En aquel tiempo había un hombre en Bourdon que algo tenía que ver con el Departamento Militar de Abastecimientos de Granja, en un acantonamiento de la India que en adelante llamaremos Ghadarabad.
A pesar de que cumplía una misión del Rey y que usaba las insignias del grado de capitán, el trabajo de Bourdon era más de oficina agrícola que de soldado: hago esta aclaración, créaseme, sin ningún espíritu despectivo, pues su Departamento cumplía servicios inapreciables al proveernos de forrajes y productos de lechería de una calidad muy superior a todo lo que se podía conseguir en los mercados del país. Por consiguiente, merecía la gratitud de todos nosotros. Mas como esta historia se relaciona ampliamente con Neville Bourdon y con Clemency, su esposa, bueno es que el lector conozca desde el principio qué clase de hombre era éste, la condición de vida a que había sido destinado y su posición en el plano oficial de Ghadarabad.
El lector debe comprender que de ningún modo era lo que se llamaría un granjero. Sus obligaciones eran principalmente directivas y ejecutivas y, si bien recuerdo, lucía un título altisonante, algo así como subdirector (o delegado superintendente) de tal o cual región (o circunscripción). No lo recuerdo exactamente ni tiene la más mínima importancia.
Baste decir que él era responsable de la distribución de todos los forrajes y productos de lechería y granja en esa parte del mundo, lo que implicaba pasar una buena parte de su tiempo en gira de inspección y el resto tratando de ponerse al día con los atrasos del trabajo de oficina, acumulado durante sus ausencias. No estoy seguro de si Bourdon entendía mucho de agricultura. Con administradores eficaces, no había un motivo especial para que así fuese. Pero como procedía de un linaje de terratenientes de las selvas de Eadt Anglia, debía de tener por lo menos una noción de los métodos de trabajo con los cuales el hombre conquista su subsistencia en nuestra bendita Madre Tierra.
Pero si el lector imagina y teme que yo le vaya a imponer ahora una de esas historias realistas, sórdidas e inmundas, semejantes a una corriente caudalosa, que hieden violentamente a estiércol y a nabos podridos, que inundaron la década precedente a la última guerra, permítame asegurarle que nunca he soñado con hacer semejante cosa. Ésta no es ninguna historia de establos y mataderos, de lecheras traicionadas por vaqueros salvajes, de pocilgas malolientes o de usureros tramposos. Más adelante, si persevera y no saltea la lectura, encontrará que si alguien puede revolcarse en las parvas, esto será en sentido figurado más que literal, lo cual es una cosa distinta.
No puedo dejar de agregar que Bourdon, aunque escribía su nombre en esta forma, lo pronunciaba como si fuese Burden[2]. Según creo, tenía todo el derecho de hacerlo, pues nuestro gobierno actual aún no se ha atrevido a controlar por «orden superior» la pronunciación de los nombres. Inadvertencia poco menos que increíble.
Si se desea saber por qué estoy enterado de todas estas cosas sobre los Bourdon y cómo puedo afirmar que residían en Ghadarabad en aquella época particular (que me niego categóricamente a determinar con exactitud) responderé que, por una asombrosa coincidencia, yo me encontraba allí, no por voluntad o elección propia, por cierto, sino simplemente porque, como Bourdon, yo cumplía una misión de Su Majestad (aunque en una rama más estricta del Servicio) y, por lo tanto, estaba sujeto a mayor disciplina y a la obligación de ir adonde me mandaran. Y si aquellos que tenían autoridad sobre mí creían conveniente que abandonara por un tiempo el buen aire de Punjab y que me trasladara hacia el Sur a la cloaca llamada Ghadarabad, pues yo debía ir, y asunto terminado.
Recuerdo que llegué allí a finales de verano o principios de otoño. En todo caso, ya habían cesado las lluvias y todavía no había empezado el tiempo frío. En suma, el clima era detestable, pues, aunque no se pudiese decir que la temperatura era excesivamente alta, la humedad era tal que una camisa limpia quedaba empapada en sudor, desde el cuello a los faldones, a los diez minutos de ponerla, y el cuerpo, por más flaco, curtido y físicamente preparado que estuviese, quedaba para siempre marcado con aquella erupción maldita llamada prickly heat. Tuve una impresión desagradable del lugar, tal vez porque llegué en esa estación en que el olor a descomposición es aún peor que el calor o la humedad. Este hedor desafía el análisis, pero uno nunca puede acostumbrarse a él y siempre se mete en las narices indefensas.
No he vuelto a poner los pies en Ghadarabad, a Dios gracias, desde hace más de doce años y mi más sincera aspiración es no volver jamás a hacerlo. Aún ahora, si cierro los ojos, y trato de concentrar mi memoria en aquel lugar, la primera e instantánea reacción de mis sentidos es ese olor. A pesar de que escribo esta historia en el suave y perfumado corazón de West Sussex, rodeado por la fragancia de las flores estivales de Inglaterra y el no menos agradable aroma de los viejos libros y del tabaco de Virginia, todavía puedo volver a aspirar bocanadas de aquel hedor nauseabundo, con mi imaginación. De este modo puede comprenderse que la realidad era desagradable.
Mi traslado a Ghadarabad desde el limpio Norte hubiese podido ser también una experiencia mucho más tolerable si hubiera podido ir allí con mi propio Regimiento o como agregado a otro, pues sostengo que hasta la última boca del infierno puede no parecer tan mala en buena compañía o por lo menos en sociedad con un buen amigo. Pero, ¡ay!, ya habían terminado mis días en el Regimiento y por orden de mis superiores estaba convertido en un abandonado solitario, con una tarea indefinida. En otras palabras, tenía trabajo: no era de ningún modo lo que se llama empleo de oficina, sino uno de esos trabajos extraordinarios cuya exacta naturaleza nunca está correctamente especificada en bastardilla al lado del nombre de uno, en la Lista del Ejército de la India.
Y si algún formulista envenenado se tomase la molestia de buscar datos sobre aquella época y con un clamor de triunfo me acusara de mentir, yo insistiría pacientemente que mi aseveración era «correcta» y que mi inscripción en bastardilla como ARO[3], era exacta sólo si se consideraba el nombramiento nominal de Oficial Asistente de reclutamiento tan bueno como cualquier otro (y en realidad mejor que muchos), como inofensivo velo protector de otras actividades que se exigían de mí. Para usar lo que los poetas llaman una «imagen» y los caballeros «una analogía», mi vida oficial en aquel tiempo era algo semejante a la naturaleza de un témpano de hielo, con una parte de su volumen sobre el agua, mientras que la más grande y peligrosa fracción está sumergida debajo de la superficie. Era un peligro para el tránsito y una trampa para los imprudentes.
Pero si el temor vuelve a asaltar al lector y lo lleva a sospechar que mi relato pueda convertirse en una historia espeluznante del Servicio Secreto, permítame negarlo una vez más, pues aun después de este lapso no se justificaría que yo detallara con precisión lo que hacía en esos días. Además, la naturaleza de mi trabajo sólo se relacionaba incidentalmente con el presente asunto.
No usé nariz postiza y con excepción de cuando estaba de licencia, la disciplina del Servicio ni siquiera permitía que me dejara crecer la barba, motivo éste de constante disgusto y pesar para mí.
Nunca supe que se diera algún título especial o definido a ese tipo de tarea secreta en aquel Servicio al que fui destinado. En lenguaje familiar acostumbrábamos llamarlo «cazar rublos»… y dejémoslo así. De todos modos, es una definición bastante buena. Mi trabajo no tenía lo más mínimo de heroico o de brillante. No creo que mi vida haya estado en serio peligro en ningún momento. El trabajo era, sobre todo, de rutina y su cumplimiento exigía integridad, cierta discreción, un poco de sangre fría, estar libre de toda tendencia juvenil, o sea, de dramatizar las actividades o de lisonjear la propia vanidad, procurando que la gente sospeche que uno está en el Servicio Secreto.
Por lo demás, este trabajo era de aquéllos que obligan a viajar mucho por el país, dentro de los límites de la jurisdicción asignada y, por este motivo, el pretexto disimulado de una designación de Oficial Asistente de Reclutamiento era ideal. El personal nombrado en el centro de Reclutamiento de Ghadarabad estaba integrado por el viejo Coronel Clapp, por dos ARO británicos incluyéndome a mí y un Oficial de la India nombrado por el Rey. Las cosas estaban combinadas para que dos de nosotros estuviésemos siempre de gira, mientras los demás atendían el trabajo de oficina en los acantonamientos. El Coronel Clapp sabía muy bien lo que yo hacía en su galera, aunque, por supuesto, nunca tocamos un tema tan delicado ni permitimos que nuestros colegas y subordinados notaran que yo era otra cosa que un miembro activo del personal de Reclutamiento. Lo que es más, yo cumplía de hecho mi función como tal: soy un buen políglota y me resultaba bastante sencillo el procedimiento de seleccionar, enrolar y confirmar a los reclutas. Esta real participación en la tarea de reclutamiento era esencial, porque cuando se está obligado a llevar con éxito una doble vida, es inevitable ejecutar simplemente los movimientos correspondientes al trabajo que sirve de pretexto y confiar en la suerte para que la gente con quien uno trata se engañe de este modo con la idea de que no se realiza un trabajo secreto.
En realidad, el único modo de mantener oculta su verdadera misión es llevar a cabo el trabajo de pretexto en forma tan completa y eficaz que nadie pueda sospechar que se tiene tiempo para otra cosa.
Pero si el lector pensara, ingenuamente, que por hacer esta doble tarea he recibido la correspondiente doble paga, soltaré una carcajada y llegaré a la conclusión de que jamás ha tenido tratos con el gobierno de la India. La sola sugestión de semejante depravación intrínseca hubiese perjudicado la presión arterial de todo el Departamento de Finanzas.
Después de haber aclarado estos antecedentes y de haber explicado así mi presencia en Ghadarabad, puedo volver ahora al principio de esta violenta historia para examinar mejor las consideraciones que me llevaron, instintivamente, a iniciar mi relato con la declaración de que, en aquella época, había un hombre llamado Bourdon, que tenía vinculación con el Departamento Militar de Granjas, que tenía el grado de Capitán, que pronunciaba su nombre como si fuese Burden… y que tenía una esposa llamada Clemency.