CAPÍTULO VIII


ANARQUISTAS Y SINDICALISTAS

Les historiens verront un jour, dans cette entrée des anarchistes dans les syndicats, l’un des plus grands évènements qui se soient produits de notre temps. Georges Sorel.

¿Son pobres y se sienten desamparados y hambrientos?

¿Carecen de muchísimas cosas?

¿Su vida está impregnada de miseria?

Si es así, sacúdanse de encima a los opresores.

¿Tienen los pantalones rotos y viejos?

¿Viven, acaso, en una choza?

¿Les gustaría ver cómo desaparecen sus males?

Si es así, sacúdanse de encima a los opresores.

¿Sienten su cuerpo descoyuntado?

¿Cargado como el de un borrico?

No sean bobos; ¿por qué no tirarles de las orejas,

y, como el rayo,

sacudirse de encima a los opresores?

Basta un buen porrazo

para terminar con las desdichas que les aquejan.

En pie, no sean necios

y sacúdanse de encima a los opresores. Del cancionero de la I. W. W.[312]

1

Ya antes de que el Partido Comunista ruso hubiera demostrado que la idea de una revolución triunfante era algo viable, y también antes de que las conquistas de Lenin hubieran significado un renovado apoyo a los marxistas y una mayor hostilidad hacia los anarquistas, muchos de éstos estaban convencidos de la futilidad del terrorismo individual y de la esterilidad de las discusiones académicas. No debía olvidarse que, a fin de cuentas, el anarquismo era un movimiento obrero; de la clase obrera habían surgido los más numerosos y fervientes adeptos a la causa. Su fuerza radicaba en el diario reconocimiento de la realidad de la lucha de clases, por lo menos en el ámbito de ciertas industrias y países. Las dudas sobre la eficacia de los actos aislados de terrosismo, de propaganda por la acción y de células dedicadas a conspirar, dudas que hombres como Kropotkin y Eliseo Reclus habían expresado con frecuencia, venían ahora a reforzarse con la acción represiva de la policía, siempre en aumento a medida que se iban produciendo atentados terroristas. Si se quería que el anarquismo fuera algo más que una protesta individual, había que buscar nuevos puntos de contacto con las masas y nuevos métodos de acción en el marco de una sociedad que iba paulatinamente industrializándose más. Lo expondría con claridad Kropotkin: «Si bien el desarrollo del espíritu revolucionario sale ganando con los actos de heroísmo individuales, no por ello deja de constituir una verdad que no es mediante actos heroicos de ese género cómo las revoluciones se llevan a cabo…; la revolución es, por encima de todo, un movimiento popular».[313] Para que el anarquismo pudiera convertirse en un movimiento revolucionario popular frente a la creciente influencia lograda por los partidarios políticos antagónicos, como, por ejemplo, el socialista, necesitaba mostrar su eficacia en tanto que organización capaz de lograr cambios sociales y económicos de matiz revolucionario. Como manifestó un periódico anarquista al ocurrir el asesinato del rey Umberto I de Italia en 1900: «No es a la cabeza política a la que tenemos que machacar, sino a la económica; es la Propiedad contra lo que hemos de dirigirnos».[314]

En cierto modo, tales ideas suponían un retorno al anarquismo clásico de Proudhon y Bakunin. No es que se hubieran desligado por completo del ideario anarquista, pero sí, al menos en la mente popular, habían quedado eclipsadas por los espectaculares actos de los terroristas y las medidas represivas subsiguientes, que demostraron claramente la seriedad con que la policía de toda Europa se tomaba al anarquismo. Proudhon había trazado un programa según el cual los trabajadores podían, sin moverse de sus talleres, hacerse cargo de los medios de producción sin recurrir a instituciones políticas de ningún género. Bakunin, aunque interesado principalmente en las posibilidades de la revolución en el seno de la expoliada clase campesina rusa o italiana, consideraba también el taller o la manufactura como el posible núcleo de una revuelta social. El único medio de emancipación, había escrito en 1869, es el de «la solidaridad en la lucha de los trabajadores contra los opresores»; es decir, la organización y federación de caisses de résistance.[315] Los anarquistas del Jura suizo, acostumbrados como estaban a una lucha cotidiana en defensa de sus intereses, respondieron en seguida a estas ideas y aceptaron el principio de la acción directa de los trabajadores en persecución de fines sociales y económicos propios. Como declaró James Guillaume: «En vez de recurrir al Estado, cuya fuerza radica en la que le prestan los trabajadores, éstos deben zanjar sus asuntos directamente con la burguesía, imponer sus propias condiciones y obligarla a aceptarlas».[316]

El medio del que había que valerse para librar esta batalla no era otro que la huelga. Ya en 1874 Adhémar Schwitzguébel, uno de los cabecillas del grupo anarquista del Jura suizo, propugnó la idea de una huelga general como medio, el más sencillo y seguro, para apoderarse del control de los medios de producción: «Empieza a discutirse seriamente la idea de una huelga general de los trabajadores que sirva para poner fin a sus infortunios… Debería, ciertamente, tratarse de una acción capaz de producir la liquidación del orden social existente y su reconstrucción de acuerdo con las aspiraciones socialistas de los trabajadores».[317] Pero los artesanos relojeros del Jura no eran ni lo bastante numerosos ni disponían del poder suficiente para crear una organización de amplio volumen y eficaz acción, aunque durante los difíciles días de la Comuna, fuera en su seno donde se mantuvieron con mayor fuerza y vigor las ideas de Bakunin.

Fue en Francia donde se desarrollaron las nuevas tácticas y modalidades de organización industrial obrera, proporcionando a los anarquistas posibilidades de acción hasta entonces inéditas, aunque también, y paralelamente, nuevos motivos de fricción y desacuerdo. Mientras que en Alemania y en Inglaterra los nuevos movimientos sindicalistas que empezaron a desarrollarse en 1880 pretendían sólo mejoras fragmentarias en los salarios y en las condiciones del trabajo de los obreros industriales, no tardando en establecer fuertes lazos de vinculación con los partidos políticos socialistas, entonces en período de crecimiento, en Francia, desde el año 1884, fecha en que se permitió por primera vez (tras la represión que siguió a la Comuna) la actividad sindicalista, las asociaciones obreras se entregaron sin dilatación a la práctica de una doctrina que se predicaba la acción directa en el campo industrial sin que tuviera que depender de los partidos políticos. Cierto que en 1880 Jules Guesde, el hombre que introdujo las ideas marxistas en la acción política francesa, trató de impulsar el establecimiento de sindicatos en estrecha colaboración con el Partido Socialista, del que era fundador; pero la alianza no duró mucho tiempo, y en el Congreso de Asociaciones Obreras celebrado en Burdeos en 1888, la mayoría de los asistentes se mostraron partidarios de la acción directa, plasmada en la huelga general y rechazando toda iniciativa de orden político. Finalmente, los seguidores de Guesde abandonaron la sala de sesiones en el curso de un congreso sindicalista que se celebró en Nantes en 1894. Durante cincuenta años los sindicatos franceses y el Partido Socialista actuarían con mucha independencia.

Entretanto, las asociaciones obreras francesas, de reciente formación, discurrían por los cauces de la enseñanza proudhoniana. Ello tuvo efecto mediante dos modalidades: la primera aglutinó en una asociación obrera (syndicats) a los trabajadores de manufacturas aisladas y, en determinados casos, a los obreros de ciertas industrias. La segunda, que abarca desde 1887 en adelante, consistió en la creación de Courses du travail, que se desarrollaron paralelamente a los sindicatos. Estos estaban organizados sobre una base local, en la que se integraban los obreros de todas las ramas laborales. El propósito primero de las Courses du travail era el de procurar trabajo a los obreros, pero no tardaron en rebasar el marco de estas actividades para convertirse en centros destinados a la educación y a la discusión de todos los problemas que afectaban a la vida de la clase obrera. El movimiento cobró rápido auge, y en el año 1892 las distintas Courses du travail que funcionaba en Francia se unieron en una federación nacional.

En 1895 Fernand Pelloutier, con veinticinco años entonces, pasaba a ocupar el cargo de secretario general de la Fédération des Courses du Travail, y a su gestión se debió la conversión del movimiento en una poderosa fuerza, a la que dotó de un peculiar ideario anarquista que no sólo influyó en el pensamiento y en la acción de la clase obrera francesa, sino que se erigió también en modelo para otros países, especialmente para España. Pelloutier procedía de una familia de funcionarios y profesionales, protestantes en un principio, pero convertidos a principios del siglo XIX al catolicismo. Pelloutier asistió en su adolescencia a un colegio católico, pero aunque era muy inteligente no logró matricularse. Como ocurrió con tantos representantes de su generación, se vio en dificultades con el profesorado a consecuencia de haber escrito una novela anticlerical. La familia de Pelloutier vivía en Bretaña, y el joven pasó muy pronto a colaborar como ayudante de un abogado de Saint-Nazaire que se llamaba Aristide Briand, entonces en los inicios de una larga carrera política y en aquellos días representante destacado de la extrema izquierda, engarzado en una constante pugna defendiendo a los anarquistas y sindicalistas que tropezaban con las autoridades. La actividad de Pelloutier en defensa de la candidatura de Briand acarreó en seguida dificultades a su padre, funcionario de Correos, al que trasladaron a Meaux y a fines del año 1893 a París. En la capital, Fernand prosiguió su carrera como portavoz y organizador del movimiento obrero, siendo nombrado dos años más tarde secretario general de la Fédération des Courses du Travail, de reciente fundación. En este cargo y durante siete años, haciendo caso omiso de su escasa salud (sufría una dolorosa afección tuberculosa con reflexión en el rostro, deformándoselo), se consagró a convertir las Courses en verdaderos centros para la formación de la clase obrera y en un núcleo que pudiera servir de modelo a la futura reorganización de la sociedad, basada en el control de toda la industria por la masa obrera.

A pesar de que los concurrentes a las Courses du travail nunca rebasaron un reducido porcentaje, las ideas que propagaron han perdurado siempre en el seno del movimiento obrero francés. En opinión de Pelloutier, la primera tarea de esos centros consistía en la formación del obrero y en su adecuada preparación para el papel que había que desempeñar en la nueva sociedad. Ante todo era necesario enseñarles las bases racionales sobre las cuales había que mantener la instintiva rebelión contra su situación actual: «Ce qui manque à l’ouvrier, c’est la science de son malheur».[318] De conformidad con estos postulados, las Courses du travail tenían que ser primordialmente «centros de estudio en los que el proletario pueda reflexionar sobre su situación, desenmarañar el hilo de la problemática económica, de modo que pueda llegar por sí mismo a la idea de la liberación que por derecho le corresponde».[319] Pelloutier y sus seguidores sostenían que cada sindicato o movimiento sindicalista debía ser auténticamente revolucionario e intentar una transformación total de la sociedad, sin que al propio tiempo cayera en los errores de la sociedad que trataban de reemplazar. «¿Ha de ser, se pregunta, la cárcel del colectivismo lo que presida el estado transitorio al que necesaria y fatalmente hemos de someternos? ¿O puede consistir en una organización libre cuyos únicos límites residan en la sociedad de la producción y el consumo, sin la presencia de institución política alguna?». La unión obrera era tanto un medio de revolución como un modelo para el futuro. En consecuencia, el movimiento sindicalista «declara la guerra a cuanto constituya, apoye y fortifique la presente organización social». El personal de la asociación sólo lo será eventualmente, y los miembros pueden darse de baja con toda libertad: «¿Qué es un sindicato?», preguntaba Pelloutier, y agregaba: «Una asociación a la que pueden adherirse o no, de manera libre; en la que no hay presidente y únicamente tiene un secretario y un tesorero, recusables en todo momento».[320]

Tal actitud no hacía sino llevar las ideas de Proudhon a su natural conclusión. Los anarquistas pronto se dieron cuenta de las posibilidades que el movimiento sindicalista ofrecía para la prédica y el arraigo de sus ideas. En 1892 la policía de París se apoderó de una circular redactada por los exiliados anarquistas en Londres, recomendando la utilización de los sindicatos como medio de acción. La estrategia era la misma que la prevista por Bakunin un cuarto de siglo antes (estrategia que veinticinco años después pondría en práctica la Federación Anarquista Ibérica). He aquí lo que rezaba esa circular: «Es de la mayor utilidad participar tanto en las huelgas como en otras agitaciones de la clase obrera, aunque negándose siempre a desempeñar el papel principal. Hemos de aprovechar todas las oportunidades para realizar propaganda anarquista y defender a los obreros de los socialistas de tendencias autoritarias, los opresores del mañana».[321] Parecía que las ideas de Pelloutier apuntaban hacia un objetivo nuevo y positivo para los anarquistas, y de aquí que muchos anarquistas se sumaran jubilosamente al movimiento sindicalista apenas nacido. Emile Pouget, por ejemplo, director de Le Pére Peinard, cuyas populares y agudas polémicas periodísticas le habían convertido en excelente propagandista del anarquismo entre la clase obrera, deseosa de algo menos etéreo que el anarquismo intelectual de Jean Grave o de Kropotkin, pasó a dirigir, en 1900, el más importante de los semanarios sindicalistas.

El primer fin de índole práctica que Pelloutier se propuso alcanzar tan pronto como se posesionó del cargo de secretario de la Federación, fue el de amalgamar las actividades revolucionarias y pedagógicas de las Courses du travail con la acción emprendida por las asociaciones obreras de las manufacturas y las industrias. La Fédération des Syndicats et des groupes coopératifs se remontaba al año 1886, pero en 1895 se escindió en dos facciones al plantearse la cuestión de si debía favorecerse la acción a través de un partido político. La mayoría adoptó el punto de vista que Pouget expresó pocos años antes: «La finalidad de los sindicatos es hacer la guerra a los poderosos y no empeñarse en política».[322] Después de la derrota de los seguidores de Jules Guesde, quienes deseaban mantener un estrecho contacto con el Partido Socialista, quedaba abierto el camino que permitiera a los sindicatos unirse a las Courses du travail. Sin embargo, fue un proceso lento. Los sindicatos formaban su propia confederación (la Confederación General del Trabajo, CGT), creada en 1895, pero su proyección era relativamente pobre e ineficaz. Así, el fracaso al intentar en 1898 una huelga general en los ferrocarriles puso perfectamente de relieve lo grande que era la distancia que mediaba entre la esperanza de una huelga de vasto alcance y eficacia y las reales capacidades de la clase obrera. Pelloutier deseaba de todo corazón que su relativamente fuerte y bien dirigida organización no quedara debilitada integrándose en otro cuerpo menos eficiente y activo. Puede decirse que la fusión de los sindicatos y las Courses du travail no fue posible mientras él vivió.

Pelloutier murió en 1901, cuando no tenía más que treinta y cuatro años. La tuberculosis que padecía había ido empeorando progresivamente, y él contribuyó a su agravación al añadir a su trabajo como secretario general de las Courses du travail el de director de una revista destinada a proporcionar a los obreros informes documentados sobre la situación económica del momento, revista de la que se encargaban Pelloutier y su hermano prácticamente sin ninguna ayuda lo que en ocasiones hizo que tuvieran que hacer ellos mismos la impresión y la tirada. La entrega a la causa de Pelloutier y sus cualidades inminentemente prácticas y de un inagotable entusiasmo moral lo convirtieron en una figura legendaria a los ojos de sus partidarios; fueron precisamente éstos los que en 1902 lograban la fusión de las Courses du travail con la CGT. Según los estatutos de la nueva asociación, la CGT se componía de los sindicatos por un lado y de las Courses por otro; cada sección era autónoma, pero cada sindicato tenía que estar adscrito a una Courses local o a una organización equivalente. De aquí, pues, que la CGT se basara en la federación de sindicatos o en asociaciones obreras, y, por lo tanto, en las diferentes ramas industriales, e igualmente en la federación de las Courses du travail, y lo que conducía a un sistema de descentralización regional y local. Parecía que el espíritu proudhoniano hubiera triunfado plenamente.

Sin embargo, a pesar de que el movimiento sindicalista había logrado una cohesión de la que en 1902 carecían todavía los partidos socialistas franceses, y a pesar de estar comprometido en una acción económica directa y en una oposición rotunda a todas las formas de actividad política, era, momentánea y numéricamente hablando, un cuerpo de limitadas proporciones. A comienzos del siglo XX los obreros industriales francesas no pasaban de un bajo porcentaje. Según los cálculos que se hicieron, se supone que en 1906 el treinta y nueve por ciento de los asalariados trabajaban en el comercio y la industria, pero de este porcentaje no más del once por ciento estaban afiliados a una asociación sindical, y sólo el cuatro por ciento de la CGT.[323] La afiliación variaba considerablemente según las ramas de la industria de que se trataba y sus condiciones económicas. Es evidente, pues, que cualquier acción en el área de la industria tenía que ceñirse a objetivos limitados, a menos que fuera posible lograr la paralización de una industria o un servicio clave, como, por ejemplo, los ferrocarriles. No es de extrañar que en tales condiciones surgieran numerosas discrepancias respecto a los resultados que los sindicatos podían alcanzar. ¿Tenían, acaso, que convertirse, como pretendían los anarquistas afiliados, en organizaciones militantes que prepararan el camino de la revolución y el acceso a un orden social nuevo? ¿O quizá debían darse por satisfechos con las ventajas prácticas que se pudieran conseguir en sectores concretos de la industria? Las discusiones que en aquellos años dividían a los partidos políticos socialistas respecto a cuál debía ser el objetivo primordial, si la reforma o la revolución, tuvieron su equivalente en el movimiento sindicalista. Los anarquistas, que veían en los sindicatos un medio de llevar a cabo la revolución, sabían muy bien lo que querían. Uno de ellos, Paul Delesalle, que durante varios años fue secretario adjunto de la CGT, escribía que su papel radicaba en «demostrar la futilidad de toda reforma parcial y en desarrollar el espíritu revolucionario entre los afiliados al sindicato».[324]

Si la idea de una acción revolucionaria directa ofrecía tanto atractivo, se debía precisamente a la inconsistencia del movimiento sindicalista. Si tan difícil era la consecución de ventajas a corto plazo y el llegar a un triunfo final, no parecía que hubiera razón alguna para que ese objetivo no ocupara el primer lugar entre los que perseguían los sindicatos. Del mismo modo que muchos socialdemócratas alemanes consideraban que la lógica del proceso histórico terminaría por darles la victoria, también numerosos sindicalistas franceses compartían la opinión de que de un modo u otro el orden capitalista se agrietaría al primer golpe. Los más cautos de los militantes sindicalistas condenaban esta herejía: «¡Ojalá bastara con sólo golpear a la sociedad tradicional para eliminarla! —escribía Emile Pouget el Primero de Mayo de 1904—, esto sería algo demasiado difícil. Si nos engañamos a nosotros mismos respecto a la intensidad del esfuerzo que se requiere, preparémonos a sufrir un cruel desengaño… La revolución social no se llevará a cabo sin un formidable esfuerzo».[325] No obstante, nadie discutía la posibilidad de una revolución inminente con tal de que existiera la voluntad de llevarla a cabo.

En 1906 la CGT aceptaba formalmente los criterios de militantes como Pouget, reconociéndose como una organización revolucionaria cuyos fines eran adueñarse del poder económico mediante la acción directa, culminando en la huelga general. He aquí cómo Paul Delesalle exponía el programa de acción de los sindicatos:

Paro decretado por determinados sindicatos, que podemos comparar con los maniobras de las guarniciones.

Paralización del trabajo por todas partes y en un momento dado, que podemos comparar con las grandes maniobras (grandes manouvres).

Un paro completo y general que sitúa al proletariado en actitud de abierta lucha contra la sociedad capitalista.

Paso de la huelga general a la revolución.[326]

El problema que se planteaba a la CGT era el de cómo hacer compatible un estado de guerra contra la sociedad capitalista con la consecución de inmediatas y limitadas ventajas en favor de los obreros. Un mes antes, el congreso celebrado en Amiens se vio influido por la inquietud y el malestar reinantes en las zonas industriales. La campaña en pro de la jornada de ocho horas estaba entonces en su apogeo, habiéndose declarado muchas huelgas, especialmente entre los mineros, que era el sector que formaba el cuadro sindical más numeroso de entre los integrantes en la CGT. A consecuencia de las manifestaciones del Primero de Mayo de 1906, la alarma del gobierno fue tal que ordenó la detención del secretario y del tesorero de la CGT. En medio de este clima se verificó el congreso que la CGT celebró a fines de aquel año, en el que se reafirmó el divorcio entre los sindicatos y los partidos socialistas, conviniendo en que a pesar de que los miembros de la CGT tenían plena libertad fuera del marco de los sindicatos para escoger el tipo de lucha que mejor conviniera a sus opiniones políticas o filosóficas, no podían coaccionar con sus postulados la vida de los sindicatos; por su parte, los sindicatos no habrían de «interesarse en grupos o partidos, los cuales son libres para trabajar separadamente y como estimen más favorable para la transformación social». Lo que unía a los miembros de los sindicatos era la conciencia de la necesidad de batallar para la abolición del sistema salarial, así como el «reconocimiento de la lucha de clases que, sobre la base de una economía nueva, coloca a los obreros en actitud de rebelión frente a los sistemas de explotación moral y material con que la clase capitalistas oprime a la clase obrera». Al propio tiempo, las algaradas de Amiens trataron de conciliar esta idea con la necesidad de una diaria acción en los siguientes términos: «Con relación a las exigencias de cada día, el sindicalismo persigue la coordinación de los esfuerzos del obrero y su mejora mediante la consecuencia de ventajas inmediatas, tales como la reducción de la jornada laboral, el aumento de los salarios, etc. Sin embargo, esto sólo constituye un aspecto de su trabajo; la emancipación total sólo puede conseguirse preparando el camino para llegar a la expropiación de la propiedad detentada por la clase capitalista. Para lograrlo, se impone el recurso a la huelga general y se requiere de cada sindicato, hoy grupos de resistencia, que en el futuro sea un grupo responsable de la producción y la distribución: la base, en suma, de la organización social».[327]

Claramente se advierte lo mucho que este programa debe a las ideas anarquistas, desde Proudhon a Kropotkin y a Pelloutier, pero, para algunos anarquistas, la aserción de que los sindicatos tenían que atender a una «doble tarea, la de la actividad cotidiana y la del futuro», iba demasiado lejos en cuanto a la aceptación implícita de la sociedad existente. Ciertamente, estas cuestiones fueron sometidas a debate público en un congreso internacional que en 1907 los anarquistas belgas y holandeses convocaron en Ámsterdam. Asistieron nutridas representaciones de los jóvenes sindicalistas revolucionarios franceses, además de destacadas personalidades del anarquismo internacional: Emma Goldman, los holandeses Cornelissen y Nieuwenhuis, Rudolf Rocker y Malatesta (éste, según un anarquista francés, «acaso el último representante del viejo anarquismo sedicioso»).[328] Como de costumbre, se encontraban allí los consabidos personajillos que tienden a complicarlo todo; uno de ellos se oponía al principio de la votación por entender que infringía la libertad de la minoría, mientras que otro individualista radical proclamaba como lema «moi, moi, moi…, et les autres ensuite». No obstante, se verificó una concienzuda discusión de la acción sindical, la cual, según los informes de diversos países, en todas partes promovía la desunión del movimiento anarquista. Según el sentir de los jóvenes sindicalistas franceses, como Amédée Dunois y Pierre Monatte, el movimiento sindicalista proporcionaba a los anarquistas la oportunidad de un nuevo contacto con la masa obrera. Así diría Dunois: «Participando más activamente en la cuestión obrera hemos rebasado la línea que separa la pura idea de la candente realidad. Cada vez nos interesan menos las abstracciones de antes y más la línea práctica de la acción»; y, seguidamente, repetiría las ideas de Pelloutier: «El sindicato obrero no es sólo un núcleo de lucha, sino también el germen vivo de la sociedad futura, y ésta será lo que hayamos hecho del sindicato».[329] Más explícita resulta todavía la vinculación entre el anarquismo y el nuevo sindicalismo, expresada por Pierre Monatte, de veintiséis años e hijo de un herrero de la Auvernia: «El sindicalismo ha hecho que el anarquismo volviera a tener conciencia de que su origen se halla en la clase obrera; por otra parte, los anarquistas han contribuido no poco a encaminar al movimiento obrero por la senda de la revolución y a difundir la idea de la acción directa».[330] También opinó que el sindicalismo era una fuerza moral y social a la vez. «El sindicalismo no pierde el tiempo prometiendo al obrero un paraíso en la tierra, sino que le llama para conquistarla y le asegura que nada de cuanto haga será completamente en vano. Es una escuela de voluntad, del carácter y del pensamiento fecundo. Hace posible la apertura del anarquismo, por largo tiempo replegado, dotándolo de nuevas perspectivas y experiencias».[331]

Pero no todos los anarquistas aceptaron fácilmente la idea de vincular el futuro del anarquismo con el de los sindicatos. Emma Goldman, por ejemplo, temía que este paso pudiera sumir al individuo en un movimiento exclusivamente de masas. «Sólo con una condición aceptaré una organización en el anarquismo, y es la de que debe basarse en un absoluto respeto hacia todas las iniciativas individuales, sin estorbar su libre juego y su evolución. El principio esencial del anarquismo es la autonomía individual».[332] También Malatesta, a pesar de que siempre había aceptado un cierto grado de organización y que, como Proudhon, opinaba que la autonomía de grupos sociales reducidos era antes que la independencia individual, lo que mayor trascendencia tenía, estaba, sin embargo, preocupado ante la idea de que el nuevo movimiento pudiera suscitar una división de la clase obrera, puesto que los intereses de los trabajadores no tenían por qué ser idénticos, con lo que se corría el riesgo de crear una burocracia igual a la que los anarquistas trataban de destruir. «El funcionario supone para la clase obrera y su causa un peligro sólo comparable al que reviste la actividad parlamentaria; ambos conducen a la corrupción, y de ésta a la muerte sólo media un paso». Por encima de todo, era necesario que el anarquismo no se limitara a una sola clase, aunque, desde luego, la clase obrera era la que más necesidad tenía de la revolución, puesto que era la más oprimida. «La revolución anarquista que soñamos, dijo, excede con mucho el ámbito de una sola clase; su meta es la liberación de la humanidad, completamente esclavizada desde tres puntos de vista: económica, política y moralmente».[333]

Malatesta atacó no sólo algunos de los principios básicos de los sindicalistas, sino que arremetió contra sus métodos tácticos. La revolución era la revolución, y no admitía que se le disfrazara con otros ropajes. La burguesía y el Estado no cederían terreno sin luchar, y, una vez iniciada la contienda, se entraba en el terreno de la insurrección, lo que no era lo mismo que la huelga general. «La huelga general, prosiguió, es pura utopía. O bien el obrero, muerto de hambre a los tres día de huelga, tendrá que volver a la fábrica con la cabeza gacha, y entonces nos apuntaremos otro fracaso, o bien ha de tratar de apoderarse de los frutos de la producción recurriendo a la fuerza. ¿Quiénes tratarán de detenerlo? Los soldados y la policía, y quizá los mismos burgueses; entonces la cuestión habrá de resolverse a tiros y con bombas de mano. Será la insurrección, y la victoria la conseguirá el más fuerte».[334]

La solución del compromiso con la cual terminó la discusión no resolvía el dilema, aunque en cuanto a la eficacia del movimiento anarquista tenía más razón Monatte que Malatesta. Las ideas del anarcosindicalismo y de la acción directa en el campo industrial darían al anarquismo una nueva opción. En Francia, hasta 1914 por lo menos, y mucho más todavía en España, el anarquismo, en estrecha colaboración con el sindicalismo, demostraría, por primera y última vez en la historia del movimiento, que era una eficaz y formidable fuerza en el terreno de la política práctica.

2

Durante los años del progreso sindicalista en Francia, un ingeniero civil retirado, de nombre Georges Sorel, se entregó al estudio de las contradicciones en que incurría y al desarrollo de ciertas teorías en torno al proletariado y a su papel en la sociedad moderna. Se consideraba a sí mismo como sucesor de Proudhon, y vemos, en efecto, cómo en el prefacio de su obra Elementos para una teoría del proletariado, publicada en 1918, al final de su vida, y dedicaba al libreto sindicalista Paul Delesalle, se contempla, no sin cierto acento patético, como «un anciano que, al igual que Proudhon, permanece, obstinadamente, como un desinteresado servidor del proletariado». Para sus enemigos del bando marxista, Sorel fue siempre «un reaccionario y un pequeño burgués proudhoniano». Fue, según se dice, inspirador de intelectuales a causa precisamente, como Proudhon, de la sistemática naturaleza de su pensamiento y de sus diferentes puntos de vista para expresarlo. El propio Sorel se mostraba dudoso en cuanto al ascendiente que pudiera haber ejercido. «No tengo mucha confianza en la influencia que pueda desarrollar un hombre aislado», le escribió a un amigo en 1922, poco antes de su muerte. «Opino que cuando un hombre propaga una idea es porque la idea flotaba ya en el aire… ¿Qué necesidad tiene Lenin, un hombre de primera clase, de leer mis trabajos para ver claro? Francamente, creo que ninguna… Como observarás, estoy lejos de compartir la elogiosa opinión de los que hablan de mi influencia sobre Lenin y Mussolini».[335]

Lo que caracteriza a Sorel es que a pesar de haber dedicado treinta años de su vida a hostigar a la sociedad burguesa, fue un típico representante de ella. Oriundo de una familia normanda de la clase media (Albert Sorel, el gran historiador, era primo suyo), ejerció la respetable actividad de ingeniero civil al servicio del gobierno. Abandonó su profesión cuando tenía poco más de cuarenta años y estaba en posesión de la Legión de Honor y de una pequeña renta que había heredado. Fue en 1889, a los cuarenta y cinco años, cuando apareció su primer libro. En cuanto al resto de su vida, transcurrió sosegadamente en un hotelito de Boulogne-sur-Seine, del que sólo salía una vez por semana para tomar el tranvía que le conducía a París, donde empleaba el día asistiendo a las conferencias de Bergson y platicando durante varias horas con sus amigos jóvenes. Muy pronto se convirtió en una figura familiar entre la juventud intelectual que pululaba por las redacciones de las revistas de vanguardia. En el círculo de sus amistades había gentes como Romaní Rolland y Charles Péguy, y entre los más jóvenes (algunos de los cuales se convertirían en sus críticos más implacables), Daniel Halevy y Julián Benda. Su vida transcurría entre intelectuales, a pesar de la instintiva hostilidad con que los consideraba. Entre los anarcosindicalistas, quienes mejor le conocían eran aquellos que, como Paul Delesalle, estaban interesados por simple disposición temperamental en la especulación teórica.

La admiración que Sorel evidenciaba hacia el proletariado, su acción directa y la violencia revolucionaria, que tan de cerca le sitúan de los militantes anarquistas y que hicieron que fuera considerado como el teórico del anarcosindicalismo, era sólo un aspecto del ataque en toda regla que lanzó contra la mayor parte de los valores sociales y políticos de la sociedad de fines del siglo XIX. Según su criterio, eran fundamentalmente los intelectuales y los racionalistas los que llevaban a la sociedad a la ruina, agobiándola con valores por completo falsos. Ya en la primera de sus obras, El Juicio de Sócrates, expone algo que luego manifestaría reiteradamente. Sostiene que los atenienses tenían razón de condenar a Sócrates; Sócrates se dedicó a corromper a la juventud y a socavar los valores, tácitamente aceptados, que daban su cohesión a la sociedad ateniense. No resulta tarea difícil comprender por qué la mayor parte de la enseñanza de Sorel resultaba más atractiva para la derecha que para la izquierda y por qué en los últimos años de su vida tuvo un contacto más estrecho con la Action Française que con sus antiguos amigos anarquistas. Como acontece en el caso de Proudhon, hallamos frecuentemente en su obra cierta nostalgia de un pasado ya desaparecido, donde lo que unía a los hombres entre sí eran lazos más profundos que los simples mecanismos diseñados por los teóricos constitucionalistas liberales, los positivistas y cuantos creen que todos los problemas admiten una solución y que, por lo tanto, se muestran optimistas, si caen en el pesimismo se debe tan sólo al naufragio de los sistemas que hasta el momento venían acariciando.

Toda la doctrina de Sorel se base en la presunción de que el intelectual engaña a la masa del pueblo, corrompiéndola con ideas falsas y con un sentimentalismo barato, convenciéndola de que «es posible llevar a cabo cosas irrealizables para así poderlas atar mejor por el hocico».[336] Los intelectuales imponen al mundo un modelo que no corresponde a la realidad. «Es imposible —y aquí Sorel evidencia la mucha atención que tuvo que prestar a las pláticas de Bergson— llegar a un punto de absoluta precisión y claridad de la exposición; a veces es necesario recelar del lenguaje demasiado riguroso porque está en contradicción con el fluido carácter de la realidad, por lo que este mismo lenguaje puede servir para engañarnos. Hay que avanzar a tientas y palpando las cosas (par lâtonnements)».[337] Los intelectuales han prostituido la verdadera ciencia; sólo les interesan los resultados, no la naturaleza del mundo. «Para la burguesía, la ciencia es una especie de fábrica que elabora soluciones para todos los problemas; ya no se considera la ciencia como una forma idónea para llegar al conocimiento de las cosas, sino como una simple receta para la consecución de ciertas ventajas».[338]

Según Sorel, el intelectual burgués ha roto la natural solidaridad de la sociedad y desintegrado el antiguo orden sin reemplazarlo por otro en el que los hombres sean algo más que átomos cuya conducta es predicha por el científico social. Si la sociedad ha de transformarse, tiene que ser una selección la que lo haga, un nuevo grupo selecto, puesto que la vieja clase aristocrática, la tradicional, ha perdido desde hace tiempo, el derecho de hacerse cargo de esta tarea. Sorel había leído a Marx, y éste ejerció gran influencia en su pensamiento, pese al ataque que lanzó contra los marxistas en su obra La Descomposición del marxismo. Comparte Sorel la creencia marxista de que será el proletariado el que lleve a cabo la próxima revolución; así, pues, tenía que ser forzosamente el proletariado el que, en opinión suya, integrara la nueva fuerza capaz de regenerar a la sociedad. Al mismo tiempo se dio cuenta de que Pelloutier pretendía convertir las Courses du travail en centros educativos para la formación del proletariado y de sus líderes, en el papel por el que justamente abogaba Sorel. A su modo de ver, las Courses tenían que ser «un problema de conciencia más que un instrumento de gobierno».[339] Los militantes del nuevo movimiento sindicalista proporcionarían al proletariado los dirigentes que supieran conducirse a una victoria cierta en la revolución que se aproximaba.

Sorel se hallaba, a fines de los años noventa, muy vinculado a la ideología anarquista, cuando cayó en la cuenta del potencial acumulado en los proyectos de Pelloutier. Gobierno y política le merecen a Sorel un olímpico desprecio: «Nuestras crisis políticas se reducen a la sustitución de unos intelectuales por otros; como resultado obligado, sucede entonces que el estado se ve mantenido y a veces reforzado al aumentar el número de los que han sido investidos legalmente con intereses».[340] Pero fue el fracaso del episodio Dreyfus, al no promover ningún cambio sustancial en la estructura de la sociedad francesa, lo que terminó por decepcionarle y hacerle repudiar la política y las personalidades que la encarnaban. Es en esta época cuando Sorel se vuelve hacia el ideario de Pelloutier y hacia el movimiento sindicalista, con la esperanza de que sabría regenerar a la sociedad allí donde los dirigentes políticos sólo habían cosechado fracasos. «El resultado del caso Dreyfus me fuerza a reconocer que la acción del socialismo o sindicalismo proletario sólo adquiere consistencia si el movimiento laboral se dirige, con plena conciencia y voluntad propia, contra los demagogos».[341]

Por el momento, los dirigentes del proletariado militante parecían augurar una auténtica revolución que terminara con la corrupción y el falso sentimentalismo de la época liberal y que extrajera su potencial de las fuerzas primitivas, profundamente arraigadas, que residen en el ser humano. Sólo la clase obrera tenía la integridad moral suficiente para llevar a efecto una tal revolución; los militantes del movimiento sindicalista formaban la clase selecta de la nueva época. La destrucción violenta del Estado mediante la acción del proletariado revolucionario sería no sólo una revolución política, sino también una resurrección moral. «La violencia por parte del proletariado no sólo puede reforzar la futura revolución, sino que parece ser el único medio de que disponen las naciones de Europa, entumecidas como están por un falso humanitarismo, para recuperar sus energías».[342] En otras páginas Sorel se refiere expresamente al socialismo revolucionario como encarnación de la reversión de valores nietzschiania: la Umwertung aller Werte.

El conjunto de todas estas ideas se hallan plasmadas en la más famosa de sus obras, Reflexiones sobre la violencia, aparecida en 1906. Es en ella donde se manifiesta mejor la apasionada y romántica naturaleza de su pensamiento. Sorel se muestra tan consciente como el propio Nietzsche acerca de la decadencia y las lacras de la sociedad moderna, y de su repugnancia a recurrir a la violencia, aunque sea para defenderse a sí misma. De otro lado, si el proletariado se encuentra preparado para emplear esta violencia, ganará fácilmente una cómoda batalla; esta violencia, además, es en cierta forma éticamente irreprochable. Sorel la compara con la fuerza utilizada por los partidarios del Estado o por la defensa de que éste es objeto por parte de aquellos socialistas que sólo desean apoderarse de la maquinaria estatal en vez de proceder a su completa destrucción. A pesar de los efectos purificadores de la violencia, a veces Sorel produce la impresión de que quizá no sea necesario recurrir forzosamente a la violencia física y que la simple fe del proletariado en su poder puede bastar para promover la revolución.

En la mayoría de sus obras, Sorel insiste en la importancia de la fe en lo que a la producción de cambios políticos y sociales se refiere. Las organizaciones que en la historia persisten, las causas que triunfan, son las que vienen inspiradas por una convicción irracional en el propio destino y en la misión asignada, y no aquellas que se basan en esquemas intelectuales y análisis racionales. El ejemplo más ilustrativo —que Sorel evoca repetidamente—, es el de la Iglesia Católica Romana. La Iglesia ha demostrado poseer desde siempre una capacidad de subsistencia realmente asombrosa. Como indica en uno de sus ensayos: «Creo que la Cristiandad nunca perecerá: la aptitud para el misticismo es algo muy real en el hombre y la experiencia demuestra que no se debilita con el paso del tiempo…, y que no sufre merma alguna con el progreso del conocimiento científico».[343] Consecuentemente, Sorel sólo intuye peligro para la Iglesia en el momento en que ésta empieza a comprometerse con el liberalismo al tratar de dar a su teología una apariencia de racionalismo.

Sorel era un convencido —y quizá sea ésta la más original de sus contribuciones en el marco del pensamiento político— del poder que en el campo de la política representa el Mito. Los mitos son susceptibles de análisis, no son alusiones quiméricas a un futuro estado de cosas, sino convicciones morales que actúan sobre el comportamiento presente. «No son descripciones de objetos o cosas —nos dice Sorel—, sino expresiones de la voluntad».[344] No importa que sean el símbolo de un estado de cosas que nunca será posible. «Los mitos deben sopesarse en tanto que medios de actuación en el momento presente; cualquier discusión en torno al método más idóneo para su aplicación al curso de la historia, carece de sentido. Lo único que importa es el mito tomado en su conjunto».[345] Para Sorel, pues, el éxito de la Iglesia Católica constituye un ejemplo de la eficacia del mito en acción; otro ejemplo es el de la fe inquebrantable en la posibilidad de un cambio que culminó en la Revolución Francesas y el de la fe casi religiosa de Mazzini en la unidad italiana.

El mito —la creencia mística en el triunfo final de la causa de uno, la voluntad de vencer— se mantiene vivo y se propaga por una selección de hombres. En aquellos períodos de la historia en que la Iglesia Católica corría verdadero peligro, fueron las órdenes monásticas las encargadas de ayudarlo. En el curso del movimiento obrero del siglo XX, esta misión incumbe a los militantes sindicalistas. El mito en el que tienen que creer no es otro que el de reconocer que el proletariado se halla en posesión de un arma que, infaliblemente, terminará por aniquilar el orden existente. Esta arma no es otra que la huelga general. Cuando apareció Reflexiones sobre la violencia, la idea de una huelga general había ya cuajado en muchas asociaciones obreras. Pese a que los líderes sindicalistas germanos repetían periódicamente que «la huelga general significa estupidez general», se había ya utilizado en Bélgica como arma política eficaz para obtener amplias reformas; por otro lado, el paro laboral con que en muchos países se celebró el Primero de Mayo, sirvió para evidenciar claramente la fuerza que en potencia alentaba en las clases trabajadoras. En 1906 la CGT francesa había aceptado la idea de la huelga general, incluyéndose entre los puntos de la Carta de Amien. En consecuencia, lo que Sorel ofrecía a las masas en la lucha de clases que se había desatado, no era una nueva estrategia, sino que intentaba encauzar lo que éstas habían ya adoptado en su personalísima, subjetiva y romántica concepción de la sociedad y la historia. Por temperamento se hallaba más cerca de aquellos anarquistas para los que el aniquilamiento violento y revolucionario de la sociedad tenía un valor en sí mismo, que de los minuciosos organizadores de los sindicatos, que se limitaban a referir lo que pudiera acontecer después de la revolución. En su conciencia de la fuerza que reside en lo irracional y en su mismo puritanismo, se asemeja muchísimo a Proudhon: «El mundo será más justo en la medida en que sea más casto».[346]

Si bien la índole apasionada del aborrecimiento que Sorel sentía por el mundo liberal y su creencia en los efectos purificadores de la violencia lo aproximan a cierto tipo de actitud anarquista (y aunque su reconocimiento de lo que los sindicatos podían lograr, en como las posibilidades que entrañaba una huelga general, encajan en una teoría general de la sociedad que ya los líderes sindicalistas habían tratado de poner en práctica), las obras más recientes lo vinculan, y con razón, a los teóricos revolucionarios y reaccionarios de la derecha.[347] El sindicalismo de Sorel es sólo un mero aspecto de una sistemática, dilatada y voluminosa crítica de la sociedad y de los intelectuales, los racionalistas y los políticos burgueses; de otro lado, su contacto con los líderes sindicalistas se redujo a unos pocos años de su vida. De hecho, su aversión por el intelectual y su obsesión por una violencia dinámica le aproximan más a Mussolini (quien revisó las Reflexiones sobre la violencia al aparecer la obra por vez primera en Italia) que a Kropotkin o Pelloutier. No obstante, Sorel sigue siendo un personaje un tanto paradójico, difícil de encajar; un anti-intelectual que pasó la mayor parte del tiempo rodeado de intelectuales, leyendo, escribiendo y teorizando; un hombre de izquierda que en los últimos años de su vida se hallaba mucho más cerca de las derechas; un técnico que negaba la posibilidad de las ciencias exactas. El escritor inglés Wyndham Lewis, por quien Sorel sentía particular admiración, ofrece de él el siguiente retrato: «George Sorel nos proporciona la clave de todo el pensamiento contemporáneo. Sorel es, o era, un personaje altamente equívoco y versátil. Su figura parece integrada por diversas y belicosas personalidades que, según las ocasiones, cobran preponderancia, y que, en cualquier caso, no quiso o no pudo llegar a controlar. Él constituye el máximo exponente de la acción extrema y de la violencia revolucionaria a ultranza; pero esta sanguinaria doctrina aparece expuesta en manuales que muchas veces, mediante el simple cambio de algunas palabras, podrían ser esgrimidos en favor de la autoridad tradicional, abriéndole casi el camino para la guerra clasista, intolerante y desquiciado».[348] Otro de sus amigos y discípulos, Daniel Halévy, dijo de él en 1940: «Aquellos que hace cuarenta años pudieron escucharle de viva voz tienen que agradecerle el no haberse visto sorprendidos por ninguno de los cambios que el mundo ha sufrido».[349] Más que evocar su figura como la de un teórico del anarcosindicalismo, quizás sea más justo referirnos a él como crítico y comentador de las líneas de fuerza que desembocaron en regímenes como los de Mussolini, Hitler, Pétain y Franco.

3

A principios del siglo XX no todos los líderes sindicalistas franceses eran anarquistas, ni mucho menos amigos de Sorel, como lo eran Pelloutier, Delesalle o Pouget. Algunos soñaban todavía con un sindicalismo entregado por completo a la tarea de regatear con el gobierno, a la búsqueda de ventajas inmediatas; otros, como Victor Griffuelhes, secretario general de la CGT desde 1902 a 1909, eran personajes de perfiles bastos, cuya ideología dimanaba de los partidarios de Blanc, más convencidos de la eficacia de la acción directa que de las teorías sociales o los programas educativos según un relato, al preguntársele si había sido influido por Sorel, Griffuelhes repuso: «Yo leo a Alejandro Dumas».[350] Sin embargo, en los años que antecedieron al de 1914, el movimiento sindicalista francés llevó a cabo numerosas tentativas de acción revolucionaria directa, pasando a convertirse en el modelo de los militantes sindicalistas de otros países, principalmente España.

La experiencia de los sindicatos franceses demuestra que, por lo menos en un aspecto, Sorel se hallaba en posesión de la razón. Aunque se produjeron cierto número de huelgas con resultados positivos en campos aislados de la industria, la huelga general y el colapso subsiguiente de la sociedad burguesa continuaron ejerciendo su función de mito, presentándose más como una esperanza e inspiración para el futuro que como una posibilidad del presente. De las grandes huelgas desencadenadas en este período —la huelga postal de 1909, la huelga de los ferrocarriles de 1910 y las de los mineros y metalúrgicos en 1913—, ninguna de ellas alcanzó siquiera un éxito mediano en cuanto al logro de reformas inmediatas, ni supusieron un resquebrajamiento inicial de la sociedad capitalista, como habían previsto los militantes anarquistas de los sindicatos. No es que la constante agitación y el violento tono revolucionario de aquellos años no consiguieran nada constructivo; lo que ocurrió fue que los resultados no siempre se correspondieron con los efectos que los dirigentes sindicalistas esperaban obtener. No se puede negar que durante la primera década del siglo el movimiento sindicalista acrecentó su potencia. Según cálculos minuciosos, entre 1902 y 1912 la CGT había sextuplicado su efectivo en hombres, aunque en su conjunto la cifra total de afiliados no rebasar los seiscientos mil miembros.[351] La constante agitación había terminado por crear un clima de lucha de clases, e indudablemente había llamado la atención, como nunca lo hiciera antes, respecto a la realidad de un problema social francés y de un proletariado militante y en precaria situación. Pero la misma circunstancia de que el Gobierno hubiera tenido en cuenta alguna de sus reivindicaciones, introduciendo en el derecho nacional leyes que mejoraban las condiciones y los salarios del trabajador, mermó el impacto del sindicalismo estrictamente revolucionario. Por otro lado, siempre que éste llegaba a una situación perentoria, el Gobierno parecía llevar en todo momento las de ganar. Bajo el gobierno de antiguos republicanos radicales como Clemenceau, o de antiguos partidarios de la huelga general, como Aristide Briand, que había abandonado el campo del sindicalismo en beneficio de una triunfante carrera política, el gobierno había desarticulado huelgas, contenido a los huelguistas y sembrado las discordias entre los dirigentes sindicalistas. Al mismo tiempo, diferencias personales y de opinión impidieron a la CGT presentarse como un frente obrero sólido, cosa de todo punto indispensable si se quería que la huelga general tuviera eficacia. En 1909 Victor Griffuelhes se vio obligado a dimitir del cargo de secretario general. Su autoritario temperamento y su impulsiva crítica lo llevaron a un desplante («Ceux qui n’ont de confiance en moi, je les emmerde», dijo en una ocasión).[352] Griffuelhes dimitió en el momento en que, erróneamente, se puso en duda su honestidad en cuanto a la administración de fondos. Tras un breve lapso de tiempo, su lugar fue ocupado por Leon Jouhaux quien durante casi cincuenta años sería el organizador y el inspirador del movimiento sindicalista francés.

Tanto Jouhaux como los otros dos dirigentes sindicalistas más influyentes de su generación habían empezado militando en las filas del anarquismo, pero su experiencia respecto a las posibilidades de un movimiento obrero organizado en un Estado democrático les impulsó un buen trecho en el camino conducente a un pacto con el orden establecido, obligándoles a moderar sus ideales revolucionarios mediante considerables movimientos de índole reformista práctica. Proudhon y Pelloutier eran los maestros de Jouhaux, quien nunca durante su carrera relegó al olvido sus enseñanzas. Incluso después de la negra noche que acompañó a la segunda guerra mundial continuó Jouhaux hallando el lenguaje de ellos: «¿Cuándo volverá a reinar la armonía entre los hombres en un mundo regenerado por el trabajo y libre de todo servilismo, que nos permita entrar en él cantando al unísono himnos a la producción y a la dicha? En este día primero de nuevo año (1914) quisiera creer en el advenimiento de esta nueva luz y no dudar de la razón humana».[353]

Los altibajos y las crisis de los años que precedieron al de 1914 convencieron a Jouhaux de que lo que más necesitaba la CGT era organización —al coste, incluso, de una mayor centralización— si de veras pretendía ser más eficiente. El rotundo fracaso de una tentativa de huelga general en 1912 decepcionó a muchos sindicalistas, pero fue sobre todo la experiencia de la primera guerra mundial lo que los obligó a reconsiderar su postura y sus principios básicos y lo que los impulsó al abandono de la mayor parte de las ideas anarquistas en beneficio del anarcosindicalismo. En el período previo al estallido de la primera guerra mundial, la CGT se había ocupado con regularidad de estudiar medidas para impedir la guerra, llegándose por considerable mayoría de votos a una resolución que incitaba a la huelga general como el más adecuado de los métodos para frenar la intervención en la lucha. Una serie de mutuas visitas y conversaciones entre sindicalistas franceses, alemanes e ingleses (pese a que el propio Jouhaux se sorprendiera ante el continente y los hábitos burgueses de los dirigentes ingleses y alemanes) sirvieron para hacer resaltar las diferencias de criterio en torno a la naturaleza del movimiento en los tres países. Mientras los sindicalistas franceses incitaban a sus afiliados a la huelga general para evitar la guerra, los sindicalistas alemanes continuaban reiterando con igual constancia el lema de que «la huelga general significa estupidez general».

El mes de agosto de 1914 demostró que la CGT no sólo no estaba en condiciones de provocar una huelga general contra la guerra, sino que además, la mayoría de sus miembros no la deseban. Es posible que en el caso de algunos sindicalistas fuera el temor a las consecuencias lo que los llevara a obedecer las órdenes de movilización, ya que el no atenderlas los hubiera convertido automáticamente en desertores y la pena que en tiempo de guerra se les imponía era la de muerte. Pero lo que impulsó a la mayoría fue un auténtico sentimiento de patriotismo y el temor a los alemanes; marcharon al frente confiada o resignadamente, según el temperamento de cada cual; el espíritu revolucionario militante y antimilitarista no volvería a resurgir hasta transcurridos dos años. De hecho, y a consecuencia de la guerra, los sindicatos, tanto en Francia como en los demás países beligerantes, vieron su posición considerablemente fortalecida. Del mismo modo que los gobiernos se dieron cuenta de la imposibilidad de ir a la lucha sin la cooperación de una fuerza de trabajo organizada, así los sindicatos empezaron a sentir cierto espíritu de solidaridad con el Estado. Como expresó Jouhaux en 1918: «Debemos abandonar la política de puños en alto para adoptar otra que nos permita participar en la marcha de los asuntos de la nación… Deseamos estar presentes dondequiera que se encuentren en discusión los intereses obreros».[354] Esto no quiere decir que después de 1914 la CGT abandonara por completo las ideas anarquistas que la habían dominado en la década iniciada en 1899, pero sí que se descartó la posibilidad de una revolución inmediata y se aceptó teórica y prácticamente la existencia del Estado. La CGT continuó siendo por completo contraria a la acción política, negándose a vincularse de manera permanente con un partido político determinado. Cuando exigió la nacionalización de la industria, Jouhaux tuvo bien cuidado de señalar que no significaba un control por parte del Estado, sino por parte del elemento obrero. Durante los años que siguieron a la Revolución Rusa, algunos antiguos anarquistas de la CGT se sintieron atraídos por el comunismo, en tanto que representante de la fuerza revolucionaria más directa y vital del país; pero la mayoría de los que, como Pierre Monatte, se sumaron a los comunistas, no fueron capaces de soportar la disciplina ni de dar su visto bueno a la centralización que la III Internacional estaba decidida a imponer. Sólo en 1930, en virtud de circunstancias muy distintas y ante la presencia de una nueva generación de sindicalistas, el comunismo pasó a ejercer considerable influjo en el seno del sindicalismo francés.

La crítica de Jouhaux acerca de la Revolución Rusa no era muy distinta de la que realizó Emma Goldman, y menos todavía de la que expresó Kropotkin. Jouhaux era un decidido defensor de la idea de un criterio evolutivo de los cambios económicos y sociales, puesto que el caos económico en Rusia le había impresionado profundamente. Al igual que Kropotkin, quien muchos años antes había exclamado: «Du pain, il faut du pain à la revolution», Jouhaux vio también que el hambre, en la medida en que imperaba en Rusia, invalidaba por completo la revolución. En 1920 declaraba: «Estamos contra la Tercera Internacional Comunista. Estamos contra ella porque forma una agrupación política que concentra en sí todas las fuerzas políticas y porque pretende tomar en cuenta buena parte de los factores económicos, sin ser a fin de cuentas ninguna organización específicamente económica».[355] La historia del sindicalismo francés de 1920 en adelante es la historia de una lucha para mantenerse en el estricto papel de una institución económica frente a la tentación, cada vez más poderosa, de mezclarse con agrupaciones de orden político, fueran comunistas o anticomunistas. En la medida en que se mantuvieron firmes, su raigambre anarquista no fue del todo olvidada.

Los anarquistas dejaron su impronta en el sindicalismo francés, pero sólo influyeron seriamente por espacio de diez o quince años. En la etapa posterior a 1914 la historia de la CGT poco tiene que ver con la historia de los anarquistas. En un cierto sentido se puede decir que el Estado francés demostró ser demasiado fuerte para ellos, ya que no sólo fue evidente, antes de 1914 (para continuar haciéndolo repetidamente hasta hoy) que podía sobrevivir a los intentos anarquistas de paralizarlo mediante la acción directa, sino que demostró poseer al propio tiempo un considerable poder de atracción positiva. En tanto que Estado, Francia tuvo la incapacidad suficiente, pese a la incesante propaganda antimilitarista, para lograr una patriótica colaboración y llamar a la obediencia a sus ciudadanos; por otro lado, los métodos políticos para llegar a la obtención de reformas sociales demostraron ser tan eficaces y atractivos como las ideas de la acción directa en el campo de la industria. Aunque el movimiento sindicalista no perdió nunca su elemento revolucionario ni su matiz de pacífico antimilitarismo (lo que, paradójicamente, hizo que algunos de sus miembros pactaran en cierto modo con el autoritario Etat Français de Vichy), en lo futuro se entregó más a la tarea de conseguir reformas que la meta de una revolución; a una negociación con el Estado más que a una acción tendiente a su abolición. Las ideas anarcosindicalistas según el modelo francés tuvieron en todas partes gran resonancia e influjo, pero, en definitiva, no sobrevivieron a los gobiernos preparados para tolerar la actividad de los sindicatos y para emprender por sí mismos el camino de las reformas sociales; además, estas ideas anarcosindicalistas no eran tampoco lo suficientemente fuertes para resistir los embates de los llamamientos patrióticos lanzados por el gobierno durante la guerra, verdaderos cánticos a la solidaridad. El único país en donde el anarcosindicalismo ejerció una fuerza realmente seria fue España, donde la actividad de los sindicatos se veía considerablemente dificultada, con gobiernos ineptos y reaccionarios, y donde no se había sufrido la experiencia de una guerra que advirtiera a los obreros, siquiera en una mínima parte, de que tenían ciertos intereses en común con sus opresores.

Fue en Francia donde por vez primera se desarrollaron las ideas y la práctica sindicalistas, y en España (país en ele que existía ya un bien organizado movimiento anarquista) donde alcanzaron la máxima eficacia. También en otras partes del mundo, en la América Latina por ejemplo, donde el movimiento obrero era débil y la oposición entre las clases era evidente, los dirigentes laborales encauzaron la acción de las asociaciones obreras militantes por la senda del nuevo sindicalismo. De hecho, las ideas anarquistas tendían a cuajar allí donde existiera una verdadera lucha de clases entre patronos y obreros y allí donde el Estado hubiera cedido deliberadamente su poder a los patronos o se hubiera mantenido al margen de la contienda. Así, una escisión del movimiento sindicalista estadounidense practicó por espacio de quince años una estrategia anarquista, manteniendo a la par que su ideario anarquista, aunque separadamente unas de otras, las ideas anarcosindicalistas al compás de la evolución que seguían en Francia.

Los numerosos emigrantes procedentes de países como Italia, España y Rusia, o aquellos alemanes radicados en los Estados Unidos que habían escuchado las enseñanzas de John Most, extendieron las ideas anarquistas por toda la geografía estadounidense, mientras que el episodio de Haymarket, la incesante propaganda de Emma Goldman, de Alexander Berkman y de otros militantes, y la alarma suscitada con motivo del asesinato del presidente McKinley, contribuyeron a mantener vivo ante la opinión pública ele espectro del «peligro anarquista». En 1890 John Most y algunos de sus partidarios expresaron su desacuerdo con la práctica del terrorismo al empezar a vislumbrar las posibilidades abiertas a la acción en el campo industrial y en el seno de las factorías y las minas, posibilidades que prometían traducirse en una mejor eficacia. Estas ideas sobre las nuevas organizaciones obreras fueron la causa de que Most se distanciara de muchos de sus camaradas anarquistas. No obstante, el hecho de que ciertos sindicatos norteamericanos hubieran empezado aceptando la práctica anarquista, no suponía que las causantes fueran los teóricos del movimiento. El anarcosindicalismo norteamericano era, antes que nada, una reacción ciega e instintiva contra las malas condiciones de trabajo padecidas por obreros ignorantes, emigrantes la mayoría, para quienes los estadistas eran seres completamente abstractos, y a los que la acción directa, a menudo violenta, parecía una manera natural de alcanzar sus objetivos. Fue así cómo en las minas y en las madererías del Oeste o en las factorías textiles y otras industrias del Este y del Centro (que en su mayor parte dependían de la mano de obra extranjera de bajo coste) un reducido número de asociaciones obreras militantes pudieron, al menos por breves períodos de tiempo, erigirse en verdadera fuerza de choque en el campo de la industria.

La historia del sindicalismos norteamericano es tanto la historia de las discordias existentes entre los distintos sindicatos como la de la lucha entre el capital y el trabajo. A fines de 1890 existía ya un sólido movimiento sindicalista basado en asociaciones profesionales integradas en la Federación Americana del Trabajo (AFL). Sin embargo, esta organización parecía a la enorme masa de trabajadores no especializados, encuadrados en asociaciones obreras, un simple instrumento para mantener la privilegiada situación de los obreros capacitados mediante una serie de pactos con los patronos, siempre en perjuicio de los obreros menos calificados o que acababan de llegar al país. En 1890, y simultáneamente con las tentativas de formar un partido socialista, distintos líderes laborales empezaron a intuir la fuerza política que potencialmente representaba la serie de obreros no encuadrados en ninguna organización. Así diría uno de ellos, Daniel de Leon: «La organización del futuro ha de conseguirse con la ayuda de los trabajadores que ahora están sin organizar; es decir, la inmensa mayoría de las clases obreras del país».[356] Fue este deseo de encuadrar a los miembros desperdigados y de agrupar a los obreros en una misma industria en un «vasto sindicato», así como la integración de los distintos sindicatos en un elemento de fuerza real, lo que en 1905 condujo a la creación de la IWW. El principal apoyo para la realización de esta idea provino de la Federación Occidental de Mineros, cuyo líder, Big Bill Hayward, era uno de los más claros y poderosos exponentes de la idea de la acción directa en el área de la industria. Al principio de la fundación de la IWW el número de militantes de filiación anarquista era reducido, aunque sus representantes dieron pruebas de una firmeza y sinceridad que les valió cierta influencia. Muy pronto se efectuaron una serie de discusiones que interesaban a los anarquistas de manera primordial. ¿Hasta qué punto un movimiento obrero tenía que mezclarse en la acción política? ¿Hasta dónde podía vincularse con cualquier partido político? ¿Debía llevarse a cabo la revolución mediante una acción directa por parte de los obreros, que se limitarían a incautarse simplemente de los medios de producción, o debía pretender la conquista del Estado por medios políticos?

De Leon, un intelectual marxista, opinaba que el movimiento sindicalista tenía que constituir el brazo industrial de un movimiento político, y, debido a su influencia, el preámbulo de los estatutos de la IWW contenía una específica, sorprendente y contradictoria referencia a la acción política. «Entre estas dos clases (obreros y patronos) tiene que suscitarse una contienda que perdurará hasta que los trabajadores actúen de consuno en el plano de lo político y de la industria, haciéndose dueños de lo que producen con su esfuerzo a través de la organización económica de la clase obrera, no afiliada a partido político alguno».[357] A muchos de los delegados les pareció que esto llevaba demasiado lejos la aceptación de la acción política, y uno de ellos manifestó: «La urna electoral no es más que una concesión capitalista. El depositar en un agujero trozos de papel doblado jamás ha servido, ni creo que sirva, para emancipar a la clase obrera».[358] De hecho, el confusionismo que presidió los debates anejos a la fundación de la IWW provocaría ulteriores disputas y disensiones. Transcurrido un año, Eugene Debs, uno de los más renombrados dirigentes en la historia del movimiento laboral americano, dimitió de la IWW por considerar que la organización cargaba poco el acento en la actividad política, y en 1908 Daniel de Leon, a pesar de que en un principio había mantenido el criterio de que «la expresión política del trabajo no es más que la sombra de la organización económica»,[359] rompió con Hayward y con los dirigentes de la IWW en Chicago, porque estaba entregado a la aplicación de sus ideas sobre la acción política por conducto del Partido Obrero Socialista, del que era miembro destacado.

Desde 1908 a 1915 la situación fue de confusionismo, por cuanto actuaban dos grupos que se denominaban a sí mismos IWW: uno radicado en Chicago, dirigido por Hayward y Vincent St. John, partidario de la acción directa, y que fue convirtiéndose gradualmente en un grupo de sentimientos anarquistas, y la organización de De Leon, con base en Detroit, que finalmente tomó el nombre de Unión Industrial Internacional de los Obreros. La presencia de los elementos anarquistas en el seno de la IWW se había ya dejado sentir en 1906, al aprobarse una resolución por la que se declaraba abolido el puesto de presidente de la organización, manifestándose al respecto: «Con vistas al día en que acabemos con todo aquello que entrañe autoridad y política reaccionaria, no nos parece necesario que tenga que existir el puesto de presidente en una organización con conciencia de clase. Son los miembros militantes los que han de llevar los asuntos comunes, acudiendo para ello a un organismo ejecutivo integrado por un comité central».[360] Como consecuencia de esta decisión, tuvo que requerirse la intervención de la policía para que ayudara a la organización a tomar posesión de la secretaria y de los archivos del depuesto presidente, quien se negó a abandonar el cargo.

Poco fue lo que durante estos años de discordias intestinas y de duras contiendas personales, añadidas a diferencias específicamente ideológicas, pudo lograr la IWW. Si en 1906 alardeaba de tener en sus cuadros sesenta mil afiliados, sólo catorce mil pagaban regularmente sus cuotas, sin contar con las secesiones que se produjeron, como la de la Federación Occidental de Mineros, que abandonó el grupo Hayward en 1907. No obstante, la sección militante se anotó algunos éxitos a causa precisamente de la violencia de sus medios y de la sencillez de las ideas que apoyaba, bien recibidas por los mineros, madereros y labradores, agobiados de trabajo, mal retribuidos y sin instrucción alguna, hasta el punto de que un observador escribió en 1910, aludiendo a los labradores de North Yamhill (Oregon), que «habían estado distribuyendo los principios del sindicalismo revolucionario en grandes terrones».[361] En 1909 la IWW organizó con éxito una serie de huelgas en Pensilvania, y en 1912 obtuvo un gran triunfo al llevar a cabo una huelga en Lawrence (Massachusetts), donde por espacio de tres meses los militantes de la IWW, pese a no sobrepasar, según se dice, el número de trescientos, lograron impedir que acudieran al trabajo veintitrés mil obreros. En el ínterin, Hayward se había trasladado a Europa, donde se entrevistó con Pouget y otros destacados pensadores del sindicalismo francés, lo que hizo que automáticamente las técnicas de acción directa y de sabotaje puestas en práctica en Lawrence fueran tachadas por los numerosos enemigos de la IWW de sistemas importados del extranjero.

A pesar de su negativa a emprender una acción política y a la aceptación de la acción directa, la IWW no supo identificarse con los puros principios anarquistas. Fracasaron los intentos para descentralizar la organización, llevados a efecto en 1912, lo que hizo exclamar con tono de pesadumbre a Alexander Berkman: «Tan oscurecida se ha visto en los debates de la convención indispensable en un movimiento revolucionario, que parece haberse olvidado del todo que no cabe concebir una organización de obreros independientes y seguros de sí mismos sin una completa autonomía local».[362] Tanto Berkman como Emma Goldman encontraron no pocos motivos para simpatizar con los militantes de la IWW; ellos fueron los primeros en sumarse al coro de sus exigencias de libertad de expresión y agitación y del derecho a desarrollar campañas en pro de los compañeros sometidos a juicio o encarcelados, aunque nunca se vincularon totalmente con ella, por otro lado, las rencillas y rivalidades que separaban a los dirigentes del movimiento sindicalista norteamericano estaban muy lejos del ideal anarquista de la organización obrera. No obstante, Berkman y Emma Goldman pasaron por idéntico tratamiento y circunstancias que los dirigentes de la IWW, cuando tras la intervención norteamericana en la guerra, en el año 1917, todas las organizaciones «subversivas» pasaron por difíciles trances. Ambos lucharon contra la recluta forzosa al lado de los dirigentes de la IWW; se opusieron asimismo a las sentencias que en 1917 recayeron sobre Mooney y Billings en San Francisco. La misma Administración que puso fin a su carrera de agitadores en los Estados Unidos puso también prácticamente fin a la acción de la IWW, enviando a Big Bill Hayward al mismo decepcionante exilio ruso que el que tuvieran Emma Goldman y Berkman, muriendo en Rusia en 1925. Pudo decirse que al terminar la guerra el anarcosindicalismo no existía ya en los Estados Unidos, y aunque sobreviviera un sindicalismo industrial apolítico y los brotes de violencia continuaran caracterizando las disputas en el campo de la industria hasta 1930, ya no era influenciado por el anarquismo.

La experiencia de la IWW había dejado una leyenda, influyendo, durante no mucho tiempo, en la acción de los sindicatos de otros países, México en especial, donde los trabajadores tuvieron ocasión de experimentar los métodos de la IWW en los Estados Unidos, se unieron, al regresar a su país, con los anarquistas que en los años de la Revolución Mexicana se entregaron al aprendizaje del anarcosindicalismo español.[363] Pero la cada vez mayor prosperidad de los Estados Unidos, el término de la inmigración y la integración de los elementos extranjeros, así como la paulatina mitigación de los rigores de la expansión capitalista hasta entonces incontrolada, contribuyeron a diluir las bases del anarcosindicalismo norteamericano. En las décadas de los años veinte y treinta el anarquismo se mantuvo en los Estados Unidos como un credo vivo en los medios de los emigrantes españoles o italianos, dando origen a casos tan famosos como el juicio de Sacco y Vanzetti y la contienda legal, de seis años de duración, desde su condena en 1921 hasta su ejecución en 1927. Sacco y Vanzetti habían sido condenados por asesinato en el curso de un atraco a mano armada en las inmediaciones de Bostón. A pesar de que aún hoy los hechos son objeto de controversia,[364] el conocimiento de que los acusados eran anarquistas notorios, tuvo sin duda alguna que suscitar prejuicios contra ellos en la mente de los ciudadanos de Massachusetts, a la vez que este mismo extremo agrupaba a hombres y mujeres de distintas facciones de la izquierda y de los liberales a favor suyo. Pero muy pronto la campaña desplegada pareció desbordar los límites del grupo de anarquistas, camaradas de los sentenciados, que la originó inicialmente, para pasar a los de los comunistas, los cuales se mostraron cada vez más eficaces en cuanto a su defensa (en ocasiones, puestos en situación un tanto embarazosa por los comentarios antisoviéticos de Vanzetti desde la cárcel), mientras, paralelamente, crecían el recelo y el malestar entre el grupo de anarquistas que se hiciera cargo de la defensa inicial. Quizá fue esta la última vez en que los atentados a base de artefactos explosivos —incluyendo uno contra la residencia del juez y contra uno de los jurados— produjeran la impresión de que el anarquismo era todavía una fuerza digna de consideración en los Estados Unidos. A mediados del siglo XX el anarquismo estadounidense no pasaba de ser una quimera de acento puramente intelectual o el símbolo de la revuelta contra la sociedad opulenta, susceptible de atraer la atención de algún que otro estudiante idealista, pero que en la práctica hacía ya tiempo que había dejado de constituir una fuerza social efectiva.

Las ideas y la práctica anarcosindicalista se habían ya extendido ampliamente antes de 1914. Así Beatrice Webb podía escribirse en 1912: «El sindicalismo ha tomado el lugar que antes ocupaba el anacrónico marxismo. La juventud airada de hosco semblante, ceño fruncido y descuidada vestimenta, es hoy sindicalista; el lenguaje del obrero joven, tan evasivo como sus palabras, repite hoy las frases de los sindicalistas franceses en vez de las que acuñó en su tiempo la socialdemocracia alemana».[365] Aunque en los países capitalistas avanzados y en el Estado soviético estas ideas no persistían, continuaban teniendo fuerza en los países donde había una intensa lucha de clases, o en los pueblos débiles, o en los que se mantenían al margen de la contienda, como Argentina, donde los emigrantes italianos no habían echado en saco roto las enseñanzas de Malatesta; o como Bolivia, Uruguay, México y Perú, donde los españoles y los militantes que habían vivido en los Estados Unidos y observado el sistema de la IWW, conservaban viva la tradición de la acción directa revolucionaria.[366] Pero hubo un país en el que las ideas anarcosindicalistas nacidas en Francia a fines del siglo XIX cuajaron tan pródigamente que durante un corto período, el verano de 1936, pareció que la revolución anarquista estaba a punto de consumarse. Es a España adonde debemos ahora dirigir la mirada para contemplar la actuación del movimiento anarquista, cerca del anhelado rendimiento. Sin embargo, es el fracaso que sufrió la causa en 1937 lo que marca el fin del anarquismo como una fuerza política de envergadura, aunque subsista todavía como fuerza intelectual.