Después de esto comenzó nuestra tarea. Llegaron los monitores de la primera guardia del día y empezó a fluir una corriente siempre en aumento de informaciones. Entraron en actividad las secciones Morse y Hellschreiber. Los redactores madrugadores de los diversos servicios de noticias de la BBC. telefonearon esperando obtener inmediatamente los primeros boletines. El Jefe de Servicio del Almirantazgo estaba impaciente por la versión alemana de una acción nocturna realizada con barcos costeros livianos, afuera de Ymuiden. El Secretario Privado matinal del 10 Downing Street deseaba estar al corriente de las reacciones enemigas y neutrales producidas por el discurso de Old Man pronunciado en la tarde anterior. La Información Política quería esto, la Política Ejecutiva de la Guerra quería aquello, el Ministro del Aire quería estotro. Relaciones Exteriores (no por primera vez en la historia borrascosa de nuestra isla) había desconectado «accidentalmente» nuestros teletipos a las nueve de la noche del día anterior y quería, para su propio provecho, que se le repitiera todo lo transmitido desde entonces. Era necesario asumir una conducta firme con estos parroquianos.
Los teléfonos sonaban sin cesar y, en los escasos intervalos de descanso, Francesca y yo nos ocupábamos en despachar los informes atrasados. Yo dictaba con los labios, mientras mis oídos trataban de separar la semilla de la espiga en las informaciones de una verdadera Legión Extranjera de monitores franceses, belgas, holandeses, italianos, servocroatas, rusos, ingleses, americanos…
Era el infierno de la guardia nocturna en la Oficina. El trabajo más duro llegaba al final cuando nuestro cerebro se sentía menos capacitado. Y (como remate de la tortura) un limpiador indeciblemente lento y viejo ofrecía un ostinato como una sirena o un bajo profundo al maltratar una aspiradora ultrarruidosa.
Frankie, sedienta de té y muerta de sueño, dejó su trabajo a las ocho con un saludito y un guiño, después de entregar la guardia a las empleadas de la oficina de informes del primer turno del día. Luego empezaron a llover los refuerzos: Betty Weld vino a quitarme de las espaldas la carga de los primeros flash y Ulick Merry empezó el desciframiento antes de relevarme a las 9 y 15.
Maggie Muir, con sombrero y abrigo puestos, dejó sobre mi escritorio unas cuantas yardas de cinta Reuter, antes de salir de prisa para alcanzar el autobús. Mason, el ordenanza, trajo los periódicos de la mañana y otro limpiador revoloteó su plumero sobre las escritorios y se llevó los ceniceros para limpiar.
La cola de los monitores, en vez de disminuir, aumentó a la espera de poder «confesar» sus boletines. En mi casillero interior se amontonaron los flash copiados a máquina. La radio estaba conectada para escuchar las noticias y yo debía reservarme un oído, a fin de asegurarme que Noticias Locales no había utilizado ningún artículo falsificado o tergiversado…
Las 9… y quedó completo el turno de la mañana: dos empleados de la oficina de informes más, el auxiliar del Inspector, el Archivero, otra joven redactora y John Bartram, cooperador de la guardia de la mañana con su vieja chaqueta de cuero y su enorme abrigo, entraron comentando que afuera había niebla y escarcha, lo que me alegró por no haber seguido mi impulso de ir a Sussex.
Para mi mente cansada, todos ellos parecían desagradablemente frescos y cordiales, pero sentí una satisfacción morbosa al saber que dentro de media hora el indecible tufo frío del ambiente habría hecho mucho por aplacar su vehemencia salvaje.
Las 9 y 5 y…
—Estoy listo cuando usted quiera, Roger. —El excelente Ulick se ofrecía exactamente diez minutos antes de su hora—. ¿Hay algún secreto en el armario?
—Ya lo creo —le aseguré al dejar agradecido mi asiento—. Es probable que más tarde le hagan preguntas sobre ese asunto de los bosques de Viena.
Desaté el fajo de periódicos y escogí el Daily Wail, que, como esperaba, había difundido la historia en un artículo a tres columnas. Lo observamos ambos con sonrisa burlona mientras yo me aprontaba para retirarme.
Un café caliente y un arenque ahumado que nos esperaba, en la cantina, hicieron mucho para restablecer mi espíritu. El edificio entero estaba ahora lleno de vida. Unos cuantos ingleses controlaban, pero la gran mayoría eran extranjeros de casi todos los países del mundo, reunidos bajo este amplio techo para representar su papel en esta vital aunque poco visible «guerra del aire». Compartí mi mesa con un oficial americano de la Oficina de Informaciones de la Guerra, con una joven judía húngara y con una de esas escandinavas alegres y risueñas, blancas como la nieve, que contrastaban agradablemente con sus colegas alemanas pesadas y solemnes.
Luego subí dos pisos para tomar un baño caliente; chapaleé cuanto quise durante media hora, haciendo salir de mis poros la suciedad del trabajo nocturno y absorbiendo la pureza del agua caliente. Al bajar eché un último vistazo a la Oficina, me arropé en el gabán y en la bufanda y recorrí en bicicleta una milla hasta mi alojamiento. El aire estaba húmedo y la mañana algo brumosa; los caminos mojados y resbaladizos, y una frialdad inhospitalaria que se cernía sobre el mundo convertía la cama en un lugar ideal.
Llegué en el momento en que Mrs. Bowring, mi patrona, se encontraba en el vestíbulo, forcejeando una puerta con su abrigo de pieles puesto. Como de costumbre, se sorprendió al verme, pues la buena señora nunca podía seguir la pista de mis diversas guardias y hacía tiempo que había abandonado el esfuerzo de calcular cuándo yo debía estar o no en casa. No porque la molestara en algo, pues era una persona cómoda que tomaba la vida como se le presentaba y además la casa era lo bastante grande para que yo llevara una vida irregular del trabajo por turnos, sin cruzarme en su camino. Creo que ella consideraba secretamente que la guardia nocturna estaba en contra de la naturaleza y que era inmoral; tal vez fuese la costumbre entonces necesaria de dormir de día lo que la afligía. No obstante, tiempo hacía que se había resignado a ello.
—Hoy estará usted en paz absoluta —dijo poniéndose los guantes—. Mi marido ha ido a la ciudad y yo salgo en seguida a pasar el día con mi hermana en Newbury, por lo tanto tendrá la casa para usted. Duerma bien y sírvase cualquier cosa que encuentre en la despensa. —Y partió dejando un violento perfume de violetas de Parma tras de sí.
Subí a mi cuarto, que se hallaba en el piso de arriba junto a la escalera. El teléfono estaba instalado en el vestíbulo, exactamente debajo de mi habitación. Eran cerca de las 10 y 30. Con un poco de suerte, Clemency podría haber recibido ya mi telegrama. Si se le ocurría telefonear, lo haría posiblemente sin demora, y si yo, según mi costumbre, me quedaba leyendo en la cama hasta mediodía poco más o menos, habría muchas posibilidades de tener noticias de ella para entonces. De no ser así, tendría que dejar mi puerta entornada y confiar en la suerte de que el timbre del teléfono me hiciese levantar.
Me acosté entonces en mi cuarto, que estaba en penumbra, y traté de leer con la luz de la lámpara de mi mesa de noche. El diablo andaría suelto aquel día, pues en cuanto tomé el libro llamó el teléfono. Elogiando mentalmente la rapidez de Clemency, corrí escaleras abajo con los pies descalzos, sólo para descubrir que la llamada era para Mrs. Bowring. Veinte minutos más tarde se repitió el hecho; esta vez era número equivocado. A las 11,45 ocurrió el episodio más exasperante de todos: una llamada de larga distancia que fue anunciada por la oficina local y que luego no llegó a concretarse. Nunca supe lo que ocurrió; sencillamente se perdió y, aunque mantuve el auricular durante casi media hora en ese vestíbulo frío, en ningún momento me comunicaron con el que me llamó. Finalmente tuve que abandonar mi empeño y volver temblando a la cama, muy enojado con el Administrador de Correos y sus esbirros. Se agregaba la preocupación de que Clemency estuviese en alguna terrible angustia y de que me precisara con urgencia. Algunas semanas después descubrí que esta malograda llamada había sido de Barbary, desamparada y triste en algún campamento al borde del camino en los desiertos de Escocia. Entonces no pude saberlo y el fracaso aumentó mi angustia.
Era ya más de mediodía y, aunque mi mente permanecía alerta, mi cuerpo estaba tan desesperado por dormir, que hubiera necesitado fósforos para mantener abiertos los párpados durante más de algunos segundos. No podía seguir leyendo porque las letras bailaban sobre las páginas y, por otra parte, el libro era simplemente una tontería. Lo arrojé en medio del cuarto, bajé a la cocina y me hice un poco de té, que llevé a mi cama con un puñado de bizcochos, agregando a la merienda tres o cuatro aspirinas en un esfuerzo por dominar mis nervios alterados.
Apagué la luz y ya me había acomodado para dormir, cuando ese endemoniado teléfono volvió a sonar. Esta vez debe ser Clemency, me dije lanzándome escaleras abajo. ¿Sería ella? ¡Maldición! Era una voz femenina, por cierto, pero preguntó si yo era el CO-OP, y a pesar de mis furiosas negativas empezó a transmitirme un encargo que comenzaba por seis latas de sardinas… ¡Sardinas! Con una rabia creciente colgué el receptor y me fui tambaleando a la cama.
Por supuesto que ya no tenía esperanzas de dormir. ¿Dormir? ¿Cómo, por mil demontres, podía dormir un pobre diablo cuando pelotones de idiotas congénitos, dirigidos por el PMC, conspiraban para hacer que la vida fuese un verdadero infierno en la tierra? ¡Satanás, barre toda su sangre en ebullición! ¡Pudre sus entrañas… y haz que revienten sus ojos! Diez millones de demonios sanguinarios desaparezcan con…
De pronto, me quedé dormido.