CAPÍTULO VI


SANTOS Y REBELDES

Soy uno de tantos entre los miles de jóvenes de mi clase… en cuyo cerebro fermentan ciertas ideas. Nada en mí tiene él menor viso de originalidad. Soy muy joven y muy ignorante; no hace más que escasos meses que empecé a especular sobre la posibilidad de una revolución social con hombres que seguramente han reflexionado sobre el conjunto de la situación mucho más que yo. Soy una mera partícula en la gris inmensidad de las gentes. Sólo tengo la buena fe que me anima y el vigoroso deseo De ver consolidarse la justicia”, concluyó Jacinto. Henry James: La princesa Casamassima.

Tengo cincuenta años y he vivido siempre libremente; dejen que termine mi vida libre para que cuando muera si pueda decir de mí: “No perteneció a ninguna escuela, iglesia, institución o academia; ni, menos aún, a ningún régimen, a excepción del régimen de la libertad”. Gustave Courbet, al rechazar la Legión de Honor.

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Las nuevas ideologías y los movimientos surgidos a partir de 1890 desafiaban, en toda Europa, al cúmulo de convencionalismos políticos, morales y artísticos privativos de la generación anterior. Cuanto más parecía expansionarse la sociedad industrial, mayor era el número de gentes concientes de las iniquidades que llevaba anejas. A medida que el rico acrecentaba sus riquezas y los signos externos de prosperidad eran más ostentosos y provocativos, mayor era el abismo que los separaba de las clases obreras y mayor la insatisfacción de los intelectuales y los artistas hacia los valores sociales de la estructura capitalista. Dado que la ética y las convenciones de la sociedad existente parecían sofocar toda expresión de individualismo y forzar al hombre a la hipocresía, también la idea de una completa repulsa del orden establecido adquirió un tono personal, social y político a la vez. Es en virtud de estas razones por lo que el final del siglo XIX y el advenimiento del XX parece que traigan la posibilidad de un futuro presidido por un nuevo orden moral y social.

Del mismo que en los países donde los obreros no podían aspirar a una reforma y aun cambio pacíficos, el anarquismo ejercía gran influjo y proporcionaba a los intelectuales de las grandes capitales del Occidente europeo una teoría política susceptible de combinar la visión de una sociedad justa con la afirmación de la voluntad y la libertad individual. En cuanto a los artistas y escritores favorables a la repulsa de los convencionalismos burgueses, hallaron en el anarquismo —y especialmente en la propaganda por la acción—, un estimulante ejemplo de rebelión absoluta. Ansiosos de asistir a un cambio en la estructura social y deseosos de experimentar sensaciones fuertes, muchos jóvenes intelectuales se mostraban dispuestos, aunque fuera por una sola vez, a seguir los postulados de Kropotkin o de Nietzsche indistintamente, o a saltar del anarquismo a múltiples formas de exaltado nacionalismo (más tarde, a medida que los años entibiaban el apasionado deseo de la acción violenta y arraigaba en ellos el sentido de caminos abiertos a sus reivindicaciones, muchos de estos hombres volvieron la mirada a las sendas habituales de la socialdemocracia ortodoxa). En palabras de León Blue, «toda la generación de literatos de la que yo formaba parte estaba impregnada del pensamiento anarquista».[227]

De cuantos personajes influyeron en los anarquistas, tanto los del grupo que deseaba la revolución social como aquellos otros que pretendían reivindicar la santidad del individuo contra el anonimato de la sociedad industrial y la hipocresía y coerción de la burguesa moralidad «victoriana», Kropotkin fue, quizá, el más destacado. Cuando se estableció definitivamente en Inglaterra, en 1886, tenía cuarenta y cuatro años; las temporadas transcurridas en la prisión habían debilitado su salud, y ya nada quedaba en él del que antaño fue dirigente activísimo del movimiento revolucionario. En realidad, prescindiendo que el período previo a su marcha de Rusia hubiera abogado en pro de las bandas armadas como medio de llevar el revolucionario. En realidad, prescindiendo de que en el período previo a su marcha de Rusia hubiera abogado en pro de las bandas armadas como medio de llevar la revolución al campesinado, y de que compartiera con muchos anarquistas de los años sesenta y ochenta la esperanza en la cercana revolución, no tardó en volver a la idea, derivada de N. V. Tchaikovsky, de que el mejor medio de servir a la revolución era la palabra impresa y que un folleto clandestino resultaba más eficaz que la bomba del terrorista o el puñal del asesino.

En 1886 Kropotkin tuvo que pagar su factura por tales concepciones, siendo encerrado durante dos años en la fortaleza de Pedro y Pablo de San Petersburgo; posteriormente pasó tres años en las cárceles francesas, como prisionero político. Todo ello, añadido a su dramática huida de Rusia, contribuyó a que en los artículos revolucionarios se le tuviera por una figura legendaria. Durante esos años reflexionó profundamente en torno a la naturaleza de los cambios sociales. Su experiencia de la vida carcelaria le había convertido en un ferviente partidario de la reforma penal; durante el resto de su vida pocos serían los movimientos liberales que no contasen con su simpatía y pocas las manifestaciones o cartas que no apoyase con su presencia o con su firma. En Inglaterra, donde vivía muy modestamente, pues sus propiedades en Rusia estaban confiscadas, se convirtió en un personaje muy respetado y querido, cuya sencillez y sinceridad no dejaban de impresionar incluso a los que no compartían sus ideas, siendo considerado el término de su vida como una especia de santo anarquista cuya integridad y bondad podían oponerse a la violencia y el terror con el que a los ojos de las gentes, estaba vinculado el movimiento anarquista. Como escribió el gran crítico danés George Brandés: «Raras veces han existido revolucionarios tan humanos y moderados… Jamás se mostró partidario de la venganza, sino que se condujo como un mártir. No exigió sacrificios de los demás, sino que fue él quien los hizo».[228]

En Inglaterra mantuvo relaciones de amistad con toda clase de radicales. Respetaba y estimaba a William Morris, aunque no compartía su hostilidad contra las máquinas y al progreso técnico, ya que Kropotkin, como para Godwin, sería la mecanización lo que, llegado el momento, liberaría al hombre de innumerables tareas rutinarias y humillantes. «El aborrecimiento que William Morris profesa a las máquinas —escribió— demuestra que en su numen político faltaba una adecuada concepción de su eficacia y su gracia».[229] También era amigo de dirigentes sindicales, como Ben Tillet y Tom Mann, y se quedó hondamente impresionado ante la solidaridad y la lealtad mutua que observó entre los estibadores londinense cunado la gran huelga de 1889. Al mismo tiempo sus estudios geográficos le ganaron el respeto de los círculos académicos, y en determinado momento corrió el rumor de su posible acceso a una cátedra de la Universidad de Cambridge. Asistió a los banquetes de la Real Sociedad de Geografía, negándose firmemente a ponerse en pie y a levantar la copa a la salid de la reina. Hasta el último de sus días fue fiel a su desprecio del Estado y de todo lo que lo encarnase. Así, cuando regresó a Rusia, en 1917, rehusó una propuesta para formar parte del Gobierno provisional, lo mismo que, al adueñarse el poder los bolcheviques, rechazó la oferta de Lunacharsky para que aceptase un subsidio gubernamental que le permitiría reeditar sus obras (uno se pregunta cuál habría sido su reacción si hubiese sabido que uno de los dirigentes anarquistas ingleses, Herbert Read, también intelectual, había aceptado la encomienda de una orden de caballería). El único punto de toda su carrera que pareció incongruente a sus amigos y discípulos fue su ferviente apoyo a la lucha contra Alemania durante la primera guerra mundial. Kropotkin compartía la enemistad de Bakunin profesaba a los alemanes y su fe en las innatas virtudes del pueblo ruso, convencido, como Bakunin en 1870, de que una victoria alemana significaría un consolidación del rígido y disciplinado Estado que tanto detestaba. Esta actitud le llevó a una ruptura con antiguos colaboradores, como Malatesta, que continuaba insistiendo en que el hombre «no debería luchar nunca, a excepción del combate en pro de la revolución social»,[230] y también le acarreó despreciativos comentarios de revolucionarios pertenecientes a fracciones rivales, como aconteció, por ejemplo con Stalin, quien escribió acerca de él: «Este viejo imbécil debe de haberse vuelto loco».[231]

Pese a su enemiga a la acción terrorista («en sus labios el término nechaevismo adquiría siempre un tono de censura», se decía en una carta de uno de sus discípulos),[232] consideraba que en ciertas situaciones el recurso a la violencia estaba justificado y que podía admitirse como el único medio de consumar la revolución. Cuando se enteró del movimiento revolucionario del año 1905, llegó al extremo de hacer prácticas de tiro con rifle en una galería subterránea dispuesta al efecto, ante la posibilidad de que consiguiera trasladarse a Rusia para participar en la lucha. Y en este aspecto, sus ideas diferían de las de Tolstoi, cuyas opiniones tenían en gran estima y cuyo genio literario admiraba. La diferencia entre a posición anarquista y las teorías defendidas por Tolstoi queda perfectamente de manifiesto en las líneas que, a manera de prólogo para le folleto, tolstoiano sobre La Guerra y el servicio militar obligatorio, escribió un autor anónimo con motivo de su publicación en 1896 por la biblioteca des Temps Nouveaux. Esta editorial, con la que Kropotkin, Jean Grave y Eliseo Reclus estaban vinculados, publicaba obras anarquistas. Afirma el desconocido escritor que Tolstoi es anarquista. «Sostiene, como nosotros, que todos los gobiernos funcionan de manera patológica y que por su misma naturaleza corrompen cuanto tocan; niega desde un principio la bondad de las leyes, las normas y las declaraciones de las altas esferas; detesta el sistema militarizado como absolutamente contrario a la libertad y a la justicia, pero repudia cualquier acto de resistencia al mal. Se denomina a si mismo como anarquista-cristiano… Por lo que a nosotros respeta, las palabras “presenta la otra mejilla”, atribuidas al profeta de Nazareth, se nos antojan abominables… Cualquier hombre que pretenda merecer el nombre de tal ha de resistir hasta el límite de sus fuerzas, no en su propio favor, sino en beneficio de todos los seres humanos, a los que representa y a los que envilece con su cobardía o ennoblece con su valor. El viejo dicho romano continúa ostentando todo el simbolismo de la verdad: “Las reivindicaciones contra el enemigo perduran eternamente. Reivindicaciones, no venganza, por que conocemos perfectamente la determinante influencia que ejercen las circunstancias y porque no odiamos a nadie”».[233]

En una carta escrita años antes a un amigo inglés, el propio Kropotkin muestra pareja actitud respecto al acto de venganza: «afirmamos que la venganza no constituye un fin en sí misma; a fe que no lo es, pero si es humana, todas las revueltas habidas y por haber continuarán ostentando ese rasgo. En realidad, nosotros no hemos sufrido las persecuciones de que han sido objeto los trabajadores; nosotros, que al amparo de nuestras casas, nos aislamos de los clamores y de la visión del sufrimiento humano, no podemos erigirnos en jueces de los que viven en medio de este infierno de pesadumbre… Personalmente, detesto estas explosiones, pero no puedo adoptar la actitud de un juez para condenar a los que son víctimas de la desesperación… Una sola cosa es cierta, y es que la venganza no debe elevarse a la categoría de doctrina. Nadie tiene el derecho de incitar a otros a vengarse, pero si el que siente en su carne todo este infierno comete un acto de desesperación, que le juzguen los que son sus iguales, los que con él soportan la carga de los sufrimientos del paria».[234]

El dilema que asaltaba a Kropotkin era el de que su experiencia personal en Rusia le había enseñado que, en determinadas circunstancias, la rebelión violenta parece ser el único camino abierto al cambio del orden social; pero al propio tiempo su índole y sus mismos principios le llevaban a repudiar estos métodos. Su temor constante era pensar que la revolución pudiera incurrir en los mismos métodos del Estado que trataba de derribar. En su historia La Gran Revolución Francesa escribe: «El terrorismo es siempre una forma de gobierno».[235] Kropotkin insistía de continuo en que las palabras «gobierno revolucionario» son dos términos antagónicos, pues la esencia de la revolución estriba, precisamente, en la abolición del gobierno. Pero se negó a aceptar, a diferencia de Tolstoi y de Gandhi, la conversión de la no violencia en un principio de acción, ya que a su modo de ver existían situaciones tan desesperadas que la violencia parecía un daño menor. Por esta razón la actitud de apoyo a la causa aliada que Kropotkin expresó en los días de la primera guerra mundial no es ni tan insólita ni tan incongruente como pueda parecer a primera vista.

Aunque Kropotkin y tolstoi nunca llegaron a conocerse personalmente, el novelista supo penetrar en la psicología de la posición defendida por el pensador. «Sus argumentos en favor de la violencia, escribió, no se me antojan la expresión de su real opinión, sino de su fidelidad a la bandera que tan honestamente ha servido a lo largo de su vida».[236] Kropotkin, a su vez, supo también comprender las razones que llevaron a Tolstoi al abandono de su residencia de la capital y a la renuncia de los valores mundanos. «No me sorprende saber —escribía poco antes de morir el novelista— que tolstoi haya decidido retirarse al campo para poder continuar prodigando sus enseñanzas sin tener que depender del trabajo de otros para poder disfrutar de los placeres de la vida. Es el resultado inevitable del terrible drama interior que ha estado viviendo durante estos últimos treinta años; drama, dicho sea de paso, que es también el de miles y miles de intelectuales de nuestra sociedad. No es más que la realización de unos deseos por largo tiempo contenidos».[237]

Kropotkin discrepa del principio tolstoiano de la no violencia y del cristianismo, pese a que la religiosidad de Tolstoi no cayera precisamente dentro de la estricta ortodoxia. Kropotkin se consideraba, antes que otra cosa, un científico, pues en el criterio suyo, tanto su sistema social como su filosofía ética se basaban indiscutiblemente en observaciones empíricas. Ya desde los días de sus expediciones por el Asia Central tenía el convencimiento de que los hombres trabajan más a gusto y con más eficacia si se saben unidos por los lazos de una cooperación libre e igualitaria; así, por ejemplo, los hombres que le acompañaban en sus exploraciones respondían con mucho mayor voluntad tan pronto como comprobaban que Kropotkin no se valía de su imposición, de sus privilegios nobiliarios o de su graduación como oficial para asegurarse obediencia. Como observó en las tribus primitivas con las que tomó contacto, parecían tener costumbres e instintos que regulaban su vida social sin necesidad de leyes ni de gobierno alguno. En la opinión de Kropotkin, estas sociedades primitivas no sólo evidenciaban el conflicto a que aludía Hobbes en su obra y las contiendas que oponían a todos contra todos, sino que patentizaba también como la cooperación y el «apoyo mutuo» constituyen el estado natural del hombre cuando el gobierno y las leyes no le corrompen, puesto que ambos son producto del «afán que se apodera de la clase dominante de dar carácter de permanencia a las costumbres que ellos han impuesto, atendiendo sólo a su propia conveniencia», siendo así que todo cuanto se necesita para una armoniosa existencia son «aquellas costumbres que siendo útiles para la sociedad no necesitan leyes para ser respetadas».[238]

Kropotkin opinaba que sus ideas estaban reforzadas por las teorías de Darwin, y la más extensa de sus obras teóricas, El apoyo mutuo, fue escrita con el expreso propósito de contraatacar la versión de T. H. Huxley dio acerca de las interpretación de Darwin de la teoría evolucionista. Huxley sostenía que la vida es una lucha abierta y que era de acuerdo con este batallar por la existencia que las especies sobrevivían o evolucionaban a nuevas formas de vida. Kropotkin, en cambio, era del parecer de que la ley natural es una ley de cooperación, una ley de apoyo mutuo antes que una contienda. Dentro de cada especie priva la norma de la ayuda recíproca, y por cada ejemplo aducido de rivalidad puede aportase otro de asistencia mutua. «Aquí tienen el caso del altivo cisne, o el de la gaviotas; todo es sociabilidad y apenas sufren rencillas, y si se suscitan revisten un tono de fugacidad; o el de los amables pingüinos polares, siempre en trance de acariciarse unos a otros…».[239] En sus escritos, Kropotkin no se cansa de recordar el ejemplo ofrecido por Darwin del pelícano ciego al que sus compañeros alimentaban con pescado.

Las optimistas e idealistas opiniones de Kropotkin sobre el mundo animal aparecen después proyectadas a las sociedades humanas primitivas. En un principio, el hombre era sociable y cándido; en el transcurso de la historia fueron desarrollándose también estos instintos de cooperación y sociabilidad —como muestran las primitivas comunidades—, la ciudad-estado griega y las comunas urbanas cuya maquinaria y engranajes se presentan elaborados en exceso, resultado de la ciega codicia de un reducido número de comerciantes, por la negativa de los ciudadanos a ejercer sus derechos y por la negativa de los ciudadanos a ejercer sus derechos y por su abulia consecuente, dejando que sean las asambleas representativas las que ejerzan sus capacidades, asambleas cuyos miembros son, en el mejor de los casos, simples medianías, y en el peor, tiranos. Pero Kropotkin, a pesar de su optimismo y su candidez, se dio cuanta de que la sociedad ideal sólo podía ser resultado de un estado de alerta permanente. Aceptado en su conjunto la bondad natural de los instintos de los hombres, el problema fundamental de la ética consiste en hallar una solución para la contradicción existente entre aquellos sentimientos «que inducen al hombre a subordinarse a otro, el cual, a su vez, lo utiliza para sus fines particulares» y los que «impelen al ser humano a unirse en sociedad para el logro de fines comunes mediante un esfuerzo también común; los primeros como respuesta inmediata a la más fundamental necesidad de la humana naturaleza: la lucha, y los segundos como equivalente de otra disposición igualmente fundamental: la apetencia por la compañía y consuelo mutuos».[240]

Estos últimos instintos —los que alientas la solidaridad humana, así como la ayuda y comprensión mutuas— deben recibir estímulo de dos maneras: mediante una organización económica sana y por el recurso saludable a los sistemas de moralidad. De este modo, la humanidad puede acceder a la segunda etapa de evolución. «El ideal del anarquista… es una mera recapitulación de lo que considera que constituye la siguiente fase de la evolución. No es ya cuestión de fe, sino que se trata de una discusión científica».[241] En el plano de lo moral, se necesita un sistema ética que emane de los instintos bondadosos hombre y que no requiera ninguna sanción externa para su cumplimientos.

La filosofía moral de Kropotkin se vio grandemente influido por un joven filósofo francés, Guyau, cuya obra más importante, esquisse d’une morale sans obligations ni sanction, apareció en 1885, mientras Kropotkin se hallaba, en su condición de prisionero político, en el antiguo convento de Clairveux, y donde el propio Guyau se entregó a la tarea de meditar acerca de las bases morales de la sociedad. Kropotkin consideraba entonces a Guyau como un «anarquista sin saberlo», usando repetidamente las frase «moralidad sin obligación o sanción» para describir sus propias doctrinas éticas. Era Guyau un escritor de pensamiento profundo que supo analizar fríamente la filosofía moral tradicional, exponiendo sus errores y demostrando que un principio que hacía depender la moralidad de una sanción metafísica externa eran erróneo como el basado en las perspectivas hedónicas de los utilitaristas; y así como la idea kantiana de un imperativo categórico incontrovertible que nos impone determinadas tareas y deberes despertó en él considerables simpatías, no es menos cierto que, desde el ángulo estrictamente filosófico, le pareció una posición insostenible. El hombre se ve solo, replegado sobre sí mismo; los motivos que inspiran sus actos dimanan de su interior, independientemente de que los haya disciplinado o no, y su conducta es el resultado de esos actos. Resulta poco inteligente atender a un concepto del deber que no sea el nacido de las capacidades de cada cual: «Je puis donc je dois». Es del todo vano esperar que el hombre se comporte de modo distinto a los dictados de su naturaleza. «La inmoralidad no es más que una mutilación interior». Pensamiento y acción actúan de consuno; el pensamiento ha de conducir a la acción. «Quien no actúa conforme a su pensamiento, piensa imperfectamente».[242]

El neoestoicismo de Guyau resulta mucho más sombrío que la moralidad de Kropotkin, basada en los intentos naturales de ayuda recíproca. El retrato que del hombre nos ofrece Guyau es el de un marinero que se halla en alta mar a borde de una nave averiada. «No hay manos que nos guíen ni ojos que velen por nosotros; se ha roto el timón, o, peor aún nunca ha tenido gobernalle, por lo que nos vemos obligados a construirlo; difícil tarea, y tarea que sólo a nosotros corresponde».[243] No obstante, e igual que kropotkin, Guyau hace hincapié en los instintos generosos y egoístas del hombre, indicando al mismo tiempo que la simpatía y la compasión son en él tan naturales como la envidia y el odio. «La vida no es sólo manutención, sino también producción y fecundidad. Vivir es tanto gastar como adquirir».[244] En opinión de Kropotkin, Guyau venía a reforzar la convicción en la naturaleza del hombre y del progreso humano, que, según sus concepciones, quedaban justificados por su interpretación de la teoría de la evolución y sus estudios y observaciones sobre las comunidades primitivas. Lo que se requería para la puesta en práctica de una moralidad sin obligaciones ni sanciones, era un nuevo orden económico capaz de tener en cuenta únicamente los buenos instintos del hombre, sin conceder ninguna los buenos instintos del hombre, sin conceder ninguna oportunidad al juego de los malos. Para conseguir este objetivo era necesario proceder a una total reestructuración de la sociedad con objeto de llegar a un estado de lo que Kropotkin denominaba «comunismo anarquista». Si la revolución se presenta como necesaria, se debe a que «en nuestra sociedad todo guarda una relación, y resulta, por tanto, imposible reformar nada sin que se venga al traste toda la estructura en que se apoya. En el mismo momento en que se arremete contra la propiedad privada en una de sus formas —la tierra o la industria, por ejemplo—, uno se ve obligado a embestir contra todas las restantes. Es el éxito mismo de la revolución lo que obliga a que así acontezca».[245] El fracaso de las anteriores revoluciones se debió a que sólo mediante la rápida expropiación de los abastaos, campos de cultivo y factorías hubiera sido posible mantener el suministro de alimentos al tiempo que se erigían los cimientos de la nueva sociedad: «Du pain, il faut du pain à la Révolution». Esto evitaría no sólo las dificultades económicas —pensaba, no sin optimismo, Kropotkin— que en 1792 condujeron al imperio del terror y en 1848 a la reacción contra la Segunda República, sino que constituiría, además, la primera etapa hacia un nuevo orden. «Para lograr que la prosperidad se convierta en realidad, es necesario que este inmenso capital constituido por nuestras ciudades, casa, campos, fábricas, medios de comunicación y la educación, dejen de inmediata de considerarse como una propiedad privada de la que los monopolistas pueden disponer a su antojo. Todo este conjunto de cosas que nuestros antepasados construyeron, desarrollaron, inventaron y crearon con tanto esfuerzo, debe convertirse en patrimonio común, de manera que el espíritu colectivo pueda extraer de este conglomerado el máximo de beneficios para casa sujeto. Es necesario proceder a la expropiación. La prosperidad ha de ser el fin y la expropiación el medio».[246]

Una vez consumada la expropiación, quedaría abierto el camino para el comunismo anarquista. Kropotkin manifestó reiteradamente que sin instauración debía conllevar el paso del principio de «a cada cual según sus capacidades», al de «a cada cual según sus necesidades», subrayando una y otra vez que no era válido determinar la retribución del trabajo de acuerdo con el trabajo real llevado a cabo por un determinado individuo. En los medios anarquistas este extremo fue objeto de vivas discusiones, del mismo modo que lo fue también el tema de la propiedad. Proudhon imaginaba una sociedad en la que cada miembro tuviese una propiedad doméstica conveniente, en tanto que los diversos movimientos cooperativistas a que su ideario dio lugar preveían la propiedad conjunto de los medios de producción, según la cual «cada sujeto sería propietario de una parte de los productos o de sus rentas». Para Kropotkin, empero, esta idea no era, en el mejor de los casos, más que una etapa de transición. En última instancia, la propiedad terminaría por desaparecer y cada cual podría en lo futuro tomar lo que reclamasen sus necesidades. Con evidente optimismo, Kropotkin creyó ver en ciertas iniciativas de la época síntomas de que el mundo iba paulatinamente encauzándose por la senda que él propugnaba. Así, el número cada vez mayor de servicios públicos libremente prestados despertaban en él gran entusiasmo. «El bibliotecario del Museo británico no inquiere del lector cuáles haya podido ser sus anteriores servicios en favor de la sociedad, sino que se limita a entregarles el libro que solicita».[247] Asimismo, Kropotkin se quedó vivamente impresionado ante lo que, en la atmósfera liberal de Inglaterra victoriana, parecía ser una renuncia a la acción estatal en beneficio de las asociaciones voluntarias de ciudadanos. Kropotkin insistía reiteradamente en que la Asociación Británica de lanchas salvavidas constituía un ejemplo de cómo la sociedad puede llegar a organizarse por razones y motivos de interés meramente humano sobre la base de la libre cooperación entre unos hombres que prestan su desinteresada ayuda a quienes la necesitan. He aquí cómo resume sus concepciones: «La propiedad colectiva de cuanto es necesario para la producción supone el disfrute conjunto de los frutos de esta producción en común; en nuestra opinión, la organización de una sociedad equitativa sólo puede surgir del abandono del sistema salarial, y cuando todos, contribuyendo al bienestar general en la medida de sus capacidades, disfruten del común patrimonio de la sociedad hasta el límite máximo de sus necesidades».[248]

Es éste un ideal que anarquista y comunista han compartido. Así por ejemplo, con motivo del XXIII Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, Kruschev manifestó que en la década 1971-80 «se crearán las bases técnicas y materiales del comunismo y toda la población del país podrá beneficiarse de la abundancia de productos y de las ventajas del orden cultural; la sociedad soviética se aproximará a un momento en el que se entenderá el principio de la distribución según las necesidades de cada cual».[249] Sin embargo Kropotkin y sus discípulos anarquistas consideraban que tales fines podían lograrse no ya mediante una dirección estatal fuertemente centralizada, sino mediante la mutua cooperación y la libre asociación. Del mismo modo que las iniciativas inglesas relativas a la constitución de agrupaciones voluntarias le impresionaron considerablemente, quiso ver también en la dirección de importantes empresas sin intervención gubernamental un optimista ejemplo de cooperación voluntaria a escala internacional. Ciertamente, el entusiasmo que despliega ante la creación de la Unión Postal Internacional y en especial ante la fundación de la Compagnie Internationale des Wagons-Lits le acerca a la fe de un Saint-Simon en las benéficas influencias que han de provenir de intereses económicos de amplio ámbito geográfico. Kropotkin consideraba que en la fase intermedia de la revolución, antes de la consolidación definitiva de la sociedad ideal, la ayuda recíproca y el buen sentido podrían vences todos valladares. Para el caso de que temporalmente se produjeran situaciones de escasez, se podría pensar en la implantación del racionamiento, y, si se llegara a situaciones extremas, «las últimas raciones se reservarán para lo que más las necesiten; expresados estos criterios y verán cómo se consigue un acuerdo unánime».[250] No creía que tales racionamientos tuvieron que ser de larga duración. Tanto él como su mujer —ésta quizás en mayor medida todavía— compartían con Fourier la creencia en los placeres y las ventajas que proporcionaba la horticultura casera, y adviértase que en los días difíciles de sus últimos años, tras el regreso a Rusia después de la Revolución, fue gracias a los productos del fuertecillo de la princesa Kropotkin que pudieron atender su subsistencia. Consideraba Kropotkin que el sistema de horticultura que había observado en las islas del Canal y en otras zonas podía producir lo suficiente para alimentar a una población numerosa. Así, se decía Kropotkin, sólo el departamento de Seine-et-Oise podía, adecuadamente cultivado, abastecer París. Los bienes manufacturados que el campesino recibiría a cambio del producto de su trabajo —el dinero naturalmente, habría desaparecido— no tardarían en producirse abundantemente como consecuencia del empleo de procedimientos mecánicos. Kropotkin tenía gran fe en las posibilidades de las máquinas, no ya en lo referente al incremento de la producción, sino también respecto a la ejecución de trabajos que, incluso en una sociedad ideal, nadie llevaría a cabo de buena gana. «Si existen todavía trabajos que son desagradables, se debe únicamente a que nuestros científicos jamás se han ocupado de hacerlos más leves».[251] El invento por la señora Cochrane, de Illinois, de una especio de lavadora le llenó de satisfacción.

No obstante, aun aceptando que las máquinas podían reducir la duración y la dureza del trabajo, Kropotkin abogaba por la práctica del trabajo manual en pequeña escala. Como Proudhon, opinaba que el trabajo poseía unas virtudes intrínsecas, por lo que todo el mundo debería practicarlo, no sólo para contribuir a la subsistencia de la comunidad, sino por sus propiedades puramente estimulantes. El artista y el escritor se hallaban particularmente necesitados de él; los autores deben, antes que nada, pasar por el oficio de impresor y los pintores han de experimentar, previamente, los temas de sus cuadros. «Conviene que contemplen el sol en su ocaso al regresar a su hogar; tiene que haber sido campesino entre los campesinos y soportado los rayos del sol».[252] Una vez transcurridas las pocas horas que un hombre debe dedicar al trabajo, queda en libertad para seguir sus antojos y dedicarse a la producción o ejecución de todo cuanto forma parte del patrimonio comunitario. Nadie controlaría su trabajo, ni nadie le exigiría más de lo que estuviese en condiciones de dar. «La concepción anarquista de la sociedad —escribe Kropotkin en un pasaje que sintetiza su pensamiento— presupone que las mutuas relaciones de sus miembros están reguladas no por las autoridades, sean electivas o impuestas, sino por acuerdos entre los miembros de esta sociedad y por el conjunto de costumbres y hábitos sociales no petrificados por el derecho, la rutina o la superstición, sino en una fase de permanente evolución y reajuste, de conformidad con las siempre variadas exigencias de una vida libre, estimulada por el progreso de la ciencia, los descubrimientos y el continuo impulso de más altos ideales. De aquí que se imponga la desaparición de poderes instituidos. Se acabó el gobierno del hombre por el hombre; no más cristalización ni inmovilidad, sino, en su lugar, una evolución continúa, como la que se observa en la naturaleza».[253]

La influencia ejercida por Kropotkin se debió, en parte, a la bondad y a la sinceridad evidentes de su propia naturaleza, pero también a su optimista capacidad para reconciliar deseaos o valores aparentemente contradictorios. La revolución no significa forzosamente el fin de los antiguos valores, pues en los vínculos tradicionales de las sociedades primitivas reside el modelo para las nuevas edades. Una sociedad basada en pequeñas unidades comunales no tiene por qué dar la espalda al progreso técnico de la era industrial. «Que nuestros huertos y campos linden con la factoría o el taller»[254] Las distintas comunidades tendrían al lado de sus factorías la más moderna maquinaria para su explotación. Por otro lado, y a diferencia de Marx, cuya doctrina alegaba que la historia no era sino la historia de la lucha de clases, implicando con ella que la revolución y el orden nuevo sólo podría emanar de un choque sangriento entre las clases antagonistas, Kropotkin puso de relieve que en el desarrollo de la sociedad presente aparecían ya ciertos síntomas de que el proceso revolucionario se hallaban en marcha y que lo que determinaría la instauración de este orden nuevo sería, más que la inexorables fuerzas de la dialéctica, el benéfico proceso de la naturaleza.

El hecho de que Kropotkin pareciera ofrecer el mejor de todos los mundos posibles, hizo que entre sus discípulos y partidarios se contaran gentes de varias tendencias. Esto explica que su obra Paroles d’un Révolté (recopilación de artículos aparecidos en el periódico que dirigía) y la Gran Revolución Francesa fueran vertidas al italiano por un joven maestro de escuela, de filiación socialista, llamado Benito Mussolini, quien consideraba la primera de esta obra como «desbordante de cariño por la humanidad oprimida, y de una infinita ternura».[255] También Gandhi y sus seguidores respondieron positivamente al mensaje populista de Kropotkin y a su idea de la instauración de comunidades naturales surgidas en los países de forma espontánea. Oscar Wilde no oculta la impresión que le causó su personalidad y su mensaje: «Dos de las vidas más perfectas de las que tengo noticia, escribió en la cárcel, con la de Verlaine y la del príncipe Kropotkin; los dos han pasado años en las prisiones; el primero, el único poeta cristiano desde Dante, y el segundo, un hombre con el alma de un Cristo sin mácula que Rusia parece habernos enviado».[256] En su Soul of Man unde Socialism, Wilde vincula su propio escepticismo y religiosidad con ciertas ideas tomadas de Kropotkin. De los sucesores del filósofo anarquista poco aportaron algo nuevo a su doctrina, pero en el seno de cada nueva generación grupos de hombres selectos, todo generosidad y entrega, hallaron, en su infantil optimismo y en su convicción, que, a fin de cuentas, el hombre no era tan malo como parecía, y un motivo de inspiración, al que se sumó la afirmación de kropotkin de que el progreso, tanto científico como técnico, no supone forzosamente una regresión moral.

Poco fue lo que en realidad añadieron los restantes autores y teóricos anarquistas de relieve, como Malatesta, Jean Grave, Charles Malato, Eliseo Reclus y John Most, al cuerpo principal del ideario de Kropotkin, aunque, eso sí, contribuyeron eficazmente a la propagación de sus ideas. Como es lógico, se produjeron discrepancias en su interpretación. Así Malato disputó con Grave por que consideraba que el movimiento anarquista tenía necesidad de líderes y de un mínimo de organización. Se suscitaron, asimismo, constantes argumentaciones en torno a la exacta naturaleza de la organización económica que debería regir en el fututo mundo anarquista. ¿Tenía que tratarse de una sociedad comunista en la que cada cual pudiera disponer en todo según el principio «a cada cual según su capacidad, a cada cual según sus necesidades», o acaso tenía que tratarse de una sociedad «colectivista» en la que sus miembros poseyeran campos y fábricas en común, sobre bases cooperativas, pero permitiendo cierta supervivencia de la propiedad privada? ¿Hasta qué punto podía el movimiento anarquista incluir en su seno el individualismo extremo que rechazaba no sólo toda autoridad, sino, en ocasiones, toda cooperación? En general, se puede, sin embargo, decir que pese al apasionamiento de las discusiones y a que con frecuencia las diferencias de orden personal acentuaban las diferencias teóricas, estas controversias resultaban bastantes bizantinas. Después de todo, la esencia del anarquismo radicaba en la libertad de elección y en la ausencia de una gestión centralizada. Hubo ciertos escritores que se dieron cuente de la futilidad y transitoriedad de tales discusiones, habida cuenta de las circunstancia por que atravesaba la sociedad de la época. He aquí cómo uno de los más inteligentes anarquistas italianos, Saverio Merlino, sintetiza la posibilidad abierta al futuro: «Los acuerdos asociativos pueden diferir grandemente uno de otros. Puede que en una asociación los trabajadores prefieran dedicar cierto número de horas al trabajo, y puede acontecer que en otros grupos se opte por la realización de una tarea determinada en un período de tiempo dado. Cabe que en una comunidad los trabajadores prefieran dedicar cierto número de horas al trabajo, y puede acontecer que en otros grupos se opte por la realización de una tarea determinada en un período de tiempo dado. Cabe que en una comunidad los trabajadores prefieran depositar en común el producto de su labor y que en otra se muestren partidarios de tomar cada cual una parte proporcional en el trabajo».[257] Pero en definitiva y por el momento la revolución contra la sociedad existente tenía todavía que consumarse.

2

Entre la clase obrera francesa, ya familiarizada con las doctrina proudhonianas, y en muchas partes de Italia y en España, donde Bakunin y sus discípulos habían sido los primeros en predicar la revolución, las ideas de Malatesta, de Kropotkin y de otros pensadores anarquistas echaron prontamente raíces y desempeñaron un papel importante en el desarrollo de las organizaciones y los movimientos de las clase obrera. Pero, simultáneamente, el anarquismo como filosofía política conquistó las simpatías de cierto número de artistas y escritores que albergaban en su interior una genuina conciencia social y una solidaridad con los infortunados, llegando en muchas ocasiones a compartir las estrecheces económicas de estos últimos, viviendo entre ellos, en un deseo de liberarse de las convenciones y las hipocresías de la vida burguesa. Impulsados por este sentimiento, un grupo de pintores y escritores, especialmente en Francia, se asociaron más o menos abiertamente al movimiento anarquista. Sólo algunos de ellos pintaron o escribieron de acuerdo con los módulos anarquistas; el movimiento dadaísta fue quizá el único que intentó hacer con las convenciones artísticas lo que Ravachol o Emile Henry pretendieron realizar contra la estructura social del momento.

Ciertamente, Proudhon había mantenido puntos de vista muy precisos en materia de arte, y en cierto modo se le puede considerar como fundador de la doctrina del realismo socialista, destinada a convertirse en nuestros días en el credo estético oficial del comunismo. Según su idea, el arte debe servir a unos objetivos morales y sociales; debe llevar a los hogares de las gentes las realidades de la vida de los pobres, impulsándoles a un cambio en el sistema social. Proudhon definía el arte como «una representación idealizada de la naturaleza y de nosotros mismos con el objeto de perfeccionar física y moralmente nuestra especie».[258] Como no podría ser de otro modo, se mostraba opuesto a la idea del artista en tanto que hombre inadaptado y de instintos bohemios o como amante del arte por el arte. «El arte por el arte —escribía— es una corrupción del corazón y un libertinaje del espíritu».[259] «En la sociedad futura, el artista sería un ciudadano, un hombre como otro cualquiera, sujeto a idénticas reglas, principios, convenciones, lenguaje; al ejercicio de idénticos derechos y al cumplimiento de los mismos deberes…»[260]

Como ya dijimos, el gran pintor Courbet era buen amigo de Proudhon, influyendo en sus opiniones en materia artística, a pesar de las limitaciones que en este campo rondaban al teórico anarquista. Courbet afirmó que tenía una parte como autor de la obra que escribió Proudhon, Du principe de l’Art, aunque cabe en lo posible que este pretensión no pasara de ser una muestra de la vanidad que tanto distinguía al artista, y no un pensador («plus artiste que philosophe» como diría Proudhon). Pero tenía un temperamento rebelde, y si la ocasión se terciaba, se convertía en activo revolucionario político y artístico. Trabó conocimiento con Proudhon en los turbulentos días de 1848, sintiéndose al poco tiempo interesado en sus enseñanzas. Sus cuadros, por lo menos algunos de ellos, ofrecieron cierto contenido social muy al gusto de Proudhon. Cuando en 1849 Courbet dio cima al lienzo titulado Los picapedreros, escribió: «Yendo en nuestro carruaje hacia el castillo de Saint-Denis, cerca de Maisières, para pintar un paisaje, me detuve con el fin de observar a dos hombres que picaban piedra al borde del camino y en quienes vi la más cabal imagen de la pobreza. En el acto me asaltó la idea de pintar un cuadro…». En uno de los extremos aparece un anciano de unos setenta años, encorvado sobre el trabajo y blandiendo el mazo; la piel curtida por el sol, la cabeza casi oculta bajo el sombrero de paja; los pantalones de burla tela llenos de parches, y su calzado, agujereado, deja ver unos calcetines que fueron azules y que a través de sus roturas enseñan la planta. Al otro lado aparece un joven con la cabeza llena de polvo, y de rostro moreno; espalda y brazos quedan al descubierto por entre los jirones de una sucia camisa; un tirante de cuero sostiene los raídos pantalones, y las botas, llenas de barro, tienen algunos agujeros. El anciano permanece con una rodilla casi hincada en el suelo y detrás de él, de pie, está el Joven, quien acarrea un capacho lleno de pedruscos. ¡Ay!, en trabajos de esta clase, la vida empieza y termina del mismo modo.[261] Tiempo después, Proudhon trazó la línea de este mensaje social en un sentido que quizá no correspondía al propósito del artista: «”Los picapedreros” de Courbet constituye una sátira de la civilización industrial siempre en trance de inventar máquinas maravillosas… para realizar todo género de labores…, y, sin embargo, se ve incapaz de liberar al hombre en las más agotadores faenas».[262] Pero para el propio Courbet, el mensaje político de este artista realista era sólo por así decirlo, accidental. «Si conmoví las conciencias no fue con ánimo deliberado, sino, simplemente, porque pinté lo que mis ojos veían, lo que ellos, los reaccionarios, llamaban la cuestión social».[263]

Pero de vez en cuando Courbet se dedicaba a pintar lo que él denominaba un cuadro «subversivo», el más conocido de los cuales quizá sea el anticlerical lienzo que se titula Regreso de la Conferencia, en el que aparece un grupo de sacerdotes bebidos de regreso de una asamblea, y que causó tal efecto en la opinión católica que un devoto hijo de la Iglesia lo adquirió para destruirlo. El temperamento revolucionario de Courbet hizo de él un activo participante de la Comuna de 1871, encargado de regular la política en el arte. Courbet tuvo algo que ver con la demolición de la Columna de Vendôme —monumento que a sus ojos reflejaba el despotismo y militarismo de los bonapartistas—, lo que le acarreó no sólo seis meses de prisión, sino tener que pasar los últimos años de su vida exiliado en Suiza, afrontando un proceso en el que fue condenado a la financiación de la nueva columna conmemorativa.

El disoluto y bohemio comportamiento de Courbet se apartaba considerablemente del ideal de artista que Proudhon propugnaba y que en nada tenía que diferenciarse de los otros hombres (tradicionalmente, el inconformismo social del artista ha supuesto un constante reto para aquellos reformadores que trataban denodadamente de integrarlos en un sistema político). He aquí como James Guillaume evoca la figura de Courbet, quien no supo liberarse de cierto aire de maestro de escuela, en el curso del congreso anarquista celebrado en el Jura suizo el año 1872: «Este cordial e infantil coloso se sentó con dos o tres amigos que habían venido con él alrededor de una mesa que no tardó en estar llena de botellas. Cantaron toda la tarde, sin que nadie se lo pidiese, monótonas canciones populares campesinas del Franco Condado con voz áspera y desentonada, y terminaron por fastidiarnos a todos».[264] (No fue sólo Guillaume el único en irritarse con los desafinados alaridos de Courbet, pues también sacó de quicio a Berlioz mientras posaba para un retrato que el pintor le estaba haciendo). A la muerte de Courbet, en 1877, un periódico anarquista público unas palabras reivindicándolo: «el mayor mérito de Courbet es, en nuestra opinión, no haber creado en nombre del realismo una escuela cerrada. Sus discípulos no le copian servilmente, sino que interpretan sus enseñanzas».[265]

Por más que a Courbet le envanecieran sus asociaciones con Proudhon, y pese al nexo de su arte con la filosofía proudhoniana, fue sólo en el arte propiamente dicho donde se acreditó como verdadero revolucionario. El arte, opinaba él, debe referirse al mundo que rodea al artista (considero que para un artista el arte y el talento sólo pueden ser medios que permitan la aplicación con su capacidad personal a las ideas y objetivos de la época en que vive),[266] y Courbet lleva a cabo su revolución arremetiendo contra los estilos artísticos del pasado. Como dijera él mismo de una de sus obras más conocidas, Entierro en Ornans,[267] es en realidad la sepultura del romanticismo… «Por mi insistencia en la negación del ideal y cuanto de él emana he llegado a la emancipación del individuo y, finalmente, a la democracia. El realismo es, esencialmente, un arte democrático».[268]

No cabe negar que los nada sentimentales campesinos de Courbet así como sus lúgubres, contrastados, fríos y realistas paisajes, ofrecen una visión del mundo vinculada a la filosofía anarquista; es lo mismo que intentaron los pintores simpatizantes con el anarquismo de la generación que siguió: Camille Pizarro, Seurat, Signac, etc. Pizarro fue el que con más consistencia y constancia se relacionó con el movimiento. Después de la Comuna tuvo que exiliarse, refugiándose en 1894 en Bélgica para escapar a la persecución de que fueron objeto los anarquistas franceses cuando el asesinato del presidente Carnot.[269] Algunas de sus litografías, como Les Porteases de bois y Les Sans-Gitê, aparecieron en revistas de tiente anarquista; asimismo, diseño la cubierta de un folleto redactado por Kropotkin. Era amigo del publicista y director de periódicos Jean Grave y había leído considerable número de obras de teoría política, incluyendo a Marx y Kropotkin. Su actitud hacia el último queda mejor expresada en una carta que escribió en 1892. «Acabo de terminar la lectura del libro de Kropotkin (La coquête du Pain). Debo confesar que, si es utópico, se trata de sueños muy bellos. Y como a menudo hemos sabido de utopías que luego se han convertido en realidades, nada nos impide, creer en la posibilidad de que todo esto ocurra algún día, a menos que la humanidad no prefiera naufragar y regresar a la barbarie más absoluta».[270]

Cuando en 1894 la policía de París se apoderó de la lista de suscriptores de La Révoltè, el periódico dirigido por Jean Grave, que tiempo atrás publicaba Kropotkin, muchos de los nombres que encontraron eran ampliamente conocidos: Alphonse Daudet, Anatole France, Stéphane Mallarme y Lecomte de Lisle, además de artistas y escritores más activa y prácticamente relacionados con el movimiento anarquista, como Signac, Maximilien Luce, Camilla Pizarro y Octave Mirbeau. Sin embargo, pocos de los artistas que conocían o estaban suscritos a La Révolté de Jean Grave llevaron sus creencias anarquistas realmente lejos. Para la mayor parte de ellos, el anarquismo era simplemente un credo natural de los artistas que se consideraban estéticamente en la vanguardia del arte y que, por lo tanto, representaban la oposición a los valores de la sociedad burguesa, la cual les trataba con desprecio, no comprando sus cuadros y negando a muchos de sus compañeros y ciudadanos una forma de vida decorosa. En un artículo que escribió sobre Pizarro, Félix Fénéon, el conocido crítico, decía que «para que se aceptado todo lo nuevo es necesario que antes mueran muchos viejos estúpidos. Deseamos que esto ocurra lo más pronto posible».[271] La mayoría de los artistas y escritores se encontraban demasiado absorbidos en sus propios hallazgos e investigaciones estéticas para ocuparse con detalle de las ideas anarquistas. Mallarmé, quien al ser interrogado sobre la opinión que tenía de los terroristas repuso que él «no podía discutir las acciones de esos santos», se hallaba, sin embargo, mucho más interesado en el desarrollo de su esotérico, simbolista y poético mundo que en las teorías anarquistas. También Seurat, el más conciente teórico de los pintores post impresionistas, pese a sus aparentes contactos con los anarquistas y a la creación de lienzos como La Baignade à Asniéres[272] con sus bañistas proletarios y en el fondo de chimeneas industriales, mostrando diversos aspectos de la vida industrial urbana, se hallaba más interesado en sus teorías científicas sobre el color —que, según pretendía, suponía para la pintura un nuevo punto de partida— que con las teorías anarquistas, susceptibles, sin embargo, de construir las bases de un orden nuevo, o por lo menos de un nuevo orden temático a los pintores.

El mismo Signac, que estaba más comprometido políticamente —y que a diferencia de Seurat, que falleció en 1891, a los treinta y dos años, no sólo conoció la década anarquista del año noventa, sino que vivió lo suficiente para convertirse en activo miembro del Partido Comunista—, tenía una idea muy clara de la frontera entre ideología y arte. «El pintor anarquista —dijo en una conferencia que pronunció en 1902— no es aquel que pinta cuadros con motivos anarquistas, sino el que sin ánimo de lucro, sin esperar ninguna recompensa, lucha con todo su individualismo y todo su esfuerzo personal contra la burguesía y los convencionalismos oficiales… El tema nada representa, o bien todo, lo más, es una mera parte de la obra de arte, no superior en importancia a otros elementos, como el color, el dibujo, la composición… Si la vista está educada, quien contemple un cuadro sabrá ver en él algo más que el tema. Cuando esta sociedad en la que soñamos exista, el obrero, libre de los explotadores que lo embrutecen, dispondrá de tiempo para reflexionar y aprender. Sabrá apreciar las distintas calidades que concurren en una obra de arte».[273] Ocasionalmente, Signac realizó pinturas alegóricas o trabajos con claras implicaciones propagandistas, pero nunca llegaron a sobreponer a su arte. Pese a sus buenas relaciones con los anarquistas, ni él ni otros discípulos de Seurat que compartían sus puntos de vista, como Luce o Théo van Rysselberghe, elaboraron un arte anarquista, y mucho menos todavía Camilla Pizarro, el miembro más reflexivo y mayor hondura filosófica de los simpatizantes del grupo.

Fueron los criterios y periodistas de ideas anarquistas los que hicieron caer en la cuenta a numerosos artistas y escritores de que su instintiva revuelta contra la sociedad burguesa y su solidaridad con los infortunios de los pobres debía canalizarse en un apoyo activo al movimiento anarquista. Así, por ejemplo, Félix Fénéon —el crítico que primero descubrió el talento de Seurat y también el primero en utilizar el talento de Seurat y también el primero en utilizar el término «post impresionismo»— era, a pesar de su porte un tanto amanerado y a su empleo como funcionario de segundo orden en el Ministerio de Guerra, un anarquista convencido. Estaba en contacto con la redacción de distintas revistas literarios y artísticas avanzadas, y al despedirse de su empleo en el ministerio, pasó a convertirse en directos adjunto de la más importante e influyente de todas las revistas de arte desde 1890: La Revue Blanche. Le unía una buena amistad con el peta simbolista Mallarmé y con Jules Laforgue, así como con Verlaine y los pintores post impresionistas. No ocultaba sus ideas anarquistas, y cuando después de la muerte del presidente Carnot treinta hombres comparecieron a juicio acusados de conspiración criminal, él figuraba entre los encartados. Según parece, la situación le fue agradable, pues en respuesta a uno de los jueces que le preguntó la procedencia de los detonadores que encontraron en su estudio, dijo: «Mi padre los encontró en la calle», a lo que el maestro le pregunto extrañado: «¿Pero cómo piensa usted que se puedan encontrar unos detonadores en la calle?». «El jefe de policía me preguntó por qué no los había arrojado por la ventana; como usted puede ver, no es nada imposible encontrar detonadores en la calle», repuso Fénéon.[274]

No resulta fácil deslindar cuánto había de sinceridad en las convicciones anarquistas del crítico y cuánto de afectación, pero lo cierto es que la supuesta conspiración le costó al crítico un período de estancia en la cárcel y la pérdida de su empleo en el Ministerio de la Guerra. Laurente Tailhade, otro escritor anarquista parisiense, autor de una famosa frase sobre el terrorismo («Qu’importe les vagues humanités, pourvu que le geste soit beau»), fue menos afortunado, ya que a consecuencia de sus convicciones perdió un ojo al hacer explosión una bomba en el restaurante donde estaba comiendo.

Pero, normalmente, el anarquismo no pasa de ser, para los artistas y los escritores, una actitud general ante la vida y no una teoría específica sobre la sociedad, excepción hecha de los que, como Pizarro, Signac y Octave Mirbeau, se relacionaban con Jean Grave y colaboraban en La Révolté, a los que, como Steinlen, escribían o dibujaban para algún periódico o revista de tono anarquista. Pero los habían que, como Pizarro, se sentían atraídos por la generosidad de las ideas de Kropotkin y la visión de un mundo en el que los hombres podrían vivir libremente asociados entre sí; a otros los estimulaba la afirmación de que la libertad individual no reconocía fronteras, excepto las impuestas por su propia naturaleza. Los violentos actos de los anarquistas causaron un profundo impacto. Junto al anarquismo social de Kropotkin o malatesta, se formó, paralelamente, un anarquismo individual que a menudo era una cortapisa para los anarquistas más constructivos y más dados a la especulación filosófica. Así Maurice Barrès, elemento destacado de una generación de brillantes figuras, en las novelas de su juventud agrupadas bajo el título de Le Culte du Moi (particularmente en Lènnemi des Lois, 1892), hace que sus protagonistas buceen en los sistemas éticos y filosóficos y en las formas de vida posibles, a la búsqueda de un medio de expresión de la propia personalidad que haga caso omiso de las convicciones o necesidades que puedan experimentar los demás. En L’Ennemi des Lois, los protagonistas, tras estudiar a Saint-Simon, Fourier y Marx, se convierten, por el juego de una escena que se verifica en un laboratorio de vivisección, en anarquistas, reiterándose seguidamente al campo para entregarse a una vida de egoísta altruismo: «Para ellos, el ya ajeno existe en la misma medida que el suyo; de modo que las condiciones de felicidad de los demás se hallan en armonía con las de su propia dicha. No destrozan las flores cuya fragancia les cause placer, pues si las destruyesen destruirían a la vez ese placer. Su refinada sensualidad suprime toda la inmortalidad».[275] Aunque la búsqueda de su propia mejora y la expresión de su personalidad sea una forma de exponer una «moralidad sin obligación ni sanción», resulta, con todo, muy distinta de la propuesta de Kropotkin y sus discípulos. Como señala Jean Grave en su comentario al Ennemi des Lois, «El anarquismo que aparece en este libro es sólo un anarquismo apto para millonarios. Para liberarse de las leyes es necesario tener una renta de cien mil francos o casarse con una mujer que los tenga… No obstante, se trata de un libro interesante por cuento proclama la libertad individual frente a la sociedad y erige el individuo como único juez de su felicidad».[276]

El mundillo intelectual de París, familiarizado ya con la noción de una moralidad sin obligaciones ni sanciones, y deseoso, además, de afirmar la libertad del individuo frente a las restricciones que la sociedad le impone, acogió ahora las teorías de Nietzsche. Sus obras empiezan a publicarse en versión francesa a fines del siglo XIX. Por más que sus enseñanzas fueran objeto de una variada gama de interpretaciones, lo importante era el clamor de su desafío contra los convencionalismos burgueses y la insistencia en el desarrollo de la propia personalidad hasta sus verdaderos límites, prescindiendo de la violencia que esto pueda entrañar. Nietzsche era un pensador demasiado incoherente para ofrecer a cada sujeto una forma de vida válida, pero su «embestida contra todos los valores», su alegación de que «Dios está muerto» y la conminación Du sollst werden, der du bist (Tienen que convertirse en lo que realmente son) sirvieron de incentivo a cuantos deseaban romper con los módulos contemporáneos, fueran morales, estéticos o políticos. En palabras de Emma Goldman, «Nietzsche no es un teórico social, sino un poeta, un innovador. Su aristocracia no es de cuna ni de riquezas, sino aristocracia de espíritu, y, en este sentido, Nietzsche es un anarquista, y todos los anarquistas son auténticos aristócratas».[277]

En cambio, sólo unos pocos intelectuales de fines de siglo, conocedores de una forma u otra de las ideas nietzschianas, descubrieron a otro pensador alemán que parecía proporcionar a determinados grupos las bases filosóficas de una doctrina del anarquismo individualista. Su nombre es Max Stirner.

Stirner era el pseudónimo de un oscuro filósofo alemán, maestro retirado de una academia para señoritas, que se desenvolvió al margen de los círculos hegelianos. Su obra principal, Das Einzige und sein Eigentum (El único y su propiedad), apareció en 1845, despertando poco interés fuera de su país, a pesar de que Bakunin conocía las ideas de su autor. No fue sino hasta 1890, sin embargo, que su libro fue redescubierto en el mundo de habla alemana. El crítico danés Brandés lo conocía y también Ibsen; por otra parte, aparecieron extractos de su texto, vertidos al francés, en la Revue Blanche del año 1900. Haciendo uso de una tortuosa, oscura, reiterativa y colérica prosa, Stirner declara la guerra a la sociedad y a la filosofía tradicional. Su blanco inmediato fue la creencia, de raigambre hegeliana, de que el espíritu es el factor determinante de la evolución humana, atacando en especial el hegelianismo religioso de Feuerbach, aunque lo normal en él sean las arremetidas conjuntas contra la ética cristiana y la moral kantiana. «Lo divino pertenece al dominio de Dios y el problema de “lo humano” al de la “humanidad”. Pero mi misión no es ni lo divino ni lo humano; no es la determinación de lo Verdadero, lo Bueno, lo Justo, lo que es Libre, etc., sino sólo la determinación de lo que es “mío”, y no es ésta una cuestión de trazo general, sino singular (einzig), puesto que soy un sujeto individual. Para mí nada es superior a mí mismo».[278] He aquí la esencia de un mensaje reiterado de una forma u otra a lo largo de la obra, mensaje podemos sintetizar en su conclusión: «Soy dueño de mi propia fuerza tan pronto como tengo conciencia de mí mismo en tanto que individuo. En ele plano de lo individual, incluso el dueño (eigner) retorna a la nada creativa de la que surgió. Todo ser superior a mí, sea dios u hombre, debilita el sentimiento de mi singularidad y sólo palidece ante el destello de mi propio equilibrio. Si deposito mi confianza en mí, única individualidad (den einzigen), la baso en su propio y pasajero creador mortal, que termina también por desvanecerse, por lo que bien puedo afirmar que he basado mi confianza en nada (Ich habe meine Sache auf Nichts gestellt)».[279]

Stirner no es un pensador de talla, ni siquiera un pensador que pudiéramos calificar de muy interesante, lo que no obsta para que a veces formule singulares comentarios, como el de que «en una ocasión un oficial prusiano» dijo: «Todo prusiano lleva un policía dentro». Sin embargo, la naturaleza extrema de sus opiniones pareció a muchos jóvenes intelectuales que albergaban. Benito Mussolini, que en los días de su adhesión a los postulados del socialismo radical demostró no poca simpatía por el anarquismo, escribía en 1912: «Dejemos el camino abierto a las fuerzas elementales del hombre como sujeto individual. En adelante apoyaremos todo lo que exalte y amplíe la visión del individuo, todo lo que le conceda mayor libertad, bienestar y perspectiva vital; combatiremos todo lo que mortifique y oprima la individualidad. ¿Por qué no poner de nuevo en boga las enseñanzas de Stirner?»[280]

El anarquismo individualista vio cómo cada día era menor su importancia política, y a menudo se acreditó, en virtud de su aislamiento y la violenta expresión de la personalidad, como un obstáculo para aquellos otros anarquistas partidarios más de la revolución social que de una simple repulsa de los valores morales convencionales. No obstante, fue éste un factor enquistado en la trama psicológica de muchos revolucionarios. Con ayuda de las obras de Nietzsche y Stirner, pudo producir superhombres autodidactas de la talla de un Mussolini, y asimismo contribuyó al retador asalto de los futuristas contra los valores del pasado, y pudo también ofrecer una versión incompleta del siglo del «latido» a personajes como el apasionado, barbudo y áspero Libertad, que fundó en París un semanario titulado L’Anarchie y una serie de causeries populaires, destinadas a propagar sus ideas sobre la más amplia libertad individual. Sirvió, además, para fustigar la imaginación de los escritores, hasta el punto de que los ecos del anarquismo individualista se advierten en el Peer Gynt, de Ibsen, y en obras posteriores, como El Inmoralista, de Gide, y el «acte gratuit» de Lafcadio en su Les Caves du Vatican. El factor de este anarquismo individual pudo lograr que ciertos hombres se zafaran de la sociedad para crear comunidades libres, la mayoría de efímera existencia y condenadas por muchos pensadores anarquistas, como Eliseo Reclus, que escribió: «No debemos bajo ningún concepto encerrarnos en nosotros mismos, sino que hemos de estar presentes en el vasto mundo para recoger todas sus impresiones, para participar en todas sus vicisitudes y captar todas sus enseñanzas».[281]

Un joven emigrado ruso que tomó el nombre de Víctor Serge y se convertiría más tarde en un escritor de prestigio a la vez que un miembro de la oposición de izquierda en la Unión Soviética (donde posteriormente, en 1930, fuera encarcelado, logrando finalmente huir de Rusia), deambulaba a principios de siglo por los círculos anarquistas de París y de Bruselas. En una ocasión aprovechó la oportunidad para visitar la colonia anarquista que había fundado Fortuné Henry, hermano de Emile, el célebre terrorista. El relato que Serge nos hace de las múltiples tendencias del pensamiento que halló entre las gentes que tuvo oportunidad de conocer demuestra la pluralidad de idearios que se cobijaban bajo el término «anarquista». Así nos dice: «Tramps, un yesero suizo de prodigiosa inteligencia; un oficial ruso, anarquista tolstoiano de noble y rubia efigie, huido tras el fracaso de una revolución y que un año después moriría de hambre en el bosque de Fontainebleau…, y luego un químico de gran talento que había llegado de Odesa donde había ido desde Buenos Aires; todos pretendían aportar una solución a graves y vitales problemas. Un impresor argüía:

»—Uno está sólo en el mundo; trata de no convertirse en un salaud o un nouville.

»—Convirtámonos en hombres nuevos —dijo el tolstoiano—; la salvación radica en nosotros mismos.

»—De acuerdo —intervino el yesero—, pero no olviden emplear los puños en las fábricas.

»El químico, luego de escuchar con atención a casa uno, y con su acento ruso-español sentenció:

»—Todo esto son pamplinas; lo que necesitamos en la lucha social son buenos laboratorios».[282]

Pero lo lamentable del anarquismo de la década de 1890 era que no constituía un movimiento filosófico o político coherente. Era un credo capaz de atraer a Kropotkin; a los partidarios del individualismo a ultranza, discípulos de Stirner; a un delincuente homicida como Ravachol; a artistas con el talento de un Pizarro; a intelectuales de índole y vida bohemia y a rudos dirigentes de la clase obrera. Lo cierto es que el atractivo de la doctrina anarquista radicaba precisamente en el hecho de que englobase a tantos y tan dispares personajes y tendencias. No obstante, si se pretendía que el anarquismo adquiriera fuerza y eficacia a lo largo del siglo XX, se imponía la necesidad de hallar nuevos métodos de acción e introducir ideas diferentes a las esgrimidas hasta entonces. En el primer cuarto de siglo, los anarquistas tendrían que soportar el fracaso de otra revolución y acudir a otra estrategia, hasta el punto de aceptar un nuevo tipo de organización que les permitiera realizar el sueño de la revolución social que propugnaban.