Pasé una noche maravillosa y me desperté naturalmente, casi cinco minutos antes de que el Padre Brazenose viniese a llamarme. Me sentía renovado y, cuando puse a prueba mi tobillo, advertí con satisfacción que el dolor había desaparecido del todo y yo esperaba que el resto de la rigidez cedería con un ejercicio suave. Empezaré diciendo que me sentía poco cómodo, pues, a medida que recordaba los acontecimientos del día anterior, los veía tan atrozmente grotescos que me pareció haberlos soñado. Haber encontrado a un sacerdote jesuita (y además un jesuita con una barba roja descuidada), simplemente por casualidad, en esta inmensa tierra de cumbres y glaciares, era demasiado fantástico para creerlo. Sin embargo, en ese preciso instante, unas manos invisibles empezaron a desatar mi tienda de campaña. Un momento después apareció una barba roja, y una voz potente preguntó cómo me encontraba. Después de todo no había sido un sueño…
Me levanté, ayudé a oficiar la Misa y luego desayunamos juntos. La solemne grandeza de esa mañana en el Himalaya no inducía a una conversación trivial. Comimos y bebimos en un silencio decoroso. Sólo más tarde, cuando el sol se hubo levantado sobre las cadenas del Este, templando el frío de nuestro pequeño refugio, se abrió de pronto una célula de mi cerebro que llenó mi mente de pensamientos tan apremiantes que no pude quedarme callado por más tiempo.
—¡Por Baco! —exclamé involuntariamente—. Acaba de ocurrírseme, Padre, que usted debe de ser el «hombre santo» cuyo encuentro me anunció el Mahatma. Es una locura, pero…
El Padre Brazenose me miró con fijeza.
—¿Hombre santo? ¿Mahatma? —repitió interrogador.
Sus cejas frondosas se habían fruncido en expresión de intriga y sus ojos tenían una luz extraña.
Me mordí el labio.
—Es muy absurdo —refunfuñé—. Él no podía saberlo. Un tiro a oscuras que ha dado en el blanco. De todos modos… —Me sentía preocupado.
—Esto es interesante —respondió el jesuita incitándome con calma—. Veamos de qué se trata, muchacho.
—Es probable que no sea nada —dije débilmente—. Supongo que será una pura coincidencia. Hace como una semana, cuando yo estaba en una aldea, allá, del otro lado de la línea de las nieves —extendí una mano para dar la aproximada orientación—, conocí a un viejo lama que sabía un poco de punjabi y que se imaginaba ser un profeta. Entre otras cosas, insistió en que en mi camino de regreso a la India encontraría a un «hombre santo» de mi misma raza «en busca de la Verdad oculta». Para ser sincero, en aquel momento no lo tomé en serio. En realidad no sé si ahora lo hago, aunque…
—¿Por qué no? —interrumpió el Padre Brazenose mirándome con intención—. Usted no sugiere, espero, que porque soy jesuita esté inhabilitado para que me considere un hombre santo. Bromas aparte, ¿por casualidad este episodio ha ocurrido en un lugar llamado Tsingpú?
Me sobresalté, sintiéndome más intranquilo que nunca.
—No, no fue allí. De todos modos ésta es una pregunta misteriosa por su parte, Padre, porque el lama en cuestión es Prior del gran monasterio de Tsingpú. Lo que es más, me dijo que le explicase a usted (si usted es el «hombre santo» en quien él pensaba) que de ahora en adelante lo encontrará en Tsingpú y que se alegrará de verle si le parece a usted que merece la pena molestarse en llegar hasta allí. Y que le advierta que el camino es largo y penoso, pero que el «Camino a la Verdad del Espíritu» es muchísimo más difícil aún.
El sacerdote lanzó un sordo silbido y se quedó sentado y quieto por un momento. Luego echó atrás la cabeza y se rió de mi evidente asombro.
—¿Y llama usted a esto una coincidencia? —Se puso más serio—. Mi querido Poynings, es ésta una de las situaciones más delicadas que se puedan imaginar. ¡Si yo pudiese hacérselo entender!
Recogió un par de mantas, arrojó una sobre mis hombros y la otra sobre los suyos. Luego me condujo hasta un espacio con sol y nos sentamos al grato calorcito.
—Sea un buen muchacho —instó mientras sacaba una tabaquera mellada—; empiece por el principio y siga hasta el final, sin omitir nada y sin omitir nada. Es verdaderamente muy importante, le aseguro, y nada hay de coincidente. Hábleme de este lama, cómo lo conoció y todo lo que hizo y dijo. Todo, ¿me comprende?
Vacilé.
—¿Aun cuando no pueda confiar en mi juicio sobre ciertas cosas?
Me dirigió una rápida mirada.
—¿Supongo que no querrá usted decir algo sobre la naturaleza de un milagro?
—Justamente eso, Padre. Por lo menos me imagino que debe de haber alguna explicación, pero…
—No necesariamente en el sentido que usted piensa, Poynings. Pero podemos discutirlo después… No preciso decirle cuánto me intereso por todo esto, ¿no es verdad? Anoche le hablé de IPSO y de los asuntos que tratamos. Ésta es mi especialidad. En realidad, es exactamente el motivo que me ha traído aquí. Usted no ha tenido tiempo para preguntarme qué hago en estos lugares, pero puedo tranquilizarlo diciéndole que en realidad estoy en camino para visitar a este mismo lama que usted ha visto actuar. Es una persona extraordinaria. Si sólo la mitad de lo que uno ha oído sobre él fuese verdad, o es uno de los magos más grandes del mundo o alguna cosa más trascendental. Parte de mi tarea consiste en descubrir de qué se trata. Para usted, será nada más que un viejo monje tibetano bastante harapiento. Pero entre nosotros, y en los círculos del ocultismo, literalmente es de fama mundial. Sea buen muchacho, hable; quiero saberlo todo.
Admirado, respiré hondo y comencé el relato. Una vez que hubo desaparecido mi turbación inicial por lo grotesco de la narración, dije cuanto sabía. Pronto sentí un alivio al compartir mi historia con otra persona, y especialmente con una que no se mofaría llamándome mentiroso o crédulo. No existe una experiencia más exasperante que verse en posesión exclusiva de un secreto vital y sensacional e impedido de transmitirlo por temor al ridículo. Mis aventuras exóticas más allá de la línea de las nieves ya me habían atormentado a este respecto, pues ¿cómo era posible que yo regresase a la India y asegurase solemnemente, a mis amigos y conocidos, que había presenciado la resurrección de una niña por un misterioso Mahatma que había cubierto cuarenta millas por las nieves del Himalaya en un abrir y cerrar de ojos? Aun si tuviesen ellos la caridad de no burlarse de mí, en el mejor de los casos, lo atribuirían a un engaño hipnótico. Y, después de todo, ¿quién podría culparlos?
El Padre Brazenose, por otra parte, era el oyente perfecto. En verdad, no consideró mi cuento tan improbable como yo había pensado. Su risa profunda y ruidosa cesó y sus ojos adquirieron una expresión pensativa. En ningún momento interrumpió y me escuchó con silenciosa concentración, reflejada en una completa inmovilidad del cuerpo y de las facciones, fuera de algún que otro movimiento para fumar. No me miró ni yo le miré a él. Ambos contemplábamos aquella escena indescriptible de salvaje grandeza, vuelto nuestro rostro, como por instinto, hacia aquella vasta extensión de la ladera en que se hallaba el lejano monasterio de Tsingpú.
Pero cuando terminé de contarle cómo me habían tenido despiertos los demonios invisibles, en la noche posterior al milagro, volvió a reír con una alegría casi pueril. Hasta entonces yo no había visto nada de jocoso en este episodio, pues en aquel momento mi terror y la tortura de ser acosado por los diablos fueron auténticos, mas cuando el Padre Brazenose se rió, se despertó mi sentido del humor y también reí yo. Sus carcajadas eran tan contagiosas que rara vez dejaban de contagiar a los que le rodeaban. Igual que la de los retrasados, se asemejaba al crujido de los abrojos debajo de un cacharro. Pero Peter Brazenose estaba lejos de ser un retrasado.
—Lo curioso es —reflexioné en seguida— que la idea de ser perseguido por demonios invisibles no tiene nada de risible, mientras que cualquier cosa (como la vista de un accidente inocente) muchas veces provoca la risa humana.
Consideré este pensamiento:
—¿No sería más exacto decir que uno se ríe más fácilmente de los infortunios imaginarios de otros que de los reales? Las desgracias que nos hacen reír rara vez son verdaderas. Por lo general son malentendidos que hacen que la víctima crea que está en apuros o en peligro, cuando nosotros sabemos que en realidad no lo está. Y presumo que esto se aplica a mí y a mis demonios. Supongo que sencillamente yo estaba sobreexcitado y nervioso e imaginaba muchas cosas que no existían. Más allá de las nieves hay una atmósfera extraña. A no ser por las travesuras del viento, el lugar es mortalmente silencioso. Y, sin embargo, yo tenía una tremenda «conciencia» de esos demonios y me aterraba que me agarraran.
El jesuita arrojó el cigarrillo y se acarició la barba.
—Así que usted ha cambiado de parecer —observó con frialdad—. Bueno, puede tener razón, y sin embargo… En algunos casos las primeras impresiones son mucho más sabias que las reflexiones posteriores. Más de una vez nosotros hemos descubierto esa verdad en asuntos referentes a lo oculto.
—¿Nosotros?
—Quiero decir el Instituto, IPSO. No obstante, le aseguro a usted que somos todo lo contrario de crédulos. Somos tan incrédulos como para ser verdaderamente escépticos. Es una vocación especial. Se precisa combinar una fe muy sólida en lo sobrenatural y sus fenómenos potenciales con una inteligencia sumamente aguda y hasta con una mentalidad desconfiada que no se deje sorprender con engaños. Desde que el último Papa fundó este Instituto (principalmente para investigar lo bueno y lo malo del espiritismo y al mismo tiempo hacer frente al recrudecimiento del satanismo y de la magia negra que empezó por entonces), nos hemos visto entorpecidos por la falta de trabajadores que tuviesen la mentalidad y el carácter adecuados. Unos son demasiado escépticos, otros demasiado crédulos. No basta con aceptar algunas de las cosas extrañas que ocurren; se necesitan ciertas condiciones positivas que no son fáciles de definir.
—Debe de ser un trabajo fascinante —observé—. ¿Pero no será también un poco aterrador?
—En sentido general, sí. Puede también ser desagradable, quiero decir físicamente repugnante. Sin embargo, no hay que ser impresionable. El hombre que se atemoriza no sirve para IPSO, no tanto por su falta de valor, sino porque el sentido del terror denota algún defecto en su fe en la omnipotencia de Dios. En verdad, éste es el asunto. No es tanto una cuestión de valor físico como de fe. Se debe tener suma confianza en el propio punto de vista y una certeza íntima firme de que las puertas del Infierno no prevalecerán contra uno. Pero nos estamos desviando del asunto que tenemos entre manos.
—Verdad. Para el profano ha sido una excursión muy emocionante. Y a propósito de mis demonios, ¿insinúa usted seriamente que después de todo no fueron imaginarios?
—Es difícil juzgar las experiencias de otra persona. Usted puede haberlo imaginado todo, pero puedo decir que no veo ningún motivo especial para que así sea. Es sabido que el Tíbet y sus alrededores están habitados por el diablo y aunque no haya duda de que algunos lamas aprovechan la situación con propósitos mercenarios (quiero decir que atribuyen todas las desgracias humanas al poder de algún demonio y reciben luego un grueso estipendio para exorcizar al diablo que probablemente no existe), no hay humo sin fuego y basta tener un poco de conocimientos de Psicología para percibir que existen esas influencias. Yo no me preocuparía por esto, Poynings. En realidad, no hay diferencia. Los malos espíritus y las travesuras del viento no han logrado vencer sus nervios. Quiero decir que usted parece haber escapado con el juicio perfectamente intacto.
—Pero, ¿y todo aquel otro asunto? —insistí—. El «milagro» del lama de volver la vida a la criatura, su misterioso conocimiento de mi personalidad, su profecía sobre nuestro encuentro y demás. ¿Cómo lo explica usted, Padre? A mí me tiene desconcertado.
El jesuita se dispuso a llenar su pipa.
—Es la vieja, vieja historia —dijo al final—. Quiero decir que probablemente no sería difícil encontrar una explicación plausible y racional de todo lo que usted me ha contado y, sin embargo, la sucesión de hechos amontona un cúmulo de pruebas bastante sugestivas en apoyo de lo sobrenatural o de lo que está más allá de lo normal. Tome, por ejemplo, la resurrección de un muerto. Hay tres posibilidades: un auténtico milagro, un fenómeno natural o una prestidigitación bien representada. Por su relato, lo último parece descartado; sus experimentos para provocar la respiración y la aparición del rigor mortis serían dificultades casi insuperables, a no ser que esta gente tenga alguna droga que no conocemos, lo que parece improbable. Si no fuese un fenómeno natural, tendría que tratarse de alguna forma de catalepsia, como usted dice; pero ella no coincidiría con algunos de los síntomas que usted describe. He estudiado detenidamente el tema antes de venir a estos lugares; aunque, por supuesto, no pretendo ser un experto. En realidad, todas las probabilidades parecen indicar un auténtico «milagro» y esto es lo que debo tomar principalmente en cuenta. Pero hay más de una forma de los llamados milagros y deseo vivamente descubrir si ese Mahatma es un auténtico hacedor de milagros, en el sentido cristiano del término, o si es lo que llamaríamos un Magus, es decir, un mago o prestidigitador ¿Nota usted la diferencia?
—Sí. Supongo que es cuestión del Agente por medio del cual obra el milagro.
—Es un modo de expresarlo.
—¿Y qué cree usted que es él?
—Mi querido Poynings, soy un investigador y no un adivino profesional. ¿Cómo puedo yo saberlo, hasta no haberlo visto, o haber hablado con él e investigado sus métodos y filosofía? Hasta entonces me niego a teorizar. En realidad, encuentro tan interesante como este «milagro» espectacular, el hecho de que él parece haber adivinado que yo estaba en camino para ir a verlo y de utilizarlo a usted para hacerme la invitación. Lo que es más, no puedo apartar una sospecha de que todo el asunto de la muerte y resurrección de la niña, sin mencionar la exhibición de lector de pensamientos, tomándolo a usted como instrumento, puede haber sido sólo un alarde deliberado de poder, por parte del Mahatma, en preparación a mi llegada, destinado ante todo a impresionarlo a usted y, a través de usted, a mí. En verdad ha sido una demostración anticipada, o lo que en ambiente cinematográfico se llama trailer. Puede ser así, pero, si estoy en lo cierto, sólo prueba que el anciano sabía que yo vendría.
—¿Usted, decididamente, está en camino para visitar a ese hombre?
—Desde luego. Le dije que el hombre goza de fama mundial en su propia esfera, aunque los informes que tenemos sobre él son, por supuesto, parciales e incompletos. Hay varias leyendas y rumores sobre sus poderes, pero hasta ahora casi ninguna prueba directa. Es esto lo que he venido a buscar. ¿Pero cómo podía él saber que yo vendría?
Me encogí de hombros.
—Por estos lugares no hay correo, ni telégrafo, pero me imagino que vendrán de la India algunos viajeros solos, como yo.
—Es verdad. Por otra parte, cuando un hombre tiene poderes psíquicos y telepáticos, como es fama que él tiene, no necesita contar con telegramas o tarjetas postales. Y, según la leyenda, la transmisión de pensamiento siempre ha sido la especialidad de este viejo. Además, considere esto: él le dijo que usted y yo nos encontraríamos, y así ha sido. Pero aun si se hubiese enterado, por algún medio natural, que me proponía visitarlo, ¿cómo podía haber sabido que el camino de usted y el mío habían de cruzarse? No anuncié mi ruta con anticipación por la sencilla razón de que no la sabía yo mismo. He estado buscando mi camino, no simplemente día tras día, sino minuto tras minuto. ¿Le dio a usted instrucciones sobre el camino que debía tomar?
—Ni siquiera lo hablamos —dije.
—En esta loca confusión de picos y pasos, fácilmente podríamos habernos cruzado sin vernos una distancia de cincuenta o cien millas. Las probabilidades de que nos encontrásemos deben de haber sido como de quinientas a una. Y, sin embargo, ¡nos hemos encontrado!
¡Sentí un escalofrío que me corría por el espinazo!
—¿Insinúa usted que él hizo que nos encontráramos? —murmuré—. ¿Que de alguna forma guió nuestros pasos y nos hizo encontrar? —me mordí el labio—. Como solía decir la mujer de aquella aldea «El tiene el Poder»… ¿Pero acaso significa esto que él puede en realidad desempeñar el papel de Destino o de Dios o…?
El jesuita me dio un puñetazo en el hombro y soltó una carcajada tranquilizadora.
—Mi querido Poynings, le aconsejo que no se mortifique con esta clase de meditaciones. Sólo conseguirá un fuerte dolor de cabeza. Déjeselo a los profesionales, aunque me apresuro en agregar que este profesional no tiene ninguna intención en comprometer su opinión a estas alturas. Si volvemos a encontrarnos después de mi visita a Tsingpú, quizá yo tenga más hechos en que basarme.
—Por supuesto que volveremos a encontrarnos —dije sonriendo con cinismo—. ¿No lo predijo así el Mahatma? Hemos de encontrarnos dos veces más, aunque la tercera vez no será hasta dentro de muchos años. De todos modos, será interesante ver cómo resulta esta parte de la profecía.
—Usted sabe que las profecías como ésta son del todo intangibles. Con toda facilidad podríamos encontrarnos en Cachemira dentro de algunas semanas, si estoy de regreso antes de que termine su permiso. En cuanto al tercer encuentro en un futuro lejano, le diré que estoy sólo temporalmente en Roma y es posible que algún día regrese a la provincia inglesa. Del mismo modo, a su debido tiempo, abandonará usted la India y se instalará en su país. Es probable que nos encontremos en Farm Street o en alguna otra parte.
—Pero —objeté con ligereza—, nuestro tercer encuentro ha de venir mezclado en alguna forma con la muerte. Así lo dijo el Mahatma. Supongo que usted obtendrá una parroquia en alguna parte y que, al ir a verlo, yo me estrellaré con mi automóvil. Por supuesto que añadiría cierto je ne sais quoi a mi fallecimiento si usted tuviese la tarea de administrarme los sacramentos.
El Padre Brazenose se levantó y se desperezó.
—No pensemos con tanta anticipación —sonrió—. A propósito, ¿cuánto tiempo permanecerá usted en Cachemira?
—Hasta finales de agosto, si no me reclaman antes.
—Si le interesa a usted saber cómo me va en Tsingpú, déjeme unas líneas en el correo de Srinagar diciéndome dónde puedo verle. Entretanto, tenemos mucho que hablar sobre los caminos del futuro inmediato. Buscaré los mapas y le mostraré de qué manera he venido desde Srinagar y después usted podrá contarme cómo es el territorio de aquí en adelante.
A la mañana siguiente, físicamente descansado y espiritualmente renovado, me separé de mi jesuita risueño en la meseta donde nos habíamos encontrado tan extrañamente. Me dio su bendición; yo le deseé buena suerte y luego nos estrechamos la mano detrás de esa extraordinaria cortina de rocas. Le vi descender desde la meseta hasta el acceso resbaladizo de la morrena donde yo me había lastimado el tobillo. Luego recogí mis escasas pertenencias, y con decisión descendí tambaleando por el lado opuesto, mi barba vuelta al Oeste, con una ligera desviación hacia el Norte. No es difícil comprender que tenía más conciencia de mi soledad entonces que antes de haber encontrado al Padre Brazenose.
No fastidiaré al lector con la descripción detallada de mi peregrinaje por el Himalaya, pues aunque mis infortunios y mis aventuras diarias parecían de mucha importancia en el momento, han demostrado no tener ninguna conexión con los principales acontecimientos que me he propuesto relatar. Simplemente mencionaré el día en que tuve a la vista a Leh, que es una de las avanzadas fronterizas más lejanas y solitarias del mundo. Ocurrió una semana después de separarme del Padre Brazenose. Descansé allí dos días y me compré un descarnado caballito montañés. A su debido tiempo, quizá una semana, diez días o a lo más quince; después (no lo recuerdo exactamente), llegué a la capital del Estado de Cachemira, llamada Srinagar.
Sólo mencionaré un incidente sin mayor importancia referente a las circunstancias de mi llegada y lo hago por un motivo especial. A pocas millas de la capital me encontré, por casualidad, con un joven inglés que montaba un caballo bayo muy lustroso; me dirigí a él cortésmente para preguntarle en qué fecha estábamos. Sólo cuando él se repuso de la sorpresa que le produjo descubrir que el ser humano sucio, andrajoso y de barba desordenada que le hablaba era un compatriota, y cuando me hubo informado, después de pensar un instante, que estábamos en la tarde del 3 de julio, recordé aquella otra pequeña profecía del Mahatma de la cual he hablado en su oportunidad.
Es decir, pues, que volví a la vida civilizada tres días después de lo calculado y me embargó el temor de que en mi inconsciente demora hubiese incurrido en el desfavor de mi jefe, Philip Grotian. Pero cuando llegué al Bund (ese hermoso paseo a orillas del río donde está situado el club y el correo) ya era tarde para ir en busca de mis cartas y, por fuerza, debía esperar hasta el día siguiente.