Adviértase que no se trataba de lo que pudiera llamarse un buen dormir. Era bastante profundo, pero la intensidad en sí es un concepto de poco valor y se puede dormir demasiado profundamente. Era un sueño lleno de temores y de angustias mentales que me arrastraron hasta abismos insondables de agotamiento y desesperación. Mi sueño no tenía nada de coherente y sin embargo, era como una pesadilla. Empero, servía para hacerme olvidar y me pareció de muy respetable duración. Creo que me quedé dormido como a la una y desperté con el sonido del Big Ben que daba las nueve a través de la radio de la salita del piso de abajo.
Encendí la luz y la estufa eléctrica; me restregué los ojos y luego me encaminé nuevamente a la cocina a fin de preparar el té con tostadas para mi tardío «desayuno». Como buen huésped de emergencia (involuntario intruso en el nido de los Bowring), yo siempre buscaba mis alimentos y trataba de no invadir la cocina a las horas en que la usaba la dueña de la casa. Mi horario en esta ocasión era admirable, pues el boletín de noticias de las nueve estaba en su apogeo y la familia, seguramente, se encontraría instalada en la salita. Por lo tanto, cuando ponía las tostadas en una bandeja y registraba la nevera en busca de mantequilla, me sorprendí al oír pasos que cruzaban el vestíbulo. Además, parecía haber dos pares de pies y el sonido apagado de una voz masculina que no era la de Mr. Bowring.
—¡Oh! ¿Así que está usted despierto? —dijo Mrs. Bowring asomando la cabeza—. Un caballero desea verle y hace más de una hora que le espera. —Luego abrió la puerta y entró Thrupp.
Difícilmente me hubiera sorprendido más si hubiese visto al Papa con su tiara y pantalones de ciclista cortos y arremangados. El empuje de una pluma hubiera sobrado para hacerme caer de espaldas. El menor gesto habría bastado. Pero aun cuando es verdad que el jefe de los detectives, inspector Thrupp, es un gran amigo mío, nuestro contacto personal es generalmente escaso y espaciado. Dos o tres encuentros por año marcarían un máximo en el gráfico de nuestra amistad. En tiempos de paz, además de intervenir juntos en algunos asuntos criminales, Thrupp se dejaba convencer a veces, y pasaba cortas vacaciones en Merrington con Barbary y conmigo. Como tanto mi esposa como yo nos encontrábamos ahora ausentes, cumpliendo nuestros respectivos deberes de guerra, nos veíamos obligados a renunciar a aquellos encuentros fugaces.
—¡Santo Dios! —exclamé asombrado al estrecharle la mano—. Estoy encantado, mi querido Robert, pero usted es la última persona que esperaba ver. ¿Cómo diablos me ha dado caza?
—Es una historia bastante larga, Roger. Se la contaré después y le aseguro que usted no estará más sorprendido de verme de lo que yo estuve al tropezar con su nombre hace unas horas, en las circunstancias más inverosímiles. Es verdaderamente muy extraordinario.
—Pero…
—Termine lo que estaba haciendo y después hablaremos. ¿Puedo subir a su habitación mientras toma su cena, desayuno o lo que sea?
—No hay nadie en el comedor —dijo la hospitalaria Mrs. Bowring.
Rechacé el ofrecimiento, agradecido, porque mi cuarto estaría ahora entibiado y contaba con un par de sillones, además de los muebles del dormitorio. Thrupp ya había cenado, pero yo agregué a la bandeja una taza y un plato suplementarios, conociendo su inclinación por el té caliente a cualquier hora del día o de la noche.
—Muy bonito —murmuró Thrupp observando mi habitación en desorden. —Usted ha tenido suerte en cuestión de alojamiento de emergencia, Roger, aunque no le envidio sus horas de trabajo. He oído decir que tiene guardia nocturna. Una institución inhumana. ¿A qué hora tiene que salir de aquí?
—A eso de las 11 y 30. Tengo todavía bastante tiempo —le dije al poner la bandeja en mi mesa de luz—. Tome asiento y explíquese. No tengo inconveniente en decirle que me vuelvo a la cama.
Thrupp eligió el sillón más próximo y se hundió en él.
—Lamento caer sobre usted en esta forma, pero me alegro de haber podido dejarlo dormir, gracias a la hospitalidad de la buena señora que está abajo. Espero no haberla molestado mucho. Afuera hace una noche espantosa y no pude resistir al ofrecimiento de esperar junto al fuego. Tenía que verle a usted…
—¿Por qué? —pregunté, tendiéndole una taza de té—. Usted es una de las pocas personas en el mundo que siempre veo con gusto, Thrupp, pero sospecho que esta visita no es puramente social.
—No lo es. Se trata… de asuntos relacionados con mi trabajo. Un asunto más bien desagradable, Roger. —Sorbió su té mirándome de soslayo. Un escalofrío me embargó tan violentamente que derramé el té en el plato.
—¿No se tratará de Barbary? —lancé la pregunta con impaciencia—. No está…
—¡Por Dios, no! —interrumpió él, tranquilizador—. Mi querido Roger, usted no puede imaginar que yo estaría aquí tan sereno bebiendo té si…
—Por cierto que no —reconocí muy aliviado.
Thrupp y Barbary sienten uno por el otro un cordial cariño fraternal. Esto hacía que mi suposición precipitada fuese enteramente absurda. Entonces, por primera vez desde que me desperté, recordé a Clemency, y un instinto, irrazonado, me advirtió cuál era el verdadero motivo de la visita de Thrupp. Una nueva zozobra, menos aguda que la anterior, pero no menos terriblemente perturbadora, invadió mi mente.
—De nada vale andar con rodeos —le oí decir mientras encendía un cigarrillo—. Tengo malas noticias para usted, Roger, aunque todavía no estoy en condiciones de poder juzgar hasta qué punto son malas —sacó su cartera y de allí tomó un formulario de telegrama doblado—. A las ocho de la mañana usted ha enviado este telegrama. Está firmado simplemente «Roger», pero, como usted sabe, se puede, con la debida autorización, por medio de la GPO, determinar el origen del remitente. En este país deben de haber miles de Rogers y, como es natural, jamás pensé que se tratara de usted. Ni siquiera la oficina de origen me dio ninguna clave, pues yo no sabía que usted estuviese aquí. Es una coincidencia asombrosa…
—¡Me lo dice a mí! —interrumpí con impaciencia—. Nada importa todo esto, hombre. ¿Qué le ha ocurrido a Clemency?
Él extendió las manos en un ligero gesto de simpatía.
—Lo siento, Roger —dijo con seriedad—. Ha muerto.
—¿Muerta?
Thrupp asintió lentamente.
—Ella no recibió su telegrama, Roger. Llegó… veamos… bueno, como treinta y seis horas demasiado tarde.
—Usted quiere decir…
—Mrs. Orgill fue encontrada muerta en su casa a las 7 y 30 de la mañana de ayer. Cuando llegó la criada como todos los días, hacía algunas horas que había muerto. El médico forense cree que desde antes de medianoche, aunque no lo puede decir con exactitud.
—¡Válgame Dios! —A pesar de que, desde hacía unos momentos la esperaba a medias, la noticia me estremeció de horror y me sentí presa de un gran dolor unido a una congoja dominante y a un sentimiento ilógico de responsabilidad, por haberla abandonado con tan fatales consecuencias—. ¿Cómo ocurrió? —pregunté con rudeza—. ¿Ha sido un suicidio, Thrupp?
Hizo un encogimiento de hombros que expresaba incertidumbre.
—Así parece —reconoció con calma, su vista fija en la mía—. Pero… —vaciló.
Inmediatamente comprendí por qué. Después de todo, no es costumbre hacer intervenir al Jefe Inspector más importante de la CID. para un caso evidente de suicidio. Las fuerzas policiales del condado tienen su amour propre, no menor que el de mi gran reino de Sussex.
—¿El Jefe local no está satisfecho? —pregunté secamente.
—Lejos de ello. Le contaré más tarde los detalles, Roger, cuando llegue al momento en que entra usted. —Hizo una pausa, apartó su cigarrillo y continuó—: Me encuentro en una curiosa situación respecto a usted, Roger. Le conozco lo bastante para estar seguro en mi fuero interno de que usted no lo ha hecho. Pero esta convicción es inoficiosa y, por motivos oficiales, debo proceder como si fuese un extraño para mí, tan probable asesino como cualquier otro. Tengo aquí un caso que muy probablemente será de asesinato y en el curso de mis investigaciones (en las que estoy ocupado desde ayer a la hora del té sin hacer mayores progresos) cae sobre mí, de repente, una pista nueva, evidentemente importante, en la forma de un telegrama dirigido a la mujer muerta y firmado «Roger». La impresión recibida es que «Roger», lejos de saber que Mrs. Orgill está muerta, se propone visitarla mañana. Él se disculpa por no poder ir hoy y lamenta cierta demora en «acudir» (y no simplemente «contestar») a cierta llamada que presumiblemente le ha formulado la difunta. Ahora bien; este telegrama puede ser bastante sincero, pero yo no debo pasar por alto la posibilidad de que no sea más que un ardid. Si el propio «Roger» fuese el asesino, pudo pensar que era muy inteligente enviar un telegrama como éste, para proporcionarse una coartada tardía. ¿Comprende?
Hice una mueca. ¡Demasiado bien lo comprendía!
—Me quedé atónito cuando, por mis investigaciones, descubrí que el nombre completo del remitente era Roger Poynings —continuó Thrupp—. Por supuesto que en principio no importa lo más mínimo, aunque en la práctica haya tenido como consecuencia el traerme aquí en persona, en lugar de mandar a otro. Esto es sólo una visita relámpago y debo regresar a Fulkhurst mañana a primera hora, pero pensé que en este caso podría ahorrar tiempo y desagrados, si yo mismo lo veía a usted.
Mi cerebro funcionaba ahora no muy lejos de su claridad normal y traté de encarar directamente el asunto.
—Lo que usted verdaderamente desea —observé— es que yo tenga una coartada para anteanoche. En realidad, nada puede ser más sencillo. Si Mrs. Bowring me vio ir en busca de mi desayuno entre las nueve y las diez, y si puedo probar que llegué a la Oficina poco después de las once, que me senté en la cantina, durante casi una hora, a conversar con varios testigos que merecen fe y que luego estuve de guardia con una empleada de la oficina de informes y una operadora de teletipos, toda la noche hasta las 9 y 15 de la mañana de ayer, ¿quedaría yo descartado? Fulkhurst debe estar a más de cien millas de distancia y no tengo automóvil.
Thrupp me sonrió burlón.
—Por formalismo tomaré sus datos, Roger, aunque en realidad ya he sondeado a la buena Mrs. Bowring hasta el punto de quedar convencido de que usted estuvo en la casa hasta poco más o menos las 10 y 30 pasadas, es decir lo bastante para que sea virtualmente imposible que haya estado con Mrs. Orgill. Sin embargo, luego iré con usted a la Oficina y lo ordenaré todo para el informe oficial. Entretanto, si le aseguro que usted no está bajo sospecha, tal vez no tenga inconveniente en explicar este telegrama.
Salté de la cama, registré los bolsillos del viejo abrigo de tweed que usaba y saqué dos cartas que, desde mi punto de vista, fueron el principio de todo el trágico asunto. Mostré a Thrupp el sobre exterior con el sello del correo de Londres del 16 y expliqué cómo y cuándo lo había recibido. Luego le di a leer la carta de Rufus Plugge.
Más tarde, cuando él la hubo digerido y cuando hubo revisado las fechas con un calendario de pared, le entregué la de Clemency.
—Después le explicaré algunos puntos obscuros —dije— pero en seguida comprenderá el sentido general. Todo cuanto necesita saber es que Clemency fue en una época gran amiga mía, allá en la India, en tiempos de nuestra juventud, pero no la he visto ni he sabido de ella (mucho menos he tenido noticias directas de ella) desde hace más de doce años. Nunca hemos mantenido correspondencia, cuando de repente aparece esta carta. Me sorprendí diez veces más al recibirla que al verle entrar a usted esta noche en la cocina. Léala, Thrupp.
Muy apenado me tendí sobre la cama; el té se había enfriado y las tostadas estaban sin tocar. Traté de concentrar mi mente aturullada con la noticia espantosa de Clemency. De manera tonta, aunque tal vez no forzada, sentí mi cerebro acosado por toda clase de sentimientos, de reproches inútiles y sin fundamento. Verdad es que yo no había hecho ni omitido nada que pudiera evitar la tragedia, pues aunque hubiese partido para Fulkhurst en vez de telegrafiar, habría llegado demasiado tarde para interponerme entre Clemency y su destino. Hacía unas veinticuatro horas que la pobre joven había muerto cuando encontré por primera vez su carta en la bandeja de la correspondencia de la Oficina. No me sentía en humor de considerar el asunto bajo un aspecto tan razonable. Aun cuando conseguí absolverme de una demora culpable, seguía torturándome una vaga sensación de impotencia casi tan mala como la primera. Poco me consolaba la idea de que la culpa, si había de ser localizada, recayera en aquel empleado de la oficina de mis editores, atacado de gripe. Dios sabe que el pobre diablo era inocente de toda mala intención.
Todo el asunto no era en realidad más que un capítulo muy trágico de casualidades. Se habían arrojado a la balanza tantos imponderables contra la pobrecita Clemency, que me sentí supersticiosamente tentado de atribuirlo al destino.
Si solamente… Pero, ¿de qué servía decir cosas como éstas? Todo el desastre no era sino una cadena diabólica de si solamente…