TERRORISMO Y PROPAGANDA POR LA ACCIÓN
Levantémonos, levantémonos contra los opresores de la humanidad. Los reyes, emperadores, presidentes y sacerdotes de todas las religiones son los auténticos enemigos del pueblo; destruyámoslos a todos, y, lo mismo que a ellos, todas las instituciones jurídicas, políticas, civiles y religiosas. Manifiesto de los anarquistas de la Romaña, 1878.
Je ne frapperai pas un innocent en frappant le premier bourgeois venu. Léon-Jules Lèauthier, 1894.
La Comuna de París dejó su huella en la política europea por espacio de treinta años. Para los revolucionarios, no era sino una revolución fracasa, aunque por lo menos había reavivado las esperanzas de llevar a cabo, en un día no excesivamente lejano, una revolución social con carácter definitivo, y la cual, al llegar su momento, adquiría un matiz sangriento y entraría en el camino de la meta que perseguía. Para los moderados, fue una lección respecto a los peligros que rondan a la acción de las multitudes, y al mismo tiempo agravó su temor a los actos de violencia y reafirmó su afán de alcanzar una reforma por vías pacíficas y constitucionales. Para los conservadores, la Comuna representó y evocó todas las inquietudes y vicisitudes del terror jacobino, convenciéndoles de que una revolución en el siglo XIX, agravada con la actividad de los pétroleuses, a quienes se suponía autoras del incendio de París, sería mucho peor que la de 1792. Por otro lado, el hecho de que algunos miembros de la Presidencia Comunal estuviesen afiliados a la Internacional, además de las pruebas de solidaridad que demostraron todas las secciones de la organización con los componentes de la Comuna exiliados o presos, convenció a la policía y a los gobiernos de Europa de que no se podía ignorar a la Internacional, hasta el punto de que al disolverse logró inspirar más temor del que había provocado mientras actuó. La actitud de alerta desplegada por todos los gobiernos europeos y las disensiones internas en el seno de la internacional hizo que los revolucionarios procedieran a una nueva valoración de sus métodos. Pero, sobre todo, de lo ocurrido en la Comuna parecía desprenderse la enseñanza de la dificultad, que entrañaba el que una insurrección urbana al viejo estilo, complementada con el recurso de las barricadas y la recluta voluntaria de ciudadanos, pudiera salir airosa en una ciudad en la que tuviera que hacerse frente al armamento moderno. En los países industrializados del norte de Europa, y en el período que marcaron los veinticinco años siguientes, se impulsó a los obreros a organizarse en partidos políticos adecuadamente estructurados o en sindicatos disciplinados para lograr una mejora de sus condiciones de vida. En los países menos desarrollados, como Italia y España, en lo que al atraso agrícola venía a sumarse el efecto de los nuevos procesos industriales en el seno de la antigua artesanía, continúo, en cambio, latente la confianza en la acción directa, en la insurrección y en los actos de terrorismo.
En la Italia, de principios de 1870, las tenciones a consecuencia de la lucha por la unificación y la expulsión de los austriacos produjo una grave crisis económica. El gobierno se había visto obligado a implantar una serie de impuestos que merecieron una pésima acogida, en especial el que gravaba la molienda (macinato). En el sur, el rompimiento de la economía feudal y el derrocamiento de la monarquía borbónica no supuso para muchos sicilianos ni para los habitantes de Calabria más que el advenimiento de una nueva tanda de explotadores que se sumaron a los propietarios rurales del antiguo régimen. Durante el siglo XIX se dieron en Italia situaciones locales de revuelta social cada vez que los campesinos y los braceros podían echar mano de algún recurso que ofreciese una vía de escape de su desesperada situación. En la década de los años sesenta tales protestas oscilan entre el apocalíptico sectarismo religioso de los lazzaretti de Toscana[182] y las más comedidas y espontáneas revueltas del campesinado, cuando no irrumpía el bandolerismo. La general atmósfera de inquietud agravada por las pésimas cosechas de 1873 y por la crisis financiera europea de mediados de esa década, terminaba siempre por repercutir de uno u otro modo en la vida del agro y en la de la artesanía italiana, estimulando a la acción a los partidarios de Bakunin, quienes todavía creían en una revuelta general del país. Ni que decir tiene que del mismo modo que la Internacional no disimulaba su directa participación e inspiración de la Comuna parisiense, también los anarquistas italianos reclamaban para sí todos los actos de violencia que con fines sociales se producían en Italia, esperando de este modo poder sacar partido del desasosiego reinante —como enseñó Bakunin— para dar mayores vuelos a su cusa. En ocasiones, esta actitud culminó en amargos desengaños, como le ocurrió a Malatesta en 1873 con motivo de un traslado a Sicilia para reclutar prosélitos entre los bandoleros, donde se le dijo que «los bandoleros eran demasiado religiosos y honestos para tomar parte en un levantamiento del género de la Comuna, cuando los insurrectos dispararon contra el arzobispado».[183]
No es, pues, de extrañar que en parecidas circunstancias las doctrinas de Bakunin tuvieran mejor acogida que las de Marx, y que en 1870 afiliarse a la Internacional supusiera, en Italia, alistarse en el movimiento anarquista. Los dirigentes del anarquismo en Italia fueron Carlo Cafiero, Andrea Costa y Errico Malatesta. Cafieron era un joven napolitano de familia acomodada que había heredado extensas propiedades en Abulia. En un principio fue el agente de confianza de Marx y Engels en Italia, pero muy pronto ingresó en las filas de los adeptos a Bakunin, tanto por creer en lo certero de su análisis de la situación en Italia como —igual aconteció en muchos otros— por la singular atracción de Bakunin. No hay que decir que Cafiero derrochó la mayor parte de su fortuna manteniendo a Bakunin y a su plana mayor, arruinándose y revolviéndose contra él al intervenir en un proyecto de ampliación y mejora de una heredad situada junto al lago de Locarno. Costa era un estudiante que, desilusionado como tantos otros por el republicanismo de Mazzini, se convirtió en un apasionado adepto de la internacional. Hallándose en la Universidad de Bolonia, donde era el alumno favorito del poeta Giousué Carducci, mantuvo contacto con el movimiento anarquista; las noticias de los acontecimientos que se desarrollaron en la Comuna de París le convencieron de la posibilidad de llevar a efecto una revolución en la propia Italia. La carrera de Cafiero como agitador anarquista terminó tristemente en 1880, cuando su juvenil celo en la conspiración se convirtió en una manía persecutoria con ribetes psicopáticos y su igualitarismo en un patético temor de estar beneficiándose de los rayos del sol en mayor medida de la que le correspondía.[184] Posteriormente Andrea Acosta y Errico Malatesta se convirtieron en los cabecillas de las dos facciones rivales del movimiento revolucionario italiano, pues a principios del 1880 Costa llegó al convencimiento de que una insurrección inmediata era algo de imposible realización, reafirmándose al propio tiempo en la necesidad de fundar un partido constitucional capaz de desarrollar una labor efectiva. Malatesta, en cambio, continúo hasta su muerte, ocurrida en 1932, y pese a todas las vicisitudes que atravesó (prisión y exilió durante el régimen fascista), el más ferviente de los anarquistas italianos, una especia de Mazzini del movimiento anarquista.
Pero lo cierto es que a principios de los años setenta los jefes anarquistas confiaban en la posibilidad de una revuelta a escala nacional en Italia y en la próxima realización de las ideas bakuninistas. Mazzini había perdido buena parte de su ascendencia, debido principalmente a las críticas formuladas contra la Comuna; la creencia de Marx en un estado industrial fuertemente centralizado, como condición previa a la revolución proletaria, no parecía que pudiera adaptarse al particular caso de la nación italiana. He aquí, pues, cómo en una atmósfera y en medio de una tradición de revuelta social, las enseñanzas de Bakunin parecían tener ante sí un camino libre de obstáculos. Como más tarde observaría Costa, «La rapidez con que el nuevo espíritu se difundió por Italia fue algo sencillamente admirable… Nosotros mismos nos volcamos materialmente en apoyo del movimiento, impulsados más por el deseo de romper con un pasado que nos oprimía y que no se correspondía con nuestras aspiraciones que por una madura reflexión. Tuvimos el presentimiento de que el futuro se encontraba allí y que el tiempo se encargaría de determinar qué ideas serían las que nos inspirasen».[185] Fue en este clima de inenarrable entusiasmo y total optimismo que se planeó en Bolonia la revuelta de 1874, en la que, como hemos visto, el ya otoñal y enfermo Bakunin llevó a cabo un último esfuerzo, no exento de cierto patetismo, para actuar en el plano de la acción revolucionaria.
El propio Costa, principal organizador del levantamiento, fue detenido antes de que se iniciara. En el resto de Italia, la insurrección se frustró tan rotundamente como en Bolonia, si bien los dirigentes apresados recibieron un tratamiento sorprendentemente benévolo. Los juicios que siguieron dieron lugar a espectaculares llamamientos y denuncias formuladas con ampulosa retórica, mientras los abogados de la defensa (entre los que se contaba un joven intelectual anarquista, que empezaba entonces a ser conocido: el doctor Saverio Merlino) parece que actuaron con tanta habilidad profesional como fue inepta la parte acusadora. Cierto que el gobierno no era popular ni los tribunales eran por completo insensibles a la causa de los sin fortuna, vivamente descrita por unos jóvenes tan apasionados y convincentes como Costa y Malatesta.[186] Este último, que durante la revuelta estaba en Apulia, fue declarado inocente, y lo mismo sucedió con Costa una vez Carducci declaró a favor suyo. E cuanto a Cafiero, se encontraba a salvo en Suiza.
Aun cuando se frustraron las esperanzas de los anarquistas de provocar una revuelta general, los acontecimientos de 1874 les proporcionaron considerable publicidad; el gobierno estimó los efectivos humanos anarquistas en treinta mil. Al propio tiempo la experiencia les llevó a considerar que su actuación habían sido demasiados exhibicionistas y que los métodos no fueron debidamente madurados para una conspiración que reclamaba una concienzuda preparación. Sin embargo, se dieron también cuenta de que la posibilidad de llevar a efecto una revolución general era todavía prácticamente nula, a consecuencia de lo cual los anarquistas desarrollaron lo que en el curso de los veinte años siguientes constituiría la idea central del movimiento. Esta idea no era otra que la «propaganda por la acción». Según su contenido, sólo la acción violenta serviría para exponer claramente ente el mundo la desesperada naturaleza de la situación social y la implacable decisión de los adeptos a la causa anarquista de cambiar de estructura. De esta manera, y como Bakunin había ya indicado, un reducido grupo de hombres dispuesto a todo marcaría el camino de la revolución e incitaría para ir a la revuelta. Como escribió uno de los camaradas de Malatesta, un pequeño grupo armado podría «desplazarse de un lugar a otro en el campo, encareciendo la necesidad de lucha y propugnado el bandolerismo con fines sociales, ocupando las pequeñas comunas para abandonarlas una vez cometidos los actos revolucionarios que sean posibles y cuidando de hacerlo en aquellas localidades donde nuestra presencia pueda reportar beneficios».[187]
En abril de 1881, fecha en que se escribieron estas palabras, Malatesta y sus amigos ya una triste experiencia de las tácticas que había defendido, por lo que ya no se volvieron a poner en práctica. En la primavera de 1877, Malatesta y Cafiero decidieron llevar a cabo una acción en la provincia de Benevento, al nordeste de Nápoles. En la aventura se les unió un revolucionario ruso que se llamaba Sergei Kravchinsky, el mismo que un año después asesinaría al jefe de la policía secreta rusa de una sola puñalada en una calle de San Petersburgo, y posteriormente sería muy popular en los círculos revolucionarios londinenses, adoptando el seudónimo de Stepniak. Un año antes se había unido a la rebelión contra los turcos en Bosnia, y más tarde publicaría un folleto dando cuenta de sus experiencias de las guerrillas; ahora se encontraba por casualidad en Nápoles. De mutuo acuerdo, Malatesta, Stepniak y una mujer rusa alquilaron una casa en el pueblecito de San Lupo, arguyendo que la dama en cuestión necesitaba aire puro para recuperar la salud. Allí depositaron un par de cajas de munición, metidas en unos baúles, como su fuesen del equipaje de la enferma. Pero desgraciadamente uno de los camaradas de Malatesta los había denunciado, por lo que la policía estaba al acecho mientras los anarquistas se congregaban en la localidad. Varios de ellos, incluyendo a Stepniak, fueron detenidos cuando se dirigían al pueblo, y en la misma población hubo un tiroteo entre los anarquistas y los policías, muriendo uno de éstos a causa de las heridas recibidas. Entonces Malatesta, Cafiero y unos veinte miembros de la organización decidieron huir a las montañas para inducir a la revuelta a diversos villorrios de la región. En lugar de poder erigir una base de operaciones para desde ella «evangelizar» el sector rural circundante, los conspiradores se vieron en la precisión de huir en desbandada en una época (primeros días de abril) en que el clima en las alturas era todavía frío y húmedo.
No obstante, los primeros pasos fueron un éxito sorprendente. La columna llegó a Lentino el domingo por la mañana, y después de declarar depuesto al rey Víctor Manuel, llevaron a cabo el típico ritual anarquista de quemar los archivos, en los que figuraban los registros de propietarios, de deudas e impuestos. Los campesinos dispensaron un recibimiento hasta cierto punto caluroso a los insurgentes, y el mismo párroco de Lentino se sumó a la causa. Acto seguido la columna se dirigió al pueblo vecino, no sin dejar el hospedero de Lentino un pedazo de papel que decía esto: «En nombre de revolución Social se ordena al alcalde de Lentino que pague la suma de veintiocho liras a Fernando Orso por el suministro de alimentos al grupo que entró en Lentino el 8 de abril de 1877».[188] En Gallo, lugar próximo a lentino, ocurrió algo semejante a lo anterior, pero aquí el entusiasmo de la población se enfrió al tenerse noticia de que se hallaban en camino las tropas, del gobierno con el propósito de cercar a los insurgentes. Durante dos días, Malatesta y sus compañeros vagaron por las montañas vecinas tratando de conseguir comida y cobijo. Finalmente, hambrientos y ateridos, fueron rodeados, aprehendidos y encarcelados.
Una vez más el trato judicial dispensando a los rebeldes resultó increíblemente benigno, pese a que el grupo siguió en la cárcel dieciséis meses, en espera del juicio. Se les acusó de la muerte de un policía; sin embargo, y aunque en puridad de principios, el delito no figuraba entre los incluidos en la amnistía que en febrero de 1878 concedió el rey Humberto I con motivo de su asunción al trono, los procesados, beneficiándose de la atmósfera general de indulgencia y de la simpatía del tribunal, fueron absueltos en agosto de 1878.
Las consecuencias del fracaso de la revuelta de Benevento fueron considerables. Mientras Malatesta y unos pocos de sus partidarios seguían creyendo que podía lograrse algún progreso mediante la propaganda por la acción violenta, y se mantenían firmes en la idea de ofrecer un ejemplo de insurrección a los campesinos del sur de Italia, otros, como Andrea Costa, empezaron a comprender la inutilidad de estas actitudes drásticas y a considerar que cualquier progreso social dependía de una mejor organización y de una acción política concertada. Ya antes de que ocurrieran los hechos de Benevento, Costa había expresado en un escrito: «por medio de la conspiración se puede lograr un cambio en la forma de gobierno; se puede asimismo, eliminar o destruir un principio y sustituirlo, pero no es posible alcanzar de este modo la revolución social… Para llevarla acabo es necesario difundir ampliamente los nuevos principios entre la masa del pueblo, o, mejor dicho, reavivarlos en su interior, puesto que siguen latentes por instinto y organizar a los trabajadores de todo el mundo de modo que la revolución se produzca por si misma, de abajo a arriba y no al contrario, y por el imperio de las leyes y decretos, cuando no haya que recurrir a la fuerza. Y esto exige inevitablemente publicidad, ya que no cabe imaginar una propaganda de tan vastos alcances en el círculo forzosamente restringido de una conspiración».[189] Esta creencia en la necesidad de una amplia propaganda y publicidad doctrinal para demostrar a las clases oprimidas dónde radicaban sus verdaderos intereses resultaba muy distinta de la acción mediante reducidas células de conspiración destinadas a promover la revolución social que Malatesta y Cafiero preconizaban. En los años que siguieron, Costa llevó todavía más lejos su actitud al aceptar la idea de la organización de las masas y la acción política. En 1882 se disponía a presentar su candidatura en las elecciones parlamentarias, sabiendo que en su condición de diputado su lucha revestiría la misma importancia que la que había llevado a cabo desde la prisión.[190] Costa se convirtió muy pronto en uno de los dirigentes más respetados del Partido Socialista Italiano.
El 9 de febrero de 1878 un joven arrojaba una bomba durante la ceremonia militar que se celebraba en Florencia en memoria del Rey Víctor Manuel II, fallecido poco antes. El artefacto no causó ninguna muerte, y los anarquistas negaron toda participación en el atentado. Nueve meses después, un ayudante de cocina de veintinueve años, llamado Giovanni Passanante, que había adquirido un cuchillo que llevaba grabada la inscripción: «Larga vida a la república internacional», atacó al nuevo rey, Humberto I, cuando se dirigía en coche a Nápoles. El monarca sólo recibió unos ligeros rasguños, y su primer ministro salió del incidente con leves heridas. También en esta ocasión se declaró que el frustrado asesino no pertenecía al grupo anarquista que militaba en la Internacional. Pero cuando en Florencia un sector de los partidarios de la monarquía organizó una parada militar para celebrar la buena fortuna del rey al salir indemne del atentado, estalló una bomba que mató a cuatro personas e hirió a diez más. Dos días más tarde, en Pisa, arrojaron otro artefacto contra una multitud que festejaba el cumpleaños de la reina.
Estos atentados marcaron el fin de la actitud benévola de la justicia respecto a los anarquistas que participaron en las revueltas de 1874 y 1877. Desde entonces se estableció una fuerte vigilancia de los dirigentes del movimiento, quienes quedaron expuestos a encarcelamientos y arrestos, y a su expulsión del país. A fines de 1878 Malatesta abandonaba Italia para dar principio al primero de sus largos destierros. En 1876 se había verificado la disolución de la Internacional, y los anarquistas que formaban parte de ella tuvieron que abandonar toda pretensión de seguir todavía afiliados a una organización de fama internacional. La última de las conferencias convocadas por los fervientes partidarios de Bakunin en la Internacional, es decir, los componentes de la Fédération Jurassienne, se efectuó en 1880. He aquí cómo un anarquista italiano resumía, en julio de 1879, no sin amargura, la situación: «La Internacional ha dejado de existir como asociación marxista y como agrupación bakuninista. En todas partes del mundo hay socialistas y anarquistas, pero ha desaparecido todo contacto, público o secreto, entre ellos».[191]
La tentativa de asesinato del rey Umberto ocurrió pocos meses después del atentado contra el emperador de Alemania y de otro contra el rey de España. La expresión «propaganda por la acción» empezaba a adquirir matices siniestros. No parece que los frustrados asesinos del Kaiser, Hoedel y Nobiling, tuvieran nada que ver con el grupo anarquista, pero la policía los declaró adscritos a la Internacional, mientras que la policía española sostuvo que Juan Oliva Moncasi, que había tratado de matar a Alfonso XII, era discípulo de Fanelli. Y al igual que la tentativa de asesinato del rey Umberto por Passanante. Fue seguida de la persecución de los dirigentes revolucionarios italianos, también en Alemania, después del atentado contra el Kaiser, Bismarck hizo aprobar una serie de leyes contrarias a los socialistas, mientras que en España la ación política de los sindicatos obreros se vio gravemente dificultada. No es de extrañar que en todos estos países los gobernantes creyesen, como en el caso concreto de Bismarck, en una conspiración internacional cuya mete era la revolución social. Desde los días de la Comuna, los anarquistas había reclamado para sí la responsabilidad de todos los atentados cometidos, incluso de aquellos con lo que nada tuvieron que ver, apresurándose a testimoniar su adhesión a los frustrados regicida. He aquí, a título de ejemplo, cómo rendía tributo al autor de uno de los atentados contra el kaiser un periódico anarquista del Jura suizo: «La Humanidad conservará el recuerdo del hojalatero Hoedel, dispuesto a sacrificar su vida en un supremo acto de desafío a la sociedad, y quien mientras brotaba la sangre de su cuerpo bajo el hacha del verdugo, inscribió su nombre en la larga lista de los mártires que han señalado al mundo el camino de un futuro mejor, hasta llegar a la abolición de toda servidumbre económica y política».[192]
La seguridad de que existía una conjura internacional tenía que realzar las figuras de aquellos revolucionarios admirados o temidos por su fervor por la causa y que parecían los inspiradores de la rebelión. Bakunin, la más legendaria de estas figuras, había muerto en 1876, pero entre la nueva generación no tardaron en surgir cabecillas que ocuparon una posición similar a la suya, tanto a los ojos de la policía como a los de sus seguidores. Malatesta sería uno de los que, en sus largos años de exilio, adquirió una reputación de esta índole; en 1920, tras cincuenta años de entrega a la causa revolucionaria, era todavía capaz de atraer sobre sí a toda la policía Italiana. No obstante, el hombre que a finales del siglo XIX mejor podía presumir de haber ocupado la vacante de Bakunin era otro ruso, el príncipe Pedro Alexeivich Kropotkin.
Kropotkin había nacido en 1842 en el seno de una de las familias más rancias de la nobleza rusa.[193] Ya desde niño demostró particulares aptitudes para la literatura y la especulación intelectual. En sus Memorias de un Revolucionario ofrece una vívida y singular descripción de la conversación que una tarde tuvo con su hermano, quien se había escapado de la Escuela Militar para ir a verle; estuvieron juntos hasta medianoche, «charlando sobre la nebulosa y la hipótesis de Laplance, la estructura de la materia, las luchas del papado con el poder imperial bajo Bonifacio VIII y sobre otras muchas cosas». No obstante, Kropotkin recibió una educación sumamente rígida, pasando a formar parte, personalmente recomendando por el zar Nicolás I, del Cuerpo de Pajes, lo que se consideraba un privilegio. Pero no tardó en rebelarse contra la disciplina y los convencionalismo de la vida cortesana, solicitando, con gran pesar por parte de su familia, que se le destinase a un regimiento destacado en Siberia, donde con tiempo sobrado para leer y meditar empezó a considerar los problemas sociales y filosóficos. Leyó a Proudhon y se interesó vivamente en los temas de la reforma carcelaria. Al mismo tiempo, sacó partido de su permanencia en una remota zona del Asia Central para convertirse en un geógrafo y austero explorador científico. Sus muchas lecturas, su actividad científica y su experiencia —que debía al hecho de ser miembro del cuerpo de los grandes hacendados— en los problemas agrarios de los días de la emancipación de los siervos, así como la ira que suscitó en él el trato dispensado a los prisioneros polacos tras la revuelta de 1863, contribuyeron a reforzar la independencia de su carácter, encaminándole por los cauces del radicalismo político.
En 1872, Kropotkin realizó su primera y decisiva visita a la Europa Occidental, entrando en relación con James Guillaume y con los relojeros de la región suiza del Jura. No visitó a Bakunin, al parecer debido a que éste no transigía con la amistad de Kropotkin con otro ruso de ideas avanzadas, Peter Lavrov, al que Bakunin consideraba de opiniones demasiado moderadas. Kropotkin se sintió en seguida atraído por los artesanos anarquistas suizos, y sólo los argumentos de Guillaume, quien le hizo comprender que su presencia podía resultar más útil para la causa en cualquier otro lugar, le disuadieron de su inicial impulso de quedarse en la región del Jura en calidad de simple trabajador. Al volver a Rusia, después de introducir clandestinamente cierto número de libros y folletos subversivos en el país, abandonó formalmente el servicio en el gobierno para entregarse de lleno a las actividades revolucionarias, lo que le valió su inmediata detención, pues los amigos de que se rodeo en San Petersburgo pertenecía al movimiento populista local, cuyo dirigente era N. V. Tchaikovsky, entregándose la mayor parte del tiempo a la publicación y circulación de literatura prohibida y a experimentos educativos directos con los obreros y los campesinos. El propio Kropotkin era partidario de la formación de bandas de campesinos armados, rechazando de plano todo lo que fueran reformas fragmentarias como las que propugnaban muchos de sus compañeros. «Todo lo que sea una mejora temporal en la vida de un reducido núcleo de población sólo sirve, en nuestra actual sociedad, para mantener intacto el espíritu conservador», escribió en 1873.[194]
A fines de 1873 las autoridades vigilaban ya con prevención los pasos y las actividades de los revolucionarios que rodeaban a Tchaikovsky, y varios de ellos fueron arrestados, sospechosos de propaganda subversiva y de adoctrinamiento político de los obreros. Kropotkin fue detenido semanas después, y en marzo de 1874 se le encerró en una las mazmorras de la fortaleza de Pedro y Pablo, de donde dos años después, dada su quebrantada salud, se le trasladó a la cárcel del hospital militar de San Petersburgo. Fue entonces cuando un grupo de amigos, a quienes Kropotkin había conseguido hacer llegar algunas cartas, llevaron a cabo los preparativos de una de las más patéticas y famosas fugas del siglo XIX. Todo empezó con una señal que se dio tocando un violín en la ventana de una casa situada en el extremo de la calle; un carruaje esperaba a la salida, y Kropotkin se lanzo por entre la guardia, y poco tiempo después estaba camino al extranjero.[195] En agosto de 1876 llegaba a Inglaterra, donde vivió hasta que regreso a Rusia, en 1917, muriendo allí en 1921.
La vida que Kropotkin llevó en Inglaterra fue de reposo y de estudio a la vez, siendo su época más fecunda en trabajos científicos y culturales, sin que ninguno de sus actos justificase la alarma que sus ideas revolucionarias habían provocado. No obstante, durante los cuarenta años que siguieron, fue el consejero y el pensador del movimiento anarquista mundial. De conspirador y agitador pasó a ser filósofo y profeta. Sin embargo, la primera vez que visitó Occidente, tomó parte en las instigaciones de violencia, escribiendo un artículo editorial en Le Révolté, periódico que él fundó en Suiza en 1879, y donde marca la pauta de la acción anarquista en los últimos veinte años del siglo XIX. «Revuelta permanente mediante la palabra, el escrito, el puñal, el fusil, la dinamita… Todo cuando caiga dentro de la ilegalidad nos sirve».[196]
Por otro lado, el asesinato del zar Alejandro II el primero de marzo de 1881 por el grupo Norodnaia Volia (Voluntad del pueblo), alentó considerablemente la idea de la revolución mediante el asesinato, con la esperanza de que estas acciones suicidas de jóvenes terroristas producirían una tremenda impronta moral. Después de la ejecución de Sofía Perovskaia,[197] uno de los cinco detenidos como autores del asesinato, Kropotkin escribió: «Por la actitud de la muchedumbre, ella pudo darse cuenta de que acababa de descargar un golpe mortal a la autocracia. Y en las apesadumbradas miradas de la masa, en las que pudo adivinar la simpatía que le profesaban, comprendió que con su muerte le asestaba un golpe todavía más contundente y del que la autocracia no se recobraría».[198]
En 1881 se reunía en Londres un grupo de dirigentes revolucionarios, entre los cuales estaban Malatesta y Kropotkin; algunos insistieron en que sólo la ilegalidad podía conducir a la revolución, y la mayoría, a pesar de escepticismo de Kropotkin —era un científico demasiado consiente para fiar en teorías de simples aficionados—, abogaba por el estudio de las ciencias técnicas como la química, con el objeto de fabricar bombas de mano que luego serían utilizadas con «fines ofensivas y defensivos». Todos los anarquistas que no habían aceptado, como aceptó Costa, el paso a una acción política legal se entregaron a partir de entonces la táctica de la «propaganda por la acción» en su forma más extrema. La figura clásica del anarquista deriva de las actividades de sus militantes en los veinte años que siguieron; una imagen que muestra la huidiza figura de un hombre con el sombrero calado hasta los ojos, medio oculta en el bolsillo una bomba de mano. A este retrato contribuyeron en gran medida páginas literarias como las de Henry James en La Princesa Casamassima y la descripción, ya clásica, de las contiendas entre policías y anarquistas, descritas en El agente secreto, de Joseph Conrad.[199]
En esa etapa, el movimiento anarquista actuó desde dos niveles distintos. Los dirigentes, como Kropotkin, Malatesta, Elie y Eliseo Reclus, escribieron trabajo de índole filosófica, celebraron congresos y argumentaron en torno a los medios más idóneos para llevar a efecto la reorganización de la sociedad futura. Al propio tiempo cuajaron en Europa y en América grupos reducidos, sin delegaciones, secretarías ni locales, integrados a menudo por sólo dos o tres personas, determinados a demostrar mediante actos de postrer desafío el desprecio que la sociedad les merecía. De aquí que a menudo sea difícil distinguir el verdadero militante anarquista, entregado por entero a la causa, del psicópata cuyos oscuros impulsos le mueven a tomarse su desquite particular de la sociedad con acciones de las que los anarquistas fueron los primeros en proporcionar ejemplos. Esto condujo inevitablemente a que la policía sospechase sistemáticamente de los anarquistas destacados, considerándolos los instigadores de delitos con los que nada tenía que ver; lo mismo Malatesta que Kropotkin tuvieron que soportar las consecuencias de esta actitud policíaca. También con frecuencia la policía organizaba, valiéndose de agents provocateurs, grupos «anarquistas» cuyo fin era el de atrapar miembros incautos de las organizaciones afectas a esta ideología. La policía francesa llegó incluso al extremo de crear y explotar un periódico anarquista durante algún tiempo, y en 1881 envió un representante a la conferencia anarquista que se celebró en el mismo año. A principio de 1900 el gobierno italiano pagaba a dos agentes en París, a quienes se les conocía por los nombres de Dante y Virgilio; poseedores de «una somera cultura revolucionaria», mandaron informes a sus asombrados jefes en los que daban toda suerte de crudos pormenores sobre orgías anarquistas y conspiraciones —cuyo poco probable lugar de celebración sería la villa que en Neuilly poseía la ex reina de Nápoles, María Sofía—.[200] A menudo como resulta imposible afirmar la real existencia de grupos como el famoso de la Mano Negra, en Andalucía, más allá de la imaginación de la policía. Al mismo tiempo, determinados actos terroristas de finales de siglo fueron acreditados a la policía, la cual se valía de ellos para detener a los militantes anarquistas.
El terrorismo es infeccioso, y no deja de impresionar el elevado número de atentados cometidos entre 1880 y 1914 contra destacadas personalidades. No es necesario decir que algunos de estos ataques no fueron de índoles anarquista (aunque la técnica de estos ataques se basara en una directa imitación de los métodos anarquistas) sino que apuntaban a metas políticas totalmente distintas; de ellos constituyen una excelente prueba los asesinatos del zar Alejandro II en 1881 y del archiduque Francisco Fernando de 1914. En cambio, el asesinato del presidente Sadi Carnot, de Francia; el del presidente William Mckinley, de los Estados Unidos; el de la emperatriz de Austria, el del rey de Italia y el del jefe de gobierno de España (Cánovas), así como gran número de frustrados intentos contra soberanos, príncipes y estadistas, fueron de un modo u otro el resultado del principio anarquista acerca del valor inmediato y demoledor de un acto de auto inmolación, con el fin de derrocar al personaje símbolo del orden social de su tiempo. La tentativa de asesinato de un rey o de un ministro entrañaba en sí una significación práctica directa; es decir, eliminaba una personalidad de esta categoría, podía sostenerse la conclusión de que era un acto que entraba de lleno en los principios que tendían a la desaparición del Estado. No obstante, sucedía a menudo que estos actos de terrorismo eran un lamentable, si se reparaba en los móviles del delincuente. Así, por ejemplo, el joven italiano que apuñalo a la emperatriz Isabel de Austria cuando ella cruzaba la pasarela de entrada en un buque de vapor del lago de Ginebra, no consideró que si víctima llevaba años separada de su esposo y que su único propósito era liberarse por el medio que fuese de su trono, sin otro anhelo que la tranquilidad de una vida anónima. En ocasiones, era el valor del monarca lo que rayaba a la altura del mismo valor del asesino, con lo que todavía acrecentaba más su popularidad, como ocurrió con el rey Umberto I cuando comentó que los atentados eran «riesgos del oficio», ordenando luego que se conmutase la pena de muerte a que se condenó al frustrado regicida, y disponiendo una pensión para su madre.
Con frecuencia los actos de violencia anarquista no eran otra cosa que una acción simbólica de venganza contra el Estado por la ejecución de un camarada. Esto fue lo que ocurrió en 1892 en España, cuando un joven anarquista de nombre Pallás arrojó una bomba contra el general Martínez Campos, en represalia por la ejecución de cuatro anarquistas que el año anterior habían promovido una revuelta en Jerez. También Santiago Salvador, amigo de Pallás, se revolvió contra la sociedad arrojando una bomba sobre el patio de butacas del teatro Liceo de Barcelona, matando a veinte espectadores. Poco tiempo después, desde una ventana fue arrojada una bomba al paso de la procesión de Corpus Christi, hiriendo a gente de humilde condición, lo que dio lugar a la sospecha de que fuera maniobra de la policía, la cual aprovechó inmediatamente el suceso para detener, torturar y ejecutar a muchos anarquistas y liberales. A un anarquista italiano llamado Angiolillo, que estaba en Londres en ese tiempo, el acontecimiento afectó tanto que se trasladó a España y asesinó a Cánovas del Castillo, entonces jefe del Gobierno.
Pero los objetivos de esos ataques no eran sólo los dirigentes políticos y los funcionarios gubernamentales; también se pretendía con ellos que se entendiesen sus actos como la expresión de una simbólica venganza. Asimismo se cometieron buen número de atentados contra instituciones que para los asaltantes encerraban los valores de la sociedad burguesa. Así, cuando en 1882 un artefacto hizo explosión a primeras horas de la mañana en una sala de baile en Lyon, notoria por su frivolidad, no faltó quien creyese, con la policía, que se llevaba a la práctica la amenaza de un periódico anarquista aparecido meses antes y que decía así: «Allí podrán ver, en especial después de medianoche, a la flor y nata de la burguesía y del comercio… El primer acto de la revolución social ha de ser destruir esa madriguera».[201] Más tarde se encarceló a un joven anarquista llamado Cyvogt, cuya culpabilidad no estaba demostrada; el anarquismo le tuvo durante mucho tiempo entre el número de sus mártires inocentes. Al mismo tiempo fueron encarcelados varios anarquistas notorios, entre los cuales estaba Kropotkin, quien se encontraba en Francia, y el gobierno le culpó de la revuelta de la cuenca minera de Montceau. Pagó la acusación con tres años de presidio.
Otra claro y clásico ejemplo de ataques anarquistas contra instituciones burguesas del gobierno o de la sociedad lo proporcionan dos incidentes, ocurridos en Francia. En 1886 Charles Gallo arrojó, desde una de las galerías de la Bolsa de París, una botella de vitriolo sobre el grupo formado por los agentes de cambio y sus dependientes, disparando a continuación y al zar tiros de revolver, sin que alcanzasen a nadie. El día de su juicio, además de su insistencia en llamar al juez «ciudadano presidente», gritó a todo pulmón: «¡Larga vida a la revolución! ¡Larga vida al anarquismo! ¡Muerte a la justicia burguesa! ¡Viva la dinamita! ¡Hatajo de idiotas!».[202] En realidad, Gallo es un típico exponente del anarquista y terrorista joven que bordea la locura, mitad delincuente y mitad fanático. Era hijo ilegítimo, abandonado por su madre. No carecía de capacidad y había conseguido cierta cultura. A los veinte años se le detuvo por falsificar dinero, y, según parece, fue en la cárcel donde descubrió el anarquismo, cuyas ideas se decidió a poner en práctica una vez que recobró la libertad. No hay que decir que durante el juicio que siguió al atentado cometido en la Bolsa, Gallo escuchó impasible la sentencia que le condenaba a veinte años de trabajos forzados, lamentándose sólo por no haber podido matar a nadie. Por espacio de hora y media pronunció ante el tribunal una verdadera conferencia sobre el anarquismo, afirmando que lo que había pretendido era realizar un acto de «propaganda por medio de la acción a favor de la doctrina anarquista».[203]
Pero el más resonante de estos atentados anarquistas contra las instituciones del régimen burgués fue el que en 1893, tuvo por marco la Cámara de Diputados de parís. Auguste Vaillant —una vez más nos hallamos ante un hombre al que de niño sus padres abandonaron— había trabajado en humildes y distintos sitios y estaba afiliado a un grupo revolucionario. Vivió dos años en la Argentina con misma escasez que había sufrido en Francia y al volver a su tierra no reparó en sacrificios para llevar adelante su hogar y evitarles privaciones a su hija y a la mujer con quien vivía; pero, según su propia declaración, fueron las dificultades para mantener a su familia lo que le decidió a lanzarse a la acción revolucionaria. Consiguió el dinero suficiente para alquiler una habitación, merced a la ayuda de un desvalijador afiliado a la organización anarquista, con la idea de fabricar una bomba y morir él mismo en un postrer gesto seria —según sus palabras— el «grito de toda una clase en demanda de sus derechos; de una clase que no tardará en pasar a la acción».[204] Preparó una bomba de tal potencia que al hacer explosión proyectarse alrededor muchos trozos de metralla, y a las cuatro de la tarde del 9 de diciembre de 1893 la arrojaba en la Cámara de Diputados desde una de sus galerías. Se produjo una ensordecedora explosión. Mientras se disipaba el humo se vio un cuadro de sangre y de cristales rotos; el presidente Dupuy se hizo famoso al anunciar en voz alta: «La séance continue». A pesar de que no causó muertes, Vaillant fue condenado a la pena capital, sin que valiese la emotiva súplica de su hija para que no se le ejecutara. Vaillant, en el momento de subir el patíbulo, gritó: «¡Viva la anarquía! Mi muerte será vengada».
La amenaza no tardaría en cumplirse, pues el 24 de junio de 1894, durante una visita oficial a Lyon, moría apuñalado el presidente de la República, Sadi Carnot, que se había negado a ejercer su prerrogativa de gracia en beneficio de Vaillant. El asesino era un italiano de veintiún años llamado Santo Jerónimo Caserio, expulsado de Italia por sus ideas anarquistas, que decidió llevarla a la práctica, en el momento en que la oportunidad se lo permitió. Más que el deseo de venganza de Vaillant, parece que su acción la impulsó el afán de realizar un acto de propaganda de la mayor trascendencia. La muerte del presidente Sadi Carnot culminó en una serie de atentados terroristas cometidos por los anarquistas franceses, lo que obligó a la policía a tomar serias medidas contra los sospechosos de ideas ácratas. Se procedió al registro de viviendas, a la suspensión se diarios y semanarios, y se obligó a los anarquistas más destacados a presentarse a la policía varias veces al día. Además, el cuerpo de servidores de la ley acusó de robo y asalto a teóricos y periodistas anarquistas. En agosto de 1894, y en el que fuera uno de los más resonantes juicios de aquella década, treinta ciudadanos fueron acusados de haber organizados una asociación con fines delictivos. Entre ellos había periodistas anarquistas tan destacados como Sebastián Faure y Jean Grave, el director de Le Révolté, sucesor del periódico de Kropotkin, órgano principal del anarquismo científico, y había simples ladronzuelos. Algunos de los acusados, como, por ejemplo, Emile Pouget, director del populachero periódico anarquista Le Père Peinard, y Paul Reclus, sobrino de Eliseo Reclus, huyeron al extranjero; los restantes fueron absueltos de los cargos porque no pudo demostrarse el delito de conspiración. En el juicio intervino como testigo Stéphane Mallarmé, quien presentó declaración en torno a las actividades de uno de los acusados, el escritor y crítico Félix Fénéon. De hecho, el Procés des Trents viene a ilustrar claramente esta peculiar mezcla de revuelta política y actuación bohemia, de delitos comunes y acción idealista que tanto caracteriza al anarquismo del París de los años ochenta y noventa del siglo XIX.
Pero fueron sobre todo los delitos de auténtico cuño anarquista, a menudo sin que se viese claramente el objetivo que se perseguía, los que en mayor medida contribuyeron a la creación de este retrato convencional del anarquista con la bomba en el bolsillo y el puñal en la mano. Hubo algunos delincuentes que recabaron su condición de anarquistas, decididos simplemente a enderezar los entuertos de la sociedad. Así, cuando Clemente Duval fue detenido en 1886 porque lo encontraron robando, se revolvió contra el policía que le había sorprendido, y, según se dice, defendió su acción diciendo: «El policía me detuvo en nombre de la ley y yo le golpeé en nombre de la libertad». Con motivo del juicio que se le siguió (juicio que le proporcionó su gran reputación a Labori, el abogado defensor, más tarde encargado también de la defensa de Dreyfus), el reo persistió en sus afirmaciones de que sus delitos no perseguían otro fin que el de obtener reparto de la riqueza: «Cuando la sociedad nos niega el derecho a la existencia, no tenemos otra alternativa». Terminando el juicio, lo sacaron de la sala mientras gritaba: «¡Larga vida a la anarquía! ¡Viva la revolución social! ¡Ah, si alguna vez recobro la libertad, morirán hechos pedazos!».[205] Pero no llegó a realizar su amenaza, pues aunque fue condenado a muerte, lo indultó el presidente Grévy, logrando escapar de la prisión en 1901 y terminando sus días en Nueva York, donde murió en 1935, gozando de gran popularidad entre la colonia italiana.
A las mencionadas debemos añadir otras dos figuras del movimiento anarquista también legendarias y discutidas y cuya acción tiene por marco el París de 1890. El 11 de julio de 1892 fue ejecutado François-Claudis Ravachol, acusado de una serie de asesinaros seguidos de robo y de haber utilizado varias veces bombas de mano, aparentemente sin sentido alguno. No resulta fácil perfilar el personaje de Ravachol, y aún hoy su figura se nos presenta tan difusa y enigmática como lo fue para sus coetáneos.[206] No fue hasta después de ejecución que los anarquistas lo aceptaron, no sin cierta reserva, como uno de sus miembros. La naturaleza de sus delitos y la sospecha de que se trataba de un simple bribón confidente de la policía, lleva a la creencia de que sería después de su muerte cuando se inscribió su nombre en la lista de los mártires anarquistas, dedicándosele entonces composiciones poéticas y popularizando su actuación con un verbo nuevo: ravacholiser, hacer volar por los aires.
Nació Ravachol en 1859, en un suburbio de Saint-Etienne. Su apellido era el de su madre, pues siendo él niño, el padre abandonó el hogar. Demostró buenos sentimientos hacia su hermana y hermano menores y, según parece, siempre fue correcto, cordial y respetuoso con los demás, aunque algunos rumores dejen creer que se ponía colorete en las mejillas para que disimulara su extremada palidez. Trabajó en distintos oficios en la zona de Saint-Etienne, y su conversión al anarquismo obedeció a la pérdida de la fe, después de leer una novela de Eugène Sue. Fue desde este momento que cometió una serie de repugnantes crímenes como el asesinato de un anciano trapero, el de un ermitaño al que le robó sus ahorros, la profanación, sin más fin que el del pillaje, de la tumba de una duquesa, y el asesinato de dos solteronas dueñas de una ferretería. Ravachol, después, sólo admitió que había violado aquella tumba y matado al ermitaño, alegando, a modo de justificación, que sus delitos obedecían a la necesidad de lograr dinero para la causa anarquista. Detenido por la policía, logró fugarse de la cárcel, y se trasladó a París con nombre falso. Se dedicó a organizar varios actos anarquistas de «propaganda por la acción». Tomó una habitación en Saint-Denis, consiguiendo un ayudante joven muy adicto, Simón, el Bizcocho, y adquirió los materiales necesarios para fabricar bombas de mano (en aquella época era común que los periódicos anarquistas publicasen artículos instruyendo sobre los rudimentos de una química casera). Según declararía más tarde, pretendía llevar a cabo un espectacular desquite contra ciertos jueves que habían sentenciado a una serie de obreros con motivo de los disturbios del primero de mayo de 1981. Aunque produjo grandes destrozos en los domiciliaos de los jueces, en la avenida Saint-Germain y la calle de Clichy, una de sus bombas la puso en la puerta equivocada, sin otro resultado que los desperfectos que sufrió el edificio. Por entonces, la policía —según se cree debido a las informaciones que aportó el propietario de la casa donde vivía Ravachol— había vinculado al autor de los asesinaros cometidos en Saint-Etienne con el autor de la explotación en la avenida Saint-Germain, y cuando la segunda explosión, en la rue de Clichy, se dedicó a la captura de Ravachol.
Después de colocar la bomba en el inmueble de la rue de Clichy, Ravachol se fue a almorzar a un pequeño restaurante, el Véry, donde intentó inculcar sus ideas al mozo del establecimiento, aunque sin éxito. No obstante, Ravachol le había cogido afición a ese restaurante, porque volvió unos días más tarde, dando tiempo al camarero para que relacionase su propaganda anarquista y sus comentarios sobre la reciente explosión con la descripción que la policía acababa de hacer de Ravachol, quien fue detenido en ese restaurante. Un día después de la apertura de la apertura del juicio, el restaurante Véry quedó destruido por una bomba, muriendo su dueño (quien dio, según pretendieron los anarquistas, un nuevo sentido al término «verificación»); sin embargo, el camarero tuvo la suerte de salir indemne, y, a título de recompensa por su ayuda en la detención de Ravachol, se le dio un puesto menos en la policía. Nunca se supo quién fue el autor de la explotación, pero el hecho rodeó el juicio de Ravachol de una atmósfera de venganza y terror. Por las razones que fuese, el tribunal declaró al reo culpable de las explosiones, si bien con circunstancias atenuantes, lo que lo eximió de la pena de muerte, aunque se dejó en manos del tribunal de Montbrison, que le juzgó por los primeros asesinatos que cometió. Entonces a raíz de la impasible actitud de Ravachol y de su franca admisión de las responsabilidades que le correspondían y su exclamación de ¡Vive l’anarchie! Con que saludó el veredicto dictado en París, los anarquistas lo acogieron sin reservas, relegando al olvido sus anteriores deudas; una actitud que a fin de cuentas justificó la conducta de Ravachol en el instante de su ejecución, afrontándola valerosa y decididamente y entonando una canción obscena contra los propietarios a quienes había atacado y contra la iglesia, cuyos servicios acababa de rechazar. Después de su muerte, las numerosas explosiones de artefactos en París se celebraban en los medios anarquistas con el estribillo:
Dansons la Ravachole!
Vive le son, vive le son,
Dansons la Ravachole,
Vive le son
De l’explosion![207]
El nombre de Ravachol se agregó pronto a los de los mártires anarquistas, al mismo tiempo que el escritor Paul Adam declaraba: «En una época de cinismo e ironía ha surgido un santo entre nosotros».[208] Pese a que los principios anarquistas y las actividades de Ravachol parece que tengan un carácter de autenticidad bastante estimable, el personaje no se nos perfila con claridad, dejándonos con la pregunta de qué secretos impulsos de imponerse a la sociedad le condujeron a tan inusitado proceder.
Queda, sin embargo, otro terrorista responsable de la ola de explosiones que se sucedieron en Francia entre los años 1892 y 1894 (once estallidos de bombas de gran potencia en París), que constituyen un testimonio todavía más siniestro si cabe que el anterior, en virtud de la lucidez y la racionalidad que acompañaron a sus actos. Nos referirnos a Emile Henry, más joven que Ravachol y educado en un medio culto y burgués. Nació en España en 1872, hijo de un exiliado que participó en el episodio de la Comuna de París. Regresó a la capital francesa cuando su padre consiguió la amnistía, destacando por sus brillantes dotes en los estudios escolares. Sin embargo, Henry, tras conseguir el ingreso en la Escuela Politécnica se convirtió en un convencido intelectual de la doctrina anarquista, abandonando sus estudios y la perspectivas de una carrera de triunfos y seguridades para entregarse de lleno a la práctica de la propaganda por la acción. Parece que contó con algunos colaboradores, aunque éstos nunca se les descubrió, pero de lo que no cabe duda es de que años después había en París gentes que aseguraban que habían sido amigos suyos, como, por ejemplo, un joven poeta a quien Oscar Wilde conoció en 1898.[209] El primero de los atentados terroristas cometidos por Emile Henry, con una bomba de fabricación propia, fue el dirigido contra las oficinas en París de la Sociedad Minera de Carmaux, compañía que hacía poco había reprimido una huelga en su cuenca carbonífera con extremada brutalidad. Pero ocurrió que la policía tuvo noticia del emplazamiento de la bomba, y la llevaron a la jefatura de la policía local, donde hizo explosión, hiriendo a cinco agentes. Henry logró huir, y un año después cometió un nuevo atentado que llenó de estupor no ya a la opinión pública, sino a muchos anarquistas. En la tarde del 12 de febrero de 1894 —una semana después de la ejecución de Vaillant por su acción terrorista en la Cámara de diputados—, Henry dejaba un artefacto en el Café Terminus, junto a la estación de Saint-Lazare, en una hora en que grupos de modestos comerciantes parisienses bebían tranquilamente y escuchaban los sones de una banda musical. La bomba produjo considerables daños: veinte personas resultaron heridas y una de ellas falleció después. Tras una breve persecución Henry fue detenido.
La actitud de Emile Henry durante el juicio que se le siguió y antes de la ejecución fue la de un intelectual, Sus actos habían sido inspirados por una lógica fría e implacable, así como por un odio total y fanático a la sociedad. Como se le reprochara el haber matado a gente inocente, replicó: «Il n’y a pas d’innocents».[210] Al leérsele después la sentencia por la que era condenado a la pena de muerte, la aceptó impasible y haciendo este comentario: «He causado la muerte; también sabré cómo hacerle frente». Henry se negó en redondo a aceptar la ayuda de la familia de un médico que trató de testificar que el reo era un hombre mentalmente enfermo a raíz de una dolencia padecida durante su niñez. Ya en la prisión, tuvo largas conversaciones con su director, para quien escribió un brillante ensayo en el que exponía la filosofía anarquista. Estando en el banquillo de los saucazos, Henry había ya proporcionado una de las más aguda y rotundas declaraciones acerca de la posición que defendía por el terrorista. «Tenía el convencimiento de que el orden existente no es bueno; deseaba luchar contra él para precipitar su desaparición. Me impulsaba en esta lucha un odio feroz, intensificado a diario por el indignante espectáculo de una sociedad en la que todo es rastrero y vil; donde todo supone una barrera para el sano desarrollo de las pasiones humanas, de las tendencias y los impulsos generosos del corazón, del libre vuelo del pensamiento… Quería hacer comprender a la burguesía que sus placeres llegarían pronto a su fin, que sus insolentes triunfos se truncarían y que su becerro de oro se agitaría sobre su pedestal hasta que, con una última sacudida, se viniera abajo entre el cieno y la sangre». Según sus palabras, la bomba en el Café Terminus era una réplica a las injusticias cometidas por la sociedad burguesa. Si los anarquistas no mostraban respeto alguno por la vida humana, se debía a que tampoco los burgueses la respetaban. Los anarquistas, dijo Henry: «no eximen ni a las mujeres ni a los hijos de los burgueses, porque tampoco las esposas ni los hijos de los obreros son eximidos. ¿No lo, acaso, víctimas inocentes los niños que en los barrios bajos mueren lentament6e de anemia porque en sus hogares escasea el pan? ¿No lo son esas mujeres que palidecen en los talleres, agotándose para llegar a ganar cuatro ochavos al día y que pueden considerarse dichosas cuando la pobreza no las convierte en prostitutas? ¿No son también inocentes los ancianos que en el transcurso de su vida no han sido más que máquinas de producir y que, al llegar al límite de sus fuerzas, se ven obligados a hurgar en los vertederos o a ingresar en las casas de caridad? Caballeros de la burguesía: ¡Tengan al menos la dignidad de reconocer sus delitos y de admitir que nuestras represalias son perfectamente legítimas!». Por último, Henry vinculó su actuación con la del movimiento anarquista internacional. «Habrán colgado a nuestros hombres en Chicago, los habrán decapitado en Alemania; los habrán dado garrote en Jerez; los habrán fusilado en Barcelona y guillotinado en Montbrison y en París, pero lo que nunca podrán destruir es el anarquismo; sus raíces son demasiado profundas y están hundidas en el corazón de una sociedad corrompida que se está desmembrando; es una reacción violenta contra el orden establecido, que representa el cúmulo de aspiraciones en pro de la libertad y la igualdad que han empezado a demoler el actual gobierno; está en todas partes y frenarla ya no es posible; al final acabará con ustedes».[211]
Las actividades del movimiento anarquista desde el año 1880 a 1890 cobran un carácter de universalidad. Los diversos actos de propaganda por la acción, lo mismo si se trata de una protesta individual lanzada contra el conjunto de la sociedad que si se dirige contra monarcas o personajes políticos, simbolizan el profundo malestar y el afán de rebeldía contra la sociedad industrial. Las condiciones imperantes en buen número de industrias de Europa y América despertaron un sentimiento de auténtica lucha de clase. Así, los brotes de violencia que se sucedieron deben considerarse como más espontáneos e inequívocos que la premeditada acción de los asesinos o de los que utilizaban la bomba de mano como método de convicción. Los mineros de Montceau-les-Mines que mataron a un capataz impopular; los manifestantes de Fourmies, en el norte de Francia, tiroteados el primero de mayo de 1891; los huelguistas de las minas de Río Tinto, en España, o los campesinos de Sicilia o de Andalucía, cuyos levantamientos reprimió el ejército, todos ellos proporcionaron mártires que los anarquistas reivindican para su causa. Allí donde la situación se presentaba desesperada, allí donde los terratenientes o los patronos se mostraban particularmente crueles y codiciosos, y allí donde las condiciones de trabajo resultaban intolerables, las ideas anarquistas fueron acogidas con simpatía, facilitando el recurso a la acción. Los actos de premeditada protesta por parte de los terroristas individuales parecen erigirse en símbolo de un descontento y de una latente pasión revolucionaria.
Y situaciones como las referidas no fueron tan sólo privativas de Europa, sino que de este continente pasaron a los Estados Unidos, donde, al menos por espacio de algún tiempo, influyeron en el desarrollo del movimiento laboral. El más famoso apóstol del anarquismo en América fue un alemán, Johann Most, llegado al país en 1882. Most era oriundo de Augsburgo, en Baviera, hijo ilegítimo de un oficinista de escasos medios y de una institutriz.[212] Se crió con su madrastra, por la que sentía un profundo aborrecimiento. A los trece años sufrió una operación que le desfiguro el rostro, aunque años más tarde logró disimular parcialmente la cicatriz dejándose una espesa barba. Trabajó de aprendiz en un taller de encuadernación, y en 1860 se trasladó a Suiza, donde se afilió a la Internacional y Austria, en el curso de las cuales llegó a ocupar un escaño en el Reichstag alemán, se fue a Londres en 1878, luego de un período de encarcelamiento por sus escritos y sus arengas contra el poder y el clero. Durante los años que siguieron rompió toda relación con los socialistas alemanes, renunciando a la esperanza de lograr resultados eficaces por medio de una acción política legal. Se le expulsó del Partido Social-Demócrata, partido que por espacio de veinte años continúo rechazando a todos aquellos miembros sospechosos de ideas anarquistas. Most había recibido el influjo de Bakunin, singularmente a través de algunos discípulos belgas del jerarca ruso, y también por mediación de Auguste Blanqui, el veterano revolucionario francés para quien el mero acto de la revolución consistía casi un fin en sí mismo. Durante su permanencia en Londres, Most fundó un periódico, el Freiheit, que utilizó para exponer su doctrina de la acción directa. En 1881 pasó seis meses en la cárcel debido a un artículo en el que aprobaba el asesinato del zar Alejandro II. Por entonces, del periódico que dirigía se sospechó que inducía a los asesinatos de todo género, y cuando Lor Frederick Cavendish fue asesinado en Dublín por nacionalistas irlandeses, que nada tenían que ver con el movimiento anarquista y cuyos propósitos Most hubiera sin duda desaprobado, el Freiheit fue de nuevo intervenido legalmente y dos de los impresores encarcelados. Al recobrar la libertad, Most se dio cuenta de la futilidad de proseguir su actividad en Londres, por lo que en diciembre de 1882 se fue a América.
La influencia de Most en Alemania había sido mínima; el círculo de anarquistas locales se limitaba a los individuos que habían estado en estrecho contacto con los partidarios de Bakunin y de Guillaume en el Jura suizo. Pero ni siquiera la disciplina atmósfera alemana se vio libre de la epidemia del terrorismo. Además de los atentados contra el kaiser cometidos en 1878, anarquistas en su técnica pese a que los autores apenas tenían ningún contacto con los grupos anarquistas, se produjeron uno o dos actos de propaganda por la acción. Así ocurrido con un joven llamado Auguste Reinsdorf, que planeó volar el Memorial Nacional de Rudesheim el día de su inauguración por el kaiser, y los príncipes alemanes. Pero desgraciadamente para él, se lastimó un pie poco antes de iniciar la ceremonia, viéndose obligado a confiar la acción a dos de sus asociados, quienes se olvidaron de dotar al artefacto de una mecha impermeable. Como en la noche anterior al atentado había llovido mucho, nada tiene de extraño que la bomba no estallara. Semanas después se producía una explosión en la delegación central de las comisarías de Frankfurt, lo que dio pie al jefe de la policía, Rumpf —que bien pudiera ser el autor de la explosión—, para descubrir en la investigación que siguió y debido a las indiscreciones de algunos amigos de Reinsforf, el episodio de la frustrada conjura para hacer saltar por los aires al kaiser y a los príncipes. Reinsdorf fue detenido en el mes de diciembre de 1884, siendo ejecutado a principios de 1885. Cuando se dirigía a la muerte, el joven anarquista gritó la frase ritual: «¡Terminemos con la barbarie! ¡Viva la anarquía!».[213]
Los acontecimientos parecieron vengar su muerte, pues poco antes de su ejecución moría asesinado el jefe de la policía Rumpf. Del delito se acusó a un joven anarquista recién llegado al país, procedente de Suiza, a pesar de que las pruebas contra él eran de poco peso y de que jurase que era inocente del delito. Al pedir el fiscal la pena de muerte para el acusado, éste exclamó, siguiendo la mejor tradición anarquista: «No volverás a pedir otra sentencia de muerte». En el caso concreto del fiscal, no fue necesario ningún acto de venganza anarquista, ya que poco después el letrado tuvo que ser intervenido, víctima de una enfermedad mentad. No obstante, esos actos eran incidentes aislados; muy pronto las ideas anarquistas desaparecieron prácticamente de Alemania, a excepción de un grupo de intelectuales bohemios, como el escritor bávaro Gustav Landauer y unos pocos disidentes del Partido Social-Demócrata, quienes fueron expulsados por abogar en pro de la acción revolucionaria directa.
Por otro lado, Most encontró en los Estados Unidos terreo más propicio para sus campañas de agitación. Poco antes de su llegada al país, se había registrado una serie de huelgas en todo el territorio estadounidense, pidiéndose la jornada laboral de ocho horas, exigencia que se hallaba al borde de conseguirse. Los emigrantes de última hora, rusos e italianos sobre todo, había llevado consigo sus ideas anarquistas, manteniendo contacta con sus camaradas de los diversos países de origen (en Paterson, Nueva Jersey, un grupo de anarquistas italianos planeó en 1900 el asesinato del rey Umberto). En el turbulento clima del capitalismo norteamericano, entonces de expansión, era probable que una contienda en el ámbito industrial degenerarse en una verdadera guerra entre patronos y obreros, como sucedió con los huelguistas de las acererías de la Carneige Corporation, de Homestead (Pensilvania), que se enzarzaron en una batalla campal con los hombres de la Pinkerton, a quines los propietarios habían pagado frustrar la huelga. Por su parte, Most inició la publicación del Freiheit como periódico anarquista en lengua alemana, al que pronto se sumaron periódicos del mismo matiz españoles e italianos, impulsados por el mismo afán de propagar las ideas y los métodos de la revolución anarquista, además de varios periódicos en francés, checo y yiddish. No es necesario decir que durante estos años el movimiento anarquista estadounidense fue en realidad un producto del exterior, pues los agitadores de la época empleaban para sus discursos el alemán, el ruso, el italiano y el yiddish. La violencia de su propaganda y la rebelión a que incitaban los folletos, como el del propio Most, titulado ciencia de la guerra revolucionaria («mañuela de instrucción para el empleo y elaboración de la nitroglicerina, la dinamita, algodón, pólvora, fulminato de mercurio, bombas, mechas y venenos, etc.»),[214] contribuyó a que se tuviera a los anarquistas responsables de todos los actos violentos. Se comprende que las reuniones anarquistas, con el complemento de la bandera negra, entonces emblema oficial del movimiento, cayeran bajo la sospecha de estar tramando algo apocalíptico si tenemos en cuenta que en las páginas de los periódicos anarquistas aparecían exhortaciones de este género: «¡La dinamita! El mejor de los inventos. Introdúzcanse varios kilos de esta preciosa sustancia en un tubo, obtúrense ambos extremos, métase un dedal provisto de mecha, colóquese junto a un grupo de ricos parásitos que viven del sudor de otras frentes y préndase fuego a la mecha. El resultado es de los más maravilloso y reconfortable… Medio kilo de esta excelente sustancia basta para hacer saltar por los aires a unos cuentos explotadores; ¡no lo olvides!».[215]
Fue en medio de este clima que se produjo uno de los incidentes más famosos en los anales del anarquismo norteamericano. En 1886 la situación en Chicago llegaba a un momento muy tenso, pues era el centro de agitación de los que luchaban a favor de la jornada de ocho horas; actuaban un grupo de activos anarquistas, en su mayor parte alemanes. Hacía poco tiempo que se habían sucedido los choques entre los huelguistas de los talleres de la MacCormick, fabricantes de maquinaría agrícola y los esquiroles. Fue en Chicago donde se celebró por primera vez el Primero de Mayo como día dedicado a las manifestaciones obreras. Pese a aquella jornada de 1886 trascurrió sin alteraciones, dos días después y a raíz de un choque entre los obreros disidentes de la McCormick, la policía intervino haciendo uso de sus armas. A consecuencia del hecho, el periódico anarquista en alemán de la localidad, la Arbeiterzeitung, publicó un editorial en alemán, escrito por su director August Spies, con estos títulos: «¡Venganza, obreros! ¡A las armas!». Simultáneamente se adelantaron los planes para una manifestación de protesta en Haymarket, una de la mayores plazas de la ciudad, a la que, según indicaba una octavilla, «asistirán destacados oradores que denunciarán las últimas atrocidades de la policía: los disparos contra cuatro de nuestros camaradas en la tarde de ayer».[216]
El mitin transcurrió con relativa calma pero cuando faltaba poco para concluir, una tormenta hizo que la multitud empezara a disolverse; la policía ordenó entonces la terminación del mitin, en el momento en que uno de los orados de la manifestación, Samuel Fielden, exponía la significación del acto. Fielden se opuso a la medida alegando que la reunión se había desarrollado sin desórdenes, pero el jefe de la policía insistió, y fue entonces cuando alguien lanzó un artefacto en medio de la multitud, matando a un policía e hiriendo a otros, lo que hizo que los agentes abrieran fuego. En la confusión que siguió, cayeron muertos o heridos más policías y algunos manifestantes. No pudo averiguarse quién arrojó la bomba, y, como acontecía en estos casos, no faltaron las voces que culparon del suceso a la misma policía.
Una sensación de pánico mucho mayor que cuando los anteriores «sobresaltos rojos» se apoderó de la ciudad, reflejada en un periódico de la época: «Los hombres honestos, perdieron la cabeza y exigieron venganza».[217] La policía terminó por detener a nueve prominentes agitadores y periodistas anarquistas. Dos de ellos, sin embargo, no pudieron ser apresados. Uno era Schanaubelt, probable autor del atentado, que desapareció, y otro, llamado Albert Parsons, que acabó por entregarse para compartir así el destino de sus camaradas. Ocho fueron los que se sentaron en el banquillo, acusados del asesinato de un policía. Finalizando el juicio —excelente muestra del sentimiento popular de alarma y de venganza antes que de justicia—, a cuatro de se les condenó a muerte, y los restantes a muchos años de reclusión. Uno de los encartados, llamado Lingg, era un auténtico terrorista que había fabricado algunos artefactos explosivos, pero nada demostraba que tuviera que ver con la bomba de Haymarket. Las pruebas esgrimidas contra los demás resultaban todavía más endebles. La parte defensora apeló contra la sentencia aduciendo la incompetencia del tribunal. En el transcurso de un segundo juicio, los acusados aprovecharon la oportunidad para extenderse en largas y virulentas disquisiciones sobra la ideología anarquista. Parsons habló por espacio de ocho horas y Fielden durante tres, mientras que Schwad abogó por «un estado social en que todos los seres humanos obren honestamente por la sencilla razón de que no pueda se otro modo, y detesten lo malo por ser esencialmente malo».[218] En cuanto a Lingg, expresó su desprecio por «su orden sus leyes y su autoridad, impuesta por la fuerza».[219]
A pesar de las apelaciones presentadas, y de las solicitudes de perdón suscritas por escritores tan eminentes como Bernard Shaw y Oscar Wilde, cuatro de los acusados fueron ejecutados, ratificándose en sus creencias anarquistas y aceptando severamente su sacrificio. Especialmente uno de ellos, August Spies, se haría famoso por las palabras que pronunció al pie del patíbulo: «llegará el día en que el silencio de nuestras tumbas será más poderoso que las voces que hoy extinguen».[220] También, como resultado de estos sucesos, Johann Most pasó el resto de sus días en un continuo entrar y salir de la prisión, luchando con denuedo para mantener a flote su Freiheit, en constantes controversias con otros anarquistas, norteamericanos y extranjeros, algunas extremadamente duras; durante una reunión, la impulsiva y audaz Emma Goldman trató de golpearle con un látigo. Hasta su muerte, en 1906, Most se comportó como un recalcitrante y ferviente propagandista, actuación que parecía contradecir por entero su naturaleza de petit-bourgeois afecutuosa y huraña, generosa y suspicaz a un tiempo.
El juicio de Chicago exaltó la imaginación de muchos revolucionarios y reformistas jóvenes. Así, Emma Goldman, l joven rusa de ascendencia judía, que había sentido en su carne la dureza de la vida reservada a la clase obrera norteamericana, se entregó apasionadamente a la agitación anarquista, dando principio a la que sería, lo mismo en el plano personal que en el político, una larga y turbulenta carrera.[221] A su amigo Alexander Berkman, también ruso, le afectó tanto el paro decretado por los patronos de Carnegie Corporation, en Homestead (Pensilvania), que se dispuso a asesinar al director del consejo de administración, Henry Clay Frick. En consecuencia, él, Emma Goldman y un joven pintor anarquista que vivía con ellos y que juntos se encargaban de un puesto de helados en Worcester (Massachussets), proyectaron el asesinato. Tras dejar a Emma Goldman para que reuniese fondos en Nueva York, recurriendo a los medios que fuera necesario, incluyendo un malogrado intento de prostitución, Berkman, dispuesto a llevar a cabo su propósito, logró llegar al despacho de Frick, pero sólo consiguió herirlo. Detenido, fue sentenciado a veintidós años de presidio. Emma Goldman hizo cuanto estuvo en su mano para lograr en la campaña que emprendió para la revocación de la sentencia; sin embargo, Berkman no salió del penal hasta 1906.
Entretanto en el año de 1901, el presidente William McKinley moría asesinado en Buffalo por un joven húngaro llamado Czolgocz. Parece que éste no formaba parte de ninguna asociación anarquista, y se cree que actuó por propio impulso, movido únicamente por una profunda sensación de persecución e injusticia. No obstante había asistido a una conferencia de Emma Goldman. Este inició de inmediato una serie de actos a favor del asesino, a pesar de no conocerlo personalmente y de su declaración de que no aprobaba el asesinato del presidente. Czolgocz fue ejecutado, Emma Goldman fue detenida, e igualmente se detuvo a Most, sin tener en cuenta que desde hacía tiempo se había declarado contrario al terrorismo individual y que su ruptura con Emma Goldman, ocurrida nueve años antes y después de haber sido su ferviente discípula (y, según testimonio de ella misma, hasta su amante), se debió al poco aprecio que sentía por Berkman.
El asesinato del presidente McKinley convenció a las autoridades de la existencia real del peligro anarquista. Así lo expuso el nuevo presidente, Teodoro Roosevelt, en el mensaje que dirigió al Congreso en diciembre de 1901. Poco después la Cámara de Representantes aprobó una ley por la que se decretaba la expulsión del país de cualquier persona «que se oponga a los gobierno elegidos». El temor a las prácticas anarquistas presidió también el juicio a Sacco y Vanzetti; pero aunque fueron surgiendo grupos activos de anarquistas entre los inmigrantes, y aunque cierto número de intelectuales se dejaron influir por las teorías anarquistas o por la personalidad de Emma Goldman, puede afirmarse que, de hecho desaparecieron los actos aislados de terrorismo, pero el espíritu anarquista actuó eficazmente a partir de entonces, mediante la acción directa en el seno de las industrias, espíritu que continuó manifestándose todavía por espacio de algunos años.
Sin embargo, puede decirse que, en general, la experiencia de dos décadas de propaganda por la acción obligó a los anarquistas europeos y norteamericanos a considerar de nuevo la eficacia de sus métodos y propósitos. Pese a la reacción que registró temporalmente el período que siguió a la Comuna, y a pesar de las periódicas crisis de la economía capitalista, a fines del siglo XIX la maquinaria legal y constitucional para conseguir reformas sociales y mejoras económicas era más eficiente de lo que había sido en las etapas iniciales de la revolución industrial. Por esta razón, en los países más avanzados empezada a parecer más lógico inscribirse en un sindicato o partido político, para intentar una acción legal que conquistase reformas parciales. Así, sólo en países que, como España, apenas si ofrecían posibilidad para una acción política abierta por parte de las clases obreras, encontró el anarquismo amplia aceptación.
Por otro lado, conviene observar que la propaganda por la acción que propugnaban ciertas facciones anarquistas perjudicaba más que favorecía la popularidad del movimiento. Como escribió Octeve Mirbeau, uno de los escritores franceses de fines del siglo que con mejores ojos se veía al anarquismo, cuando se abrió el juicio contra Emile Henry: «El más mortal enemigo del anarquismo no hubiera podido superar el daño que le ha causado Emile Henry al arrojar inexplicablemente su bomba contra una masa de pacíficas y anónimas gentes que se encontraban en el café para algo antes de acostarse… Emile Henry pretende, afirma, asegura que es un anarquista. Es posible que lo sea. Pero el anarquismo tiene anchas y robustas espaldas y, al igual que el paño, puede soportar cualquier peso. Se ha convertido en una costumbre el que en nuestros días los delincuentes aleguen su vinculación a la causa para justificar sus delitos… Cada partido tiene a sus delincuentes y sus enfermos mentales porque cada partido está integrado por seres humanos».[222] Pero no todos los intelectuales anarquistas se mostraban tan rotundos en su condena del terrorismo, aunque todos comprendieron el dilema que planteaba. Para John Most, los actos delictivos no eran más que el resultado inevitable de la escala de valores vigente en la sociedad del momento: «para mí, el delincuente no es más que un anarquista «brutal», independientemente de la simpatía que me merezca, y esto es así porque un hombre de esta índole, incluso cuando actúa sólo en beneficio propio, es un producto de su época».[223] Eliseo Reclus, eminente geógrafo y hombre de reconocida capacidad científica, a cuyas ideas anarquistas se mezclaban los rígidos escrúpulos de una formación ideológica hugonote, emitía su juicio: «Si un individuo aislado, corroído por el odio, se venga de la sociedad que lo educó deficientemente, ¿qué puedo yo oponer? Es el resultado de fuerzas irrefrenables, la consecuencia de profundas pasiones, la erupción de la justicia en sus primitivas formas. Tomar partido contra los infortunados justificando así, aunque se indirectamente, el sistema que los ha humillado y oprimido, es algo que no pienso hacer nunca».[224] Era ésta una actitud que desagradaba a Jean Grave, el director de La Révolté, cuya convicción de ser el depositario de los auténticos ideales anarquistas le había valido el apodo de el Papa de la rue Mauffetard. «Por lo que se refiere a su tolerancia y a su bondad —escribió refiriéndose a Reclus—, debo admitir que más de una vez me ha sacado de quicio, pues a menudo ha suscitado conflictos entre nosotros por cuestiones de propaganda… ¿Acaso los idiotas o los bribones tienen derecho a destruir las ideas que defendemos? Disputábamos a menudos, especialmente sobre el robo, y a este respecto me escribió en una ocasión: “Ladrones… todos somos ladrones, y yo uno de los peores, pues mi trabajo para un editor hace que pretenda y logre ganar diez o veinte veces más que el salario que percibe un hombre honrado. Todo es un robo”».[225]
No obstante el terrorismo había surtido efecto, y aún hoy su utilización como técnica para atraer la atención de la opinión pública nos resulta familiar. Los relatos aparecidos en los periódicos parisienses de principios del año 1960, aludiendo a los atentados terroristas de la OAS, ofrecen un extraño parecido con los perpetrados en 1890. Si bien el terrorismo le costó al anarquismo la enemistad de muchos, no es menos cierto que despertó en muchos corazones respetables un intenso y profundo desasosiego. El mero hecho de que los actos de terrorismo, independientemente de su objetivo o propósito, fueran obra de sujetos aislados o de grupos muy reducidos, dificultaba mucho las persecuciones y las pesquisas de la policía. De conformidad con los estudios de Maitron, que tan vivamente nos describen la trayectoria del movimiento anarquista francés de fines del siglo, se pone de relieve que la policía estimaba, en aquel período, el número de militantes anarquistas en Francia en mil seiscientos activistas y cuatro mil quinientos simpatizantes, lectores asiduos de periódicos de esta tendencia, y en unos cien mil los que, más o menos difusamente, se sentían identificados con los anarquistas y que de manera pasiva apoyaban sus reivindicaciones. Pero la ausencia de una organización regular dificultaba en gran medida el control de las actividades del movimiento, tanto más cuanto que los atentados terroristas no solían ser obra de dirigentes destacados, lo que entorpecía las diligencias policíaca para apresar a los autores. Cierto que al ocurrir tal o cual accidente, los líderes del movimiento, como Kropotkin, Malatesta, Eliseo Reclus o Johann Most, por ejemplo, eran normalmente tenidos por responsables, aun cuando no se pudiera aportar pruebas concluyentes. Jamás la diferencia entre la teoría y la práctica se había visto tan acentuada al observar la conducta de hombre tan reflexivos como Kropotkin, que vivía tranquilamente en Harrow, en Bromley o en Brighton, dando conferencia en la Real Sociedad de Geografía, atendiendo a William Morris y a G. F. Wats[226] y la de aquellos otros que, como Ravachol o Emile Henry, desafiaban a la sociedad con actos de un brutal y ciego terrorismo.
Fue durante los días en que la propaganda por la acción hacía saltar al primer plano de las noticias la doctrina anarquista como credo de la acción revolucionaria, que los pensadores del movimiento trataron, no siempre con éxito, de convertir este credo en una mesurada filosofía política. Lo lamentable es que aquellos que admitían los actos de violencia de los asesinos y eran partidarios del uso de artefactos, encontrarían demasiado moderados los puntos de vista de un Kropotkin, mientras que los que compartían el optimismo de altos vuelos de la teoría anarquista, sin duda se quedarían asombrados e indignados ante la indiscriminada crueldad de la propaganda por la acción o por cualquier otra forma de violencia. Resulta ilustrativo en este aspecto, el detalle anecdótico del editor de la décima edición de la Enciclopedia Británica, quien después de invitar a Kropotkin a que redactase el artículo dedicado al anarquismo, insertó en este epígrafe una nota a pie de página por su propia cuenta, en la que decía: «Conviene no olvidar que el término anarquista se emplea de manera un tanto imprecisa con referencia a los autores de cierto tipo de sanguinarias atrocidades»; al mismo tiempo el editor añadía un resumen de los «principales actos recientes de los llamados “anarquistas” », ya que Kropotkin ni siquiera los había mencionado. A principios del siglo XX se realizan, sin embargo, serios intentos para resolver el problema que acuciaba al movimiento anarquista desde 1890; es decir, el de cómo hacer compatibles la confianza en una racional cooperación e ilustrado progreso de los hombres con la fe en el valor purificador de los actos revolucionarios, y cómo convertir un credo esencialmente individualista e indisciplinado en una base efectiva para la acción práctica.