El lector debe saber que cuando llegué a Ghadarabad procedente del Norte acogedor, me vi en seguida frente al problema de encontrar dónde comer y vivir. Si hubiese pertenecido a cualquiera de los regimientos allí apostados, este problema habría quedado solucionado, pero los lebensraum eran escasos para las personas sueltas como yo. El cuartel no contaba con un alojamiento anexo, y el club no recibía huéspedes residentes.
Un par de años atrás había habido un incendio en los cuarteles que fue dominado antes de que llegara a destruir todo ese espantoso lugar. Aun cuando no se puede concebir una hazaña más loable, el hacerlo significó una sorprendente falta de visión. El número de bungalows aptos para ser habilitados quedó reducido a algo más de media docena.
Por lo tanto, al principio me instalé a disgusto en un supuesto hotel (un agujero oscuro lleno de pulgas, que deprimía el corazón), cómicamente llamado El Grande, El Royal, El Imperial o algo por el estilo. Lo dirigía una mestiza desaliñada que, aprovechándose de su monopolio, dispensaba el mínimo de comodidad, servicio y comida a cambio del más alto precio. Mi cuarto, con una cama, era estrecho, oscuro, sucio y lleno de bichos. De la cocina no se puede ni hablar y mis compañeros de pensión eran, en conjunto, un grupo de gente imposible, tan sucia como jamás he tenido la mala suerte de encontrar. Todavía me estremezco cuando pienso en aquella desagradable pensión.
La incomodidad sumada a la soledad (porque no conocía a nadie en Ghadarabad, fuera de un Fabian Gillyard, Inspector Policial del distrito, ausente con licencia cuando llegué) no me hacía presentir un ambiente muy alegre para mi vida. Adiestrado en el Regimiento de Frontera más recio, yo no era ningún sibarita de vida delicada, pero siempre he creído acertado el principio de que, aunque cualquier tonto tiene facilidad para sentirse incómodo, no se puede trabajar ni jugar verdaderamente, si las condiciones de vida no son por lo menos mediocres. Trabajaba excesivamente durante el día y bebía demasiado por la noche, simplemente porque no podía soportar el tener que pasar una hora desocupada en ese maldito hotel. La austera limpieza de mi oficina blanqueada o la atmósfera cargada de whisky del bar del club eran preferibles a aquello.
Yo pensaba seriamente en pedir permiso al Coronel Clapp para instalar una cama de campaña en mi oficina y tomar mis comidas en una cantina de oficiales cercana, cuando encontré por primera vez a este Bourdon.
Esa noche la comida había estado peor que nunca y la suciedad y fetidez del lugar me arrastraron, como de costumbre, en busca del consuelo alcohólico. Incorporado al club al día siguiente de mi llegada, concurría, desde entonces, todas las noches al bar, donde naturalmente trabé amistad con muchos hombres. En esa época no se permitían mujeres en el bar y, por otra parte, en aquella estación malsana no había mujeres blancas en Ghadarabad, con excepción de algunas hermanas enfermeras en el Hospital Militar.
A pesar de que ninguno de los hombres que conocí me llamó mucho la atención, me sentía tan deprimido, que cualquier compañía me parecía preferible a ninguna. Éste solo hecho demuestra hasta qué punto me habían llevado las vicisitudes de la vida, pues, por temperamento, detesto ese modo de ser y sostengo que la soledad es mucho mejor que la sociedad de hombres por los cuales uno no se molestaría en hacer cien yardas para verlos ahorcar. Como observara el doctor Johnson, hay muchos espectáculos que merecen verse, pero pocos que merezcan la pena de ir a verse.
El bar estaba muy concurrido. Me dirigí al extremo, hacia un claro que había entre la pared y un círculo ruidoso de artilleros subalternos, donde bebía un hombre. Aunque no nos conocíamos, nos deseamos mutuamente unas buenas noches, según la costumbre del Servicio, y luego, sin otro motivo aparente que el estar ambos solos, nos pusimos a conversar.
Era un hombre de mediana estatura, de pelo rubio algo rojizo, cortado a la moda militar. Los ojos, más juntos de lo que normalmente se ve, eran de un tono azul, fríos, aunque en ese momento parecían algo más débiles y acogedores y, por tanto, más afables que cuando no estaba bebido. La cara era redonda, de tez rubicunda, lo que podía haberle dado un aspecto agradable, si no fuese por la nariz y los labios que unidos estropeaban el conjunto. La primera, para armonizar con el resto de la cara debió de haber sido corta, ancha y redonda, pero en realidad era media pulgada más larga de lo que correspondía, anormalmente angosta y casi puntiaguda, en tanto que la boca caprichosa, que debió ser grande, era pequeña y de labios finos. Estos defectos no estaban suficientemente marcados para llamar la atención a primera vista y debo decir que en esa noche en particular, me hizo la impresión de un hombre bien parecido. Era de mi misma edad, o quizá cuatro o cinco años mayor.
Era evidente que antes de que yo me reuniera con él en el bar, había estado bebiendo desde hacía un rato. De ningún modo estaba ebrio, pero había bebido lo suficiente para sentir bonhomie y deseos de hablar.
Inició la conversación preguntándome si por casualidad sería yo el nuevo ARO La exactitud de su suposición me sorprendió un poco porque Ghadarabad distaba mucho de ser uno de esos pequeños puestos íntimos, donde todos se conocen entre sí y donde la ocupación de cada hombre es del dominio público. No obstante, reconocí mi identidad y, a su debido tiempo, nos presentamos mutuamente.
—Yo soy Neville Bourdon —expresó—. Con dos oes, pero se pronuncia como el White Man’s Burden… ¡ja, ja!
(Obsérvese que la mayor parte de las frases de Bourdon terminaban en «ja, ja». No era exactamente una risa, sino una costumbre y también, quizá, una indicación de que cualquier cosa que hubiese dicho antes, debía tomarse por graciosa y que sería cortés reír con él. Sobre todo cuando estaba regado con aguardiente, tenía una deplorable inclinación por los chistes de muchacho, los más tontos juegos de palabras salpicados de bromas pesadas).
Continuó explicándome cuál era su trabajo y durante un rato cambiamos las acostumbradas banalidades sobre la vida en general y los asuntos locales en particular. Me preguntó, por supuesto, si me agradaba Ghadarabad y manifestó asombro por la violencia de mi respuesta.
Yo no lo llamaría un lugar tan malo —declaró mientras hacía señas al abdar para que volviese a llenar nuestros vasos—. Por supuesto que tal vez esté prevenido en su favor por el hecho de que estoy como gallo en un corral y dueño de todo lo que vigilo… ¡ja, ja! Nada de desfiles militares ni de rutinas, ni de expedientes, ni de tener que saludar a todos y demás. Paso la mitad del tiempo de viaje, lo que significa que puedo tomar siempre algunos días de licencia sin que nadie lo sepa. Sin embargo, yo hubiese pensado que lo mismo le pasaría a usted.
—Yo no protesto por el trabajo —observé—. El Coronel Clapp parece una buena persona y son bastante liberales en mi oficina. En realidad lo que me deprime es mi vida fuera del trabajo.
—¿Dónde vive usted? —preguntó Bourdon.
Cuando se lo dije, exclamó horrorizado:
—Mi estimado amigo, usted no puede vivir en ese espantoso lugar. ¡Santo Dios! Yo no pondría allí ni a mi perro. Posiblemente lo matarían de hambre y luego lo servirían estofado a la irlandesa… ¡ja, ja!
—No hay ningún otro lugar, al parecer.
—No lo crea —dijo Bourdon golpeando el vaso—. Mi estimado Poynings, si usted está en una situación tan difícil, es mejor que venga mañana a echar un vistazo a mi bungalow para ver si estaría cómodo en alguna de mis habitaciones disponibles. Le podría ceder un par de ellas…
—¿Cómo?
—Tres o cuatro, si quiere. Por el momento sólo una está amueblada, pero usted puede alquilar cosas muy convenientes en el bazar.
—¿Habla en serio?
—¿Por qué no? Tengo un enorme bungalow medio vacío y desde hace tiempo me estoy diciendo que debería buscar un realquilado conveniente… ¡ja, ja! En realidad, pertenece a mi Departamento. Dos habitaciones en uno de los extremos componen mi oficina. Mi esposa y yo sólo usamos cuatro o cinco para vivienda y quedan todavía varias sin ocupar. Esperaba que un zapador, amigo mío, viniese a vivir con nosotros, pero no ha podido llegar, así que si usted quiere tomar el lugar, será bienvenido. Es un viejo bungalow, anterior al motín, pero en muy buenas condiciones y aseado. De todos modos, usted lo encontrará mejor que ese hotel piojoso.
—Ya lo creo. Pero tengo entendido que es usted casado. ¿Cómo lo tomará Mrs. Bourdon?
Bourdon hizo chascar el dedo del medio con el pulgar, otra costumbre suya. Con el andar del tiempo supe que tenía el mismo significado que el Aw, hell americano.
—A mi señora le agradará cualquier cosa que yo decida —contestó con cierta ambigüedad—. De todos modos, ella está divirtiéndose en Cachemira, así que si usted se muda ahora, será ya un fait accompli, ¡ja, ja! No necesita preocuparse por ella, viejo…
Todavía recuerdo cómo me impresionaron sus palabras. Por un lado, Bourdon me hacía un ofrecimiento generoso e inesperado que, en mi desdicha, parecía un don del cielo. Esto me predisponía en favor de él. Sin embargo, había algo que no me agradaba en la alusión referente a su esposa. Yo no tenía experiencia práctica de la vida conyugal, pero me molestaba que un hombre mostrara tan escaso miramiento por la opinión de su esposa, como para tomar un huésped, por decirlo así, sin consultar sus ideas al respecto. La costumbre de compartir los bungalows es muy común en la India. No había ningún motivo para que yo me cruzara en el camino de Mrs. Bourdon, ni para que perturbara su economía doméstica a su regreso y hasta podía preferir que los cuartos disponibles los ocupara un huésped que pagase, en vez de dejarlos libres. Pero a mí no me agradaba la idea del fait accompli. Parecía… bueno… algo descortés, por decir lo menos.
Mas el caso es que yo necesitaba mucho esas habitaciones.
—Me gustaría verlas —dije contemporizando, y pedí más de beber—, aunque me sentiría molesto si me instalara en el bungalow de su esposa sin estar seguro de que ella no se opone. En verdad, no hay un apuro inmediato. Puedo esperar hasta que usted le escriba y conozca su parecer.
Bourdon volvió a chascar los dedos, esta vez con manifiesta impaciencia.
—No es de ella el bungalow —casi gritó—. Es mío, o mejor dicho, es del Departamento. Es muy correcto de su parte ser tan escrupuloso, viejo, pero está haciendo una montaña de un granito de arena. ¡Ja, ja! Si le gustan las habitaciones, puede tomarlas. Yo me encargo de conformar a mi esposa.
Me encogí de hombros y capitulé.
—Como usted quiera. De todos modos, está siempre a tiempo de despedirme sin vacilar, si ella pone la menor objeción.
—No habrá ninguna objeción —interrumpió, decidido—, y si la hubiese no sería apoyada. ¡Ja, ja! Vaya mañana a cualquier hora después de las seis y, si las habitaciones le convienen, puede mudarse tan pronto como le plazca.
—Es muy amable de su parte —dije—. A propósito, ¿cuál es la dirección?
—Bungalow 69 Slybacon Street. Completamente al extremo.
—¿Slybacon Street?
—Conocido oficialmente por Cunningham Road. Yo la llamo Slybacon Street… ¡Ja, ja! Número 69. El último bungalow a mano izquierda al salir del Mall.
—Lo encontraré, y muchas gracias…
A la tarde siguiente, después de quitarme el uniforme y de bañarme, salí para Cunningham Road. No encuentro mejor ejemplo, dicho sea de paso, para dar una idea de la manía bromista de Bourdon, que esta chifladura sobre Slybacon Street. Ella muestra la faz de su mentalidad que estaba más a la vista, pero tenía además otra que en ese momento yo no conocía.
El número 69 resultó ser una casa con techo de paja, de apariencia sólida, alejada de la calle y en el centro de un amplio terreno cercado. A su alrededor crecían árboles gigantescos; abundaba el pasto lozano y florecían las malas hierbas, consecuencia del monzón. Pensé (acertadamente, como comprobé con el tiempo) que la cerca y, quizá, el techo de paja, podían ser refugio de cantidad de serpientes; pero ésta es una de las cosas que hay que soportar en aquellos lugares. El bungalow en sí me impresionó favorablemente desde un principio. A pesar de los estragos de las lluvias, parecía en buenas condiciones y me agradaba la sensación de amplitud.
Por otra parte, no me sentía muy seguro de que Bourdon no se hubiese arrepentido de su invitación de la noche anterior. Lo cierto es que estaba algo bebido en ese momento, y a la clara luz del día podía haberse echado atrás, si es que no había olvidado su ofrecimiento. Pero no era necesario preocuparme, porque él me esperaba y no parecía haber cambiado de opinión. Quizá estuviese menos desagradablemente cordial que la noche anterior. Sus maneras eran más bruscas y su mirada más fría. Empero parecía más bien contento que desagradado de que yo le hubiese tomado en serio su palabra.
Se trataba de cuatro habitaciones completamente desocupadas que formaban un cuerpo de edificio independiente, de forma irregular, al extremo este de la casa. Al antiguo estilo de los bungalows de la India, todos los cuartos se comunicaban entre sí, y, cerrando un par de puertas que conducían a la parte de la casa habitada por los Bourdon, podía tener un departamento independiente para mí con lo que restaba. En realidad yo no quería cuatro habitaciones. Dos me hubiesen bastado, pero las dos que precisaba eran exteriores, grandes y daban directamente a la galería, en tanto que las otras dos eran pequeñas, oscuras, interiores, sin ventanas y no se llegaba a ellas sino pasando por el exterior. Evidentemente no eran adecuadas para ser alquiladas a nadie y comprendí que lo correcto era tomar las cuatro o ninguna. Había luz eléctrica y un ventilador en el techo para cada cuarto y numerosos enchufes para ventiladores y lámparas de mesa. En cuanto a los pequeños cuartos interiores se me ocurrió que, por lo menos uno de ellos, sería útil como depósito o como dormitorio en tiempos muy calurosos, cuando conviene evitar la luz y el aire de afuera a fin de que la temperatura sea más soportable.
Como había dicho Bourdon, sólo una de las habitaciones exteriores estaba amueblada (bastante escasamente). En la India siempre se puede alquilar muebles por un precio mensual razonable y yo no tendría ninguna dificultad en obtener lo poco que precisaba para mi dormitorio y para completar la salita parcialmente amueblada. Ésta ya contaba con una mesa de escribir, algunas sillas y las ruinas de un sofá. Sobre la chimenea, entre unos adornos de bronce, se veía la fotografía de una mujer joven, en un marco de cuero.
Cuando le pregunté cuánto pedía por el alquiler, mencionó una cifra que me pareció sorprendentemente módica. Mi conciencia me indujo a no aceptar tan bajo precio, pero él no quiso escuchar razones.
—El caso es, viejo —explicó palmeándome amistosamente en el hombro—, que cualquier cosa que usted me pague es beneficio líquido, porque el bungalow pertenece al Departamento y yo vivo aquí sin pagar alquiler. Tengo todo el derecho de subarrendar una parte, pero no es motivo para que lo estafe. Francamente, no estoy tan interesado en la renta como en conseguir un buen inquilino. Hay muchas personas con quienes a uno no le importa beber en un club, pero a quienes odiaría como al mismo diablo si tuviera que verlas en la casa. Usted es diferente. ¡Ja, ja!
Murmuré algo.
—Además —continuó, ofreciéndome un cigarrillo—, paso la mitad de mi tiempo de viaje, como le dije, y quizá usted no tenga inconveniente en cuidar de mi esposa cuando yo esté ausente. Siempre trae a una amiga a dormir con ella, pero a mí no me agrada alejarme dejando en casa a dos mujeres solas. Estos malditos nativos… ¡Ja, ja! Pero si usted está aquí…
—Pero recuerde que yo también saldré a veces de viaje —argumenté—. Si nuestras fechas coinciden…
—Sería demasiada mala suerte, viejo. De todos modos, por la ley de probabilidades, eso sucedería rara vez. Como por otra parte soy mi propio patrón, es probable que pueda combinarlo de forma que mis viajes no coincidan con los suyos. Podemos tratar esto después. En verdad, ¿le agradan las habitaciones?
—Mucho —vacilé un momento y luego sostuve por última vez mis principios—. De todos modos, Bourdon, yo estaría mucho más contento si usted le enviara unas líneas a su esposa. Está muy bien decir que ella no se opondrá. Por supuesto que usted la conoce y yo no, pero si voy a vivir aquí y a encontrarme con ella todos los días, será un poco incómodo para nosotros, si a ella le molesta íntimamente mi presencia aquí. Insisto en pensar que usted debería hablarle de mí ahora.
Bourdon señaló con su cigarrillo la fotografía que estaba sobre la chimenea.
—Ésta es Clemency —dijo como argumento—. ¿Tiene aspecto de oponerse?
Me acerqué un poco, porque, con las sombras de la tarde, el lugar se había oscurecido.
Mi examen fue de poca utilidad. Clemency no era lo que se llama fotogénica. Ésta es la forma que usan en Hollywood para indicar que la cámara no la ha favorecido o que no ha mentido lo suficiente. El modelo fotogénico es aquél que puede proyectar su personalidad en la lente, de lo que se deduce, muy a menudo, que no ser fotogénico es carecer de personalidad. En realidad, nada está más lejos de la verdad, porque esta herejía descarta al modelo que, por una u otra razón, prefiere desafiar a la cámara y mantener íntegros los secretos de su personalidad.
Hay que reconocer que en ese retrato de Clemency Bourdon no había señales de un desafío consciente. Por el contrario, hacía el caldo gordo a los herejes, pues el joven ratoncito que me contemplaba sin verme no parecía sugerir que ocultara una personalidad. Era simplemente una joven, una persona joven del sexo femenino, ni fea ni bonita. Su cara era simplemente una cara. Las facciones, el cabello claro, los ojos, todo estaba equilibrado y, a la vista, en su género, era un ejemplar tolerable. Pero los detalles no agregaban nada a su expresión. Esta joven no era exactamente insulsa, era… bueno, incolora si se prefiere. Nada había en ella capaz de provocar emociones y menos aún pasiones. Ni siquiera dejaba ver que fuera suave y dócil. No revelaba absolutamente nada. Para mis adentros me preguntaba qué le habría visto Bourdon. Y empecé a comprender por qué creía éste que no valía la pena consultarla sobre un presunto inquilino. Era probable que no tuviera ninguna opinión. Sin embargo, una voz interior me insinuaba que ella no debía ser tan descolorida como sugería este retrato visiblemente malogrado. Podría haber algo más en ella, por decir así, que satisficiera la vista. Debía de haberlo, ¡qué diablos! Resolví, por lo tanto, postergar mi juicio.
En voz alta, evitando una respuesta directa a su pregunta, dije débilmente.
—Muy bonita. ¿Cuándo regresa de Cachemira?
—¡Sabe Dios! Espero que a fines de septiembre. Todavía no me lo ha hecho saber. No vendrá hasta que haya agotado las provisiones. ¡Ja, ja! Sinceramente, viejo, no necesita preocuparse por la reacción de Clemency. Estará todo muy bien.
—De todos modos, haga mención a mí cuando le escriba —transigí pusilánimemente. Después de todo, no me correspondía arreglar sus asuntos domésticos—. Y por favor, recuerde que si ella insinuara la más mínima objeción, estaré siempre dispuesto a mudarme. Nombre atrayente, Clemency —añadí cuando salíamos a la galería.
—No está mal —reconoció Bourdon sin entusiasmo—. Algo ampuloso, para mi gusto, demasiado cuáquero. En realidad, su familia es de ascendencia cuáquera, aunque, por supuesto, Clem no lo demuestra. Yo la llamo Clem para abreviar. Venga a tomar una copa.
Acepté.