Sonó el teléfono: interno 16. El editor de servicio en Broadcasting House preguntó si se había producido alguna reacción alemana ante la Orden del Día de Stalin. Le dije que aún no había habido tiempo, pero que una vez que empezaran los servicios de los hellschreiber era posible que hubiese algún informe. Luego quiso saber si Goebbels seguía tomando a broma nuestra incursión aérea de anteanoche, en el gran Berlín, cuando se arrojaron dos mil toneladas de bombas en media hora. Llamé su atención sobre un artículo que habíamos transmitido la tarde anterior en el que prudentemente se reconocía haber causado un daño «considerable». En seguida el camarada «insaciable» (era Tomkinson, por supuesto) preguntó qué diablos había querido decir William Joyce en aquel párrafo extrañamente expresado sobre las conversaciones de von Papen con ciertas «altas personalidades» y las posibles repercusiones en las relaciones turcosoviéticas. Respondí con algo de acritud que su pregunta debía ser dirigida al propio William Joyce, que lo había dicho y probablemente escrito y que las relaciones de la Oficina con mi Lord Haw-Haw se limitaban a fugaces extractos entresacados de sus desahogos, cuidadosamente seleccionados, transcritos y publicados, y que respecto a la interpretación de esos extractos, su conjetura (la de Tomkinson) era tan buena como la mía. Tomkinson dijo que no era necesario enfadarse. Yo contesté: «Usted me lo dice», y corté. Tomkinson es un camarada simpático, pero a las cinco y cuarenta y nueve es malo para el espíritu.
Tomé nota de la hora y de los puntos principales de su triple pregunta para comunicárselos a Francesca cuando volviera a la vida. Ni con el sonido del timbre, ni con mis respuestas a Tomkinson, ella dio señales de despertar.
Volví a tomar las dos cartas. Entonces, el interno 15 produjo un campanilleo amortiguado. Esta vez una voz americana, a través del FCC. de la parte superior, se dirigió quejosamente por nuestro Flash B 9, desde Zeesen para Norteamérica, alegando, en inglés, que la penúltima frase no tenía verbos. Lo verifiqué en la cinta y, ocultando mi satisfacción, repuse que como escritor profesional, con la más alta consideración por el correcto inglés del Rey, estaba absolutamente de acuerdo con él en cuanto a la falta de decoro que había en usar «contacto» en forma de verbo, como al parecer se había hecho aquí. El hombre de la FCC. hizo un chasquido con la lengua y dijo: «Muchacho, lo comprendo», y colgó el receptor. Otra vez anoté la hora y el dato en mi hoja de informes.
Frankie seguía durmiendo. Me puse los lentes, di un tirón a mi barba y volví a mis cartas.
Había encontrado el sobre en la bandeja de la correspondencia cuando tomé el servicio, exactamente antes de medianoche, y como en el reverso llevaba el nombre y domicilio de mis editores, lo había metido en el bolsillo, sin abrir, para examinarlo más tarde, en un rato de ocio. Al observar la fecha (fue probablemente en la noche del 17 al 18 de febrero de 1944), supuse que sería la comunicación del estado semestral de mis beneficios en las participaciones, que por lo general se envía más o menos seis semanas después del período a que se refiere. La febril atmósfera de la Oficina, además de un rápido vistazo a los casilleros de las noticias urgentes y a los de las noticias diferidas, me advirtió que tenía mucho que leer antes de entrar en servicio a la una. Me di prisa y me sumergí en los diversos folletos y legajos que debía examinar antes de sentarme al escritorio.
En realidad, hasta cerca de las dos y treinta no recordé el sobre. Para esa hora lo que quedaba pendiente de la guardia de la tarde estaba más o menos terminado. La oficina de teletipos iba despejándose y el torrente de monitores había quedado reducido a una gotera. Francesca se había ido a la cantina y yo estaba solo en la Oficina. Hice a un lado la pila de boletines cuya lectura no urgía y me dediqué a la tarea más útil (según mi parecer) de descubrir cómo se habían vendido mis libros y cuánto dinero había ganado durante la segunda mitad de 1943.
Pero estaba equivocado. Ese sobre no contenía el esperado informe de las ventas acompañado por un satisfactorio cheque rosado por la suma que me adeudaban. En cambio, contenía dos cartas, una suelta, la otra en un sobre más pequeño azul oscuro.
«Correspondencia de admiradores», pensé para mí, y experimenté una ligera sensación de decepción, porque aunque sea agradable conocer la opinión de los lectores, yo esperaba algo de más valor material. El sobre azul estaba dirigido a mí, con letra femenina, clara y redonda que no reconocí en el momento. Al tacto era mucho más espesa de lo que se espera que sea la carta de una admiradora. La dama debe de haberse explayado, quizá con entusiasmo, quizá con reproches. Puede ser entretenida.
Pero primero eché una ojeada a la otra carta. Estaba escrita en papel con membrete de la casa y llevaba la firma del propio Rufus Plugge.
23, Great Basil Street. LONDRES: W. C. I.
16 de febrero de 1944.
Mi estimado Poynings:
Ha ocurrido una pequeña catástrofe, por lo que le pido, de rodillas, disculpas.
La carta adjunta fue descubierta esta semana, debajo del secante, sobre el escritorio que de costumbre ocupa nuestro Mr. Rollins, cuyas obligaciones incluyen la de atender la correspondencia de los autores. Por desgracia, él ha caído con gripe. Ayer hizo una semana, es decir que fue el día 8. A juzgar por el matasellos del correo (10 y 45 a. m., febrero 7), esta carta probablemente nos ha llegado esa mañana, pero no a tiempo para que Rollins se ocupara de ella antes que lo mandáramos a su casa y, por el momento, estamos tan escasos de personal que parece que nadie ha movido su secante hasta hoy.
Lo lamento mucho y espero sinceramente que la demora no lo molestará ni a usted ni al remitente de la carta.
¿Cómo está usted? Esta gripe maldita, de la que espero usted escape, nos ha diezmado. Supongo que todavía no hay esperanzas de un nuevo libro. Sus ediciones económicas marchan bien y quedará satisfecho con el informe de sus ganancias, cuando lo reciba dentro de uno o dos días, pero desearíamos tener algo nuevo para publicar.
Otra vez le pido disculpas por nuestra falta imperdonable. Con mis mejores deseos para usted, que hará extensivos a Barbary cuando le escriba o la vea, le saluda,
RUFUS PLUGGE
Por fin, asunto terminado. Estos accidentes ocurren aun en las oficinas mejor ordenadas. Un hombre menos escrupuloso que Rufus, ni siquiera se hubiese molestado en disculparse.
Un monitor español trajo una página de artículos breves recogidos en sus correrías por los países latinoamericanos Les eché un vistazo y escogí un par de ellos para ser transmitidos inmediatamente. Los llevé a la oficina de teletipos antes de abrir el sobre contenido en el de Rufus.
Miré primero la firma, al azar, y, cuando mis ojos azorados contemplaron el nombre que allí estaba escrito, mi corazón pareció dejar de latir por un instante; luego fue como si hubiese soltado sus amarras y fuese a refugiarse en mi garganta. Decir que me quedé atónito sería ponerlo muy por debajo de lo que sentí. Esa firma me produjo uno de los mayores sobresaltos de mi vida. Pues la carta era de Clemency…
¡Clemency! ¡Santo Dios!
Por un momento quedé pasmado e impotente ante la firma; estaba paralizado, con las facultades en suspenso, y los nervios y los músculos se negaban a funcionar. Cuando por fin me recobré lo suficiente para encontrar el principio de la carta y leer lo que estaba escrito, mis dedos temblaban tan violentamente que apenas pude descifrar las palabras.
Hig Seneschais, Fulkhurst, SUSSEX
Domingo 6 de febrero.
Querido Roger:
Si alguna vez ésta llega a tus manos, te sorprenderá recibir noticias mías. Para ser sincera, me preocupa mucho saber qué clase de sorpresa te causará.
Quiero decir si será agradable o desagradable. No me importaría siempre que no fuera demasiado desagradable. Pero me disgusta pensar que el ver mi letra (¿la has reconocido?) pueda turbarte y hacerte desear que no te hubiese escrito. Si esto ocurre, quiero que sepas que he estado nerviosa y vacilante, postergando esta carta bastante tiempo, en la incertidumbre de cómo reaccionarías. Y si, a pesar de todo, tú hubieses preferido que yo no hubiera escrito, ya es demasiado tarde.
Roger, me veo en apuros, en grandes apuros y no sé qué hacer ni a quién dirigirme. ¿Recuerdas que nunca supe hacer amigos? Me refiero a verdaderos amigos. Desde que vivo aquí, no tengo ninguno en quien deseara confiarme. Además, mis dificultades no son de las que podría confiarle a ningún amigo nuevo. Se trata, pues, de los viejos, viejos pollos que vuelven a mi gallinero, Roger, y después de tantos años, cuando los imaginaba a todos muertos, asados y comidos. Sabrás a qué me refiero. No puedes equivocarte, con excepción de los detalles actuales, que no puedo poner en el papel.
Me pregunto dónde estarás. Hace años de años que no tengo verdaderas noticias tuyas. Lo probable es que estés de vuelta en el ejército o en algún punto inaccesible de ultramar. Es un riesgo que debo correr. El asunto entero es un juego diabólico, pues aun cuando estés en Inglaterra, sólo hay una probabilidad contra un millón de que ahora quieras saber algo de mí. Además, es casi seguro que estarás casado, lo que evidentemente significaría una gran diferencia entre tu vida actual y la pasada.
A propósito, yo también he vuelto a casarme. Creo que no lo sabes. Me casé hace dos años con Geoffrey Orgill, del Regimiento de Húsares, en momentos en que él partía para el Desierto occidental. ¿No lo has conocido? Me he sentido viuda desde que Geoffrey partió, sin que esto me gustara un poco, pero vigilándome, sin hacer locuras y sin descarriarme esta vez. No a todos se les brinda una segunda oportunidad y yo no voy a desechar la mía.
Tengo aquí una casa vieja muy agradable, y, aparte del trabajo del ARP, frecuento poco a la gente, lo que hace mucho más extraordinario que los viejos amigos hayan sabido encontrarme. Pero lo han hecho…
Roger, no creo que recuerdes una palabra de las tonterías que nos decíamos en aquellos malos tiempos (¿o acaso eran buenos?). Ya sé que soy una atolondrada y a mí me encantaban, pero creo que en realidad eran francamente malos. El Darogha Bagh y el viejo puente en Sumbal… No recuerdo mucho, pero tengo presente aquel baño a la luz de la luna en el Manasbal y a ti poniéndote serio, importante, formal (cuando se acabó la diversión) y jurando, muy enfáticamente que si alguna vez ocurriese algo que pudieras hacer…, etc., etc., etc. Creo que en ese momento lo pensabas y yo debí aparentar tomarlo en serio, aun cuando en realidad no podía imaginar que llegara a tener una probabilidad de aprovecharme de ello.
De todos modos, tú cumpliste ampliamente esa promesa pocos días después, cuando aquello ocurrió. Después de eso, nunca me has debido nada. Cualquier deuda que hubiere habido, estaría a mi cargo.
¡Por todos los santos!, no vayas a pensar que por este motivo yo creo tener algún derecho sobre ti. No lo tengo. No hay obligación de tu parte, ni de la mía derecho alguno. Aquella vieja cuenta está totalmente saldada y si alguna vez hubo algún saldo deudor de una de las dos partes, el tiempo lo ha borrado por completo. Éste es uno de los motivos por los cuales he vacilado en escribirte hasta ahora.
Pero estoy en apuros, Roger, en grandes apuros, como te lo he dicho, y no sabía qué hacer cuando tuve esta inspiración. ¿Recuerdas a nuestro «Jesuita risueño», en el Manasbal, y su extraña disertación sobre la Metafísica de la Inspiración? A menudo lo he recordado y me he preguntado qué habrá sido de él, a pesar de que ni siquiera me acuerdo de su nombre.
El caso es que el otro día estaba yo en la Biblioteca de Lewes, y mientras esperaba para hacer un canje, se acercó cierto viejo de mal genio, exactamente igual al Coronel Blimp, y le preguntó a la señorita que por qué diablos no había libros de Roger Poynings en los estantes. La señorita contestó que suponía que todos estarían circulando afuera. Por alguna razón, al oír tu nombre, así, inesperadamente, vinieron a mi mente los viejos oráculos.
Y aquí estamos. Después de meditar, de cavilar largo tiempo y de conversar conmigo misma, resolví escuchar el presagio y esta mañana llamé a la Biblioteca para pedir el nombre y domicilio de tus editores. Espero que alguna vez recibirás esta carta, especialmente si la marco como personal. La cuestión es cuándo la recibirás. ¿Te darás cuenta, Roger, de que es urgente, endemoniadamente urgente?
Si estás en el extranjero, estoy perdida. Pero si estás en Inglaterra y quieres ayudarme, podremos vernos. Podrás venir aquí o yo puedo ir a verte (la distancia no es obstáculo), o si no, podríamos encontrarnos en la ciudad, en alguna parte… ¿En cualquier parte?
No es nada difícil ni extraordinario lo que deseo de ti, Roger. Quiero contarte mi dificultad y que me aconsejes de qué manera podría solucionarla. Luego, más adelante, si ocurre lo peor, tal vez te pida que converses con alguien en mi nombre. Nada muy sutil ni difícil: simplemente la verdad y nada más que la verdad (aunque tal vez no toda la verdad) sobre aquellos pollos. Ya sabes a qué me refiero. Como te he dicho, no puedes equivocarte. No debo escribirlo, pero si te imaginas lo peor acertarás.
También comprenderás por qué no puedo ir a la policía o a los abogados de Geoffrey. Yo no tengo ningún abogado propio. De cualquier modo, debo hacer algo. Pronto. Tengo un zorrito manso que podría dañar a los pollos, pero quiero un consejo sobre la mejor manera de utilizarlo.
Querido Roger, he tratado de hacer un acercamiento realmente objetivo. No he recurrido a tus sentimientos ni al recuerdo de las diversiones que hemos tenido. Mucho menos he querido simular la novela de que alguna vez hayamos estado enamorados. Nunca lo estuvimos, lo sabes, aunque me hayas pedido que me casara contigo. Sin embargo, hemos pasado juntos por algo muy grande y, nos guste esto o no, ha dejado una especie de «lazo» entre nosotros; un lazo que no se puede ver, pero que ambos sabemos que existe y que jamás podrá deshacerse del todo. Yo siento —siento muchísimo— recordártelo en esta forma. Desde hace tiempo me había convencido que esto estaba terminado, pero ahora ha recrudecido y no puedo ignorarlo más.
Sólo un favor, Roger. Si recibes esta carta, digamos dentro de la próxima semana, sé un amor y sácame de mi terrible situación, de cualquier modo, sin perder un momento. Aun cuando lo único que pudieras hacer fuera telegrafiar la palabra no, lo comprenderé muy bien y no habrá desvíos ni reproches de mi parte. Pero si puede ser sí, entonces te imploro que me telegrafíes diciéndome en qué lugar podemos encontrarnos lo más pronto posible. No puedo decirte cuán urgente es.
Si no tengo noticias tuyas en una semana, sabré que estás en el extranjero y que estoy perdida. Será muy malo para esta pobrecita, pero trataré de caer luchando. Derrama una lágrima por mí si esto ocurre, Roger, pero no te dejes abatir. De todos modos estas cosas pasan porque sí, y a nadie puedo culpar sino a mí misma.
¡Qué Dios te bendiga, Roger!
Siempre tuya.
CLEMENCY
P. S. —No creo que tendrás dificultad en reconocerme. Con toda la debida modestia (¿recuerdas mi modestia?), parece que me he conservado muy bien y no he empezado a engordar ni a marchitarme. ¿Y tú? ¿Recuerdas aquella barba ridícula que tenías cuando volviste de las montañas y que conservaste para diversión mía? Es curioso, siempre me acuerdo de aquella barba cuando pienso en ti.
P. P. S. —Si algo ocurriese antes de que nos encontremos (si es que nos encontramos) el pequeño nogal podrá ayudarte a comprender. A propósito, quiero que eso vuelva a ti si yo muero primero. Lo he puesto en mi testamento.