CAPÍTULO IX


ANARQUISTAS EN ACCIÓN: ESPAÑA

Paz a los hombres, guerra a las instituciones. (Lema anarquista español).

El problema era no sólo de pan, sino también de odio. Salvador Cordón.

El español vive mucho de afirmaciones y de negaciones categóricas. José Peirats.

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El anarquismo fue en España por espacio de casi setenta años una fuerza revolucionaria cuya intensidad no tuvo precedentes en ningún otro país del mundo. Por lo tanto, es en España donde puede observarse más claramente el juego de las afirmaciones y las contradicciones, de la ferocidad y la nobleza, de la visión apocalíptica y de la convicción racionalista de que han alardeado los anarquistas. No es fácil explicar por qué el anarquismo tuvo en España mayor resonancia que en ningún otro pueblo. Era un país atrasado de gobierno endeble; existía un abismo absoluto entre pobres y ricos, y singularmente una población agrícola que en muchas comarcas estaba irremediablemente condenada a morir de hambre; existía también la presión constante del odio a los terratenientes y al clero, factores que se daban asimismo en otros países de Europa (en Sicilia, por ejemplo). Es posible, como algunos autores han sostenido, que su éxito momentáneo se debiera a que el temperamento español cuadra perfectamente con el extremismo de las doctrinas anarquistas, y a la circunstancia de que una población que durante siglos ha vivido sumida en el fanatismo religioso tenía que responder fácilmente a un fanatismo de muy distinta naturaleza. También es posible que el individualismo, el amor propio y el respeto a sí mismo, cualidades habitualmente consideradas como muy propias del español, le predispusiera a la aceptación de una doctrina que, de una manera quizá todavía más acusada que la de la religión protestante, imputa a cada individuo la responsabilidad de las propias acciones. Los historiadores marxistas han tratado de explicar la mayor raigambre del anarquismo con relación al marxismo en España acudiendo a un análisis de cómo fueron rotos los lazos con el orden feudal en el siglo XIX, sustituidos por las relaciones que impuso una organización moderna en el campo de la industria y las finanzas; en cierta manera, pues, España quedó fuera del modelo común de evolución histórica propio de otros países.[367] Otros autores han visto en el movimiento anarquista español una confirmación de la verdad que encierra la afirmación de Bakunin de que «sólo los que nada tienen que perder —el Lumpenproletariat o los campesinos sin tierras— pueden convertirse en verdaderos revolucionarios».

Cabe entonces en lo posible, que en virtud del cúmulo de razones aportadas, el evangelio bakuninista[368] que Fanelli trajo consigo alcanzara en España tal predicamento. No cabe duda de que su llegada al país coincidió con una situación oportuna para la difusión de cualquier doctrina revolucionaria. En 1968, el cada vez mayor desconocimiento de un amplio sector de la población por el modo como la reina Isabel llevaba las riendas del Gobierno, había llegado a desbordarse, por lo que la soberana se vio obligada a abdicar. La búsqueda de un sucesor —aparte de centrarse en la candidatura de un Hohenzollern, pretexto suficiente para desencadenar la guerra franco-prusiana de 1870— sujetó al país durante un corto período de endeble monarquismo constitucional, al que siguió la república liberal de efímera existencia. Finalmente, tras una etapa en que se excedieron la confusión y el desorden, advino la restauración de los Borbones, en una general reacción que hizo sumamente difícil toda actividad revolucionaria. No obstante, en el período 1868-74 todo parecía posible en España. Esos años estuvieron caracterizados por esporádicos brotes de insurrección en diferentes partes del país, obra de la extrema derecha carlista y de la izquierda republicana federalista. Fue en unas condiciones muy próximas al estado de guerra civil que los anarquistas españoles adquirieron su primera experiencia en el terreno de la acción. Por otro lado, fue también en esa época cuando muchos intelectuales de la clase media se sintieron atraídos por las doctrinas de Proudhon. Así, Pi y Margall, líder del Partido Federal y presidente durante unos meses de la República, había traducido a Proudhon, y sus ideas de una sociedad federal basada en comunas autóctonas y eficaces estaban lo suficientemente cerca de las doctrinas de Bakunin y de sus discípulos como para tener muchas cosas en común. He aquí unas palabras de un intelectual anarquista: «Consciente o inconscientemente, las doctrinas de Proudhon son el credo de la mayoría de los españoles, hasta el punto de que en una forma u otra cada español lleva dentro de sí a un federalista».[369] Por su parte, Pi y Margall había vinculado de manera explícita la idea de un estado federal con la idea de la revolución social, subrayando que «nuestra revolución no es puramente política; es social».[370] Así, pues, en aquellos turbulentos años de 1868-74 las nuevas ideas de organización social iban inextricablemente unidas a las de federalismo y separatismo. Ciertamente, entre las razones que explican el éxito del anarquismo en Barcelona hay que admitir que sirvió como instrumento del nacionalismo catalán y a la vez del separatismo de la clase media.

Hasta ese momento no podía casi hablarse de una causa socialista española. En instituciones como el Fomento de las Artes, de Madrid, o el Ateneo Catalán de la Clase Obrera, de Barcelona, había reducidos grupos de hombres que estudiaban y discutían las ideas de Fourier y de Proudhon y las perspectivas de organizar la sociedad sobre una base de cooperación mutua. Estos grupos estaban compuestos por algunos representantes de las profesiones liberales, estudiantiles y artesanos, la mayoría de estos impresores y zapateros. Sin embargo, no podía calificárseles de revolucionarios, hasta el punto de que uno de los primeros adeptos de Bakunin en España, Rafael Farga Pellicer, tuvo que informar a Bakunin de que el socialismo no estaba en España «lo evolucionado que sería de desear».[371] Pero fueron estos grupos los que integraron la concurrencia inicial que asistió a las lecciones de Fanelli, y fue de entre ellos que reclutó a unos veinte hombres, los cuales fueron los primeros miembros del movimiento anarquista español.

Los primeros adictos a las enseñanzas de Fanelli los dio Madrid. Quizá sea Anselmo Lorenzo, un joven impresor, el más destacado de todos ellos; pocos años después se iría a vivir en Barcelona, donde fue uno se los principales dirigentes de la causa. Tras la creación de un grupo de adeptos en Madrid, Fanelli se trasladó a Barcelona, y uno de sus amigos madrileños, José Rubau Donadeu, en cuya casa se habían efectuado las primeras reuniones convocadas por Fanelli, le puso en contacto con un pintor llamado José Luis Pellicer y con su sobrino Rafael Farga Pellicer. En el estudio del primero, Fanelli adoctrinó a un grupo de aproximadamente veinte neófitos, iniciando así el movimiento en Barcelona. Farga Pellicer, sobrino del pintor, tuvo un papel importante en la posterior evolución de estas actividades, pues fue por mediación suya que se estableció contacto con los intelectuales burgueses que integraban el círculo de amistades de su tío y con el Centro Federal de las Sociedades Obreras de Barcelona, que de manera más o menos indirecta agrupaba a todas las organizaciones obreras de la ciudad (una ciudad en la que la industria textil, arraigaba desde muchas generaciones, había dado origen al movimiento obrero más avanzado y mejor organizado). Estos contactos permitieron a los anarquistas acariciar la esperanza de formar una organización auténticamente proletaria, aunque tuvo que transcurrir bastante tiempo antes de que los revolucionarios del sector obrero fueran algo más que una minoría.

Estos primeros prosélitos de Fanelli se denominaron a sí mismos «componentes de la Sección Española de la Internacional», y, como el propio Bakunin, no consideraban que el programa de la Alianza de la democracia social bakuninista, predicado por Fanelli, fuera incompatible con los objetivos de la Internacional. Sin embargo, pronto empezaron los desengaños, a raíz de sus diferencias con los marxistas, quienes entorpecieron con frecuencia sus actividades, todo lo cual dejó al movimiento obrero español lamentable y perpetuamente dividido. Entre 1870 y 1871 los anarquistas españoles fueron advirtiendo lo que dividía a Marx y a Bakunin, viéndose impulsados a tomar partido por uno de los dos bandos. Dos componentes del grupo inicial, Farga Pellicer y Sentiñón, acudieron al congreso de Basilea y se entrevistaron con Bakunin y fueron testigos impotentes de la débâcle final de la Internacional en la Haya, en 1872. Anselmo Lorenzo asistió al congreso celebrado en Londres en 1871, donde fue bien recibido por Marx y Engels. Pero muy pronto la atmósfera del congreso le desilusionó. Hombre de absoluta franqueza, honesto y sencillo, esperaba mucho de un movimiento que parecía ofrecer a los españoles la esperanza de un apoyo real. Cierto que la calurosa acogida de Marx, y aún más su erudición y sus conocimientos, le causaron profunda impresión, pero esto no le impidió escribir más tarde, refiriéndose al congreso: «Conservo un triste recuerdo de la semana que pasé asistiendo a la conferencia. Me llevé una impresión desastrosa: esperaba encontrarme ante nobles pensadores, heroicos defensores del obrero, propagandistas entusiastas de nuevas ideas, precursores de una sociedad transformada por la revolución, en la que se practicará la justicia y se disfrutara de bienestar, y, por el contrario, me encontré con profundos rencores y enemistades entre los que deberían haber estado unidos y en una voluntad común destinada a la consecución de idénticos fines».[372]

Al terminar el año 1871, cuando la escisión de la Internacional se iba agravando por momentos, Paul Lafargue, yerno de Marx, llegó a España en calidad de representante del Consejo General de Londres, con la idea de asumir la dirección de la sección española de la Internacional. De momento no alcanzó gran predicamento, y quizá por esta razón logró mantenerse en buenas relaciones con Anselmo Lorenzo y otros destacados dirigentes bakuninistas. Todo ello ocurría unos diez años antes de que el partido socialista marxista adquiriera cierta importancia, y de que, bajo la orientación de Pablo Iglesias (un joven impresor que fue de los primeros afiliados a la Internacional, más atraído por Marx y Lafargue que por Bakunin), empezara a desarrollarse un movimiento sindical socialista.

Lo cierto es que el desarrollo del movimiento revolucionario en España se vio obstaculizado por la severa represión de las actividades de la Internacional, que en 1892, fue declarada oficialmente ilegal. No obstante, continuó en sus actividades hasta la caída de la República en 1874. Durante este período de tiempo se celebraron una serie de congresos cuyo objeto era discutir los principios fundamentales de la acción revolucionaria, y que mostraron elocuentemente las disensiones que reinaban en la Internacional (con ocasión del congreso celebrado el día de Año Nuevo de 1873 en Córdoba, la sección española de la Internacional se declaró en favor de la ideología bakuninista). Entretanto, el movimiento anarquista actuaba sigilosamente durante la monarquía, y, sin lugar a dudas, los propios principios de descentralización y anonimato característicos de la estrategia anarquista convenían especialmente a una acción clandestina; los anarquistas habían conseguido algunas ventajas y estableciendo sus propios lemas. Uno de los principios más firmemente defendidos por los anarquistas españoles era el de que «la emancipación de los obreros debe ser obra de los propios trabajadores»; de acuerdo con este lema, encabezaron una serie de huelgas que de manera espontánea se declararon en Barcelona y en distintas partes del país. Una de ellas —la que en demanda de la jornada laboral de ocho horas estalló entre los obreros de las papeleras de Alcoy— culminó en una insurrección que hizo del Alcoy de 1873 un nombre simbólico en la historia del movimiento anarquista. Los delegados de Alcoy habían desempeñado un papel preponderante en el congreso celebrado en Córdoba, y cinco de ellos eran miembros del Consejo Federal de la Internacional en España. Como resultado, Alcoy fue seleccionada como sede del Consejo Federal, lo que hizo que figuras destacadas de la sección española de la Internacional se pusieran al frente del levantamiento. Los obreros se apoderaron de las factorías y las incendiaron, mataron al alcalde y se pasearon por la población exhibiendo las cabezas de los policías asesinados. Causaba verdadero pánico ver la fuerza de que disponía la masa obrera y su bárbara reacción tras una opresión de muchos años. En lo futuro, Alcoy pasaría a ser un nombre que serviría a los obreros como recordatorio de sus tradiciones militantes, al mismo tiempo que se concedía en símbolo de alarma para la burguesía cuando se pretendía atemorizarla con la amenaza de la violencia y el terror.[373]

Sin embargo, el principal logro de los dirigentes anarquistas durante los breves años que mediaron entre la llegada de Fanelli al país y la restauración de los Borbones, no radica en el hecho de que influyeran por vez primera en los obreros de un centro industrial como Barcelona, ni en que practicaran la huelga revolucionaria treinta años antes de que se desarrollaran en Francia las doctrinas anarcosindicalistas. La circunstancia más notable en el caso de los anarquistas españoles fue el arraigo de su ideario en la masa más expoliada y mísera de la población: los jornaleros sin tierras y los campesinos del sur. Fue esta mezcolanza de los artesanos y obreros de las áreas industriales más avanzadas con las capas más bajas e indigentes del campesinado, a las que Bakunin consideraba como el principal elemento de la revolución, lo que dio al movimiento anarquista una amplia base de apoyo y una difusión enorme.

Observamos cómo en el curso de la historia de España se habían producido en Castilla, en Aragón y en Andalucía una serie de revueltas campesinas espontáneas y sin cohesión alguna, las que fueron brutalmente reprimidas. Es posible que fuera en el siglo XIX cuando la situación y las condiciones del campesinado alcanzaron mayor dureza; las tierras comunales habían sido parceladas y vendidas por gobiernos que necesitaban equilibrar sus presupuestos y los terratenientes se sentían cada vez menos obligados con los labradores de sus tierras. Como ocurría en el sur de Italia, los hacendados, siempre ausentes de sus propiedades, se acostumbraron a ver sólo en sus tierras un medio de percibir los ingresos que les permitieran llevar una vida holgada y cómoda en otros lugares, y si vivían en el mismo lugar o cerca, como ocurría en el sector vinícola de la comarca jerezana, entonces el tren de vida del hacendado aún profundizaba más el abismo que separaba a pobres y ricos. Varios de los primeros discípulos de Fanelli en Barcelona eran andaluces de origen, y mucho antes hubo ya en los puertos del sur (Málaga y Cádiz) grupos familiarizados con las doctrinas de Fourier, Cabet y Proudhon.[374] El primer centro anarquista que se estableció en el sur del país tuvo a Cádiz por sede, y fueron los artesanos, los maestros de escuela y los estudiantes de las ciudades los que antes que nadie recogieron las nuevas ideas o las aprendieron de boca de apóstoles ambulantes como Anselmo Lorenzo, quien también había propagado su ideario en Portugal. Los primeros anarquistas destacados que aparecen en Andalucía son hombres como Navarro Prieto, hijo de un maestro de escuela, que después de conseguir ingresar en la Universidad no pudo aprobar los exámenes, convirtiéndose más tarde en un renombrado periodista anarquista; hombres como Agustín Cervantes, un profesor universitario melancólico e hipocondríaco, de formación jurídica y clásica, quien perdió sus cátedra a causa de sus opiniones anticlericales.

Ciertamente la situación del campo español ofrecía material revolucionario más que suficiente. Lo mismo que en Sicilia, los bandoleros andaluces desempeñaron durante mucho tiempo un importante papel, convirtiéndose varios de ellos en figuras legendarias que desafiaban a las autoridades y rodeaban a los ricos para dar a los pobres. Las nuevas doctrinas anarquistas parecían simplemente remachar lo que cada campesino llevaba grabado desde hacía mucho tiempo en su corazón: que el patrón, el Estado y la Iglesia se habían confabulado para oprimirle y privarle de sus naturales derechos. En 1844 el gobierno procedió a la creación de un nuevo cuerpo de policía, la Guardia Civil, cuya finalidad era acabar con el bandolerismo. En los confusos y turbulentos años que van desde 1868 a 1874 los guardias civiles actuaron sin reposo, y al terminar ese período, sus ataques iban principalmente dirigidos contra los anarquistas. Recordemos las palabras de Gerald Brenan: «A partir de entonces, cada guardia civil se convirtió en un agente de recluta del anarquismo».[375] El Estado parecía haberse fundido con el terrateniente, de modo que la eliminación de uno no podía sino entrañar la desaparición del otro.

Con la caída de la República y el fin de las esperanzas de los liberales y cantonalistas, algunos republicanos federales empezaron a ver en el anarquismo un escape a la resanción de frustración que experimentaban, al igual que en Italia determinadas gentes se inclinaron hacia el anarquismo cuando comprobaron la ineficacia del republicanismo de Mazzini. Uno de estos republicanos federales, Fermín Salvochea, se convirtió en uno de los santos característicos del movimiento anarquista andaluz. Su advenimiento a las creencias anarquistas no fue muy distinto del que impulsó a Bakunin y a Kropotkin a convertirse en revolucionarios sociales. Salvochea era hijo de un acomodado comerciante gaditano, y cuando la abdicación de la reina Isabel, tenía veintiséis años.[376] Había vivido un tiempo en Inglaterra, donde le impresionó el racionalismo militante de Bradlaugh, al mismo tiempo que devoraba materialmente las obras de Tom Paine. Después de 1868 estuvo mezclado en una insurrección republicana en Cádiz, y, más tarde, en una revuelta de signo federalista en Cataluña. En 1871, tras varias entradas y salidas de la cárcel, ocupó la alcaldía de Cádiz, aunque no tardó en participar en otra revuelta federalista, lo que le valió el que no enviaran a una colonia penitenciaria de África. Allí tuvo tiempo para leer y meditar sobre la naturaleza de la sociedad y la revolución, convirtiéndose en un convencido intelectual anarquista. Inmediatamente puso en práctica sus principios, rehusando el perdón que su familia, merced a las amistades influyentes, había obtenido; echándoselo en cara al director de la prisión, manifestó que sólo había dos maneras de obtener la libertad: por la fuerza o porque una amnistía general alcanzara a todos los presos políticos. En 1886 lograba escapar de su encierro y volver a Cádiz, donde fundó un periódico anarquista. En los años que siguieron adquirió el prestigio de uno de los más capaces dirigentes del anarquismo andaluz, tan admirado por los campesinos y los obreros como detestado por los miembros de la clase a la que su familia pertenecía. El Primero de Mayo de 1890 y el de 1891 organizó manifestaciones en toda la región andaluza, y el resultado fue la cárcel otra vez.

En enero de 1892, estando detenido, una multitud de unos quinientos obreros y campesinos invadió Jerez con la intención de poner en libertad a ciento cincuenta y siete encarcelados desde el año anterior, acusados de pertenecer a la famoso Mano Negra, un movimiento anarquista que acaso no fuera más que un producto de la exaltada imaginación de la policía, siempre dispuesta a imputar lo que no eran más que actos aislados de violencia a la actividad de una vasta organización. Al ocurrir el incidente de Jerez, Salvochea estaba en la cárcel de Cádiz, pero esto no impidió que se le culpara de aquella violencia, por lo que su condena se agravó con otro período de reclusión, parte de la cual la sufrió en confinamiento militar, y en condiciones tan duras que, a pesar de su temple, vio que las fuerzas le fallaban e intentó suicidarse. Al recobrar la libertad, en 1899, estaba débil y enfermo, pero hasta su muerte, ocurrida en 1907, contó siempre con el afecto y el respeto de todos los anarquistas españoles. Su carrera constituye un típico ejemplo de la acción de los anarquistas de su generación; unos hombres que el siglo XX los ha visto como los héroes y los santos del movimiento revolucionario en España. Por otro lado, el carácter de personajes como Salvochea o Anselmo Lorenzo, apóstoles fervorosos, austeros y sencillos, del movimiento, tenía un matiz de puritanismo. Los auténticos anarquistas, especialmente en Andalucía, no fumaban ni bebían, y su conducta sexual era extremadamente parca. De aquí que hombres como Salvochea permanecieran solteros, o que, como Lorenzo, fueran fieles a su «compañera», con la cual no le unían vínculos matrimoniales, permaneciendo así más fieles al espíritu del movimiento que los intelectuales al estilo de Francisco Ferrer —otro de los más renombrados mártires de la izquierda española—, practicantes del amor libre.

Durante los años que siguieron a 1870, el movimiento revolucionario español realizó la mayor parte de su acción de manera solapada, por lo que resulta prácticamente imposible puntualizar cuál fue su verdadera fuerza. En 1889, el retorno al poder de los liberales facilitó hasta cierto punto el abierto ejercicio de las actividades de la organización, coyuntura que aprovecharon los socialistas marxistas para dar auge a un partido político. Sin embargo, fueron los anarquistas quienes en el curso de la década que siguió a 1870 mantuvieron viva la idea de la revolución. Su acción ha sido asociada —casi siempre a justo título— con muchos de los brotes de violencia y huelgas ocurridas en el aludido período. La doctrina de la propaganda por la acción halló un auditorio dispuesto a seguir las enseñanzas. Así, pues, en la época a que nos referimos la actividad anarquista consistía tanto en el apoyo a cualquier huelga o revuelta surgida espontáneamente de los estamentos inferiores de la sociedad como en la aprobación de los actos de terrorismo individuales y los que entrañaban una venganza, como el atentado contra el general Martínez Campos o el asesinato del Cánovas del Castillo. Lo que distingue estas acciones es la insólita represión a que dieron origen. En septiembre de 1896 se votó una ley contra los anarquistas, reforzada por la más virulenta de las reacciones oficiales. En el curso de los diez años siguientes, y a pesar del coro de protestas de todos los liberales de Europa, los anarquistas tuvieron que sufrir, muchas veces injustamente, una serie de condenas y de ejecuciones que acaso no han superado los regímenes totalitarios del siglo XX.

El más notorio de estos procesos y ejecuciones fue el de Francisco Ferrer y Guardia en 1909. Ferrer era hijo de un campesino acomodado radicado en las proximidades de Barcelona; había nacido en 1859.[377] Aunque su familia era profundamente católica, uno de sus tíos era librepensador y su primer patrono, un comerciante en granos, ateo y radical. Ferrer se convirtió en un joven de violentas opiniones anticlericales y grandes simpatías revolucionarias. Su trabajo como maquinista de un tren que enlazaba Barcelona con la frontera francesa de Cerbère le permitió dar libre curso a sus sentimientos, además de poder ayudar a los refugiados políticos a cruzar la frontera. En 1886 tomó parte en una revuelta republicana, huyendo seguidamente a París, donde vivió hasta 1901. Por algún tiempo dirigió un establecimiento de comidas y después fue secretario de un político republicano español, también en el destierro. Al propio tiempo empezó a reunir algunos discípulos a quienes enseñó español con nuevos métodos experimentales.

Durante su estancia en la capital de Francia, Ferrer dio más amplios cauces a sus ideas en torno a la sociedad, y principalmente en materia de educación. Sobre la base de un odio profundo a la Iglesia Católica y a su influencia en la educación del alumnado español que asistía a las escuelas nacionales, soñaba Ferrer con una escuela de nuevo cuño, donde la instrucción se basaría en principios racionales y donde entre los niños de todas las clases sociales y los sexos no había discriminación; sólo pagarían la escuela las familias que realmente estuvieran en condiciones de hacerlo. Se trataba, de hecho, de una vuelta al ideal pedagógico propugnado por Rousseau en su Emilio, y, al propio tiempo, de una iniciativa para adaptar algunas de las ideas de los reformistas de los siglos XVIII y XIX a la situación vigente en España. Lo que daba su sello especial a las ideas de Ferrer era el ateísmo militante que las alentaba, y el retraso de la educación estatal en España hacía que cualquier intento de reforma se considerara peligroso. El principio sobre el que debían basarse las nuevas escuelas era el de la voluntariedad. «Una verdadera educación que pretenda merecer este nombre sólo puede fundamentarse en la voluntad libre».[378] Era a través de una educación concebida así que la escuela tenía que preparar «una humanidad más perfecta y justa que la presente». «Lo que trato de hacer —escribió Ferrer en 1900— es formar una escuela de emancipación cuyo objetivo sea desterrar de la mente lo que divide a los hombres, los falsos conceptos de propiedad, patria y familia, para poder alcanzar el grado de libertad y bienestar que todos ambicionamos pero que nadie logra ver realizado».[379]

Ferrer se oponía a que lo clasificaran de anarquista; no quería que se le relacionara con ningún movimiento revolucionario: «Plutôt qu’un révolutionaire, je suis un révolté», dijo en una ocasión. Su repulsa de los actos de terrorismo fue siempre categórica. Y, no obstante, al insistir en la responsabilidad individual y debido a su fe en la necesidad de una educación racional y científica, se halla en un plano muy próximo al de los anarquistas. Lo cierto es que la sección española de la Internacional había aprobado durante el congreso que celebró en Zaragoza en 1872 una resolución conforme a la cual se proclamaba la necesidad de una «enseñanza integral». Más tarde, al regresar Ferrer a España para fundar su Escuela Moderna, Anselmo Lorenzo, que trabó conocimiento con él en París, se convirtió en uno de sus más fieles colaboradores.

Durante la tormentosa década anarquista de finales de siglo, Ferrer, que se encontraba exiliado en París, se había propuesto conseguir el capital necesario para establecer una escuela según las innovaciones que pretendía. En este aspecto, el azar le fue favorable. Ferrer estaba separado de su mujer, la cual, por cierto, trató de disparar sobre él en una calle de París. Por entonces él se había prendado de una muchacha llamada Léopoldine Bonnard, quien empleó como señorita de compañía de una dama anciana y rica, de creencias católicas extremadamente rígidas e intolerantes. Aun así, la agilidad expresiva y seguramente el encanto personal de Ferrer lograron, con la colaboración de Léopoldine, convertirla a su causa, hasta el punto de que al morir a los pocos años, legó su fortuna a Ferrer. Así, pues, a su regreso a Barcelona, en 1901, tenía el capital necesario para realizar el sueño de tantos años, fundando la Escuela Moderna además de crear una editorial para la publicación de los libros de texto para una educación racional. Su llegada al país coincidió con el momento en que muchos intelectuales, como resultado de la derrota sufrida por España frente a los Estados Unidos en 1898, sometían a crítica y revisión las bases fundamentales de la vida española. De aquí que las ideas de Ferrer suscitaran considerable interés y amplio comentario. Su escuela era, en realidad, de limitada importancia, pues al iniciar sus actividades tenía treinta y tres alumnos, sin que llegara a rebasar nunca el número de cincuenta. No obstante, el desafío lanzado a los valores sociales y religiosos no tardó en dar mayor notoriedad a la institución. De manera paralela a su ateísmo militante, Ferrer, entre otras nuevas costumbres, dispuso una excursión campestre de sus alumnos el Viernes Santo, pero, al mismo tiempo, su vida privada no hacía más que ensanchar la mala reputación que tenía en los medios de los bien-pensants. Ferrer se había separado amigablemente de Léopoldine Bonnard, con la que tuvo un hijo, y se había enamorado de una bella muchacha llamada Soledad Villafranca, quien sentía cierta inclinación por las ideas anarquistas y era profesora en la Escuela Moderna.

El 31 de mayo de 1906 un hombre llamado Mateo Morral, que había sido bibliotecario en la Escuela y rival de Ferrer en el amor de Soledad Villafranca, arrojó una bomba contra el rey y la reina. Ferrer fue detenido inmediatamente y acusado de cómplice en la tentativa de asesinato de los reyes de España. Después de un año de cárcel, Ferrer fue prácticamente absuelto; sin embargo, de regreso a su casa se encontró con que su escuela había sido cerrada. Al recobrar la libertad fue a París y a Londres, donde se entrevistó con Kropotkin, para volver de nuevo a España con objeto de continuar sus actividades editoriales y propagar sus métodos pedagógicos.

Durante el verano de 1909 la crisis política de España era cada vez más aguda, flotando el espectro de la revolución, particularmente en Barcelona. Alejandro Lerroux, el joven dirigente de los republicanos radicales catalanes, había desatado una campaña de violentos tonos anticlericales, exhortando a sus partidarios a quemar las iglesias y a saquear los conventos; al mismo tiempo, los anarquistas catalanes estaban dispuestos a agravar el desconcierto general por medio de bombas y asesinatos. Finalmente, en el mes de julio, con motivo de la derrota sufrida por el ejercicio español en Marruecos, el gobierno decidió llamar a filas a los reservistas catalanes para trasladarlos a África. Esto era más de lo que podía soportar una población hastiada ya de gobiernos autoritarios e ineficaces, frescos todavía en la memoria los hechos que culminaron en el desastre de Cuba. Barcelona se rebeló contra el gobierno, y durante una semana (la llamada «Semana Trágica») la violencia que se apoderó de la capital catalana dio la impresión de que había estallado por generación espontánea una verdadera revolución social. Como escribió Anselmo Lorenzo en una carta fechada el 21 de julio: «¡Es asombroso! Estalló en Barcelona la revolución social, y la promovió algo tan mal perfilado, erróneo y falsamente identificado como lo que se dio en llamar la «vil canalla» unas veces y «Su Majestad el Pueblo» otras. ¡Nadie la inició! ¡Nadie la capitoneó! Ni los liberales, ni los separatistas, ni los republicanos, ni los socialistas, ni los anarquistas… «Una semana de intoxicación, de santo furor, conscientes de que siglos de miseria, opresión y sufrimientos justificaban la furia de las masas».[380]

Una de las consecuencias inevitables del principio anarquista que recomendaba a sus militantes sumarse y, a ser posible, ponerse al frente de cualquier insurrección popular, era la de que se les tenía invariablemente por responsables de cualquier brote de sedición, aunque la mayor parte de las veces fuera casi imposible determinar cómo se había originado una revuelta. Pero después de la Semana Trágica no fueron sólo los anarquistas los que soportaron la represión que siguió. Muchos fueron los que murieron ejecutados o fueron detenidos o deportados; no obstante, la víctima más notoria de la represión fue Ferrer. Tanto en la etapa anterior como durante los excesos, había permanecido en el campo, yendo sólo una vez a Barcelona para averiguar qué era lo que realmente sucedía. Había tenido buenas relaciones con Lerroux, en quien apreciaba su violento anticlericalismo, pero nunca coreó las apasionadas arengas con que Lerroux contribuyó a crear el clima que hizo posible la Semana Trágica. Y, sin embargo, así como Lerroux logró zafarse de la represión para, andando el tiempo convertirse en un acreditado político burgués, Ferrer fue detenido y llevado ante un tribunal militar. No cabe duda de que el hecho de que tres años antes hubiera sido absuelto de los cargos que se le imputaron influyó para que ahora las autoridades decidieran cortar de raíz sus actividades, mayormente ante la creencia de que Ferrer parecía que fuera la encarnación de un monstruo de maldad ante los defensores del orden establecido. A pesar de que no existían realmente pruebas contra él, el tribunal lo sentenció a muerte, siendo ejecutado el 13 de octubre de 1909. Según se dice, sus últimas palabras ante el pelotón fueron: «Apunten bien, amigos; no tienen culpa alguna de todo esto. Soy inocente. ¡Viva la Escuela Moderna!».

La ejecución de Ferrer, como la de Sacco y Vanzetti en los Estados Unidos veinte años más tarde, desencadenó una oleada de protestas en el ámbito internacional. El gobierno cayó como resultado de su falta de habilidad para resolver adecuadamente los sucesos de Barcelona. El nuevo gobierno, que encabezaba el conservador Maura, señala una fase completamente nueva en el regreso de la crisis española. Lo ocurrido con Ferrer se nos antoja en cierto modo un ejemplo típico de anarquismo no violento, al que se quiso asociar con procedimientos que él desaprobaba. El propio Ferrer había escrito: «Si se me tilda de anarquista por haber escrito unas palabras que dicen «ideas de destrucción en la mente», debo responder que, ciertamente, en los libros y folletos publicados por la Escuela Moderna hallarán ideas de destrucción, pero, por favor, no olviden que me refiero a «ideas de destrucción en la mente»; es decir, que se trata de ideas de índole racional y científica dirigidas sólo contra los prejuicios. ¿Es eso anarquismo? Si es así, no tenía idea de ello, pero entonces seré anarquista hasta el punto en que el anarquismo acepte mis ideas en materia de educación, de paz y de amor, y no porque yo haya adoptado sus métodos».[381] A este dilema sólo escaparon aquellos intelectuales anarquistas integrados en sociedades poco partidarias de la violencia y no en aquellas otras donde ésta formaba parte de la esencia misma de la vida política y social, como era el caso de España.

Cuando el único medio de lograr un cambio en la estructura social es la violencia, son entonces los hombres que ostentan ideas revolucionarias los tenidos como culpables de los actos revolucionarios.

Fuera cual fuera el origen de la Semana Trágica barcelonesa, y por escasa que hubiera sido la participación anarquista en el programa de acción revolucionaria, lo cierto es que desde este instante los anarquistas pasaron a ocupar la cabeza del movimiento revolucionario barcelonés. En 1912, con la experiencia revolucionaria que supuso el episodio de 1909, episodio que vino a sumarse a una larga lista de heroicas, sangrientas y desesperadas insurrecciones, y con las nuevas formas de acción y organización que estaban aprendiendo del sindicalismo revolucionario francés, los anarquistas españoles entraban en una nueva clase de militancia efectiva.

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El movimiento anarquista español experimentó del modo más intenso las corrientes de ideas contradictorias que por todas partes se imponían a la teoría y la práctica anarquistas; todos los dirigentes no españoles habían contribuido a que así fuera. Como ya hemos tenido ocasión de observar, hacia 1860 el federalismo de Proudhon era una doctrina compartida por los anarquistas y muchos republicanos liberales. La idea de la comuna como base de la nueva organización social era un postulado que los anarquistas daban por descontado, y cada vez que se presentó la oportunidad, el primer paso dado por sus militantes fue siempre el de la creación de una comuna revolucionaria. La confianza que Bakunin tenía depositada en el potencial revolucionario de las masas depauperadas e ignorantes, en espera sólo de la llegada de los apóstoles de la rebelión violenta para pasar a la acción efectiva, pareció hallar plena confirmación práctica en el entusiasmo con que los braceros andaluces acogieron a los misioneros de la «Idea», como la llamaban los militantes anarquistas. Por otro lado, la confianza que Kropotkin tenía en el género humano, en su bondad fundamental, en el progreso y en las posibilidades de educación, parecen también reflejarse en los ideales pedagógicos de un Ferrer o de un Anselmo Lorenzo. Al propio tiempo, todos estos ideales y la secuela de fanatismo que suscitaban, tenían su lado siniestro: en ningún país como en España fue la destrucción violenta tan esencial al credo anarquista.

La Semana Trágica barcelonesa de 1909, con su violencia carente de toda organización y que los comités obreros, igual los anarquistas que los socialistas, no podían frenar ni dirigir, y con las represalias que siguieron, incluyendo la ejecución de Ferrer, fue la culminación de los excesos de los veinticinco años anteriores y el comienzo de una nueva fase en la historia del anarquismo español. En 1908 un grupo de reciente creación llamado Solidaridad Obrera intentó organizar a los obreros de acuerdo con las enseñanzas anarquistas; a pesar de que la organización vio suspendidas durante un tiempo sus actividades a consecuencia de los sucesos de 1909, había prendido la idea de un movimiento sindicalista que apuntaba a objetivos de libertad y revolución. En 1911 se fundaba en Barcelona la Confederación Nacional del Trabajo (CNT). Se trataba de una organización similar a la CGT francesa y se apoyaba ampliamente en su sistema. Aunque no pudo operar legalmente hasta 1914, en muchas regiones empezó a convertirse en una fuerza, como ocurrió en Cataluña, Aragón y Andalucía, y más tarde en Galicia, al mismo tiempo que el movimiento anarcosindicalista establecía contactos con los anarquistas de Suramérica. Aun cuando muchas de las ideas y tácticas de la CNT fueron importadas de Francia,[382] el movimiento sindicalista revolucionario español reviste un carácter propio, tanto por alcanzar mayor difusión que en ningún otro país como por apoyarse en la alianza del proletariado industrial con el campesinado. En Barcelona y en otras ciudades de Cataluña la tradición anarquista y federalista se había mantenido firme desde los días de la Primera Internacional; luego se vio reforzada por una organización obrera de acción efectiva. Y del mismo modo que ocurría en los reductos anarquistas, existía en el país un espíritu encubierto de revuelta, capaz de convertir una simple huelga en un verdadero estallido, o una disputa laboral en una lucha callejera. En el vasto, árido, subdesarrollado y oprimido Sur, el hombre del campo, desesperado e impotente, esperaba con anhelo una pequeña señal que anunciara la posibilidad de una mejora en sus condiciones de vida. Fue así como se produjeron en Andalucía —Díaz del Moral y Gerald Brenan se han encargado de ponerlo de relieve— periódicos movimientos de agitación y de exaltación y esperanza, cada vez que se lograban algunas nuevas mejoras y cuando la revolución parecía inminente.

En el sur de España, la difusión de las ideas anarquistas y el crédito de la huelga general en particular se debía a la labor de propagandistas ambulantes y a la circulación de folletos y octavillas procedentes de los centros anarquistas de las capitales de provincia, leídos a la escasa luz de las barracas donde se hacinaban los jornaleros, o explicados a los analfabetos por los camaradas que sabían leer. Esas lecturas contribuyeron a reavivar las esperanzas en una próxima regeneración de la sociedad. Para los labradores sin tierras de cultivo propias y para los campesinos cuya propiedad no bastaba para el sustento de su familia, esta regeneración no podía alcanzarse más que de un solo modo: mediante el «reparto». El reparto, como ha escrito el historiador de esos movimientos, «ha sido constantemente la palabra mágica que ha estado en la boca de todos en el curso de los incidentes rurales y que ha electrizado siempre a las masas».[383] En 1903 se produjo una de las periódicas marejadas de agitación en la región andaluza, y en Córdoba se declaró la huelga general. Pero como tantas veces había ya ocurrido, la sedición no fructificó debido a la resistencia y a la dificultad de mantener el entusiasmo y la cohesión entre comunidades dispersas, alejadas y con un bajísimo nivel cultural. Para empeorar más las cosas, a las agitaciones de 1903 siguió, en el año 1904, una carestía y hambre de grandes proporciones, y, como observa Díaz del Moral, «la pobreza y el hambre son los peores enemigos de la insurrección proletaria».[384] A lo largo de casi quince años, el movimiento anarquista consiguió a duras penas mantenerse en el Sur, renaciendo de nuevo la esperanza ante el estado general de subversión en España y en el extranjero.

Durante estas etapas oscuras del anarquismo andaluz, como la de los años posteriores a 1870 —o la del período que siguió a la plaga de hambre de 1904—, fervientes propagandistas y periodistas, de los que José Sánchez Román es un típico ejemplo, contribuyeron a mantener viva la llamada «idea».[385] José Sánchez era hijo de un zapatero y en la década del 1879 aprendió a leer en los descansos de las rudas labores del campo, o a intervalos perdidos, cuando se dedicaba a componer los zapatos de sus camaradas. Sánchez se vio envuelto en la agitación que se atribuyó a la Mano Negra, pues tomó parte activa en el plan que culminó en la famosa marcha sobre Jerez, en 1892. Estando en la cárcel, tuvo ocasión de escuchar las enseñanzas de Fermín Salvochea y de un anarquista francés amigo y discípulo de Reclus, y al recobrar la libertad, en 1901, leyó todos los folletos anarquistas que cayeron en sus manos y se convirtió en uno de los más tenaces y temerarios periodistas anarquistas del Sur; y fue también uno de los más leídos. Sin embargo, el trabajo de propagandistas y periodistas como Sánchez Román no habría sido posible sin la ayuda de los adeptos anarquistas de cada pueblo, que contribuyeron a mantener viva la doctrina; eran los llamados «obreros conscientes», dedicados con austero fervor a la causa, que «no probaban el alcohol, no fumaban, no jugaban; que nunca pronunciaban la palabra Dios y que vivían con sus «compañeras», con las que no los unían lazos religiosos o legales de ningún tipo».[386] Fueron gentes como ésas las que dieron al movimiento su fuerza y su continuidad, y también las que soportaron, las más de las veces heroicamente, las represalias por sus actividades. En algunas ocasiones se entregaron a postulados y doctrinas todavía más irreconciliables. Frecuentemente aparecían anarquistas cuya austeridad y sobriedad eran ejemplares, siendo muchos de ellos vegetarianos y abstemios. Estos militantes, al mismo tiempo que basaban sus convicciones en argumentos racionales, poseían la fe suficiente para llevar una vida dedicada con tanto fervor a la causa, que se puede comparar a la de los frailes y los misioneros de la Iglesia Cristiana.

En 1917-18, a medida que llegaban a España noticias de la lejana Revolución Rusa, se abrió una nueva campaña de adoctrinamiento parecida a la de 1903. Una vez más se pusieron en circulación los folletos anarquistas y otra vez los que no sabían leer se apretujaron en torno a los que sabían para escuchar las doctrinas de Kropotkin o de los teóricos anarquistas franceses. Era tal el entusiasmo que producían los acontecimientos de Rusia, que uno de los cabecillas anarquistas, Salvador Cordón, cambio su apellido por el de Kordoniev. Y volvió a revivir el viejo sueño de que todos los braceros serían propietarios de un pedazo de tierra, de que un sistema adecuado de regadío llevaría la fecundidad a los campos yermos y pedregosos y de que las fértiles llanuras dejarían de ser propiedad exclusiva de los ricos. En relación de los años precedentes, la CNT había aumentado su influjo sobre el campesinado andaluz, hasta el punto de que los sindicatos agrícolas locales estaban en condiciones de organizar huelgas efectivas y de reivindicar peticiones a corto plazo, a la vez que continuaban soñando en el próximo paraíso.

De hecho, las huelgas revolucionarias que la CNT desató en España entre los años 1917 y 1923, condujeron a un estado virtual de guerra civil, al mismo tiempo que daban lugar de manera inevitable a una serie de dilemas acerca de cómo los anarquistas tenían que organizar su movimiento, y en torno a las relaciones de la CNT y los anarquistas con otros combatientes revolucionarios. España no se había visto mezclada en la primera guerra mundial y, por consiguiente, aquel legado de solidaridad patriótica que siempre latió en los movimientos sindicalistas de los países beligerantes, no afectaba la acción de la CNT. Por otro lado, España había experimentado durante el período de guerra un relativo resurgimiento económico; la industria se había fortalecido, y aunque sólo fuera de manera transitoria, escaseaba la mano de obra, por lo que el gobierno y los patronos se vieron en la necesidad de tolerar cierta actividad sindicalista. El fin de la guerra trajo como consecuencia una regresión económica: aumentó el coste de la vida, el desempleo fue considerable y los sindicatos, lo mismo la UGT, socialista, que la CNT, anarcosindicalista, se vieron obligados a replegarse a la defensiva. Por medio de una larga serie de huelgas, trataron de fijar un salario mínimo, de mejorar las condiciones de trabajo y de reivindicar determinados objetivos políticos.

Por espacio de cinco años, las huelgas, los paros eventuales y las violencias de todo género llegaron a utilizar casi por completo la acción del gobierno, agravando la situación económica que en un principio había sido el motivo de las huelgas, mientras que los actos de violencia cometidos por una parte traían como consecuencia las represalias del otro bando. Todo el país se vio afectado por la contienda, pero en ninguna parte como en Barcelona. Esta ciudad era uno de los focos más importantes de la CNT y también era en Cataluña donde operaban muchos de los líderes revolucionarios de mayor renombre en el área del sindicalismo. Dos de ellos, Ángel Pestaña y Salvador Seguí, eran sindicalistas revolucionarios formados en la tradición francesa, convencidos de la necesidad de una organización, de la actividad sindicalista a corto plazo y de una meta revolucionaria posterior; pero como en otros países, esto era algo que muchos anarquistas no estaban dispuestos a aceptar. No se puede negar que los dirigentes de la CNT se apuntaron algunos éxitos, en especial tras el resultado de la resonante huelga que se declaró a principios de 1919 en las factorías de la Canadiense, un complejo hidro-eléctrico de vastas proporciones con sede en Barcelona. Tras dos meses de paro, que culminaron en una huelga general en toda la geografía catalana, el gobierno capituló, procediendo a dictar una serie de decretos que instituían la jornada laboral de ocho horas y arbitrando otras medidas para satisfacer determinadas exigencias del bando obrero. Sin embargo, esas concesiones fueron acompañadas de renovados ataques contra los sindicalistas de matiz revolucionario; así, durante los cuatro años siguientes se declaró una guerra abierta entre la CNT y los patronos. Uno de los principales recursos utilizados para contrarrestar la influencia de los sindicalistas revolucionarios consistió en la fundación de asociaciones independientes —los Sindicatos Libres— con las que se pretendía apartar a la masa obrera de los sindicatos revolucionarios. Lo que ocurrió fue que la situación degeneró en una verdadera lucha de facciones rivales, los patronos alquilando los servicios de pistoleros para asesinar a los dirigentes de la CNT y los sindicalistas replicando a estas provocaciones con similares métodos. En una de estas refriegas, murió asesinado Salvador Seguí. Era éste un líder sindicalista de excelentes dotes, convertido en un intelectual revolucionario con ideas tomadas de Nietzsche y de algunos de sus compañeros anarquistas, pero quien siempre había usado de su influencia para combatir el terrorismo y favorecer el cauce normal de una actividad sindical organizada.

La diferencia de opiniones entre Seguí y Pestaña por un lado y los partidarios de una acción estrictamente revolucionaria de índole anarquista por otro, hizo que durante muchos años la CNT estuviera gravemente escindida. Como es lógico, este conflicto llevó a reiteradas argumentaciones en torno a los principios esenciales del anarquismo. Durante los años de lucha abierta con el gobierno y los patronos, el problema decreció en intensidad, pese a que en Andalucía algunos militantes anarquistas se negaron a prestar apoyo a la CNT. Característica de esta fase es la resolución aprobada en el congreso que celebró la CNT en 1922, resolución tan confusa y equívoca como aquella con que la IWW inició su existencia en Estados Unidos. Afirmaba la asamblea que la CNT «es un organismo esencialmente revolucionario que rehúsa de modo rotundo y claro la acción parlamentaria y la colaboración con los partidos políticos, pero también es íntegra y totalmente político, puesto que su misión es conquistar el derecho de someter a revisión y crítica todos los factores de desarrollo de la vida nacional, y su deber en este sentido es ejercer una presión determinante a través de la acción que dimana de las capacidades y las manifestaciones de fuerza de la CNT».[387]

Los anarquistas tenían también mucho que decir acerca de lo que estaba ocurriendo en Rusia. Poco a poco, el entusiasmo que siguió al estallido de la revolución fue menguado en intensidad a medida que empezaron a conocerse las realidades de la situación. No obstante, fue con muchas reticencias que la CNT desechó la idea de participar en la Tercera Internacional, y sólo después de intensas discusiones se acordó, en 1922, renunciar a su condición de miembro. Del mismo modo que sesenta años antes los anarquistas españoles cayeron gradualmente en la cuenta del contrasentido que suponía la afiliación a la Primera Internacional y la fidelidad a las enseñanzas de Bakunin, también ahora se encontraron con que ya no era posible basar la política futura en la optimista resolución aprobada entusiásticamente en un congreso nacional celebrado en 1919, en la que se afirmaba antes que otra cosa que «la CNT se considera una firme defensora de los principios de la Primera Internacional mantenidos por Bakunin, y manifiesta que se adhiere con carácter provisional a la Internacional Comunista en razón al carácter revolucionario que la inspira; en el ínterin, la CNT se dispone a organizar y convocar un congreso internacional obrero que acuerde y determine los principios en que debe basarse la verdadera Internacional Obrera».[388] La ruptura definitiva con la Tercera Internacional, en 1922, costó al movimiento anarcosindicalista algunos de sus más capaces militantes, como Andrés Nin y Joaquín Maurín, quienes, después de afiliarse por espacio de algún tiempo al partido comunista, pasaron a dirigir el disidente Partido Obrero Unificado Marxista (POUM), complicando todavía más el panorama de la escena política izquierdista de Cataluña antes de caer, en 1937, víctimas de la venganza comunista.

Los años 1917-23 constituyen un claro exponente de la fuerza de la CNT y de sus limitaciones. En 1919 la CNT podía mostrar un contingente que excedía los setecientos mil miembros, organizados en asociaciones industriales obreras conocidas por los «sindicatos del ramo». Estas asociaciones fueron capaces de mantener una serie de incesantes, violentas y efectivas huelgas, y la agitación en gran parte del país. Así, su influencia llegó a zonas que, como en el caso de Galicia, eran antes débiles reductos, muy inferiores en fuerza a sus rivales socialistas de la UGT. Y, sin embargo, como tantas veces había acontecido, toda esta febril actividad no logró culminar en la situación revolucionaria que constituía la etapa final y que era el objetivo al que apuntaban las teorías de los dirigentes sindicalistas; incluso antes de que se efectuara en 1923 la instauración de la dictadura de Primo de Rivera, la CNT había perdido su iniciativa. El movimiento se fue debilitando a consecuencia de las divisiones internas que lo aquejaban en cuanto a los fines y medios. Todas las tentativas que realizaron la CNT y la UGT para colaborar, no se prolongaron más allá de un breve espacio de tiempo, y sus diferencias fueron adquiriendo con el tiempo mayor acritud y recelo. Cuando Primo de Rivera estableció su dictadura en 1923, el llamamiento a la huelga general de la CNT no fue secundado por la UGT, y al cabo de ocho meses la CNT se vio obligada una vez más a refugiarse en la clandestinidad. La mayor parte de los periódicos y revistas anarquistas fueron suprimidos; los centros y sedes del movimiento fueron clausurados y más de doscientos militantes destacados fueron encarcelados. Durante los años que duró la dictadura de Primo de Rivera, y como tantas otras veces en el pasado, los anarquistas españoles se vieron obligados a reconsiderar sus tácticas y objetivos. Se logró mantener en actividad a cierto número de células federadas, pero fueron los militantes anarquistas los que tomaron la iniciativa de fundar una nueva organización que fuera capaz de insuflar nuevas energías al movimiento y encauzarlo por sus auténticos cauces revolucionarios, todo ello en un momento en que la acción sindicalista abierta era imposible. El nuevo grupo recibió el nombre de Federación Anarquista Ibérica (FAI) y se creó con motivo de unas reuniones secretas celebradas en Valencia durante el mes de julio de 1927. Al cabo de unos pocos años la FAI se había convertido en la fuerza impulsora oculta tras el movimiento anarquista. Al principio se vio obligada a actuar en secreto y a desarrollarse en la clandestinidad, como si fuera el calco de una secta bakuninista; la FAI también estaba integrada por jóvenes y fanáticos revolucionarios dispuestos a situar la causa anarquista en el terreno de una oposición irreconciliable con el orden existente y a poner fin a los devaneos con que trataban de atraer a los políticos republicanos y diversos líderes de la CNT. En realidad, la FAI se fundaba explícitamente en el modelo de la Alianza de la Democracia Social de Bakunin, previendo que desempeñaría dentro del anarcosindicalismo español idéntico papel que el concebido para la Alianza en el seno de la Internacional; es decir, el de proporcionar un núcleo de revolucionarios entregados por completo a la causa y dispuestos a todo, cuya misión era la de inspirar y llevar las riendas del movimiento.

Durante el período de la dictadura de Primo de Rivera las posibilidades de una acción anarquista fueron muy limitadas. La CNT pudo mantener su prestigio en tanto que verdadera organización revolucionaria, especialmente debido a la actitud de la UGT y del Partido Socialista, inclinadas ambas organizaciones a pactar ciertos compromisos con el régimen de Primo de Rivera. El precio que la CNT tuvo que pagar para preservar la pureza de su posición revolucionaria fue verse reducida a la impotencia y sufrir la persecución. A pesar de esto, logró salir del período de la dictadura relativamente fuerte, hasta el punto de que en 1931 pudo aportar todavía un contingente de medio millón de miembros aproximadamente. Al caer la dictadura de Primo de Rivera en 1930 por decisión del rey, siguió en 1931 la abdicación del mismo monarca. Una vez más, como en los años posteriores a 1868, todo pareció posible y la revolución al alcance de la mano.

De aquí que, como ya era habitual, los anarquistas dieran comienzo a los ya familiares debates acerca de la cuál debía ser su actitud frente a la República y a los demás partidos de la clase obrera en el momento en que la Asamblea Constituyente se disponía a redactar la nueva Constitución. En el interior de la CNT prosiguieron los debates durante un tiempo; Ángel Pestaña encabezaba el grupo partidario de conseguir, mientras fuera un objetivo a corto plazo, una situación que la dejara a un paso de la revolución total, y Juan Peiró opuso su irreconciliable actitud contra todo lo que supusiera el menor principio de colaboración con los políticos del momento o con los partidos políticos militares. Al instaurarse la República en 1931, la CNT dejó de actuar en la clandestinidad y se reorganizó como un movimiento de dimensión nacional. Arrostrando las denuncias de «burocracia alemana» y «centralismo», las asociaciones obreras independientes de las distintas factorías fueron encuadradas en federaciones industriales obreras, y a pesar de las protestas de anarquistas como García Oliver, que reprochaban aquella estructuración diciendo que «las Federaciones de la Industria provienen de Alemania y producen la impresión de haber salido de un barril de cerveza», se llevó adelante el programa. La actitud de la CNT no podía menos que ser elástica, debido a las diferencias de opinión, en cuanto a la estrategia que debía seguirse, que oponían a Pestaña y a Peiró, y porque, lo mismo que otras veces, sus miembros tenían el propósito de permanecer al margen de la escena republicana y sentían un profundo recelo respecto a los fines del gobierno y los motivos que pudieran inspirar sus actos. Su actitud se refleja en estas palabras: «La Asamblea Constituyente es el producto de un acto revolucionario, un acto que, directa o indirectamente, tuvo nuestro apoyo», y «nada esperamos de la Asamblea Constituyente, concebida en la matriz de la sociedad capitalista y dispuesta a defender su hegemonía en el triple plano de lo político, lo jurídico y lo económico».[389]

La República, nacida en plena crisis económica mundial, no tardó en mostrarse impotente para salir al paso de una situación que empeoraba por momentos. También el creciente índice de desempleo suscitaba problemas en el seno de la CNT. Pestaña y Peiró, antes enzarzados en discusiones acerca de los contactos con estadistas y políticos y del apoyo que debía prestarse a la Asamblea Constituyente, se habían unido contra los anarquistas de la FAI, y en agosto de 1931 publicaron un manifiesto, apoyado en treinta firmas, en el que se ponían claramente en evidencia las diferencias que oponían al sindicalismo y al anarquismo. Después de embestir contra el gobierno por su incapacidad para resolver la situación económica, arremetieron con igual pasión contra la idea deque la revolución pudiera llevarse a cabo en un momento dado por la simple acción improvisada y precipitada de una minoría. «Frente a este concepto demasiado simplificado de la revolución —clásico y bastante peligroso—, que en el actual momento nos conduciría a un fascismo republicano…, nosotros oponemos el auténtico, el único que reviste carácter práctico y exhaustivo, capaz de conducirnos sin interrupciones al logro de nuestro objetivo final… Esto exige que la preparación no sólo sea la puesta a punto de los elementos agresivos de combate, sino la consideración de elementos morales, que son hoy los más fuertes, los más destructivos y los más difíciles de vencer… La revolución no confía exclusivamente en la audacia de unas minorías más o menos osadas, sino que pretende ser un movimiento que se incube en la entraña del pueblo en general, de la clase trabajadora hacia su definitiva liberación; los Sindicatos y la Confederación determinarán en el preciso momento el acto y la trayectoria de la revolución… Sí, somos revolucionarios, pero no cultivamos el mito de la revolución».[390]

Ni que decir tiene que era este mito de la revolución lo que la FAI cultivaba. Por entonces su fuerza en el interior de la CNT bastó para asegurarse la expulsión de Pestaña, de Peiró y de los demás firmantes del manifiesto. Todos los miembros de la FAI tenían que ser miembros de la CNT; al mismo tiempo supieron componérselas para salir elegidos en los comités, que eran los grupos encargados de decidir la política local y nacional de la CNT. Siguiendo la más pura tradición anarquista, la CNT no tenía ni personal empleado permanente ni el mínimo de servicios administrativos, lo cual facilitó el que los más entregados y fieles de sus componentes alcanzaran gran prestigio por el simple influjo de su personalidad, sin que su acción, por extremada que fuera, se viera obstaculizada por una jerarquía burocrática de funcionarios conservadores. Por otro lado, durante la difícil situación de los años de la posguerra y en el período de actividades ilegales clandestinas de los tiempos de Primo de Rivera, fueron los más brutales y destructivos de sus miembros los que se empeñaron en imponer directrices. La joven generación, fuera por convicción o por temperamento, pasó a la acción directa, y su actitud fue más irreconciliable que en ninguna etapa anterior. Buenaventura Durruti es un típico representante de esta generación de extremistas. Durruti era un ferroviario nacido en León en 1896; durante los disturbios de 1917 fue el organizador de distintos sabotajes en los ferrocarriles. Hasta 1931, permaneció casi siempre en Francia, a excepción de un breve regreso a España, cuando participó en una frustrada tentativa de asesinar al rey Alfonso XIII, y cuando, esta vez con éxito, asesinó al arzobispo de Zaragoza. Durruti no se detenía ante nada; había cometido robos y crímenes en pro de la causa anarquista, y la «expresión de inocencia» a la que alude Gerald Brenan[391] queda en cierto modo desvirtuada en los retratos suyos por un rictus de crueldad en los labios, y, ciertamente, por los hechos que llevó a cabo.

Durante los años que mediaron entre la proclamación de la República en 1931 y el estallido de la guerra civil en 1936, hubo varias tentativas anarquistas para establecer focos comunales de insurrección en distintos puntos del país, con la esperanza de que su acción desencadenaría la revolución general. La pauta a seguir dentro de esta línea no se diferenciaba mucho de la que se había seguido en otras naciones, y recuerda las tentativas de los anarquistas italianos de cincuenta años atrás. Primeramente, la CNT se adueñaba de la población; se decretaba acto seguido la abolición del dinero; se procedía a la quema de los archivos y se encarcelaba o se asesinaba a los miembros de la Guardia Civil. En enero de 1932 se produjeron intentonas de este género en dos puntos de Alto Llobregat, en la región catalana. Tras cinco días de enconada lucha contra las fuerzas del gobierno, Durruti y Ascaso fueron detenidos y condenados a reclusión en un penal africano. Consideramos que merece la pena citar la carta que Ascaso escribió al abandonar España, porque es un exponente claro de la elocuencia y el sentimentalismo que parecía connatural en los anarquistas, incluso en los más rudos de sus militantes: «Nos vamos fuera… Irse, según el poeta, es morir, la partida ha sido siempre un anhelo de vida. Siempre al borde del camino, en un continuo peregrinar, como los judíos privados de una patria; al margen de una sociedad en la que no encontramos lugar donde vivir; pertenecientes a una clase explotada y sin sitio en la tierra; viajar es, para nosotros, una prueba de vitalidad».[392]

En el transcurso de estos años, en que los anarquistas estaban ensayando, por así decirlo, el papel que interpretarían en los días culminantes del verano de 1936, cuando la revolución parecía estar al alcance de la mano, se produjeron cierto número de significativos episodios. En el verano de 1932 hubo en Sevilla un conato de huelga general como protesta contra la tentativa del general Sanjurjo de adueñarse del poder mediante un golpe militar. «La única respuesta —escribieron los anarquistas— a tan inaudita provocación debe ser una huelga general revolucionaria que dé inmediatamente principio a una guerra civil en las ciudades y en el campo. Que cada casa se convierta en un fortín, que cada muro sea una fortaleza heroicamente levantada contra el militarismo agresivo y en defensa de las libertades civiles».[393] En esa ocasión, la acción de la CNT resultó suficientemente efectiva y el levantamiento de Sanjurjo quedó desarticulado por obra de la indicada huelga, en conjunción con las medidas tomadas por el gobierno. Pero otras tentativas anarquistas en pro de la revolución tuvieron menos éxito. Así, por ejemplo, en enero de 1933 se produjeron en Barcelona una serie de algaradas a la vez que en el Sur se desataban varias insurrecciones, surgidas de modo espontáneo. Por otro lado, en la región levantina fueron proclamadas cierto número de comunas revolucionarias y en Andalucía hubo insurrecciones campesinas que tuvieron gran repercusión. La más conocida y la que se reprimió con mayor brutalidad fue la de Casas Viejas.

Casas Viejas era un pequeño y mísero pueblo de las proximidades de Jerez, con todas las características para que el anarquismo fuera la única esperanza de sus habitantes. Era, en efecto, desesperadamente pobre, y afectado, además, por el paludismo; estaba en el centro mismo de las propiedades de uno de los más importantes terratenientes españoles: el duque de Medina Sidonia. Como ha señalado E. J. Hobsbaum, enero era para los braceros el peor mes del año,[394] cuando escaseaban los alimentos y el trabajo. Sus vecinos estaban ya familiarizados con las ideas y los argumentos anarquistas, y, al parecer, existía incluso una especie de dinastía: los jóvenes revolucionarios se casaban con las hijas de los viejos dirigentes anarquistas. Al extenderse los rumores de insurrecciones en todo el país y de que se procedería a una distribución de la tierra entre los campesinos (en realidad existían proyectos de una reforma agraria que afectaba a unas tierras vecinas), el más antiguo de los anarquistas del lugar, Curro Cruz, conocido por el apodo Seisdedos, creyó que el tan ansiado momento había llegado y que se debía pasar a la acción. Se comunicó al alcalde que el pueblo acababa de convertirse en una comuna anarquista, al mismo tiempo que los cuatro guardias civiles de la localidad eran desarmados y encerrados. La bandera roja y negra de los anarquistas españoles fue desplegada y se llevaron a cabo los preparativos para la defensa del pueblo y la distribución de tierras. Todo había transcurrido sin violencias. La lucha sólo empezó cuando llegaron al lugar las tropas gubernamentales, no tardando en adherirse la desventaja de los revolucionarios de Casas Viejas. Según, el Seisdedos hizo cuanto pudo para evitar que la población pagara las consecuencias, fortificándose con su familia y sus amigos en su propia casa, situada en la parte alta del pueblo. Después de una feroz resistencia que se prolongó por espacio de doce horas y que terminó con el incendio de su vivienda, murieron unos veinticinco anarquistas. Este episodio es un ejemplo clásico del valor, el optimismo y la desesperación que impulsaba estas revueltas anarquistas, y al mismo tiempo demuestra que la brutal réplica del gobierno —al parecer se recibieron instrucciones de que no se hicieran prisioneros— obedecía a lo inseguras que se sentían las instituciones republicanas y la razón que asistía a los anarquistas cuando aseguraban que nada había de cambiar con el régimen republicano.

Como resultado, la FAI aumentó su influencia, imponiéndose a los dirigentes de la CNT, quienes habían esperado conseguir ventajas y beneficios inmediatos con el advenimiento del nuevo régimen. Las diferencias entre la mayoría de la CNT y Peiró sólo desaparecieron en vísperas de la guerra civil, al mismo tiempo que Pestaña se separaba del movimiento anarquista y creaba un partido político propio. La línea de acción de la CNT durante los tres años que siguieron fue boicotear a la República y abstenerse de votar en las elecciones: «Frente a las urnas, La Revolución Social» era el lema en boga. En esta atmósfera de general impaciencia y malestar, y ante la impotencia o la hostilidad del gobierno, se produjeron varios conatos de acción secundados alguna vez por distintos grupos de izquierda. En el mes de febrero de 1934, a pesar de las dudas que asaltaban a muchos de los miembros más doctrinarios de la FAI, la CNT y la socialista UGT se pusieron de acuerdo para ejercer una acción conjunta a nivel local. La hostilidad que los anarquistas sentían contra los socialistas era todavía mayor por haber participado en los últimos gobiernos republicanos. No obstante, cuando en noviembre de 1933 la izquierda sufrió una aplastante derrota en las elecciones y un gobierno derechista empezó a invalidar aquellas leyes —absurdo siempre, por inadecuadas que pudieran parecer— con que los republicanos trataron de limitar el poder de la Iglesia y de los terratenientes en favor de los trabajadores, lo mismo los anarquistas que los socialistas empezaron a pensar en términos revolucionarios. La más importante insurrección obrera ocurrida en el llamado «bienio negro» (los dos tenebrosos años de represiones que precedieron a los meses de esperanza que suscitó la subida al poder en 1936 del Frente Popular) fue la de los mineros asturianos en octubre de 1934, y debida a la acción de los socialistas, aunque los elementos de la CNT local colaboraron en ella, favoreciendo así a la causa de los «treintistas», lo que no hubiera sido posible en Cataluña, donde la plana mayor de la CNT era más extremista.

Al igual que ocurrió con otros muchos estallidos revolucionarios, el levantamiento de los mineros asturianos no cuajó en nada positivo debido a que el gobierno logró aislarlo. A principios de octubre se había producido en Cataluña una insurrección separatista, a la que la CNT se opuso, mientras que en Madrid era aplastado un intento socialista de revolución. Así, pues, en Asturias, un puñado de comunistas, la UGT y la CNT se encontraron expuestos a la furia desatada de las tropas del gobierno, las cuales, formadas por contingentes marroquíes y de la Legión Extranjera, causaron, entre muertos y heridos, diez mil bajas sobre un total de setenta mil obreros. No cabe duda de que lo ocurrido en Asturias sirvió para que aumentara la tensión y las revelaciones de atrocidades cometidas por ambos bandos contribuyeron a fortalecer la cada vez mayor belicosidad de las distintas facciones. A la represión de la revuelta siguió un período de persecución contra la izquierda. En el curso del año 1935, y al mismo tiempo que en Francia, las fuerzas de choque de la clase obrera empezaron a exigir a sus líderes que olvidaran todas las diferencias personales y de opinión para unirse en un Frente Popular capaz de defender las libertades fundamentales del mundo del trabajo. A consecuencia de esta presión, los comunistas (partido que por entonces tenía en España una importancia menor), los socialistas y algunas facciones republicanas acordaron batallar de consuno en las elecciones que se celebrarían en febrero de 1936. El resultado de esta agrupación de fuerzas consiguió un éxito considerable. Como en anteriores ocasiones, la CNT y los anarquistas habían requerido a sus miembros para que se abstuvieran de votar, pero a menudo estas exhortaciones no eran obedecidas, y no cabe duda de que buen número de cenetistas engrosaron las filas de los partidarios del Frente Popular, especialmente en el Sur, donde los resultados de las elecciones eran más difíciles de prever.

Los anarquistas contribuyeron no poco a crear el clima de una inminente guerra civil.[395] Su incesante agitación y propaganda en favor de la revolución total, los esporádicos estallidos de violencia y las revueltas desatadas con la idea de erigir comunas anarquistas, así como su consistente y rotunda negativa al menor compromiso, aumentaron las esperanzas en una revolución no lejana entre los elementos de la clase obrera, a la vez que aumentaba el temor del ejército y las derechas. Durante la primavera de 1936 los dos bandos se aprestaban para un choque de fuerzas. En el momento de convocarse en Zaragoza —uno de los más importantes centros anarquistas— la asamblea de la CNT, constituida en congreso nacional, en representación de medio millón de obreros, la atmósfera y los ánimos eran de exaltación revolucionaria. Pero lo más notable del movimiento anarquista fue que, además de discutir medidas prácticas con relación a la política sindicalista y votar en favor de una alianza con la UGT, así como readmitir a Peiró y a algunos otros sindicalistas expulsados pocos años antes, dedicó mucho tiempo a especular sobre el panorama que seguiría a la revolución, reiterando, en el curso de estas discusiones, esperanzas que recordaban las de cualquier asamblea anarquista de los últimos cincuenta años. «Finalizada la etapa violenta de la revolución, se ha de pasar a la abolición de la propiedad privada, del Estado, de los principios de autoridad, y, en consecuencia, de las clases que dividen a los hombres en explotadores y explotados, en opresores y oprimidos». Seguidamente prosiguieron las discusiones en torno a cuál sería el mejor modo de regir las comunas, basadas en la libre afiliación de los obreros en el seno de sus asociaciones sindicales, produciendo e intercambiando lo necesario para la subsistencia, unidas en «federaciones regionales y nacionales para el logro de sus objetivos» y agrupados en una Federación Ibérica de Comunas Anarquistas. En estas comunas las decisiones serían tomadas por los comités elegidos, a cuyo cargo correrían la agricultura, la higiene, la cultura, la disciplina, la producción y la estadística. «Todas estas funciones no tendrán ningún carácter ejecutivo o burocrático. Aparte de aquellos que desempeñen funciones técnicas, los restantes cumplirán con su tarea de productores, reuniéndose al término de la jornada en sesiones cuyo objeto será el de discutir las cuestiones de detalle que no necesiten de la aprobación de las asambleas comunales». Todo lo que afecte a más de una comuna corresponde a la competencia de la federación regional, aunque poco se dice de este crucial problema, pasando la resolución de la Asamblea a terreno más firme al insistir en que «la revolución no actuará violentamente en cuanto a la institución familiar», a pesar de que «el comunismo anarquista proclama la práctica del amor libre». Las dificultades que emanaran de esta estructuración serían resultas dentro del mejor estilo godwiniano. «Para la cura de muchas enfermedades se recomienda el cambio de aires. Respecto a la enfermedad de amor, dolencia que puede ser ciega y obstinada, se recomienda un cambio de comuna».

Sin embargo, algunas de las medidas propuestas ofrecían una solución más práctica. Así se proyectó una campaña contra el analfabetismo, similar a las que después de la segunda guerra mundial se puso en práctica en Yugoslavia y en Cuba, indicando que las escuelas deberían basarse (como propuso Ferrer) en el principio de ayudar a cada hombre a formar su propia opinión sobre las cosas. Asimismo, no existiría ninguna distinción entre intelectuales y trabajadores manuales. No obstante, se respetarían ciertas distinciones. Por ejemplo, se declaraba explícitamente que las comunas «refractarias a la industrialización» o integradas por naturistas o nudistas, podían establecer separadamente sus respectivas comunidades.

Esta resolución[396] constituye un emotivo documento en el que se asienta la afirmación de que el hombre no es malo por naturaleza, y concluye con una modesta declaración de que «el punto de partida para la liberación integral de la humanidad no radica en el establecimiento de normas de conducta concretas para el proletariado revolucionario, sino en el planteamiento de las líneas generales del plan inicial que el mundo de los productores debe completar». No es fácil a veces comprender lo que hay de sencillez y de candor en las creencias de los anarquistas españoles, mayormente al observar el terror y el derramamiento de sangre que presidió los meses que siguieron; no obstante, consideramos que las acciones y el papel del movimiento anarquista en la guerra civil no pueden entenderse sin tener una idea clara de cual sea su punto de partida.

3

La insurrección encabezada por el general Franco, que estalló en julio de 1936, no sólo dio principio a la guerra civil. No cabe duda de que el fracaso de Franco tratando de asegurarse el dominio de toda España a base de una acción militar simultánea, se debió en gran parte a la resistencia que ofreció la clase obrera encuadrada en el marco de la CNT y la UGT. Recojamos las palabras de un destacado intelectual anarquista: «La insurrección de Franco apresuró la revolución por todos deseada, pero que nadie esperaba tan pronto».[397] Los sucesos más sensacionales se registraron en Barcelona, donde los anarquistas vieron llegado el momento de llevar a cabo su revolución y donde, por espacio de unos meses, pareció como si en efecto estuvieran entregados a esta tarea. Al atardecer del 20 de julio los grupos anarquistas y sindicalistas de la CNT tenían en sus manos el control de la ciudad, pues habían asaltado y tomado los cuarteles. Francisco Ascaso, murió en uno de estos violentos ataques. La revuelta popular fue sangrienta y sin cuartel. Se calculó que hubo quinientos muertos y tres mil heridos. El triunfo culminó en un período posterior auténticamente revolucionario. De la rica burguesía barcelonesa no parecía que quedaran trazas, pues habían desaparecido de la noche a la mañana. Las iglesias fueron incendiadas y se abrieron las puertas de las cárceles. Por un momento las organizaciones obreras olvidaron todas sus diferencias, e incluso los guardias civiles, que en Barcelona permanecieron fieles al gobierno, se mostraron dispuestos a confraternizar con sus antes enemigos de la izquierda. Dado que la mayor parte de los obreros barceloneses pertenecían a la CNT, la revolución pareció, lógicamente, un triunfo anarquista, a la vez que una oportunidad para poner en práctica sus tan largamente acariciados sueños. Según los dirigentes anarquistas, fueron los trabajadores quienes frustraron la revuelta de los militantes, y ellos serían ahora quienes se harían cargo de la ciudad y de toda la región catalana.

Las autoridades catalanas se apresuraron a reconocerlo así, y Companys, nacionalista catalán y jefe del gobierno regional, la Generalitat, recibió a los dirigentes de la CNT una vez vencida la insurrección. Los personajes más prominentes de la organización eran el temible y famoso Durruti y José García Oliver. Este último, de origen obrero y de mediana cultura, cuyo aprendizaje revolucionario transcurrió en medio del clima de violencia que presidió la clandestina actuación de los anarquistas en los años veinte, tenía una considerable astucia y capacidad de organización, aparte sus cualidades de valor e independencia. Más tarde, García Oliver escribiría: «Acudimos armados hasta los dientes con fusiles, metralletas y pistolas, en mangas de camisa, cubiertos de polvo y sucios por el humo… Companys nos recibió de pie, con visible emoción… He aquí lo que en sustancia vino a decirnos: «Ante todo, debo decirles que ni la CNT ni la FAI han recibido nunca el trato a que les daba derecho su importancia. Han sido siempre víctimas de una dura persecución, y yo mismo, por más que lo lamentara, obligado por las exigencias políticas y a pesar de que en un tiempo fui uno de los suyos,[398] me he visto en la necesidad de oponerme a ustedes y hacerles, a veces, perseguir. Son ahora los dueños de la ciudad y de Cataluña, pues las han conquistado y todo está en sus manos; si no necesitan de mí, o ni quieren que siga como presidente de Cataluña, no tienen más que decírmelo para que deje inmediatamente el puesto y me convierta en un soldado más en la lucha contra el fascismo. Si, por el contrario, creen que desde este puesto… yo y los hombres de mi partido podemos ser de utilidad en esta batalla, cuyo final aunque haya terminado con éxito en esta ciudad, todavía ignoramos respecto al resto de España, pueden contar conmigo y con mi lealtad». La CNT y la FAI decidieron, de común acuerdo y democráticamente, renunciar al totalitarismo revolucionario, el cual hubiera podido sofocar el espíritu de la revolución al imponer la dictadura de los sindicatos y el anarquismo».[399]

Es posible que García Oliver escribiera estas líneas tratando de justificar su conducta de aquellos meses, pero no deja de expresar con claridad el dilema que se les presentaba a los anarquistas en el verano de 1936. La teoría anarquista anterior consideraba que después del estallido revolucionario, el Estado se derrumbaría automáticamente y que los anarquistas eliminarían entonces a sus enemigos, ya por la persuasión, ya por la violencia, abriendo camino para la construcción de la sociedad anarquista. En realidad, en julio de 1936, aunque los anarquistas eran dueños de la situación en determinados lugares, de Barcelona principalmente, no podía decirse, ni mucho menos, que la revolución hubiera concluido con éxito en todas partes. Las organizaciones obreras rivales, la UGT y los socialistas, aun siendo minoría en Barcelona, constituían todavía una fuerza que se debía tener en cuenta, fuerza cuya meta de constituir una sociedad socialista basada en la nacionalización de la industria y su control por el Estado, era fundamentalmente opuesta al objetivo anarquista. Ni siquiera podía decirse que la misma burguesía estuviera aniquilada, aunque el terror se apoderara de ella después de la insurrección revolucionaria de Barcelona y a pesar de que algunos de sus miembros se quitaran el sombrero y la corbata para que se les creyera de la clase trabajadora. Tanto por lo que hacía referencia al gobierno de Cataluña como en lo concerniente al gobierno central de Madrid, los partidos políticos y no pocos órganos del gobierno todavía obedecían sus dictados.

Pero por encima de todo, y al igual que ocurrió con tentativas similares anteriores en la misma España, en Italia o en Rusia, la revolución anarquista seguiría siempre en peligro mientras no consiguiera un cariz de universalidad. Cuando empezó a verse que el alzamiento de Franco no había, de momento, ni triunfado ni fracasado, sino que había simplemente desatado una larga guerra civil, los problemas con que toparon los dirigentes anarquistas aparecieron como insolubles. Al principio, durante los primeros días que siguieron a los triunfos obtenidos por la izquierda en el mes de julio, pudo proclamarse, como hizo Durruti, que «haremos la guerra y la revolución al mismo tiempo». Sin embargo, no tardó en verse claramente que no sólo esto no era posible, sino que, además, como al parecer consideró García Oliver cuando su entrevista con Companys, hacer la guerra equivalía a excluir la revolución.

No obstante, si en el verano de 1936 la CNT no estaba en situación de desatar una revolución general, sí fue capaz de poner en práctica una serie de medidas que los anarquistas consideraban como parte esencial del nuevo orden social; su influencia en la zona que no se hallaba bajo el dominio de Franco fue tanta, que el apoyo de la CNT le era indispensable al gobierno para poder continuar la lucha. De aquí que, por espacio de varios meses, anarquistas y sindicalistas pudieran gobernar a su antojo las áreas y las organizaciones sometidas a su influencia. Ciertamente que en el caso de Barcelona todos los observadores quedaron atónitos ante la envergadura de su proyección revolucionaria. El clima no podía ser muy distinto cuando, en diciembre llegó George Orwell, para ofrecernos luego un vívido retrato del espíritu de la ciudad en su Homenaje a Cataluña. Los sindicatos se hicieron cargo del control de las fábricas, manteniendo en sus puestos a casi todos los antiguos gerentes, en calidad de consejeros técnicos; los servicios públicos eran atendidos por los propios trabajadores, mientras que los pequeños comerciantes, los peluqueros y los panaderos se organizaban en sindicatos; los burdeles fueron cerrados, poniendo en práctica el principio que poco tiempo antes un periódico anarquista había enunciado con estas palabras: «Quien compra un beso se pone al mismo nivel de la mujer que lo vende. Entonces, un anarquista no debe comprar besos. Tiene que merecerlos».[400] La idea que se hallaba en la base del actual estado de cosas era la de que tenían que ser los comités obreros los que en adelante ordenarían las funciones que hasta entonces dirigieron los empresarios capitalistas o el Estado. También el mantenimiento del orden era algo que correspondía, no a una policía profesional, sino a las patrullas organizadas por los comités de los distintos sindicatos.

Fue en Barcelona y en otros sitios de Cataluña donde estas medidas se llevaron más lejos, debido a la fuerza del anarquismo en la región y al cumplimiento de la autonomía que se le había garantizado a Cataluña en 1932; las dificultades sobrevenidas en las comunicaciones a raíz del confusionismo que presidió las primeras semanas de la guerra contribuyeron, además, a que Cataluña se convirtiera virtualmente en un Estado independiente. Se trató de establecer en el agro catalán una serie de granjas colectivas, pero no es de extrañar que en unas comarcas de pequeños propietarios o arrendatarios de las tierras[401] esas tentativas no tuvieron gran éxito. Los dirigentes anarquistas tuvieron que advertir con insistencia a los más violentos de los militantes de los peligros de una colectivización obligada. «¿Existe alguien que crea posible despertar en la mente de nuestro campesinado interés o deseos de participar en la construcción del socialismo recurriendo a actos de violencia?» preguntaba Juan Peiró, siempre uno de los líderes más realistas de la CNT. «¿O puede, acaso, lograrse su identificación con el espíritu revolucionario de las ciudades y poblaciones si se les aterra de este modo?».[402] En efecto, algunos camaradas de Peiró, como el propio Durruti, así pareció que lo creían. Sin embargo, aun cuando no se dieran estas tentativas de colectivización, se procedió a la supresión de los intermediarios para establecer en su lugar comités que tomaron a su cargo la tarea de distribuir los productos agrícolas.

En Andalucía, foco tradicional del anarquismo del campo, los labradores vieron las posibilidades de la revolución con más entusiasmo que los campesinos catalanes. Por desgracia, las comunas aldeanas tuvieron una breve existencia, ya que las tropas de Franco conquistaron Andalucía en los primeros meses de la guerra. No obstante, antes de que esto ocurriera, hubo muchos pueblos en los que, lo mismo que en pasadas insurrecciones, la Guardia Civil fue desarmada, aprisionada o asesinada, quemados los archivos municipales y proclamado el «reparto». Franz Borkenau, autor y cronista político austriaco de evidente talento, visitó en septiembre de 1936 el pueblo de Castro del Río, cerca de Córdoba, encontrándose con que las tierras las trabajaban los labradores bajo la dirección de comités anarquistas. Se había abolido el dinero, y los vecinos del pueblo, erigidos en comuna, recibían los productos necesarios para la subsistencia directamente de los almacenes comunales. Presidía un intransigente espíritu puritano, muy característico de ciertas formas de anarquismo. Escribe Borkenau en su diario: «Traté en vano de conseguir una bebida, así fuera un poco de café, de vino o limonada. El bar del pueblo se había cerrado por considerarse un comercio indigno. Eché un vistazo a las tiendas y todo escaseaba tanto, que no podía atreverse a anunciar una inminente situación de hambre. Pero a los vecinos del pueblo parecía que les enorgullecía aquel estado de cosas. Estaban contentos, dijeron, de que se hubiera terminado el beber café; la impresión era que consideraban la renuncia a las cosas accesorias como un progreso moral. Lo poco que necesitaban del mundo exterior, ropa principalmente, esperaban conseguirlo con un intercambio directo del excedente de la aceituna (para lo que, sin embargo, todavía no se había dado ningún paso). El aborrecimiento que profesaban a las clases privilegiadas era más de orden moral que económico. No deseaban llevar la cómoda existencia de aquellos a quienes habían expropiado; lo que querían era desembarazarse de sus ostentaciones, que se les antojaban otros tantos vicios».[403] Castro del Río era un pueblo no muy diferente de otras comunas anarquistas que luego fueron estableciéndose, aunque desde hacía bastante tiempo se le conociera por sus ideas anarquistas y como foco importante del movimiento. La mayoría de estas experiencias fueron de corta duración, pues Castro del Río fue arrollado después de dura resistencia, poco después de la visita de Borkenau. En otras partes, si las comunas lograban escapar de Franco, raramente se mantenían en la primitiva línea y pureza de intenciones. Como antes, su única esperanza de sobrevivir radicaba en un triunfo de la causa anarquista y de su revolución, lo que, como otras veces, la suerte les negaría.

Las dificultades empezaron cuando el capítulo de actividades controladas por los anarquistas tuvieron que soportar las consecuencias de la guerra. Podía ocurrir que el comunismo anarquista lograra funcionar temporalmente en una zona alejada si los habitantes de la población se mostraban dispuestos a cargar con la austeridad que exigía; pero resultaba mucho más difícil gobernar una fábrica de acuerdo con el ideario anarquista si para su normal funcionamiento necesitaba las primeras materias procedentes de fuentes no controladas por los anarquistas, y las cuales tenían que transportarse por ferrocarril u otros medios que estaban en manos de organizaciones rivales. Muchas de las fábricas que los anarquistas habían requisitazo parecía que funcionaran bien, al menos por algún tiempo. Así Borkenau se quedó vivamente impresionado al visitar en Barcelona una fábrica de autobuses, aunque, según observó, se atendía más a la reparación de vehículos usados que a la fabricación. Pero a medida que los suministros escasearon y la guerra proseguía su curso (sin olvidar la política de Francia e Inglaterra en relación con España, que impedía que el gobierno adquiriera materiales en el extranjero), fueron patentizándose los inconvenientes de una economía regida por comités independientes entre sí, por lo que se impuso la centralización, la cual aceptaron algunos dirigentes de la CNT.

Si en el campo económico las dificultades por poner en práctica los principios anarquistas en una sociedad que no había llegado al tope de su revolución, sino que se hallaba en una fase de cruenta lucha, eran claramente evidentes, todavía lo eran mucho más en el terreno militar. Desde el mismo principio de la guerra los miembros de las distintas asociaciones políticas y sindicales formaron grupos de militantes armados, independientes entre sí, ostentando su propia enseña y fundamentalmente su propio mando. La actitud anarquista no se prestaba a confusiones. «No podemos convertirnos en soldados uniformados; queremos ser los milicianos de la Libertad. En el frente, desde luego, pero de ningún modo en las barricadas como encuadrados en el Frente Popular».[404] Durante el entusiasmo de las primeras horas, la falta de disciplina y de organización que reinaba en las columnas anarquistas fue compensada por un intenso fervor revolucionario. Sin embargo, cuando la batalla en el frente de Aragón desembocó en un punto muerto, y con motivo de la sombría y extenuante guerra en las trincheras, salieron a la luz los inconvenientes de este género de autonomía militar (George Orwell evoca de manera insuperable la lucha en las trincheras, ya que él luchaba al lado de algunos anarquistas, encuadrado en las milicias del POUM, partido disidente del comunista). Pese a ello, determinados jefes militares anarquistas lograron considerable reputación. Así Durruti, quien formó la más famosa de las columnas anarquistas y partió de Barcelona con la intención, no consumada, de conquistar Zaragoza. Como había hecho Majno en Rusia, Durruti trató durante su avance de poner en práctica su principio de que la guerra y la revolución eran dos cosas inseparables (reforzando, de paso, su fama de amante de la violencia y del terrorismo). Si las tropas anarquistas destruían y mataban en los pueblos que ocupaban, eso las acercaba, según su criterio, a la revolución social. «No espero ayuda de ningún gobierno», le dijo Durruti a un corresponsal del Montreal Star. Y en cuanto a las ruinas que sembraba a su paso declaró: «Hemos vivido siempre en míseros barrios, y si destruimos, también somos capaces de construir. Fuimos nosotros quienes construimos, en España, en América y en todas partes, palacios y ciudades. Nosotros, los trabajadores, podemos construir ciudades mejores todavía; no nos asuntan las ruinas. Vamos a convertirnos en los herederos de la tierra. La burguesía puede hacer saltar por los aires y arruinar su mundo antes de abandonar el escenario de la historia. Pero nosotros llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones».[405]

Cuando en noviembre de 1936 la situación en Madrid llegó a una fase crítica, se logró convencer a Durruti para que su columna, compuesta de unos tres mil hombres, abandonara el frente de Aragón y acudiera en defensa de la capital. Sin embargo, Durruti recelaba de una colaboración con las fuerzas que defendían Madrid, donde la influencia anarquista no era, ni con mucho, tan intensa como en Barcelona, por lo que insistió en hacerse cargo de su sector del frente sin más dirección que la suya. Su vanidad, empero, no tardó en recibir un duro golpe, pues el mismo primer día en que ocupó la posición señalada, sus hombres rehusaron trabar combate ante el fuego artillero de las tropas del general Franco. Durruti, encolerizado, pidió que se le concediera una oportunidad para borrar este golpe de suerte adverso, pero el mérito de conservar Madrid correspondió a las Brigadas Internacionales, controladas por el comunismo. Durruti no tuvo su oportunidad, porque antes de poder demostrar por segunda vez sus capacidades como comandante, le alcanzó una bala que muchos sospecharon disparada, no desde las filas franquistas, sino por algún enemigo personal de Durruti, quizá un comunista, o un anarquista radical, poco satisfecho con la nueva política de la CNT y la FAI, de colaborar con el gobierno. La muerte de Durruti privó a los anarquistas de unos de sus más reputados y despiadados héroes legendarios; su funeral, celebrado en Barcelona, proporcionó el espectáculo de la última gran manifestación del contingente anarquista, integrado por doscientos mil adeptos, que desfilaron por las calles de la ciudad, lo que pudo hacer recordar una manifestación similar que presenció Moscú veinticuatro años antes, cuando el entierro de Kropotkin dio a los anarquistas rusos la última oportunidad de exhibir en público su fuerza, antes de que los comunistas arremetieran contra ellos. No había transcurrido todavía un mes desde la muerte de Durruti cuando ya el periódico soviético Pravda aseguraba que «respecto a Cataluña, ha empezado la limpieza de elementos trostquistas y anarquistas, y continuará con la misma firmeza con que se llevó a cabo en Rusia».[406]

En realidad, la jactancia resultó un poco prematura. Los anarquistas nunca fueron barridos del todo, y sus fuerzas continuaron desempeñando un papel de consideración hasta el término de la guerra.

Tras la desaparición de Durruti, otro jefe militar anarquista, Cipriano Mera, se puso al frente de las fuerzas libertarias en el curso de una carrera militar que le confirió prestigio, aun cuando llegó a aceptar un grado de disciplina y organización que probablemente hubiera sido excesivo para Durruti. Como este mismo dijo en diciembre de 1937: «La sangre vertida por mis hermanos en la lucha hizo que cambiaran mis puntos de vista. Entonces me di cuenta de que si no queríamos sufrir una derrota no nos quedaba más remedio que construir nuestro propio ejército…; un ejército disciplinado y capaz, organizado para la defensa de los trabajadores. En lo sucesivo no vacilé en remachar a todos los compañeros la necesidad de someterse a nuevos principios militares».[407]

Al exigir las necesidades de la guerra una mayor disciplina y centralización en el mando, el tono específicamente anarquista de las columnas formadas por la CNT y la FAI fue paulatinamente diluido. La llamada «Columna de Hierro», formada en Valencia con elementos que en su mayor parte procedían de la cárcel, después de su liberación con motivo de la revolución de julio, o sea delincuentes comunes mezclados con anarquistas idealistas, fue enviada al frente en Teruel, y en marzo de 1937 obligada a convertirse en una brigada organizada, pues sólo así podía obtener suministros. Fue, sobre todo, la serie de problemas suscitados en torno al capítulo de pertrechos y provisiones de guerra y la falta de material bélico indispensable lo que precipitó el declinar de los anarquistas. La idea revolucionaria de una milicia anarquista cuyas fuentes de aprovisionamiento radican en fábricas puestas bajo su control, perdía toda base en el mismo instante en que se producía una escasez de pertrechos vitales para proseguir la lucha, y fue precisamente el hecho de que durante la guerra civil el gobierno sólo pudiera obtener suministros de la Unión Soviética lo que contribuyó de manera definitiva a la influencia comunista y al eclipse y eliminación de sus adversarios. No cabe duda alguna de que la exigencia comunista de un control centralizado y de una mayor disciplina la justificó la necesidad de una mayor competencia militar. Por otro lado, a pesar de la situación por la que se atravesaba, los grupos armados rivales se dedicaban a robarse mutuamente el material bélico —como en marzo de 1937, cuando los comunistas robaron doce tanques de un depósito anarquista de Barcelona, falsificando una orden de entrega suscrita por el comisario anarquista—,[408] lo que no podía de ningún modo tolerarse.

La tragedia de los dirigentes anarquistas fue que a medida que aumentaron sus concesiones para lograr un esfuerzo bélico unificado, menos influencia ejercían sobre el curso de unos hechos que al principio habían esperado controlar. Con ocasión de la visita que en julio de 1936 García Oliver y Durruti hicieron a Companys, éste reconoció que la colaboración de la CNT en circunstancias que nadie esperaba que culminaran en una guerra de extensión nacional, había sido de capital trascendencia. Al principio de la guerra los líderes de la CNT estaban determinados a mantener su independencia y a permanecer fieles a sus principios, ya negándose a formar parte del gobierno, ya rehusando participar en acciones políticas. He aquí un comentario al respecto aparecido en un periódico anarquista de Madrid el mes de septiembre de 1936: «¿Por qué la CNT, una de las principales fuerzas que se disponen a conseguir la victoria del pueblo en el frente y en la retaguardia, no formo parte del gobierno? No cabe duda de que si la CNT se inspirara en ideas políticas, el número de sus puestos en el gobierno hubiera sido tan grande por lo menos como los de la UGT o los socialistas. Sin embargo, la CNT se reafirma una vez más en su inquebrantable adhesión a los postulados antiautoritarios y en sus convicciones de que la transformación anarquista de la sociedad sólo puede ser el resultado de la abolición del Estado y del control de la economía por la clase obrera».[409] Sin embargo, del mismo modo que en Francia, durante la primera guerra mundial, los dirigentes sindicalistas se vieron obligados a reconocer la existencia del Estado y a colaborar con el gobierno, así también los anarquistas españoles de la CNT y la FAI se encontraron semanas después con el espectáculo de tres de sus dirigentes más respetados ocupando carteras ministeriales en el gobierno de la tan vilipendiada República. A fines de septiembre los anarquistas tenían ya un representante en el gobierno de Cataluña, encargado de los asuntos económicos. A medida que la crisis, consecuencia de la guerra, iba en aumento, los partidos de izquierda intentaron temporalmente olvidar sus diferencias y unirse en la común esperanza de derrotar a Franco. Así, a finales de octubre, cuando aumentaba por momentos la amenaza que se cernía sobre Madrid, la CNT de Barcelona sacrificó parte de su pureza doctrinal para participar en un programa de acción común con la UGT. Esto suponía la aceptación de un mando militar unificado y de una disciplina adecuada. Al propio tiempo se vio obligada a reconocer la necesidad de la recluta forzosa (como le ocurrió a Majno durante la guerra civil rusa) como único medio de nutrir las filas del ejército. Asimismo, se interrumpieron las expropiaciones de comercios y de pequeños propietarios de tierras, lo que da una idea clara de cuán lejos estaban dispuestos a llegar los anarquistas respecto a la suspensión temporal de la revolución, y esto a pesar de que algunos de sus militantes —en especial los de las Juventudes Libertarias— se opusieron rotundamente a tales compromisos.

A fines de octubre de 1936 la situación de la República aparecía muy debilitada. Las tropas franquistas cerraban filas sobre la capital, la cual parecía próxima a sucumbir. Ante la situación de emergencia creada, los anarquistas decidieron al fin dejar de lado todo titubeo y apoyar sin ambages al gobierno central. Los anarquistas catalanes habían tranquilizado su conciencia considerando a la Generalitat como una junta de defensa regional, pero al unirse al gobierno central, incluso esta ficción dejó de tener sentido. El mismo periódico que seis semanas antes ponía de relieve la inquebrantable adhesión de la CNT a sus principios, escribía ahora: «Para poder ganar la guerra y salvar a los pueblos del mundo, la CNT está dispuesta a colaborar con un órgano directivo, ya se trate de una junta o de un gobierno».[410] Las razones que impulsaron a los anarquistas a integrarse en el gobierno eran realmente de orden práctico, y los cuatro dirigentes de la CNT que aceptaron carteras ministeriales dieron pruebas de valor y buen sentido al prestarse en tan crucial momento a contribuir a la unidad del bando republicano y a participar en la dirección de la guerra. Todos ellos gozaban de gran prestigio dentro del movimiento. Juan Peiró era de oficio vidriero y poseía una aquilatada experiencia en el campo de la organización sindicalista; como hemos dicho anteriormente, se opuso en un principio a cualquier iniciativa que mezclara al sindicalismo con la política, rechazando los deseos de Pestaña de colaborar con los políticos de izquierda. Sin embargo, las experiencias sufridas durante la dictadura de Primo de Rivera y las de los primeros días de la República le aconsejaron el abandono de su anterior intransigencia. Como firmante destacado del Manifiesto de los Treinta, se declaró favorable al incremento de la disciplina y la organización del movimiento, oponiéndose al espontáneo, desarticulado y revolucionario fervor de los auténticos anarquistas. Pese a que su ruptura con la CNT se había zanjado con una reconciliación poco antes de estallar la guerra civil. Peiró continuaba siendo el representante de la facción más moderada, y, como ministro de Industria, se opuso a la colectivización violenta, más cerca quizá de los líderes del movimiento sindicalista francés que de sus colegas anarquistas de la FAI. El Ministerio de Comercio e Industria había sido dividido en dos carteras con el objeto de procurar dos puestos ministeriales en lugar de uno. El colega de Peiró en la cartera del Ministerio de Comercio fue otro sindicalista de tendencia modera, Juan López Sánchez, líder de la importante sección valenciana de la CNT. Los otros dos miembros anarquistas del gobierno representaban el ala más activa del partido y eran al mismo tiempo miembros destacados de la FAI. Uno era García Oliver, de treinta y cinco años, quien después de la muerte de Durruti fue líder indiscutible de los militantes anarquistas de Cataluña y había capitaneado antes la insurrección armada del mes de enero de 1933. Desde su puesto de ministro de Justicia y después de haber llevado cabo una iniciativa absolutamente anarquista, como fue la de destruir los expedientes de toda población penal española, sorprendió a muchos de sus colaboradores por sus aciertos y la eficacia de sus medidas, tratando de introducir reformas en el sistema legal y judicial, tales como abolir las cuotas que imposibilitaban a los sin fortuna el recuerdo a instancias judiciales superiores, al mismo tiempo que procedía a la institución de tribunales populares especiales cuya misión era ocuparse de los delitos cometidos contra la República a consecuencia del estado de guerra, así como el establecimiento de colonias de trabajo en las que los condenados pudieran, en teoría al menos, llevar a cabo alguna tarea útil.

El otro ministro anarquista era el representante de la más pura tradición intelectual anarquista: Federica Montseny. Procedía de una familia de intelectuales anarquistas radicaba en Barcelona; su padre era un escritor propagandista notorio que firmaba sus escritos con el nombre de Federico Urales. Federica Montseny era una magnífica y apasionada oradora, cuya sinceridad, integridad y clarividencia intelectual la habían ganado el general respeto. En su calidad de encargada del ministerio de Salud Pública, poco era lo que podía hacer en tiempo de guerra; no obstante, promulgó un decreto legalizando el aborto. Al parecer, la razón de encontrarse en aquel puesto aparte el que fuera la primera mujer ministro en España no era otra que la de tranquilizar a los militantes anarquistas en cuanto a la participación de sus dirigentes en el gobierno, ya que Federica Montseny, de quien eran sobradamente conocidos sus principios anarquistas y su honestidad personal, bastaría para indicar con su presencia en el gobierno que cualquiera que fuera el camino que se siguiera siempre sería justo y conveniente.

Pero no cabe duda, de que esta decisión de los ministros de la CNT y de la FAI de participar en el gobierno (lo que contradecía los principios que hasta entonces habían defendido) tuvo que ser dolorosa, en especial para Federica Montseny, lo única entre ellos auténticamente intelectual. En junio de 1937, después de la caída del gobierno del que ella había formado parte, expuso en emocionadas palabras sus circunstancias personales. «Hija de una familia adherida al anarquismo desde muchos años, descendiente de una dinastía enemiga del autoritarismo, mi vida y mi actividad consagradas a la defensa de las ideas heredadas de mis padres, mi entrada en el gobierno tenía por fuerza que significar algo más que un simple nombramiento de ministro. Para nosotros, que siempre habíamos batallado contra el Estado; que siempre sostuvimos que el Estado no podía llenar ningún objetivo; que las palabras Gobierno y Autoridad significan la negación de toda posibilidad de libertad para el individuo y los pueblos, nuestra incorporación, en calidad de organización y como individuos, a un programa de gobierno, sólo podía significar un acto de osadía histórica de fundamental importancia o una corrección teórica a la vez que táctica de toda una estructura y de un largo capítulo de la historia… Acostumbrada a actividades de muy distinta índole, habituada al trabajo en los sindicatos, a la propaganda, a la acción constante y silenciosa de un movimiento creado y fortalecido en la oposición, con una enorme dosis de buena voluntad y de entusiasmo, de respeto y de generosidad que se echaban de menos en otros movimientos, la participación en el gobierno sólo podía ser un doloroso paso hacia una experiencia de la que sacaríamos las mejores enseñanzas. ¡Cuántas reservas, cuántas dudas, cuánta angustia interior tuve que vencer para aceptar esta tarea! Es posible que para otros esto llenara sus aspiraciones o supusiera la culminación de sus ambiciones. Para mí era, simplemente, una ruptura con toda mi actividad anterior, con toda mi vida, con un pasado que va unido a la vida de mis padres. Fue algo que me obligó a realizar un enorme esfuerzo y que me costó muchas lágrimas. Y yo acepté. Acepté venciéndome a mí misma… Fue de ese modo cómo entré a formar parte del gobierno y me trasladé a Madrid[411]».[412]

Tan dolorosa decisión fue el lógico resultado de la actitud adoptada por los anarquistas después de la insurrección de Barcelona el 19 y el 20 de julio, aceptando colaborar con el presidente Companys y el gobierno catalán. Se habían dado cuenta de que tratándose sólo de Barcelona difícilmente podrían encauzar la revolución hasta imponer la sociedad anarquista. Por otro lado, los dirigentes anarquistas eran demasiado sensibles al clima político para no comprender que en las condiciones creadas por la guerra civil, con una revolución sólo triunfante en determinados sectores, la progresión no podía durar mucho, por el momento no tenían más alternativa que la de colaborar con otras facciones políticas, en especial con los socialistas y la UGT, si no querían proseguir solos su carrera tras los objetivos anarquistas. Además tenían muy vivo el recuerdo de lo ocurrido en Rusia con los anarquistas durante su revolución, por lo que tenían el temor de que, en el caso de aislarse de los partidos políticos que controlaban el gobierno, su influencia se vería minada por la acción de sus rivales comunistas y socialistas. Se imponía, pues, un esfuerzo coordinado para salvar la crítica situación en Madrid y evitar la victoria de Franco, triunfo que hubiera supuesto para los anarquistas no sólo la pérdida de todo lo que habían ganado hasta entonces, sino también tener que sufrir unas represalias que habrían dividido o destruido para siempre la cohesión del movimiento. Los ministros anarquistas confiaban en que su presencia en el gobierno serviría para facilitar la cooperación con otros grupos revolucionarios y con los republicanos. Creían también, no sin razón, que con la imponente fuerza de la CNT volcada en su apoyo, podrían influir en la política y las instituciones de la República.

Pero lo mismo por uno que por el otro lado verían frustrarse sus esperanzas. Durante los seis meses que los anarquistas permanecieron en el gobierno, las relaciones con los comunistas y los socialistas llegaron a tal tirantez que bordeaba la lucha abierta entre ellos, mientras que la estructura de los comités, que a los ojos de los anarquistas era el modo natural de organizar la guerra, se había sustituido por medidas socialistas centralizadoras y un control municipal o gubernamental de la más pura ortodoxia. La razón más precisa para explicar este cambio debe buscarse en la cada vez más creciente influencia de los comunistas y en su determinación de aplastar cualquier movimiento que tratara de oponerse a sus planes. Este auge del Partido Comunista hay que atribuirlo al hecho de que la Unión Soviética era la única fuente de ayuda extranjera que la República poseía; por consiguiente, los comunistas, agentes a través de los cuales se canalizaba esta ayuda al gobierno, adquirieron una importancia a todas luces desproporcionada con el primitivo crédito popular de que gozaban en España. Al mismo tiempo los líderes socialistas abrigaban todavía la esperanza de que presentando al mundo exterior la imagen de un espíritu no revolucionario, podrían persuadir a Francia e Inglaterra para que abandonaran su política de no intervención y se decidieran a proporcionar los pertrechos y el equipo que tan necesarios le eran al gobierno. Así, como Largo Caballero, el líder socialista y entonces jefe del Gobierno, expuso a sus colegas anarquistas, nada debía hacerse que pudiera afectar las inversiones del capital francés e inglés en España. La presión que socialistas y comunistas ejercían para hacer realidad la unidad y la uniformidad del Frente Popular y el deseo de Largo Caballero y otros destacados miembros del gobierno de reducir el matiz revolucionario de su política, significaba que los anarquistas, que eran minoría en el gobierno, no tenían más alternativa que la de aceptar unos compromisos que atentaban contra sus principios, o dimitir y presionar a sus partidarios para que organizaran manifestaciones continuas contra el gobierno en un momento en el que ganar la guerra parecía lo más importante de todo. Decidieron optar por los compromisos, y así vieron cómo se diluían paulatinamente los éxitos y las conquistas de las primeras semanas de la guerra. Las columnas de milicianos quedaron encuadradas en brigadas regulares dotadas de disciplina, oficialidad fija y mando centralizado. El anarquismo extremo de las comunas libertarias dio paso a las requisitorias estatales. Cuando no fueron las tropas de Franco las que acabaron con los anarquistas de pueblos como el de Castro del Río, el primitivo anarquismo de la fase inicial no pudo mantenerse frente a la resistencia opuesta por los pequeños campesinos o los colonos, siempre dispuestos a incrementar sus haberes a expensas de los terratenientes, pero poco dispuestos a dar a la cooperativa el pedazo de tierra que poseían. A este respecto, los anarquistas de la FAI sustentaban criterios irreconciliables. Así lo diría uno de sus periódicos: «No podemos tolerar la existencia de pequeños propietarios porque la propiedad privada de la tierra origina siempre aquella mentalidad burguesa, calculadora y egoísta, que queremos desterrar para siempre».[413] Y cuando los anarquistas se vieron obligados a admitir su fracaso, sabían a qué obedecía: «Contra lo que más hemos luchado ha sido la atrasada mentalidad de la mayoría de pequeños propietarios, acostumbrado a su pedazo de tierra, a su asno, a su mísera cabaña, a su escasa cosecha… tener que echar por la borda una carga que ha estado llevando desde tiempo inmemorial y decir: “Tomen, camaradas; mis humildes bienes son de todos. Todos somos iguales. Ha empezado una nueva vida para nosotros”».[414] No sólo los pequeños campesinos no estaban dispuestos a este sacrificio, sino que también el gobierno, cuyos miembros republicanos o socialistas a menudo confiaban en estas clases para su continuación en el poder, evitaba forzarlos en este sentido.

A medida que el programa económico y militar de los anarquistas fue recortándose debido a las enormes exigencias de la guerra o a los defectos de la humana naturaleza, fue disminuyendo también su insistencia en la descentralización y administración por medio de comités. Todo lo que los sindicalistas moderados, como Peiró o López Sánchez, esperaban ahora una república federal en la que el elemento obrero ejerciera cierto control de la industria, pero a medida que la guerra siguió su progreso y la situación económica y militar fue empeorando, con el consiguiente influjo de los comunistas en el gobierno, incluso esta aspiración les fue negada. Las predicciones de ala más radical de la FAI, opuesta a una colaboración con el gobierno, y los presagios de anarquistas extranjeros como el veterano publicista francés Sebastián Faure, superviviente de la época heroica del sindicalismo francés, que había visitado España al comienzo de la guerra, parecían estar justificados. También otros simpatizantes extranjeros del anarquismo se mostraban intransigentes. Un contingente de tropas italianas que luchaba en la columna de Durruti fue a engrosar las filas del batallón italiano de la Brigada Internacional, pero los demás elementos se mostraban totalmente contrarios a secundar la acción de sus compañeros, negándose a toda cooperación con fuerzas militares regulares, llegando en una ocasión a dejar sus puestos en vísperas de una batalla, pero rehabilitándose más tarde de las acusaciones de cobardía mediante una acción independiente, llevaba a cabo a su manera.[415] También en el seno del movimiento anarquista español había grupos que compartían estos criterios y que estaban dispuestos a expresarlos violentamente si lo estimaban necesario. Cierto que el prestigio revolucionario de García Oliver y de Federica Montseny era suficiente para vencer una intensa oposición, pero también tenía sus límites. Durante los primeros meses de 1937 las relaciones en Cataluña entre los anarquistas y el PSUC (Partido Socialista Unificado de Cataluña), de cuño comunista, empeoraron sensiblemente, produciéndose una serie de disturbios en Barcelona en torno al control de los productos alimenticios, al suprimir los socialistas el racionamiento en la ciudad y los comités organizados por los anarquistas. Similares perturbaciones se registraron en otros puntos del país, como ocurrió en Valencia ante el precio en que se fijó la cosecha de la naranja revolviéndose los naranjeros contra el comité sindical encargado de la venta de los agrios. Durante el mes de febrero de 1937 las columnas anarquistas del frente de Aragón se encontraron escasas de armamento, y esto hizo que la FAI amenazara con requerir a sus miembros en el gobierno para que presentaran su dimisión si no se remediaba un estado que parecía tener el aspecto de una discriminación. Un mes más tarde dimitían los componentes anarquistas de la Generalidad de Cataluña al insistir los republicanos y los socialistas en la creación de una fuerza policíaca unificada y en la consiguiente disolución de las patrullas revolucionarias. Finalmente, los anarquistas, obedeciendo las órdenes de sus representantes en el gobierno central de que mantuvieran la solidaridad del Frente Popular, decidieron reintegrarse a sus cargos. Sin embargo, la situación en Barcelona, a lo largo del mes de abril de 1937, era cada vez más intensa, al mismo tiempo que los extremistas de la FAI arreciaban en las críticas contra sus dirigentes y contra sus rivales socialistas y comunistas. También otros partidos revolucionarios y disidentes, como el POUM, parecían aprestarse a una lucha abierta contra los comunistas, quienes se proponían suprimirlo. A fines de abril todo este cúmulo de hostilidad desembocó en una lucha abierta. Mientras el periódico anarquista Solidaridad Obrera lanzaba desde sus columnas una diatriba contra los comunistas, los asesinos a sueldo de ambos bandos iniciaron sus actividades. El 25 de abril encontraron asesinado al líder de las Juventudes Comunistas, y dos días después aparecían los cadáveres de tres anarquistas, entre los que estaba el alcalde de la población fronteriza de Puigcerdá, quien había pretendido poner bajo control anarquista la guardia que vigilaba la frontera. La prensa socialista replicó con una andanada dirigida contra los «incontrolados» de la FAI, que representaban una amenaza lo bastante fuerte para que los barceloneses recordaran los acontecimientos del pasado mes de julio y los sangrientos choques entre facciones rivales de veinte años atrás. Al acercarse el Primero de Mayo —circunstancia que normalmente se aprovechaba para reafirmar los lazos de solidaridad entre la clase obrera contra sus opresores— se decidió no llevar a efecto ninguna manifestación, pues se temía que pudiera degenerar en un choque violento entre los bandos antagónicos. En Valencia, los dirigentes anarquistas y socialistas predicaban la unidad de sus partidos, pero en Barcelona la situación era más explosiva a cada instante.

El 3 de mayo dio comienzo la lucha, aunque todavía no ha podido esclarecerse como o por qué razones estalló. Comunistas y socialistas culparon de su inicio a los disidentes de la izquierda; es decir, al POUM y a los anarquistas, y éstos la atribuyeron a la provocación comunista. Hay también la evidencia de que los agentes de Franco en Barcelona fomentaban las rencillas entre las diversas organizaciones obreras. Pero en cualquier caso los ánimos estaban lo suficientemente exaltados para llegar a la violencia, mediara o no provocación, hasta llegar a una verdadera batalla. Lo cierto es que fue en la Telefónica —principal centro de comunicaciones de la ciudad— donde se inició la lucha. El edificio lo controlaba un comité conjunto de miembros de la CNT y la UGT y un represente del gobierno. Los disturbios se produjeron al llegar a la Telefónica el jefe de policía, un socialista, para aclarar si eran fundadas las sospechas de que la CNT se dedicaba a interceptar las líneas telefónicas en provecho propio. En realidad, los primeros choques armados ocurrieron en los pisos de la Telefónica, pero no tardaron en aparecer bandos rivales en las calles. De un lado quedó el ya tradicional reducto anarquista de los barrios extremos, y de otro los sectores controlados por el gobierno y sus partidarios de la UGT. La CNT persuadió al gobierno catalán para que retirara la policía de la Telefónica, pero éste se negó a destituir al jefe de policía y a pedir que dimitiera el ministro de Interior a quien la CNT consideraba el instigador de la refriega.[416] Al día siguiente, procedentes de Valencia, llegaron a Barcelona García Oliver y Federica Montseny, los dos dirigentes anarquistas de más prestigio e influencia, quienes, sin reparar en el peligro, se lanzaron a la calle y, valiéndose de su ascendente personal, convencieron a sus seguidores de que abandonaran las armas. Aunque el día 5 de mayo se logró establecer una tregua, la lucha se reanudó al día siguiente, y durante cuarenta y ocho horas prosiguió la sangrienta batalla. Con la columna de Durruti estacionada en Lérida y pronta a caer sobre Barcelona, el conflicto amenazaba con extenderse. Tras la inicial reacción, el gobierno de Valencia decidió restaurar el orden, y a tal efecto envió a Barcelona una fuerza de cuatro mil hombres. Una vez más los anarquistas tuvieron ocasión de comprobar zona si continuaba existiendo un gobierno central para volver las cosas a su interior estado, viéndose obligados a batirse en retirada. El 8 de mayo los dirigentes de la CNT ordenaban el desmantelamiento de las barricadas y la vuelta a la normalidad, y las fuerzas de choque del movimiento no podían hacer otra cosa que obedecer la consigna.

Alrededor de cuatrocientos muertos y mil heridos fue el balance de aquellos días. Una de las víctimas que hallaron la muerte en la calle fue Camilo Berneri, destacado intelectual anarquista italiano. Pero para el movimiento anarquista español, las consecuencias fueron mucho más graves que la pérdida de algunos de sus familiares. A los disturbios ocurridos en Barcelona, sucedió la inmediata caída del gobierno de Largo Caballero y su sustitución por una Administración en la que participaba un número todavía mayor de comunistas. Los ministros anarquistas, a pesar de que a menudo habían criticado las medidas de Largo Caballero en términos severos, lo apoyaron en tan grave coyuntura, tanto más cuanto que una de las demandas de los comunistas y la facción socialista opuesta a Largo Caballero era la de disciplinar a los partidos de izquierda disidentes. Así, al producirse la caída de Largo Caballero los ministros anarquistas dimitieron. La malhadada aunque inevitable experiencia de la participación anarquista en el gobierno llegaba con este desenlace a su fin. A pesar de que el nuevo gobierno declaró fuera de la ley al POUM, deteniendo a varios de sus miembros más notorios, la CNT era, considerada en bloque, una organización todavía demasiado poderosa para ser disuelta, aunque no lo suficiente para impedir la eliminación del comité que había establecido para controlar el gobierno de la provincia de Aragón. Los términos empleados por el gobierno en el decreto que nombraba a un gobernador general en sustitución de la Junta de Aragón, demuestro lo mucho —incluso aceptando que hubiera motivos suficientes— que se agredían los principios anarquistas. «Las necesidades morales y materiales de la guerra exigen de manera imperiosa la centralización de la autoridad. En más de una ocasión, las divisiones y subdivisiones del poder y la autoridad han impedido llegar a una acción efectiva…».[417] La cosa no tenía vuelta de hoja, y, una vez más, enfrentados con una guerra en la que eran todavía parte, los anarquistas tuvieron que inclinarse.

Desde junio de 1937 hasta el término de la guerra, el papel de la CNT y de la FAI perdió mucha importancia, y, a pesar de que algunos elementos del anarquismo extremista renovaron su hostilidad contra el autoritarismo, lo cierto es que la mayor parte de los contingentes de la CNT y de la FAI se convirtieron en miembros de un partido político común, o en un movimiento sindicalista, en mayor medida de lo que nunca lo habían sido. La FAI particularmente, se encontraba en una situación extremadamente delicada. No tenía, en efecto, otra opción que la de volver a desempeñar su primitivo papel de grupo extremista encargado de proporcionar a la CNT un entramado de conjuras y conspiraciones capaz de mantenerla en la senda revolucionaria, o la de someterse como grupo a la CNT y adoptar, ante la especial contingencia de un estado de guerra civil, propósitos abiertamente políticos y propagandísticos. Al estallar la lucha, la FAI albergaba la esperanza de llenar su objetivo primario: «Es nuestro deber mantener una organización representante de aquellas ideas que, integradas en un magnífico cuerpo doctrinal, hasta el momento hemos preservado tan celosamente y enriquecido con la acción». Además, y puesto que por necesidades de la guerra los sindicatos se veían obligados a cooperar con los grupos políticos, era de todo punto indispensable que la FAI actuara como «un motor encargado de producir la ingente cantidad de energía necesaria para encaminar a los sindicatos en la dirección más conforme al anhelo de la Humanidad por la renovación y la emancipación».[418]

Era éste un ideal al que los anarquistas se vieron obligados a renunciar en 1938. El fracaso de la revolución anarquista, la impotencia de los ministros anarquistas y la amenaza de una dura represión a consecuencia de los sucesos de Barcelona, ponían claramente de relieve que los anarquistas estaban muy lejos de haber dado cima a sus sueños. Cada vez en mayor medida la CNT avanzaba por la senda de un claro sindicalismo que participaba en el curso de la guerra en conjunción con el gobierno y la UGT. Cuando un dirigente socialista dio la bienvenida a un acuerdo entre la CNT y la UGT con las palabras «Bakunin y Marx se dan un abrazo en este documento suscrito por la CNT»,[419] fueron los principios bakuninistas los que tuvieron que ser sacrificados. En la primavera de 1938, cuando la victoria de Franco parecía ya próxima, otro representante anarquista entró a formar parte del gobierno. El hacho podía considerarse ilustrativo de la merma de influencia sufrida por la CNT, viéndose reducida a la aceptación de un solo miembro anarquista en el gobierno, en lugar de los cuatro que tuvo anteriormente. Ni siquiera puede decirse que este representante, Segundo Blanco, influyera mucho en el curso de la guerra.

Una vez más, en octubre de 1938, una asamblea nacional formada por representantes de la CNT, de la FAI y de la Federación Ibérica de Juventudes Libertarias (también Emma Goldman estaba entre los asistentes), se reunía para debatir los principios fundamentales del anarquismo. Lo más notable era que ahora los anarquistas a ultranza eran los menos y que la mayoría se declaraba dispuesta a revisar sus creencias y a aceptar los hechos, decepcionantes por demás, impuestos por la vida del siglo XX. Como indicó un orador: «Debemos echar por la borda nuestra bagaje literario y filosófico para ser capaces el día de mañana de obtener la hegemonía. Debemos achacar a la negativa de nuestros camaradas en aceptar desde un principio el militarismo la triste situación que ocupamos en la actualidad»[420].[421] Pero en cualquier caso, a pesar de esbozarse nuevos proyectos relativos a la reestructuración del movimiento y de reafirmarse a los viejos principios de la descentralización y control de la situación por la masa obrera, los anarquistas, como todos aquellos que se encontraban en el bando republicano, no podían hacer nada para evitar la derrota. En marzo de 1939, en el último minuto, Cipriano Mera, uno de los pocos jefes militares anarquistas que había conservado su posición militar y su prestigio, realizó un desesperado esfuerzo para evitar la derrota y el aniquilamiento totales, usando de su influencia para apoyar la tentativa del coronel Casado de lograr una paz negociada, a pesar de la tajante y explícita intención del gobierno de luchar hasta el fin. Pero tampoco esto pudo realizarse, y los anarquistas tuvieron que soportar graves penas. Los hubo que murieron en un postrer gesto de desafío, mientras que otros buscaron la salvación en el exilio.[422] Otros no tuvieron siquiera esta alternativa, ya que, como ocurrió con Juan Peiró, fueron entregados por el gobierno de Pétain a Franco en 1940. Pero la mayor parte, si bien pudieron escapar a una muerte inmediata, fueron encarcelados.

Ciertamente, la tradición anarquista en España no ha muerto del todo, pero resulta sobremanera difícil precisar la importancia que podría revestir en un momento dado o la forma en que se manifestaría la acción de sus militantes. También es posible que los anarquistas ya nunca recobren el terreno perdido ante los comunistas en el curso de la guerra civil.