Cuando a la mañana siguiente recogí mi correspondencia acumulada durante dos meses, no había ningún telegrama reclamándome por haberme retrasado. Encontré, en cambio, una esquela amistosa de Grotian por la que me comunicaba que había desaparecido el peligro amenazador y que, excepto alguna nueva emergencia, podía continuar mi permiso hasta que expirase el plazo completo. Manifestaba su convencimiento de que yo lo habría pasado bien y sus deseos de que continuara gozando. Quedaba mi muy sincero…
Y así fue. Exhalé un profundo suspiro de alivio, pues me sentía endemoniadamente cansado, después de mi jornada épica, y hubiese sido odioso sumergirse directamente en el calor y la fetidez de Ghadarabad. Después de los rigores y privaciones que había soportado, me consideraba con derecho a un descanso merecido.
Antes de salir de Ghadarabad, había tenido la previsión de enviar una maleta grande con ropa y lo necesario para que aguardara mi probable descenso en Srinagar. En cuanto llegué, fui a rescatarla a casa de mis agentes. También tuve bastante suerte en conseguir una pequeña habitación en el Hotel de Nedou; estaba disponible únicamente por tres noches pero por lo menos me dio tiempo para buscar algo y decidirme por una casa flotante que es el tipo de alojamiento preferido en el hermoso valle de Cachemira. Ya me sentía un hombre nuevo. No se puede apreciar el lujo que representa remojarse el cuerpo en agua caliente, dormir entre sábanas, ponerse ropa limpia (sin que importe que estén arrugadas), saborear bebidas fuertes, comer alimentos cocinados y fumar sin restricciones, hasta que se conoce lo que es huir de estos placeres elementales durante dos meses y tres días. Todavía no me había quitado la barba aparatosa, pues se ha de saber que la depilación de más de sesenta días de crecimiento no es poca hazaña para emprenderla a la ligera y se debe tener una formidable resolución y una fuerza sobrehumana antes de intentar la prueba. La había podado a un punto elegante con un par de tijeras prestadas y ésta era la única concesión a las disposiciones de los reglamentos del Rey que me sentí inmediatamente dispuesto a hacer. Después de todo (sostuve), estaba yo ahora fuera de los límites de los dominios de Su Majestad y Su Alteza el Maharajá; a Dios gracias no era hombre de retroceder ante las barbas.
Después de calmar mi inquietud respecto a la carta de Grotian, metí la correspondencia en un bolsillo y me trasladé a una construcción, semejante a un muelle de madera, que penetra, desde el Club de Srinagar, en las espaciosas y plácidas aguas del río Jhelum. Allí me tomé tres vasos de cerveza, y cuando iba por mitad del cuarto examiné el resto de lo que había quedado amontonado en Poste Restante. En su mayoría se trataba de facturas, recibos, circulares y cosas por el estilo, pero entre las pocas cartas particulares reconocí la escritura escolar de mi prima Barbary. Era una carta cariñosa llena de tenis, netball, y la emocionante expectativa de sus próximas vacaciones en Suecia. Yo estaba justamente frunciendo el ceño ante otro sobre, escrito por una mano desconocida pero sin duda alguna femenina, cuando una sombra oscura se proyectó sobre mi mesa y con voz profunda y lenta dijo:
—Que me tomen por perra si no es el viejo Roger disfrazado de marinero. —Al levantar la vista contemplé a Roland Cust, un hombre afable de mi antiguo Regimiento a quien no veía por lo menos desde hacía dos años.
Cuando nos hubimos estrechado las manos y cambiado comentarios despreciativos sobre el aspecto personal de cada uno, nos dispusimos, naturalmente, a beber juntos, luego a comer juntos, después a volver a beber otro poco hablando todo el tiempo, sin cesar, hasta que, más por casualidad que por sana intención, terminé en mi cama a una hora bastante avanzada de la noche. Cuando me desperté, a mediodía, estaba tan obsesionado con el recuerdo de la promesa de volver a encontrarme con Roland para almorzar y con el peligro de llegar tarde, que sólo cuando empecé a vestirme encontré el paquete de cartas en uno de mis bolsillos y recordé que la mayor parte estaba todavía sin leer. Las clasifiqué entonces con apuro, dejé todas en mi habitación menos las que eran evidentemente privadas, y llevé conmigo al club las que más me atraían.
En realidad no necesitaba haberme dado tanta prisa, pues llegué al bar una media hora antes que Roland. Después de haberme fortalecido con un par de copas por anticipado, abrí el sobre cuya escritura me había intrigado el día anterior y, con cierta sorpresa, encontré que era de Clemency.
Hut 232, Gulmarg,
21 de junio.
Querido Roger:
De nada vale que te escriba para agradecerte la carta que me enviaste antes de partir de Ghadarabad. Ni siquiera estoy segura de que recibas ésta y en este caso no merece la pena que te diga mucho. Pero, sin esperar encontrarnos, si llegases a Srinagar, quisiera que supieras cuán agradecida estoy. Ha sido verdaderamente amable de tu parte y lo aprecio.
Hasta ahora no hay cambio alguno. Por lo menos ninguno visible. Jamás se sabe lo que ocurre por debajo. No es que me importe mucho.
Espero que hayas disfrutado. Yo estoy tan bien que apenas me reconocerías. Pru y yo hemos pasado muy buenos momentos en el río, en Srinagar y en Ganderbal, cuando llegamos, pero esto no es muy bonito. Tú lo conoces. Nada más que golf, golf, golf, con cocktails dos veces por día y la cabeza pesada todas las mañanas. No creo que pueda resistirlo más tiempo. He intentado convencer a Pru para que realquile la cabaña y vuelva al río conmigo, pero dice que hará demasiado calor. ¿Te parece? A veces creo que la dejaré aquí y que me iré sola río abajo. Prefiero sentir calor que aburrimiento.
Nan quería que pasase un mes con ella en Simia, pero eso no me tienta. Ahora habla de hacer una escapada hasta aquí, aunque dudo que lo haga. Ella no se lleva bien con Pru, así que no me importa mucho.
De todos modos, ¿vendrás aquí? Es probable que no, pues también te aburrirías. Supongo que te parecerá muy halagador si te dijese de golpe que me aburro en grande y que quisiera verte. Así es, sin embargo…
Roger, ¡es espantoso estar bien y aburrida! Me siento con deseos de saltar por encima de la luna, trepar al Everest o nadar desde Srinagar hasta Baramula. Pero aquí no hay ningún desahogo para el excedente de energía salvo este odioso golf. ¡Ah, y el brigde! Miran a una como si fuese un leproso si no juega. ¡Qué desahogo para mis instintos animales!
Pensarás que estoy loca. Poco me falta. Perdóname. No me contestes si lo prefieres. De todos modos, tal vez te hagan volver en seguida y probablemente no te quedarás.
Tuya
C.
Leí tres o cuatro veces esta extraña misiva mientras esperaba que Roland Cust se reuniese conmigo. Difícilmente podía explicármela. Estaba algo sorprendido de haber tenido noticias de ella y mucho más por el tono general y el carácter de la carta. Tenía algo de anómalo. Yo no podía asociar su cordial familiaridad, su fraseología humana casi voluble, con aquella ratita hosca y reservada que había conocido en el llano. Quizá su estado de salud tuviese algo que ver con ello. En verdad, nunca hubiese esperado una carta tan amistosa y tan reveladora de la Clemency silenciosa y malhumorada de un par de meses atrás.
Esta carta me intrigaba por más motivos de los que expondré aquí. Tuve que reprimir un impulso para no ir directamente al salón de escribir del club. Sentí un repentino deseo de tener a Clemency a mi lado y sólo un rasgo de discreción de mi naturaleza me retuvo de escribirle de prisa una esquela para pedirle que se reuniese conmigo en Srinagar tan pronto como le fuese posible. Aunque no hacía ninguna insinuación concreta, tuve la impresión de que en cierta forma me daba pie a que yo se lo propusiese.
En ese momento apareció Roland Cust, con ojos turbios y sedientos de cerveza. Cuando hubo aplacado su sed nos pusimos a discutir un proyecto que habíamos mencionado el día anterior: la posibilidad de que yo me hiciese cargo del alquiler de la Khushdil, su casa flotante, que dejaría desocupada al regresar a la India pocos días después. Era, según me aseguraba, una embarcación admirable, bien construida, confortablemente amueblada, limpia y muy fácil de mover; Habibu, el barquero, era un ser agradable, honesto, que capitaneaba una tripulación eficiente que no molestaba, y la casa contaba, además, con un cocinero nativo muy pasable. El barco estaba amarrado en un sitio agradablemente apartado en el Dal Lake, pero por supuesto podía trasladarse al lugar que yo prefiriese.
Yo buscaba una casa flotante, sabía que Roland era persona de discernimiento y con suficiente experiencia de Cachemira, así que la propuesta me interesó desde el principio. Nos dirigimos por el Bund hasta que llegamos al lugar donde él había dejado su shikara, el pequeño bote a remo de fondo chato que es el medio común de transporte en los canales y arroyos que forman las calles de la capital de Cachemira. Era una elegante shikara con un dosel de paja para protegerse contra el sol y abundantemente provista de almohadones. Un joven fornido y un muchacho robusto llevaban los remos. Nos transportaron hábilmente a través de los canales angostos bordeados de árboles desde Chenar Bagh hasta el Dal Darwaza, la vieja compuerta de madera que da acceso al Dal Lake (una amplia y hermosa extensión de agua rodeada de juncos y en la que se reflejan las montañas verdes), que es tal vez el punto de reunión más popular de la capital para los habitantes de las casas flotantes. En verdad, su popularidad es el principal inconveniente del Dal Lake porque tiende a ser demasiado concurrido y, por lo general, por las mismísimas personas que uno menos quisiera ver. Es, no obstante, un sitio precioso y, si se es emprendedor, con frecuencia se pueden encontrar pequeños lugares ocultos que ofrecen por lo menos una semblanza de esa soledad que anhela el inglés insociable, para anclar.
Roland había tenido una suerte poco común al encontrar soledad, pues la Khushdil (dicho sea de paso el nombre significa «corazón feliz») estaba tan disimuladamente escondida entre los sauces que quedaba del todo invisible. Era una embarcación de buena forma construida para combinar la comodidad con la movilidad y me agradó aun antes de ir a bordo. La visita al interior confirmó mi buena impresión, pues el constructor no había tratado de subdividir en demasiadas habitaciones su limitada capacidad. Tenía un gran salón en el centro, y de allí, hacia popa, un pequeño comedor muy adecuado. Le seguían dos dormitorios comunicados, uno de dos camas y el otro de una sola. Al extremo de la proa tenía un baño. Una corta escalera de madera que arrancaba del comedor conducía hasta el techo chato, donde había acogedoras sillas de tijera y mesas de mimbre. Era una embarcación sin pretensiones, pero aseada y admirablemente confortable.
—Más aún —dijo Roland cuando murmuré mi aprobación—, si usted desea bañarse pero sin molestarse en salir en la shikara cada vez que quiera darse una zambullida, tiene aquí su piscina privada. Los muchachos de Habibu la hicieron quitando todas las malezas del lado de la costa en una extensión de cinco o seis yardas hacia afuera. Estamos aquí tan escondidos entre los sauces que uno puede entrar al agua desnudo, si le place. El bote del cocinero está amarrado en la serviola de estribor y la tripulación nunca molesta si no se la llama. Esa piscina vale la pena, Roger. Si no me llevan a beber con disolutos como usted, paso la mitad del tiempo en el agua.
—No podría ser mejor —reconocí con entusiasmo. —Quédese a cenar y pruebe la comida. Luego, si está de acuerdo, silbaremos a Habibu y le daremos la feliz noticia.
A la mañana siguiente me mudé a la Khmhdil y tres días después me encontré único propietario porque Roland había partido para el llano. También ese mismo día llegó Alam Jan de Ghadarabad con el resto de mi equipaje en respuesta al telegrama que le había enviado y pude instalarme aún con mayor comodidad. Mi camarero estaba tan encantado con mi barba que casi a la fuerza me impidió que me la cortara. Se instaló en el vecino bote del servicio con los demás criados y creo que eligió a una joven de Cachemira para solaz de sus horas de ocio cuando yo no tenía trabajo para él. Tal es la costumbre de ese país.
Hasta que Roland partió no estuve lo bastante concentrado para contestar la carta de Clemency, aunque no dejé de pensar mucho en ella. Cada vez que releía lo que ella había escrito caía en la tentación de matizar sus palabras con una variedad de intenciones que probablemente no pensaban estar allí. Sin embargo, aun tomando la carta literalmente al pie de la letra, parecía claro que algún cambio sutil había experimentado desde que la vi partir de Ghadarabad, y no simplemente la propia Clemency, sino también el grado y la naturaleza de nuestra amistad encarada desde su punto de vista. Cuando estábamos en el llano nos entendíamos muy bien pero, aunque una o dos veces ella llegó a desahogarse conmigo sobre su vida con Neville Bourdon, jamás hubo nada verdaderamente íntimo en nuestra relación y su actitud corriente conmigo fue casual y de extraños. Recuerdo haber dicho que el pequeño progreso que hicimos consistía en un aumento de amistad más que de intimidad.
En verdad, desde entonces se había presentado un factor inesperado con la carta que yo le escribiera repitiéndole mi extraña conversación con su marido. Pero tuve buen cuidado de escribir tan impersonalmente como me fue posible para hacerle sentir que le transmitía simplemente una advertencia amistosa sin atreverme a inmiscuirme en sus asuntos privados. Recuérdese también que el tema motivo de mi carta no se refería de ninguna manera a mi relación con ella. La situación, tal como yo la entendía, era que Clemency tenía una cita en Cachemira con ese Joyard con quien ella se proponía reanudar la intimidad del año anterior, y todo cuanto yo había hecho era advertirla que su marido estaba al corriente del plan y había tratado de convertirme en su espía. Por supuesto que cierto grado de intimidad iba implícito entre Clemency y yo porque por lo menos yo conocía esto de su vida privada; pero, al escribirle, o había sido precavido de no explotar lo que sabía, limitándome escrupulosamente a relatar los hechos.
Pudiese ser que la simple gratitud por mi acción explicara el aumento de camaradería que Clemency parecía sentir ahora respecto a mí. Esto y su repetida insistencia sobre su bienestar físico podrían ser sencillamente atribuibles a que, gracias a mi advertencia, ella había podido tomar tales precauciones para que su compañía con Alan Joyard no despertara ninguna sospecha. Es natural que no había sido tan indiscreto como para mencionar a Joyard en su carta, pero, debido a que ella pasaba ahora por un fuerte aburrimiento, se podía deducir que su amante había regresado a la India. Sin embargo, yo no podía saberlo. En verdad, ninguna de mis reflexiones iba más allá del dominio de lo teórico.
Finalmente, una semana entera después de mi llegada a Srinagar, me senté una mañana en mi fresca y cómoda salita de la Khushdil y escribí lo siguiente:
Querida Clemency:
Tu carta no fue sólo un conmovedor acto de fe en mi hazaña sino también una muy agradable bienvenida a la civilización. Entre nosotros, llegué con algunos días de retraso. Pero, como después de todo no me han hecho volver, no tiene importancia.
Es agradable saber que todo anda bien en lo que se refiere a ti, salvo ese inevitable aburrimiento que domina a personas como tú y yo en Gulmarg. Me alegro que estés bien de salud, pero no acepto tu insinuación de que podría no reconocerte. Es una contingencia enteramente imposible, aunque tu figura hubiese aumentado una enormidad. ¿Quieres permitirme que me ponga a prueba en un futuro muy cercano? Te daré la paga de un mes completo si yerro al identificarte en seguida ¡desde cualquier ángulo!
Sin embargo, tienes razón. No tengo intención de visitar tu retiro en las montañas, a no ser que te niegues terminantemente a bajar aquí, en cuyo caso deberé tragar mis prejuicios y arriesgarme entre tus machacadores de golf y monomaniacos de brigde. Como parecemos estar completamente de acuerdo sobre este asunto, cuánto más bonito sería si yo pudiese tentarte a que bajaras por un tiempo, largo o corto, como mejor te parezca.
Mis proyectos para el resto de mi licencia todavía no están hechos o sólo vagamente bosquejados. He alquilado una cómoda casa flotante en un sitio retirado donde puedo haraganear a gusto y abandonarme a todas (o casi todas) las delicias y alimentarle de lotos con el menor inconveniente posible. Me quedaré donde estoy por lo menos quince días, quizá más. Pero luego proyecto soltar amarras y bogar plácidamente río abajo en etapas muy cómodas. No obstante, mis proyectos son muy flexibles y si tú no puedes venir dentro de una semana o dos, fácilmente puedo esperar, así que házmelo saber.
Todos los días voy o mando buscar mis cartas a la Poste Restante y estaré sinceramente encantado de aceptar cualquier sugerencia que desees hacer. El único motivo que tengo para hacerte venir pronto es que todavía no me he quitado la barba bastante libertina que ha crecido mientras estaba de viaje, y si tardas mucho habrá desaparecido. Jugueteo con mi navaja diariamente pero aún puedo disuadirla un poco más.
Como es natural, aquí hace calor, pero todavía es soportable. Vivo casi siempre en (o sin) traje de baño. Trae el tuyo contigo y podrás servirte de mi pequeña piscina particular. Una cuisine, lejos de ser despreciable, y sillas cómodas en el techo son parte de los sencillos placeres que está en mis manos ofrecerte, pero puedes llegar más lejos y pasarlo peor. El barco se llama Khushdil y está en el Dal a mitad de camino hasta Nishat Bagh.
Hazme saber si te reservo alojamiento en casa de Nedou o en otra parte. Por favor, ven. No conozco a nadie divertido aquí y estoy amenazado por un exceso de mi propia compañía. Como dices, es espantoso sentirse bien y aburrido. ¡Y me siento atrozmente bien!
Siempre tuyo
ROGER
Durante cuatro días no tuve contestación. A la quinta mañana temprano llegó una esquela por manos de un joven nativo de tez clara que remaba su propia shikara.
Querido Roger:
¡Ves cómo he acudido con una prisa casi indecorosa! Llegué anoche y estoy instalada en el barco de mi hermana, la Golden Oriole, en el extremo del Munshi Bagh.
¿Puedo ir hoy a tomar té contigo? He traído mi traje de baño como se me ordenó.
C.
A lo que repliqué, sintiéndome de pronto extraña e inexplicablemente dominante:
Te esperaré a almorzar y te quedarás a tomar té y a cenar. En realidad, ven en seguida para que podamos bañarnos antes del almuerzo y también después de él.
Clemency vino.
Jamás he visto una joven tan cambiada como lo estaba Clemency Bourdon en esa mañana de julio cuando pasó de su shikara al hermoso barco Khushdil. Mi primera impresión probó que mis reconvenciones habían sido demasiado confiadas y prematuras. Por lo menos en el sentido general de la frase, jamás la hubiese reconocido.
La Clemency de antes había desaparecido o, mejor dicho, la joven desteñida que yo había conocido en Ghadarabad existía sólo como una base sobre la que había surgido la nueva Clemency. Me recordaba un árbol florecido que había visto anteriormente en su estado triste y pardusco de invierno, pero que, con el cambio de estación, había echado hojas verdes y alegres capullos. Sin embargo, en cierto modo, el milagro era más sorprendente que el brote de un árbol, pues mientras conozco el modo de obrar de la Naturaleza con los árboles, jamás sospeché que pudiese ocurrir una transformación semejante en Clemency.
No exageraré. Las imágenes poéticas son engañosas y no debe imaginarse que esta nueva Clemency se había convertido en una gran belleza; no alcanzaba a serlo, era simplemente bonita. Pero, por las barbas de Belcebú, era atrayente en el sentido más literal y magnético de la palabra. Resplandecía feliz, llena de vida, de gracia y de encanto. Una vivacidad sonriente reemplazaba su lánguido letargo y una alegría bien visible sus suspiros y silencios. Sus mejillas tenían color, un destello iluminaba sus hermosos ojos gris oscuro de los que había desaparecido el anterior velo de hosca reserva. Su cabello no era simplemente arratonado: tenía reflejos y pequeñas luces. También había desaparecido la expresión de descontento de sus labios. Todo su aspecto, en realidad, demostraba su transformación. Estaba revestida de un aire de propia estima y de confianza recién adquirida. Ya no tenía aquel descuido en el vestir que siempre aparentaba. Su ropa parecía destinada a destacar la gracia de su cuerpo bien formado más que a disimularlo. Comprendí entonces lo que había querido decir aquella joven en Ghadarabad cuando confesó su deseo vehemente de arrancarle las ropas a Clemency y enseñarla a vestirse. Pero la lección ya no era necesaria.
Y cuando llegó a bordo me dije para mí: «Si esto ha hecho su amante de ella en pocas semanas, entonces el hombre ha prestado un servicio al mundo… ¡y qué bien le va el nombre Joyard!».
No hubo nada formal entre nosotros, ni siquiera un apretón de manos. Ella me agarró el brazo a la manera amistosa de antes y dijo:
—Roger, estoy emocionada de verte. ¡La barba es sencillamente colosal! Me confunde. ¿A qué hora le diré a Shikara que venga a buscarme?
—No necesita venir —contesté—. Te llevaré de vuelta a casa en la mía cuando hayas estado bastante conmigo. No hagamos proyectos con tanta anticipación.
Ella rió.
—«La hora se ha hecho para los esclavos pero nosotros somos gente libre, ¡a Dios gracias!». Está bien, Roger. Dile lo que quieras.
La shikara desapareció entre los sauces y Clemency entró delante de mí llevando una alegre bolsa a rayas que contenía sus ropas de baño. Alam Jan apareció y la saludó con evidente placer. Clemency sonrió y le estrechó la mano, lo que lo convirtió en su esclavo más que nunca. Ella prefería para «las 11» té más bien que café y mi camarero partió a dar la orden.
—Quiero bañarme —dijo Clemency al indicarle yo una silla—. He venido principalmente por esto, ¿sabes? Fue tu piscina particular lo que me convenció… y la barba, por añadidura. ¿Dónde está, Roger?
—En mi cara —repliqué chistosamente.
—Borrico, me refiero a la piscina. —La señalé por la ventana corrediza que estaba abierta y ella contempló el agua clara que corría debajo—. Parece divina. El baño es lo que más extraño en las montañas. ¿No podríamos darnos una zambullida enseguida? Luego podemos sentarnos en el techo para tomar el té sin ensuciar tu hermoso salón.
—Ésta es mi costumbre invariable —repuse al levantarme—. Puedes cambiarte en el dormitorio disponible.
Pasando por mi habitación, la conduje a la de al lado; corrí las cortinas de la ventana (a pesar de que el cuarto no era visible desde ninguna parte) y cerré la puerta de comunicación entre nosotros. Luego, apresuradamente, me puse el traje de baño, tomé la bata y la toalla y volví al salón para esperarla. Ella llegó pronto, con el cabello oculto debajo de un gorro de goma verde y un kimono semitransparente echado sobre los hombros. Debajo, su traje de baño de una pieza, que hacía juego con el gorro. Estaba verdaderamente apetecible, tan apetecible que me volví e indiqué el camino de la puerta antes de que ella notara el deseo en mis ojos.
Diez minutos después, empapados, pero refrescados, estábamos en el techo, bebiendo nuestro té.
—Cuéntame todas tus aventuras por las montañas, Roger —dijo Clemency—. ¿O te resulta aburrido?
—Es probable que lo sea para ti —repuse—. Fui, vi, triunfé y regresé. Tuve varias aventuras que en el momento parecieron emocionantes, pero que ahora son simples burbujas en el horizonte de mi memoria. Preferiría hablar de ti. ¿Cuánto tiempo estarás aquí?
Ella se encogió de hombros.
—Sinceramente, no lo sé. Mis proyectos son tan vagos como los tuyos, Roger. Le dije a Pru que estaba cansada de Gulmarg pero no hablamos de nuestro regreso. En realidad, no quiero volver. Traje conmigo la mayor parte de mis cosas y puedo hacer uso de la Golden Oriole tanto tiempo como me guste. Pertenece a Pru y a su marido; no es alquilada. Quizá vuelva a Gulmarg más adelante, pero prefiero mil veces estar en el río. Aquel lugar me causa dolor en la nuca.
—A mí también. Sin embargo, de allí vienes con buena salud.
—¡Te sorprenderá! Pero es a pesar de Gulmarg y no a causa de él. Mayo en el río fue quien obró el milagro.
—¿Pasaste realmente una temporada agradable?
—Maravillosa. No porque hiciésemos nada especialmente emocionante, pero… ¡oh, se goza de una paz, una belleza y una libertad! Especialmente la libertad, Roger. ¡No puedes adivinar!
—Podría —agregué cuando ella calló.
—Lo dudo —respondió, sonriéndome con el nuevo brillo de sus ojos y luego desvió la mirada—. En realidad, el proceso empezó aun antes de llegar aquí, desde el momento en que el Punjab Mail partió de la estación de Ghadarabad. Era ya otra mujer cuando llegué a Pindi y Cachemira pronto completó el tratamiento. Puedes ver el resultado.
—Desde luego que lo veo. —Sentí la lengua un poco trabada por esta nueva y confiada franqueza suya. Era claro que escapar de su marido significaba más para Clemency que cualquier belleza de panorama o de clima. Esto demostraba que había sido principalmente la influencia de Neville Bourdon la causa de que estuviera tan pálida y malhumorada en el llano. También era evidente que yo no había interpretado del todo mal las insinuaciones de su carta, pues su actitud hacia mí era enteramente distinta de lo que había sido antes. Ya no era yo un extraño, un intruso; era un amigo, hasta cierto punto un amigo privilegiado, un íntimo. Todas las señales de su anterior reticencia y reserva habían desaparecido. Era lo bastante sensitivo para percibir que Clemency me tendía una mano… y yo deseaba estrechársela. Lo que significaba que mi sinceridad debía ir pareja con la suya actual.
—Colijo por tu carta que, después de todo, la advertencia que te hice fue innecesaria —dije luego cuando ella volvió a llenar las tazas—. Pero me alegra ver que no te ofendió que lo hiciese. En el momento me pareció obvio hacerlo, pero después empecé a pensar si no me considerarías impertinente.
—¡Borrico! —El epíteto fue suavizado por una cálida sonrisa—. Era exactamente lo que esperaba de ti, Roger. No sé dar las gracias, pero me gustaría que supieses que cuando recibí tu carta no me sentí afligida ni disgustada por lo que me dijiste sobre Neville (después de todo era lo que se puede esperar de él), sino que me sentí feliz porque tú me habías respondido. No es por ser amable, Roger, pero esta clase de bondad es muy emocionante para quien la recibe.
—Estás hecha una tonta —grité casi—. Yo también detesto ser amable, pero hay algo que se llama lealtad. Yo no podía hacer otra cosa. De todos modos, me alegro de que la advertencia no fuese necesaria. Espero que lo hayas pasado bien…
Me miró perpleja.
—… con el amigo —completé, consciente de que a toda costa debía arrancarle esta espina—. El mayor Joyard, ¿no?
Hubo un breve silencio de expectativa. Luego Clemency arrojó la colilla del cigarrillo al agua, donde se extinguió con un chirrido.
—No, él desertó —dijo mirándome serenamente a los ojos—. Quizá no debería decirlo así. De todos modos, no vino. Verás, Roger, cuando recibí tu advertencia se la transmití. No hubiese sido correcto dejarle venir sin que conociese el riesgo. Si hubiésemos estado enamorados, quizá hubiera sido diferente. Pero yo no podía dejarle que corriera el peligro de ser un cómplice y, tal vez, de tener que dejar el regimiento nada más que por un poco de diversión. A no ser que él desease correr el riesgo. Al parecer no lo deseaba y, por todo lo que sé, no ha estado este año en Cachemira ni a cien millas a la redonda. ¿Lo censuras?
Me acaricié la barba y respondí:
—En principio, no. Pero personalmente lo llamaría, desde luego, desertor. ¿Te importó mucho?
—Personalmente, ni un comino; en principio, mucho. No sé por qué. Orgullo, supongo. Cuando le transmití tu advertencia no me imaginaba que se echaría atrás. Por supuesto, hizo muy bien.
—Muy bien —repetí—. Y, sin embargo…, ¡cómo estoy de acuerdo contigo! Un hombre como ése no te merece. Lamento que esto te haya pasado a ti, Clemency.
—Yo no —repuso ella—. Al contrario, me alegro. —Y levantándose, miró por la borda de la casa flotante—. Roger, quiero bañarme otra vez y seguir bañándome. ¿Habrá aquí profundidad suficiente para una zambullida?
—Más o menos, pero de todas maneras hay malezas. Intenta un salto, en cambio.
Ella se quitó el quimono y se paró en equilibrio sobre la barandilla baja que corría al borde del techo: era una figura tensa de gracia femenina. Antes de que su presencia me afectara demasiado imperiosamente tomé su mano dentro de la mía y saltamos juntos a la piscina de abajo.
Cuando salimos del baño bebimos cerveza, un verdadero lager alemán enfriado en las aguas del lago. Luego volvimos a bañarnos y después almorzamos, con nuestras batas sobre los trajes secados al sol.
Hacía entonces mucho calor. En Srinagar las temperaturas al mediodía son muy altas, a mediados de julio. Y el dosel de paja de la Khushdil no era una buena protección contra el sol de aquella hora. Además, mi cocinero de Cachemira nos había dejado satisfechos con cuatro ricos platos y hubiese sido desastroso bañarse otra vez sin una pausa. Me puse firme e insistí en que debíamos postergar el baño en la piscina hasta la hora del té.
—Podemos sentarnos aquí a conversar, o si prefieres una siesta tienes un dormitorio a tu disposición —propuse cuando entrábamos al salón.
—¿Descansas generalmente por la tarde? —preguntó Clemency, indecisa y detenida delante de una ventana abierta.
—Sí, pero también me gusta quedarme aquí y conversar, si lo prefieres. En realidad, mi siesta diaria es un vicio.
—El vicio de la pereza puede ser uno de los mayores placeres de la vida —dijo Clemency—. ¡Hay gente que dice que es la principal causa de los otros seis!
—¿Entonces? —pregunté.
Ella arrugó la nariz y prosiguió:
—Como de costumbre, quiero tenerlo todo a la vez. Es decir, que me encantaría un descanso, pero no quiero dejar de conversar. He comido y bebido mucho, me he bañado demasiado y ahora me siento lánguida y perezosa. Pero sería una pérdida de tiempo no hablar.
Me acaricié la barba.
—Como habrás observado, en mi cuarto hay dos camas —le recordé—. Aunque el bueno de Neville diría…
Ella me interrumpió con una risa.
—Acabo de pensar en una poesía —exclamó.
My dear good Neville
can go to the Devil![7]
—¿No te parece bastante bonita, Roger?
Reí entre dientes.
—Podría continuar…
And there make ferry
with Felix Sherry![8]
—A propósito, Clemency, ¿te conozco lo suficiente para poder preguntarte qué clase de relaciones hay entre ellos dos?
—Creo que me conoces bastante, Roger, pero no puedo contestar a tu pregunta. Ninguno de los dos me hace confidencias.
—No. Pero…
—Sé lo que estás pensando. Piensas que yo debería comprender estas cosas por mi relación con Nan. No es así. Los casos no son realmente iguales. No puedo decir más, Roger. De todos modos, tampoco lo deseo. Todo es un poco… no sé… Nan no es una persona corriente, sabes. La quiero mucho, pero… —vaciló.
—Pero tú no has ido a Simia —la ayudé.
Ella corrió una cortina.
—Exactamente. En cambio he venido a Srinagar… —Se volvió y me miró de frente. Se había quitado el gorro de baño y se pasaba los dedos entre sus cabellos, ahora con un nuevo brillo—. A propósito de esta siesta —me recordó—. Decías que en tu cuarto hay dos camas…
—No —interrumpí inflexible—. Me hacía el gracioso. Podemos tener un cuarto cada uno y conversar lo mismo, si queremos. Entre medio hay solamente un tabique de madera que no llega hasta arriba. El colchón y la ropa de cama están limpios así que no debes tener desconfianza al acostarte.
Indiqué el camino, me aseguré de que su cuarto estaba habitable, bajé la estera arrollada que servía como persiana y la hice entrar. Luego me retiré y traté de cerrar la puerta corrediza que nos separaba.
—No necesitas hacerlo a no ser que lo quieras —dijo Clemency mientras arrojaba su bata sobre una silla—. Si ambos quedamos en nuestras camas no podemos ver dentro del cuarto del otro y podemos conversar mucho mejor con la puerta abierta. Si a ti no te importa, a mí tampoco.
Asomé mi barba y la miré con aire de reproche.
—Eres endiabladamente confiada, Clemency.
Ella sofocó un bostezo para devolverme la sonrisa.
—Es lo que tú piensas —repuso con reserva.
La puerta quedó abierta entre nosotros.
Me quité el traje de baño, que se me había adherido al cuerpo, y me acosté con el pijama a rayas de vivos colores. Separadas por el tabique, nuestras camas estaban lado a lado a una distancia de un par de pulgadas. Cuando Clemency empezó a interrogarme sobre mis viajes yo la oía tan bien como si hubiese estado en la misma habitación.
Durante una hora conversamos así, o más bien yo hablé mientras Clemency escuchaba, intercalando alguna observación ocasional para mostrar que todavía estaba despierta. Le conté todo cuanto me había ocurrido: mi odisea en las montañas entre los mogoles que habitan allí; mi aventura con el Mahatma y su milagro de la resurrección, los poderes misteriosos de ese viejo lama y los demonios que me ahuyentaron de allí; la torcedura del tobillo; mi encuentro con el jesuita que tanto reía y su IPSO; el cumplimiento asombroso de las profecías a breve plazo del Mahatma… y en verdad todas esas cosas que ya he escrito y quizá también otras que en ese momento estaban frescas en mi memoria pero que he olvidado desde entonces. Mientras hablaba, me causó una gran extrañeza oírme relatar estas cosas porque al principio, de miedo de que no me creyera, había pensado referir nada más que los hechos naturales del viaje, omitiendo todo cuanto tenía color de sobrenatural. Empero, la narración cobró importancia (como ocurre con los cuentos) y se lo conté todo, no con dramatismo, sino de la manera más natural. Y esta naturalidad debe de haber pesado sobre ella pues, cuando terminé y me quedé esperando su comentario convencido de que se burlaría de mí, pareció pasar por alto los componentes más fantásticos de mi relato y me preguntó con naturalidad:
—¿Es realmente verdad, Roger, que por estos lugares una mujer sirve a varios maridos?
—Más bien ocurre lo contrario —dije—. Son varios los hombres que sirven a la misma mujer, para ser exacto. Quiero decir que los hombres están subordinados a la mujer. Si lo pensamos bien, es la única condición bajo la cual puede funcionar correctamente la poliandria.
—Es una idea extraordinaria —repuso Clemency—. Los hombres deben ser unos pobres diablos para tolerar su sometimiento.
—Quizá lo son —admití—; las mujeres, tanto física como moralmente son un ejemplo mejor de la humanidad que los hombres.
—Es un mundo raro —respondió—. Después de todo, me alegro de no haber nacido tibetana. ¡Un hombre a la vez es suficiente!
—¿O más que suficiente? —dije pensativo.
—Depende del hombre, creo.
Luego, después de un silencio soñoliento de no menos de dos minutos, ella llamó:
—Roger, quiero un cigarrillo. ¿Puedo ir a buscar uno?
—Discúlpame —exclamé—. Quédate donde estás y te lo llevaré.
—No te molestes —replicó—; voy para allá.
Su cama chirrió. Clemency entró bastante cubierta con su quimono y encendió el cigarrillo que le ofrecí. Luego se sentó al borde de la otra cama, aspiró profundamente y dijo:
—¿Es necesario que pase al otro lado, Roger? Aquella cama tiene dos grandes jorobas que me hacen sentir como colgada entre dos montañas. Mi espalda está casi deshecha.
—Lo lamento —dije—. Estará mal hecha. Dormí en ella mientras estuvo aquí Roland Cust y no me pareció muy mala.
—¡Ah! —dijo Clemency—, tú estás acostumbrado a dormir con un pico del Himalaya debajo de cada omóplato. Yo no. Si prefieres…
—Realmente quiero que te quedes —interrumpí— pero… —vacilé no sabiendo cómo decirlo.
Clemency hizo girar sus piernas sobre la cama y se instaló cuan larga era.
—Si Neville entrara, sería igual que nos viera en el mismo cuarto o en dos contiguos —dijo leyendo mi pensamiento—. Francamente he renunciado a preocuparme por él, Roger. Si viene, que venga, pero no estoy segura de que eso suceda. Una cosa es que te haya pedido que fueras un espía y otra muy distinta es que lo sea él. De todos modos, no me buscará aquí y si se presenta en Gulmarg, Pru me telegrafiará.
Refunfuñé.
—No creo que venga —continuó pensativa—. Es astuto, Roger, ¿comprendes? Estoy casi segura de que eso de pedirte que me espiaras fue una treta. Creo que él sabía muy bien que tú jamás caerías en eso y adivinó que me prevendrías y que a mi vez advertiría a Alan para que se esfumara. Parece rebuscado, pero Neville tiene una mentalidad terriblemente sinuosa.
—En ese caso —objeté mientras me daba vuelta para mirarla—, ¿qué ganaría él? Entendí que verdaderamente él deseaba pescarte in fragranti para obtener una base firme para el divorcio.
Clemency se apoyó sobre un codo y me miró.
—Qué poco comprendes a este hombre, Roger. ¿Divorcio? Querido mío, jamás haría nada tan honesto. No deseo otra cosa. Esto es lo que quiero. Lo he esperado casi desde que nos casamos. Pero de él no nacería la oportunidad de lograrlo. Me tiene y jamás me soltará tan fácilmente.
—Entonces, ¿por qué contarme ese cuento increíble?
—¡Oh! Sabe Dios. Probablemente porque, como digo, él sabía que tú me prevendrías y que Alan desertaría, o que estaríamos todo el tiempo en zozobra, cosa que no resultaría nada divertido. Es el viejo juego del gato y el ratón, Roger. Yes, no le conoces, de otro modo no hubieses estado tan embaucado con toda aquella justa indignación por lo del año pasado. ¿Te imaginas que estaba enojado simplemente porque yo le había sido infiel? Ni un poco. Le sulfuró que yo hubiese conseguido divertirme durante una o dos semanas. Evitar que yo pueda hacerlo es el único objeto al que dedica su vida.
Sólo pude refunfuñar otra vez. Sentía tristemente que todo estaba fuera de mi alcance. No comprendía el objeto de la mitad de lo que ella decía.
—No creo que él venga este año a Cachemira —volvió a decir—. Si me encontrara llevando una vida irreprochable, él sentiría que perdía el tiempo. Si yo estuviese haciendo algo malo y él me sorprendiera, tendría que divorciarse para salvar las apariencias, y esto es lo último que quiere hacer. Por lo tanto no necesitas agitarte y preocuparte porque yo esté en tu dormitorio sin mucha ropa encima, pues aunque la cara de Neville apareciera por esa ventana, te apuesto un millón contra uno que no entrarás en el tribunal de divorcios.
—No digas tonterías —dije con cierta vehemencia—. A mí no me asustan esta clase de cosas y no me agito ni me preocupo. —Encendí dos cigarrillos y le pasé uno—. No tengo motivo para asustarme. No estoy en la misma situación de Joyard, que, por lo menos, había tenido su compensación, aunque eludió el riesgo de pagar.
Clemency se puso de espaldas y lanzó el humo hacia el cielo raso.
—No hablemos más de ninguno de los dos, Roger. Estoy muy cansada de ambos; no puedes adivinar hasta qué punto. Neville es una bestia y Alan una rata. No he tenido mucho que ver con hombres, sabes, pero no puedo decir que hasta ahora haya tenido suerte. Y, sin embargo, no puedo odiar a los hombres como lo hace Nan. Sencillamente, supongo que no estoy hecha de esa manera.
Por un rato ninguno de los dos habló.
—Clemency querida, una vez me dijiste, allá en Ghadarabad, que habías procedido en esa forma porque eras «solamente humana». ¿Lo recuerdas?
—Sí, Roger.
—En aquel momento me pareció que tal vez fuese la mejor excusa del mundo.
—Sí, Roger. ¿Y el tiempo pasado te ha hecho cambiar?
—No. ¿Por qué? ¿Has cambiado tú?
—No, Roger. Es inmoral de mi parte, pero jamás cambiaré.
Vacilé. Luego salí de la cama, atravesé el pequeño cuarto y la miré.
—Clemency —gruñí—, no estoy enamorado de ti.
Tenía los ojos cerrados y no los abrió.
—Es una suerte —murmuró—, porque yo tampoco estoy enamorada de ti.
Me senté al borde de su cama.
—Pero me gustas mucho —dije—, me gustas muchísimo, Clemency.
—Eso también es una suerte —repuso con los ojos todavía cerrados—. Tú también me agradas, Roger. Muchísimo.
—Pero —continué poniendo mi mano tostada por el sol sobre la de ella— debes comprender, Clemency, que yo soy solamente humano…
Ella me miró. Una luz lánguida, medio burlona, brillaba en sus ojos gris oscuro, que tenía además un dejo de conmovedora ternura.
Durante unos segundos nos contemplamos mutuamente, mientras la irresolución volaba como un sueño. Luego…
—Gracias a Dios que tú también eres humano —dijo ella con la sombra de una sonrisa—. Estaba empezando a dudar.