3. 69 SLYBACON STREET

Un par de días después me mudé y, hasta cierto punto, me convertí en otro hombre. La calamidad que era ese hotel hubiese hecho que una choza de madera me pareciese ahora un paraíso. Gozaba con el lujo del espacio, la frescura y la intimidad que ofrecía mi nueva morada.

El cambio mejoró también a mis dos servidores. Alam Jan, el camarero, y Chibu el mandadero, y, por primera vez desde mi llegada a Ghadarabad mi viejo Buggins tuvo una cuadra como correspondía a su buena conducta y sus largos servicios y a los pelos grises que salpicaban su crin sucia. Tampoco necesitaba quedar expuesto a la merced de los elementos el Chevrolet de seis cilindros (de mi propiedad, pero subvencionado por la superioridad para los fines de mis giras), porque un pesebre disponible le servía de garaje.

En resumen, la vida comenzó a mejorar. Desde el principio temí que Neville Bourdon me estorbara buscando mi compañía cuando yo prefería estar solo. Aun en aquellos días de mi juventud, yo consideraba que la única manera conveniente de que personas de distinta familia puedan compartir una casa y continuar en buenas relaciones, es tomar como regla de conducta frecuentarse lo menos posible y hacer todo lo posible para evitar el peligro de ser entrometido. Poco más de una semana después de mi instalación, Bourdon empezó a «aparecerse» (como él decía), para ver si yo estaba cómodo, para tomar algo conmigo o invitarme a su apartamento con el mismo objeto. Puesto que en cierto sentido yo era su huésped, decorosamente no podía asumir una actitud demasiado intratable. Sin embargo, para mis adentros, yo lamentaba sus entrometimientos demasiado frecuentes.

No se trataba de que aquel hombre me desagradara. ¿Cómo podría ser así cuando tanto había hecho para ponerme cómodo? Nada tenía yo contra él sino el fastidio que me provocaban su conversación bastante aburrida y sus bromas pueriles. Por otra parte, no me interesaba lo bastante para desear intimar y más bien me sentía inclinado en sentido opuesto. No tenía nada positivo contra este hombre y mi mala disposición para intimar con él era completamente inmotivada.

Sea como fuere, la liberación estaba muy cerca, pues, antes de los quince días de haberme mudado, apareció en escena un nuevo personaje, en la persona de un joven zapador subalterno llamado Sherry, Felix Sherry, que si mal no recuerdo era un Ingeniero Ayudante de Guarnición o algo por el estilo. Un muchacho extraordinariamente buen mozo, de cabellos oscuros, ojos almendrados, labios gruesos y de tez, aunque curtida por el sol de la India, tan lisa y clara que podía haber provocado la envidia de cualquier mujer. Su rostro tenía algo extraño que recordaba a una jovencita, y siempre he tenido la impresión de que, en un esfuerzo para disimularlo, él usaba habitualmente gafas con montura de asta. Indudablemente era susceptible a causa de su aspecto, y con razón, pues para hacerle justicia no era nada afeminado. Con toda su belleza, no era un tipo almibarado ni de ésos que ríen por todo o se sonríen bobamente o que se comportan en cierta forma ambigua. Su porte era viril; se vestía como hombre sin ningún toque femenino, hablaba como hombre tanto respecto a la dicción como a la voz y, por todo lo que sé y creo, su femineidad facial no era reflejo de su psique.

Quizá porque soy feo e indiscutiblemente muy varonil, por mi corpulencia y mis músculos, empecé por tomar antipatía a Sherry, aunque este sentimiento se modificó algo a los pocos minutos de conversar con él. Después de todo, no es justo culpar a un hombre por los rasgos que Dios y sus padres le han otorgado, y pronto comprendí que el aspecto de Felix Sherry era más un motivo de angustia que de orgullo para él. Constantemente se tomaba el trabajo de contrarrestar el efecto de su cara de niña con cierta excesiva afectación de virilidad. En esto tenía éxito sólo en parte, porque aparentaba tener menos años e inconscientemente mostraba muchos de los rastros de una degeneración en la adolescencia, como lo hacía Bourdon. Según el calendario, Felix era un par de años menor que yo en tanto que Bourdon por lo menos era cuatro años mayor. Sin embargo, creo que en algunos aspectos yo parecía el mayor de los tres.

Desde el principio, los dos fueron excelentes amigos aunque a simple vista formaban una pareja curiosamente dispar, caso frecuente en muchas amistades. Al parecer había habido cierta cuestión con motivo de que Sherry podía ocupar las habitaciones que yo había tomado, pero comprendí que su jefe le había permitido desocupar la vivienda, que oficialmente le había sido asignada, en el bungalow del Cuartel de Ingenieros. Si no hubiese sido por esta intransigencia del C. de I., hubiera habido poca probabilidad de que Bourdon me hiciera aquel ofrecimiento, en cuyo caso nunca habría escrito esta historia.

De todos modos así fue, y a los pocos días tuve la evidencia de que los dos pasaban juntos todo el tiempo que les permitían sus respectivas obligaciones. Cabalgaban siempre juntos, jugaban al tenis o al squash, mantenían largas conversaciones en el club, y cuando nada de esto hacían, se quedaban en el apartamento de Bourdon bebiendo y charlando hasta altas horas de la noche. Al principio, Bourdon hizo una ligera tentativa para atraerme a estas reuniones, pero, aunque por cortesía algunas veces no pude evitar sentarme con ellos, bien se daba cuenta de que yo tenía poco en común con ellos y que me sentía fuera de lugar en su sociedad. Además, aunque soy aficionado a beber y rara vez he vacilado en emborracharme en ocasiones plausibles, me desagradaba quedar tan impregnado de alcohol como ellos lo estaban noche tras noche. Detestaba el modo de emborracharse de Bourdon, que tenía la costumbre de derribar muebles y arrojar las cosas en forma tan salvaje, que al final de la noche la sala parecía una pocilga después de una violenta riña entre puercos.

Felix Sherry, a pesar de su juventud, resistía mejor el alcohol y rara vez se ponía turbulento. Empero, no me desagradaba menos, pues se tendía en un sofá como un gatito embriagado, observando las toscas bufonadas de su amigo con una mirada de soslayo, despreciativa, que yo encontraba detestable. Siempre tuve la impresión de que si Sherry hubiese estado solo, habría observado costumbres más sobrias y que únicamente seguía a Bourdon en sus francachelas por un temor hipersensible de ser infamado como afeminado. Yo no creo, sin embargo, que haya un motivo tan poderoso para beber en esa forma.

En resumen, no me divertía mucho, como decía la Reina Victoria.

Con la llegada de Felix Sherry empecé a ver cada vez menos a Neville Bourdon, y esto no fue para mí un motivo lamentable. Seguimos encontrándonos periódicamente en el bungalow y en el club, pero sus «apariciones» disminuyeron en forma notable.

Bourdon no me era, en verdad, desagradable. Dudo que me haya preocupado en analizar mis sentimientos respecto a él. Le estaba profundamente agradecido por su hospitalidad y en aquella época mi carácter era demasiado tolerante para molestarme la tontería de que su modalidad se diferenciara de la mía. No me preocupaba de él, simplemente. A veces pensaba qué lugar ocuparía la esposa en este asunto cuando estaba en su casa, pero mis meditaciones no me conducían a nada y sólo me restaba quedar a la expectativa.

La fotografía de Clemency continuaba sobre la chimenea de la salita que yo ocupaba por el solo hecho de que Bourdon no se había molestado en retirarla y el caso era que yo no tenía nada apropiado para poner en su lugar. En ese momento mi corazón estaba libre y no tenía ninguna otra fotografía de mujer para exhibir. En mi dormitorio estaban las fotografías de mis padres muertos y en un marco la instantánea de Barbary a los quince años (prima por nacimiento, hermana durante nuestra infancia y luego mi esposa), en uniforme de colegiala. Pero Clemency tenía la salita para ella sola y creo que el retrato me fascinaba por lo absurdo e inexpresivo. Era tan endemoniadamente poco revelador, que me daban deseos de conocer el original.

A mediados de septiembre salí para mi primera gira. Gracias a la colaboración del Coronel Clapp pude sincronizar mis obligaciones secretas con una de las giras normales de reclutamiento y todo marchó a la perfección.

Esa vez me ausenté durante diez u once días. Estuve en algunos oscuros Estados y en Principados que se hallaban en las colinas al pie del Himalaya, donde se reclutaban elementos para formar uno o dos batallones de la India, porque mi predecesor había informado que se podía temer una rebelión. Tenía razón en esto y mis dobles funciones me tuvieron muy ocupado, pero el aire y el paisaje eran tan maravillosos después de la fetidez húmeda de Ghadarabad, que los días y las noches pasaron muy de prisa.

Una noche, muy tarde, regresé a los cuarteles, agotado, después de una jornada de casi trescientas millas a campo traviesa, en la India, por caminos muy poco variados. En realidad no se esperaba mi retorno hasta el día siguiente, pero mi coche estaba en tan buenas condiciones que me pareció mal interrumpir el viaje. Era cerca de medianoche cuando llegué, y aunque todavía había luces en el bungalow en el extremo ocupado por los Bourdon, no me sentía dispuesto a correr el riesgo de llamar la atención por mi regreso, para no demorar la hora de introducirme en la cama. Por eso, al cruzar la verja, paré el motor y me deslicé silenciosamente hacia el extremo que ocupaba en la casa, dejando el coche en el fondo. Mi cautela me permitió bañarme y acostarme en breve tiempo. Luego dormí magníficamente durante casi nueve horas. Despertar tarde y saber que no hay apuro en levantarse, es un lujo mayor en la India que en otra parte cualquiera, pues allí las condiciones climáticas hacen que el madrugar sea una necesidad normal.

Alam Jan me trajo té y tostadas a las nueve y media y, como no debía volver al trabajo hasta la tarde, pedí el agua para afeitarme una hora después. No deseaba otra cosa que remolonear en la cama, meditando sobre esto y aquello, mientras bebía el té y fumaba.

El único inconveniente fue que terminé mi último cigarrillo. Como Bourdon fumaba la misma marca que yo, y como generalmente tenía una buena provisión, puse en juego toda mi energía para levantarme de la cama, cubrirme con una delgada bata de seda y meter los pies en las zapatillas; luego salí a la galería bostezando cavernosamente… y me encontré cara a cara con Clemency.

Con los ojos hinchados, sin lavar ni afeitar como yo estaba, el encuentro me causó una impresión bastante fuerte. Al instante comprendí quién era ella; ya había vivido con su fotografía durante varias semanas. Además, su simple presencia en la galería, sin sombrero y con traje de entrecasa, demostraba que no podía ser sino la esposa de Bourdon.

Pero si el asombro de este encuentro, sin previo aviso de su regreso de Cachemira, fue grande, nada era en comparación con el asombro de Clemency al verme salir de una de sus habitaciones, en mi vestimenta nocturna y exhibiéndome en la galería como si la casa me perteneciera. Ella venía caminando lentamente, al acaso, en dirección a mí, leyendo una carta, y, cuando el encuentro nos detuvo frente a frente, no había más de un par de yardas entre nosotros.

—¡Santo Dios! —exclamé molesto y avergonzado por mi desaliño y desagradable aspecto—. Siento muchísimo…

Clemency nada dijo, se detuvo mirándome fijamente con los ojos bien abiertos, como si estuviese viendo un aparecido. En la tensión momentánea que sobrevino pude observar que la cámara fotográfica había mentido porque en realidad sus ojos, de un gris oscuro y muy separados, eran los más elocuentes que jamás hubiese visto. También reparé en sus hermosos dientes.

—Usted debe ser Mrs. Bourdon —atiné a decir al recobrar la voz—. En verdad, debo pedir disculpas por presentarme en este aspecto. No tenía idea de que usted hubiese regresado…

Ella tragó saliva e hizo un pequeño movimiento de asentimiento, pero sus ojos grises no se apartaron de los míos.

—Yo… yo no sabía… —tartamudeó por fin—. ¿Quién es usted?

—Mi nombre es Poynings —respondí—. Roger Poynings, y aquí soy el nuevo RAO. Espero que usted haya oído hablar a su marido de mí…

—¡Jamás! —la palabra salió con un pequeño suspiro como si se hubiese escapado sin su permiso—. Es usted… tiene usted… ¿Neville lo aloja o algo parecido?

La ira y la consternación me invadieron como una ola.

—¡Dios mío! No querrá usted decir que no sabía que yo estaba viviendo aquí.

—No tenía la menor idea —contestó con suavidad—. Neville debe de haber olvidado advertirme. Qué tonto de su parte… Pero yo sólo regresé ayer y supongo…

—¡Qué diablos! ¡Esto es fantástico! —protesté impetuosamente—. Él me prometió escribirle y obtener su consentimiento, Mrs. Bourdon, y yo daba por sentado que usted estaba al tanto de todo.

Ella frunció el ceño.

—Creo que su carta no me ha llegado —dijo con poco aparente convicción—. Salí de Srinagar hace cinco días, así que… No importa, de todos modos no veo por qué Neville había de pedirme autorización para alojar a alguien.

—Pero esto ocurrió hace mucho… por lo menos cinco o seis semanas. Usted debe de haber tenido noticias de él desde entonces.

Ella desvió la mirada con una ligera sonrisa forzada.

—No le gusta mucho escribir —dijo—. No creo haber recibido cartas de él últimamente.

—Pero… esto es serio —reconvine—. Quiero decir que no es solamente cuestión de «alojarme». ¿Comprende usted? Espero que será un arreglo más o menos permanente. Yo no podía encontrar un lugar para vivir, y Bourdon, muy amablemente, me ofreció el espacio disponible de este bungalow. Me juró que no le era necesario y que a usted no le importaría, pero yo sólo acepté tomarlos con la condición de que usted no se opusiera. Como es natural —proseguí—, esa condición todavía subsiste. Si usted lo desea, me iré hoy mismo. No tengo inconveniente. Lo que me preocupa es haberlo ocupado sin que usted lo supiera. ¡Es escandaloso! ¿Está Bourdon en su despacho? Quiero aclarar esto.

—Ha salido de gira a las seis de la mañana —repuso—, pero no importa. No me preocupa que usted esté aquí, si él está conforme. No se trata de eso. Sólo… bueno, hubiese querido que me lo dijese porque no hubiera pasado esta vergüenza.

—Pero no la ha pasado. Soy yo quien está avergonzado —exclamé violentamente—. Embalaré mis cosas y volveré al hotel…

—No, no hará nada de eso —dijo Clemency—. Usted sabe que todo está bien así. El bungalow es demasiado grande para nosotros. A propósito, ¿qué habitaciones tiene usted?

Me pareció que había un ligero acento de preocupación en su voz.

—Todas las que estaban vacías —dije—. En realidad yo no las necesitaba pero era más sencillo tomarlas.

—¿Inclusive el cuartito cuadrado del medio que no tiene ventanas exteriores?… —dijo después de vacilar—. ¿El de este lado?

—Sí. ¿Por qué?… ¿Lo quería usted?

—En realidad, no.

—Mi estimada Mrs. Bourdon, usted puede ocuparlo y está a su disposición —declaré—. En verdad, no lo utilizo, y no me he preocupado de amueblarlo. Lo tomé simplemente porque se comunica con mi dormitorio y no tenía objeto dejarlo. Ni siquiera lo uso como depósito. Le ruego que lo tome.

—No, no importa. Nunca lo he usado, lo que ocurre es que se comunica con mi tocador y una vez pensé que podría guardar cosas en él. Eso es todo. Pero no tiene importancia.

—¡Sí que la tiene! —insistí—, y usted debe recuperarlo en seguida. Es muy sencillo. La puerta que da a su tocador tiene echada la llave y la que da a mi dormitorio está abierta. Todo lo que necesitamos hacer es invertir la situación para que usted pueda entrar en él y yo no. Lo haré inmediatamente, es decir, si me es permitido que siga viviendo aquí.

—Por supuesto. Usted seguirá viviendo aquí si es que le conviene y está cómodo. Por favor, no me interprete mal. Siempre pensé que ese espacio debía emplearse y ahora que me estoy acostumbrando a la idea, me alegro de que Neville haya encontrado a alguien para ocuparlos. Sin embargo, me gustaría que me hubiese prevenido —suspiró—, porque esto me coloca en una situación muy tonta.

Sonreí ligeramente.

—Me parece que es una pobre manifestación de parte de Bourdon y también me parece que fue muy acertado de su parte salir en gira esta mañana, para que yo no le pueda decir lo que pienso de él. No obstante, lo aguardaré hasta que regrese y espero que entonces también tendrá usted algo que decirle —dije jocosamente, pero en mi fuero interno pensaba con seriedad si la gira de Bourdon no habría sido premeditada. Era una coincidencia, por no decir más, que él hubiese proyectado su partida para el mismo día en que yo debía regresar. Además, dado que era dueño de sus actos y que podía desarrollar sus propios planes, parecía extraño que partiera temprano a la mañana siguiente del regreso de su esposa, después de una ausencia de varios meses pasados en Cachemira. Pensé que esto no era propio de un buen marido, a pesar de que las relaciones conyugales de los Bourdon no eran de mi incumbencia.

—Cuando lo encontré, ¿iba en busca de Neville? —preguntó Clemency.

Asentí abstraído.

—Quería pedirle unos cigarrillos. Acabo de fumar el último. De otro modo no hubiese salido de mi habitación con este aspecto de vago, cosa que lamento muchísimo. Yo también llegué ayer a medianoche de mi gira. Usted ha de saber que por lo general no ando así. Si hubiese sospechado que usted había vuelto…

—Por favor, olvídelo. —Clemency dejó ver una de sus muy escasas sonrisas que iluminó su rostro y disipó su insignificancia—. De todos modos, venga a buscar los cigarrillos. Creo haber visto algunos.

Caminamos entonces hasta el extremo de la casa que ella ocupaba, y mientras esperaba en la galería, Clemency buscó una lata, sin abrir, de la marca elegida por Bourdon y por mí.

—Puede pagarle a Neville cuando regrese —insinuó desechando mi ofrecimiento de ir en busca del dinero.

—¿Cuándo ocurrirá eso? —pregunté mientras abría la lata.

—Me olvidé por completo de preguntárselo —confesó en un tono de cierta sorpresa como si eso acabara de ocurrírsele—. Tal vez dentro de una quincena; tal vez sólo dentro de una semana. Depende de dónde esté.

—¿Tampoco se lo dijo? —pregunté zumbón.

—No —al mirarla sorprendí un pequeño rubor de turbación en sus mejillas—. Usted comprende, como partió tan pronto…

Refunfuñé y volví la vista a la lata, más convencido que nunca de que ese extraño matrimonio parecía sin ninguna intimidad. Pero cuanto menos se comentara, mejor sería… Quité la cerradura hermética y le ofrecí un cigarrillo. Ella vaciló y sacudió la cabeza.

—A Neville no le gusta que fume. —En su voz había un leve desafío.

—Pero Neville está ausente —dije tentándola deliberadamente.

Así es. —Tomó un cigarrillo, y al hacerlo observé divertido que aunque sus manos estaban admirablemente cuidadas, un ligero rastro de nicotina manchaba el índice. Al mismo tiempo me sentía fastidiado con Bourdon… Si un hombre, por principio o por motivos de salud, se opone a que fume, supongo que tendrá algún título para desaprobar la propensión de su esposa por esta costumbre. Bourdon fumaba un cigarrillo tras otro y yo consideraba injusto que un hombre prohibiera a su esposa un placer del cual él no se privaba. Naturalmente, no se lo dije, pero al sostener el fósforo y verla aspirar el humo, sentí una satisfacción impropia por nuestro tácito complot, por haber violado una ley imposible de cumplir.

—Tengo que vestirme —dije cuando la operación quedó completada—. Y estoy seguro de que usted también tiene mucho que desempaquetar. ¿Cuánto tiempo estuvo en Cachemira?

—Casi siete meses. Ahora parece como si hubiesen sido quince días o a lo sumo tres semanas —dijo suspirando al recordarlo.

—Por su tono de voz deduzco que lo pasó muy bien.

—Magníficamente. ¿Conoce usted Cachemira, Mr… Capitán…? Lamento mucho, pero ya he olvidado su nombre.

—Poynings. Roger Poynings. Sí, por cierto, conozco Cachemira. ¡Es un lugar maravilloso! ¡La única y verdadera Tierra del Loto! No pude llegar este año, pero espero doble ración para el próximo a fin de recuperar lo perdido… Tengo que marcharme, Mrs. Bourdon. Lamento mucho la confusión y le agradezco que haya sido tan amable. Si alguna vez usted cambia de opinión, no vacile en decírmelo y me iré como una bala. Entretanto, haré lo que le he dicho respecto a ese cuartito del medio.

—Quisiera que no se molestara —dijo Clemency—. No tiene ninguna importancia.

—Para mí tampoco —repuse sonriendo—. Aun cuando usted no quisiera verdaderamente el cuarto, tampoco lo quiero yo, porque si lo conservara tendría la duda de que le hubiera podido ser útil a usted. Sinceramente, me alegrará devolvérselo, aunque sólo fuese como prenda de paz.

Volvió a sonreír al alejarse.

—Está bien… como prenda de paz, entonces —convino con su voz clara y agradable.