9. UN MILAGRO BAJO LA NIEVE

Como había proyectado, partí para Ghadarabad el primer día de mayo y pasé los dos meses siguientes solo, vagando por las montañas del oeste del Himalaya.

Para que esta historia llegue a ser considerada como verosímil y a tener cohesión, es esencial que se den por ciertas las palabras que escribiré en este capítulo. Debe entenderse que relato estas cosas con un espíritu sereno y fiel y que están destinadas a ser leídas así. En ellas nada hay de simplemente figurativo y alegórico. Cuando me lo propongo, soy un buen mentiroso. Como autor de novelas, miento para ganarme la vida y reconozco que a menudo he engañado a mis queridos e inteligentes lectores con simples tretas tramadas vergonzosamente. Por ello los perdono si declaran que no creen una palabra de lo que digo. Mas, repito, ahora voy a decir únicamente lo que ocurrió de verdad. Si el lector no me cree, tanto peor, pero espero que tenga la amabilidad de hacer el esfuerzo.

Como le dije a Bourdon, no tenía planes determinados ni fijado el itinerario. En realidad, mi viaje fue aún más fortuito de lo que había pensado porque, en mi deseo de escapar al calor y a la fetidez de Ghadarabad, olvidé recoger los mapas oficiales y no tuve más guía para mis pasos que mi innato sentido de orientación, y un mapa, en muy pequeña escala, arrancado de un atlas de un chelín, que descubrí en un refugio al pie de las montañas.

Además, yo no era un montañero práctico y, anteriormente, no había llevado a cabo otra hazaña que escalar el Chanctonbury del lado de Wiston. Viajé aligerado, viviendo al aire libre y sin más compañía que algún guía ocasional para llevar mi escaso equipaje. Sin embargo, poco a poco fui aproximándome a la línea de las nieves del Himalaya (ese año la primavera venía atrasada) y la vista de aquellas imponentes cumbres blancas me tentaron a seguir mirando al Norte y a trepar humildemente entre los helados picos del mundo.

La tentación era normal, pero fue una locura caer en ella. Carecía, no sólo de la experiencia necesaria para semejante proeza, sino también del equipo apropiado. Mas era joven y la confianza que en sí misma tiene la juventud es una ayuda muy eficaz en la aventura. Aparte de esta confianza en mí mismo y de una gran fuerza física, tenía el don de apreciar la belleza y una gran facilidad para los idiomas. Lo primero sostuvo mi espíritu y lo alentó para nuevos esfuerzos mientras que lo segundo me permitió descansar y refrescar mi cuerpo en los caseríos y moradas esparcidos por esos lugares y, con menos frecuencia, en la habitación para huéspedes de algún lejano monasterio tibetano. Virtualmente, no soy capaz de aprobar un examen escrito de ningún idioma. Sin embargo, puedo hacerme entender adondequiera que vaya.

Cuando, para pasar la noche, me detuve en un pequeño grupo de cabañas, a una milla debajo de la línea de las nieves de verano, al contemplar las cumbres deslumbrantes, pregunté qué había más allá, la gente del lugar sonrió compasivamente, con esos ojos mongólicos oblicuos, respondiéndome que era Bhotial (así llaman ellos al Tíbet) y que la aldea más próxima, en esa dirección, quedaba a dos días de marcha dura en ascenso y otro día en descenso del otro lado. Cuando inquirí si yo podía llegar hasta esa aldea, los hombres permanecieron callados e inescrutables en tanto que la mujer del caserío (pues la Naturaleza ha dispuesto que la poliandria sea el orden social del alto Himalaya) sometió mi cuerpo a un examen de valuación tan franco y prolongado que me sonrojé con una modestia insospechada. Al final, ella saludó agachando su hermosa cabeza y articuló unas sílabas que comprendí expresaban una afirmación.

Descansé un día y una noche en aquel lugar y al tercer día partí de nuevo rumbo al Norte. Se ha de saber que existe una locura que ataca a los hombres en las alturas: es una especie de impulso maníaco de avanzar siempre hacia arriba que no se diferencia de aquella enfermedad mental que los franceses llaman la «fiebre del horizonte». A pesar de la vehemencia con que los teólogos y filósofos que se quedan en casa anatematizan la idea, no se puede negar, sin embargo, que un «espíritu grande» está suspendido sobre la bóveda del mundo y lo induce a uno a seguir adelante en pos de una atracción magnética de tal poder que difícilmente se puede resistir. Pero no complicaré este relato de hechos desapasionados con asuntos puramente metafísicos.

Recuerdo que en los tres días que siguieron, según todas las leyes de probabilidades y de razón, en varias ocasiones debí perder la vida. El adagio popular está equivocado porque en realidad no hay peor loco que un joven loco. Sin experiencia y mal equipado, solo y sin guía, patiné y me resbalé peligrosamente sobre la maraña helada de montañas, escapando a la muerte por una serie de casualidades que me cortaron el aliento y me dejaron jadeante, balanceándome con vértigos en el mismo borde de la eternidad. No voy a explayarme aquí porque esto es ajeno a mi historia principal, que puede parecer bastante increíble por sí misma (como ya he sugerido), sin agregarle cargas.

Baste decir que, después de sesenta horas en aquel purgatorio resplandeciente, llegué por fin a la aldea de que me habían hablado mis amigos del otro lado de la cordillera. No me pregunten cómo llegué ni cómo me libré de perder el camino en esa inmensidad intransitada. Creo que fui conducido allí, aunque no puedo juzgar si fue por el influjo del «espíritu» de esa región o por la ilimitada caridad y omnipotencia de Dios. Estaba congelado, hambriento y casi ciego por el resplandor de aquellas nieves impotentes. Mis piernas, apenas tenían fuerza para frenar mi descenso de esa última y larga ladera… Pero llegué y la mujer de la aldea me recibió amablemente, sin sorpresa visible, como si los ingleses tuviesen la costumbre de aparecer, día sí día no, en aquella lejana falda de la montaña, lo que no era así, por cierto.

Me instaló en la pequeña cabaña de huéspedes oscura, llena de piojos. A gritos, puso a mis órdenes sus cuatro maridos torpes y atendió a mis necesidades generales que eran grandes. Más tarde, después de completar mis ropas inapropiadas con una manta enorme de cuero, me narcotizó con un cocimiento de opio y me dejó dormir durante más de veinte horas.

Cuando hube despertado de este sueño reparador y satisfecho mi apetito, habiéndome lavado hasta donde era posible en esas condiciones, salí de la cabaña de huéspedes y fui a explorar la aldea a la que tanto me había costado llegar. Era muy pequeña y se precisaba todo el poder de los lentes de la juventud para encontrarla por lo menos pintoresca. En realidad era nada más que un lunar feo en la cara de ese país enorme, pues las cabañas eran chatas y sin belleza, elocuentes en su pobreza y en su abandono sin remedio. No alcanzaban a veinte, edificadas al acaso, aquí y allá, dondequiera que la superficie del suelo tuviese más o menos una o dos yardas en plano horizontal. La población total debe de haber sido de cien almas, incluyendo muy pocas criaturas. Como en todas partes de estas regiones, los hombres excedían en número a las mujeres, en la proporción de cuatro o cinco por cada una. Cada familia se componía de una mujer y de varios hombres. La dueña de mi casa ocupaba la posición de Mujer Jefe de la aldea. El standard de vida era, diría yo, lo más bajo que puede encontrarse en cualquier parte del mundo. Sin embargo, la gente parecía tranquilamente feliz e ignoraba el descontento.

Mi aparición despertó poco interés. No fui reverenciado como un Dios ni evitado como un diablo. Los habitantes de la aldea me miraron al acaso, cambiando saludos que no eran ni hostiles ni afables, y luego continuaron con sus entretenimientos normales. Sencillamente parecían darme por aceptado y carecer de curiosidad. Su actitud desinteresada era muy desconcertante.

Ocurrió entonces que el cuarto día de mi estancia en la aldea murió una criatura, una niña de siete u ocho años. Se comprenderá, por lo que he dicho sobre la aguda desproporción entre hombres y mujeres en aquellos lugares que, desde el punto de vista de la comunidad, la muerte de esta niña era tanto más trágica a causa de su sexo.

Todavía ahora no dudo de que murió, pues yo mismo luché una noche entera por su vida y la vi irse. No era médico; empero, estimé que aun mi conocimiento superficial de la medicina occidental era, por necesidad, inmensamente más eficaz que los hechizos y los bebedizos de esos tibetanos ignorantes. Por humanidad yo debía hacer cuanto pudiera.

Según mis observaciones de aquel momento y las conversaciones que después he sostenido con varios médicos, yo diría que la criatura falleció de un trastorno gástrico de forma maligna, pero, en realidad, el hecho no tiene mayor importancia. Puedo atestiguar que murió mientras mi mano le tomaba el pulso; que aunque le puse un espejo de bolsillo en sus labios con la idea desesperada de que todavía pudiese haber vida en su cuerpo, no hubo ni un vestigio de reacción ni tampoco cuando ensayé retorcerle un dedo. Atestiguo también que los varios tibetanos que la examinaron en mi presencia estuvieron tan desdichadamente seguros como yo de que la vida se había extinguido. Y declaro que, como sólo podía esperarse, el rigor mortis se inició con la rapidez que es inevitable en alturas tan grandes.

Pido disculpas por extenderme en tanto detalle, pero es esencial mostrar que la niña estaba verdaderamente muerta.

El día tenía cuatro horas cuando la criatura murió y todavía no era el mediodía cuando llegó a la aldea un viejo que era prior de un monasterio distante más de cuarenta millas, del otro lado de las nieves… Y él la resucitó.

Este viejo vino sin ser llamado y la noche anterior había dormido en su propia celda en el monasterio, a tres días de dura marcha.

Con verdadera pena comprendo que esta declaración no será creída. Sin embargo, es perfectamente cierta.

Quienes tengan suficiente caridad para no pensar que he mentido deliberadamente (teniendo en cuenta mi reciente disertación sobre el asunto) se apresurarán en asegurarme, como me han asegurado muchas veces en los años transcurridos, que la criatura jamás murió, sino que sufrió una especie de trance cataléptico. Sólo puedo replicarles que, en ese caso, habrá sido una forma de catalepsia completamente desconocida por la ciencia y que difiere de todas las formas conocidas, por los síntomas como por la intensidad que alcanzó. Puedo probarlo por el testimonio de medio Harley Street, de varios profesores del continente y por el doctor Sin Quen Chiang, de la Universidad de Peiping, que es la principal autoridad actual en catalepsia.

No, la criatura estaba muerta, tan muerta como la hija de Jairo, y ese lama muy viejo la despertó de la muerte.

Más aún; el milagro pareció provocar mucho regocijo, aunque muy pequeña sorpresa, entre los aldeanos. No pretenderé que ellos lo aceptaron como un hecho común, pero su espíritu se turbó mucho menos que el mío. Según parece, lo mismo había ocurrido antes, en ese lugar. Era simplemente un hecho extraordinario, pero no sin precedentes. Como regla general, las muertes pasaban inadvertidas o por lo menos sin obstáculos para el Mahatma (como llamaban al viejo lama). Mas en ocasiones relativamente raras, a Su Santidad le complacía intervenir. Tal había hecho en el caso de esta niña. Que interviniese, era la excepción más que la regla, pero estas excepciones no eran de ningún modo extrañas. La única vislumbre de una regla parecía ser que esa intervención siempre era en favor de jóvenes y jamás de ancianos, de mujeres y jamás de hombres. Salvo tal vez en su propio caso, el Mahatma parecía no tener interés en prolongar la vida más allá de su duración humana natural. Solamente a veces devolvía la vida a una joven a quien le había sido prematuramente arrebatada, y cuya muerte aumentaría la seria disparidad entre los sexos. Aun en tales casos, no siempre intervenía. La decisión residía, al parecer, en el juicio inescrutable del Mahatma.

Zang naK’ng —me explicó la mujer de la aldea con un tranquilo encogimiento de hombros—. «El tiene el Poder».

Y esa misma tarde estaba yo acurrucado, cubierto con la manta de cuero, fuera de la cabaña de huéspedes, disfrutando del calor débil y lejano del sol poniente, maravillado alternativamente por la gloria del cielo occidental y por los acontecimientos asombrosos del día, cuando de repente sentí que se acercaba el Mahatma. Dibujándose contra la luz del sol, vi la silueta de su alto cuerpo encorvado que se aproximaba por el abrupto sendero, desde el centro de la aldea. Uno o dos minutos después, habiéndonos saludado mutuamente, estaba en cuclillas a mi lado, sobre la roca escarchada.

Como he dicho, era muy anciano. Sin embargo, su edad tenía algo de singularmente indefinido. Su rostro, tan amarillento y arrugado, podía ser el de un centenario, pero sus ojos despiertos representaban una edad mediana. Su cuerpo estaba agobiado y extenuado, aunque podía desarrollar una actividad extrañamente atlética cuando era necesario. Usaba la túnica acostumbrada de los lamas, de moletón rojo oscuro, muy desvaída y muy gastada. Un gran rosario de metal ceñía su cintura y pendía de él un lápiz también de metal.

Hasta ese momento este anciano (¿cómo lo diré?)… tal vez me había asustado un poco. No es ésta completamente la palabra apropiada, pues no sentía ningún terror físico por él. Sin embargo, es inútil negar que su milagro, al parecer casual, me atemorizó más de lo que yo estaba dispuesto a admitir, aun ante mí mismo. Todo ese día estuve repitiéndome que debía de haber algún error. Para mi mentalidad occidental, era difícil aceptar la prueba de mis propios ojos. Había visto cumplirse un gran milagro. Sin embargo, no podía admitir que fuera un milagro. Me habían educado en la creencia de los milagros, pero la fe abstracta no bastaba para lo que yo había contemplado. Tenía la impresión de que me habían hecho una jugada. Que los aldeanos, el Mahatma y la niña «muerta» formaron, unos con otros, un complot a fin de engañarme. Pero no comprendía cómo se había desarrollado la jugada. Me desconcertaba desde todo punto de vista.

A pesar de todo, debía de haber sido un ardid. Era lógico. Y creo que sentía temor del Mahatma por la única razón de que él debía ser un gran brujo y no un gran hacedor de milagros. Se mezclaba a mi terror una sensación desoladora de desengaño, igual a la que siente un hombre cuando un prestidigitador de music-hall le hace pasar vergüenza.

Siendo así, sólo puedo imaginar que se forjó otro milagro cuando el anciano se me apareció en la puesta de sol, pues en ese instante todos mis sentimientos anteriores desaparecieron y quedé avergonzado por la loca ligereza de mi incredulidad. Supe entonces, aun antes de que él abriese los labios, que no era un simple brujo. Estaba rodeado de una especie de «aura»: de una emanación de poder que dispersó mis débiles dudas. Desde el instante en que él se sentó a mi lado supe que era un hombre muy santo a quien le habían dado el poder de luchar con las fuerzas de la naturaleza: hasta con la misma muerte… Sin embargo, aunque esta revelación me sorprendió, no tuve miedo.

Sólo cuando él empezó a hablar, volvió gran parte de mi terror. Lo comprendí bastante bien porque, en mi honor, habló una especie de dialecto bastardo de la montaña de Punjabi que yo podía seguir con relativa facilidad. Y cuando le contesté en una espantosa mezcla de idiomas (Punjabi, Urdu y muy poco tibetano), él también me entendió. Después de reflexionar, estoy seguro de que él me hubiese seguido igualmente si hubiera hablado inglés, magiar o el idioma del pueblo bajo de Norteamérica. Pero en ese momento yo estaba demasiado interesado en otros asuntos para preocuparme por tales pensamientos. Pronto me convencí de que el Mahatma no sólo tenía Poder, sino también Sabiduría.

En vez de interrogarme, procedió a hablarme sobre mí mismo, no ya simplemente de mi viaje material desde la India (que describió casi paso a paso), sino también sobre los secretos de mi espíritu: habló de cosas tan hondamente escondidas dentro de mí que hasta yo casi ignoraba que existiesen. Disecó mi mente como un cirujano lo hace con un cuerpo y lo hizo tan tranquila, tan desapasionada y tan confiadamente que no sentía ningún dolor salvo un poco de vergüenza.

Tenía una suprema clarividencia o telepatía y no empleaba ninguna de las tretas o frases de un adivino charlatán. Su forma de expresarse era el análisis desapasionado de un patólogo experto. Hablaba con una convicción pausada, en un tono que no condenaba ni ensalzaba.

Normalmente, es muy incómodo representar el papel de paciente en una autopsia psicológica de esta especie, si no se es un exhibicionista patológico, caso que no es el mío. La práctica de leer el pensamiento en un grado absoluto, difícilmente conduce a relaciones amistosas entre extraños porque el hombre rechaza el estremecimiento de otra inteligencia en los huertos secretos de la suya. Empero, aquí hubo otro milagro: porque mientras se efectuaba la disección el Mahatma sin ninguno de los anestésicos acostumbrados de cortesía, yo no sentí ningún dolor. El procedimiento se asemejaba a una confesión invertida, en la cual el sacerdote, místicamente agraciado, percibe y enuncia los secretos de nuestro corazón, en vez de cumplirse el procedimiento contrario.

Por extraño que parezca, el proceso era tan falto de dolor que gradualmente me puse temerario y, obligado a reconocer el genio del Mahatma para percibir el pasado y el presente ocultos, le pregunté (todavía en esa curiosa mezcla de idiomas) si no se dignaría también predecir el futuro. (Al hacerlo pequé contra la disciplina de mi Iglesia, pero estoy relatando los hechos tal como ocurrieron y no como debieron de haber ocurrido). Al preguntárselo, el Mahatma calló por un momento y al final, volviéndose hacia mí, dijo que yo llegaría sin peligro a la India, aunque tres días después de la fecha señalada; que en mi viaje me encontraría con un «hombre santo», de mi misma raza, «que venía en busca de la Verdad» (doy la interpretación más literal de las verdaderas palabras del Mahatma) y en cuyas investigaciones yo desempeñaría un papel pequeño, pero importante; que en la segunda luna llena, después de este primer encuentro, volvería a hallarme con este «explorador de la Verdad», también en forma inesperada, pero en circunstancias muy distintas a las de nuestro primer encuentro; que lo encontraría por tercera vez en un futuro tan distante y confuso, que su figura todavía estaba indefinida, pero sería en «una hora de muerte» (otra vez interpreto las palabras en su sentido literal más completo). Y también predijo otras cosas que no expongo aquí puesto que no tienen relación con la historia.

Luego concluyó, mientras se levantaba, envolviendo su cuerpo descarnado en su túnica roja descolorida:

—No es prudente que usted sepa por ahora más que esto. Usted no cree lo que he dicho; sin embargo, ha de recordar mis palabras cuando a su debido tiempo se cumplan las cosas.

Murmuré algo, entre amable y evasivo porque, a pesar de su conocimiento aparentemente milagroso del pasado, en mi fuero interno me sentía escéptico sobre sus poderes.

—Llévele un mensaje de mi parte a ese «explorador de la Verdad» que usted hallará en el viaje —añadió después de reflexionar—. Dígale que me ha de encontrar en mi gran monasterio en Tsingpu desde ahora hasta que termine la luna y que, si él considera que la recompensa merece el viaje, lo recibiré con placer y le expondré los aspectos de la Verdad que se me ha permitido conocer. Que esté prevenido, no obstante, pues el camino a Tsingpu es duro, largo y lleno de peligros. Sin embargo, más duro, largo y peligroso todavía es el Camino a la Verdad del Espíritu. Si él tiene valor, fortaleza y anhelo de la Verdad, déjelo venir. Pero si carece de estas cosas… —Un movimiento de sus muñecas huesudas indicaba la infructuosidad de una expedición tan mal dispuesta.

Y luego, cuando me hube levantado y cuando nos saludamos mutuamente con una seria cortesía que parecía ridículamente anómala en aquel lugar, se alejó de mí y no volví a verlo. Una hora después, la mujer de la aldea me trajo la cena, me dijo que el Mahatma había partido como había venido, invisible para los ojos humanos. Y cuando, todavía con poca fe, yo parecía dudar, ella sacudió sus hombros cuadrados y dijo suavemente:

Zang naK’ng. El tiene el Poder.

Yo, Roger Poynings, fabricante de engaños, novelas, imaginaciones, invenciones e ilusiones, declaro solemnemente que todo cuanto he escrito sobre este asunto es la verdad, la verdad completa, y nada más que la verdad. Créase o no, poco me importa.