6. EL VIENTO ENTRE LA PAJA

He observado al pasar la ola de malestar que me invadió cuando Fabian Gillyard habló de que Bourdon maltrataba a Clemency. En verdad, las deducciones del policía no habían sido una sorpresa para mí. Más bien, removieron una sospecha latente que, desde hacía un tiempo, se insinuaba en mi conciencia. Es una historia algo confusa, no de un solo episodio, sino de la fusión de dos o tres acontecimientos aislados. Será mejor contar la historia, podando los hechos cuanto me sea posible.

Alam Jan, mi camarero, era un crakzai pathan, lo que significa que procedía de una tribu de montañeses salvajes, que habitaban las laderas del Tirah, laberinto, difícilmente penetrable, de montañas enemigas en el extremo norte de la frontera noroeste. Los crakzai, raza orgullosa y guerrera, se alistaban con frecuencia en los regimientos de la India. Por cierto, resultaban muy buenos soldados. Para los pathans, ser soldado no es simplemente una profesión honorable: es la única que merece ser tomada en cuenta y, salvo las circunstancias más excepcionales, ningún crakzai se digna entrar a formar parte del servicio doméstico.

Fiel a la tradición de su familia, Alam Jan se alistó en las fuerzas de mi batallón de frontera, cuando tenía dieciocho años. Al poco tiempo recibió un primer galón, y el segundo, algunos años más tarde. El muchacho parecía en camino de hacer una carrera de cierta distinción, cuando, por un trágico accidente, en el fuego de la batalla, un tiro de rifle desviado le deshizo el tobillo, dejándolo con una cojera incurable. En consecuencia, se le declaró incapacitado, y al ser dado de alta en el hospital vino a verme a mi alojamiento. En esa época yo estaba al mando de una compañía de pathanes. Como ocurre con el noventa y nueve de cada cien pathanes, Alam Jan intervino en una de esas interminables guerras entre tribus vecinas, tan mortíferas en las regiones fronterizas, que contribuyen a elevar el nivel de mortalidad del mundo. Y como quiso la mala suerte, la tribu de Alam Jan cumplía una de sus hazañas más culminantes cuando él tuvo que ser dado de baja. Si hubiese seguido apto, nada le habría encantado tanto como regresar a Tirah y dedicarse a la tarea de liquidar a sus enemigos masculinos y de raptar a todas las mujeres jóvenes. Pero en esta tierra inculta, un hombre lisiado tenía tanta probabilidad de sobrevivir como un copo de nieve en el infierno. Los médicos le dijeron que quizás dentro de algunos años su cojera hubiere disminuido lo suficiente para poder olvidarla. En vista de eso, Alam Jan, tragando su orgullo e impaciencia, pidió mi consejo sobre qué podría hacer mientras tanto. Si no podía regresar a Tirah tenía que encontrar un medio de vida en la India británica. El caso fue que entonces me servía un camarero increíblemente anciano, que trabajaba más de lo que podía y desde hacía tiempo insistía en la necesidad de retirarse. A riesgo de herir el orgullo racial de Alam Jan le ofrecí el trabajo. Aceptó, con oculta satisfacción de mi parte.

El resultado fue admirable. Era un alivio ser atendido por un guerrero viril y pundonoroso, que jamás se rebajaba a fingir la humildad adulona de los domésticos indios; que nunca me llamó «Protector de los pobres» o «Columna del Universo». Alam Jan, por fórmula, podía lanzar un corto S’eb una o dos veces al día, pero, por lo general, me decía simplemente «usted». A pesar de su invalidez, era un joven fuerte y activo, que se ocupaba de mis menesteres domésticos con minuciosa diligencia. Era pronto de genio como todos los de su raza, con apetitos carnales menos loables, pero conservaba esa faceta de su carácter discretamente oculta y rara vez se creaba complicaciones serias. Además, era un bribón robusto y alegre y nos entendíamos admirablemente.

Las guerras de fronteras tienen la desventaja evidente de que exigen estar siempre alerta contra repentinos ataques de los enemigos. Aunque Ghadarabad quedaba muy al sur de la frontera, mi camarero siempre estaba sobre el qui vive. Yo sabía que llevaba más de un cuchillo bien afilado escondido entre sus ropas. Esto resultó insuperable para lo que ocurrió más tarde. Una noche, tal vez un mes después de que Clemency hubo regresado de Cachemira, inesperadamente se armó una pelea dentro del cercado, con gritos sordos y penoso jadear.

Al salir con mi linterna, encontré a Alam Jan con el hombro izquierdo que sangraba abundantemente. Sostenía con la mano derecha un cuchillo que también chorreaba sangre. Era evidente que no estaba mal herido porque seguía de pie, tranquilo, y el placer de la lucha brillaba en sus ojos. Aunque registramos juntos el cercado, no encontramos otro rastro del probable asesino que un reguero de sangre que se perdía a más de cien yardas de distancia. El resto de los criados (campesinos negros de la clase baja) se habían quedado atemorizados en sus casas. Alam Jan estaba resuelto a la persecución y a la represalia, pero al notar su camisa blanca empapada en sangre, lo arrastré por la fuerza hasta el interior del bungalow y examinó su físico. La herida era superficial, aunque desde atrás se dirigía al corazón.

Alam Jan rechazó desdeñosamente el ofrecimiento de llevarlo al hospital en el automóvil. Ni siquiera quiso dejarme llamar a un médico, con el argumento característico de los pathanes de que no le convenía dar a sus enemigos la satisfacción de saber que el golpe había sido certero a pesar de estar lejos del blanco. Discutíamos sobre esto, con cierto acaloramiento por ambas partes, cuando se abrió la puerta de la galería y entró Clemency, en pijama y bata. Bourdon en ese momento estaba ausente, de gira.

Clemency no hizo preguntas superfluas, pero tomó a su cargo el cuidado de la herida, desenvolviéndose de una manera sorprendentemente pulcra y eficaz. Creo que al principio su intromisión molestó a Alam Jan, que no tuvo otra alternativa que resignarse a aceptar sus servicios. Cuando Clemency hubo terminado, su gratitud había vencido a su orgullo. El agradecimiento que expresó fue breve y típicamente militar. Pero desde aquella noche se convirtió en el esclavo devoto de Clemency y nada le agradaba tanto como hallar la ocasión de poder serle útil con recados u otros servicios. Sus atenciones, en cierto modo, eran sin ostentación, pues el pathan no se muestra escudero obsequioso con las damas. Del otro sexo se sirve. En una sola forma se sirve del otro sexo. Mas en su corazón había gratitud, la cual da siempre sus frutos.

Nada más se vio ni se supo del agresor de Alam Jan, que desapareció tan misteriosamente como había venido. No se dio parte a la policía (ni siquiera se comunicó privadamente a Fabian Gillyard). La herida de mi camarero se curó rápidamente, sin atención médica, gracias a las curaciones diarias de Clemency. Debe comprenderse, por supuesto, que estos episodios son mucho más corrientes y provocan menos interés, en la India que en el Oeste. Y así terminó el episodio.

Algunas semanas después, una noche, cuando yo estaba vistiéndome para cenar, Alam Jan rondaba a mi alrededor con tanta insistencia que me vi obligado a preguntarle qué diablos le sucedía. Frunció el ceño e hizo rechinar repetidas veces los dientes.

S’eb; ésta es la cuestión —repuso—: ¿Es su voluntad o no es su voluntad que Bourdon S’eb muera?

Le miré asombrado.

—Por Dios, ¿de qué estás hablando, hombre?

—Ya lo he dicho. Si es su voluntad y la voluntad de la Mems’eb que él muera, morirá. Pero, si cree conveniente que viva un poco más, vivirá.

Interrumpí la laboriosa tarea de vestirme.

—¿Te has vuelto loco? —le pregunté con brusquedad—. ¿A qué viene esta charla sobre Bourdon y la muerte? ¿Por qué habrías de matarlo?

—¿Yo matar? No, S’eb, ¡yo no! No es asunto mío que él viva o muera ni me ocuparé en matarlo, salvo, por supuesto, por una suma importante de dinero o por orden de la Mems’eb o de usted, lo que sería un deber que cumplir, por obligación y sin retribución. Sin embargo, he oído decir y repetir que él morirá, tal vez esta noche, tal vez mañana, tal vez pasado, ¡quién sabe! Esto si no se le avisa. Hay un negro… —Para los pathanes de piel clara, los nativos de Ghadarabad son negros, aunque no se justifica la distinción.

Para abreviar, Alam Jan me dijo, cosa que yo no había sabido, que últimamente Bourdon tuvo ocasión de despedir, en la granja de forrajes de la localidad, a un nativo, oficial subalterno. No importan los detalles, que no vienen al caso, ni tampoco puedo decir si el despido fue justo o no. Lo que interesa es que el hombre perjudicado, ardiendo en venganza, se había conchabado con el cocinero de Bourdon para que le pusiera arsénico en la comida de su patrón, y Alam Jan, cuyas orejas eran notoriamente largas, oyó lo que se tramaba. Era condición esencial del trato, aseguró, que sólo Bourdon fuese envenenado y no Clemency, que nada había tenido que ver con el despido.

El problema de mi camarero consistía en si debía permitirse que el asesinato siguiera adelante o si la víctima tenía que ser advertida.

Para la mentalidad británica, una pregunta tan monstruosa sólo tiene una respuesta. Para la mentalidad de los phatanes, ofrecía, en cambio, un serio problema de ética.

—Si este S’eb ha de vivir o morir, para mí es un asunto sin importancia —dijo suavemente Alam Jan mientras me alcanzaba la corbata negra—. Yo no debo nada a Bourdon S’eb, ni obligación, ni lealtad, ni siquiera deudas, y si fuese únicamente cuestión de su vida o de su muerte, guardaría el secreto y dejaría que el destino decida entre él y el negro. Pero está la Mems’eb… —aplastó un mosquito que revoloteaba—. A la Mems’eb le debo no poca gratitud —continuó—. Además, he observado que hay cierta amistad entre usted y la Mems’eb y poca entre usted y el S’eb. Por consiguiente, haré lo que le agrade a usted y la Mems’eb. El S’eb vivirá o morirá según ustedes dos lo ordenen —terminó dándole una vigorosa cepillada a mi chaqueta.

—¿En qué crees que beneficiaría a la Mem Sahib, a quien deseas servir, que su marido muera de esta manera? —pregunté con calma—. ¿Qué supones que le ocurrirá si Bourdon Sahib fuese muerto?

Alam Jan hizo un gesto de indiferencia.

—¿Qué me importa esto a mí? —replicó casi indignado—. Sin duda encontrará otro marido, puesto que los blancos no dan importancia si sus mujeres son vírgenes o no, siempre que sean bien formadas y un poco ardientes. Usted podría hacer algo peor que tomarla, puesto que no tiene mujer propia —respiró hondo y tomando un aire indiferente evitó mi mirada—. Además, es evidente que cualquier cambio para la Mems’eb será mejor. ¿Qué felicidad encuentra en su vida por estar casada con Bourdon S’eb? ¿Acaso la trata bien o le brinda algún placer en la vida? ¡To-ba! ¿No la maltrata y la afrenta, lo que la obliga siempre a mostrar una cara de tristeza, ella, que debería estar alegre, feliz y contenta? Y de noche, cuando una mujer debiera sonrojarse de deseo y estar ansiosa del amor de su marido, ¿no huye de él y se encierra en aquel cuartito oscuro para que él no…?

—¡Alam Jan! —interrumpí bruscamente—. ¡Basta de esto, en nombre de Dios! Te estás excediendo, y aunque Bourdon Sahib no sea un gran amigo mío, no me quedaré a escuchar mentiras.

—¿Mentiras? —Los ojos de Alam Jan echaban chispas pero su furia se matizaba con desprecio—. S’eb, tú sabes que yo no miento y que digo la verdad. —Con la emoción había pasado a la segunda persona del singular, mas yo no me sentía en humor de reprocharle su familiaridad—. Tú sabes que él la maltrata…

—No sé nada —repliqué. Sin embargo, me dolía comprender que mi criado podía estar en lo cierto. Varios detalles aislados cruzaban por mi mente como un relámpago y se unían para apoyar sus expresiones vehementes. Sabía, por ejemplo, que Bourdon rara vez se acostaba sin estar borracho; que cuando estaba ebrio, había algo de indefinidamente desagradable en su actitud hacia Clemency. Sabía también que Clemency era una persona diferente cuando su marido estaba ausente y que la abnegada Nan Candler tomaba su lugar para acompañarla de noche. Sabía que más de una vez me había intrigado oír a Clemency moverse silenciosamente en ese cuartito del medio que comunicaba con mi dormitorio, en horas que, según yo pensaba, ya debería estar en cama y dormida. Y sabía que, una vez con seguridad y posiblemente en otra ocasión, había oído algo inquietante, como un llanto, que procedía de aquel cuarto, a pesar de que me había esforzado en creer que era pura imaginación. Las paredes de aquel bungalow eran gruesas y sólidas aunque se tratara de un edificio anterior a la revolución y las puertas de comunicación eran de pino fuerte, a prueba de ruidos.

—Para una mujer —declaró sentenciosamente Alam Jan—, es mejor estar muerta que unida a un marido cruel y brutal, que la maltrata. Todavía es mejor que muera el marido y que ella viva.

En verdad, él podía haber estado en lo cierto, pero, evidentemente, sólo restaba una cosa que hacer y, después que me hubo dado más detalles de su historia, lo mandé que fuera por la galería en busca de Bourdon para comunicarle el pretendido complot. Bourdon, jurando groseramente, no pareció dudar de la veracidad del cuento de mi camarero. Procedió con rapidez. La policía capturó a la presa esa misma noche y, después de juzgados, los conspiradores fueron sentenciados al tiempo que les correspondía de prisión. Los Bourdon tomaron un nuevo cocinero y la vida continuó como antes. Pero…

—Tipo extraño, ese camarero de usted —me dijo Neville Bourdon cuando el caso quedó arreglado—. Me salvó la vida y yo traté de demostrarle mi agradecimiento, pero el condenado no quiso recibir ni un penique. Le di un billete de cien rupias y el tipo me lo devolvió con un maldito gesto de desprecio, diciendo que no quería nada. Me imagino que habré sido un poco modesto tasando mi vida en cien despreciables monedas… ¡Ja, ja! Pero es mucho dinero para un nativo, ¿no? ¿Qué diablos hace?

—Nada —le dije—. Los crakzai son de una raza altiva y Alam Jan es tan orgulloso como Lucifer. Quizás —continué abultando mi mejilla con la lengua— sienta que simplemente ha pagado la deuda que tenía con Mrs. Bourdon, que lo cuidó cuando le hirieron con un cuchillo por la espalda. Mejor es no insistir más. Todo eso forma parte de las obligaciones del criado de Poynings.

Y demos por terminado este episodio. ¿Será acaso una paja arrojada al viento? Quizás…, pero permítaseme recordar algunos otros episodios…

In illo tempore (no puedo hablar de hoy) los británicos eran, en la India, ante todo jinetes. Todos montaban a caballo, bien o mal, poco o mucho, según su gusto y habilidad. Queda por saber si el caballo ha sobrevivido a la máquina y si sobrevivirá a nuestra renuncia al poder. Pero en los tiempos a que me refiero, aquella costumbre estaba muy difundida entre los oficiales británicos y sus mujeres. Los oficiales debían mantener, por lo menos, un caballo para el desfile y las maniobras, y la mayoría de la gente que podía mantenía también un caballo de silla o un petiso de polo.

En cuanto a mí, el único caballo que había llevado a Ghadarabad era Buggins, el más viejo de los que tenía. Lo llevé, no sólo porque el Gobierno me pagaba una ración mensual para su manutención, sino también porque era un amigo fiel y tranquilo, acostumbrado a desfilar y podía usarlo con igual resultado para paseo que para montarlo en la parada. Era un lindo animal, criado en el campo, de andar suave y blando de boca. Yo lo entrenaba al mismo tiempo que a mí mismo, en las mañanas, antes del desayuno y en las tardes cuando refrescaba.

Si yo hubiese sido un hombre más de a caballo, podría haber estado descontento con su mansedumbre, pues no tenía un andar nada brioso. Pero nos entendíamos muy bien.

Neville Bourdon tenía una mentalidad distinta. Verdadero jinete, le encantaban los animales jóvenes, briosos y difíciles de montar. Tenía en sus establos, por lo menos, tres tordillos árabes jóvenes, que daban la impresión de ser del mismo cruce. A instancias de él he montado los tres en una u otra ocasión, pero, aunque en realidad nunca salí mal parado, me parecieron todo, menos agradables de montar. Duros de boca, difíciles de dominar y con muchos defectos escondidos detrás de sus astutos e inyectados ojos. Creo que un hombre del temperamento de Bourdon sentía cierto placer en dominar las bestias y en luchar contra sus malos instintos. Reconozco, sin avergonzarme, que yo prefería los movimientos de balanceo de Buggins.

Cuando Bourdon estaba en casa, a menudo lo veía salir de mañana temprano, a dar un paseo con Clemency, montado en uno de aquellos tordillos, y un asistente seguía en el tercero. Francamente, no recuerdo si Clemency daba la impresión de sentirse muy feliz en su caballo o no. No era cuestión, por cierto, de que estuviese preocupada por las mañas del animal, pues montaba muy bien y era evidente que lo hacía desde su infancia. A pesar de todo, pensé que aquellos animales estaban lejos de ser un ideal para señoras y me extrañaba que Bourdon no tuviese una cabalgadura más tranquila para su esposa.

Ahora bien. Cuando Bourdon estaba fuera y yo me quedaba en la casa, me era difícil saber el grado de atenciones que debía tener con Clemency. Lo que menos deseaba era forzarla a aceptar mi compañía cuando no la necesitara, y debo decir que rara vez daba ella señales de desear verme. Sin embargo, de ningún modo quería yo parecer insociable ni dejar que ella sintiese que yo la encontraba aburrida o sin atractivo. Durante el día, Clemency llevaba una vida bastante solitaria. Yo estaba ausente, en mi oficina, y Nan Candler ocupada de los asuntos domésticos en casa de su padre. Por la tarde veía de cuando en cuando a Felix Sherry y a menudo venía Nan, pero, a veces, ninguno de ellos aparecía, yo buscaba a Clemency y le sugería una visita al club o un paseo en mi automóvil, proposiciones que por lo general ella aceptaba sin demostrar mayor entusiasmo.

En definitiva, nos entendíamos bastante bien, aunque los progresos de nuestra intimidad eran más lentos que la cólera de Dios. A pesar de no ser Clemency poco amistosa, parecía vivir en un mundo tan propio y ajeno a los demás, que no resultaba muy divertido invitarla a salir. Sin embargo, yo insistía, no porque haya tenido motivo positivo para tratar de lograr su intimidad, sino simplemente porque me parecía poco caballeresco ignorar su existencia. Además, aunque sin motivo perceptible, ella me gustaba, lo que nada habría importado si no hubiese tenido la intuición de que, a pesar de su actitud poco demostrativa, yo tampoco le disgustaba. También sentía por ella, secretamente, esa pena que siempre inspira una joven inofensiva cuyo casamiento no está resultando muy bien.

Para continuar mi política de una amistad eventual, una tarde sugerí que a la mañana siguiente saliéramos juntos a caballo. No obstante, con cierta sorpresa de mi parte, ella se estremeció ligeramente y dijo que prefería más bien no hacerlo. No insistí ni averigüé el motivo y luego ella prosiguió:

—Me encanta montar, pero no se tiene ningún placer con esos tordillos endiablados. Odio su sola presencia…

—Si es ése el único inconveniente —dije—, no tiene importancia, porque usted puede montar a Buggins y yo tomaré a uno de los tordillos. Estoy seguro de que a su marido no le importará. Buggins es todo lo agradable que se pueda, siempre que usted no sea demasiado enérgica.

—Y por qué habría yo de privarle…

—Será un cambio para mí y un placer para usted. Además, el pobre Buggins tendrá una oportunidad de cargar solamente con el peso de usted, en lugar del mío. En cuanto a los tordillos endiablados, puedo no ser tan buen jinete como Neville, pero soy perfectamente capaz de manejarlos. De todos modos, mi hígado necesita una sacudida.

—Yo los odio —dijo Clemency con frío rencor en la voz—. He andado a caballo desde que tenía cuatro años y jamás pensé que pudiera decir esto de algún caballo. Pero es la verdad, hablando de estos árabes. Si usted está seguro de que no le importa…

A la mañana siguiente salimos, Clemency en Buggins y yo en la menos mala de aquellas bestias mañeras que, dicho sea de paso, hizo cuanto pudo por derribarme durante todo el camino de Cunnington Road. Dos veces volvió la cabeza y mostró los dientes tratando de tirar un mordisco a mi rodilla, pero poco a poco lo fui dominando y, con vigilancia constante, el paseo no me fue muy duro.

Mientras íbamos al galope corto, Clemency comenzó a franquearse. Mi árabe, con su peculiar característica, trataba de salir disparado, pero el viejo Buggins, de graciosa nariz romana, se portaba mejor que nunca.

—Esto es divino —dijo Clemency quitándose el sombrero y dejando que la brisa mañanera penetrara a través de su cabello ceniciento—. Creo que si yo montara varias veces a Buggins, recuperaría mi valor. Es tan tranquilizador y bien educado. Sin embargo, todavía tiene muchos bríos. Es como si la envolvieran a una en bromuro y en tónico.

—Me parece que ahora será más bromuro que tónico —dije riendo—. De todos modos, es un buen caballo viejo. Pero, ¿por qué hablar de «recuperar su valor»? Eso no es posible hasta que no se haya perdido.

—Sin embargo, lo he perdido para todo —respondió casi llorosa—. Trato de no dejarlo ver y, por supuesto, me siento muy tranquila sobre Buggins, pero sobre estos árabes voy simplemente muerta de miedo. Como es natural, ellos saben que estoy asustada y se aprovechan. Hassan se porta menos mal con usted porque sabe que no le tiene miedo. En cambio, si yo fuera a montarlo se divertiría como loco conmigo, por el solo hecho de que se da cuenta que he perdido el valor. A pesar de todas las tonterías que se dicen, los animales no tienen nada de deportivo. ¿No es así?

—No juegan al cricket y evidentemente les falta el espíritu de la escuela común —convine—. En ocasiones, se encuentra a un caballero, como el viejo Buggins, pero aun en su caso, es más la resignación de la vejez que el instinto deportivo… Con todo esto me da una pobre muestra de su valor. Nunca lo hubiese adivinado. Y por supuesto, aunque admiro su valentía al montarlos, no creo que sea una buen sistema. ¿Por qué no darles un descanso y ver lo que el tiempo, ese gran sedante, hace con su valor?

No contestó en seguida. Llegamos al extremo del mai-dan, tomamos el paso y giramos a la derecha.

—Desearía poder hacerlo —dijo luego—. Por desgracia, Neville no quiere atender a razones. Insiste en que salga a caballo con él, a pesar de no ignorar cuánto odio sus caballos. Es una pesadilla cuando él está en casa.

—Siempre está en usted el poder negarse.

—¡Oh! ¿Puedo hacerlo? —En su tono había una amargura que me hizo estremecer—. Es fácil decirlo, Roger. Usted no está casado, yo sí.

Era la primera vez que pronunciaba mi nombre de pila y lo hizo en una forma natural, espontánea que me agradó extrañamente. En cambio, no me gustaron las otras cosas que había dicho.

—Usted tiene, por cierto, esa ventaja sobre mí, Clemency… —dije—. En realidad, por la forma en que lo expresa, tal vez no sea «ventaja» la palabra que conviene. No creo que ser casado dé derechos al hombre para obligar a su esposa a hacer lo que no le gusta.

—Bueno, pues se los da —contestó lacónicamente—. En realidad, algunos hombres parecen creer que el casamiento es esencialmente para esto.

—Está usted muy escéptica esta mañana. Personalmente yo hubiese dicho lo contrario: el casamiento tiene por objeto que dos personas puedan hacer su gusto. Estoy completamente seguro de que si alguna vez me caso, no pretenderé que mi esposa haga lo que no desee hacer, únicamente por agradarme.

—Eso está por ver —dijo Clemency—. Tal vez usted sea la excepción que confirma la regla. Si así fuera, su esposa puede considerarse feliz.

—Haré cuanto pueda para que así sea —dije—. Aun así, dudo que realmente fuera una excepción a la regla. ¡Qué diablos! Hay muchos matrimonios felices.

—¿Lo son? —suspiró palmeando el pescuezo de Buggins—. Puede ser que usted tenga razón… —reconoció un poco después.

—La mayoría de los hombres son seres razonables —insinué a la defensiva—. Quiero decir, ¿no cree usted que la mayor parte de las peleas entre casados se debe a malentendidos? Si una joven se ve obligada a hacer cosas que no le gustan, ¿no será acaso porque nunca ha expuesto su situación diciendo con claridad que no le gustan? El camino de la menor resistencia…

Ella rió, pero sin ninguna alegría.

—Mi querido Roger, si con toda esta exposición sentimental, insinúa usted que entre Neville y yo no hay más que un malentendido sobre estos tordillos, creo que su benevolencia está fuera de lugar. Lamento desilusionarlo, pero no hay ningún malentendido. Neville sabe perfectamente bien lo que siento.

—¿Y todavía insiste en que usted los monte? —refunfuñé.

—Insiste.

—… ¿Le ha dicho usted que ha perdido el valor? Seguramente si él lo supiese…

Asomó a sus labios otra sonrisa triste.

—¡Oh! Usted no comprende —contestó con llaneza—. ¿Cómo podría?… ¡No!… Nada me induciría a decirle a Neville que he perdido el valor, porque… ¿no ve usted…? Eso le haría el caldo gordo. De nada vale, Roger, no puedo entrar en detalles…

Sentí que me subían náuseas desde el plexo solar.

—No querrá usted decir que él quiere que usted pierda el valor —reconvine incrédulo—: Que él haya estado, deliberadamente, tratando de alterar sus nervios.

Ella nada contestó, pero sus ojos torturados, que miraban a lo lejos, me dieron la respuesta.

—Pero… ¡Dios mío!… Es monstruoso —exclamé—, es increíble, es inhumano. Ningún hombre podría…

—Escuche, Roger. —Al decir esto apoyó la mano sobre mi brazo y habló más sosegadamente—. Esta conversación ha sido un error. Jamás debí de haberla dejado llegar hasta este punto. Es mi culpa por haber mencionado el tema, pero en todo caso debí haberlo hecho callar hace mucho tiempo. Por otra parte, creo que no la podemos dejar donde estamos, habiendo llegado tan lejos. Aclarémoslo y luego olvidémoslo… Durante toda mi niñez y mis días de escuela, montar a caballo era el gran placer de mi vida. Cuando tenía once años cazaba en el Southdown y nunca supe qué eran el miedo o los nervios. Por esto me encantaba tanto. No hay placer en montar si no se dominan los nervios. Uno de los motivos que me pareció bueno para casarme con Neville fue que significaba venir a la India, donde andaría muchísimo a caballo. No se trataba de que yo fuese una excelente amazona. Era simplemente buena. Me sentaba bien, tenía buena mano y mucha valentía, o dominio, si prefiere. Y ahora… bueno, he perdido mi valentía y todo el placer ha desaparecido. Es todo. No hablemos más del asunto.

—Pero… —Se apoderó de mí una furia tan grande que tuve que morderme el labio para retener lo que iba a decir. Las inferencias eran indecibles. Si Bourdon hubiese estado a mi alcance, de buena gana le habría aplastado su puntiaguda nariz con mi puño y le hubiese dejado negros sus fríos ojos azules—. Es monstruoso —grité.

—¡Olvídelo, Roger! —Clemency sacudió la cabeza y recogió las riendas—. ¡Vamos… galopemos!

Y jamás pude arrancarle una palabra sobre este tema.

No obstante, este episodio hizo nacer entre nosotros cierto entendimiento que, tácitamente, se manifestó de varias maneras y que fortaleció aquel «lazo» invisible.

Cuando Bourdon estaba ausente yo me preocupaba porque Clemency saliera diariamente en mi compañía. Ella montaba a Buggins. El día anterior a la llegada de su esposo le conté una pequeña parábola.

Ocurría que justamente entonces, Gandhi, cuya evidente influencia dominaba todavía las fuerzas de descontento, había dado principio a otra de sus campañas de desobediencia civil, bajo el acostumbrado grito de combate: «Sin cooperación, sin violencias». Como siempre, el mandato de «sin violencias» se vio más bien cumplido en la rebeldía que en su observancia. En realidad, llegó a haber un disturbio provocado por el populacho, localizado en el sector de los nativos de Ghadarabad, el cual no se extendió hasta los cuarteles. Clemency supo por Nan que el viejo John Candler había tenido mucha tarea para poder restablecer el orden y me lo transmitió con algunos detalles en el último paseo que hicimos juntos a caballo, antes del regreso de Neville, en el que comentó la aparente ineficacia de los preceptos de Gandhi.

—De todos modos —afirmé—, hay mucho que decir en pro de las teorías del viejo, aun cuando en la práctica se desbaraten. En cuanto esta campaña se frustre, se verá a Gandhi culpar del fracaso a sus adeptos por haber cedido a la violencia. Y se oirá en el club a los idiotas que lo desprecian con afectación, por echar el fardo y la responsabilidad sobre las masas. Sin embargo, yo no puedo dejar de creer que Gandhi tiene razón y que los demás están equivocados.

—¿Cómo? —preguntó Clemency.

—Esa fórmula sencillamente movería montañas si estuviese correctamente aplicada. «Sin cooperación, sin violencias» o «resistencia pasiva» como se acostumbraba llamarla, es un arma más poderosa que cualquier ejército o fuerza aérea. Pero debe ser llevada a cabo literal y totalmente. Se está perdido cuando se permite que la «violencia» desaloje a la «no violencia». Siempre que se permanezca estrictamente sin violencia, el otro lado queda paralizado, no tiene excusa para emplear la fuerza y nada puede hacer sino transigir, que es lo que seguramente espera. Ningún poder de ocupación, como es el nuestro, se atreverá a emplear la fuerza contra nativos pacíficos y sin armas que no hacen daño a nadie. La opinión del mundo no lo toleraría y tampoco el pueblo de Inglaterra. Si los discípulos de Gandhi sólo hiciesen lo que él les dice: negarse a cooperar en la dirección del país y abstenerse estrictamente de cualquier acción positiva que nos obligue a emplear la policía o las tropas contra ellos, tendríamos que transigir. El país debe ser gobernado de alguna manera. Pero el nativo, por lo general, no tiene la suficiente inteligencia para comprender qué arma poderosa puede llegar a ser la «sin cooperación, sin violencias».

—Supongo que así será —convino pensativa Clemency—. Sí, lo comprendo.

—Me alegro de que así sea —dije con intención—, porque la misma fórmula puede ser igualmente útil para el individuo, en ciertas circunstancias. Quiero decir que si alguna vez uno se encuentra en lucha con alguien que emplea su poder superior para hacerle la vida desagradable, la sublevación armada no conviene, porque lo único que consigue la parte más débil es ser aplastada y tal vez ser malherida. Pero la fórmula de Gandhi (si es aplicada con inteligencia), clava los fusiles del enemigo y lo obliga a transigir. Esto merece recordarse, Clemency.

Ella ahuyentó una mosca que picaba la oreja de Buggins.

—Creo que comprendo lo que quiere decir —dijo—. Es necesario pensarlo. De cualquier modo, gracias, Roger.

Intencionalmente o no (no lo sé), Clemency nunca volvió a montar esos caballos tordillos.

Otro episodio.

Cuando su marido estaba ausente, Clemency se paseaba, algunas veces, por la galería, delante de mis habitaciones. Si ocurría que yo estuviese dentro, desocupado, la llamaba y la invitaba a tomar algo. No siempre aceptaba y, algunas veces, con un saludo continuaba su paseo a lo largo de la galería. Pero quizá una o dos veces por semana entraba a beber una copa conmigo. Aun cuando nuestra amistad no progresara en forma evidente, iba aumentando paulatinamente.

Además, reservada como era, ella debió de encontrar un placer tranquilo en mi compañía (como yo lo hallaba en la suya), pues una tarde, en lugar de venir por la galería, llamó a la puerta que comunicaba mi dormitorio con aquel cuartito del medio que conducía a su tocador.

—Tenía que tomar este camino o no venir —explicó cuando la hice pasar—. Hay una serpiente en la galería. Parece una cobra.

—¡Diablos! ¿Es cierto? —exclamé y, haciéndola entrar en la salita, salí con el tubo de la aspiradora en la mano a ocuparme de la serpiente. Cuando volví le ofrecí de beber y un cigarrillo y nos embarcamos en una de nuestras conversaciones lentas, tranquilas, llenas de silencios, pero extrañamente agradables. No teníamos nada especial de que hablar y ninguno de los dos servía para la charla de salón.

Ella habría estado allá quizá unos diez minutos cuando se enderezó exclamando:

—¡Caramba! He olvidado mi bolso. Es mejor que vaya a buscarlo. He cobrado un cheque hoy.

Me levanté y dije:

—Quédese aquí tranquila. Yo iré a buscarlo.

—Está en la salita —dijo—. Creo que sobre el sofá. En un bolso de cocodrilo.

Ahora bien, llegar a la salita de los Bourdon vía galería, significaba dar un rodeo a la casa por dos lados, mientras que cortando a través del cuarto del medio que todavía estaba sin llave, la distancia se reducía a menos de la mitad. Con permiso de Clemency, salí por ese camino y, habiendo cruzado los dos o tres cuartos intermedios, llegué a destino. Pero en vez de hallarlo vacío, como naturalmente había supuesto, me sorprendió encontrar a Felix Sherry sentado sobre el brazo de un sillón y leyendo una carta.

Al levantar él los ojos y verme, me pareció advertir algo más que una simple sorpresa en su mirada. Bruscamente se puso de pie, metió dentro del bolsillo la carta y el sobre de un color azul oscuro bastante característico y exclamó:

—¡Santo Dios! ¿Cómo ha llegado usted aquí, Poynings?

—Es lo que iba a preguntarle a usted —contesté.

—Acabo de llegar —dijo—. Buscaba a Clemency, pero parece que no anda por aquí. —En su voz se notaba una ligera tensión, aunque parecía tranquilo.

—Está en mi departamento bebiendo una copa —respondí—. Usted puede reunirse con nosotros si quiere. He venido a buscar su bolso. —A propósito, no estaba sobre el sofá, sino sobre el asiento del sillón en cuyo brazo había estado sentado Sherry.

Él lo tomó y dijo:

—Yo lo llevaré si usted está seguro de que no soy un entrometido. No tiene importancia…

—Estoy seguro de que ella no tendrá inconveniente —dije—. Vamos.

Indiqué el camino por la misma ruta que había seguido, lo que fue una ligereza de mi parte. Por más inocentes que fuesen las circunstancias, esa puerta abierta que comunicaba mi dormitorio con el tocador de Clemency, difícilmente podía dejar de ser sugestivo. Recordé la frase de Fabian Gillyard de que Sherry era el chacal de Bourdon.

Además, cuando regresé con mi acompañante, vi pasar una sombra por el rostro de Clemency. Pero ella mostraba su acostumbrada máscara impasible, y pensé que le molestaba menos la venida de Sherry que el hecho de que él, y no yo, trajese su bolso.

Se produjo un silencio un poco forzado mientras yo preparaba una bebida para Sherry. Cuando me volví hacia ellos, me pareció comprender la razón, pues Clemency había puesto el bolso sobre el brazo de su sillón y de un bolsillo exterior de aquél asomaba un pequeño triángulo azul oscuro, semejante a la punta de un sobre. Nada se dijo, pero sentía ganas de pegarme por haber ido delante de Sherry y no detrás de él cuando regresábamos a mi apartamento.

Unos minutos después llegó el criado de Bourdon en busca de Clemency, para decir que un sastre nativo había traído un traje que le estaba arreglando y cobraba siete rupias y ocho annas. Clemency, después de registrar su bolso, pudo reunir solamente unas seis rupias y me pidió prestado un billete de diez rupias para pagar su cuenta. Esto, en cierto modo, no concordaba muy bien con su declaración de haber cobrado un cheque esa mañana, e indicaba que el temor de perder el dinero no había sido el motivo de su preocupación por el bolso.

Mas yo no había de saberlo.

Una consecuencia de este episodio…

Ocurrió a la tarde siguiente, cuando Clemency volvió a llamar a la puerta de comunicación. Esta vez estaba yo casi desnudo y tuve que ponerme la bata antes de hacerla entrar.

Al verme así, no quiso pasar y quedó detenida, de espaldas a la puerta que había cerrado.

—Roger, quiero pedirle algo —dijo.

—Por supuesto —repuse—. Lo que usted quiera, Clemency.

—Usted hace enviar toda su correspondencia a la oficina, ¿verdad?

—Sí. Es mejor y más seguro. La correspondencia oficial no puede quedar a cargo de estos viejos carteros nativos ocasionales y uno de nuestros ordenanzas la recoge directamente en la oficina de correos.

—¿También recibe usted en esta forma sus cartas privadas?

—Sí.

Ella movió lentamente la cabeza, luego añadió:

—Roger, ¿qué haría usted si encontrase una carta particular en su correspondencia y al abrirla viera que contiene un sobre cerrado con sólo la letra C?

Pensé un momento.

—Una sola cosa —respondí—: La metería en el bolsillo y la guardaría hasta que pudiese entregársela a solas.

Ella se examinó las uñas con una expresión un poco lánguida y dijo:

—Sería una amabilidad de su parte, Roger.

—Escuche, Clemency —dije—. Ni usted ni yo somos personas curiosas y, desde luego, no deseo meter la nariz en sus asuntos, como usted no deseará tampoco fiscalizar los míos. Pero, por extraña coincidencia, yo recibo cartas particulares que llevan sólo una letra C, u otra letra del alfabeto, según las circunstancias. Sé que usted no me preguntará el porqué, que yo no puedo decirle.

Me echó una rápida mirada y vi asomar en sus profundos ojos grises un destello de comprensión. Vi también que guardaría mi secreto como lo había supuesto. En voz alta murmuró simplemente:

—Comprendo.

—Pero es cuestión de elegir sencillamente otra señal o símbolo —dije—. Si le conviene, digamos un círculo con un punto adentro, un triángulo, un cuadrado o algo…

—Es fácil, Roger —respondió—. Creo que quizás un triángulo sería el más… el más apropiado —dijo sonriendo levemente.

—Entonces, no lo emplee —le aconsejé con firmeza—. Muchos códigos, claves y cifras se descubren, más que por otros motivos, porque su autor trata de insinuar un pequeño rasgo alusivo, imaginando ingenuamente, que sólo él comprenderá. Si un triángulo conviene a su caso, ¡por el amor de Dios! utilice un cuadrado, un círculo o una estrella de cinco vértices —añadí al recordar las analogías geométricas de Gillyard.

—¿Qué significa exactamente una estrella de cinco vértices, Roger?

—Es el pentacle, viejo signo de magia… —luego tomé un cabo de lápiz y un sobre usado y le mostré cómo se hacía. Ella ensayó con mano insegura y después de dos o tres tentativas, consiguió vencer el secreto de esa curiosa figura.

—Que sea entonces una estrella de cinco vértices —aceptó, y volvió a mirarme—. ¿Está usted seguro de que no le importa, Roger?

—No.

—¿Le sorprende a usted?

Vacilé un momento y…

—No —repetí.

Hubo un silencio…

—Ve usted —dijo Clemency después—; no hay otro a quien se lo pueda pedir. No se lo puedo pedir a Nan porque… porque…

—¡La comprendo! —interrumpí bruscamente—. No la traicionaré, Clemency, y sé que en retribución usted olvidará lo que tuve que decirle hace un momento.

Ella puso una mano sobre mi brazo y lo apretó como hizo en aquella ocasión anterior, cuando inesperadamente cambiamos confidencias. Al hacerlo, la máscara impasible y malhumorada de su cara desapareció como por encanto, sus ojos sonrieron cálidamente y un ligero toque de color subrayó sus pálidas mejillas.

Durante escasos segundos me pareció tan atrayente que me sentí turbado y, en un momento de debilidad animal, casi la besé.

Quizá vio este impulso pasajero en mis ojos, porque dio un apretón a mi brazo y desapareció por donde había venido, echando llave a la puerta, tras de sí.