CAPÍTULO VII


UNA REVOLUCIÓN FRACASADA

“Nos han enseñado cómo no hay que hacer la revolución”. Kropotkin.

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El clima de académicas apasionadas discusiones en torno a la sociedad futura; la creciente fuerza política que en Alemania, Francia e Italia iban cobrando los partidarios de la clase obrera; la general repulsa a que dieron lugar los frecuentes actos terroristas…, todo contribuyó a mermar el carácter revolucionario de la intelectualidad anarquista, convirtiendo a los distintos grupos —como en los entusiastas centros anarquistas del Londres o el Nueva York de nuestros días— en focos de especulaciones heterodoxas en torno a la sociedad antes que en células encaminadas a organizar la acción revolucionaria. Ya en el año 1918 Lenin aludió al hecho con desprecio: «La mayor parte de los anarquistas escriben y hablan del futuro sin conocer el presente. Esto es lo que a nosotros, comunistas, nos difiere de ellos».[283]

Malatesta evocaría años más tarde lo que Kropotkin le confió en una ocasión: «Mi querido amigo, mucho me temo que tú y yo seamos los únicos en creer en la inminencia de la revolución».[284] En realidad, también Kropotkin vacilaba a veces en este punto, aunque Malatesta jamás perdió su entusiasmo ni redujo su fervor revolucionario. En 1906 escribe: «Tengo la impresión de que actualmente los anarquistas se han dejado llevar al extremo opuesto de la acción violenta. Lo que por encima de todo nos conviene ahora es reaccionar contra la tendencia al compromiso y a la vida sosegada que se observa en nuestro medio. Es necesario reavivar el debilitado ardor revolucionario, el espíritu de sacrificio y el amor al peligro».[285]

Desde que abandonó Italia en e otoño de 1878, Malatesta llevó una vida de permanente exiliado. Tras hacer una breve visita a un grupo de camaradas italianos en Egipto, las autoridades italianas lograron, con la ayuda de sus misiones diplomáticas, que Malatesta fuera expulsado del país. Entonces se dirigió a un acreditado foco anarquista, a Ginebra, donde trabó a mistad con Kropotkin y con Eliseo Reclus. Pero tampoco allí pudo gozar de un mínimo de paz, siendo expulsado del cantón de Ginebra a los pocos meses. Tras una corta estancia en Rumania, se fue a París, donde durante algún tiempo trabajó en su oficio de mecánico, hasta que la policía terminó por hacerle la vida imposible. En 1881 llegaba a Londres, su principal base de operaciones durante los siguientes cuarenta años, lo cual, sin embargo, no le impidió aprovechar cualquier pequeña oportunidad para volver a Italia, y así lo vemos en 1885 en Florencia y, como en todas partes, con dificultades con la policía local. Seguidamente embarcó para América, viviendo cuatro años en la Argentina, donde propagó las ideas anarquistas entre los emigrantes italianos, y dejo la impronta anarquista en el bien organizado movimiento obrero, la cual daría fe de vida hasta bien entrado en el siglo XX. Pero su principal interés se centraba en poder consumar la revolución en Europa, especialmente en Italia, y de ahí que a fines de 1889 volviese a Londres, en espera de la oportunidad que le permitiera regresar a Italia, oportunidad que no se hizo esperar, porque la vuelta a su país natal se efectúo en 1897, un año en que las malas cosechas y el alza en los precios llevaron a los campesinos a la rebelión, y cuando a causa de la exigencia de medidas tajantes contra los huelguistas y los alborotadores, el gobierno constitucional parecía que atravesase por momentos de crisis. En realidad, Malatesta no estaba en condiciones de desempeñar ningún papel preponderante en los debates laborales y políticos de la Italia de 1898 y 1899, toda vez que fue detenido a principios de 1898 en el puerto de Ancona, donde funcionaba una activa célula anarquista entre los estibadores y se repartían diversas publicaciones de matiz anarquista.[286] Desde el primer momento Malatesta abogó por la causa que se oponía a todo intento de revolución política, enfrentándose a los anarquistas que, como Saverio Merlino, pretendían, como una solución momentánea, participar en las elecciones apoyando a los partidos liberales y socialdemócratas, propósitos a los que Malatesta replicó contundentemente cuando salió de la cárcel: «exijo que no hagan uso de mi nombre en la lucha electoral que mantienen los republicanos y los socialistas. No sólo protesto por que lo hicieran antes sin mi consentimiento, sino que lo llevaran a efecto a pesar de mi desaprobación».[287] Después de una serie de algaradas que tuvieron por escenario Ancona, a Malatesta se le acusó de activista de una «asociación criminal» y se le encarceló, lo que suponía para los anarquistas un trato no mejor que el dispensado a los delincuentes comunes, medida que provocó las más iracundas protestas del movimiento anarquista internacional. Finalmente, Malatesta y sus amigos tuvieron que sufrir las consecuencias de aquella acusación de que eran miembros de una «asociación criminal». La condena que se le impuso fue la de confinamiento en la isla de Lampedusa. Pero en mayo de 1899, aprovechando una tempestad, lograba escapar en un bote, volviéndose a Londres después de hacer escala en Malta y Gibraltar.

Tras una estancia en los Estados Unidos, en el curso de la cual visitó los bien organizados grupos anarquistas españoles e italianos de Nueva Jersey, expuso su intención de trasladarse a Cuba, proyecto que no parece que llevara a cabo. Al año siguiente lo hallamos de nuevo en Londres, esperando, como había hecho Mazzini medio siglo antes, la ocasión favorable para ocupar su sitio en la revolución italiana. En estos últimos años de su existencia en Inglaterra, Malatesta se vio sometido a una estrecha vigilancia de la policía inglesa, particularmente después del asesinato del rey Umberto, en 1900, a manos de un miembro del grupo anarquista de Paterson (Nueva Jersey); una acción que significó una propaganda universal y cuyo autor era un hombre de treinta años, casado y feliz, pero a quien impulsaba un frío y fanático rencor. Malatesta también se vio envuelto, debido a las continuas sospechas de la policía inglesa, en uno de los más sensacionales episodios de la Inglaterra eduardina: los asesinatos que se cometieron en Houndsditch y el «asedio de la calle Sidney».

El 16 de diciembre de 1910, se pidió la urgente presencia de la policía desde una joyería del sector de Houndsditch, en el East End de Londres. Unos ladrones habían intentado saquear la joyería valiéndose para entrar en ella de un túnel que habían excavado desde una casa deshabitada y fronteriza a la joyería. La policía fue acogida con algunos disparos, muriendo tres agentes; los ladrones consiguieron huir, si bien uno de ellos iba herido por los disparos de la policía, llevándoselo sus compañeros al domicilio de una joven que regularmente asistía a las reuniones de los grupos anarquistas del East End, donde falleció. La joven fue detenida, pero no facilitó ninguna información importante, pues según parece no tenía un conocimiento cabal de la identidad de los delincuentes, a los que sólo conocía por los nombres de Peter el Pintor, y Fritz. Entre los muebles que había en su casa descubrieron un depósito de oxígeno y una lámpara de soldar, y encontraron una tarjeta con el nombre y la dirección de Malatesta. He aquí lo que, por lo visto, había sucedido: meses antes había llegado a Londres un letón que, según dijo, se llamaba Muronzev, y se dirigió a los anarquistas del East End para que le ayudaran a encontrar empleo, y ellos lo enviaron a Malatesta, el cual entonces se ganaba la vida trabajando de mecánico; Malatesta le dio una tarjeta en la que lo recomendaba a un taller para que proporcionaran a Muronzev un puesto de mecánico, aunque, en lugar de ese oficio, tenía el de ladrón. Después de lo ocurrido, Malatesta fue inmediatamente detenido, y aunque no tardó en reconocer su inocencia, el episodio bastó para que los periódicos sensacionalistas publicaran una serie de relatos sobre peligrosos delincuentes extranjeros de filiación anarquista residentes en Londres. Pero el affaire Houndsditch tuvo un epílogo más dramático todavía. Los asesinos de los agentes se fortificaron en una casa de la calle Sydney, del barrio de Stepney, y sólo después de la intervención de tropas regulares y de la supervisión personal que de esas fuerzas llevó a cabo Winston Churchill, ministro del Interior, los dos asaltantes que quedaban cayeron victimas del cerco.

Aunque todo lo ocurrido se hubiera debido dar por terminado —como aconteció en los Estados Unidos después de la bomba arrojada en Chicago y del asesinato del presidente McKinley—, lo cierto es que el episodio no sirvió más que para reafirmar la inocencia de los grupos anarquistas de Londres. El intento de expulsar a Malatesta del país, llevado a efecto años después del incidente relatado, no dio resultado alguno, y en cuanto a los restantes anarquistas, no se tomaron medidas de ningún tipo contra ellos. Rudolf Rocker[288] —anarquista alemán que, a pesar de no ser judío, dedicó muchos años a una labor de asistencia social entre los miembros de esta raza, quienes por un salario de miseria trabajaban en la trastienda de los sastres del East End— evoca el aluvión de periodistas que lo asediaron después del episodio de la calle Sidney, relatando la reacción de unos de ellos, de Philip Gibas, quien escribió en Graphic: «Heme allí, pues; yo, un inglés solitario, sentado entre aquellos anarquistas extranjeros durante más de una hora, en el transcurso de la cual nada de particular ocurrió, aparte de amistosos saludos, apretones de manos, conversación a media voz y en un idioma extranjero… Nada me ocurrió, por lo que ahora me río de los temores que me invadían. Aquellos anarquistas extranjeros parecían tan asustadizos como conejos, y estoy convencido de que ninguno llevaba un revolver encima. Y, sin embargo, al recordar las palabras que oí, tengo la absoluta seguridad de que esta ANARQUÍA intelectual, de que esta filosofía de la revolución, es más peligrosa que las pistolas y que la nitroglicerina, pues lo que se ventila en ese local anarquista del East End son ideas».[289] Bien; por lo menos un revolucionario se alegró del éxito inicial de la acción emprendida por Peter el Pintor y se su significado para la causa anarquista. Como escribió Benito Mussolini, Peter y sus camaradas eran «anarquistas… en el sentido clásico de la palabra. Hartos de la dura labor, tuvieron el valor de proclamarlo de una vez para siempre, pues el trabajo físico embrutece y degrada al hombre; hartos también de la propiedad privada, que rubrica las diferencias que separan a un hombre de otro; hartos de la existencia, y, por encima de todo, tanto como hartos, acusadores y destructores de la sociedad».[290]

Malatesta llevo a cabo otra tentativa de crear en Italia una verdadera atmósfera revolucionaria, atmósfera a la que Mussolini, desde su puesto de columnista y agitador socialista radical no exento de cierta simpatía por los métodos anarquistas, contribuyó también. En 1913, Malatesta regresó a Ancona, tomando parte activa en la campaña anticlerical y antiparlamentaria que los medios anarquistas habían desatado. Fue entonces cuando, en el transcurso de la célebre «semana roja» del mes de junio de 1914, se desataron en la Italia del centro una serie de demostraciones antigubernamentales que cuajaron en una auténtica huelga general. Los anarquistas trataron de convertirla en una insurrección, como prescribían sus postulados. Malatesta recordaba que después de que la policía de Ancona matara a dos jóvenes, «la huelga de los tranviarios paralizó el tránsito, las tiendas permanecían cerradas y la huelga general fue un hecho, sin necesidad de discutirla ni de proclamarla. En los días que siguieron, Ancona se vio envuelta en un clima de rebelión política. Los arsenales fueron saqueados y los depósitos de cereales confiscados, estableciéndose un rudimento de organización que permitió atender las necesidades más urgentes. La ciudad rebosaba de soldados, en el puerto se hallaban anclados buques de guerra, las autoridades movilizaron fuertes contingentes de vigilancia, pero no ordenaron represión alguna, probablemente por no tener demasiada confianza en la obediencia de los soldados y en las fuerzas de la marina. Ni que decir tiene que soldados y marinos confraternizaban con el pueblo; las mujeres, las incomparables mujeres de Ancona abrazaban a los soldados, les ofrecían vino y cigarrillos y los impulsaban a mezclarse con el pueblo…».[291] A pesar de la amplitud que fue cobrando el movimiento y de que no sólo los anarquistas, sino también otros grupos, como el de los socialistas y el de los republicanos liberales, estaban decididos a rebelarse abiertamente, la Confederación General del Trabajo, que controlaba la mayor parte de los sindicatos, exigió la terminación de la huelga, y todo se vino abajo en un abrir y cerrar de ojos. Aquello demostraba palpablemente el escaso control que los anarquistas ejercían en el ámbito laboral, por lo menos en Italia, y lo muy lejanas que las realidades del siglo XX parecían estar de los sueños revolucionarios que Malatesta albergó en su juventud.

Malatesta regresó a Londres con la cabeza gacha. Se enzarzó luego en una polémica con Kropotkin a consecuencia del apoyo que el escritor ruso prestaba a uno de los bandos de la primera gran guerra, convirtiéndose Malatesta en el portavoz de la conciencia anarquista, siempre fiel a sus viejos postulados, como demuestra el solo título de uno de los artículos que escribió en Inglaterra en 1914: «Los anarquistas han olvidado sus principios». Al terminar la guerra, a fines de 1919, Malatesta regresó a Italia, donde con el mismo entusiasmo de siempre denunció el general malestar social, político e industrial de aquellos días, situación que culminó con la marcha de Mussolini sobre Roma. En cuanto a Malatesta, a pesar de su prestigio revolucionario, de su reputación de hombre incorruptible y de su cálida humanidad, poco podía influir en el curso de los acontecimientos. Por principio, se negó a secundar nada que supiera actividades políticas y parlamentarias; al propio tiempo, le asaltaron graves dudas sobre la posibilidad de utilizar los sindicatos como medio de llevar a cabo la revolución, pues entendía que exigían una disciplinada organización; pero lo que más repugnaba a sus principios anarquistas era la existencia en su seno de cargos permanentes. Tras algunas dificultades con el gobierno, y también con los franceses —que se negaban a darle autorización para atravesar el país, alegando su expulsión de cuarenta años antes por delitos políticos—, Malatesta regresó triunfalmente a Italia. (Se dice que los marineros de Genova abandonaron momentáneamente el trabajo y que las sirenas de los buques sonaron en su honor). Los últimos años de su vida los pasó Malatesta en el anonimato, desengañado, aunque ni su ánimo ni su espíritu lo abandonaron nunca.

En 1921, el gobierno italiano encarceló a Malatesta y a sus compañeros, quienes declararon la huelga del hambre, ante lo que se retrasaba el juicio. Sólo dos meses antes de que los fascistas se hicieran cargo del poder fue puesto en libertad. En realidad, éstos no molestaron al anciano —Malatesta rondaba ya los setenta años—, por lo que pudo vivir con tranquilidad en Roma, ganándose la vida con un trabajo manual, como siempre había hecho, hasta el punto de que los burgueses romanos se quedaron muy sorprendidos al saber que aquel pequeño, amable y viejo electricista que trabajaba para ellos era nada menos que el terrible Malatesta. La muerte le llegó en 1932, frustradas sus esperanzas de que los anarquistas pudieran servir a Italia como conductores del movimiento revolucionario para encauzarlo hacia metas auténticamente anarquistas. Al morir Malatesta, el Estado italiano era un adversario más fuerte de lo que nunca había sido.

Otro motivo de tristeza radicaba en la circunstancia de que, al igual que aconteció en 1789, 1848 y 1871, la Revolución Rusa no fue para los anarquistas más que decepción y pesar. He aquí consumada otra revolución, y he aquí cómo también ésta se había malogrado: entonces, la verdadera revolución estaba todavía por hacer. Malatesta no abrigó nunca la menor ilusión respecto a lo que estaba sucediendo en Rusia; su epitafio sobre Lenin constituye un exponente que resume perfectamente su sentir: «Lenin ha muerto. Podemos sentir por él esta clase de máxima admiración que los hombres de temple, incluso cuando fracasan, y aun cuando se les maldice, despiertan en las multitudes; hombres que lograron dejar en la Historia una profunda huella; hombres como Alejandro Magno, Julio César, Loyola, Cromwell, Robespierre y Napoleón. Pero aun reconociendo su buena intención, sus procedimientos fueron los de un tirano que aplastó la revolución rusa. Por esto nosotros, que no pudimos admirarle en vida, tampoco nos unimos al duelo que acompaña a su muerte. Lenin ha muerto. ¡Viva la libertad!».[292]

Si Malatesta se desilusionó ante el giro de los acontecimientos de Rusia, a otros representantes de su generación les afectó todavía más, principalmente, y como es lógico, a Kropotkin, quien durante toda su vida había creído y luchado por la implantación en Rusia de la revolución. Al estallar en 1917, le faltó tiempo para tratar de inyectarle todos sus postulados y sus teorías: «Lo que se nos reprochaba como una utopía de irrealizable tono se ha consumado sin un solo fallo. El 2 de marzo, aquellas organizaciones surgidas libremente durante la guerra, con el fin de hacerse cargo de los heridos, facilitar medicamentos y la distribución de víveres, sustituyeron a la antigua caterva de funcionarios, policías, etc. Han sido abiertas las puertas de las prisiones, se ha declarado abolido el antiguo gobierno y, lo que es más, los miembros de la policía han sido desarmados, lo mismo los de abajo que los jerárquicos, y han sido expulsados finalmente del país».[293] Cuando Kropotkin regresó a Rusia, después de más de cuarenta años de exilio, en el verano de 1917, su desencanto tuvo que ser inmenso. Su misma posición resultaba bastante ambigua, pues su defensa de la guerra le había enajenado el apoyo de la mayoría de los revolucionarios de izquierda, a la vez que su oposición al gobierno como organismo político, hizo casi imposible toda colaboración con los moderados miembros del Gobierno Provisional. Cierto que su posición personal era firme y que se le recibió con grandes demostraciones de júbilo, pero dejando a un lado sus convicciones políticas, no es menos cierto que su salud le impidió desempeñar un papel más activo. Tras la Revolución de Octubre, se entregó, cada vez en mayor medida, a la tarea de escribir, y en general pudo llevar una vida sosegada, con periódicas visitas de anarquistas y amigos llegados del extranjero, como Emma Goldman y Alejandro Berkman y la socialista británica Margaret Bondfiel. Después de la revolución bolchevique, las diferencias que por su actitud durante la guerra le distanciaban de los anarquistas rusos fueron relegadas al olvido; sin embargo, aunque mantuvo contacto con algunos, no consiguió tomar parte activa en el movimiento ni pudo impedir su eliminación por los comunistas triunfantes.

Personalmente, Kropotkin no se vio en dificultades con los nuevos poderes, pero no vaciló en atacar a Lenin, con quien tuvo una entrevista en los términos más duros. Cuando los bolcheviques cogieron en calidad de rehenes a soldados del ejército contrarrevolucionario de Wrangel, Kropotkin escribió a Lenin: «No puedo comprender como nadie de los que te rodean no te hayan dicho que decisiones de este género evocan los oscuros tiempos de la Edad Media y los días de las Cruzadas. Vladimir Ilyich, tus actos resultan muy poco dignos de las ideas que según dices sostienes… ¿Qué futuro se le ofrece al comunismo cuando uno de sus más destacados defensores atenta de tal modo contra todo sentimiento honesto?»[294] Mientras Kropotkin, sin perder su innato optimismo, trazaba a sus visitantes extranjeros un fiel retrato de la situación, los últimos meses de su vida (murió en febrero de 1921) estuvieron llenos de dudas y de ansiedades. He aquí lo que decía en uno de los escritos que redactó a la impotencia de toda una generación de revolucionarios:

«Observo como la revolución sigue su cauce, en la dirección que menos resistencia ofrece y sin prestar la menor atención a nuestros esfuerzos. Veamos cuál es la situación en que se encuentra la Revolución Rusa; entregada a la comisión de horrores, está llevando a la ruina a todo el país y aniquila con demencia incontenible vidas y más vidas. He aquí por qué es una revolución y no un pacífico progreso: porque destruye sin reparar en lo que aniquila ni en el rumbo que sigue.

»Por el momento carecemos de fuerza para encauzar los hechos por otro conducto hasta que sean los mismos acontecimientos lo que obligue a enmendar el camino. Tiene forzosamente que ocurrir así… Por lo tanto, lo único que por el momento podemos hacer es utilizar nuestras energías para frenar esta furia y facilitar la reacción subsiguiente. ¿Pero en qué han de consistir nuestros esfuerzos?

»¿Hacer que las pasiones se inclinen en favor de uno u otro bando? ¿Quiénes están dispuestos a escucharnos? Incluso en el supuesto de que existan en el país gentes dispuestas a asumir este papel, no ha llegado todavía el momento de su intervención; ninguno de los dos lados está dispuesto a escucharlas. Una cosa es cierta: debemos reclutar gente capaz de realizar un trabajo constructivo en cada uno de los lugares donde la revolución se haya malogrado».[295]

La experiencia sufrida por los anarquistas rusos en la revolución de su país justificaba el pesimismo de Kropotkin, poniendo claramente de relieve que las posibilidades de una revolución al estilo anarquista en Europa eran más remotas que nunca. En un principio pareció que la situación de Rusia presentaba excelentes oportunidades para poner en práctica las enseñanzas de Bakunin, con más éxito incluso del que, por ejemplo, pudieran haber tenido en Italia con ocasión de los malhadados levantamientos que se verificaron en Bolonia y en el sur del país hacia los años setenta del siglo XIX. En efecto, en 1917 se produjo un virtual resquebrajamiento de la autoridad del Estado; los campesinos y obreros soviéticos habían puesto —y podía fundadamente creerse que continuarían haciéndolo— las bases de las comunas anarquistas; por todo el país surgían espontáneamente los brotes de actividades revolucionarias, aunque de un modo indirecto, y se notaba un instintivo anhelo de reforma social. Actuaban en Rusia diversos grupos anarquistas, no obstante el que sus actividades fueran estrictamente clandestinas; en cualquier caso, comparados con los restantes partidos de izquierda, los socialrevolucionarios y las dos facciones de los socialdemócratas, los mencheviques y los bolcheviques, representaban una reducida minoría. Los anarquistas estaban, además, divididos; los había anarcosindicalistas, es decir, el grupo que confiaba en la acción de los sindicatos obreros, los cuales terminarían por adueñarse de las fábricas, y aquellos otros, comunistas-anarquistas discípulos de Kropotkin, que creían en el acceso a la revolución social por medio del establecimiento de comunas locales que formarían parte de una federación conjunta. Como siempre, quedaba un reducido núcleo de anarquistas individualistas, ajenos a todo lo que no fuera una forma espontánea de asociación enteramente libre. En fin, los había partidarios de Tolstoi, opuestos al uso de la violencia y que, como ya dijimos en su momento, se negaban por principio a terminar con las pulgas que se arrancaban en la barba, por decirlo de un modo gráfico.

En el curso del verano de 1917 estos varios y heterogéneos grupos trataron de intensificar su propaganda y su influencia. La Federación de Grupos Anarquistas de Moscú empezó a publicar un diario: en Petrogrado, la Agrupación para la Propaganda Anarcosindicalista, regida por un grupo de anarquistas que encabezaba Volin, quien acababa de volver se su exilio neoyorquino, publicaba semanalmente su Golos Truda (La Voz del Trabajo); en Ucrania, la Confederación de Organizaciones Anarquistas tomó el nombre Nabat (toque a rebato) del periódico que editaba. Lo que unía a todos estos grupos era la necesidad de engrosar la corriente revolucionaria para, como enseñó Bakunin, tratar, con su ejemplo revolucionario, de encauzarla por la línea del anarquismo. Como declaraba el Golos Truda en los días críticos que precedieron a la toma del poder por los bolcheviques: «Si la masa del pueblo entra en acción, entonces nosotros, como anarquistas que somos, participaremos con todas nuestras energías. No podemos perder contacto con las masas revolucionarias, aunque no sigan nuestro curso ni presten oídos a nuestra llamada; incluso aunque preveamos la derrota del movimiento. No olvidemos que siempre resulta imposible pronosticar el rumbo o el resultado de un movimiento de masas. Por consiguiente, consideramos nuestro deber tomar parte en ese movimiento, tratando de comunicarle nuestro mensaje, nuestras ideas y nuestras verdades».[296]

Determinados como estaban a no corromper la revolución recurriendo a métodos que pudieran parecerles favorables al restablecimiento de un orden parecido al anterior, los anarquistas llegaron al extremo de mostrarse contrarios al lema «Todo el poder para los soviets», puesto que no transigían con el concepto mismo de poder. Fue precisamente este desprecio por el poder lo que les impidió sacar mayor partido de la situación, con lo cual ellos mismos facilitaron el que en el que en el transcurso de los tres años siguientes los bolcheviques consumaran la destrucción completa del movimiento anarquista ruso. Si, ocasionalmente, acontecía que los anarquistas gozaban de ascendiente en determinada factoría para persuadir a los obreros de que se hicieran cargo de la dirección y de que la administraran conforme a los postulados anarquistas, los dirigentes bolcheviques locales no tardaron en obligar al cierra de la factoría. Cuando un anarquista prominente deseaba pronunciar una conferencia o celebrar una reunión, se encontraba con que los bolcheviques que estaban al frente del soviet local se oponían, alegando la imposibilidad de conseguir un local adecuado. Ya Lenin le observó a Alejandro Berkman que «en el actual momento de desarrolló, la libertad es un lujo que no podemos permitirnos».[297]

No obstante, algunas veces Lenin se encontró en situaciones demasiado apuradas para ejercer este control sobre los anarquistas, teniendo que tolerar provisionalmente sus actividades cuando consideraba que combatían a un enemigo común. Así, en Ucrania un ejército guerrillero mandado por anarquistas pudo sobrevivir por espacio de más de dos años. Se debió en gran parte a la acción de Néstor Majno, un valeroso revolucionario que salió de presidio en 1917, después de nueve años de reclusión, acusado del asesinato de un policía.[298] Majno, hijo de unos humildes padres campesinos, nació en el año 1889; trabajó primero en una fundición local, y después de la revolución de 1905 se convirtió al anarquismo. Mientras estuvo en prisión fue asimilando los ideales de un teórico anarquista autodidacta llamado Archinov. Al recobrar la libertad, volvió a su tierra, en el sur de Ucrania, logrando con su fuerte personalidad fundar una organización anarquista que a los campesinos les pareció que satisfacía sus aspiraciones: la propiedad inmediata de las tierras que cultivaban, lo que pusieron en práctica en septiembre de 1917. El soviet local vio con malos ojos la influencia de Majno después de la Revolución de Octubre, pero no hizo nada para atajar sus actividades, incluso cuando, de conformidad con los más sanos postulados anarquistas, negoció el intercambio directo de los cereales de los campesinos por los artículos textiles que aportaban los obreros anarquistas de una fábrica moscovita. En el área que servía de marco a sus iniciativas, Majno hizo buen uso de la estrategia anarquista de trabajar en pro de la revolución con otros hombres y grupos, especialmente los socialrevolucionarios radicales, luchando a su lado contra el ejército blanco y esparciendo simultáneamente las ideas, los métodos y las influencias de la doctrina anarquista.

El tratado de Brest-Litovsk, firmado en marzo de 1918, por el cual el gobierno bolchevique pactó la paz con Alemania (ante la indignación de los socialrevolucionarios y los anarquistas, que tenían la esperanza de combinar una prolongada acción guerrillera con la revolución social), dio a los alemanes y austriacos el control de Ucrania. El avance de sus tropas ahuyentó de la región a las distintas guerrillas que allí actuaban, poniendo un momentáneo fin a la actividad de Majno, quien entonces emprendió por propia iniciativa un viaje a través de Rusia, sufriendo su mayor desengaño al comprobar que con la instauración del poder bolchevique la mayor parte de las agrupaciones anarquistas se habían disuelto y no pocos de sus militantes estaban en la cárcel o ausentes, desconociéndose su parentesco. Visitó también a Kropotkin, recibiendo del viejo profeta consideraciones valiosas: «Uno no debe olvidar, mi querido camarada, que nuestra causa no admite sentimentalismos, sino sólo concentración y firmeza en el camino que conduce a la meta que ha de conquistarlo todo».[299] Majno se las ingenió para entrevistarse con Lenin y hablar con él sobre las condiciones que imperaban en Ucrania; la reacción del dirigente dejó a Majno sorprendido y dolido. Lenin no hizo concesiones a sus creencias anarquistas, pero parece que le llamaron la atención el temple y la energía de Majno, lo que seguramente le llevó a considerar que tan vigoroso y joven revolucionario estaría mejor en su región natal, hostigamiento a los alemanes, que no en Moscú en forzada inactividad, y esperando los acontecimientos. De conformidad con este plan y con la ayuda de las autoridades bolcheviques, Majno logró volver a Ucrania, donde se dedicó a la organización de una guerrilla, con la que se lanzó a la lucha. Su agrupación recibió el nombre de Ejército Rebelde de Ucrania, y se dedicó a hostigar indistintamente al ejército de ocupación germano-austriaco y al gobierno títere que éste había establecido en la provincia. No todos sus seguidores eran anarquistas, y se vio obligado a intervenir para contener el violento antisemitismo del campesinado, quien veía en el judío una especie de víctima propiciadora y en el prestamista o usurero israelita un símbolo del orden que ahora trataban de derrocar. Contrariamente a los bolcheviques, Majno declaró que su ejército permanecería «invariablemente fiel a la revolución de los campesinos y obreros, pero no a los instrumentos de violencia que son sus comisarías y checas».[300] De una vez para siempre advirtió que su ejército luchaba por la causa anarquista, simbolizada en la bandera negra que enarbolaban.

Majno no tardó en verse frente a los problemas que en la práctica solían asaltar al anarquismo, y, del mismo modo que harían los anarquistas españoles diecinueve años después en el curso de la guerra civil, se vio obligado a aceptar ciertos compromisos. Uno de los principales puntos de controversia era el de dilucidar si el ejército tenía que estar integrado por elementos voluntarios o sí los soldados tenían que ser, en toda el área dominada por él, llamados a filas. Majno optó por la recluta, en parte debido a que los campesinos temían menos las represalias del enemigo si alegaban que se les había obligado a alistarse. Era en el campo donde Majno se sentía más a sus anchas —su aspecto y sus maneras continuaban siendo los de un campesino—, y el problema de organizar la situación en las ciudades le resultaba más difícil de resolver. Así, cuando los ferroviarios de Alexandrovsk se quejaron de que no habían recibido sus pagas, les aconsejo —en el mejor estilo godwiniano— que trataran de llegar a un acuerdo equitativo con los usuarios del ferrocarril. En el congreso de campesinos, obreros y elementos rebeldes que se celebró en octubre de 1919, un campesino planteó una cuestión con la que siempre había tropezado la organización social anarquista: «Si el puente que una a dos de nuestros pueblos se rompe, ¿quién debe repararlo? Si ninguno de ellos quiere hacerlo, nos quedaremos sin puente y nos veremos en la imposibilidad de bajar a la ciudad».[301]

De todos modos, los panaderos de Alexandrovsk idearon un plan para atender el suministro de pan a la población, mientras se ponían en práctica algunos principios anarquistas en las zonas dominadas por Majno. Sobre el modelo de lo realizado por Ferrer en España a título experimental, se esbozó un programa educativo anarquista.[302] Quedó instaurada la libertad de prensa, aunque no la libertad de organización política, dado que este término era contrario a los postulados anarquistas. Al mismo tiempo se sentaron las bases de la justicia anarquista. «Respecto a la necesidad de organizar un aparato administrativo judicial consideramos, como principio inalienable, que cualquier tribunal fijo, engranaje judicial o codificación precisa de las leyes, constituyen un atentado contra los derechos de la comunidad a la autodefensa… La verdadera justicia no admite una estructuración de índole administrativa, sino que debe emanar como un acto libremente producido por la comunidad… Ha de ser la propia fuerza vital de la población local la que tutele el respeto a la ley y al orden, sin que tenga que dejarse nunca en manos de un cuerpo policíaco especializado».[303] Como se vio en la guerra civil española, era éste un criterio que admitía una aplicación a la ligera, como justificación de procedimientos sumarísimos y de terror arbitrario.

Parece ser que, dentro de las limitaciones impuestas por la guerra de guerrillas, Majno hizo cuanto pudo para aplicar la línea de pensamiento anarquista en la zona por él controlada. A la requisa de las tierras, en septiembre de 1917, siguió el establecimiento de comunas agrícolas. En una alejada región, dividida del resto del mundo por la guerra y presidida por una organización económica que de todos modos resultaba un tanto primitiva, parecía que los campesinos estaban satisfechos con un sistema de producción y cambio concebido en términos más o menos anarquistas. Al mismo tiempo que se ponía en práctica ese sistema, Majno, sin abandonar la dirección de sus tropas, decidió transferir al congreso conjunto de campesinos, obreros e insurrectos, que debía reunirse periódicamente, la autoridad suprema.

Pero su tarea era, necesariamente y en los aspectos más importantes, de índole militar. Durante el verano de 1918 hostigó mediante una serie de escaramuzas a las tropas alemanas y austriacas, y cuando éstas tuvieron que emprender la retirada en virtud del armisticio firmado en el sector occidental, Majno aprovechó la oportunidad para apoderarse de sus provisiones y pertrechos. Las relaciones con los bolcheviques fueron, en los meses siguientes, relativamente amistosas. Estaba dispuesto a guerrear sin cuartel contra todos los enemigos de la revolución, fueran alemanes o generales del ejército blanco, sin que opusiera inconveniente alguno a la colaboración de los bolcheviques. Pero el llamamiento al anarquismo que Majno hizo a los campesinos que militaban en su ejército bastó para despertar el recelo de los bolcheviques. La invitación formulada a los soldados de los contingentes bolcheviques para que asistieran a los congresos anarquistas, también promovió el rencor de los jefes bolcheviques, quienes nunca olvidaron su actuación. En la primavera de 1919 llegaron a la conclusión de que Majno ya no era un aliado, pero asediados por todos lados, poco era lo que podían hacer frente a un ejército que contaba con quince mil hombres. Entretanto, Majno continuó dirigiendo la campaña con considerable éxito, pero también con la mayor brutalidad. Sus hábitos personales —bebía considerablemente y sus aventuras mujeriegas corrían de boca en boca— y el sacrificio de ciertos postulados anarquistas en aras de inevitables compromisos empezaron a preocupar a algunos de sus seguidores del grupo Nabat; así que, en 1920, dijeron: «Aunque posee cualidades revolucionarias altamente estimables, pertenece, por desgracia, a esta clase de individuos que no siempre saben sacrificar sus caprichos personales al progreso de la causa».[304] Volin, pseudónimo del intelectual anarquista autor de la más completa información de la suerte que corrieron los anarquistas en el curso de la Revolución Rusa, alude con un matiz de reproche a Majno: «Carecía de cultura teórica o político-histórica, y esto le impidió llegar a generalizaciones y deducciones de todo punto necesarias».[305]

De todos modos, el hecho de que Majno lograra levantar un ejército y dirigir una campaña era, hasta entonces, un caso único en los anales del anarquismo, sólo equiparable a los triunfos obtenidos por los anarquistas españoles en 1936-37. La liquidación de las tropas de Majno por los bolcheviques supuso, en consecuencia, un fuerte golpe para la causa anarquista. En el otoño de 1920, el Ejército Rojo había fortalecido su poderío en el sur lo suficiente como para pasarse sin su ayuda. En efecto, en noviembre se ordenó a todas las unidades de insurgentes que se encuadraran en el Ejército Rojo. Majno pudo resistir aquel invierno, pero en agosto de 1921, el apoyo del campesinado, del que se había apoderado el terror, se fue debilitando, teniendo que buscar la salvación en el exilio. Murió en París en 1935, en la pobreza, el anonimato y la amargura.

Si Majno, en la confusión que acompañó a la guerra civil, logró mantener su independencia hasta el verano de 1921, hubo otras organizaciones anarquistas que tuvieron una vida más efímera. En una o dos ocasiones los anarquistas trataron de llevar a efecto actos de terrorismo contra los bolcheviques, como cuando colocaron una bomba en el cuartel general del Partido Comunista en Moscú, en septiembre de 1919, lo que sirvió a los comunistas para llamar despectivamente anarquista a cualquiera que se atrevía a desafiar su dominio. En el mes de abril de 1918 el Ejército Rojo y la policía secreta realizaron una incursión por todos los centros anarquistas de la capital, deteniendo a varios centenares de militantes con el pretexto de la queja presentada por Raymond Robbins, representante de la Cruz Roja norteamericana, según la cual los anarquistas le habían quitado su vehículo. A esta denuncia se añadió la acusación de que los anarquistas detenidos eran delincuentes comunes y que «las actividades delictivas de bandas armadas de desvalijadores y ladrones contrarrevolucionarios las encubrían aireando la bandera negra de la ANARQUÍA». Era una acusación con la que los anarquistas de todo el mundo estaban ya familiarizados. Y como hemos tenido ocasión de ver, nunca faltaban aquellos individuos incrustados en el movimiento y cuyos actos de protesta social más bien parecían obra de vulgares maleantes. Por espacio de dos años, los bolcheviques trataron de mantener la ficción de que en la cárcel sólo había delincuentes, y que, como Lenin aseguró a Emma Goldman, «los anarquistas de ideas no están encarcelados».[306]

Emma Goldman y Alexander Berkman llegaron a Rusia a fines de 1919, tras su expulsión de los Estados Unidos. Los dos eran figuras destacadas del movimiento anarquista internacional por lo que el país del que sus familias habían emigrado les dispenso una calurosa acogida. Emma Goldman, que contaba entonces cincuenta años, no había perdido nada de su fe, su valentía y su fogosidad oratoria. Durante más de treinta años fue defensora del anarquismo y practicante del amor libre. También pronuncio un sinnúmero de conferencias en toda la geografía de Estados Unidos sobre temas que iban desde Ibsen hasta el control de la natalidad, al mismo tiempo que dirigía un periódico anarquista titulado Madre Tierra, por lo que tuvo que afrontar numerosas dificultades con las autoridades, especialmente por su defensa del atentado de Berkman contra Frick y por su campaña en favor de Czogolcz, el asesino del presidente McKinley; igualmente por su abierta defensa de la contraconcepción y franca discusión de temas como el de la homosexualidad. Emma Goldman había sufrido prisión varias veces, y al término de la condena que se le impuso por su campaña contra la recluta obligatoria durante la guerra, se decretó su deportación del país. Era una mujer de absoluta sinceridad, cordial en el trato y muy cultivada, y, como Kropotkin, se había ganado la amistad y el respeto de gentes que no comulgaban con el anarquismo, pero a las que impresionaba el incansable denuedo con el que defendía la libertad en todos sus aspectos (su autobiografía, Viviendo mi vida, aunque con frecuencia demasiado prolija, proporciona un cuadro inolvidable del mundo anarquista y merece ser considerada lo mismo que las Memorias de un Revolucionario de Kropotkin, como una de las obras clásicas de la vida anarquista).

Berkman, su amigo y colaborador de confianza (aunque a estas alturas su asociación fuera estrictamente profesional), carecía del calor y la exuberante humanidad de Emma, aun cuando su pasión por la causa anarquista y su amor a la verdad y la justicia fueran igualmente intensos. Después de su frustrado intento de asesinar a Frick, cumplió una condena de catorce años, pero tan pronto salió de la prisión volvió a sus actividades como agitador, sin importarle la pública hostilidad de que era objeto y la vigilancia a que le tenía sometido la policía. En 1916, mientras se celebraba un desfile en San Francisco, estalló una bomba. Cuando el hecho llegó a conocimiento de Berkman y de Emma Goldman, ésta exclamó: «Espero que no carguen la culpa de esto a los anarquistas», y como su secretaria le pregunta: «¿Por qué han de hacerlo?», Berkman contestó que siempre ocurría así.[307] Dos dirigentes sindicales fueron detenidos, Tomás Mooney y Warren K. Billings, y la policía hizo cuanto estuvo a su alcance, aunque sin resultados, para complicar a Berkman en el atentado. Un tribunal californiano sentenció a Mooney y a Billings a la pena capital, pero les fue conmutada al llegarse a la sospecha de un posible amaño en el juicio y después de la campaña de agitación desatada por Berkman, que recibió una inesperada y eficaz ayuda cuando el gobierno bolchevique amenazó con la detención del representante diplomático de los Estados Unidos en Rusia si Mooney y Billings eran ejecutados. Si bien la policía no pudo complicar en el caso Mooney-Billings a Berkman, sí le fue fácil, en el clima de tensión inherente al estado de guerra en que vivían los Estados Unidos, acusarle de promover agitaciones contra el alistamiento forzoso. A pesar de la excelente defensa de Berkman hizo de sí en el proceso y juicio que se le siguió, sentándose en el banquillo con Emma Goldman, fue encarcelado, puesto luego en libertad y expulsado seguidamente del país. En espera del momento de abandonar los Estados Unidos, llegó a sus oídos la noticia de la muerte de Frick, el hombre al que trató de asesinar un cuarto de siglo antes. «Deportado por orden de Dios», fue el comentario de Berkman.

Emma Goldman y Alexander Berkman llegaron a Rusia como huéspedes de honor, y aunque tenían ya ciertas dudas respecto a determinadas actividades de los bolcheviques, estaban, como Kropotkin, al lado de la Revolución. No obstante, a medida que fue transcurriendo el tiempo aumentaban su disgusto y su desengaño, no tardando en convertirse en objeto de sospechas por parte de la policía secreta. Después de su negativa a traducir la obra Estado y Revolución, de Lenin, porque no compartían sus opiniones, Berkman experimentó un cambio en su situación personal. Ambos se sintieron también afectados por la detención de muchos anarquistas, la eliminación de los insurrectos que mandaba Majno y la negativa del gobierno a poner en libertad a cierto número de anarquistas para que no pudieran asistir a las exequias de Kropotkin, en 1921, la última vez que la bandera negra anarquista ondeó por las calles de Moscú.

Dos semanas después de este acto de póstumo homenaje a Kropotkin, los marineros de la base naval de Kronstadt se rebelaron contra el gobierno bolchevique. Aunque en 1917 el anarquismo tenía sus prosélitos entre los marineros de Kronstadt, hoy parece que la insurrección de 1921[308] se debió no a la instigación directa de los anarquistas, sino más bien al estado de opinión de aquellos revolucionarios que veían frustradas sus esperanzas en la instauración de lo que según ellos debía ser el soviet puro, en su forma primitiva y original, opuesta a la idea de la dictadura bolchevique. No obstante, el programa lanzado por los insurgentes contenía un punto en el que eludía a la «libertad de expresión y de prensa para las campesinos, los anarquistas y los partidos socialistas de izquierda»; designar al levantamiento como de cuño anarquista era, sin la menor duda, el mejor expediente para desautorizarlo. Tras la muerte de Kropotkin y la negativa de Lenin de liberar a los prisioneros anarquistas, la brutal represión de la revuelta de Kronstadt supuso un duro y amargo golpe para los anarquistas procedentes de países extranjeros que se encontraban en Rusia, a pesar de no ser sus objetivos específicamente anarquistas. Es cierto que en el verano de 1921, después de una huelga de hambre llevada a cabo por cierto número de anarquistas en las cárceles, algunos fueron puestos en libertad para impresionar favorablemente a los asistentes a la Conferencia Internacional de Sindicatos Rojos, pero fue la última de las concesiones. Con la disolución del ejército de Majno, el cada vez más inflexible rigor del gobierno hacia los elementos de la oposición, y la detención y persecución de que los anarquistas fueron objeto, terminó con la actividad del movimiento en Rusia. La jactancia de Trotsky de que «por fin, el gobierno soviético, con su férrea mano, se ha librado del anarquismo»,[309] estaba justificada.

A fines de 1921, Emma Goldman y Alexander Berkman resolvieron abandonar el país. Berkman había escrito en su diario: «Los días transcurren grises; uno a uno se han ido extinguiendo los restos de esperanza que quedaban. El terror y el despotismo han sofocado la vida que nació en Octubre. Se ha abjurado de los principios proclamados en los días de la Revolución y sus ideales han quedado anegados en la sangre del pueblo. El soplo vital del Ayer está llevando a la muerte a millones de gentes y la sombra del Hoy se cierne como un paño mortuorio sobre el país. La dictadura pisotea implacablemente a las masas. La Revolución ha muerto y su espíritu clama en el desierto… He decidido irme de Rusia».[310] Exiliados de Rusia y exiliados de América, Berkman y Emma Goldman se dirigieron a Alemania y después a Francia, no sin tener que vencer las considerables dificultades con que solían tropezar los anarquistas para obtener pasaportes, visados y permisos de residencia, y lo que fue todavía peor: cuando publicaron sus respectivos escritos criticando a los bolcheviques, se vieron abandonados por muchos de sus amigos y asociados de izquierdas, quienes no admitían censuras respecto a la Revolución Rusa. Ciertamente, hacía falta mucho valor para admitir el fracaso de otra revolución, y el ideal de una sociedad anarquista parecía ahora más lejano que nunca.

Alexander Berkman continuó escribiendo y trabajando en pro de la causa anarquista y del movimiento sindicalista; pero los años transcurridos en la prisión habían mermado su salud, muriendo en Niza en 1936. Tras un tiempo de residencia en Inglaterra, Emma Goldman se trasladó a Francia. Al estallar la guerra civil española, actuó apasionadamente, y después del aniquilamiento de los anarquistas españoles y la derrota de la República, emprendió una activa propaganda contra el nuevo régimen español, muriendo finalmente en 1940, mientras se hallaba en el Canadá pronunciando una serie de conferencias.

Las experiencias de los anarquistas durante la Revolución Rusa habían evidenciado que las diferencias que en el plano teórico separaron a Marx y a Bakunin, se traducían en la práctica en violentos y amargos choques. Desde aquel momento, anarquistas y comunistas se encontraron de modo irremediable en bandos antagónicos. Al mismo tiempo, los anarquistas habían fracasado al erigirse en conductores de la gran revolución, pues sus propios principios dificultaban considerablemente todo intento de organización. Tras el éxito obtenido en Rusia, los marxistas se afirmaron como fuerza revolucionaria más eficaz que los anarquistas, y de aquí que a los militantes anarquistas les fuera cada día más difícil conquistar y retener prosélitos que les permitieran poner en práctica su ideario y su concepto de lo que tenía que ser una revolución. Ya antes de empezar la primera guerra mundial los anarquistas realizaron intentos esporádicos para encuadrarse en un movimiento oficial disciplinado, pero sus divergencias y su inflexible a la vez que admirable insistencia en el derecho de cada cual a opinar de distinto modo, invalidaron totalmente sus esfuerzos. Se hallaban más en su elemento promoviendo algaradas y dificultando decisiones oficiales en el marco de los congresos celebrados por la Segunda Internacional (incluso quedaron excluidos en 1896 por la mayoría socialista) que celebrando sus propias reuniones y conferencias.[311] No obstante, frecuentemente se reunieron para estudiar tácticas y métodos, teorías y doctrinas. En Francia, en España y en los Estados Unidos, muchos de los miembros de la nueva generación de dirigentes anarquistas trataron de introducir ideas y prácticas de nuevo cuño, aunque muchas innovaciones sólo lograran acentuar más la falta de cohesión del anarquismo. Algunos de los militantes anarquistas cayeron en la cuenta de que era en el movimiento que agrupaba a la fuerza organizada de los sindicatos donde podía radicar la base para consumar la revolución; en consecuencia, fue en el terreno sindicalista donde finalmente se libró la batalla entre comunistas y anarquistas.