CAPÍTULO X


CONCLUSIÓN

«Ofrezcan flores a los rebeldes que fracasaron». Así reza la primera línea de un poema italiano de tono anarquista que Vanzetti escribió en la celda de la prisión. Cuando uno contempla las repetidas frustraciones de la acción anarquista y su culminación en la tragedia de la guerra civil española, siente la tentación de emplear los mismos acentos elegíacos. La experiencia anarquista de los ciento cincuenta últimos años expone a la luz toda la gama de contradicciones e incongruencias de la teoría libertaria y la dificultad, si no la imposibilidad, de su puesta en práctica. Y con todo, la doctrina anarquista ha sido capaz de atraer a un número no despreciable de representantes de las distintas generaciones, y aun hoy continúa ejerciendo considerable seducción, aunque se manifieste quizá más por la vía de un credo ético personal que como fuerza social revolucionaria. La mayor parte de los que militaron en el bando anarquista no eran neuróticos que se complacieran en una autotortura —como era el caso de algunos terroristas—, sino individuos para quienes el anarquismo era un ideal revolucionario, susceptible de plasmarse en una acción práctica a la vez que era una esperanza realizable. Los filósofos del anarquismo —un Godwin, incluso un Proudhon o un Kropotkin— bien pudieran haber pensado que su crítica de la sociedad era de índole más teórica que práctica, y que el sistema de valores que trataban de entronizar no admitía una realización inmediata; pero de lo que no hay duda es de su convicción de que algún día sería posible. La masa de infortunados que desde el año 1880 aceptó el anarquismo como base para la acción social, consideraba, sin embargo, que la revolución integral prometida por los anarquistas ofrecía una esperanza inmediata de viabilidad y de éxito final, y se les aparecía como la única posibilidad de liberarse de su precaria situación.

El anarquismo es, por necesidad, un credo o nada. Por consiguiente, su éxito fue un aumento de salarios o una mejora en las condiciones de trabajo, y cuando los partidos políticos son capaces de introducir medidas de reforma y de remediar situaciones de injusticia, es lógico que el recurso de una revolución sea menos deseable. Y, en este sentido, la afirmación de Bakunin de que los verdaderos revolucionarios son los que nada tienen que perder nos parece justificada. No obstante, la práctica anarquista ha tropezado siempre con el hecho de que, para bien o para mal, todas las naciones europeas —incluyendo Rusia y España, en las que el anarquismo parecía ofrecer perspectivas de triunfo— han optado por la acción política y por un gobierno centralizador como medios para obtener una sociedad más conforme a sus deseos. «El gobierno del hombre» no está más cerca de ser sustituido por «la administración de las cosas» de lo que estaba cuando aparecieron los socialistas utópicos en la primera mitad del siglo anterior. El partido político, detestado por todos los que se precien de anarquistas, ha pasado a convertirse en el órgano de acción política característico del siglo XX, hasta el punto de que los mismos gobiernos totalitarios han usado del sistema de partido único como medio para ejercer su tiranía, en vez de practicar la autocracia sin tapujos de épocas más lejanas. Así, pues, los anarquistas se han disociado en el terreno de la práctica, deliberadamente, de lo que la mayoría de los individuos del presente siglo consideraban vital para el progreso social y político. En tanto que nada se opone a la posible validez de sus críticas en torno a las ideas tradicionales sobre la soberanía del Estado del gobierno representativo, de la reforma política y de sus prevenciones repetidamente formuladas sobre los peligros que entraña el sacrificio de la libertad, so pretexto de los supuestos intereses de la revolución, los anarquistas no han sabido, hasta el momento al menos, ofrecer una explicación de cómo puede su programa plasmarse en una acción eficaz y sostenida. Así, por ejemplo, nunca han ofrecido la visión de una etapa intermedia entre la sociedad establecida y la revolución integral que sueñan.

Existe otro aspecto en el que los anarquistas también se han mostrado opuestos a las tendencias predominantes en la organización del momento histórico. La producción en serie y el consumo masivo, así como una industria ampliamente extendida sometida a un control centralizado, ya se trate de una economía capitalista o socialista, se han convertido, se quiera o no, en un fenómeno común a la sociedad occidental y a los países en vías de industrialización de todos los continentes. No se ve cómo puedan adaptarse a tales nociones las ideas anarquistas sobre producción y cambio; en consecuencia, los anarquistas que, como acción preliminar, abogaban por la destrucción del orden existente, sin duda tenía razón. Pero la actitud de los miembros del movimiento respecto a los avances tecnológicos se ha reflejado también en un paralelo desdoblamiento de sus opiniones acerca de la sociedad del futuro. Aunque, como hemos podido apreciar, Godwin y Kropotkin fueron partidarios de los nuevos inventos capaces de liberar al hombre de las tareas más bajas y degradantes —el problema de los escombros y desperdicios fue algo que siempre mereció la atención de los pensadores utopistas—, hay que decir, sin embargo, que las concepciones fundamentales del anarquismo se oponen por completo a la idea de una industria en gran escala y a la producción y consumo masivos. Así planteadas las cosas, todos los anarquistas convienen en afirmar que la sociedad del futuro será la del hombre con hábitos de vida extremadamente simples y frugales, satisfecho de pasarse sin los triunfos de la técnica propios de la era industrial. Esto hace que buena parte del pensamiento anarquista parezca basarse en la romántica y anacrónica visión de una sociedad idealizada del pasado, compuesta de artesanos y campesinos, así como en una total repulsa de las realidades de la organización económica y social del siglo XX. Cabe concebir ciertos ideales sindicalistas y un grado de control obrero de la industria, lo cual puede servir para mitigar en parte la deshumanización imperante en las grandes empresas industriales; pero nos parece poco probable, a menos de producirse un violento cataclismo, que pueda invertirse por completo la actual estructura de la industria. No obstante, mediando ciertas situaciones de emergencia, como las que se dieron en Rusia en 1917 o en Cataluña en 1936, en que la guerra entorpeció o destruyó el engranaje económico de los respectivos países, cabe la posibilidad de poner en práctica las ideas anarquistas y colocar los cimientos de un orden nuevo conforme a los principios libertarios. O quizá la revolución anarquista sólo pueda efectuarse después, pongamos por caso, de una guerra nuclear que ocasione un caos total en los instrumentos de gobierno, las comunicaciones, la producción y el cambio. O también es posible que la razón estuviera de parte de los terroristas y que una bomba de mayor potencia que ninguna de las utilizadas hasta el momento pudiera preparar el camino hacia una auténtica revolución social.

A pesar de ello, puede afirmarse que en el caso de países que, a diferencia de Europa a Norteamérica, no han visto su estructura social y el programa de acción anarquista dejan de parecer utópicos. En la India, por ejemplo, Gandhi y cierto número de reformadores sociales, como Jayaprakash y Vinobha, han soñado con cimentar la sociedad hindú (utilizando palabras del mismo Gandhi) en «repúblicas comunales autosuficientes y autómatas».[423] Es posible que incluso en la India el desarrollo de una comunidad industrial centralizada haya ido demasiado lejos para poder detenerlo. Jayaprakash Narayan ha declarado que los cambios por él presupuestos obligan a que la India abandone su democracia parlamentaria de cuño occidental. Sus alusiones a «comunidades locales autónomas, autosuficientes, agro-industriales y urbano-rurales», y sus ataques a las instituciones parlamentarias liberales, evocan las enseñanzas proudonianas. Y como el propio Proudhon, Narayan se muestra quizá excesivamente optimista cuando piensa que la repulsa de las instituciones liberales conducirá a una forma de gobierno más perfecta. Escribe él que «la evidencia apreciable desde El Cairo hasta Yakarta indica que los pueblos asiáticos albergan ideas distintas a las occidentales, y que tratan de encontrar fórmulas más idóneas que las ofrecidas por la democracia parlamentaria para expresar y configurar sus aspiraciones democráticas».[424] Lo triste es que la evidencia no parece demostrar que estas nuevas fórmulas tengan nada en común con los sublimes ideales proudonianos de Narayan. Si el pueblo indio, con una dilatada tradición de comunidades locales y con el ejemplo y la enseñanza de Gandhi (el único estadista del siglo XX en posesión de la urdimbre moral adecuada para llevar a cabo una revolución que a la vez que ética era social y política), no ha logrado poner en marcha un proceso revolucionario en la línea propugnada por Narayan, no vemos de qué modo otros dirigentes puedan llevarlo a efecto.

No obstante, y aunque los anarquistas no hayan logrado salir airosos en el empeño de consumar su propia revolución, y aceptando que se hallen hoy más lejos que nunca de conseguirlo, es indudable que con su actitud han puesto en entredicho los valores de la sociedad existente, haciendo que reconsideráramos nuestras concepciones políticas y sociales. Ellos han señalado con insistencia los peligros que entraña recorrer una falsa senda revolucionaria, y sus admoniciones sobre el riesgo de dictadura que suponía el marxismo con la sustitución de una tiranía por otra de nuevo cuño; sus advertencias proferidas en el curso de los últimos cien años han resultado tener, por desgracia, demasiado fundamento. Sea cual sea su idea de lo que creían que estaban llevando a cabo, los anarquistas han perfilado en realidad un ideal revolucionario que se corresponde exactamente con el mito de Sorel: «No una descripción de las cosas, sino una expresión de voluntad». Su extremada e irreconciliable afirmación de una serie de creencias, ha pasado a erigirse en ejemplo y en reto. Como todos los puritanos, los anarquistas han logrado que nos sintiéramos un tanto inquietos con el tipo de vida a que estábamos acostumbrados.

En una ocasión dijo Clemenceau: «Compadezco al que a los veinte años no se haya sentido anarquista», y es obvio que el apasionado e irreprimible optimismo que reflejan los principios anarquistas ha de ejercer siempre un estimable influjo en todos aquellos jóvenes que se hallen en pugna contra las concepciones sociales y morales de sus progenitores. Pero lo que ha aquilatado la talla de los dirigentes anarquistas no ha sido el entusiasmo que la juventud ha manifestado por sus prédicas, sino, sobre todo en el caso de hombres como Kropotkin y Malatesta, su fidelidad y su entrega a la causa que defendían, cuando teniendo que hacer frente a numerosos desengaños, e incluso, bien podemos decirlo, a una realidad contraria en grado sumo a sus concepciones, supieron mantener hasta su vejez unos principios inconmovibles y unas esperanzas sin mácula. La fuerza del anarquismo ha radicado precisamente en la índole de sus prosélitos, y en lo futuro será el mismo credo moral, social e individual, configurado en una austeridad a ultranza, el que continúe atrayendo a cuantos deseen una total reversión de los valores que presiden la sociedad y la política de hoy, y cuya disposición temperamental se decante por unas ideas llevadas hasta sus conclusiones lógicas, al margen de las dificultades de índole práctica que entrañen.

Existe también otro aspecto por el que el anarquismo, independientemente de su éxito o fracaso como movimiento revolucionario, continuará ganando adeptos. Ciertas formas de anarquismo proporcionan ejemplos de un jusqu’au boutisme; es decir, de un grado de máxima afirmación de la propia individualidad, que rechaza todo género de convenciones y de restricciones de la libertad. Esos anarquistas practican en su vida cotidiana el principio nietzschiano Umwertung aller Werte, o sea el derrocamiento de todos los valores comúnmente aceptados. A los artistas bohemios de los años ochenta del siglo XIX sigue la generación beat del 1950 en adelante, portavoz de una protesta contra el estancamiento y conformismo de la sociedad burguesa en que se han educado. Y así mismo en muchas ocasiones esta rebelión termina en la más absoluta inoperancia y a veces en la hecatombe personal, también es susceptible de dar pie a un arte revolucionario que combata con eficacia los convencionalismos y el aferramiento al pasado y que sea en sus resultados auténticamente anarquista. Así, por ejemplo, los artistas y escritores dadaístas alumbraron un arte nuevo atacando simplemente la idea del arte en sí mismo, lo cual les capacitaba, a su modo de ver, para soslayar todo tipo de valores. Sus herederos surrealistas reafirmaron una vez más el principio de la libertad absoluta. Al decir de uno de sus historiadores, «el surrealismo no tiene nada en común con un movimiento religioso y, sin embargo, es la única cosa capaz de dar al hombre lo que las religiones de toda especie le han negado: la libertad absoluta del ser humano en un mundo liberado».[425] Este deseo de afirmación la completa libertad personal frente a todo género de convencionalismos y restricciones, entraña también sus riesgos, que pueden conducir a una actitud frívola y necia. Como ha dicho muy acertadamente un destacado adepto del surrealismo, André Breton, «il n’y a rien avec quoi il soit si dangereux de prendre des libertés comme avec la liberté».[426] Un estado de repulsa permanente de todas las reglas entraña la más exigente de todas las formas de vida posible, y el anarquismo individual, lo mismo que el anarquismo social, existe una entrega y una austeridad que muy pocos de sus practicantes alcanzan. Así, no nos sorprende mucho que algunos adeptos notorios del surrealismo hayan preferido la disciplina de confección impuesta por el comunismo que la libertad autoimpuesta inherente a sus primitivas convicciones. Sin embargo, del mismo modo que los pensadores anarquistas revolucionarios proporcionan la visión de un orden social distinto y constituyen un reto a todos nuestros convencionalismos políticos y económicos, así también los anarquistas individualistas y los artistas que han reflejado sus principios en la obra de arte han ejercido sobre nuestras concepciones estéticas y morales una serie de saludables influencias. La idea de una «moralidad sin obligaciones ni sanciones» resulta tan atractiva como la de una sociedad sin gobierno ni gobernados, y, de una forma u otra, las dos contarán con discípulos en las futuras generaciones.