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Las bujías estaban consumidas —si es que alguna vez estuvieron encendidas—, pero el día no presentaba aún señales, alegres o no, cuando contravine las disposiciones reglamentarias al echar un rápido vistazo entre los bordes de una de las rígidas cortinas oscuras que ensombrecían las altas ventanas de la Oficina. El inmueble estaba emplazado en una altura como la «cumbre brumosa» que imaginó el poeta, pero cínicamente tergiversada en su semejanza con la inclemente niebla húmeda, tan característica del Valle del Támesis en invierno, que se arremolinaba como un ectoplasma siniestro sobre el haz de luz arrojado por mi exploración ilícita. En el lado interior de la ventana se advertía una condensación viscosa: pequeños rayos y partículas de niebla se filtraban dentro, a través de los marcos contraídos por el uso; un tufo frío, desalentador, llenaba la habitación.

Con un suspiro y un estremecimiento restablecí el black-out en su perfección anterior y, silenciosamente, me hundí de nuevo en el sillón giratorio del escritorio del coordinador. El reloj eléctrico colocado en la pared frente a mí indicaba las cinco y diecisiete; el cronómetro de bronce, a mi izquierda, marcaba medio minuto menos. En la Oficina debíamos ser exactos en la hora y no sería posible saberla si fallara la corriente eléctrica.

A excepción de Francesca Havelock, mi empleada de la oficina de informes, la enorme habitación era toda para mí, y Francesca estaba profundamente dormida como un gatito cansado de jugar, acurrucada en un sillón de cuero desvencijado que se hallaba en la sombra, debajo del gran mapa del frente oriental. Yo había apagado todas las luces, salvo la colocada exactamente encima de mi cabeza, pero podía distinguir vagamente los rulos rojizos de Frankie que caían en desorden sobre su frente blanca y sus mejillas frescas; más abajo, sus juveniles piernas bien formadas, dentro de las medias de nailon, debidas (lo mismo que su agotamiento) a su personal y muy vehemente dedicación a la alianza angloamericana,

¡Pobrecita Frankie! Era una muchacha mala, según todos los cánones de respetabilidad y convencionalismos y, según su propia confesión, una empleada de la oficina de informes, liberal, pero de primera calidad y de inteligencia superior a su edad. Oficialmente, yo debía estar disgustado con ella por llegar al trabajo en un estado de postración no muy lejano a la lipotimia, pues en esos días la guardia nocturna en la Oficina tenía que tomarse en serio, y teóricamente era como jugar a quemar la vela por los dos cabos, sin tomar en cuenta la belleza sensual de la luz. Sin embargo, Francesca era Francesca y había razones para no enfadarse con ella. Además, su trabajo estaba al día y tenía el mismo derecho a dormir un pequeño sueño que yo a tenderme en un sillón, a su lado, si así lo deseaba.

Pero me sentía con demasiada inquietud y actividad mental para alejarme del escritorio, con sus receptores telefónicos de vulcanita (cuento con once a mi alcance), flanqueado por cuatro filas de casilleros, y del letrero burlón, en grandes caracteres: ¡silencio: el genio trabaja!, colocado sobre la pared, detrás de mi cabeza, y obsequio de un colega americano de mentalidad irónica, miembro de la Comisión Federal de Comunicaciones, que vive en el piso de arriba.

Cierto es que a toda hora del día, menos a ésta, la ironía del cartel no residía tanto en las palabras finales, como se podría suponer, sino en su encabezamiento. Era menester ser, si no un verdadero genio, por lo menos la fuerte imitación de un genio para ser coordinador de oficina en una mañana activa o en la guardia nocturna y especialmente en las horas culminantes. Se trabajaba tanto que a menudo el cerebro no descansaba hasta horas después de terminada la tarea. Pero pedir silencio, cuando por su propia naturaleza la Oficina era un lugar tan bullicioso como podía serlo el exterior de un manicomio en una noche de luna llena, era un absurdo. «La habilidad para cumplir un trabajo cerebral muy concentrado, llegando a rápidas soluciones en una atmósfera que se aproxima a la de una oficina activa de un periódico…», era la frase preferida por el Coronel Guise, nuestro Vicedirector, para disminuir la importancia de la situación a los presuntos candidatos a empleos en la Oficina, en un esfuerzo por combinar una advertencia verdadera con una apariencia poco aterradora. Las palabras no distaban muchas millas de la realidad y, en el transcurso de los años, algunos periodistas empecinados, después de poner a prueba su vocación, trabajando allí durante un tiempo, preferían volver a la paz y cordura del salón de noticias de Fleet Street.

Jamás podía haber paz verdadera en la Oficina cuando todo el destino del servicio dependía de un solo hombre y de su única empleada de la oficina de informes, aun cuando los escritorios, generalmente apiñados, estuviesen vacíos durante la guardia nocturna, oportunidad en la que a veces transcurrían veinte largos minutos sin una llamada telefónica y sin que apareciera un agitado monitor llevando una urgente noticia sensacional.

La ventilación del cuarto era también espantosa. El aire se esparcía en capas estancadas desde el polvoriento suelo hasta el alto y oscuro techo. Había allí, asimismo, un sobrante psíquico, como si el personal de guardia de la tarde, cansado, sumergido ahora en un sueño extenuado en sus diversos alojamientos, hubiera dejado detrás de sí remolinos flotantes de su esfuerzo mental, suspendidos en el cuarto, y que lo embargaban como emanaciones de algún agotador gas cerebral. Toda la atmósfera parecía permanentemente presionada. Aun en esta hora sosegada, de escaso movimiento, que precede al amanecer, todo cuanto yo podía oír, materialmente hablando, era el ritmo uniforme de la respiración de Francesca y la intermitente vibración de la máquina Reuter en la vecina oficina de teletipos. Sólo con cerrar los ojos y perder una pequeñísima fracción del dominio de mí mismo, podía oír con la imaginación todo el loco ruido polifónico de las horas febriles; el chillido apremiante de los timbres del teléfono; la matraca sincopada de media docena de mecanógrafas; los antifonales bramidos de los telefonistas exasperados; los furibundos juramentos de los editores, desconcertados por la ambigüedad de los textos de los monitores; las sonoras reprimendas lanzadas desde arriba a los empleados de la oficina de informes y al ayudante del Inspector; la invasión ciclónica de un Inspector medio histérico, con noticias de un inesperado decreto de Moscú o de un discurso de Goebbels fuera de programa; el constante zumbido de los relatos de idiomas extranjeros que transmiten su boletín en el vecino cuarto de «confesiones».

No soy psicólogo y creo que se ha hablado y escrito un número aterrador de tonterías sobre estos asuntos, pero no puedo dejar de reconocer que esos años de guerra en la Oficina me convencieron de que el pasado inmediato puede dejar detrás de sí una corriente de oculta sensibilidad que silenciosamente llena el presente. Sólo los tontos pueden negar que el tiempo es una cosa extraña.

Ya empezaba a sentirme absorbido por esta corriente, cuando Boris Bakunin, el ruso decano de los monitores en actividad, llegó a la sala a fin de dar su informe al boletín de las cinco de Moscú. Al ver dormida a Francesca, se acercó de puntillas a mi escritorio y murmuró pocas palabras. Nada nuevo: una repetición extractada de la Orden del Día de Stalin que anunciaba la aniquilación de todas las divisiones alemanas en la curva del Dnieper, agravada por la pérdida de unos 52. 000 muertos y 11. 000 prisioneros. Aparte esto, la fábrica de tanques Octubre Rojo, de Birsk («controlada», por supuesto, por el «camarada Popof»), había superado su cuota de producción total en un 38 por 100. Entretanto, un gran mitin de obreros en las fábricas de tractores Molotov en Persk había tomado una resolución unánime.

Boris y yo cambiamos fatigadas miradas de entendimiento y él volvió a retirarse de puntillas. Francesca se movió inquieta en su silla, pero no dio señales de recuperar por completo el sentido. En realidad, yo lo deseaba, porque tenía le lengua seca de tanto fumar y ansiaba ir a la cantina en busca de un poco de té. La Oficina nunca debía quedar sin personal, y el inconveniente estaba en que cuando uno se duerme durante la guardia nocturna, como lo había hecho Frankie, ni siquiera un Concerto grosso de doce variados timbres telefónicos logran despertarlo. Por otra parte, era probable que Francesca soñara con timbres de teléfono y que el sonido de los timbres coincidiera muy apropiadamente con su sueño.

Poco después, la puerta de la oficina de teletipos dio un golpe seco y entró Maggie Muir, la operadora de servicio, llevando algunas yardas de cinta Reuter. La colgó sobre una de las cuatro filas de casilleros, luego hizo una mueca de desaprobación por la figura acurrucada de Frankie, me lanzó un guiño malicioso y con un gesto elocuente del brazo y la muñeca izquierda supe, por experiencia, que me ofrecía «un trago».

Maggie era una mujer de cierta edad, hosca, de las tierras bajas de Escocia; un ser taciturno que, en ocasiones, sorprendía al revelar un insospechado sentido de humanidad y de humor. Mas en esos días en que el whisky escocés, así como los encantos de Francesca, estaban ampliamente destinados al deleite de nuestros aliados trasatlánticos, Maggie, que provenía de una familia de taberneros, podía ofrecer un trago en el momento en que fuera más necesario. En tiempos normales, ninguna hora me hubiera parecido más inconveniente para beber whisky que las cinco y media de la mañana, pero la vida en la Oficina no podía juzgarse de acuerdo a las leyes normales, y Maggie con frecuencia me había salvado del abismo del tedio en la guardia nocturna, con un trago oportuno de su mellado frasco de plata.

La seguí, pues, a la oficina de teletipos y bebí un sorbo puro en silencio. Maggie no era conversadora y, de todos modos, no había nada de que hablar. Después que Reuter hubo lanzado el último proyectil, su máquina había quedado tan silenciosa como la otra media docena que había repartidas por el cuarto. Dentro de media hora las radios del mundo empezarían a despertar y, poco después de las siete, yo estaría copiando como un torbellino los boletines de noticias de la madrugada, llegados desde todos los países de Europa.

Me demoré con Maggie quizá diez minutos, durante los cuales no cambiamos ni diez palabras; luego volví a la Oficina sintiéndome interiormente más reconfortado y algo más capaz de comprender la agitación que desde la medianoche me perturbaba obstruyendo el desarrollo ordenado de mi existencia.

Francesca seguía dormida. Volví a mi asiento debajo de la luz solitaria y extraje del sobre grande dos cartas que en las últimas horas habían acosado mi mente sin piedad ni respiro.