Hasta donde yo recuerdo, el fin del invierno y los primeros días de primavera transcurrieron sin ningún hecho especialmente memorable. La forma y figura de nuestro pentacle no se modificó aunque puede haber habido pequeñas variantes en su tensión y tirantez. La brecha abierta entre Neville y Clemency tendía a ensancharse un poco y en compensación puede haberse estrechado el vínculo entre las parejas Clemency-Nan y Neville-Felix Sherry. Pero aun estos cambios pueden haber sido imaginarios más que verdaderos, potenciales más que de hecho.
Tampoco se produjo variante perceptible en mis propias relaciones con los cuatro. Rara vez veía a Bourdon, pero cuando nos encontrábamos nos manteníamos en términos bastante cordiales. Si Sherry había informado a Bourdon sobre el episodio de la puerta de comunicación, éste tuvo la inteligencia de darle su justo valor. O bien, como dijo Clemency, se lo había reservado para utilizarlo en una ocasión conveniente. Con Sherry mis relaciones continuaban exteriormente corteses, a pesar de que no me agradaba más de lo que yo le agradaba a él.
Con Miss Candler, la de ojos verdosos y cabello veteado, me llevaba mejor de lo que pensé. Una vez que hubo comprendido que no competía con ella en los favores de Clemency, y que, por lo tanto, no era un rival, suavizó la rigidez de su actitud y se volvió tan amistosa como puede serlo con un hombre una joven de su tipo. Nunca me hice ilusiones de que me aprobara, pero creo que tal vez me consideraba como el menor de los tres peligros, es decir, el menos nocivo y amenazador de los compañeros que rodeaban a Clemency.
Con la propia Clemency las cosas continuaban en la misma forma de antes. Su inesperado estallido de sinceridad y aquel beso impulsivo que le di no tuvieron consecuencia. Ella no lo interpretó equivocadamente y por este motivo no la vi ni más ni menos que antes. No intenté repetirlo y de su parte nunca nació otro ímpetu de confiarse. ¿Por qué había de hacerlo, cuando en aquellas pocas frases me había dicho, en esencia, todo cuanto había que decir? Su carácter no era caviloso como para estar volviendo siempre a exponer y a explicar su caso.
Los días y las semanas pasaron lentamente, hasta que por fin llegó el mes de abril. El calor y la fetidez fueron de nuevo en aumento. Los días se alargaron.
La partida de Clemency había sido fijada para el 15 y partió puntualmente ese día. Pero…
Créase o no, Neville Bourdon salió repentinamente de gira el 12, por quince días, sin previo aviso y sin ni siquiera despedirse de su esposa. Por consiguiente, yo, acompañado por Felix Sherry, que se mostraba indiferente e ineficaz, la llevé a la estación. Me ocupé de su equipaje, le busqué asiento en el tren correo de Punjab e hice todo lo habitualmente necesario. Hasta tuve que prestarle el dinero que su marido olvidó dejarle antes de su desaparición, tan inicuamente calculada. Nan Candler ya había partido para Simia una semana antes.
Como Sherry estuvo presente en nuestra despedida, Clemency y yo nada nos dijimos sobre la posibilidad de encontrarnos en Cachemira. En realidad, todavía yo no había hecho planes con mayores detalles para mis vacaciones, fuera de ofrecerme algunas semanas de gloriosa soledad en el lejano Himalaya. Sin embargo, entre nosotros hubo un tácito entendimiento de que trataríamos de vernos si acaso me detenía cerca de donde ella se encontrara y nos contentamos con dejar las cosas así.
El bungalow parecía extrañamente vacío y solitario sin Clemency, al punto que fue un alivio el retorno de Bourdon, pocos días antes de mi partida.
Él «apareció» en mis habitaciones esa misma tarde, lo que retrasó mucho mi tarea de embalar. Con gran esfuerzo me contuve de decirle lo que pensaba de su monstruosa conducta al permitir que su esposa partiera sin su ayuda. En cambio, tratamos acerca de la reserva de las habitaciones mientras yo estuviera de permiso. Estuvo de acuerdo en que las retuviese y agregó uno de sus chistes típicos referentes a que se vería en la bancarrota si no pudiese contar con mi renta… «¡Ja, ja!».
Cosa extraña, lo encontré de mucho mejor humor que de costumbre y poco a poco me fue pareciendo que en cierta forma se sentía como un escolar en vacaciones, del mismo modo que Clemency cuando se fue. Ella, ¡pobre chica!, poco había dicho, pero sólo un ciego habría dejado de advertir el contenido deseo de marcharse que la dominaba en las semanas anteriores a su partida. Yo sabía también que se sentía obsesionada por un indecible temor de que ocurriera algo a última hora que viniera a interponerse en sus planes. Cuando llegamos a la estación, la vi mirar a su alrededor con ojos cautelosos por la ansiedad, como si temiese que Neville pudiera aparecer detrás de un montón de equipaje y llevársela de vuelta al cautiverio. Cuando el tren se puso en marcha, el alivio en sus ojos fue poco menos que patético. Yo no podía considerarla tonta por esto, porque era muy de la política de Bourdon tenerla en ascuas. Jugaba como el gato con el ratón, y difícilmente podía yo creer que esa sorprendente resolución de salir de gira respondiese únicamente a un acto calculado de descortesía.
Y ahora, mientras bebía mi whisky y fumaba un cigarrillo, Bourdon me pareció más expansivo, más franco de lo que había estado desde el regreso de Clemency, en otoño. Sus chistes eran tan pesados como siempre, pero yo podría haber jurado que el hombre se sentía inexplicablemente despreocupado y alegre. No lo encontré más agradable por esto. En realidad, había algo ligeramente perverso en su buen humor, como si en su fuero interno estuviese tramando un plan cuya realización llegara a la ansiada meta. Sus maneras me molestaron vagamente y sentí que se preparaba algo peligroso. Al partir Clemency, no había podido saber nada definido sobre los proyectos de Bourdon, y con la remota esperanza de tener éxito donde ella había fracasado, lancé una pregunta al azar. Pero él estuvo más evasivo que nunca.
—No he tenido tiempo de pensarlo todavía, viejo —me aseguró al servirse otro vaso—. Es un trabajo endiablado el mío, quiero decir, estando solo. Es muy fácil robar diez días aquí y quince allá; mas pocas veces se puede abandonar el trabajo durante dos meses seguidos. Se lo pediré a mi superior, pero no tengo muchas esperanzas.
—¿Esto significa que usted no podrá reunirse con Clemency en Cachemira por una temporada? —pregunté con simulada indignación—. Me parece un poco exagerado que no pueda hacerlo.
—No lo sé, viejo, porque aunque no lo parezca, uno nunca puede conocer su suerte… ¡Ja, ja! Es más probable que tenga que contentarme con una o dos escapadas por el Mussoorie con Felix, como hice el año pasado. A propósito, ¿y usted? ¿Se hará el hombre sociable o piensa escapar a las regiones solitarias?… ¡Ja, ja!
—Se asombraría si le dijese lo poco resueltos que están mis planes —mentí.
Si el tipo prefería guardar reserva sobre sus movimientos, yo podía hacer el mismo juego respecto a los míos. Pero mi esfuerzo no fue muy hábil, porque tenía sobre la mesa un mapa extendido con el proyecto de mi ruta, señalado con lápiz azul.
Bourdon se fue acercando a la mesa y paseó la vista sobre el mapa.
—Veo que las regiones solitarias llevan ventaja —comentó al acaso—, aunque observo que sus viajes empiezan (¿o terminan?) en Cachemira. ¿Por qué lado inicia el viaje?
—Puedo asegurarle que estas líneas al lápiz son puramente un ensayo —dije—. Si usted conoce algo de las soledades del Himalaya, no necesito decirle que no se puede estar seguro de terminar exactamente en el lugar donde se pensó llegar. Es un país completamente nuevo para mí. Ni siquiera sé dónde empiezan las nieves, ni si las huellas marcadas en el mapa realmente existen, ni si la décima parte de la ruta que he señalado es verdaderamente transitable. Para ser sincero, no me interesa mucho. Siempre que esté lejos de este agujero pestilente y pueda respirar el aire puro del Himalaya, poco me importa, en realidad, qué camino tomo. Dentro de una semana, a partir de hoy, estaré al pie de la montaña y entonces empezaré a caminar, a caminar y a caminar hacia lo alto, internándome en las montañas en dirección nornoroeste aproximadamente. Si persisto en mi ruta, si los pasos están abiertos y si no me muero de hambre, me rompo el pescuezo o me pierdo sin remedio, quizá termine en alguna parte, sea Poonch, Jammu o al extremo sudoeste de Cachemira. Pero es igualmente posible que tenga que dar la vuelta y emprender el regreso por el camino que fui. ¡Si es que puedo encontrarlo!
—¡Y ésa es su forma de divertirse! —exclamó Bourdon con una sonrisa burlona en su boca demasiado pequeña—. ¡Infiernos! Déme el viejo Mussoorie querido, o Naini o algo civilizado, con un buen bar y bastante bullicio. No obstante, el gusto es suyo. —Tomó un cigarrillo—. Si usted termina en Cachemira, podrá encontrarse con Clem —añadió.
Me encogí de hombros.
—Puede ser, pero es un país grande. Además, para entonces, probablemente ella estará en Gulmark, y como detesto el golf, siempre huyo de aquel dormy-house tan ponderado. Prefiero asarme abajo, en el río, a morirme de aburrimiento en el fresco, escuchando a un montón de mentalidades infantiles contar cómo hicieron el hoyo quince en tres tantos o algo por el estilo.
—De todos modos, Poynings, desearía que usted la visitara.
Su voz tenía un extraño doble sentido, tan insistente que me puso en guardia de seguir adelante con el tema.
—Quizá vaya por el día —admití al descuido— y podría enviarle unas líneas desde Srinagar para ver qué me dice.
—No, no lo haga. —Bourdon se sentó mirándome de frente—. Vea, viejo, quisiera que usted hiciese algo por mí. Usted y yo somos amigos y sé que defenderá la casa que le ha dado techo y toda clase de atenciones. ¡Ja, ja! No es fácil de decir, viejo, pero el hecho es… Bueno, usted sabrá que las cosas no son del todo como deberían ser entre Clem y yo. Tal vez usted lo haya observado.
Con descaro sacudí la cabeza.
—No puedo saberlo…
Bourdon rió violentamente.
—¡Bendito sea, viejo! Sé que usted es demasiado Sahib para meterse en cosas como éstas. Sólo pensaba que Clem pudiera haberle dicho algo.
—Por cierto que no —mentí sin ningún esfuerzo. No me gustaba el giro que tomaba la conversación; sin embargo, por amistad hacia Clemency, comprendí que debía continuarla.
—De todos modos, viejo, las cosas no son absolutamente como deberían ser —prosiguió Bourdon—. Esto no se lo diría a cualquiera, pero usted es un tipo correcto y casi un miembro de la familia… ¡Ja, ja! Entre usted y yo, la dificultad estriba en que yo he descubierto, por accidente, que Clem tiene un amigo de quien ella nunca me ha hablado. Parece que han andado juntos el año pasado en Cachemira, mientras yo me cocía aquí y… ocurrió lo peor. No es una conjetura, viejo. Lo sé por un hecho endemoniadamente positivo.
—Mire usted, Bourdon —dije fríamente—, yo no creo…
—¡Oh! Está bien. Entre amigos, viejo, sé que esto no va a pasar de aquí. De todos modos, la situación es bastante embromada, de las que a un tipo no le agrade aceptar para su propia esposa, pero no puedo ignorarlo. Se trata de un individuo llamado Joyard, Alan Joyard de los Aurungabadis. Es Junior Mayor. Lo busqué en la lista del ejército. ¡Un buen sinvergüenza! ¿Le conoce usted?
—No.
—Me gustaría torcerle el pescuezo. Felix lo conoce, dice que es un tipo repugnante. Tengo que decir que yo tenía mejor opinión de Clem.
Tuve una sensación muy desagradable en la boca del estómago.
—Oiga, Bourdon —interpuse—. Todavía no comprendo qué tiene que ver esto conmigo. Lo lamento, si es verdad, aunque por lo que conozco de su esposa me parece una historia muy poco probable. Pero, puesto que usted la acepta como verdad de Dios y que hasta ahora no ha creído conveniente hacer nada, yo pienso que pudo habérselo guardado para usted.
—Mi querido amigo —repuso moviendo con astucia un dedo—, ése es el asunto. Sé que es la pura verdad, pero no tengo ninguna prueba evidente para poder proceder. Han sido demasiado hábiles, y si yo intentara probar cualquier cosa, esa perra de hermana de Clem juraría y perjuraría que Clem no se alejó de su lado ni una sola noche, cuando sé positivamente que pasaban más tiempo separadas que juntas. Estas malditas mujeres, siempre están todas ligadas…
—Me gustaría que usted llegara al grano —manifesté con acritud.
—Discúlpeme, viejo. Me excito un poco cuando pienso en la forma en que he sido traicionado. —Fuera de la nota de propia compasión, no daba muestras sino de una tranquilidad implacable que ocultaba su intención—. Vea, viejo, quisiera que usted hiciera una cosa por mí: sólo una pequeña cosa, y no hay razón para que nadie más que usted y yo lo sepamos. Cuando usted llegue a Cachemira desde tierras lejanas, como lo hará, nadie necesita saber que se encuentra allí hasta que le plazca mostrarse. Si da una olfateada al ambiente, tal vez pueda descubrir algo que yo quiero saber. Ese sinvergüenza de Joyard va a estar allí otra vez, y si usted espía…
Esto era llegar demasiado lejos. Detesto el melodrama, pero involuntariamente di un brinco y arremetí contra el individuo.
—¡Maldito sea, hombre! ¿Por quién diablos me toma usted? —le reconvine indignado. Yo estaba furioso, y me era difícil encontrar palabras para expresar mi repugnancia—. Haga usted su trabajo sucio si quiere hacerlo. Si usted desea mi opinión sincera, le diré que dudo mucho de que haya algo de verdad en este asunto y de que Mrs. Bourdon ni siquiera levante un dedo con el fin de evitar que usted se divorcie, si esto es lo que usted busca. De todos modos, entiéndalo bien: con toda seguridad yo no voy a espiarla ni para usted ni para otro cualquiera. Comprenda esto también: si yo, accidentalmente, descubriese que ella vive con otro hombre, me dejaría colgar, destripar y descuartizar, antes de decir una palabra a nadie y, menos que a cualquiera, a usted. Si usted quiere espionajes y no tiene el coraje de hacerlo por sí mismo, contrate un detective particular o busque a otra persona con mentalidad de chacal mayor que la mía. ¡Maldito sea, Bourdon! —terminé colérico—. ¿Me ha tomado usted por un espía inmundo?
Su impasibilidad hubiera competido con la de su esposa. Sus ojos se habían achicado y sus labios estaban ligeramente contraídos, pero, sin embargo, no demostraba ninguna emoción y, lejos de sentirse avergonzado, poco a poco sus facciones perdieron la rigidez al trocarse en una especie de sonrisa.
—Cálmese, viejo —me amonestó con tranquilidad—. Lamento haber hablado de más, aunque no veo por qué tiene que enfadarse ni por qué es usted tan puritano. Tampoco necesita ser tan exagerado en lo relativo a los espionajes. No sería nada nuevo para usted, ¿verdad?
—¿Qué diablos quiere decir? —estallé.
—Poynings, no soy ciego. Esa tarea suya en el Reclutamiento… esto… es sólo una pantalla… en esta cuestión… si me lo pregunta… ¡Ja, ja! Tampoco es una mala pantalla, pero… conozco una o dos cosas…
En las tablas yo sería un actor mediocre, pero en momentos de crisis, por lo general en la vida real, consigo hallar un argumento convincente. El ruido que dejé oír, más que una risa fue un gruñido.
—La imaginación es un don provechoso, siempre que tenga un límite —declaré con desprecio—, porque de un exceso de imaginación y de escasos detalles, puede resultar una peligrosa combinación. Supongo que usted habrá oído el rumor de que en este país el Reclutamiento lleva incluidos algunos elementos del Servicio Secreto —esto, dicho sea de paso, era perfectamente cierto, aunque el elemento a que se refería, no tenía la menor relación con mi trabajo—, y en lugar de emplear su inteligencia en descubrir en qué consiste, usted ha dejado que su imaginación se desmande y conjetura que soy un agente del Servicio Secreto que pretende ser sólo un ARO para atisbar del otro lado. Supongo que usted cree que cuando salgo de gira, me disfrazo de nativo y espío en las ferias, oliendo sediciones y Dios sabe qué otras cosas.
La concesión parcial y mi tono despreciativo parecieron hacerle dudar.
—De todos modos, usted es bastante bueno en idiomas —opuso débilmente—. Le he oído hablar pushtu con ese camarero suyo, como si fuese un perfecto nativo.
—No se haga el tonto, Bourdon —dije—. Si usted fuese mejor lingüista sabría que es absurdo lo que dice. Está tomando el rábano por las hojas, y aun cuando así no fuera, no cambiaría la cuestión. Hay una ligera diferencia entre trabajar para el Servicio Secreto militar (tratando de descubrir algún complot contra la seguridad interna de un país o la infiltración de agentes soviéticos) y rebajarse a espiar a una joven de quien se sospecha que tiene una relación ilícita. Si yo fuese un agente del MI[5], rechazaría la tarea por despreciable. Como no lo soy, me quedaré muy lejos. ¡Entiéndalo bien!
Al parecer, mi argumento había dado resultado.
—Lamento haber hablado, viejo —refunfuñó entre dientes, más sereno—. Mal principio de mi parte. Esto sucede por ser demasiado vivo. ¡Ja, ja! Si usted piensa así… De todos modos necesito esa prueba, y no quiero ir yo mismo en su busca porque, si la encontrase, se produciría una escena tremenda. Es probable que pierda mi control y mate a los dos, y esto no me conviene en absoluto. No es muy provechoso sorprenderlos si después me ahorcaran por ello. ¡Ja, ja!
Hubo un silencio; luego dije:
—Personalmente no creo una palabra de todo esto, Bourdon. Es probable que usted haya interpretado mal la amistad de Mrs. Bourdon con el tal Joyard, lo mismo que hizo respecto a mí, al considerarme miembro del MI
Usted no puede pretender que su esposa pase más de seis meses sin hablar con un hombre, y, si usted viera las cosas como corresponde, en vez de hurgar por todos los rincones, seguramente comprendería que se trata de algo muy inocente. Usted reconoce que no tiene ninguna prueba positiva.
—Tengo pruebas circunstanciales endemoniadamente fuertes —sostuvo.
Hice castañetear impacientemente los dedos.
—La prueba circunstancial es un asunto muy engañoso. Cualquier conjunto de circunstancias puede interpretarse por lo menos de dos maneras distintas y, a veces, hasta de más de media docena. ¿Por qué no ensaya, para variar, un acercamiento directo? Presumo que nunca se le habrá ocurrido interrogar directamente a Clemency.
—¿De qué vale, viejo? Ella lo negaría.
—Sólo si no fuera verdad, porque creo que ella no le diría una mentira. Siga mi consejo e inténtelo, Bourdon. Si usted tuviera discernimiento tenía que haberlo hecho antes de que ella partiese. Siendo como son las cosas, ¿por qué no le escribe usted? Ponga sus cartas sobre la mesa e interróguela. Creo que obtendrá una respuesta sincera.
Hizo una mueca.
—Usted tiene mucha fe en la naturaleza humana.
—Tengo gran fe en Mrs. Bourdon, por lo menos —dije. Se detuvo un momento y luego contestó:
—Yo insistiría todavía en convencerle…
Pero bruscamente lo hice callar.
—¡Hemos terminado! —grité—. Estoy cansado de decirle que probablemente no iré a Cachemira; y aunque lo hiciese y encontrara a su esposa viviendo con otro, téngalo por seguro, no se lo diré a usted. Es categórico. Y además, es mi última palabra.
Bourdon frunció los labios y se levantó.
—Lamento haber hablado —dijo por tercera vez—. Bueno, hemos terminado y tengo que irme. —Se volvió y me miró desde la puerta—. Le veré antes de que se vaya. ¿No me guarda rencor, viejo?
Con forzada sonrisa murmuré:
—Por supuesto que no.
Luego nos saludamos y él partió.
Aquella noche, antes de acostarme, me senté a escribir a Clemency un resumen completo de nuestra conversación. Después de todo lo que habíamos dicho, era lo menos que podía hacer.
Después de pensarlo debidamente, resolví ponerme a salvo, de acuerdo a una regla propia que no aparece en ningún código impreso, pero cuya importancia vital me había sido inculcada a menudo. En cumplimiento de esta resolución, escribí de prisa una esquela a Philip Grotian, comunicándole simplemente que un capitán Neville Bourdon, del Departamento Militar de Granjas, en una conversación privada, me había dado a entender sus sospechas de que mi presencia en Ghadarabad no podía atribuirse entera y verdaderamente a mi ostensible designación como ARO. Continuaba indicando la conducta que yo había seguido para refutarlo y añadía mi impresión personal de que no debía darse un significado demasiado serio al episodio, a no ser que el propio Grotian tuviese pruebas que insinuaran lo contrario.
Hecho esto, me acosté, no antes de haber salido a hurtadillas para echar ambas cartas en el buzón más próximo y por propia mano.