10. IPSO

Esa noche experimenté cierta reacción y me dominó un terror místico a causa de las cosas que había visto y oído en la aldea, más allá de las nieves. En aquellos lugares creen mucho en los demonios y desde ese momento no he podido oponer un fuerte escepticismo a esa creencia. Quizá la reacción haya sido en un principio física. Quiero decir que el agotamiento corporal que yo había sentido al llegar allí alcanzaba ahora a mi cerebro más que a mi cuerpo. Sea como fuere, pasé una noche terriblemente convencido de que iba a enloquecer.

Y cuando salió el sol, acompañado por un viento puro y frío tan penetrante que parecía traspasar mi cráneo barriendo a fondo los recónditos lugares empañados de mi mente, resolví escapar antes de que mi incipiente locura volviese al ataque y me hundiera para siempre. Por consiguiente, corté por lo sano, y después de pasar un peine por el pelo y la barba, que había crecido en mi cara, entregué todo mi haber en rupias de plata a la mujer displicente (porque en el altiplano no hay dinero en circulación) y partí tan ligero como permitían mis piernas y el peligroso declive.

El viaje de regreso a aquella aldea del otro lado de las nieves me costó poco más de día y medio, en comparación con los tres días enteros de mi viaje de ida, perseguido como estaba por los demonios de esa región y repuesto por mis días de indolencia. Una expresión no muy diferente a la del asombro tenían las caras de aquellos aldeanos cuando caí otra vez en su centro porque, a pesar de la agradable sorpresa que mi físico le causara a la mujer y de su convicción de que yo podía cumplir esta hazaña, era claro que ni ella, ni sus maridos, primos y parientes políticos, habían esperado que regresase. En realidad, por primera vez en mi vida yo corría peligro de ser canonizado. Además, la mujer tenía ahora una mirada tan sensual en sus ojos oblicuos que me escapé de este lugar antes de que me ocurrieran cosas impúdicas. Kim debe de haber sentido algo muy parecido cuando huyó de la mujer de Shamleh. Ni siquiera me atreví a pedirle un hombre para que me ayudase a llevar mi equipaje de miedo a que me impusiera por condición…

Tal vez fuese fácil el descenso a Avernus, pero es una cosa diferente en el Himalaya (por lo menos para un montañero inexperto) y, aunque seguí andando constantemente durante todas las horas de la luz del día, hice progresos menos rápidos de los que había pensado. Pero todavía tenía más de tres semanas disponibles y, aún a la velocidad de ocho o diez millas por día, no parecía haber motivo para que no llegase al territorio de Cachemira a tiempo para estar en Srinagar el último día de junio. En consecuencia, en cuanto vencí esa enorme distancia, con la celeridad que me habían provocado aquellas extrañas aventuras, modifiqué el rumbo con ayuda de mi mapa en pequeña escala y mi brújula prismática, y empecé a trepar de nuevo, esta vez por una suave pendiente aunque las cumbres y pasos todavía no estaban libres de la nieve y los desfiladeros eran resbaladizos.

En esas grandes alturas, Ghadarabad parecía increíblemente lejos y no recuerdo haber dedicado muchos pensamientos a los complicados problemas que había dejado detrás de mí. Está escrito que en el Gran Himalaya los hombres se vuelven dioses, cosa que yo siempre había considerado como una hipérbole puramente poética, hasta que estuve allí cuando por primera vez empecé a comprender lo que la frase significaba. Porque al elevarse muy alto en el mundo, por encima de todos los de su clase, solo y en un incesante temor del poder de la Naturaleza que nos rodea, se obtiene una nueva visión, un nuevo enfoque mental para contemplar las costumbres y modos de vivir de la humanidad. Las cosas entran dentro de una nueva perspectiva. El pensamiento se matiza con una sublime objetividad cuando se piensa en los hombres y en las mujeres mirados desde arriba. Uno no puede participar en los asuntos de ellos como si fuera uno de tantos. Los problemas que parecían vitales mientras uno estaba entre ellos, pierden sus contornos y toda la importancia. Los amigos y los enemigos adquieren la naturaleza y el tamaño de títeres, o cuando más de hormigas, y uno los mira desde arriba nada más que con un tranquilo interés científico carente de toda emoción. Si a menudo, allá abajo no se puede ver el bosque sin los árboles, del mismo modo, arriba, tampoco se pueden ver los árboles sin el bosque; de lo contrario, tanto el bosque como los árboles se vuelven tan infinitamente lejanos que casi se llega a dudar de su existencia. Por otra parte, tampoco importa mucho si existen o no.

Dudo seriamente si esta sensación egoísta de desprendimiento tiene algo de deiforme en sí, ya que por todo lo que se oye hasta las deidades paganas tienen un interés vital y aun desconcertante en los asuntos del hombre. Pero sea lo que fuere, hay algo lejano e inhumano en la perspectiva que le hace a uno sentir un desinterés impersonal mayor de lo que jamás se hubiese pensado. Repetidas veces hice un serio esfuerzo para concentrarme en los otros vértices de aquella «estrella de cinco vértices» en la que me vi incluido pasivamente. Pero nunca lo logré. Traté de figurarme a Clemency en Cachemira, de pensar si su amante habría aparecido o no y si habría reanudado sus relaciones ilícitas del año anterior. Traté de imaginármela junto a él y recuerdo haber reflexionado cínicamente si sería algo inerte la animación de Clemency. Traté de evocar las escenas en que Neville Bourdon los perseguía hasta su refugio secreto y, acompañado por su chacal Felix Sherry, se preparaba a darles un zarpazo y a forzar las cosas hacia un fin melodramático.

Pero las figuras no tomaban forma. Y, lejos de sentirme disgustado por mi miopía mental, nada me importaba. En Ghadarabad, Clemency había llegado a gustarme un poco y a disgustarme su desagradable marido. Ahora, a poca distancia de la línea de las nieves de verano, carecía yo de toda emoción que mereciese llamarse agrado o desagrado por cualquiera de los dos. Ellos y sus asuntos sórdidos estaban muy por debajo de mí, para que yo los despreciase o los tomase en cuenta.

Transportado así por el aire, con un orgullo espiritual, e interesado solamente en conservar mi cabeza en las nubes de la pseudodivinidad, caí víctima del justo castigo de Dios, pues, al no poder mantenerme en el suelo como correspondía, perdí apoyo, rodé unos doscientos pies por una morrena y cuando recobré los sentidos tenía un dolor intenso en el tobillo.

Gracias a Dios, fue solamente una torcedura. Aun esto es un asunto serio en esas regiones lejanas. De haber sido una fractura o aun una dislocación puede que no estuviera ahora contando esta historia.

Una morrena (como se sabe) es un amontonamiento de piedras y rocas que bordean un glaciar. Por suerte ya había cruzado el glaciar ileso y me acercaba a la boca de un paso en forma de U grande del que todavía no habían desaparecido los últimos vestigios de nieve. Silbaba a mis espaldas un viento agotador y era evidente que yo debía cruzar el paso y descender del otro lado de la ladera, relativamente protegida, antes de acampar a la noche. Por lo tanto, después de una muy breve pausa (me cercioré de que mi tobillo podía soportar, no con mucha firmeza y siempre que no le diese tiempo para endurecerse), me esforcé por subir a toda la velocidad que pude, que, naturalmente, no era grande.

A pocos pies de la cumbre del paso me senté un momento para cobrar aliento antes de intentar otro trecho, de aspecto peligroso, con nieve congelada. Un segundo después mi corazón dio un brinco y lo sentí en la garganta, cuando advertí unas pisadas en la nieve cuya visión me impresionó en tal forma que, si me hubiese quedado aliento, habría gritado.

Se debe tener en cuenta que todavía me sentía acobardado por mi caída y mi milagrosa escapada de la muerte. En realidad, estaba muy próximo al agotamiento total y, por lo tanto, no tenía la inteligencia muy clara. Además, el fuerte rugido de ese viento indecible era suficiente para perturbar mis facultades y falsear la ilación de mis ideas. Recuérdese esto para comprender mi tonta reacción al ver pisadas de gigante, de veinte pulgadas de largo por nueve o diez de ancho y de una profundidad que indicaba que quien las había hecho debía pesar una tonelada.

Para empeorar las cosas, una expedición al Everest había traído el año anterior otra cantidad de cuentos sensacionales tendientes a confirmar la leyenda siempre viva del «Abominable hombre de las nieves», ese supuesto monstruo fabuloso que, según se pretende, siempre aparece en la lejanas fortalezas del Himalaya y que defiende la inviolable virginidad de las nieves eternas. En otro tiempo me habría sonreído burlón, con el escepticismo de la juventud. Ahora, agotado frente a esas terribles huellas en las nieve, me sentí enfermo de horror.

La desesperación, y no el valor, me llevó a aclarar el asunto de una vez por todas. En todo caso yo no podía retroceder de esa morrena con un tobillo lastimado, ni tampoco podía quedarme donde estaba porque el viento venía cargado de pulmonía y cada momento a la intemperie me acercaba más a la muerte. Junté entonces los restos dispersos de mis nervios, encomendé piadosamente mi alma a Dios y seguí adelante, cojeando cautelosamente sobre la nieve.

Las enormes pisadas continuaban, indicando el camino del desfiladero y luego, desviándose hacia la izquierda, bajaban por la lejana falda. La nieve demostraba que las huellas eran recientes, que cualquiera que las hubiese dejado no podía estar muy lejos. Me sentía verdaderamente aterrorizado.

Cuando contemplé mis propias pisadas en la nieve, al arriesgar una mirada nerviosa detrás de mí, comprendí inmediatamente, con asombro, que eran apenas un poco más chicas que las que tanto me habían asustado. (Es sabido lo que ocurre cuando se camina sobre la nieve derretida).

Y mientras seguía contemplando este fenómeno y pensaba si estaba dormido o despierto, oí una rica voz de barítono que gritaba desde una distancia de doce yardas, ronca por la sorpresa pero con un destello de risa. Desfigurada por el viento, parecía exclamar:

—¡Qué me ahorquen! Es un verdadero antropoide, si no es un hombre. Un verdadero homo sapiens con vida.

Giré con tanta rapidez que perdí pie y volví a caer sobre la rabadilla, esta vez, afortunadamente, con suavidad y sin lastimarme más el pie. Cuando levanté los ojos contemplé a un hombre gigantesco. Por lo menos así me lo pareció. Estaba envuelto en un abrigo de cuero de oveja. Tenía una gran barba rojiza y cabello castaño, oscuro. Se dirigía apresuradamente hacia mí desde atrás de una pequeña roca que se encontraba a mi izquierda.

Al llegar él, yo ya había luchado para ponerme de pie. Pero todavía me sentía aturdido cuando me tomó la mano y la estrujó con un placer que me paralizó. Quizá por la impresión del encuentro, quizá porque ambos habíamos perdido la costumbre de hablar en nuestra lengua materna después de semanas de haberla abandonado, nada dijimos de muy coherente mientras él me arrastraba al socaire del viento, detrás de aquellas rocas protectoras, donde había una pequeña tienda de campaña armada, justamente debajo de un saliente. Allí nos encontramos murmurando mutuamente:

—Bueno, bueno.

—Mi nombre es Brazenose[6] —comunicó el hombre de pelo colorado—. Peter Brazenose, y si se sintiese usted tentado de hacer cualquier chiste grosero relacionando mi apellido con el estado actual de mi nariz azotada por el viento, le prevengo que yo mismo ya los he pensado todos. Además, podrían aplicarse igualmente a usted. Pero, bromas aparte, estoy encantadísimo de haberle conocido.

—No tan encantado como yo de verle a usted —repuse emocionado—. Vi sus huellas y pensé que era el «Abominable hombre de las nieves».

Echó atrás la cabeza y rió mostrando hermosos dientes blancos a través de una barba rojiza.

—No lo había pensado —contestó—. Pero la asociación no es inadecuada teniendo en cuenta mi actual estado. Usted me atacaría violentamente y con cierta justicia, si yo dijese que el mundo es chico. Es que no puedo pensar en otra expresión menos común que pudiese aplicarse a esta situación. Sin embargo, hay cierto elemento de fantasía en nuestro encuentro. A propósito, ¿quién es usted?

—Disculpe —dije—. Mi nombre es Poynings, Roger Poynings. De las Fuerzas de Frontera, pero asignado como ARO., en Ghadarabad. Estoy, por supuesto, de permiso. Entiendo que usted también lo estará.

Sacudió la cabeza.

—En realidad, no. Por extraño que le parezca, estoy cumpliendo una misión.

—¿Inspecciona la India? —aventuré un poco intrigado.

—No. En verdad, tendré algo que decirles a los muchachos del Servicio de Frontera cuando regrese a la India si alguna vez lo hago. El mapa que me han dado de esta región es un acertijo. Por ejemplo, este paso está por lo menos treinta millas al norte de donde dicen ellos que está, como usted probablemente habrá observado.

—No lo he observado por la muy sencilla razón de que dejé todos mis mapas en casa y de que he viajado casi a ciegas. Sería un alivio ver cualquier mapa que pudiese decirme dónde estoy, con una aproximación de cien millas más o menos.

—Yo podría indicárselo, pero eso puede esperar. Pongámonos al abrigo y después hablaremos. Cuando usted llegó me disponía a encender fuego. Creo que algo caliente le hará bien.

Me indicó el camino hacia su tienda y yo lo seguí renqueando.

—¿Se lastimó el pie? —preguntó al volverse de pronto y verme cojear.

Expliqué mi pequeño accidente y se compadeció de mí.

—Es mejor que descanse aquí por lo menos unas treinta y seis horas —insinuó mientras se ocupaba del fuego—. Es extraño, estaba justamente pensando si continuar mañana o no, pero su llegada lo resuelve. Un día de vida en común nos hará bien a los dos, es decir, si usted puede aguantarme. A propósito, tengo bastantes conocimientos de medicina y tal vez pueda serle de alguna utilidad. Como medida provisoria, le receto dos cucharadas bien llenas de ron y tragarlas lenta y reverentemente. No quiero ser ofensivo, pero usted parece muy cansado.

—No me siento muy bien —reconocí—. ¿Realmente puede usted privarse de su ron? —añadí con avidez al ver el inmenso frasco. Brazenose asintió y yo bebí agradecido. Era un alcohol fuerte y de mucho cuerpo, lo cual inclinó la balanza lo necesario para que yo permaneciera relativamente consciente.

—No he comprendido bien qué hace usted en estas alturas —continué—, pero tengo la sensación de que me ha salvado la vida. Estas barbas son endemoniadas para disimular las facciones tanto como la personalidad. ¿Está usted en el Ejército?

—¡Oh! No. —Hizo una pausa para atizar el fuego y rió de una manera al parecer inconsecuente—. No en su Ejército por lo menos, aunque… —resopló otra vez el fuego—. No soy ni siquiera lo que en estos lugares llaman un «Civil», con C mayúscula. No creo… que usted entienda gran cosa, pero, en realidad viajo para IPSO.

A espaldas de él fruncí el ceño, con gran asombro aunque estaba demasiado cansado para demostrar sorpresa. Los acontecimientos me habían superado. La vida pasaba a prisa con una velocidad impresionante. Jamás había oído hablar de IPSO y no sabía si sería una comida de perros o un medicamento patentado. Quizá me impresionara como anómalo que alguien viajara por algo en esas regiones despobladas y desoladas, pero… ¡qué diablos! No se parecía a un viajante de comercio ni a un vendedor ambulante y su voz tenía un ligero sonido académico. En realidad, esto no me interesaba.

A pesar del ron pude haber caído en coma (proceso peligroso si no fatal en aquellas latitudes) si no fuese por la deliberada charla del Brazenose de la nariz roja. No era tanto una conversación como un monólogo. Mi cerebro se había vuelto lento hasta el punto de que precisaba mucho tiempo para que lo penetrara cualquier cosa que él me dijera y renuncié a seguir el hilo. Me sostenía una confusa certeza de que, si pudiese dormir durante toda la noche que se aproximaba, estaría bien por la mañana. Pero debía dormir. Dormir era lo principal…

Dormí un rato, quizá unos diez minutos, quizá veinte, sentado, donde me había dejado caer, apoyado contra esas benditas rocas que desafiaban al viento. Quizá fuese media hora porque, cuando abrí los ojos, vi otra vez que Brazenose no sólo había conseguido que el líquido de una olla alcanzara el punto de ebullición en el fuego, sino que se había empeñado, muy noblemente, en instalar mi endeble tienda de campaña muy cerca de la suya. Sin embargo, parecía apenas posible que hubiese dormido más de cuarenta segundos porque él todavía seguía hablando como si yo hubiese estado despierto todo el tiempo, aunque me daba la espalda y yo no podía oír la décima parte de lo que decía.

El sol ya desaparecía detrás de las cúspides del Oeste, cuando comimos una rápida e improvisada comida acompañada con el cacao caliente de la olla. Aunque tenía los ojos abiertos, yo no pensaba todavía en otra cosa más que en dormir. Conseguí mascullar unas palabras de agradecimiento por la gentileza que me demostraba, pero Brazenose las rechazó con un ademán de sus firmes manos de dedos cuadrados.

Me ayudó en mi instalación e insistió en revisarme el tobillo dañado, examinándolo y moviéndolo con suave habilidad. Declaró que era una simple torcedura como yo esperaba y me lo frotó con puñados de nieve y una venda de crespón que le dio la protección y la comodidad que precisaba. Luego, habiéndome acomodado todo lo bien que permitían las circunstancias, se dispuso a dejarme tranquilo.

—Volveré a verlo más tarde —prometió—, aunque creo que usted se quedará dormido en seguida. El inconveniente es que no traigo luz artificial, a excepción de una linterna, y tengo algo que leer antes de que oscurezca.

Moví la cabeza, soñoliento. Luego, convencido de que la conversación hasta ahora había sido únicamente mantenida por una sola parte, pregunté cortésmente:

—Dígame, Brazenose, ¿vende usted mucho IPSO por estos lugares?

Él me contempló un momento con evidente asombro, y al notar que yo no había sido sarcástico echó atrás la cabeza y rió ruidosamente. Las explosiones de carcajadas de su regocijo resonaban en forma imponente en las rocas desoladas.

—¡Magnífico! ¡Magnífico! ¡Magnífico! —rugió encantado cuando pasó el espasmo—. ¡Oh, excelente, mi querido Poynings!… Sé que usted no quiso ser gracioso, pero su pregunta es perfectamente deliciosa. ¿Vende mucho IPSO por estos lugares?… ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —Sus convulsiones se repitieron.

—Lo lamento mucho —dije cuando paró para tomar aliento—. Parece que he dicho algo muy tonto, pero, francamente, no tengo idea de qué transporta en sus viajes.

Esto lo hizo reír de nuevo de tal modo que todo el desfiladero resonaba con sus gritos.

—¡Mejor que mejor! —gritó después—. Así que yo trafico «en» IPSO, ¿no? ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Jamás he dicho eso. Tal vez haya dicho que viajo «por» IPSO, pero de ningún modo «con». Dígame —continuó mientras se limpiaba los ojos con la manga de la chaqueta de cuero de oveja—. ¿Qué evoca en su mente la palabra IPSO? ¿Un remedio para la tos?, ¿una cámara fotográfica de bolsillo?, ¿un cereal para el desayuno?

Mantuve una sonrisa cansada.

—Dígamelo usted —insinué—. A no ser que sea confidencial…

Gorgoteó otra vez y dio un tirón vigoroso a su barba rojiza como para impedir que su boca siguiera riéndose. Tenía la risa más contagiosa que jamás he oído, pueril en su espontaneidad y encantadora sin afectación, pero madura en su resonancia profunda. Al observarle, se me ocurrió de pronto que era un hombre de más edad de lo que yo le había dado al principio. Cuando le vi entonces, con el brillo rojo del sol poniente de lleno sobre su cara, dudé de que tuviera menos de cuarenta.

—¿Así que usted jamás ha oído hablar de IPSO? —comentó con un sutil pestañeo en sus ojos párpados—. Bueno, no hay motivo para que lo sepa y creo que muchos ingleses viven felices ignorando su existencia. Por supuesto que soy inglés, pero IPSO es una organización italiana o, más exactamente, romana. El título completo es Istituto Pontificio di Studii Occulti. Lo llamamos IPSO para abreviar.

—No lo censuro. Pero dicho sea de paso, ¿qué quiere decir?

—En lenguaje corriente, Instituto Pontificio de Estudios Ocultos. Es una organización «papista», como usted podrá comprender. Su objeto: investigaciones. Nuestra tarea es investigar aquellas «otras cosas del Cielo y de la Tierra» con las que jamás Horacio hubiera podido soñar.

—¡Diablos! ¿Quiere usted decir, apariciones y demás?

—En efecto. Todo lo relacionado con lo que se llama vagamente el mundo de los espíritus. Fantasmas y apariciones, por supuesto, pero también asuntos más oscuros como brujería, demonología, magia oculta, espiritismo, ectoplasmas, espíritus y cosas que hacen ruido por la noche. Apariciones, milagros, fenómenos anormales, voces de espíritus, emanaciones, telepatía, precogniciones, manifestaciones metapsíquicas y demás. Abarcamos un campo enorme. Supongo que a usted le parecerá una tontería, Poynings, pero usted sabe… bueno, que hay «cosas del Cielo y de la Tierra» y otras que no pertenecen a ninguno de estos dos reinos. Se sorprenderá. De todos modos, esto es IPSO y yo soy el delegado del Instituto debidamente acreditado en esta parte del mundo.

—¡Santo Dios! —Lo miré con renovado asombro—. ¿Supongo que usted no será sacerdote?

—Desde luego que lo soy. Padre Peter Brazenose, S. J. es mi nombre oficial.

—¡Un jesuita!

—Lo confieso, señor. No uso el alzacuello en estos lugares, pero…

—¡Esto es fantástico! —exclamé pugnando por enderezarme—. Diablos, Padre, yo he sido educado por los jesuitas.

Esto le sorprendió.

—¡Dios me bendiga! ¿En Stonyhurst?

—No… en Beaumont.

—Bueno, bueno. —Volvimos a estrecharnos las manos con una nueva intimidad entre nosotros. Y como éramos humanos, el aire vigoroso de la montaña repitió nuestras expresiones de admiración, excusablemente triviales, por el destino extraño que había hecho que nos encontráramos en este lejano lugar. Hablamos hasta que la luz empezó a debilitarse.

—Debo dejarle —exclamó el Padre Brazenose al levantarse—. Todavía tengo que leer una buena parte del Oficio y no me atrevo a gastar mi linterna. Trate de no quedarse despierto. Mañana será otro día y dedicaremos una gran parte de él a sacudir la mandíbula. Tal vez sería más adecuado decir sacudir las barbas. —Rió—. Muchas veces he pensado lo encantado que estaría el universo si lograra una fotografía mía en este estado. «Un jesuita barbudo busca Espíritus por las cimas de las montañas» sería una noticia de primera categoría y una variación muy bonita, aunque quizá poco edificante, si yo estuviese empuñando un frasco de ron. Bueno, le diré buenas noches por si le encuentro dormido más tarde. Descanse bien y ¡que Dios le bendiga!

—Buenas noches, Padre.

—Ataré la tienda para usted. A propósito, diré la Misa poco después del amanecer. Tengo un equipo portátil y ese saliente de la roca será el mejor altar que haya encontrado desde hace una semana. Si está usted despierto…

—Llámeme y trataré de ayudarle —dije—. Soy un poco torpe pero probablemente recordaré.

Frunció los labios.

—Veremos cómo sigue el tobillo. Si está demasiado endurecido puede quedarse en cama como Felipe de España —agregó.

Aseguró la tienda de campaña y luego oí que se alejaba. Me quedé dormido.