De pronto llamó el interno 17. El oficial de guardia del Ministerio de Información, indecorosamente cordial para esa hora inoportuna, deseaba comprobar una historia, procedente de Austria, sensacional, aunque evidentemente absurda, aparecida en un periódico matutino. Presumía que nosotros no habíamos autorizado nada de eso. Repuse que, por el contrario, nosotros éramos probablemente la fuente del artículo y aludí a un flash transmitido no mucho antes de medianoche, chistosamente rotulado Cuentos de hadas en los bosques de Viena, que algún redactor de noticias de inteligencia confusa había leído mal, tomándolo en serio, o lo había tergiversado expresamente en busca de sensacionalismo.
En el momento en que yo encontraba la referencia exacta, sonó el interno 16. Protestando por lo bajo, alargué mi brazo libre para parar el timbre cuando, con gran sorpresa de mi parte (porque no había oído ningún ruido), una mano femenina, con uñas barnizadas de rojo, se anticipó a mi movimiento y levantó la horquilla. Al alzar la vista me encontré con la figura delicada de Francesca, sentada al borde del escritorio, con el receptor al oído y hablando con sus labios encarnados junto al micrófono. Por un lado, agradaba verla otra vez en actividad, pues las agujas del reloj seguían su camino y empezaría bruscamente a aumentar el movimiento de la oficina. No obstante, había sido de cierto alivio el haberme quedado solo para luchar con el problema de Clemency, problema que según todas mis lucubraciones parecía lejos de hallar solución.
—Disculpe —oí decir a Frankie al tomar mi receptor—. No, no es permitido contestar directamente preguntas a la prensa, como usted bien sabrá. Intente interno 345. El oficial de guardia…
Frankie calló, en sus hermosos labios asomó una sonrisa traviesa. Al otro extremo, el cazador de noticias estaba evidentemente a la pesca.
—Escuche, compañero —continuó un momento después—. Sé que tengo una voz que es un sueño y, si quiere saberlo, mi voz corre pareja con todo el resto. Usted se enamoraría si me viera y creo que yo me entusiasmaría si pudiese deleitar mis relucientes ojos con su fuerte y vigoroso físico. Es una gran lástima que no pueda responder a su pregunta. Éste es el servicio informativo oficial y Winston S. Churchill es nuestro querido papá. Si usted precisa una agencia de noticias, intente con Reuter, BUP. o con interno tel… No, no soy rubia, ¡a Dios gracias!… ¿Las prefiere morenas? Entonces, está otra vez equivocado. Intente interno 345… —y cortó antes de que el de Fleet Street pudiese replicarle.
—Es el Daily Distress muy agitado por una historia falsa aparecida en el Wail —me comunicó echando hacia atrás sus rulos rojizos, mientras se hundía en el sillón—. Suena como ese asunto de Los bosques de Viena del flash de anoche… Siento haber dormido tanto tiempo, Roger. Espero que no habrá estado muy recargado.
—Bastante. —Puse a un lado la carta de Clemency y anoté los detalles de la última llamada—. Cuatro o cinco preguntas para cuando usted se encuentre capacitada; no llegan a más. ¿Se siente mejor?
—Me siento espantosamente —dijo Frankie riendo mientras alargaba el brazo para tomar la cinta de Reuter—. Sin embargo, me he sentido peor y probablemente me sentiré mucho peor varias veces antes de ir a parar a un asilo. Usted sabe, Roger, que anoche cuando llegué había bebido un poco de más. ¿Alguien lo notó?
—No lo creo. Todos estaban demasiado ocupados. De cualquier modo usted se las ingenió para descifrar. Por lo menos reconoció el artículo sobre los bosques de Viena.
—¡Oh! Yo descifro muy bien; pero… de todos modos, gracias por dejarme dormir.
—¿Ha vuelto usted a mezclar bebidas?
—Usted lo ha dicho. Sé que es malo pero, ¿qué puede hacer una joven cuando un amigo tiene whisky, otro ginebra y el tercero la llena de cocktails de champagne a quince chelines cada uno?
—Es muy fácil, mi querida Frankie: sea menos voluble.
—¿En qué forma?
—Mariposee menos. Si usted no mezclara sus amigos, no mezclaría sus bebidas. Si un amigo tiene una botella, quédese con él… ¡y con ella!
—¿Y si la botella del amigo se queda vacía antes de que una esté satisfecha y él no tiene otra? Tenga corazón, Roger.
—Tengo uno, gracias a Dios. Pero usted parece tener una docena o ni siquiera uno. ¿Acaso necesita revolotear eternamente de amigo en amigo en busca de botellas? ¿Llenar su estómago con una variedad de bebidas de contrabando es el único fin y objeto de su vida?
—Es probable que sea el fin, pero no es necesario que sea el objeto —declaró con descaro la joven con una sonrisa evocadora—. Esta mañana está endemoniadamente moralista, Roger. ¿Qué le pasa? ¿Tiene chinches en la barba o su mujer se ha fugado con un sargento mayor?
Francesca tenía, por cierto, respuestas para todo. Uno no podía resentirse con ella.
—Lo que usted necesita —le respondí de mal humor— es una buena taza de té. Vaya a tomar una y tráigame otra cuando vuelva. Cargado, sin azúcar y sin señales de rouge en la taza. Tráigame dos y puede elegir al mismo tiempo el menú del desayuno. Si tenemos otra vez sardinas, chillaré como un loco.
—Le envidio su habilidad —dijo Francesca al recoger su bolso—. Si yo tratara de chillar, me sentiría terriblemente enferma. Quizá un rico huevo duro… —y salió.
Mi mente desganada volvió con pereza al asunto de Clemency. ¿En qué estaba yo? ¡Ah!, sí. Con cuatro días de atraso a lo calculado y sin tener una forma inmediata de saber si no sería demasiado tarde.
Por enésima vez tomé la carta y comprobé que en el membrete impreso no había número telefónico. Si así hubiese sido, todo hubiera andado bien y yo no hubiera vacilado en hacer saltar de la cama a Clemency para hablar con ella. Pero ese camino fácil me estaba vedado, y aunque yo me entretuve con la idea de consultar las informaciones telefónicas, sabía que a una hora tan irregular el intento no valía la pena. Sólo restaba enviar un telegrama en cuanto fuese posible, o si no, arreglarse sin dormir y pasar el día en una loca escapada hasta Sussex.
Lo fastidioso era que yo estaba cumpliendo la penúltima noche de guardia. Si la carta de Clemency se hubiera retrasado veinticuatro horas más, me habría encontrado desocupado la mayor parte de los tres días siguientes, lo que por lo menos me permitiría estar completamente libre para investigar el asunto sin tener la vista demasiado atenta al reloj. Llegar a Fulkhurst (que carecía de estación ferroviaria, y adonde se llega en autobús desde un pequeño empalme de un ramal perdido), localizar a Righ Seneschals, mantener una conversación útil con Clemency y estar de regreso en la Oficina a medianoche, hubiera empleado todo el día, lo cual, si no literalmente imposible, sería por lo menos indeciblemente agotador, costoso y, en todo caso, me sentiría tan atontado por la fatiga, cuando llegara a verla, que mi consejo sería de muy dudosa eficacia. Francamente, tampoco creía que se tratara de un caso que pudiera justificar el que yo fuese a pedir al Vicedirector que me dispensara de mi obligación de la noche siguiente. El Coronel Guise era una persona razonable, pero exigía disciplina en lo que se refería a la rutina de la Oficina. Clemency no tenía ninguna vinculación legal conmigo, hablando oficialmente, y era difícil poder esperar que el Vicedirector me dispensara de una noche de trabajo para visitar a una antigua amiga. Además, estábamos escasos de personal; alguien debía quedar de guardia en la noche siguiente y teníamos un código de ética tácita, fielmente observado, que prohibía interrumpir la tarea que uno tenía señalada, salvo en casos de urgente necesidad.
Al parecer, sólo tenía dos caminos abiertos ante mí: telegrafiar a Clemency para decirle que estaría junto a ella lo más temprano posible, en la mañana siguiente, o hacer una escapada en el día de hoy. Si por lo menos hubiese podido ir en automóvil; pero en esa etapa de la guerra, no se contaba ni siquiera con una ración básica de gasolina y mi viejo Fiel se moría de aburrimiento en mi garaje de Merrington. No; en caso de ir debía ser por tren, y en aquel tiempo, ¡qué servicio teníamos! Aun con billete de primera clase, corría el riesgo de ir y volver a pie todo el viaje hasta Paddington y las perspectivas de conseguir un asiento eran escasamente mejores. Luego tenía que contar con el inconveniente de cruzar Londres con todos los taxis permanentemente alquilados por los amigos de Francesca y los autobuses y metros totalmente llenos.
Mi instinto era lanzarme en seguida en ayuda de Clemency, pero la debilidad de la carne luchaba obstinadamente contra el deseo del espíritu porque ya estaba muy cansado antes de salir. No sólo por mi bien, sino también por el de la Oficina (que, por más que bromeáramos entre nosotros, hacía una obra urgente y fundamental) debía evitarme el viaje, si fuera posible. Al día siguiente sería otra cosa. Mi período de guardia nocturna habría terminado y si casi me mataba de cansancio, el único en sufrir sería yo. Supongo que a causa de mi fatiga pasé por alto las otras dos sugestiones de la carta de Clemency: que ella vendría a verme o que podríamos encontrarnos en la ciudad. Ninguno de estos dos medios hubiese solucionado las alternativas de mi dilema, pero sencillamente no se me ocurrió tomarlas en consideración.
Por otra parte, Clemency no era ninguna tonta. No era de esas mujeres indefensas e incapaces de pensar o de proceder por sí mismas, y siempre que recibiese un telegrama diciendo que yo la vería dentro de las veinticuatro horas, se ingeniaría por mantener la cabeza a flote hasta entonces, o volvería a mí pidiendo medidas más urgentes. Si yo le diese el número de teléfono de mi alojamiento, Clemency podría llamarme durante el día, si era menester proceder inmediatamente.
Tomé una hoja de borrador y comencé a escribir.
Clemency Orgill,
Righ Seneschals,
Fulkhurst.
Acabo de recibir carta. Motivo deplorable demora en responder. Lamento muchísimo imposibilidad partir hoy. Llegaré Fulkhurst mañana temprano. Caso necesidad llama 2346 Pipper Green hoy cualquier hora. Conserva tu sonrisa. Cariños.
ROGER.
«Esto es lo conveniente», me dije para mí, al entrar Frankie con el té servido en una bandeja verde y rajada. Después de todo, era mejor correr el riesgo de que mi sueño habitual se viese perturbado por una llamada de Clemency, que incurrir en la certeza de agotarme viajando todo el día.
—¿Cuál es la primera hora para mandar un telegrama? —pregunté.
—Las veinte por el GPO. La suboficina local no abre hasta las nueve.
—¡Demonios! Y no estar libre hasta las nueve y quince…
Frankie dijo:
—Si es urgente, ¿por qué no pedirle a PBX que lo transmita por teléfono a Telegramas, un minuto o dos antes de las ocho, para que salga rápido?
—¿Está permitido hacerlo?
—Tal vez estrictamente no, pero a menudo se hace. Mag Hammerton está esta noche; ella lo transmitiría encantada. ¿La conoce usted?
—De vista.
—Entonces es mejor que me permita hacerlo. A no ser que sea privado…
—En absoluto.
Le entregué la hoja escrita y ella tomó el teléfono más próximo. Pocas palabras cruzó con la operadora de nuestra central privada (conocida técnicamente por PBX) y el asunto estaba en trámite. De este modo, aunque la solución resultase buena o mala, yo me sentía mejor por haberla tomado.
—Nombre precioso, Clemency —suspiró Francesca al devolverme el papel—. Poco común además. Yo… yo tuve un gran entusiasmo en el colegio por una chica que se llamaba Clemency Ann. Me interesaba como nadie me ha interesado jamás, antes o después, y, para colmo, Clemency Ann nunca sintió lo mismo por mí. Por supuesto que eso pasaba en los tiempos en que yo pensaba que las jóvenes eran hechiceras y los hombres odiosos. Hace años… —sonrió pensativa.
—Por lo menos cinco años —insinué con seriedad.
—Más cerca de los seis —corrigió ella con indignación—. Bendito sea, Roger, ¿no comprende usted que cumpliré veintitrés años el mes que viene?
—Y ahora son los hombres los hechiceros, siempre que hayan cruzado el Atlántico —dije hostigándola—. De todos modos, ésta no es su Clemency. La mía debe pasar los treinta…
—Sin embargo, es una coincidencia —dijo Frankie—, y usted sabrá que yo colecciono coincidencias. Por supuesto —añadió con intención— que sería una coincidencia aún mayor si usted y yo hubiésemos tenido ambos un entusiasmo por una joven llamada Clemency, aunque no fuera la misma.
Me alisé la barba.
—Si le place puede agregarla a su colección —consentí—. Pero hace muchísimo tiempo que todo ha terminado. Tanto tiempo que apenas lo recuerdo.
—Debe de ser un infierno pasar los treinta años. Confío en Dios que moriré antes —dijo Francesca.
—Probablemente así ocurrirá en la forma en que usted progresa —contesté—. Lo malo será que usted habrá cambiado de idea cuando llegue a los treinta. Las ganas de vivir vienen viviendo. Antes, yo temía cumplir los treinta, pero ahora ni siquiera me disgusta llegar a los cuarenta.
—¿Cuándo ocurrirá eso? A menudo me he preguntado su edad, Roger. No se puede calcular con esa barba espantosa.
—Todavía falta un año o dos —dije—. Y en cuanto a mi hermosa barba…
—Usted aparentaría diez años menos si se la afeitara, aunque tal vez parezca mucho más feo sin ella. De todos modos, me alegro de nuestra pequeña coincidencia. La mía se llamaba Clemency Ann Michell, sin t. ¿Qué edad tenía la suya cuando usted estuvo enamorado de ella?
Yo traté de recordar.
—Creo que la misma edad que usted tiene ahora. Veintitrés o quizás veinticuatro años.
—¿Era muy bonita?
—No. En realidad parecía una ratita. No llamaba la atención y no sobresalía de ningún modo en el conjunto. Sin embargo, parecía sumamente atrayente… a veces.
Francesca rió con picardía.
—Sé exactamente cuándo —agregó misteriosa—. No obstante es extraño porque mi Clemency parecía también un poco ratón a primera vista. Pero, ¡mi Dios!, cuando se llegaba a conocerla verdaderamente… En todo caso, Roger, usted parece tener más suerte que yo para conservar a sus amigas. Nada he sabido de Clemency Ann desde hace muchos años. Usted lo sabe, uno se consume… y se deja llevar.
—Probablemente ella se ocupa en prodigar las comodidades del hogar a yanquis nostálgicos, como lo hacen otras personas que conozco —insinué con dureza—. Y usted está totalmente equivocada respecto a mí. Ésta es la primera vez que me comunico con mi Clemency desde… ¡demonios!, debe de hacer doce o más años. Creo que más. No hemos tenido lo que usted llamaría una correspondencia regular.
—Y ahora, de repente, ella quiere verle —dijo meditando Frankie— y usted va a ir directamente a ella, mañana, cuando termine la guardia nocturna.
Nada había de impertinente en sus comentarios sobre mis asuntos privados. Después de todo, ella había enviado aquel telegrama por mí, y es inevitable cierto grado de intimidad entre personas que cumplen juntas la guardia nocturna.
—¿Será una emoción para ustedes dos… o no lo será? Piense que ella habrá cambiado. Tendrá arrugas en el cuello, surcos alrededor de los ojos y la robustez de la edad madura en vez de aquellas caderas delgadas y flexibles que usted acostumbraba…
Se echó a reír al tocarle yo con mi goma de borrar la punta de su naricita chata.
—Dije treinta y no cincuenta —le repliqué con una risita entre dientes—. Me gustaría oír lo que usted dirá, Frankie, cuando tenga treinta y cinco años y algún mocito la considere de edad madura.
—Ya le he dicho que espero en Dios que nunca seré tan vieja como todo eso —dijo Francesca. Poniéndose de pie extendió los brazos intencionadamente a los lados y dejó que sus ojos recorrieran amorosamente las delicadas curvas provocativas de su joven cuerpo—. Prefiero mucho más morir y que la gente me recuerde así a quedarme y perder gradualmente todo lo que… a la gente le ha agradado en mí y que yo he apreciado. Tal como soy, es incitante ser yo y no soportaría cambiarme por otra.
—Pero, querida Frankie, su cuerpo no es usted —protesté con cierta impaciencia.
—¡Oh!, sí… Es, por lo menos, todo lo que en mí merece atención. Es lo único que importa…
—¡Qué absurdo! Eso es puro paganismo.
—Entonces el paganismo está en lo cierto y yo soy pagana.
Me encogí de hombros.
—Le creo —dije con más tolerancia—. Bueno, creo que yo también era pagano a su edad, por lo tanto no debo sermonear. Pero eso no dura. En aquel tiempo esas cosas parecían tener mucho valor, pero a medida que uno envejece…
—Insisto en repetirle que no voy a envejecer —declaró—. Y el motivo es que no lo podría tolerar… Me imagino que usted era pagano, Roger, cuando tuvo su aventura con Clemency.
Me tironeé la barba.
—Supongo que sí.
—¿Y Clemency?
—Es de presumir que ambos lo éramos.
—¿Y era… bonito?
—Así lo pensamos en aquel momento.
Francesca alargó el brazo para tomar uno de mis cigarrillos y lo encendió aspirándolo profundamente.
—Creo que es un error ir a verla otra vez mañana —dijo después—. Mucho mejor sería recordarla como era, que disminuirla con comparaciones que están destinadas a ser odiosas. Usted comprenderá lo que quiero decir. Por supuesto que para ella no será tan malo, porque a las mujeres no les importa que los hombres parezcan más viejos que ellas, y además usted está todavía bastante fuerte y… viril… Pero…
Volví a encogerme de hombros.
—Usted sabe mucho para su edad y, si yo fuese a ver a Clemency con alguna idea de recomenzar las cosas donde las dejamos, podría haber algo de verdad en lo que usted dice. Pero no es así. Todo eso está muerto y enterrado y tendré buen cuidado en que permanezca muerto. Ahora soy un hombre casado, Frankie, y más que contento con las cosas como están. Clemency también tiene marido, entonces usted ve…
Dos teléfonos sonaron simultáneamente.