4. UN GUSANO EN EL CAPULLO

No volví a ver a Clemency hasta casi treinta y seis horas después, pero en mis ratos de ocio pensé un poco en ella. La fotografía de mi salita tomó un nuevo significado, pues si antes me había divertido reflexionando sobre la joven que la cámara había retratado tan manifiestamente mal, ahora encontraba una nueva fascinación en tratar de resolver en qué consistía ese fallo: qué tenía la verdadera Clemency que la fotografía había omitido.

No era que estuviese todavía muy interesado en ella, pues si no hubiese sido por el olvido o la deliberada omisión de Bourdon de consultarla sobre mí, la hubiese metido simplemente dentro de una casillero mental como a cualquiera de esas jóvenes inglesas que abundan en la India, bastante agradables en general pero sin características sobresalientes para distinguirlas entre las demás. Ahora yo sabía que la cámara no había dicho toda la verdad. No encontraba en ella nada que hiciese vibrar las fibras de mi corazón ni que provocase en mí cualquier emoción, salvo el fastidio causado por la situación desconcertante en que nos había colocado su marido. Como hombre civilizado, me disgustaba el espectáculo de una mujer joven que sufre la humillación (si el término no es demasiado fuerte) de que le impongan un realquilado sin haber recibido por cortesía formal una insinuación previa. Aquella situación me disgustaba más vivamente, porque, aunque no por mi culpa, resultaba que era yo el realquilado en cuestión. Este mutuo desconcierto ya había forjado la sombra de un vínculo entre nosotros, tal vez la primera idea de aquel «lazo» que ella iba a recordarme tantos años después.

De todos modos, yo había estado acertado en mis sospechas respecto a la fotografía. Como simple impresión de sus facciones era pasable, pero sus pecados de omisión eran imperdonables. Por otra parte, debido a que solamente mostraba la cabeza y los hombros, no se le podía censurar el no haber reproducido la gracia delicada de su cuerpo bien formado, una de las primeras cosas que noté al conocerla. A quien le agraden las mujeres con curvas voluptuosas, no encontraría a Clemency de su gusto, pues no tenía nada de eso. Pero tampoco llegaba al extremo de tener un cuerpo de adolescente, sin atractivos. En realidad, era bien proporcionada y muy femenina.

Además, en algunos momentos, contados, su cara no parecía desmerecer a su cuerpo. Pero debo recordar con desagrado (pues como se verá más tarde me encariñé con ella) que en general parecía una… bueno, no puedo mejorar esa palabra, una «ratita» por mucho que me disguste emplearla en este caso. A pesar de tener hermosos cabellos en cuanto a calidad, el color de los mismos era indefinible; sólo se podía decir que tiraba más a claro que a oscuro y en realidad era algo así como arratonado. La calidad de su piel era buena, pero no así el color de su tez, que era cetrino y de aspecto anémico, lo que le daba una apariencia algo débil. Sus labios hubiesen sido encantadores si hubieran tenido más color para acentuar la forma y su generosidad, pero de vez en cuando, una expresión de fastidio les bajaba las comisuras. Su mentón era bonito, la nariz corta, recta y bien formada y ya he dicho que tenía dientes perfectos. También he hablado de los ojos, gris oscuro y bien separados. En los ojos era donde fallaba más lastimosamente la fotografía, porque los presentaba como vacíos, sin expresión, insulsos, cuando en realidad eran, o podían ser, exactamente lo contrario.

Digo «o podían ser» porque Clemency, indudablemente, tenía la facultad de quitar toda expresión a su ojos, de ofrecer lo que en un hombre se llamaría «cara de jugador de póker» por su impasibilidad. Yo habría de descubrir que esta supresión voluntaria de toda emoción visible era una costumbre en ella y que sólo rara vez cedía este control que ejercía sobre sus rasgos. Había momentos en que parecía aburrida o malhumorada, pero la verdadera Clemency se permitía asomarse a través de esa máscara bastante insulsa sólo cuando alguna emoción real la dominaba. Tal vez fue una suerte para mí que la repentina impresión de nuestro primer encuentro me hubiese proporcionado ese reflejo fugaz, pues de otra manera hubiera pensado que el retrato estaba más cerca de la verdad de lo que en realidad estaba.

Unas semanas después tuve ocasión de oír en el club una conversación entre dos mujeres jóvenes sobre Clemency y, puesto que a menudo se sostiene que las mujeres son los mejores jueces de su propio sexo, será bueno repetir lo que ambas dijeron. Era una noche de baile, y Clemency, pálida e inexpresiva como nunca y con un vestido no muy favorecedor, de un tono demasiado pálido para su colorido, acababa de pasar por el salón.

La primera dijo:

—A esa joven le falta algo para ser bonita. —Y luego, después de una pequeña pausa—: En verdad es más que algo lo que le falta.

La segunda agregó:

—Siempre que veo a Clemency tengo unos deseos vehementes de desvestirla, de enseñarle a vestirse y de pasarme horas y horas haciendo experimentos sobre ella con todos los polvos y lápices labiales que tenga a mano, hasta convertirla en lo que Dios pensó: una joven endemoniadamente bonita. Apuesto a que tendría una figura preciosa si se vistiera como le corresponde. Con su cara se pueden hacer maravillas. La base está, pero la infeliz no le sabe sacar provecho.

No sabían que yo las escuchaba. Al alejarme reflexioné que ellas habían dado forma a los sentimientos inexpresados y latentes en mi mente, desde que la conocí.

En la tarde que siguió a nuestro primer encuentro volví a ver a Clemency. Me había bañado temprano y me estaba vistiendo para cenar (tomaba mis comidas en el casino de un batallón de Hyuerabad), cuando ella apareció en la galería y preguntó por mí a Alam Jan, que rondaba cerca de la puerta de mi salita. Yo grité:

—Por favor, pase; está en su casa. No la haré esperar ni un minuto pero, verdaderamente, me niego a presentarme ante usted en paños menores dos veces en dos días. Alam Jan, sírvele a la Mem Sahib una bebida y cigarrillos.

Dos minutos después la encontré recostada en un sillón, con una copa de bebida en una mano y un cigarrillo en la otra. Mostraba su cara impasible y miraba a la inexpresiva fotografía que estaba sobre la chimenea.

—¿Cómo diablos ha llegado esto aquí? —preguntó.

—No lo sé, Mrs. Bourdon. Estaba ya cuando entré aquí por primera vez y ahí se ha quedado desde entonces. Usted sabe que ya había algunos muebles.

—Sí… pero esa cosa horrible nunca estuvo aquí antes de que yo me fuese. En realidad no la veía en ninguna parte. Siempre la he odiado y la he tenido fuera de mi vista.

Me serví una bebida.

—Tal vez Bourdon la desenterró para alegrar este lugar, antes de que yo lo viese —sugerí ligeramente—. No es buena, pero ha dado a la habitación un aspecto más cálido del que podría tener.

—Dudo que haya sido ése el motivo —fue su ambiguo comentario—. Y no estoy de acuerdo con usted en que no está bien. Lo estoy… y por eso la odio tanto. Es tan desagradable como mirarse en un espejo.

Era evidente que no buscaba cumplimientos y yo sabía que le hubiese desagradado la réplica galante que cruzó por mi mente. Por intuición comprendí que era mejor no decir nada.

—De todos modos, no es necesario que usted la conserve sólo porque estaba aquí cuando usted vino —continuó—. Volveré a guardarla o la quemaré. A propósito, esta tarde he recibido una tarjeta de Neville en la que dice que olvidó hablarme de usted.

Hice una mueca.

Ella entreabrió la boca para decir algo, pero se detuvo y permaneció callada. Por un instante sus ojos grises buscaron los míos. Luego se desviaron.

—Neville dice que debo cuidar de usted, hacerme agradable y ver que tenga todo cuanto precise —añadió en seguida. Su cara estaba completamente desprovista de expresión. Tampoco podía descubrir en su voz algún rastro de ironía.

—Qué amable de su parte —respondí con sequedad.

—Verdad —aspiró el cigarrillo con languidez—. Me temo que no sirva mucho para hacerme agradable a la gente que no conozco bien y no tengo idea de lo que él quiere decir por «cuidar de usted» a no ser que se refiera a retenerlo a comer o algo así. ¿Querría usted venir mañana?

—Siempre que usted pueda asegurarme que no se aburrirá mucho —repliqué tranquilamente. Sabía que Clemency no había querido ser ofensiva. Una sincera apatía más que una descortesía calculada había dirigido la elección de sus palabras. Y sentí que probablemente también ella apreciaría una forma directa de respuesta.

—Si alguien se aburre, es probable que sea usted —contestó con un ligero encogimiento de hombros—. Soy la peor ama de casa del mundo y no conozco juegos de salón. ¿Correrá usted el riesgo?

—Encantado, si usted lo desea.

—A las ocho, entonces. No puedo responder por la comida porque tenemos un nuevo khansama y no sé cómo se desenvuelve.

—No soy difícil.

—Es una suerte. Neville lo es, y a veces esto dificulta las cosas. —Se enderezó y echó un vistazo a su alrededor. Luego agregó: Usted se ha instalado muy bien aquí. Apenas reconozco el cuarto. Unos muebles muy presentables y muy bien distribuidos.

—Gracias. Verdaderamente estoy muy cómodo.

—¿No le falta nada?

Encendí un cigarrillo y la contemplé, antes de contestar. Ella parecía ignorar mi examen.

—Seremos amigos —me arriesgué a decir al rato, exhalando el humo.

Esto hizo que ella volviese a encontrar mi mirada. Esta vez no la desvió, aunque su cara seguía inexpresiva.

—¿Amigos?

—Sí. Nunca he estado antes tan al Sur y no conozco a nadie en esta parte del mundo. Mi único conocido es Gillyard, el policía, pero todavía está ausente, con licencia. He hecho todo mi servicio en el Punjab o en la frontera. Aquí soy un extranjero y me siento como Ruth la moabita, en medio del maíz ajeno —terminé al azar.

—¿No pertenece usted al club?

—Por supuesto y, como es natural, he conocido algunas personas. Por ejemplo, allí encontré a su marido, con un resultado muy ventajoso en cuanto se refiere a mi comodidad. Pero no hay nadie a quien yo desee conocer. No es porque mi soledad me importe tanto como podría ocurrirle a otra gente. Soy, por naturaleza, bastante poco sociable y no me gusta que me molesten aquellos por quienes yo no daría ni dos cominos.

No pretendo ser psicólogo. Sin embargo, yo no había dicho mi frase sin un propósito. Sin duda alguna Clemency me miró con más calor e interés en los ojos.

—Yo también soy poco sociable —dijo lentamente—. No sirvo para hacerme amigos, especialmente en Ghadarabad. En Cachemira era mejor, aunque aún allí… ¡Oh! Odio este lugar y a la mayor parte de su gente.

—Me alegro que haya alguien que piense como yo —respondí.

—Hemos vivido aquí desde que nos casamos, hace ahora más de tres años. Cuanto más tiempo paso aquí, encuentro menos personas que me agraden. No sé por qué. Supongo que tendrá que ver con el clima, con la fetidez del aire o con cualquier otra cosa. Tengo una sola amiga verdadera aquí. Es la hija del Comisionado, Nan Candler. ¿La conoce usted?

Sacudí la cabeza negativamente.

—Cuando llegué aquí, todas las mujeres estaban en la montaña. Supongo que ahora comenzarán a regresar, pero en realidad usted es la primera que he conocido.

—No creo que Nan regrese hasta mañana o pasado. Ha estado durante todo el verano en Smila con su padre. Me alegraré de que vuelva, aunque ella y Neville, desgraciadamente, no se llevan muy bien. Por lo general Nan duerme aquí cuando Neville anda de gira. Naturalmente, con usted aquí no estaré tan sola como antes.

Cuando terminó de beber se levantó. Otra vez observé su cuerpo bien formado.

—No se vaya —le pedí—. La noche está empezando y usted no ha bebido más que una copa. Permítame ofrecerle otra.

Me miró con el mismo gesto de desafío que había mostrado cuando le ofrecí por primera vez un cigarrillo y dio la misma respuesta.

—No debería. En verdad, Neville no aprueba que yo beba.

—Pero Neville está ausente —dije, repitiendo mi frase y tomé su vaso—. ¿Qué era? Ginebra mezclada con…

—Ginebra con vermut francés, por favor. —No me miró, pero empezó a pasearse lentamente por el cuarto—. Me está llevando por el mal camino —añadió dándome la espalda.

—Siempre que usted quiera ser llevada, lo consideraré una virtud más que un vicio —repliqué—. Yo tengo mucha indulgencia con esta moda de las mujeres que beben, fuman y demás.

—¿También cuando los maridos imponen una ley contraria? —insistió girando sobre sus talones para mirarme—. Usted sabe que uno promete obedecer. Por lo menos yo lo he hecho.

Le alcancé el vaso.

—¡Me niego a ser dirigido, mi estimada Mrs. Bourdon! Es un punto difícil de tratar, pero siempre he considerado que esa promesa implica obligaciones de parte del marido tanto como de la mujer. No creo que lo autorice a controlar los pormenores de la vida de ella dictando restricciones mezquinas, tiránicas y sin razón. No creo que las promesas del matrimonio se refieran al control de las pequeñas costumbres tales como beber y fumar. A propósito, si mañana vamos a comer juntos, ¿no querría usted venir conmigo al club un momento antes?

Ella reflexionó un momento y luego dijo:

—Gracias. Me agradaría, si usted está seguro que no le molestará. Después del bar encontraré el «gallinero» muy aburrido y dudo de que hallemos a alguien divertido con quien conversar.

—Mi único propósito es conversar con usted —dije—. Lo que menos deseo es zambullirme en el remolino social, porque no sirvo para conversaciones de salón y sólo lograría avergonzarla con papelones a cada momento.

—¿No le gustan las mujeres?

—Al contrario: con una mujer que me agrade puedo encontrarme tan bien como con cualquier hombre, pero el sexo suyo me parece, en conjunto, bastante desconcertante. O no sé qué decir o digo lo que no debo. Pero no crea que soy algún misógino. Algunas jóvenes me agradan inmensamente; sin embargo, prefiero una sola cada vez.

Clemency bebió su copa y me sonrió.

—Parece que en realidad usted y yo tenemos una o dos cosas en común —dijo lánguidamente—. En verdad, debo irme. ¿A qué hora mañana?

—A cualquiera, después de las seis. ¿Vendré a buscarla?

—Por favor. No le haré esperar. ¡Buenas noches!

Hasta que se alejó no vi la fotografía que había olvidado de llevar. Por un extraño motivo me sentí contento.

A la tarde siguiente estábamos sentados en el salón de señoras, del club, conversando al azar de esto y de aquello, cuando se abrió una puerta. Felix Sherry se asomó y miró hacia dentro. Le observé un segundo antes de que él pudiera verme, lo que me permitió desviar mis ojos hacia Clemency y advertir en ella el efecto de la aparición. En sus ojos leí que lo había reconocido en seguida, pero el velo de impasibilidad volvió a cubrirla del mismo modo que de costumbre y su cara quedó inexpresiva como siempre, cuando la sombra de Sherry se proyectó sobre nuestra mesa. Éste la saludó cordialmente y con un tono de voz a lo Greta Garbo la llamó por su nombre como si fuese una amiga muy querida que no veía desde hacía tiempo.

En aquel momento no pude saber si su entusiasmo era sincero o afectado. Parecía bastante sincero y noté que Clemency no sólo admitió tácitamente su derecho a llamarla por el nombre de pila, sino que ella misma se dirigió a él una o dos veces nombrándolo Felix. No obstante, el entusiasmo parecía provenir principalmente de Sherry. La impasibilidad de Clemency era muy evidente y la conversación fácil, a pesar de su modo algo abandonado, daba la impresión de que hasta cierto punto ella se ponía en guardia contra él. Quizá me haya equivocado. Puede haber ocurrido que ella deseara evitar que la molestaran hablándole de su estancia en Cachemira, como repetidas veces él la invitó a hacerlo. Después de todo, nada hay más cruelmente calculado para anular los placeres particulares de los recuerdos, como la obligación de tener que compartirlos con otro.

Sin embargo, para mi tranquilidad, Sherry no nos impuso por mucho tiempo su compañía. Por algún motivo oculto, temía que Clemency pudiese insistir en que se agregara a nuestro grupo. No tengo la menor noción de por qué encontré desagradable esta idea, tanto menos cuanto yo sentía verdaderamente curiosidad, por descubrir cómo se entendía Clemency con el amigo de su marido. Tal vez fuera porque primero quería saber más acerca de la propia Clemency. Me intrigaban su modo reservado y su impasibilidad inexpresiva y quería atisbar debajo del velo.

De cualquier modo, personalmente, quedé encantado de ver partir a Sherry. Cuando su figura singularmente agraciada se alejó del salón, me di cuenta de que ni él ni Clemency habían mencionado en ningún momento el nombre del marido y, del mismo modo, ni Clemency ni yo mencionamos el nombre de Sherry, ni en el club ni durante el viaje de regreso a la casa.

Una vez en Cunningham Road disfruté de la comida en compañía de Clemency. Era realmente una joven extraña, completamente diferente a cualquiera de las que yo hubiese conocido antes. No se la podía imaginar efusiva o saliéndose de su modalidad para parecer amistosa. Ni siquiera hacía un esfuerzo consciente para parecer cortés, aunque su modo natural era correcto. Nada tenía de ese encanto propio de la mujer inglesa. No parecía ni bonita, ni preciosa, ni fascinante, ni graciosa, ni consciente de su atractivo. En lenguaje comercial se diría que ella no hacía el menor esfuerzo por «hacerse valer» o por hacer resaltar su personalidad. Tuve la impresión de que si alguna vez llegaba yo a conocerla y a comprenderla, sólo podría ser como resultado de mis propios esfuerzos o de mi capacidad personal, pues no encontraría ninguna ayuda por parte de ella. Dicho claramente: le importaba un comino lo que yo pensara de ella. Comprendí que a Clemency no le importaba lo que otros opinaran de ella, y aún menos lo que opinara yo.

A causa de todo esto, encontré que me gustaba. Aunque le faltaran cualidades que contribuyen a despertar el interés, era atrayente en una forma poco definida. Y cuando digo esto no me refiero a la atracción física de su cuerpo, que era innegable. Mi atracción hacia ella se fundaba en algo más que en una base puramente física. Quizá me intrigaba esa extraña combinación de condimentos aparentemente contradictorios que la formaban, tales como su honestidad indiferente para expresarse y su natural reserva. Era una mezcla de cosas contradictorias, y la novedad me gustó.

Esto no impedía que ella pudiera ser tan inconsecuente como cualquiera de su sexo. Una o dos horas antes, como he dicho, Clemency había mostrado una marcada aversión por dar respuestas claras a cualquier pregunta de Felix Sherry, sobre lo que había hecho en Cachemira. Sin embargo, a mí, que estudiadamente evité de hacerle insinuaciones, me brindó un relato franco y amplio de sus idas y venidas entre las montañas y los ríos de aquella hermosa tierra. En verdad, Cachemira constituyó el principal tema de nuestra conversación. De allí surgió que ella no había estado sola, sino en compañía de su hermana mayor, Prudence, casada con un hombre que pertenecía a un regimiento destacado en Punjab.

Pasamos una noche agradable, sin agitaciones, y creo que ambos nos divertimos de una manera tranquila. No me aburrí, por cierto, pero no adelantamos mucho en intimidad y, en ocasiones, hubo largos silencios en el curso de nuestra conversación. Al parecer, ella encontró mi compañía tolerable y a mí me gustó la suya. No puedo decirlo con más energía. No obstante, poco después de las diez juzgué conveniente librarla de mi presencia antes de abusar de su buena acogida. Me levanté, diciendo que me retiraba. Clemency, con su característico desdén por la politesse convencional, no intentó disuadirme.

Ya había dado las buenas noches y estaba a punto de retirarme cuando se oyó un automóvil que se detenía en el cercado. Hubo un rápido taconeo en la galería y bruscamente entró en la habitación una mujer joven, de cabello veteado y ojos castaño verdoso. Si yo no me hubiese apartado rápidamente, ella me hubiera hecho rodar en su embestida.

—¡Nan! —exclamó Clemency, despertando de su languidez. Se había puesto de pie y parecía verdaderamente animada.

—¡Clemency! ¡Querida! —La joven de cabello veteado se abalanzó, tomó ambas manos de Clemency y la besó cariñosamente. Estaban tan contentas de verse que me pareció mejor dejarlas y desaparecer. Pero, en cuanto hube dado la vuelta para salir, terminaron sus efusiones y oí que Clemency me presentaba a la recién llegada.

Nan Candler, la hija del Comisionado delegado, de quien Clemency me había hablado el día anterior, era tal como la había imaginado. La miré con cierto interés en descubrir qué modalidad sería la suya para haber logrado ser la mejor amiga de Clemency, haciendo frente a sus exigencias. Era, a su modo, una mujer llamativa, de buen cutis, fuerte y de facciones marcadas; tenía el cabello, como he dicho, veteado… quiero decir que era muy oscuro, pero con vetas perceptibles de castaño más claro. Un conjunto raro y decididamente atrayente. Más raros aún eran sus ojos que he descrito como castaño verdoso a falta de un término mejor: creo que eran simplemente castaños, pero a veces, parecía brillar a través de ellos, desde adentro, cierta luz verdosa que les daba un extraño fulgor luminoso y penetrante. Calculo que Miss Candler tendría un año más que Clemency (puede haber tenido veinticinco) y un par de pulgadas más de estatura. Era de piernas largas y de constitución fina y atlética. Más tarde descubrí su extraordinaria habilidad para los juegos. En tenis pertenecía a la categoría de campeones.

Cuando la vi entrar, sus ojos tenían aquella luz verdosa y todavía la conservaba cuando Clemency nos presentó. En su modo, Nan Candler no tenía nada de hombruna ni de dominante. A pesar de su flexibilidad atlética era tan femenina como la misma Clemency. Sin embargo, debo dejar constancia de que me sentí intimidado cuando aquellos ojos castaños con reflejos verdosos me miraron, examinándome de pies a cabeza antes de concederme la pequeña sonrisa de circunstancia que exigía el caso. Tuve asimismo la impresión de que no me tomó muy en cuenta. Paradójicamente, no me causó ningún disgusto, pues aun en esos breves momentos pude ver que su actitud hacia Clemency era a la vez posesiva y protectora y que, desde mi punto de vista, más valía ser dado de lado como una nulidad inofensiva que atraerse la severidad y el menosprecio de Miss Candler. Era una mujer joven, de fuerte personalidad, y aun cuando yo estaba seguro que podía ser una amiga extraordinaria, probablemente sería una condición de su amistad el ser exclusiva, absoluta e irreductible. Tenía aún menos dudas de que pudiese ser una enemiga implacable si su supremacía era desafiada o se despertaba su envidia. No me demoré en esa habitación. Aunque esta joven atlética de cabello veteado despertaba mi interés, contuve el deseo que tenía de conocerla mejor, porque mi instinto me advertía que, por el momento, a ella y a Clemency, poco les importaba mi compañía. Después de decir algunas trivialidades las dejé solas.

Mientras caminaba pensativo por la oscura galería, me sentí absurdamente satisfecho de haber sido lo bastante precavido para no enamorarme de Clemency, pues el interés que sentía por ella era completamente superficial. Si hubiera sido de otra manera, la aparición de esta criatura apasionada, de cabello veteado, podría haber significado algo parecido a un desastre…