que seríamos maravillosamente felices. Mira cómo hemos sido de felices ya…

Apretó tan fuertemente mi brazo que callé.

—Sí, lo sé. Ha sido encantador… para mí, por lo menos. Yo no sabía que la vida podía ser tan maravillosa, tan llena de felicidad y de diversión. Pero, a pesar de todo, no debes pensar así, Roger. Hemos pasado las últimas semanas despreocupados. Y hay dos motivos incontestables de por qué tú no debes casarte conmigo y ni siquiera pensar en ello.

—¿A saber?

—Primero, porque por muy fácil que sea engañarnos, no estamos enamorados. Te he tomado mucho cariño, querido, y sé que tú me quieres. Pero tampoco estás enamorado de mí.

—No estoy muy lejos de eso, Clemency, y creo que fácilmente podría llegar a enamorarme. Si no lo estoy al ciento por ciento ha sido simplemente porque me he mantenido bajo un control severo. ¿Por qué? Porque eres la esposa de otro hombre. Eso es todo. Si dejaras de ser la esposa de Neville, yo abandonaría el control.

—Creo que olvidas algo terriblemente importante, ¿no es así? Piensa otra vez, querido: ¿puedo alguna vez dejar de ser la esposa de Neville?

No contesté. Comprendí en seguida su intención y me turbé. Me invadió una sensación de vergonzosa rebeldía. Mis mejillas enrojecieron y sentí el sudor en mi frente.

—A no ser que Neville muera, yo siempre seré su esposa, en cuanto se refiere a ti —continuó suavemente Clemency—. Tú eres católico…, Roger.

—Un católico bastante despreciable.

—No estoy de acuerdo —replicó enérgica—. Quizá no practicas tu religión tan estrictamente como debieras, pero eso no modifica el hecho fundamental de que en el fondo de tu corazón eres católico y católico convencido. Yo… yo no soy nada en especial. Procedo del linaje cuáquero y… bueno, tal vez no haya mucha diferencia entre la conciencia cuáquera y la católica. No importa esto. El hecho está en que, aun si yo estuviera divorciada de Neville, tú tampoco podrías casarte conmigo.

—Legalmente, podría —reconvine—. La ley civil no toma en cuenta la religión, Clemency.

—Pero, querido, no trates de convencerme a mí o a ti de que la ley civil puede, en alguna forma, sustituir a nuestra conciencia. Lo sabes muy bien. ¡Hasta yo sé esto!

Me encogí de hombros.

—Si tú estuvieras divorciada y yo «me casara» contigo sería bigamia ante los ojos de la Iglesia, lo reconozco. Pero sería bigamia legalizada…

—¡Tonterías! Sería nada más que un simple pecado evidente, en cuanto se refiere a tu conciencia, querido Roger. Y a la mía también porque ese asunto… Escucha, Roger: te he dicho cuánto he anhelado estar divorciada y es muy cierto. Pero sólo deseo vivamente la parte «destructiva» del divorcio: que mi casamiento quede legalmente deshecho para no tener que vivir más con él. Nunca lo he deseado para volver a casarme. En realidad, jamás volvería a casarme, mientras Neville viva.

La miré y comprendí que era sincera.

—Está bien —dije—. Entonces, si Neville se divorcia de ti y tú no quieres casarte conmigo, ¿me prometes vivir conmigo, aceptar mi protección o como se llame; que te mantenga, te cuide y sea responsable de ti, como si fueses mi esposa?

—Lo preferiría —dijo— antes que hacer la farsa de un casamiento civil por consideración a lo respetable. Me importa un comino lo respetable, pero me importa hacer algo que ambos sabemos que está mal y que nos hace vivir arrepentidos. Roger, todo esto es terriblemente hipotético, ¿no? No veo ninguna necesidad, por el momento, de mirar tan adelante y ciertamente no estoy haciendo ninguna promesa. Tú has sido muy bondadoso, Roger, y por favor no creas que no sé cuánto te habrá costado tu maravilloso ofrecimiento. Es maravilloso de tu parte y me siento muy orgullosa al saber que sacrificarías…

—Querida Clemency, por el amor de Dios, no trates de ponerme una corona de mártir —interrumpí ásperamente—. Es lo último que merezco. Te aseguro que me sentía más egoísta que noble. Hemos sido tan felices juntos…

—Entonces, por todos los diablos, sigamos siendo felices hasta que algo aparezca —gritó Clemency—. Dejemos de preocuparnos por el futuro y tomemos las cosas como vienen. Mañana a primera hora emprenderemos el regreso. Lo primero que haremos será salir de aquí y volver a Wular, al Manasbal o a otra parte y seguir divirtiéndonos. Si Neville nos persigue, démosle el gusto. No tenemos la menor prueba para creer que en eso está. Es pura conjetura que él se encuentre a pocas millas de Cachemira; el viaje de Felix a Gulmarg no prueba nada. Todavía no creo que sea probable que Neville aparezca. Podríamos encontrarnos «accidentalmente» con Félix.

—En cuyo caso, sin vacilar, yo recetaría desvestirlo y hundirlo en el matorral más próximo —terminé por ella—. Tienes razón, querida. Quizá estemos tomando las cosas demasiado en serio. Comamos, bebamos y estemos contentos, pues mañana… ¿qué…? A propósito, Clemency, mañana no me preocupa, es el día siguiente. Quiero decir, suponiendo que nada ocurra, suponiendo que Neville se mantenga lejos de Cachemira y que ni siquiera sepamos nada de Felix. ¿Qué va a suceder al final del invierno? ¿Vas a regresar a Ghadarabad como si nada hubiese ocurrido y volver a ser aquella desdichada ratita que eras?

—No, Roger. —Sacudió la cabeza con resolución—. Es lo único que no puedo hacer. Lo hice el año pasado, pero nunca más. Estoy resuelta. Jamás volveré con Neville.

—¿Lo piensas realmente? —pregunté con interés.

—No puedo hacerlo, Roger. Le he aguantado mientras he podido, pero jamás volveré a hacerlo. Es demasiado… demasiado brutal. Ya lo he conversado con Pru y ella está de acuerdo conmigo. Iré a Pindi con ella; tal vez pase allí el invierno y luego regresaré a Inglaterra. Neville puede hacer lo que quiera. Que brame cuanto guste, pero no volveré a él, ni siquiera por estar cerca de ti. Mi querido, no podría.

Hubo una pausa, luego dije:

—Clemency, jamás te he interrogado sobre tus dificultades: tu verdadera dificultad íntima, quiero decir. Conozco los casos accidentales de rozamiento que aparecen en la superficie, pero hay algo más, ¿no es así?

—Lo siento —dijo ella suave, pero firmemente—. No puedo decirlo ni siquiera a ti, Roger. Por favor, no me lo preguntes.

—Haré únicamente una pregunta general —insistí—. ¿Él es… cruel contigo?

Ella no contestó con palabras, pero, por un instante, sus ojos se encontraron con los míos; vi la angustia en ellos y una fuerte ira me invadió.

A la mañana siguiente dimos la vuelta, volvimos a remontar el río hasta el Wular y creo que ambos quedamos sorprendidos por la facilidad con que recuperamos nuestro buen humor una vez que salimos de Baramula. El recuerdo del día y de la noche que habíamos pasado allí se desvaneció como por magia y desapareció poco a poco sin que volviésemos a comentar estos problemas. Una vez en el gran lago, rodeado por los picos nevados del lejano Nanga Parbat que coronaban las cadenas de montañas de abajo, nos abandonamos otra vez a nuestro feliz alimento de lotos. Si alguna sombra había en nuestra mente era debida, no al temor de encontrar a Neville Bourdon o a su chacal, sino a los pocos días que nos quedaban. El calendario resultó ser en más de un sentido la señal de amenaza, el secreto desagradable de nuestra fiesta de amor.

Así siguió la vida hasta que nos encontramos con los Lambertson, siempre en el Wular.

Hasta aquí fuimos singularmente afortunados en nuestra soledad. Desde que partimos de Ganderbal, con el hombrecito calvo que tocaba el cornetín, casi no cruzamos a ninguna casa flotante ocupada por europeos, y a los pocos que vimos les hablamos sólo al pasar y no mantuvimos con ellos intercambio alguno. Pero una tarde, al anochecer, cuando anclamos para pasar la noche a un lado del lago en aguas tranquilas, apareció una extraña casa flotante procedente de Sumbal, es decir, en dirección opuesta a la que nosotros llevábamos. Con más fastidio que inquietud observamos que amarraba escasamente a un cuarto de milla de nosotros.

—Quizá sea, por fin, Neville —dijo Clemency con ligereza mientras observábamos. Ella tomó mi brazo y lo estrujó—. Me importa un comino si es él. ¿Y a ti, Roger?

—Ni un comino —respondí imitando su humor—. De todos modos —añadí un momento más tarde—, si es Neville lo tienes agarrado, querida, ¡porque hay una mujer a bordo con él!

Por supuesto, no era Bourdon. En realidad no era nadie que nosotros conociésemos, pues una media hora después se acercó a la Khushdil una shikara con un inglés de traje blanco arrugado que nos hizo un saludo. Le invité a subir a bordo, pero no quiso hacerlo.

—La cena está casi lista y nuestro cocinero tiene mal carácter —explicó—. En realidad, he venido nada más que para preguntar si tienen una aspirina. Mi esposa sufre un fuerte dolor de cabeza y no hemos traído nada con nosotros. A propósito, me llamo Lambertson, 10 Punjab Horse.

—Yo soy Poynings —repuse con franqueza—. Sí, en alguna parte tengo aspirinas; si usted quiere esperar… ¿Está seguro que no quiere subir a tomar algo?

—Realmente, gracias. Debo regresar.

Clemency, que permaneció adentro, ya había metido una docena de tabletas en un sobre. Aunque los Lambertson eran extraños para nosotros, le dije que se ocultara, luego llevé el sobre y se lo tendí al visitante.

—Muchas gracias —dijo cordialmente—. ¿Me permite pagarlas? Quizá quiera usted venir mañana a tomar algo con nosotros. ¿Dijo usted que se llama Poynings?

—Sí.

—Entonces el otro día encontré a alguien que lo buscaba. Hace dos… no, tres días, me parece.

—¿Está seguro? —Mi voz estaba bien controlada, pero mi mente alerta. Noté que Clemency estaba escuchando.

—Sí… en el Manasbal. ¿Cómo diablos se llamaba el individuo? Al diablo si puedo recordarlo. Un individuo bien afeitado, con una cara corriente, no feo, de cabello algo rojizo. ¿Le dice algo a usted?

Por cierto que sí. Mi corazón dejó de latir.

—Creo adivinar —repuse con calma—. ¿Me buscaba? ¿No habló de sus proyectos?

—No puedo decir que lo hizo. Me dio la impresión de que llevaba dirección río abajo, pero parecía conquistado por el Manasbal. Es un hermoso lugar y no creo que tuviese ninguna prisa. Si usted va en esa dirección, es probable que le encuentre. Está en una dunga con cubiertas llamadas Firefly. Bueno, muchas gracias por la aspirina. Tal vez lo vea a usted mañana. ¡Buenas noches!

—Con que esas tenemos —sonrió Clemency cuando nos encontramos frente a frente en la mesa de la cena—. Por un lado creo que estoy contenta, quiero decir contenta de terminar de una vez, y sin embargo, odio arrastrarte a ti. Roger, quisiera que mañana volvieses a Sopur y tomaras un automóvil para regresar a Srinagar. Neville se sentiría desconcertado si me encontrase sola.

—¡Tonterías! —interrumpí con firmeza—. Ya hemos discutido todo esto, querida, y me niego a cambiar ni un ápice. De todos modos, es inútil, porque lo descubriría igual. Tu tripulación respondería con igual prontitud a sobornos que a amenazas.

—Sería mi palabra contra la de ellos, Roger.

—¡Y sé cuál elegirá! Olvídalo. Será interesante ver cómo se comporta. Lo afrontaremos juntos, y veremos qué camino toma.

Ella asintió abstraída.

—Me pregunto si Felix estará con él.

—Debí de habérselo preguntado a Lambertson, aunque creo que él hubiera mencionado si eran dos. De cualquier manera, ¿qué diferencia hay en ello?

—Me importa un comino —dijo Clemency, y continuó con su cena.

Esperábamos encontrar a la Firefly en nuestro camino de salida del Wular, pero no fue así, y tampoco la vimos en Sumbal cuando al final llegamos a esa aldea del extraño puente curvo. Eso me intrigó un poco, pues significaba que, a no ser que Bourdon hubiese abandonado la caza y regresado río arriba, debía de permanecer en el Manasbal, aunque a nosotros no se nos ocurrió sacar ventaja de que no estuviese en el río principal para poder escapar.

—Terminemos de una vez —dijo Clemency—. Ya no nos tomará de sorpresa como hubiese ocurrido si no hubiéramos encontrado a los Lambertson.

—Y todavía nos deja la iniciativa —agregué—. En vez de ser Neville quien nos pesca, ahora podemos nosotros pescarlo a él; será nuestro privilegio, y no el suyo, decir primero «¿Qué hay con esto?» y a mí me alegra.

—A mí también. No obstante, la idea de que ésta pueda ser nuestra última noche juntos presta solemnidad…

A la mañana siguiente, muy temprano, abandonamos nuevamente el río y penetramos en el Manasbal. El lago parecía más hermoso que nunca y, a primera vista, tan solitario como cuando estuvimos allí anteriormente. Hasta que llegamos a mitad de camino, navegando por las aguas tranquilas, no divisamos la dunga (embarcación del tipo de las casas flotantes, pero de construcción más liviana y de mayor movilidad), que estaba anclada precisamente donde habíamos pensado amarrar, no mucho más abajo de nuestros jardines en ruinas del Darogha Bagh. El verla aceleró nuestro pulso, pero mantuvimos la misma velocidad.

Clemency y yo no hicimos ningún esfuerzo por ocultarnos ni permanecimos cada uno en su barco. Nos sentamos uno al lado del otro en el techo chato de la Khushdil, fumando y bebiendo shandigaff. Estábamos muy silenciosos ahora que la crisis se acercaba. Había mucho que decir y muy pocas palabras para expresarlo.

Distinguí el nombre de Firefly cuando todavía nos encontrábamos a bastante distancia. Dos nativos se movían dentro de la dunga, pero no había señales de hombre blanco. Resolvimos que Neville se había ocultado para observar mejor nuestra llegada.

Y de pronto, mientras atracábamos al costado la dunga, aparecieron en una ventana la cara y el torso de un hombre blanco. Quedamos desconcertados: la cara no era la del marido de Clemency, ni la de su chacal, y por un momento no la reconocí porque estaba bien afeitada. Lo que no pude dejar de reconocer era su voz, una voz fuerte, sonora y resonante de alegría que exclamaba:

—Que me ahorquen, si no es ese antropoide de Poynings…

Era, por supuesto, el Reverendo Padre Brazenose, S. J., sin aquella barba monstruosa, pero con un matiz rojizo muy definido en su cabello grueso duro y bien recortado.

Nos sentimos por cierto sorprendidos, pero también algo desorientados. Gracias a la advertencia de Lambertson estábamos tan seguros de que el ocupante bien afeitado y de cabello rojizo de la Firefly debía ser Neville Bourdon que nos quedamos en suspenso ante el hecho de no encontrarlo. El hallazgo de este jesuita de cabello rojizo casi nos deja sin aliento y precisamos un momento para recuperar nuestro equilibrio.

Las operaciones de amarre fueron acertadamente dirigidas desde la ribera por el Padre Brazenose. No parecía más sacerdote que cuando yo lo encontré antes, porque su indumentaria consistía, simplemente, en una camisa de tenis y un pantalón corto de dril kaki. Sin la barba aparentaba menos edad y no dejaba de ser buen mozo de facciones perfectas.

Sean cuales fueran sus pensamientos íntimos, era demasiado bien educado para demostrar sorpresa o curiosidad al ver a Clemency. Descartando una fugaz tentación de presentarla como mi esposa, simplemente la hice conocer como Mrs. Bourdon e indiqué que el Golden Oriole le pertenecía, dejando que él sacara las deducciones que gustase. La saludó cortésmente, pero después demostró menos interés en ella que en mí y, a pesar de mi oculta turbación, me sentí encantado de volver a verle, pues a menudo había pensado en él y en el resultado de su extraña misión.

—He llegado a Srinagar exactamente hace nueve días —me dijo—. Encontré su esquela en la oficina de correos y me alegré que usted hubiese terminado bien. Luego, en cuanto me hube aseado un poco, alquilé esta dunga y vine al río para dormir bien. Considero que tengo derecho a unas pequeñas vacaciones después de aquella jornada, y, además, debo escribir un montón de notas. Esperaba encontrarlo en alguna parte, Poynings. Además del placer de volver a verle, deseo su colaboración para redactar un informe de sus experiencias con el Mahatma, si no le es muy molesto. Nada detallado. Nada más que los hechos exactos. ¿Se queda mucho tiempo aquí?

—No creo —dije vacilando—. Para ser sincero, nosotros… No he pensado qué haré después de esta noche. Mi permiso está casi terminado; mala suerte. Me quedan menos de quince días para regresar a Srinagar, acompañar a Mrs. Bourdon a casa de su hermana en Gulmarg y volver a Ghadarabad. Pero mi itinerario es todavía un poco vago.

Peter Brazenose aprobó con un movimiento de cabeza.

—Nadie sino un filisteo podría moverse con un horario en un lugar como éste. Dolce far niente debería ser la orden del día, el simple otium cum dignitate no es bastante liberal. Estoy diciendo herejías, por supuesto, pero herejías muy agradables. Esta vida me recuerda al profesor del colegio que mezclaba las virtudes cardinales con los pecados mortales y dictaba una clase apasionada sobre lo que él llamaba «der virtue Sloth» (rimando con moth[11]).

—Soltó una carcajada que resonó en el lago silencioso—. ¿Usted no es papista, Mrs. Bourdon? —preguntó a Clemency.

Ella negó con la cabeza.

—¿Cómo lo sabe?

—Por la mirada en sus ojos cuando Poynings le dijo que yo era jesuita —le replicó con una sonrisa—. No sé por qué, pero cuando un no católico se encuentra con un jesuita siempre manifiesta, en primer lugar, sorpresa al descubrir que un S. J. es un ser humano normal desprovisto de cuernos y de cola, y en segundo lugar, una aprensión disimulada de que dicho jesuita saque del bolsillo de su chaqueta, de repente, un instrumento de tortura. —Otra vez tuvo un acceso de risa.

Clemency sonrió divertida.

—Si me he mostrado sorprendida —repuso—, no ha sido al descubrir que usted carecía de cuernos y de cola, sino porque Roger me había hablado de usted con anterioridad y me impresionó que no supiese nada de mí sin que se lo dijeran, usted que se interesaba tanto por la magia y la telepatía.

—Pero quizá lo sepa —dijo con chanza—. El verdadero mago jamás pone todas sus cartas sobre la mesa. Veamos qué puedo hacer. Supongo que no será usted cuáquera.

Clemency se sobresaltó y yo me enderecé de un brinco. Jamás había sospechado que este sacerdote tuviese poderes ocultos de por sí. Pero una risa estruendosa disipó nuestro asombro.

—Mi estimada señora, acabo de oír que Poynings la llamaba Clemency —explicó—. Ése es el nombre de una virtud que, en general, se aplica sólo a católicas o a cuáqueras; las otras sectas prefieren Clementine o Clementina por algún motivo particular. Simplemente, me he marcado un farol. Usted ya había reconocido que no era papista, por lo tanto… —se encogió de hombros.

—¿Y qué más puede usted decir respecto a mí? —preguntó Clemency un momento después, con aire de inocencia.

El jesuita la contempló por encima de su vaso y luego sacudió la cabeza.

—Preferiría no decirlo —repuso con sencillez.

—¿Por qué?

—Primero, porque no soy adivino profesional. En realidad, no me permitirían entregarme a estas prácticas, aun si tuviese el don. Segundo, no la conozco a usted lo suficiente para hablar con tanta sinceridad como debería. Por último, su pregunta no ha sido tanto una invitación como un desafío que sería impertinente por mi parte aceptar.

—¿Un desafío?

—Quizá inconsciente, pero, en efecto, un desafío. Hay un velo delante de sus ojos y no es asunto mío penetrarlo.

Clemency rió.

—Su deducción de que yo tengo algo que ocultar es tan comprometedora como decirme lo que es.

Él hizo un gesto con su mano.

—La mayor parte de nosotros tenemos algo que ocultar, Mrs. Bourdon. Sería un mundo ruidoso y molesto si mostrásemos cuanto tenemos. Hablemos de otra cosa.

—De la comida, por ejemplo —dijo Clemency—. Roger y yo comemos juntos, generalmente, porque sería una tontería que hiciesen dos comidas por separado en dos cocinas distintas. Hoy me toca a mí. ¿Quiere usted cenar con nosotros a bordo de la Golden Oriole?

—Me encantaría —repuso vivamente el sacerdote—. Hasta me pondré alzacuello en honor a la ocasión.

—Es un encanto —dijo Clemency, pensativa, cuando el jesuita se retiró a la Firefly—. Y es inteligente, Roger. ¿No te parece extraño que se pueda reconocer la inteligencia de las personas, aun cuando no digan nada profundo y aparenten tomar la vida como si se tratase de una gran diversión? Nueve veces de cada diez, una risa como la suya pertenece a un idiota congénito, pero él no es ningún tonto.

—Ningún jesuita puede ser tonto —dije—. O más bien, ningún tonto puede ser jesuita. Todos son hombres inteligentes. En verdad, esta Orden cuenta probablemente con los hombres más inteligentes del mundo, razón por la cual sus enemigos, al verse en inferioridad de condiciones, los acusan de sofistas y dicen cosas perjudiciales sobre la conducta «jesuítica».

—La combinación de nuestros dos barcos no le ha debido engañar, Roger.

—No lo dudo, querida, pero no tienes por qué temer que él te haga sentir molesta. No sé si lo comprendes; pero fue una sutileza de tu parte invitarle a comer en tu barco.

—Lo comprendo, Roger. Fue un acto deliberadamente calculado para ver si él tendría la caridad necesaria para juntarse con publicanos y pecadores. Y no ha vacilado…

—Desde luego. De una manera general, los sacerdotes rara vez son fariseos. No te preocupes, Clemency. Si alguno debe dar la cara seré yo.

—¡Pobre Roger! Y en realidad tu culpa no es ni la mitad de la mía… Sabrás que tengo deseos de tener una conversación con él —dijo sonriendo.

—¿Sobre qué?

—¡Oh!, de cosas generales, Roger. Encuentro todo muy extraño ahora. Estaba tan segura de que íbamos a encontrar a Neville que me sentía llena de valor para afrontar la crisis. Luego descubrimos que no era él y se produjo un terrible colapso. Ahora siento… ¡Oh!, no puedo decirlo con palabras, Roger, pero en cierto modo se ha producido un suspenso aún más grande de lo que hubiese sido si se hubiera tratado de Neville. Parece una locura, pero en cierto modo el encuentro con el Padre Brazenose parece más significativo de lo que pudo haber sido la llegada de Neville.

—Quizá.

—Y hay algo aún más disparatado. ¿Recuerdas lo extraño que fue tu encuentro con este sacerdote allá arriba, en las montañas? ¿No notas la semejanza, Roger? Entonces estabas complicado con tu tobillo y por eso su aparición te pareció un milagro; en aquel momento necesitabas urgente ayuda. Y justamente antes de encontrarlo viste sus pisadas en la nieve y pensaste que era el «Abominable hombre de las nieves». Ahora, cuando se avecina otra crisis, vuelves a hallarlo, mientras pensabas que era, no exactamente el «Abominable hombre de las nieves», sino ¡Neville! Fue bastante misteriosa la forma en que fuiste guiado a él por primera vez. Y ahora, cuando tan fácilmente pudieron no haberse visto…

Estás terriblemente imaginativa, querida —me reí—. Quizá haya cierta semejanza, pero es muy rebuscado. No creía que fueses tan supersticiosa.

—En realidad no lo soy. Pero tengo una vaga impresión de que todo esto es parte del designio de las cosas. Lo lamento, Roger; estoy diciendo puras tonterías. Vamos a bañarnos antes de la comida, ¿quieres?

Aquella noche, cuando estábamos los tres sentados a la luz de la luna sobre el techo de la Golden Oriole, interrogué a Peter Brazenose acerca de sus aventuras en Tsingpú. Estaba bien preparado para responder a las preguntas, pero no dispuesto a contar una historia coordinada.

—Lo lamento —se disculpó cuando le acusé de esta reticencia—. Comprenda usted; mi función es simplemente la de compilador de datos y no tengo ninguna autoridad para interpretar los hechos que recojo hasta que hayan sido considerados por mis colegas y superiores. Soy nada más que un delegado para informar sobre los hechos. La apreciación de las pruebas es un asunto peligroso y una prerrogativa exclusivamente de la Comisión en Roma. Si les dijese ahora mis opiniones, serían muy posiblemente declaradas nulas por los sabios cuando yo regrese. Por lo tanto, no deseo comprometerme.

—Quedémonos entonces en los hechos —suspiré—. ¿Tuvo usted alguna dificultad para encontrar al Mahatma?

—Ninguna. A pesar de la inexactitud de los mapas, llegué directamente a Tsingpú. Parece que no podía equivocarme.

—¿Y no ve usted nada sugestivo en esto? —me burlé de él.

—No interesa lo que yo vea —rió—. En realidad el propio Mahatma afirmó, con toda naturalidad, haber dirigido continuamente mis movimientos desde el momento que inicié el viaje, a tal punto que no sólo me encontré con usted, sino que finalmente encontré el camino al monasterio de Tsingpú. Y sus ojos envejecidos tuvieron un destello cuando mencioné la posibilidad de que se tratase de una suerte o coincidencia. No discutimos sobre esto; no hubiese sido cortés. Además, no tengo ni sombra de duda de que el anciano es un perito de primer orden en las ciencias telepáticas.

—Aun a pesar de las costumbres escépticas de su Orden, ¿niega usted la posibilidad de que él pueda guiar los movimientos de las personas?

—No niego la posibilidad. Si en realidad me ha guiado a mí o a usted, no es asunto mío resolverlo. Se lo dejo a IPSO.

—¿Presenció usted algún milagro?

—Nada comparable con lo que usted vio. Ninguna resurrección de un muerto ni nada parecido. Por este motivo deseo tener su testimonio por escrito, Poynings.

—¿Él se negó a referírselo o usted no lo interrogó?

—En realidad no se lo pregunté. Debe guardarse moderación en estos asuntos. Si mientras estaba yo en Tsingpú hubiese ocurrido alguna muerte, quizá le hubiera sugerido una demostración de su poder, pero no podía pedirle que matase a alguien, ¿verdad?

—Por lo tanto usted ¿no tiene un testimonio directo de su poder milagroso?

—Depende de lo que usted llama milagroso. No movió las montañas, ni se hizo invisible, ni hizo demostraciones de ascender cuerpos, ni de estar en dos lugares a un mismo tiempo, ni nada por el estilo. Por otra parte, sus poderes mentales sin duda sobrepasan lo normal, en especial en el dominio de la telepatía y de la precognición. Está mucho más avanzado que todos los que yo conozco aun de nombre. Como confesor, sería simplemente aterrador.

La risa del sacerdote resonó en el lago.

—Es también un profeta extremadamente seguro —prosiguió—. Por lo menos presiente en su cerebro los acontecimientos futuros, pero le importa un comino que usted crea o no en sus profecías, como le ocurriría a un curandero. Dudo que él piense siquiera en la posibilidad de que usted crea en ellas porque evidentemente las lleva en sí. Como le dijo su amiga tibetana, Poynings, desde luego «él tiene el Poder».

—¿Y cree usted que es auténtico?

—Sí, aunque usted no debe repetir lo que digo porque está fuera de su incumbencia. No digo que su poder sea ilimitado; el de nadie lo es, a excepción del de Dios. Pero, dentro de los límites, es auténtico.

—A pesar de ser budista, de ser un «pagano», ¿cree usted que puede ser un santo?

—Mi querido amigo, creo que es un místico sincero. Tampoco debe usted repetir esto. Estamos en un terreno bastante peligroso.

—¿Reconoce usted entonces —dijo Clemency— que puede haber místicos sinceros fuera de su Iglesia? Yo más bien pensé…

—¡Cada vez más peligroso! —la interrumpió el jesuita sonriendo—. En realidad creo que sería mejor cambiar de tema. Todo es muy complicado y difícil.

Hubo un pequeño silencio. Luego yo pregunté:

—¿No quiere usted decir, por lo menos, si es un enviado de Dios o lo contrario?

El jesuita vaciló.

—He respondido a esa pregunta con la precisión que he podido al decir, como opinión personal mía, que el Mahatma era un místico sincero. Pero no he perdido de vista el hecho evidente de que el Diablo puede ser extremadamente astuto y que ha alcanzado un coup muy espectacular bajo la apariencia de un éxtasis religioso. Se debe estar alerta, especialmente porque nuestro adversario no siempre se pasea rugiendo como un león. A veces emplea una técnica mucho menos evidente.