Clemency y yo fuimos tremendamente felices; de esto no debe quedar la menor duda. No voy a tratar de disculpar la gravedad intrínseca de nuestra falta, ni la forma repentina, casi inverosímil, en que caímos. Tampoco buscaré una defensa para atenuarla, y si el lector puede concebirla, será puramente cuestión de caridad. Sólo diré que ambos éramos jóvenes, humanos, sanos y, aunque no muy conscientemente, hasta entonces nos habíamos reprimido; que Clemency era muy desdichada y yo la hice feliz; que yo me sentía solo y ella me hizo feliz.
Esto es, en realidad, cuanto hay de cierto. No me siento orgulloso del episodio; no siento ningún deseo de jactarme ni de explayarme. Todo esto pertenece ahora al pasado, a tiempos en que cometí pecados de los que hace mucho me he arrepentido, que están absueltos y casi olvidados. Sin embargo, en aquel momento, poco sentido de culpa había en nosotros y, ciertamente, ningún arrepentimiento.
Dudo que ninguno de nosotros dos se haya detenido a reflexionar sobre el aspecto moral del asunto. Estábamos demasiado ocupados en ser felices.
Durante una semana nos quedamos donde estábamos, ociosos y haraganeando, bañándonos y amándonos bajo el techo entretejido de sauces y haciendo sólo raras apariciones en público. Clemency llevó algunas ropas de la Golden Oriole y en apariencia ocupó mi dormitorio mientras yo me trasladaba a la otra habitación de una sola cama, arreglo que Alam Jan acató respetuosamente con una manifestación de increíble inocencia. El subterfugio no engañó ni por un momento al viejo pecador, pero tenía un respeto por la propiedad realmente de otra época.
Una mañana, poco después del amanecer, Clemency y yo nos dábamos la primera zambullida del día, cuando ella dijo de pronto:
Roger, salgamos en seguida de aquí. Es magnífico, pero empiezo a sentirme asfixiada. Falta aire y hay gente a nuestro alrededor aunque no la veamos. Quiero volver a sentir la brisa. ¿No podemos salir río afuera?
La idea me sedujo.
—Tenemos que pensar —reflexioné— que mientras aquí estamos solos, aunque hay gente muy cerca de nosotros, una vez que vayamos río abajo estaremos expuestos a encontrarnos cara a cara con otras casas flotantes que andan navegando y no sabemos con quién podemos cruzarnos. Puede resultar molesto.
—Querido mío, yo no sugería que fuésemos juntos en la Khushdil —interrumpió—. Sería fatal si encontrásemos a cualquiera que conocemos. No es porque me asuste que Neville llegue a saberlo, pero tengo un deseo verdaderamente malicioso de que él no lo sepa. Llámalo pura maldad femenina, si quieres. No; mi idea es tomar la Oriole y vivir allí, mientras que tú me sigues en la Khushdil. No importaría para nosotros, Roger. Lo mismo podríamos estar juntos.
—Es una idea —reconocí—. Odio lo respetable por amor a lo respetable, pero creo que tal vez tengas razón. ¿No tendrá inconveniente Pru, respecto a la Oriole?
—Ninguno. En realidad, yo le previne que probablemente no me quedaría en Srinagar. También será conveniente para la tripulación. Se están poniendo gordos y perezosos.
Dimos las órdenes y, a la mañana siguiente, nos marchamos. Nuestras dos casas flotantes dejaron sus respectivas amarras con virtuosa independencia, llegando por diferente camino, a través de la tortuosa red de canales y cortadas, al encuentro convenido de antemano, río abajo, pasando la ciudad. La Golden Oriole, en la que Clemency había dormido esa noche, tomó el camino más corto y ya había llegado al lugar cuando la Khushdil apareció a la vista y, en cuanto estuvimos bastante cerca, bajé a mi shikara y fui a reunirme con ella. Todo aquel día bogamos majestuosamente por ese noble río.
Muchos sostienen que el valle de Cachemira es la tierra más hermosa del mundo. No podría decirlo porque no conozco todo el resto del mundo. Sin embargo, no hay riesgo en reconocer que si los lugares más hermosos de nuestro globo fuesen clasificados, este valle celestial tendría un lugar de privilegio. Este famoso valle, muy ancho y de más de cien millas de largo, está flanqueado a cada lado por grandes montañas en distinta tonalidad de verde y azul, algunas coronadas de nieve la mayor parte del año. El terreno desciende en amplias terrazas, en declive, desde las colinas que se hallan al pie de las montañas, hasta el amplio y fértil valle. Se destacan en el panorama grandes montes de chenar-trees, avenidas de álamos bien formados y otros árboles que escapan a mis conocimientos. Abundan los huertos agradables de frutas sabrosas (en particular duraznos, damascos y cerezas) y de hermosos nogales cargados de nueces.
En medio de este paraíso corre el poderoso Jhelum, seguramente uno de los ríos más hermosos que conoce el hombre. Nace en un manantial puro, en el lejano Nordeste y, después de un curso impetuoso como potente torrente de montaña, entra por Islamabad al extenso valle, alimentado por las nieves derretidas de numerosos tributarios. Hay quienes dicen saber que el valle de Cachemira fue antes un lago gigantesco y bien puede ser así. En Islamabad, el río entra en una nueva faz de calma y dignidad. Su ira salvaje se serena, extendiéndose voluptuosamente sobre el amplio lecho del antiguo lago, y se desliza caudaloso por una suave vertiente, siempre grandioso, aunque navegable sólo en esta época. Al pasar por Srinagar, la capital, alimenta al primero de sus dos grandes lagos, el Dal. Pero el curso principal continúa, sereno, amplio y agradable, hasta que doce millas más abajo se une con las aguas frías del Sind en el lugar llamado Shadipur, la Ciudad de la Confluencia. Reforzado de este modo, el Jhelum corre y corre por el valle, feliz hasta que al fin entra y sale de su segundo lago, el Wular. Luego, aunque conserva su placidez, tiende a ganar velocidad y perder aliento, mas permanece navegable, aun para las casas flotantes, hasta Baramula, cuarenta o cincuenta millas más abajo de la capital. Baramula señala el final del Valle y el final del curso del Jhelum como río abierto y ancho. Una o dos millas después vuelve a ser como antes, pero aumentado: es una catarata desordenada y enfurecida que lucha por abrirse paso hacia los valles lejanos a través de riberas escarpadas cubiertas de majestuoso verdor.
Clemency y yo pasamos nuestra primera noche fuera de Srinagar, cerca de la confluencia de los ríos en Shadipur, a la vista de un viejo chedar-tree que crece en una pequeña isla, en medio del río, para señalar el lugar donde el Sind se pierde en el Jhelum. El Sind, río más pequeño, es navegable hasta Ganderbal, sitio pintoresco muy apreciado en el verano a causa del mayor frescor producido por las aguas heladas del río. Como no teníamos ningún apuro, al día siguiente resolvimos desviarnos y aventurarnos por el Sind en busca de esparcimiento. Y por la mañana nuestro pequeño convoy avanzó trabajosamente a botalón y sirgando contra la corriente hasta que al anochecer llegamos a Ganderbal.
Para felicidad nuestra (pues íbamos especialmente en busca de soledad), hallamos una sola casa flotante amarrada allí y ésta estaba habitada por un hombrecito calvo, de aspecto inofensivo, que ninguno de nosotros conocía de vista. Tampoco podíamos clasificarlo con alguna certeza; me refiero a su oficio o condición de vida. Su apariencia no indicaba que perteneciese al servicio del ejército, ni al civil, ni al policial, ni a parques y bosques, ni a nada. Era un hombre blanco y opinamos que podría ser un tendero inglés de Delhi o de Lahore. De todos modos, nada tenía que ver con nosotros y nada podía importársenos de él. O así lo pensamos…
Era una noche encantadora en que la luna llena convertía al río, a los juncos y a los árboles en un país de hadas y la tibieza del verano se mitigaba con un fresco céfiro (escasamente una brisa) de las muy lejanas nieves. Sólo había una forma posible de pasar una noche semejante: tenderse sobre alfombrillas y cojines en el techo chato de la Khushdil y admirar la belleza de la vida, del amor, de la luna, de las estrellas y del murmullo del río. En una noche así nos era fácil olvidar todo lo que no deseábamos recordar y aún más fácil recordar todo cuanto no deseábamos olvidar. La noche avanzaba hacia nosotros desde cierto paraíso pagano y sensual.
—Quedémonos eternamente aquí —suspiró Clemency con una felicidad que conmovió mis recónditas emociones, pues, créase o no, mi propia felicidad provenía tanto del placer subjetivo personal, como de la certeza que tenía de que, por muy culpable que fuese la forma, yo había servido al buen fin de hacer feliz a una joven desdichada—. Sería un pecado irse…
—Dulce Clemency —dije mientras la besaba—, nos quedaremos aquí para siempre si así lo quieres, aunque sabe Dios de qué viviremos una vez que me declaren ausente sin permiso. Por ahora…
Precisamente en ese momento el hombrecito calvo e indescriptible de la casa flotante vecina, acercó a sus labios fruncidos y execrables un instrumento de bronce, complicado y salivado, y, llenando toda la capacidad de sus sucios pulmones, desde una distancia de unas cien yardas hizo sonar las primeras notas impúdicas de Pale Hands I Loved Beside the Shalimar.
Nos quedamos unos diez segundos tan asombrados que no pudimos movernos ni hablar. Luego grité angustiado, saltando sobre mis pies e indignado por el sacrilegio:
—¡Por Jehová, es un cornetín! ¡Un cornetín en Ganderbal, aullando a las estrellas como un chacal!
—Pale Hands I Loved —gimió Clemency casi llorando—. ¡Oh Dios! ¡Oh Montreal!
—Ésta es la peor blasfemia —me lamenté—. Hay que detenerlo… ¡Alam Jan! —grité en la noche.
Mi camarero apareció en la proa del bote cocina.
—S’eb, ¿debo cortarle la garganta a ese infiel bastardo, después de mutilarlo? —preguntó vehementemente con su peculiar lengua gutural.
La tentación era fuerte, pero me quedaba la necesaria prudencia para resistir a este ofrecimiento excelente. En cambio, dije a Alam Jan que transmitiese mis salaams al músico y le pidiese que dejara de molestar, bajo pena de ser arrojado al río.
—No, no lo hagas —intervino Clemency agarrándome el brazo—. Por el amor de Dios, no armes una trifulca, querido Roger. Recuerda que no queremos hacernos notar. Y, después de todo, ese animal estaba aquí antes que nosotros. Trasladémonos a otra parte mañana…
Por supuesto que tenía razón. Era lo único que se podía hacer.
A la mañana siguiente, temprano, soltamos amarras y navegamos por el Sind, hasta encontrar al ancho Jhelum en Shadipur y, siguiendo un poco río abajo, llegamos a un solitario monte de nogales sobre la margen izquierda, desde donde se divisaba una pequeña aldea a la distancia, justamente debajo de nosotros. Hace tiempo que he olvidado el nombre de aquel lugar. Sin embargo, lo recuerdo con gratitud a causa de la sombra agradable de aquella arboleda y de las tiernas nueces verdes que arrancamos de los árboles generosos. Nadie conoce el verdadero placer de las nueces hasta que las ha comido verdes en el valle de Cachemira ni nadie podrá volver a contentarse con esos pedazos secos y duros de cuero jabonoso que pasan por nueces en las tierras occidentales. El único placer comparable es tenderse cómodamente en el techo de una casa flotante, con una muchacha atrayente y un enorme cesto de grandes cerezas de Cachemira cuyos huesos, que se escupen con voluptuosa intención, caen, con un fuerte plop, al río apacible que corre debajo, mientras el uno y la otra competen a quién puede escupirlos más lejos. Si alguien califica el pasatiempo de vulgar y desagradable, dejémoslo que lo haga. Es la costumbre del país y, además, una muy buena costumbre.
Después de agotar las delicias de esa arboleda de Arcadia, soltamos amarras, nos quitamos las ropas y nos deslizamos río abajo, sobre nuestras espaldas, sostenidos ociosamente sobre el seno de las aguas, mientras nuestros barcos nos seguían detrás. Aquel día nadamos y nos mantuvimos a flote algunas millas, con un intervalo para el almuerzo y para la siesta a bordo de la Oriole en movimiento, hasta que llegamos a otra arboleda ribereña, esta vez de grandes chenars, con un enorme bo-tree en el centro del monte y en medio las ruinas de un antiguo templo. Allí permanecimos, muy felices, unos días; hubiéramos podido quedarnos hasta hoy si no nos hubiésemos enterado de que nuestra presencia estorbaba mucho a las parejas de enamorados de la vecina aldea que, desde tiempo inmemorial, usaban la arboleda del templo, entre el crepúsculo vespertino y el amanecer, para los fines que mejor les parecía. Horrorizados de haber perturbado inconscientemente una costumbre tan antigua, nos trasladamos apresuradamente río abajo en busca de amarras menos entrometidas.
Uno o dos días después de partir de aquel lugar (cualquiera que fuese su nombre) y mientras estábamos amarrados bajo una hilera de álamos que brillaban a la luz del sol, ocurrió una coincidencia muy extraña.
En aquellos días iba descubriendo continuamente algo nuevo en Clemency. Siempre me sorprendía de una u otra manera al revelarme facetas de su naturaleza o condiciones cuya existencia jamás había sospechado en los días malos de Ghadarabad. He referido cómo su anterior reserva malhumorada se había trocado en una alegría desbordante que yo hallaba encantadora; y ahora que el velo había caído, encontraba un gozo sin fin al explorar lo que antes había ocultado. No me detendré en enumerar la abundancia de cualidades, condiciones e irradiaciones de inteligencia que descubrí en ella. Pero nada me sorprendió y me agradó más que el saber que cantaba.
Dudo que su voz haya sido cultivada y ella misma ignoraba su calidad. Nunca cantaba en serio ni sabía muchas canciones. Tampoco le insistí para que cantase, pues el placer de su voz residía en su espontaneidad y lo hacía con más emoción cuando no sabía que la escuchaba. Tenía, además, un gran don de improvisación: tomaba un verso cualquiera, le ponía una pequeña tonada e invariablemente la música concordaba con las palabras a las mil maravillas. En cuanto a mí, me enorgullecía sólo el oírla cantar porque parecía una manifestación de la felicidad que misteriosamente había conseguido producir en ella.
Fue en un amanecer azul, verde y oro cuando la oí improvisar por primera vez la tonada infantil del pequeño nogal. Me había dejado para volver a su casa flotante, amarrada a pocas yardas río arriba de la mía y, en el aire tranquilo, abrumado por el calor, su voz llegaba hasta mí. Yo estaba sentado junto a la ventana abierta de mi salita:
I had a little nut-tree, nothing would it bear
But a silver nutmeg and a golden pear.
The King of Spain’s daughter came to visit me,
And all for the sake of my little nut-tree…[9]
Todo esto en un delicado tono menor plañidero, en realidad no en el menor normal armónico, sino más bien en el estilo melódico que recuerda la manera dórica. Y luego, con un alegre traslado al tono mayor relativo continuó:
Y skipped over water, danced over sea,
And the birds of the air could never catch me![10]
Era encantador, pero en apariencia no la satisfacía, pues en el curso de la media hora siguiente lo cantó varias veces, con pequeñas variaciones en la melodía y en el fraseo, a medida que la tonada adquiría una forma más precisa en su mente. Y en medio de este recital sin ceremonia, lleno de interrupciones, fue adelantándose al costado de mi ventana una shikara grande con dosel de paja, como surgida al conjuro de su voz. Una mano delgada y morena apretó el repecho para mantener el bote en reposo. Al mirar hacia abajo reconocí al viejo Suleiman.
Cachemira pulula de vendedores ambulantes y viajantes de comercio que molestan la vida de los forasteros con sus inoportunos ofrecimientos. Para hacerles justicia, venden magníficas cosas: chales suaves de delicados dibujos, hermosas tallas de madera, elegantes objetos de cartón piedra, adornos de jade y lapislázuli tibetano, primorosos trabajos en plata, sedas de vivos colores. El nativo de Cachemira es un artesano consumado y gran parte de sus trabajos alcanzan un grado muy alto de perfección; pero los métodos de venta de los vendedores ambulantes dejarían atrás en una semana a cualquier agente de seguros americano muy activo. Como la mayor parte de los europeos viven en casas flotantes, estos vendedores transportan sus mercancías en shikaras y es imposible asomarse a una ventana, en los amarraderos más concurridos de Srinagar, sin que caigan sobre uno y lo vuelvan loco toda una flotilla de voraces gavilanes. Río abajo molestan menos y hasta entonces Clemency y yo no habíamos sido sus víctimas.
El viejo Suleiman no era del todo como los demás, pues sumado a un asomo de honradez (condición que desgraciadamente les falta a la mayor parte de sus compatriotas), tenía la inteligencia de comprender que el inglés no halla ningún placer en ser presionado a comprar cosas que no desea y que un acercamiento más casual generalmente paga mejores dividendos. Yo había hecho negocios con Suleiman en anteriores visitas a Cachemira y él empezó por decir que se había atrevido a acercarse simplemente por el placer de reanudar la amistad con mi honorable persona; que me había reconocido cuando pasaba en su viaje de regreso a Srinagar, desde el lago Wular, adonde fue llamado para mostrar chales y objetos de plata a un apreciado parroquiano. Suleiman añadió que su surtido estaba ahora tan agotado por las señoriales compras de su otro cliente, que poco tenía que mereciese mi interés. Quizá cuando yo regresase a Srinagar… Todo lo dijo muy plausiblemente y aunque no me engañé con su conducta, respeté sus métodos y conversé amigablemente con el viejo bribón, en vez de despedirlo.
Además, cuando se tiene al lado a una joven que sabe hacernos muy feliz, sobreviene una necesidad natural de comprarle regalos y recuerdos para llevar la luz de la alegría a sus ojos y celebrar la felicidad que se ha gozado. Hasta entonces no había comprado nada a Clemency porque nuestra nueva amistad había sobrevenido tan rápidamente que me faltó tiempo para pensar en tales cosas. Por otra parte, Clemency no era del tipo interesado y yo sentía una aversión instintiva de que se creyese en alguna forma en deuda conmigo. Nuestras relaciones estaban fijadas en el plano amistoso. No debía hacer ninguna insinuación de que yo la mantenía.
Sin embargo, quería darle algo. El surtido de Suleiman efectivamente parecía escaso y, para demostrarlo, él abría y cerraba como al azar sus cajas y fardos. Y entonces ocurrió una cosa extraña, pues justamente cuando Clemency, sobre la Oriole, fuera del alcance de nuestra vista, se disponía a repasar nuevamente su corta improvisación, Suleiman abrió una última caja y con un despectivo encogimiento de sus flacos hombros murmuró:
—Aquí, Sahib, hay una novedad de refinada mano de obra, aunque sólo es un juguete de mujer.
Y mostró una de las más hermosas obras de arte de Cachemira que yo haya visto; una cosa, además, tan sorprendentemente adecuada a nuestra situación como para hacer pensar en un milagro. No era ni más ni menos que el «pequeño nogal» de la canción de Clemency. Tenía diez u once pulgadas de altura y representaba un nogal de Cachemira en la plena belleza de la madurez, muy artísticamente tallado en hermosa madera de nogal, con todos los detalles de la corteza y con ramas y hojas copiadas minuciosamente de la realidad. En cuanto a obra de arte era encantador y por su belleza era digno de adornar el palacio de un rey. Pero lo más notable fue esto: que aunque el follaje del árbol era perfecto hasta en las mismas venas de las hojas, este nogal no tenía ninguna nuez. En su lugar, suspendidas en dos ramas opuestas, había dos delicados adornitos, uno de plata y el otro de oro. La nuez y la pera míticas de la vieja canción infantil se habían materializado inexplicablemente por el arte de algún desconocido artesano de Cachemira.
Yo estaba tan fascinado por este asombroso espectáculo que no tuve ninguna probabilidad de hacer un buen negocio con Suleiman. Mi interés sin disimulo debió de elevar el precio en un ciento por ciento por lo menos. Pero yo debía obtener ese árbol, y aunque mientras escribía el cheque podía imaginarme la sorpresa del gerente de mi banco, hubiera corrido el riesgo de la quiebra por conseguirlo.
Cuando el negocio quedó terminado pregunté cómo se había llegado a hacer este árbol. Suleiman, agitando mi cheque a la luz del sol para secarlo, frunció el ceño.
—Sahib, le diré la verdad. Este árbol fue hecho hace varios años, cinco, siete, quizá diez, por orden expresa de una dama inglesa que prometió volver a buscarlo al año siguiente y que nunca llegó. No sé por qué el árbol debía tener frutas tan extrañas. Fue orden de la memsahib de que así se hiciese, ¿y quiénes éramos nosotros para objetar a las fantasías de una dama? Es suficiente que el árbol no haya sido reclamado y que nunca haya encontrado un comprador hasta que Dios me envió hoy ante su señoría. Por este motivo he aceptado un precio tan escaso…
—¡Viejo bribón! Usted me ha sacado varios cientos de rupias de provecho y además con una mercancía vieja. Sin embargo…
Suleiman hizo una mueca y se acarició la barba.
—Sahib, el negocio ha quedado bien terminado por ambas partes. Yo he recuperado una proporción insignificante de lo que hacía tiempo parecía perdido por completo, mientras Vuestra Señoría ha adquirido una obra de arte que durará para siempre. En cuanto a las frutas extrañas de este árbol…
Con esa medida perfecta que siempre debiera caracterizar al milagro, la voz de Clemency volvió a deslizarse por el río.
I had a little nut-tree, nothing would it bear
But a silver nutmeg and a golden pear…
—¡Wah, wah! —gritó Suleiman mientras las palabras se desvanecían—. Sahib, hay alguna magia en este asunto… No, Sahib, el precio que usted ha pagado es demasiado bajo…
Un rato después, cuando la shikara de Suleiman no era nada más que un punto en el horizonte, Clemency regresó a la Khushdil en traje de baño y, riendo, me echó en cara que yo estuviese todavía en pijama. Pero las palabras se perdieron en sus labios cuando divisó el pequeño nogal.
Su deleite no conoció límites, aunque, como el mío, se unía a un gran asombro. Tuve que insistirle un poco para que lo aceptara, pero ella era demasiado sincera para fingir que no lo quería. Y, por supuesto, la coincidencia resolvió el asunto. Se dejó convencer de que yo no lo había mandado hacer.
—Lo guardaré siempre, Roger —declaró al sentarse a la mesa para admirar la obra—. Cualquier cosa que ocurra, me recordará los días felices… ¡Oh, Roger!, ¡mira lo que ha ocurrido!
Al acariciar ociosamente el regalo, había tomado la nuez en una mano y la pera en la otra. Se balanceaban sobre las cadenas casi invisibles. Luego, como para ensayar la fuerza de éstas, tiró de las frutas muy suavemente hacia abajo, con lo que el tronco tallado se abrió de pronto, arriba de las raíces. El tronco principal osciló hacia atrás sobre un gozne insospechado para descubrir un hueco, quizá de ocho pulgadas de altura por una pulgada y cuarto de ancho, justamente en el centro del árbol.
Quizá, en su entusiasmo por venderme a un precio exorbitante un artículo que había estado en sus manos durante años, Suleiman omitió advertirme que tenía una cavidad oculta, con un resorte secreto. Tal vez, simplemente había olvidado su existencia, después de tantos años, pues cuando el árbol fue otra vez cerrado de golpe, no se veía rastro de abertura: tan perfecta había sido la habilidad del tallista. Estoy seguro de que, si Suleiman lo hubiese recordado, el precio hubiera sido más alto de lo que fue.
Aunque yo recordase todos los detalles, sería aburrido e inútil ofrecer un relato circunstanciado de nuestros viajes por el río, en las semanas que siguieron. Tomando poco en cuenta el reloj y menos aún el calendario, nos dejamos llevar, olvidados del mundo, sobre las apacibles aguas de aquel hermoso país del loto. Dicho sea de paso, era realmente un país de loto (el tamaño de los lotos de Cachemira es tan grande que podrían contener los dos puños cerrados de un hombre). En aquella época del año cada porción de agua serena ardía en enormes nenúfares de un rosado muy delicado y de estos tranquilos jardines flotantes se elevaba un perfume suave, aunque bastante embriagador.
Fuimos a Sumbal, donde se levanta un curioso puente curvo de madera sobre un angosto canal para permitir el paso de las casas flotantes. De allí seguimos viaje por el pequeño lago llamado Manasbal que, según he sostenido siempre, es la gema más bella de aquella hermosa tierra. Brilla como una joya entre las montañas; sus aguas profundas, claras y frescas, cubiertas de lotos, están bordeadas de cañas que hacen marco a las agradables márgenes de avenidas con árboles majestuosos. Aquí yacen las ruinas del Darogha Gagh (los jardines del Lalla Rookh), tristemente solitarias y descuidadas ahora, aunque elocuentes de romance y de pasiones inmortales, ya pasadas. Clemency y yo permanecimos días enteros entre estas ruinas, silenciosos y sensibles al espíritu del lugar y felices con ese encanto comunicativo y esa atmósfera de calma eterna. En Cachemira abundan estas reliquias de los placeres de Moghul, pues a estos grandes conquistadores les agradaban mucho los jardines que por un milagro de perspectiva artística realzaban aún las bellezas naturales de la tierra. Tenían atractivo por las flores, el césped verde, las fuentes, las corrientes de agua y los pabellones de hermosos mármoles graciosamente adornados. Aún ahora, confundidos con la tristeza de la decadencia, sus creaciones tienen una emoción que nadie puede dejar de experimentar.
Del lago Manasbal volvimos a Sumbal, desde donde, pasando por un canal que serpentea a través de los pantanos, entramos al gran lago llamado Wular. Luego de una gira perezosa por este lago hicimos breve alto después de Sopur, la ciudad de nativos más próxima al extremo sudoeste, y llegamos a Baramula, punto terminal de nuestra excursión. Es una ciudad bastante grande; cuenta con una misión católica, un convento, algunos comercios y una oficina de correos.
No sólo en el sentido geográfico era Baramula la meta terminal de este crucero. Antes de nuestra repentina partida de Srinagar, habíamos dado instrucciones para que la correspondencia fuese reexpedida a esa ciudad, sabiendo que tarde o temprano debíamos detenernos allí. Cuando hubimos amarrado bajamos para estirar las piernas a tierra firme y con pocas ganas tomamos el camino de la pequeña oficina de correos; con pocas ganas, digo, porque habíamos sido muy felices apartados de todo contacto innecesario, fuera de nuestro mundo de placer. Pero no podíamos vivir para siempre aislados en un país de hadas y era menester hacer frente a las consecuencias.
Y fuimos a la oficina de correos, ambos con el temor de que la correspondencia que recogeríamos pudiese contener algo que nos hiriese. No obstante, en lo referente a mis cartas, estos temores resultaron sin fundamento y al principio pareció como si Clemency también hubiese sido perdonada con igual facilidad. Su paquete era más pequeño que el mío y la oí murmurar «¡Gracias a Dios!», mientras pasaba los sobres.
—¿Nada de Neville? —pregunté al retirarnos.
—Ni una palabra. Pero nunca escribe. Nada tiene que escribir, sin embargo… Estas tres son de Nan; me imagino que estará un poco resentida porque hace mucho tiempo que no le escribo. Otra es de Pru y esta tarjeta postal de mi pequeña sobrina Clemency. ¿No te parece que escribe su nombre bastante bien considerando que apenas tiene cinco años?
Sólo cuando regresamos a la Khushdil comentó la carta de su hermana con una pequeña exclamación.
—Felix Sherry ha aparecido en Gulmarg —me comunicó con calma un momento después—. Al parecer, solo, y está instalado en el hotel sin un motivo claro. Él y Pru no se conocen, pero ella descubrió su nombre y recordó que me lo había oído nombrar. Hasta el momento en que me escribe, él no se ha aproximado a ella ni ella a él. Pru dice que debo telegrafiarle si deseo que haga algo.
—¿Cuánto tiempo hace de esto? —pregunté pensativo.
Clemency observó el encabezamiento de la carta.
—Escrita… veamos… hace diez, no, once días. Debe de haber estado aquí hace una semana o más… ¿Qué significa esto, Roger? No me gusta mucho; ¿y a ti? El año pasado, Felix y Neville pasaron todas sus vacaciones juntos, en el Mussoorie. Es extraño que Felix esté en Gulmarg… solo.
—Me inclino por la idea de que telegrafíes a tu hermana pidiéndole las últimas noticias —dije—. Puede no haber nada extraño, pero lo dudo. Lo normal sería que tú estuvieses en Gulmarg y lo menos que puede ocurrir es que Neville sepa ahora que no estás. Sin embargo, no sabrá dónde te encuentras, a no ser que… Creo que deberíamos enviar este telegrama.
Regresamos a la oficina de correos y remitimos un telegrama a Prudence con contestación pagada. Avanzada la tarde llegó la respuesta. Felix Sherry había permanecido en Gulmarg poco más de una semana («¿esperando instrucciones?», preguntamos al unísono) pero, finalmente, había partido con destino desconocido unos ocho días antes de aquel en que tuvimos noticias de él por primera vez.
«No tuve ningún contacto con él», añadía la hermana de Clemency al final del telegrama.